Revista de Derecho

ISSN electrónico: 2145-9355
Nº 34 julio-diciembre de 2010

Fecha de recepción: 19 de julio de 2010
Fecha de aceptación: 20 de julio de 2010

El factor de imputación de la responsabilidad profesional En la doctrina moderna*

The professional liability factor in modern doctrine

Alma Ariza Fortich**
Universidad de La Sabana (Colombia)

*El proyecto "La Responsabilidad del profesional en la jurisprudencia civil de la Corte Suprema de Justicia: El Criterio de imputación", del cual es producto este artículo, es financiado por la Universidad de La Sabana.

**Cursa Maestría en Seguros y Responsabilidad Civil en la Universidad Javeriana. Abogada de la misma universidad. Profesora e investigadora de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Sabana y miembro del Grupo de Derecho Privado de la misma universidad. Dirección: Campus Universitario del Puente del Común, Km 7 Autopista Norte de Bogotá (Colombia). alma.ariza@unisabana.edu.co.


Resumen

En el marco de las diferentes posiciones doctrinales adoptadas en torno de la responsabilidad profesional, este artículo, revisión de tema, pretende definir los parámetros con los que debe regirse la conducta de citados agentes, estableciendo para ello los criterios generales que la doctrina ha definido para imputar responsabilidad a un profesional, sin fijar marcadas diferencias frente a pretensiones derivadas de una relación contractual o extracontractual. Así, se pretende demostrar, mediante una metodología descriptiva y analítica de la doctrina nacional y extranjera, la viabilidad de encontrar criterios generales para imputar responsabilidad cuando de profesionales se trata. Para ello, luego de definir al profesional, se presentan los diferentes criterios de imputación que la doctrina moderna estima aplicables a los eventos en los que el causante del daño corresponde a la definición atrás citada, alternando este acápite con las obligaciones que según la doctrina surgen del ejercicio profesional de una actividad. Este artículo muestra la necesidad de realizar un ejercicio similar frente a la posición de la jurisprudencia colombiana, a efectos de verificar los citados parámetros de imputación en los fallos en los que se concreta la imputación de responsabilidad de los profesionales.

Palabras clave: Responsabilidad profesional, culpa, criterios de imputación.


Abstract

In the frame work of the different theories concerning professional responsibility, this work pretends to present the general criterions established by national and foreign modern specialists to determine when a professional is responsible for his/her procedures. This article wants to demonstrate that is possible to find those general standards to impute professional responsibility, using a descriptive and analytic method. Thus, this study defines professional in terms of the national and foreign modern studiers of torts, and presents the various criterions to impute responsibility to the agent that correspond to the definition previously stated, shifting with the obligations that every professional has. This article shows the need to study the standards to impute professional liability used by the Colombian jurisprudence.

Key words: Professional liability, fault, imputation criterions.



INTRODUCCIÓN

De la mano con los avances investigativos y el incremento en la producción de bienes y servicios se ha elaborado el concepto de "profesional" y, con él, la responsabilidad que puede derivarse del ejercicio de las actividades desarrolladas por quienes lo son o pueden asimilársele. Es así como serios doctrinantes se han detenido en la aplicación de los principios generales del régimen de responsabilidad civil a aquellos daños ocasionados en el ejercicio de una actividad de manera profesional, procurando establecer lineamientos que permitan estructurar un régimen propio de los profesionales (Salazar, 2005; Vallespinos, 2009; Visintini, 1999). En efecto, debido a la experticia que caracteriza al ejercicio de las actividades llevadas a cabo por estos sujetos, el nivel de exigencia es mayor, debido justamente o a su preparación, o a los varios años que lleva la persona desarrollando un oficio y que, por tanto, permiten crear la expectativa de un procedimiento, y en no pocas veces un resultado, específico. Así las cosas, en los eventos en los que se genera un daño derivado de una conducta que no se ajuste a unos parámetros esperables, el profesional deberá indemnizar los perjuicios causados.

¿Cuál es entonces el parámetro con el que debe regirse la conducta que lleva a cabo un profesional? Más aun, ¿es posible fijar criterios generales para imputar responsabilidad a un profesional?

Para algunos tratadistas (Barrientos, 2009; Vallejo, 2005), este problema es inexistente, en la medida en que el único criterio de imputación admisible para los profesionales es la culpa, y si la misma se define como el "error de conducta tal, que no lo habría cometido una persona cuidadosa situada en las mismas circunstancias externas que el autor del daño"(Mazeaud, Tunc y Chabas, 1970, citado en Velásquez, 2009, p. 213), siempre se compararía el comportamiento del profesional con el de otro profesional puesto en las mismas circunstancias que el primero. Ello, en tanto la culpa se debe analizar en abstracto.

De esta manera, el comportamiento imputable a un profesional resultaría de demostrar que el procedimiento o la forma en la que ejecutó las obligaciones derivadas del ejercicio profesional, cualquiera que ellas fueran, no corresponde al empleado por el profesional "modelo". Por tanto,

[e]l arquetipo o patrón de comparación entonces deberá en algunos casos mirar la especialidad de ciertas profesiones u oficios para hacer un juicio de culpabilidad. Así por ejemplo, para valorar si un médico ha cometido culpa en un procedimiento quirúrgico se debe mirar si un médico de su especialidad hubiera actuado de igual o de diferente manera. Si el responsable de un daño es un conductor de vehículo, su conducta deberá ser comparada con la que se exige normalmente a un conductor del mismo tipo de máquinas (Velásquez, p. 216).

No obstante, existe un sector de académicos que plantean que el criterio de imputación de responsabilidad para un profesional en algunos casos es la culpa, sin perjuicio de que existan otros factores de atribución. Y aun dentro del primero de los criterios señalados encuentran dificultades en punto del grado de culpa frente al cual debería compararse la conducta.

En esta línea de pensamiento, la hipótesis que este escrito, avance de investigación, pretende demostrar, mediante una metodología descriptiva y analítica de la doctrina nacional y extranjera, es la viabilidad de encontrar criterios generales para imputar responsabilidad cuando de profesionales se trata.

Para ello, luego de definir al profesional, se presentarán los diferentes criterios de imputación que la doctrina moderna estima aplicables a los eventos en los que el causante del daño corresponde a la definición atrás citada, alternando este acápite con las obligaciones que, según la doctrina, surgen del ejercicio profesional de una actividad.


1. EL FACTOR DE IMPUTACIÓN

Tradicionalmente se ha admitido que dentro de los elementos para la declaratoria de la responsabilidad debe incluirse el hecho, daño y nexo causal. No es suficiente, sin embargo, con encontrar demostrados los tres elementos precedentes; es necesario además que la conducta sea imputable al presunto autor del daño; imputabilidad entendida por Alpa (2006, p. 413) como "la aptitud del sujeto agente para entender, para darse cuenta de lo que ocurre y entender lo que se debe hacer y para querer, para determinarse sobre el comportamiento a seguir". Así, mientras el nexo causal supone un análisis de causalidad fáctica, el factor de imputación hace referencia a una causalidad jurídica, es decir,

[l]a imputación del daño es una cuestión normativa, en el sentido de que el juicio de responsabilidad arriba de la imposición del deber de resarcimiento al sujeto que, con su comportamiento, ha provocado el daño, o al sujeto que, por la particular situación jurídica en que se encuentra, se considera oportuno gravar con el daño (como el cuidador, el preceptor, el progenitor, el propietario, el vigilante, el que ejerce actividades peligrosas, etc.) o bien al sujeto que, habiendo participado de la creación de las condiciones para que el daño se verificara, está económicamente en condiciones de soportarlo (productor, ensamblador, etc.) (Alpa, p. 413).

