ISSN: 2145—9355 (on line) |
ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN / RESEARCH REPORT
Defensa y diplomacia novohispanas: implicaciones jurídicas de la rebelión de Yanga
Defense and diplomacy in New Spain:Legal Implications of Yanga's Rebellion
DOI: http://dx.doi.org/10.14482/dere.50.0010
Guillermo Villa Trueba**
* La financiación del presente artículo corrió a título personal del autor de este; no se recibieron apoyos económicos ni subvenciones para su elaboración.
** Graduado magna cum laude del Master of Laws (LL.M.) de la Universidad de Notre Dame, en los Estados Unidos, cuenta con un Máster en Evaluación de Políticas Públicas por la Universidad de Sevilla, España, y es Licenciado en Derecho por la Universidad Panamericana de la Ciudad de México, en la cual se desempeña actualmente como profesor investigador. gvillat@up.edu.mx
Fecha de recepción: 5 de febrero de 2018Resumen
A lo largo del siglo XVI, la institución jurídica de la esclavitud se extendió en Nueva España mediante la importación de personas desde África. Si bien la historiografía tradicional ha priorizado el aspecto sociopolítico y narrativo de la rebelión de esclavos liderada por Yanga en Veracruz, el objetivo del presente trabajo es esclarecer las implicaciones jurídicas de este conflicto y las políticas de defensa y diplomacia que adoptaron las autoridades virreinales para enfrentarse al mismo. La actitud conciliadora y diplomática del virrey Luis de Velasco, en aras de evitar erogaciones innecesarias, se vio sustituida gradualmente por una política agresiva de defensa interior que culminó con el pacto que daría origen al primer pueblo libre del continente, de naturaleza foral.
Palabras clave: Esclavitud, virreinato, defensa, diplomacia, libertad.
Abstract
Throughout the XVI century, the legal institution of slavery spread across Nueva España, as people were imported from Africa. Whereas traditional historiography has emphasized the sociopolitical aspect of the slave rebellion in Veracruz led by Yanga, this paper aims to clarify the juridical implications of the conflict, as well as the defensive and diplomatic policies implemented by the vice—royal authorities. The pragmatically prudent and diplomatic initial attitude of Viceroy Luis de Velasco towards the rebellious slaves, to avoid unnecessary public spending, switched gradually to an aggressive policy of interior defense that culminated with the pact that gave origin to the first free town in the American continent, which had an ex gratia legal nature.
Key words: Slavery, viceroyalty, defense, diplomacy, liberty.
I. INTRODUCCIÓN Y ESTADO DEL ARTE
Indiscutiblemente, la esclavitud en el mundo occidental encuentra sus orígenes fácticos en tiempos inmemoriales. No obstante, desde una óptica jurídica, por una parte, e hispanista, por la otra, el derecho romano puede identificarse como una fuente primera de la institución formal de la esclavitud. Como indica Padilla (2008, p. 34), los romanos consideraban que se trataba de una institución del Derecho de gentes, por la cual, un esclavo o servus, contra la naturaleza, estaba sometido al dominio ajeno, a la potestad, de un señor o dominus.
Es bajo esta plena consciencia del carácter antinatural de la institución de la esclavitud, y su consiguiente origen en las instituciones jurídicas creadas por el hombre, que se implementa en los territorios ultramarinos de la Monarquía Católica durante los siglos XVI y XVII.
En este contexto, el presente artículo pretende analizar con precisión las implicaciones de derecho originadas por la rebelión de esclavos liderada por Yanga en la región novohispana de Veracruz, la cual tuvo su cénit en el año de 1609, atendiendo al contexto jurídico en que existía la esclavitud en dicho lugar y momento, y donde se desencadena el conflicto. Asimismo, se busca identificar las políticas de defensa y diplomacia que la administración virreinal de Don Luis de Velasco ‘El Joven' implementó para hacer frente a la revuelta, en el marco de sus correspondientes atribuciones potestativas.
Estructural y metodológicamente, se presentará una introducción en la que se enfaticen las cuestiones contextuales mencionadas en el párrafo anterior y que son fundamentales para entender las implicaciones jurídicas que tuvo la rebelión de Yanga, así como un breve estado del arte de este tema, escasamente explorado en investigaciones de alto calibre académico. Posteriormente, se atenderá al conflicto central y a las políticas implementadas por el gobierno virreinal en turno; los argumentos que se discutirán en esta segunda sección son resultado de la transcripción paleográfica y análisis de documentos originales del siglo XVI por los que el virrey Luis de Velasco detalla al monarca, Felipe III, su actuación y los motivos por los que ha obrado de tal manera. Los documentos analizados están disponibles en el Archivo General de Indias. Para complementar el alcance de este artículo, se han utilizado también fuentes bibliográficas y hemerográficas relevantes. Así pues, tras esta parte toral del estudio, se plantearán algunas conclusiones sobre las cuestiones desarrolladas y se enumerará el material bibliográfico, en el sentido amplio de la palabra, utilizado.