Mucho se ha debatido en torno a cuál es el fundamento del deber de responder, o mejor aun, cuál es el factor de imputación del daño. Este artículo no pretende encontrar esa respuesta; quiere, por el contrario, evidenciar que el debate en torno al fundamento de la responsabilidad civil no se ha cerrado y que va de la mano con los desarrollos de la propia institución y que pese a ello, en punto de los profesionales es posible unificar criterios de imputación que sean aplicables a cualquiera que actúe en dicha calidad.

La noción de culpa fue por varias décadas la justificación del traslado de la obligación de reparar un daño, de un sujeto a otro que lo causaba. No obstante, con el devenir de diversos riesgos aparecen a finales del siglo XIX defensores de un nuevo fundamento de la responsabilidad civil, el riesgo, no como criterio exclusivo, sino justamente para explicar situaciones que analizadas bajo el amparo exclusivo de la culpa podían generar inconvenientes o injusticias. Acorde con las nuevas tendencias, el derecho moderno admite la existencia de pluralidad de fundamentos del deber de reparar, aceptando, por tanto, que la culpa no es el único de ellos. A modo de ejemplo, B. Starck (citado por Viney, 2007) encuentra en la garantía de los derechos esenciales de los individuos el criterio de imputación de responsabilidad. En el mismo sentido, Mosset Iturraspe (2004) advierte que la responsabilidad puede ser subjetiva u objetiva a título de riesgo o de garantía o seguridad. Por su parte, para Santos (1994, 1996), quien entiende la culpa como el incumplimiento de un deber de previsión y control que desemboca en un daño, se responde más que por la existencia de un factor de imputación, por la trasgresión de deberes jurídicos, es decir, por el menoscabo o amenaza de intereses reconocidos por el derecho, lo que él denomina "antijuridicidad".

De esta manera, a pesar de que la culpa es uno de los criterios que mayoritariamente ha adoptado la doctrina, lo cierto es que no es el único y no parece encontrarse un fundamento único para la responsabilidad civil. No obstante, la pregunta que motiva este escrito se encamina, entonces, no a encontrar ese criterio único para la responsabilidad civil en general, sino a definir los parámetros de exigibilidad fijados por la doctrina que se exige a los profesionales y explican el deber de reparar daños generados por éstos.


2. EL PROFESIONAL

A efectos de estudiar los criterios de imputación del profesional, resulta necesario establecer previamente aquellos que determinan la condición de profesional, pues sólo de esta manera se podrá identificar los sujetos cuya responsabilidad será imputable con base en los criterios que pretende reconocer este escrito.

Para la doctrina son dos las acepciones de "profesional". La definición tradicional hace referencia a "aquella persona que se graduó en una universidad reconocida por el Estado y que realiza el acto o servicio de una manera liberal" (Vallespinos, 2009, p. 424); la segunda se refiere a "la persona física que ejerce una profesión. Es profesional aquel que por profesión o hábito desempeña una actividad que constituye su principal fuente de ingresos" (Mosset, 2004, p. 23). Por ello, para el autor en comento, los profesionales, sin distinción de su fuente de conocimiento, deben ser incluidos dentro del mismo régimen y, en consecuencia, la responsabilidad que pueda imputárseles no variará por el sólo hecho de que trate de un profesional por el título universitario o por el ejercicio habitual de un oficio. Mientras en el primer sentido son los estudios los que determinan la condición de profesional, en el segundo es el ejercicio mismo el que otorga los conocimientos y la competencia suficiente para ejercer la profesión y, por tanto, para calificarse como profesional.

Le Tourneau y Cadiet (1998) dentro de la segunda acepción asimilan el profesional al comerciante. Ello, en la medida en que para estos autores el empresario o el comerciante son formas en la que se expresa, en términos económicos, la actividad profesional de una persona física, y a continuación fijan criterios que permiten adoptar la calidad de profesional: Onerosidad, habitualidad, existencia de una organización y experticia. En este orden de ideas, el interés con el que se lleva a cabo una actividad profesional, sumado a la habitualidad de la conducta, además de la existencia de una organización y el manejo de una competencia específica en grado que permitan que el individuo maneje los riesgos que le son inherentes, constituyen herramientas que pueden identificar a un profesional. Agrega Le Tourneau (2006) que la noción de profesional, o mejor, el análisis de culpa del profesional, deberá efectuarse in abstracto, pero teniendo en cuenta las circunstancias reales en las que se hallaba el profesional.

Ahora bien, a pesar de que el profesor francés reconoce que debe remitirse a cada profesión a efectos de determinar criterios de exigibilidad del comportamiento del profesional, realiza un interesante estudio en torno a las obligaciones que se derivan, para cualquier profesional, del ejercicio de su profesión. Admite, indirectamente, que pese a las particularidades propias de cada actividad, es viable identificar una estructura obligacional a la cual dirigirse cuando el deudor funge como profesional.

Preferimos sumarnos a los que, como los profesores Mosset (2004) y Vissintini (2009), estiman que la calidad de profesional se adquiere por el conocimiento de una determinada técnica derivada de su estudio comprobado o de su ejercicio; situación que le atribuye competencias específicas que permiten hacerlo responsable por su omisión y, por tanto, en grado superior a lo que podría esperarse de un individuo cualquiera.

La calidad de profesional, entonces, debe determinarse por la capacitación de un individuo que desarrolla de manera habitual una actividad, bien por los estudios que ha realizado o porque la ha adquirido a través de la experiencia. En uno y otro caso, el régimen de responsabilidad profesional sería igualmente aplicable sin distinción. Remunerar el oficio no resulta un elemento esencial de la definición de profesional, pese a que ciertamente sí constituirá un elemento que permita menguar el grado de exigencia en la conducta adelantada.


3. LOS CRITERIOS DE IMPUTACIÓN EN EL RÉGIMEN DE RESPONSABILIDAD DE LOS PROFESIONALES

3.1. La posición de la doctrina en materia de criterio de imputación

El debate acerca de los diferentes criterios de imputación del daño se torna aun más polémico cuando de profesionales se trata. Ello por cuanto los servicios prestados por estos últimos, por un lado, difieren según el tipo de profesional del que se hable y, por otro lado, porque pueden alcanzar no sólo a quienes están vinculados directamente con el citado profesional sino a terceros, ajenos a la relación, pero que con ocasión de la misma han resultado de alguna manera perjudicados. ¿El criterio de imputación deberá variar según que la víctima estuviera vinculada o no con el profesional y, con ella, el régimen que regula dicho caso? o, por el contrario, ¿es posible encontrar criterios aplicables a la prestación de servicios profesionales sin que ello se modifique por la existencia o inexistencia de un vínculo con la víctima?

Vallespinos (2009) prefiere unirse a quienes sostienen que un régimen único en materia de responsabilidad profesional resulta inviable en atención a que la disparidad que existe entre las diversas actividades profesionales hace imposible enmarcarlas dentro del mismo estatuto. Para Viney (2007), por el contrario, es necesario volver a la idea de que la responsabilidad surgida de la inejecución de obligaciones profesionales deba ser sometida a un mismo régimen, aun para los eventos en los que el daño alcance a terceros.

Lo cierto es que el estatuto de responsabilidad profesional ha encontrado basamento, tradicionalmente, en la noción de culpa probada. En Colombia, por ejemplo, quienes demanden contra profesionales de la salud deberán acreditar la culpa del causante del daño, sin perjuicio de que se puedan valer de las prerrogativas propias del régimen probatorio general que eximen de demostrar el contenido de las afirmaciones o negaciones indefinidas (art. 177 Código de Procedimiento Civil colombiano). Lo dicho no obsta para que exista un amplio sector de la doctrina que reclame la aplicación del principio de carga dinámica de la prueba, que abriría la posibilidad de imponer la obligación de demostrar un hecho a aquella parte procesal que cuente con mejores herramientas para ello (Jaramillo, 2008) o que igualmente se admita la denominada "culpa virtual", "de acuerdo con la cual, la culpa puede darse por probada a partir de determinadas circunstancias que rodearon la conducta del agente. Se dice que "las cosas hablan por sí solas" (res ipsa loquitur)" (Tamayo, 2007).

En Europa, por su parte, pese al principio general de culpa probada, la propuesta de Directiva Europea del 9 de noviembre de 1990 invierte la carga de la prueba y será el profesional quien deba demostrar su ausencia de culpa (Arrubla, 2009; Parra, 1991). Ello, por cuanto se parte de la presunción de que es justamente el profesional quien se halla en condiciones de demostrar, mediante argumentos técnicos y científicos, la adecuación de su comportamiento.

Trigo Represas (1987, p. 27), aceptando que el régimen general de culpa irradia a los profesionales, defiende la existencia de una "culpa profesional", definiéndola como "aquella en la que incurre una persona que ejerce una profesión, al faltar a los deberes especiales que ella impone; se trata pues, de una infracción típica, concerniente a ciertos deberes propios de esa determinada actividad".

Sin embargo, existen algunos rezagos en la doctrina que rechazando el concepto de culpa profesional se inclinan por aplicar la culpa común también a los profesionales sin hacer ninguna distinción. En la doctrina colombiana Vallejo (2005), en la doctrina argentina Acuña Anzorena y en la extranjera, italiana, Chironi. Particularmente Acuña A. sostiene que "en la responsabilidad profesional nada hay en lo fundamental que difiera de los principios esenciales que gobiernan la responsabilidad civil en general, si bien pueden darse a su respecto 'algunas diferencias puramente de matices" insuficientes para descartar dicha premisa" (citado en Mosset, 2004, p. 151). Chironi, por su parte, indica que la impericia o los errores profesionales no deben ser objeto de teorías especiales, pues entran en los conceptos generales fijados en materia de comportamiento ilícito, y no son modos especiales de culpa (Chironi, 1928). En esta línea argumentativa, bastaría la definición de los Mazeaud y Tunc (1962, p. 61), y en consecuencia, la comparación del comportamiento del deudor —profesional— será con la de otro que encuadre en la conducta de dicho deudor. Para estos autores,

[I]ncurrimos en culpa cuando no nos conducimos como los demás cuando ellos se conducen de una manera social, cuando no nos comportamos como lo hacen los "buenos padres de familia", [...]. La culpa [...] es un error de conducta tal, que no lo habría cometido una persona cuidadosa situada en las mismas circunstancias "externas" que el autor del daño.

Ciertamente, la definición de culpa de los hermanos Mazeaud resulta teóricamente sencilla porque supone confrontar dos comportamientos: aquel que llevó a cabo el autor del daño con el del sujeto, para efectos de este estudio, el profesional diligente y prudente. Al fallador corresponderá tal comparación, a efectos de que, encontrando disimilitud en los mismos, se concluya que hubo culpa del agente. Se reitera, la anterior operación puede figurar, en teoría, sencilla, y más aun cuando, en tratándose del profesional, el análisis se reduce a exigir la comparación con el buen profesional de la especialidad a que corresponda el caso concreto. Sin embargo, llevar a cabo tal parangón en un evento puntual, y sobre todo real, comporta serias dificultades. Lo anterior, por cuanto no en todos los casos el agente causante del daño conoce previamente la conducta que se espera de él, y más aun, el juzgador de su comportamiento adolece de la misma falencia.

Debe por ello destacarse que en Estados Unidos, tal como señala Freinman (2007), las cortes han logrado establecer métodos para identificar las políticas judiciales de declaración de responsabilidad a fin de evidenciar la existencia o no de un deber de cuidado razonable y, con él, la negligencia. Reconociendo lo incompleto de este proceso, Frienman afirma que el mismo se hace indispensable para ayudar el proceso de análisis de cada caso.

De allí que autores como De Ángel (1995), más que rechazar el concepto de culpa, señalen que el mismo se ha deformado hasta tal punto que hoy es posible afirmar que se presenta como un "confuso" fundamento del deber de reparar. Diez Picazo (1999, p. 236) corrobora esta tesis declarando que pese a que para el Tribunal Español "los supuestos de responsabilidad por riesgo deben ser considerados excepcionales y que la regla y principio general continúa siendo el «reproche culpabilístico», termina señalando que el concreto hecho dañoso pone de relieve la culpa, de manera que se realiza un viaje circular parecido al denominado viaje a ninguna parte". Ello es así, en tanto bajo el fundamento de culpa se condena al demandado sin que éste tuviera oportunidad de conocer previamente las normas cuya vulneración se le imputa y sin perfilar los deberes de diligencia, "esterilizando el concepto mismo de culpa".

Es por ello que resulta imprescindible, para quienes estimamos que es viable estructurar criterios generales de imputación de responsabilidad cuando de profesionales se trata, partir de la determinación de aquellas obligaciones generales, derivadas de la prestación de un servicio, propias de la actividad de cualquier profesional. Este criterio encuentra mayor respaldo frente a definiciones tradicionales de culpa que la determinan por "el incumplimiento de una obligación preexistente" (Planiol y Ripert, citados en Tamayo, p. 222.) y aun para el concepto moderno que señala que existirá culpa normativa "cuando el agente, independientemente de elemento psicológico, haya violado disposiciones normativas que le imponían deberes concretos" (Tamayo, p. 222).

Así, el punto de partida que se propone para definir los criterios de atribución de responsabilidad profesional está justamente en la determinación de obligaciones profesionales, entendiendo por tales aquellos vínculos jurídicos que se generan de la prestación del servicio de un profesional y que pese a la particularidad de cada actividad pueden generalizarse.

3.2. Las obligaciones derivadas de la prestación del servicio profesional

Tal como hemos señalado, una parte de la doctrina sostiene que resulta innecesario especificar el régimen de los profesionales, debido que respecto a los mismos es perfectamente aplicable el régimen general de obligaciones y contratos. No obstante académicos modernos, admitiendo que la disimilitud de profesiones comportará un análisis de responsabilidad en cada caso, se debaten con los primeros en la posibilidad de identificar obligaciones exigibles a todo profesional, partiendo del hecho de que frente al régimen general de responsabilidad, el grado de exigencia de las obligaciones y deberes variará, sin lugar a dudas, según se trate o no de un profesional, pues en esta situación en razón de su oficio el contenido de las obligaciones a ellos impuestas es más estricto que cuando no se trata de profesionales (Larroument, 1999, p. 54).

Para Le Tourneau y Cadiet (1998), el origen jurisprudencial de la responsabilidad del profesional se encuentra justamente en el desarrollo del derecho de los consumidores. Ello, por cuanto a partir de la protección del consumidor se ha dado origen a lo que se denomina "obligaciones inéditas", más ahora, cuando se enfrenta una extraordinaria demanda de este tipo de servicios en la sociedad contemporánea. Ciertamente, las obligaciones que se derivan de un contrato en el que uno de los extremos de la relación está integrado por un profesional pareciera que no contienen mayores disquisiciones, debido a que es el propio contrato el que, consecuencia del postulado de la autonomía de la voluntad, las define. No obstante, la función social inmanente al negocio jurídico y la necesidad de adaptarlo a su fin económico, han logrado el reconocimiento de obligaciones inmersas en el negocio para aquellos eventos en los que un profesional pone a disposición de una clientela un material o instalaciones cuya utilización puede eventualmente generar daños. Algunas de tales obligaciones, de acuerdo con Viney (1982, p. 324), son la de seguridad, "la de información, de advertencia y de consejo que son hoy corrientemente puestas a cargo de los profesionales que se comprometen a entregar productos o a suministrar servicios a sus clientes". Incluso, se ha llegado a hacer parte integrante de algunos contratos de ejecución sucesiva o en contratos preliminares que preceden a otro definitivo, la obligación de adaptar el contrato a la evolución de la situación, atado al principio de ejecución de buena fe. Esta obligación que se estima sustituta de la noción de imprevisión, institución descartada por la Corte de Casación Francesa, pero admitida por la vía del reconocimiento de este nuevo tipo obligacional (Viney, 2007).

Partiendo de la segunda corriente citada, se reconoce que a todo profesional, por el hecho de prestar un servicio asumiendo tal calidad, le corresponde el cumplimiento de algunas obligaciones que la doctrina ha identificado independientemente del tipo de actividad que realice. Dicha obligaciones surgen ligadas, más que al contrato que da origen a la prestación del servicio, a la actividad profesional en sí misma considerada.

Un primer criterio de clasificación, para algunos autores, lo constituye la existencia o no de un contrato. En efecto, en el primer caso se reconocen obligaciones "especiales" inherentes a todo contrato en el que intervenga un profesional, consecuencia directa de la aplicación del principio de buena fe contractual o que, tal como lo expone Le Tourneau (2006, 142), "nacen a título secundario del interés común que une a las partes, como al rasero que debe guiar a todos los comportamientos humanos" y que éste autor francés categoriza así:

a. Obligaciones derivadas del contrato

1. Obligaciones ligadas a la exigencia de la lealtad contractual:

1.1. Obligación de cooperación: Esta obligación se explica como la conciencia de tener una unión de intereses en aras de lograr el objetivo del contrato, amén de contribuir a lograr un clima armonioso en el contrato y a mantener la confianza recíproca.

1.2. Obligación de ejecutar el contrato: Se define como la obligación que se deriva, per se, de la lealtad contractual, y supone llevar a cabo el objeto contratado, personalmente o a través de terceros cuando el negocio así lo permita.

1.3. Obligación de información: Dado que la información es parte natural de los contratos, más en aquellos que se celebran con no profesionales, se exige al profesional asumir una actitud proactiva y revelar aquellas situaciones útiles al contrato, exigiéndose exactitud, pertinencia y adaptación a la situación. Se debe informar, a lo sumo, de las contraindicaciones de la prestación a su cargo, de sus restricciones técnicas, los límites de sus prestaciones y su eficacia y de los riesgos que de ella se deriven. De allí que Avilez (2002) sostenga que este deber lleve a la autonomía de la voluntad del individuo y a la libertad de la persona. En lo que respecta a una cosa peligrosa objeto del servicio profesional o en general del contrato con un profesional, éste debe igualmente prevenir el perjuicio que puede devenir de su uso y señalar condiciones de prevención de dicho riesgo. (El profesor francés distingue entre la obligación de información y la de consejo. La primera "consiste fundamentalmente en advertir al profano de los riesgos jurídicos o técnicos del contrato de forma tal que dicho profanotenga elementos de juicio para contratar" (Le Tourneau, p. 2006, 145), es decir, describir el producto, mientras que la de consejo consiste "en orientar la decisión del contratante por una alternativa que se considera la mejor", lo que llevaría a un consejo respecto de la conveniencia de adquirir el producto).

Respecto de la obligación en cuestión, Pantaleón Prieto (1990) adelanta un interesante estudio referido puntualmente a la responsabilidad del médico como profesional y concluye que el médico, y agregaríamos al profesional en general, que omitió su deber de información y que causa un daño, le será imputable objetivamente responsabilidad siempre que se logre demostrar que el paciente, o el cliente, de haber conocido el riesgo que acaeció hubiera desistido de la operación, o en general del servicio solicitado, pues sólo en éste encuentra el autor que se evidencia la relación directa entre la conducta omisiva del profesional y el daño causado.

Tamayo Jaramillo (2007), acogiendo la clasificación elaborada por el profesor francés, fundamenta el surgimiento de la obligación de información en el hecho de que la posición dominante del profesional, que otrora estaba legitimada por la filosofía individualista que primó en el derecho privado hace algunas décadas y que llevaba a mantener el contrato tal como se hubiera concertado sin detenerse a revisar la condición de profesional, se ha alterado, insertando un principio según el cual cada una de las partes, siempre que sean profesionales, debe suministrar la información que tiene al alcance, en cumplimiento de la obligación de lealtad, de forma que cualquier perjuicio que se hubiera ocasionado por la inejecución de aquélla conlleva a la declaratoria de responsabilidad del agente.

En el mismo sentido, pero refiriéndose a los deberes que surgen de la etapa precontractual para cualquier negocio jurídico, sin marcar diferencia ante la presencia o no de un profesional, Oviedo Albán (2009) reconoce como deberes genéricos derivados de la buena fe en la etapa precontractual, el de información y el de protección y conservación tanto de personas vinculadas a la negociación como de bienes objeto de la misma. En ese sentido, se asimila más a lo que Le Tourneau (2006) denomina obligación de información frente a terceros.

Ahora bien, mientras para el último autor citado varias de las obligaciones referidas a los contratos son accesorias (y en el mismo sentido Santos, 1996), Salazar Luján (2005) defiende que a pesar que en otras relaciones resulten complementarias, frente a la prestación de un servicio profesional se tornan principales e independientes en adición a la obligación de prestar el servicio. Por ello, frente a su incumplimiento se generará responsabilidad civil pese a que se hubiera ejecutado el servicio.

1.4. Obligación de confidencialidad: La confidencialidad, el secreto o la reserva se constituyen en una consecuencia directa de la obligación de información a la que se hizo mención. Todo aquello que se revele con ocasión del contrato y cuya divulgación pueda generar perjuicio para quien informa debe mantenerse en secreto.

1.5. Obligación de seguridad: Conforme a esta obligación, el profesional debe garantizar la integridad corporal y patrimonial de su acreedor durante la ejecución del contrato. Por tanto, la exigencia de la obligación de seguridad imprime a los profesionales una mayor prudencia en el desarrollo de sus actividades y encuentra su fundamento esencialmente en la diferencia de conocimientos entre el profesional y la persona con la que éste contrata.

Los autores coinciden en que se trata de una obligación accesoria a un contrato principal que expone al acreedor a cierto riesgo (en el mismo sentido, Palacio, 2009).

2. Obligaciones ligadas a la exigencia de la lealtad con el cocontratante: Más que obligaciones, el profesor francés se refiere a ellas como deberes derivados de la expectativa del acreedor en la ejecución del contrato, y se enuncian a continuación:

2.1. Deber de vigilancia: Impone al profesional una conducta: reaccionar ante una situación que pueda derivarle un perjuicio a la otra parte del contrato.

2.2. Trasparecía no sólo en el desarrollo del contrato sino en su finalización: De contera, este deber incluye prevenir al cocontratante de las dificultades o particularidades imprevistas que sean conocidas o deban ser conocidas por el profesional en razón de su experticia.

2.3. Perseverancia en el cumplimiento de la misión encomendada y a la que se ha comprometido: Para ello, el profesional debe hacer frente a las dificultades que puedan presentarse durante la ejecución del contrato, precisamente en razón de sus conocimientos y su experiencia.

2.4. Fidelidad: El deber de fidelidad conlleva a ejecutar el contrato tal como se acordó, atendiendo a los límites impuestos por el mismo, v.gr., el de mandato, y de adaptar la ejecución del negocio a los imprevistos que durante su ejecución se puedan presentar, en concordancia con el deber de perseverancia.

2.5. Actuar con respeto a los intereses de la contraparte, llegando incluso a privilegiarlos frente a los propios, en aras de llenar las expectativas del primero en la celebración del negocio. Así, se impone al profesional facilitar la ejecución del contrato.

2.6. Deberes morales: Dentro de éstos destaca la paciencia, que no tolerancia de una actitud culposa de un tercero; la discreción; el honor; la delicadeza, que impone en veces una obligación de hacer y en otras de no hacer (dar un consejo, incluso contra los intereses del mismo deudor o abstenerse de tomar por su cuenta la operación que adelantaba con un tercero); coherencia, que le impide actuar contra sus propios actos o contra la manera como se comportaba en situaciones anteriores violando la confianza legítima.

Frente a la anterior clasificación Palacio (2009, p. 121) presenta una categorización de las obligaciones de los profesionales partiendo igualmente de la existencia o inexistencia del contrato, un poco menos extensa que la del autor francés. Dentro de las contractuales incluye: la obligación de información, la de confidencialidad, de seguridad, de capacitación y actualización, a la que Le Tourneau (2006) se refiere dentro de las obligaciones ligadas a la exigencia de la eficiencia, y otras obligaciones dentro de las que se contienen la obligación de lealtad en la ejecución del contrato y el cumplimiento de deberes morales, que explica con un llamado de atención a los profesionales para que recuerden que su objetivo es servir, buscando una remuneración que les permita satisfacer sus necesidades básicas, de allí que el profesional debe procurar paciencia, discreción, coherencia y lealtad con el cliente. Dentro de las extracontractuales está la obligación de información, no tan amplia como en el régimen contractual, dado que en este caso el profesional debe proteger su conocimiento frente a terceros que se puedan beneficiar de la información inicial dada al contratante y la obligación de seguridad.

3. Obligaciones ligadas a la exigencia de la eficiencia: Ello envuelve el comportarse de acuerdo con la competencia del profesional, según su reputación y experiencia. Ello incluye la facultad de previsión en beneficio de la contraparte, es decir, anticiparse y prevenir atentados contra la seguridad. Supone, igualmente, la formación permanente del profesional, así como el actuar con celeridad en el cumplimiento de las tareas que le han encomendado.

Las obligaciones reseñadas se derivan de la calidad de profesional del deudor de las mismas, pero se atenúan en algunas circunstancias en las que la otra parte del contrato no se encuentra "indefensa" frente al profesional. Algunos de estos criterios de atenuación se presentan cuando el cocotratante también es profesional; cuando el cliente está siendo asesorado por un profesional; cuando por su experiencia le es exigible a dicho cliente algún grado de información; cuando el contratante se comporta como si ya estuviera informado o cuando decide asumir deliberadamente algún riesgo. Adicionalmente, la gratuidad y la urgencia se constituyen en factores de moderación de las citadas obligaciones. En el primer caso porque, según la doctrina, cuando el profesional actúa sin ánimo de lucro "no parece actuar como profesional". En lo que respecta al alea o a la urgencia, igualmente disminuyen el rigor con el que se exige el cumplimiento de las citadas obligaciones y deberes, señalando que el alea impide que una obligación sea considerada de resultado.

Frente a estos moderadores de la responsabilidad de los profesionales, situaciones que pretenden alegarse como exoneratorias no son admitidas automáticamente. Algunos ejemplos traídos a colación por la doctrina serían "el hecho de que haya seguido (el profesional) la opinión de un organismo de control, que haya ejecutado sus obligaciones conforme a las reglas del arte, a los datos actuales de la ciencia, a las normas o a las exigencias legales y reglamentarias, que haya obtenido autorización administrativa o que sus productos hayan recibido autorización técnica". Para la doctrina, "el deudor es de alguna manera, garante de los riesgos de desarrollo, al menos cuando la obligación es de resultado (para el médico, vinculado por una simple obligación de medios, esta última circunstancia es, por el contrario, exoneratoria)" (Le Tourneau, 2006, p. 25).

b. Obligaciones profesionales frente a terceros:

  1. Obligación de información: La obligación de información de régimen extracontractual es entendida como una obligación precontractual frente a todo cliente eventual.

  2. Obligación de seguridad: La obligación de seguridad "se presenta frente a aquellas personas, que estando bajo la esfera de dominio de un profesional con el cual no han celebrado ningún contrato, hace que este último responda de los daños que pueda sufrir un potencial cliente en su dominio" (Palacio, 2009, p. 121). Y es exigible por toda persona que pudiera ser víctima de un daño en su integridad con ocasión de una actividad profesional, v.gr, el defecto de un producto causado a un tercero no contratante. (Sobre el particular, el Código de Consumo consagra la obligación de seguridad legalmente, exigiendo que los productos y servicios presenten condiciones de seguridad a las cuales se pueda legítimamente esperar y no afectar la a salud de las personas, artículo L.221-1).

  3. Respecto de esta obligación Palacio (2009) anota que "la doctrina extrajera pretende ampliarle el campo de aplicación de la responsabilidad contractual incluso frente a los daños causado a terceras personas con las cuales ni siquiera se tiene relación".

Finalmente, el profesor francés destaca que la Corte de Casación francesa no sólo admite legitimación en los terceros afectados por el incumplimiento de un contrato del que no fueron parte, sino que los exime de la carga de probar la culpa del profesional. Pese a ello, critica esta postura porque quebranta el principio de la relatividad de los negocios jurídicos, e incluso el principio de igualdad entre los acreedores, privilegiando al tercero frente al cocontrante acreedor de las obligaciones del contrato. Pareciera que la Corte permitiera derivar del incumplimiento de un contrato que afecta a un tercero una responsabilidad extracontractual, aunque, debe advertirse, tal apreciación no hace parte de la crítica de Le Tourneau, es más bien una conclusión del análisis de los fallos que dicho autor referencia.

No puede, en todo caso, pasar desapercibido el avance que la tesis criticada introduce en el régimen de responsabilidad de los profesionales reconociendo que los servicios de los profesional han invadido las esferas de la sociedad de manera tal que la protección de los terceros debe imponerse a través de criterios claros de exigibilidad de la reparación del daño que el comportamiento de aquél genere. Parece, eso sí, indispensable un estudio en esta misma línea, pero partiendo de las decisiones de la jurisprudencia, en aras de comprender el contenido integral de cada una de estas obligaciones.

3.3 La culpa en los Profesionales

La referencia a las obligaciones derivadas de la prestación profesional de un servicio expuesta en el acápite anterior sirve de introducción a este segmento, con el cual se pretende definir el grado de incumplimiento que de tales obligaciones debe evidenciar el fallador a efectos de declarar la responsabilidad de un profesional.

A pesar de las diversas teorías que defienden la responsabilidad objetiva, lo cierto es que la culpa, sin lugar a dudas, es el factor de atribución que por tradición sirve de fundamento al deber de reparar. Así, a modo de ejemplo, el artículo 2341 del Código Civil colombiano, el artículo 1969 del Código Civil peruano, 1101 del Código Civil español y el artículo 1382 del Código Civil francés sustentan en la responsabilidad subjetiva la obligación de resarcir el daño causado.

La responsabilidad profesional no escapa a la generalidad, y también para ella la culpa es considerada en la doctrina el factor de imputación cuando el causante del daño funge como profesional. Por ello, este apartado se concentrará en el grado de culpa que se exige al profesional para declararlo responsable, o mejor, en al análisis que la doctrina moderna ha adelantado respecto de la culpa como factor de imputación para los profesionales. De esta manera se logrará demostrar que, a pesar de que se admite que en la mayoría de los casos la responsabilidad del profesional es subjetiva, el grado de diligencia que se le exige responde a la especialidad del sujeto y, por tanto, eleva el grado de perfección de la labor desarrollada. Pese a ello, será posible encontrar criterios generales de diligencia para el profesional, de acuerdo con la doctrina del momento; tan es así que se determinaron en el acápite anterior las obligaciones propias de cualquier actividad profesional.

Ahora bien, la viabilidad de imputar objetivamente responsabilidad a un profesional dependería, en Colombia, de la calificación de peligrosa de la actividad que desempeña éste. Es así como la responsabilidad del constructor será objetiva cuando el daño que se le imputa es consecuencia de la construcción o de la demolición de una edificación, debido a que dicha actividad ha sido considerada como una actividad peligrosa (Vallejo, 2005; reiterado por Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, 1990, 2009). Ello es así porque no existe razón para excluir al profesional que cumple actividades variadísimas de la responsabilidad objetiva "cuando emplea en el ejercicio de su quehacer, cosas riesgosas; cuando, como preferimos decir, aumentan el riesgo de dañosidad, propio de toda actividad, con el uso de las cosas" (Mosset, 2004, p. 162). En el mismo sentido, referido a la responsabilidad médica, la doctrina argentina sostiene que el régimen para este tipo de profesionales será objetivo en dos eventos: cuando se emplean en el acto médico cosas viciosas, así como la responsabilidad del jefe del equipo médico, quien responde por el hecho de los integrantes de su equipo sin que su falta de culpa lo libere (López de Mesa, 2007). Así, pese a que la responsabilidad subjetiva es el fundamento general de la obligación de indemnizar, por vía doctrinal y jurisprudencial se han ido extendiendo los efectos de la responsabilidad objetiva. Para algunos autores, el empleo de técnicas en estado de experimentación haría responsable al médicos sin mediar la culpa, así como defender doctrinas minotirarias o desechadas por la jurisprudencia para el caso de los abogados (Pizarro, 1983; Mosset, 2004).

En lo que a la culpa se refiere, pese a que la doctrina nacional (Tamayo, 2007) sostiene que la división tripartita del artículo 1604 del Código Civil colombiano ha reducido su aplicabilidad a la pérdida de la cosa que se debe o a las obligaciones principales de ciertos contratos, igualmente se admite que frente la responsabilidad contractual derivada del mandato y de "los servicios de las profesionales y carreras que suponen largos estudios (...)" (art. 2144 Código Civil colombiano) la clasificación en cuestión tiene cabida porque para el caso en comento el grado de culpa que se le exige al mandatario o a quien presta el servicio es la culpa leve.

Académicos extranjeros, acogiendo una postura similar a la planteada, indican que cualquier culpa —haciendo referencia a la culpa leve— permite, en general, deducir responsabilidad del deudor; no obstante, advierten que "en casos excepcionales se exige como condición de responsabilidad una falta de cierta gravedad" (Larroumet, 1999, p. 46) y distinguen tres grados de culpa grave: la culpa dolosa, la inexcusable y la grave propiamente dicha. La primera, llamada también culpa intencional o dolo en la ejecución de los contratos, no es necesaria para que se declare al deudor responsable, pero la consecuencia de su demostración es la extensión de los perjuicios no sólo a los previsibles, a los que se limita por general la indemnización de un perjuicio derivado de un contrato, sino que se amplifica la indemnización al cubrimiento de los perjuicios imprevisibles al momento de celebración del contrato.

Distinción en el mismo sentido se encuentra en la legislación colombiana, artículo 1616 del Código Civil, referida al daño causado con culpa o al daño causado con dolo. Se evidencia en todo caso una diferencia conceptual, en la medida que en Colombia el dolo se asimila a la culpa grave, mientras que Larroumet (1999) opone ambas categorías. Mazeaud y Tunc (1962, p. 61) explican la asimilación francesa de culpa grave y dolo en los siguientes términos:

la negligencia o la imprudencia cometida es tan grosera, que apenas sí es creíble que su autor no haya deseado, al obrar, causar el daño que se ha producido. Para que así sea, ha de suponerse que, según la definición de los textos interpolados en el Digesto, el demandado no ha comprendido quod omnes intellegunt (lo que todos comprenden) [...] La maldad misma, como se ha dicho, adoptaría la máscara de la tontería. Para cortar por lo sano esa defensa, era necesario crear una presunción: la ley supone probada, en el autor de una culpa muy grave, la intención de dañar. Se advierte así que la asimilación de la culpa lata con el dolus no es un retorno disimulado a la teoría de la representación; es una regla que aplica en el terreno de la prueba.

Así, la culpa dolosa es la culpa intencional, la voluntad de perjudicar a un tercero, el deseo de perjudicar a otro. De allí que Mazeaud y Tunc (1962) y Larroumet (1999) sostengan que el análisis de la culpa delictual, llamada así por los primeros, o culpa dolosa, para el segundo, deba llevarse a cabo en concreto. La culpa intencional, por su parte, exige un acto temerario y con conciencia de que su autor probablemente resultará afectado, es una aceptación del peligro y del posible daño que de él se derive.

La tercera categoría, culpa grave (culpa lata), es esencialmente no voluntaria más grave que la ordinaria: "Se trata de una culpa burda o también de una acumulación de varias culpas que, aisladamente consideradas, serán culpas ordinarias o leves" (Larroumet, 1999, p. 53), y tanto en Francia como en Colombia, el deudor condenado por culpa grave deberá indemnizar perjuicios previsibles e imprevisibles al momento de celebración del contrato, por cuanto la culpa grave se equipara al dolo en ambos países, a pesar de que Larroumet no acoja tal identidad.

Ahora bien, en materia de responsabilidad de los profesionales, Larroumet (1999) defiende, citando jurisprudencia de la Corte de Casación Francesa, que basta la culpa leve para hacerlo responsable y que, por tanto, no es necesario para condenar al pago de perjuicios generados por la conducta del profesional al que se demuestre una falta grave.

Los Mazeaud (1962), por el contrario, se orientan a demostrar la inexactitud de la anterior premisa a través del análisis de la culpa en algunos profesionales. Frente a los médicos o en general a quienes se encargan de prestar cuidados a hombres o animales, advierten que no siempre deben responder exclusivamente por culpa grave o lata, sino que, dependiendo del caso en concreto, el juez debe condenarlos siempre que encuentre probada con certeza "una culpa cometida por el médico, sea cual sea la naturaleza de esa culpa", siguiendo la definición general de culpa planteada por estos autores. No obstante, advierten que en no pocas jurisprudencias francesas se ha exigido la culpa lata para condenar al médico, oponiéndose a la decisión de la "Corte de Aix que, en sentencia del 22 de octubre de 1906, luego de haber reconocido la existencia de una culpa en el hecho de entregarse a experiencias con un enfermo, declara que la extensión de la responsabilidad debe ser disminuida teniendo en cuenta el espíritu que había animado al médico en sus imprudentes investigaciones" (Mazeaud, 1962, p. 63). En este punto es necesario advertir que Tamayo (2007, p. 209) se identifica con los Mazeaud en el análisis in abstracto de la culpa, pero teniendo en cuenta las circunstancias internas del autor del daño "relativas a su superioridad o inferioridad física, así como la mayor o menor erudición del agente en relación con la conducta desplegada; finalmente, se detendrá en la capacidad racional del sujeto, exigiendo que, por lo menos, tenga capacidad de discernimiento".

Le Tourneau (2006, pp.19 y 101) igualmente reconoce diversos grados de incumplimiento del profesional, desde dolo, la culpa inexcusable, la culpa grave y la leve, pero destaca que la jurisprudencia francesa tiende a aplicar "discretamente un agravamiento de la gama de las culpas de un profesional". Así, mientras que para un ciudadano común un comportamiento determinado sería culpa levísima, para un profesional en esas mismas circunstancias sería grave siempre y cuando evidencie ineptitud en la tarea encomendada. El criterio de comparación sería, en definitiva, el buen profesional de la misma especialidad.

Las posturas expuestas han llevado a Mosset Iturraspe (2004, p. 156) a señalar que existen dos posturas contradictorias frente al análisis de la culpa profesional: por un lado, aquella que "con un marcado afán de 'tutela profesional' sólo admite su responsabilidad frente a la demostración de su culpa grave", entendiéndola como una negligencia mayúscula, una imprudencia grosera o una impericia rayana en la ignorancia; y una segunda postura que extiende la responsabilidad de los profesionales a los hechos o incumplimientos atribuibles a cualquier especie de culpa, grave, leve o levísima. El autor argentino critica ambas posturas por irrazonables, la primera por permisiva y la segunda por ser excesivamente rigurosa, "la responsabilidad por culpa grave o leve parece suficiente y equitativo", es decir, exigir al profesional prudencia normal, diligencia media. ("Culpa leve", entendida como el desorden que un profesional medio no hubiera cometido y "culpa levísima" basada en el obrar sumamente diligente o celoso, cuidadoso en extremo).

López de Mesa (2005), en lugar de detenerse en la clasificación tripartita de culpas, se inclina por sostener que la culpa consiste siempre en una omisión, la omisión de diligencia exigible según circunstancias de tiempo, lugar y de la persona, y concluye que una conducta puede ser calificada como culposa cuando el agente ha realizado un comportamiento menos diligente que aquel que le exige el derecho No obstante, diferencia las categorías de culpa según se trate de negligencia, imprudencia o impericia. La primera se presenta cuando el sujeto omite una actividad que habría evitado el resultado dañoso, no hace lo que debe o hace menos; la imprudencia supone un obrar precipitado, sin prever las consecuencias que puede desembocar su actuar irreflexivo, advirtiendo que en los profesionales se trata de una conducta positiva respecto a la cual debía abstenerse, una acción realizada de manera prematura; finalmente, califica la impericia como el desconocimiento de las reglas y métodos pertinentes, pues el que ejerce una profesión debe tener los conocimientos teóricos y prácticos propios de su profesión y obrar con la diligencia propia. Así, concluye con Mosset (2004), que en Argentina se responde por culpa grave o leve.

En la misma línea, Visistini (1999) manifiesta que el empeño al que se halla sujeto el profesional es el ordinario y deberá evaluarse teniendo en cuenta la naturaleza de la prestación ,y solamente cuando estén implicados problemas de especial dificultad se debe imponer un criterio de atenuación de responsabilidad al circunscribírsela a la culpa grave, entendida por la autora como evidente violación de reglas profesionales, y sella su argumento sobre la base del estudio de la jurisprudencia de la Corte de Casación Francesa señalando que el profesional responderá por culpa grave sólo en el evento concreto en que no haya sido adecuadamente estudiado por la ciencia y que la pericia requerida trascienda la preparación y la habilidad de un profesional medio.

Los diferentes planteamientos expuestos, a pesar de las diferencias en la forma como abordan el tema, permiten concluir que ciertamente el debate en torno a la culpa profesional, o mejor, a los criterios de imputación de la responsabilidad profesional, no ha culminado, pero que en general se propende por exigir al profesional el comportamiento de otro sujeto de su misma profesión, profesional prudente término medio, advirtiendo, eso sí, que para eventos de extrema complejidad o para casos pioneros, el nivel de exigencia debe disminuirse al rango de la culpa grave. Específicamente se evidencia esta postura en la siguiente jurisprudencia argentina CNCiv, Sala M., 20/10/95 "Latorre, Eduardo c/ Hospital Nacional de Oftalmología Santa Lucía"; JA 1998-III-sint.

La doctrina, en todo caso, encuentra criterios aplicables a cualquier profesional. Por un lado, fija obligaciones atribuibles a cualquiera que funja como tal, y es destacable que aun quienes no admiten la categoría de responsabilidad profesional acepten que aquél con los conocimientos con los que cuenta el profesional está en la obligación de informar aquellas situaciones riesgosas con antelación y durante la ejecución del servicio solicitado. Lo propio ocurre con la obligación de seguridad.

Así, a pesar de que cada profesional deberá ceñirse a las reglas del arte de su actividad particular, una parte de la doctrina moderna acepta que es razonable identificar criterios uniformes para cualquier profesional. Determinar dichos criterios sobre un basamento doctrinal era justamente el objetivo de este escrito. Por ello, se impone que a continuación se presenten los que, según la doctrina expuesta, pueden señalarse como criterios para evaluar el comportamiento de un profesional, sea ante una relación contractual o frente al eventual daño que pretenden imputarle terceros ajenos a un vínculo negocial.

3.4. Criterios generales de imputación de responsabilidad de un profesional

Los criterios que se exponen a continuación son resultado del análisis doctrinal precedente e implican que, pese a las particularidades de cada oficio o actividad, a cualquier profesional puede exigírsele este comportamiento, so pena de imputársele culpa, como elemento constitutivo de responsabilidad subjetiva. En aquellos eventos que de acuerdo con las leyes de cada país pueda exigirse un régimen objetivo de responsabilidad es también exigible este comportamiento, sólo que en el evento de un daño, el demandante no tendrá que demostrar su incumplimiento, radicándose en cabeza del demandado — profesional — la carga de demostrar el rompimiento del nexo de causalidad.

  1. Cumplimiento de las obligaciones del profesional medio

    En acápite anterior se hizo referencia detallada a las obligaciones que, de acuerdo con la doctrina, debe cumplir un profesional. Pues bien, tales obligaciones constituyen un marco de referencia de la conducta exigible a quien actúa en tal calidad, debiendo compararse el comportamiento del profesional con el de un sujeto, también profesional, prudente término medio. En la práctica se sugiere revisar el comportamiento del profesional bajo análisis con las reglas del arte de dicha actividad junto con las obligaciones propias de su condición de tal ya explicitadas (ver numeral 3.2 de este escrito). Es decir, un primero criterio de exigibilidad de comportamiento será el cumplimiento de las obligaciones que se derivan del ejercicio de una actividad profesional.

    Ahora bien, impone advertir que las citadas obligaciones, en mayor medida, son reclamables sin distinguir si existe o no un vínculo contractual preexistente. En efecto, la obligación de información, de confidencialidad, la de seguridad, el apremio de reaccionar ante un peligro (vigilancia), de prevenirlo o anticiparlo (transparencia) o la perseverancia y fidelidad son exigibles a cualquiera que actúe como profesional, sin importar si el ejercicio de la actividad se derivó de un compromiso negocial o de una relación sin vínculo contractual previo. Todos ellos son comportamientos propios del profesional prudente medio.

    En lo que atañe al resto de las obligaciones incluidas en la categorización previamente reseñada, puede afirmarse válidamente que se derivan, más que del ejercicio profesional, del cumplimiento de un contrato. Así, la cooperación ente las partes y la obligación de ejecutar el contrato resultan del vínculo contractual más que de la actividad propiamente tal.

    Para los detractores de la necesidad de estructurar el régimen de responsabilidad profesional y que pudieran sostener que todas las obligaciones descritas — todas y no sólo la de cooperación y ejecución del contrato —, se derivan del contrato y no del ejercicio de la actividad en comento, habría que responderles que aunque para cualquier contrato podrían ser igualmente exigibles algunas de tales obligaciones, por ejemplo, la obligación de dar información, lo cierto es que el grado de cumplimiento será mayor cuando de profesionales se trata; tan es así que se le impone a este último una conducta proactiva de entrega de información necesaria para el cliente, y no bastaría entonces con alegar que no se dio una información porque no fue exhortado a hacerlo. Si de su experiencia se deduce que tenía que aclarar una situación, no debe esperar a la pregunta, tiene que entregar las explicaciones aunque no se lo hubieran solicitado.

  2. Exigencia de los conocimientos divulgados en el territorio

    En adición a las obligaciones propias del profesional, el nivel de aprendizaje o de técnica que se le exige a aquél serán aquellos conocimientos científicos difundidos en el país en el que se lleva a cabo la actividad de la cual se pretende generar responsabilidad por un daño causado, de tal suerte que no será imputable la responsabilidad cuando la conducta del agente, profesional, supere las exigencias ordinarias de dicha actividad u oficio. Ahora bien, este segundo criterio bien podría incluirse dentro de las obligaciones propias del ejercicio de una actividad profesional, pues el conocimiento y la actualidad del actor son presupuestos del cumplimiento cabal de la obligación de información, de vigilancia y transparencia, de perseverancia y de ejecución del contrato, entre otras. No pueden entenderse entonces cumplida tales obligaciones si quien desarrolla una actividad no se ha mantenido al tanto de los conocimientos difundidos en el territorio donde la misma se ejecutó.

  3. Reglamentos de la profesión y el negocio jurídico

    Sumado a las obligaciones tantas veces mencionadas, derivadas del ejercicio de la actividad profesional, el actor deberá igualmente atenerse a la reglamentación de su profesión u oficio. Lo anterior, debido a que tales reglamentos contribuyen a determinar las reglas del arte de cada actividad y tienen como destinatarios específicos a unos profesionales en concreto, aquellos que desempeñan actividades similares.

    Igualmente, se deberá observar el contenido propio de los negocios que dan origen al vínculo respectivo, pues de existir tal relación contractual, ella será la llamada a determinar las relaciones jurídicas que surgen del negocio y que se imponen a ambas partes. En todo caso, el acatamiento de las reglas del contrato podría integrarse con la obligación de ejecutar el contrato arriba citada, pese a que por su importancia se prefiere incluirlo como tercer criterio.

  4. Criterio de equidad

    Se defiende igualmente un criterio de equidad, que deberá analizar el juez en el caso concreto. La jurisprudencia argentina adopta esta posición en CNCiv, Sala B., 11/09/85 "Olsauskai de Argamasilla, Ana M. c/ Municipalidad de la Capital"; LL 1986-A-413, DJ 986-1-656 y ED 116- 283.

    Una de tales manifestaciones podría encontrarse en la concurrencia, en algunos eventos, de la responsabilidad contractual y la extracontractual aun en estructuras normativas, como la colombiana y la francesa, que parten de una marcada diferencia de tales regímenes.

    Específicamente se ha hecho mención al evento en el que, frente a una conducta de un médico contraria a los criterios precedentes y que causa un daño, se admite por la jurisprudencia francesa la concurrencia de responsabilidad del ente hospitalario y del médico, permitiendo que la víctima obtenga una condena in solidum, sin parar mientes en que la relación negocial del afectado se había sellado con la entidad y no con el médico profesional, con quien no existía relación alguna. Se advierte, en todo caso, que a pesar de esta solución, el fundamento de responsabilidad del profesional será la culpa leve, mientras que para el ente será un régimen objetivo, debido a los parámetros de seguridad que se puede legítimamente esperar en condiciones normales (Visintini, 1999). En este caso, la concurrencia de regímenes podría encontrar basamento en el criterio de equidad, pese a que el fallo no lo admita abiertamente.

  5. Normas de precaución fijadas por la costumbre

    Al profesional se le impone cuidar no sólo las obligaciones derivadas del ejercicio de su actividad en tanto asume la calidad de profesional, a las cuales se hizo mención en acápite anterior, sino también las normas de precaución, de organización y diligencia impuestas por la cultura y las empresas. Es decir, la costumbre también será un criterio de comportamiento del primero.


CONCLUSIONES

La responsabilidad profesional como categoría especial dentro del régimen general de responsabilidad civil se ha abierto camino de la mano de la necesidad de protección al consumidor y como consecuencia del incremento de las actividades de los citados agentes. De allí la inquietud que dio origen a este escrito, avance de investigación, de delinear criterios generales aplicables al profesional a efectos de imputarle responsabilidad.

De esta manera se comprobó que a pesar de existir algunos detractores, doctrinantes de diversos países acogen la necesidad de fijar lineamientos generales aplicables al régimen de responsabilidad de los profesionales, admitiendo algún grado de variabilidad como consecuencia de las particularidades de cada actividad. Determinar tales parámetros fue justamente el objetivo de este escrito, que logró a través del análisis de doctrina nacional y extranjera definir los criterios aplicables a cualquier profesional, en el marco de la responsabilidad subjetiva de culpa probada.

En primer lugar se evidenció la existencia de obligaciones exigibles a quien funja bajo la calidad de profesional, entendiendo éste como el agente que desarrolla de manera habitual una actividad, capacitado bien por los estudios que ha realizado o porque ha adquirido su idoneidad a través de la experiencia. Algunas de tales obligaciones son la de información, seguridad, confidencialidad, vigilancia y transparencia.

Ahora bien, pese a que la doctrina prefiere aún diferenciar entre las obligaciones derivadas del ejercicio profesional como consecuencia de un vínculo negocial y aquellas en las que este último se echa de menos, la realidad es que existen obligaciones que deben ser cumplidas ante un cliente, sin distinción del origen de tal relación. Es decir, salvo las obligaciones que llevan de la mano la ejecución del contrato (cooperación y ejecución del contrato propiamente), las demás constituyen comportamiento reclamable por cualquiera que reciba un servicio profesional, exista o no contrato de por medio. Definitivamente, esta última afirmación merecería la continuación de esta investigación, pues ésta se centró en la existencia o no de tales criterios generales, sin detenerse a profundidad en la unificación de regímenes hacia uno de responsabilidad profesional, pese a que se logra leer entre líneas la necesidad y la viabilidad de elaborarlo, partiendo de los avances doctrinarios y jurisprudenciales del momento. Por ahora bastará con sostener que en el marco de este estudio se evidenció con claridad que la doctrina mayoritaria ha intentado estructurar una teoría aplicable a cualquier profesional definiendo criterios de imputación de su responsabilidad.

Un segundo criterio está determinado por la exigibilidad de los conocimientos difundidos en un determinado territorio en el que se lleva a cabo la actividad, advirtiendo que aunque la regla general hará responder al profesional por culpa leve, responderá sólo por la grave para aquellos eventos en los que la situación en concreto no haya sido adecuadamente estudiada por la ciencia y que la pericia requerida trascienda la preparación y la habilidad de un profesional medio.

El cumplimiento de los reglamentos escritos de la correspondiente profesión, las reglas impuestas por el propio negocio jurídico, la equidad y la costumbre son los criterios restantes, no por ello menos importantes, pues permiten estructurar el marco de imputabilidad de responsabilidad del profesional.

Los antedichos criterios fueron recogidos sobre la base de que la regla general en punto de la responsabilidad del profesional es la imputación a título de culpa y de culpa leve, llamando la atención sobre los casos en los que debe hacerse responder sólo por la grave. No obstante, se reconoce que existen otros títulos de imputación, como son la responsabilidad objetiva y la garantía de los derechos esenciales de los individuos; situaciones que igualmente merecen ser estudiadas tanto a la luz de la doctrina como por vía jurisprudencial, en aras de encontrar los casos en los que debe desecharse la culpa para adoptar uno de tales fundamentos al deber de responder.

De otro lado, impone señalar que la propia doctrina hace un llamado para que se estructuren estándares de profesionalidad, sin distinción alguna entre la responsabilidad contractual y la extracontractual, en la medida en que el régimen en comento ha sido fruto de desarrollos jurisprudenciales. No existen, por tanto, reglas impositivas que determinen los criterios de responsabilidad del profesional, dejando a salvo, por supuesto, las normas generales en la materia que también le son aplicables. Pese a ello y tal como se ha demostrado a través de este escrito, la doctrina se ha encargado de fijar tales parámetros, dejando entrever que también la jurisprudencia se ha ocupado del tema, pero encontrándose un vacío en cuanto a la estructuración de tales criterios sobre la base de las decisiones jurisprudenciales.

Es así como ante la ausencia de un estudio que determine la existencia de criterios de imputación de responsabilidad profesional con basamento jurisprudencial, se concluye que es viable y necesario que la academia adelante tal investigación y verifique tales criterios, no ya a través de la doctrina, aspiración del presente, sino sobre el resultado del análisis de las decisiones de la jurisprudencia colombiana.



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