Una vez realizadas estas precisiones, resulta conveniente ahondar en los antecedentes de la esclavitud en la Península Ibérica que daban forma a la visión que tenían los castellanos sobre la misma de cara al descubrimiento del ‘Nuevo Mundo'. El historiador y jurista Francisco de Icaza (2008, pp. 245—246) identifica que, en el territorio hispano, la guerra justa era la fuente principal, por no decir única, para el surgimiento de la esclavitud. De tal forma, todo enemigo no cristiano capturado se convertía en esclavo. Resulta relevante enfatizar el hecho de que debía tratarse de un enemigo ‘no cristiano', ya que como señala Pereña (1954, p. 314) la mayor parte de los teólogos de la época coincidían en limitar el ‘derecho' a la libertad ajena a aquellas guerras libradas contra los infieles; en otras palabras, los cristianos no podían hacer esclavos a otros cristianos.
En Castilla, las Siete Partidas confirmaban expresamente que esta institución era contraria a natura e imponían la obligación de dar un buen trato y evitar los excesos contra los esclavos. Adicionalmente, la coyuntura histórico—geográfica contribuyó a esta cuestión ya que, como menciona Francisco Calderón (1988) los siglos de la Reconquista y la ubicación de la Península junto a África propiciaron que los ‘moros' vencidos fueran muertos o esclavizados conforme al derecho vigente, favoreciendo que la compraventa de esclavos se realizara con normalidad y sin mayores averiguaciones sobre cómo el ‘moro' había sido apresado. En este contexto no es de extrañar que, en un primer momento, los primeros viajeros castellanos encontraran fácilmente pretextos para enviar cargamentos de indios esclavizados a la metrópoli.
Ahora bien, dichos antecedentes histórico—jurídicos sobre la esclavitud no determinarían la que sería la aproximación hispana hacia esta institución en sus posesiones ultramarinas americanas, como lo era el virreinato de la Nueva España. Esto, al menos, con respecto a los naturales de los nuevos territorios.
La principal artífice de tal cambio de perspectiva, como es bien sabido, fue Isabel I ‘La Católica', soberana de los reinos de Castilla y León al momento del descubrimiento de América en el año de 1492, quien en el décimo primer punto de su Codicilo (escritura accesoria al testamento que ahonda en algunos puntos y añade otros con menor solemnidad que éste) señala que su principal intención en cuanto al descubrimiento de las Indias Occidentales era la evangelización y conversión de los naturales a la fe católica; por tanto, los moradores de aquellas tierras debían de ser bien tratados. Esta disposición fue congruente con la forma en que había actuado ante esta problemática durante su reinado. Por citar un ejemplo relevante, en 1495, al enterarse Doña Isabel que un cargamento con 500 indios había sido vendido en Andalucía, los mandó rescatar, les concedió la libertad y los devolvió en buen estado a las Indias prohibiendo estas prácticas para el futuro (González Sánchez, 2001).
El hito, desde el punto de vista jurídico, corresponde al hecho de que los naturales, por real cédula de 20 de junio de 1500, pasarían a ser vasallos de la Corona (Calderón, 1988) y recibirían la protección de ésta, al ser vecinos y moradores de lugares regidos por el derecho castellano. Más aún, que gozarían siempre de libertad y del derecho más amplio de propiedad al ser hijos de Dios, con alma como cualquier europeo (González Sánchez, 2001).
Sin embargo, todo esto no estuvo exento de debate; con base en el pensamiento aristotélico, se hizo una distinción gradual de humanidad entre bárbaros y civilizados. La discusión llegó a ser más complicada, incluso, por el mestizaje. Para profundizar en el debate entre Sepúlveda y Bartolomé de las Casas, que fue sumamente relevante, se puede referir la obra de Lewis Hanke, quien aborda el papel intelectualmente tenaz de fray Bartolomé de las Casas en la protección de los indios evangelizados.
En 1526, el Emperador Carlos dispuso por cédula de 9 de noviembre que nadie, independientemente de su calidad o puesto, estaba autorizado para cautivar indios y hacerlos esclavos, así fuera en una guerra justa y ordenada por el rey. Tras varios conflictos internos en la Nueva España, esto quedó zanjado definitivamente con la entrada en vigor de las Leyes Nuevas expedidas por el Emperador en 1542. Estas, si bien comenzaron a aplicarse bajo la gestión del primer virrey Don Antonio de Mendoza, fueron hechas cumplir a ultranza por Luis de Velasco ‘El Viejo' a partir de 1551 y los últimos esclavos indígenas que quedaban fueron liberados. Casi paralelamente, el Papa Paulo III emitía en 1537 la bula Unigenitus que corroboraba la racionalidad de los indios y prohibía la privación de su libertad o de su derecho a la propiedad (Calderón, 1988, pp. 155—157).
Tras esta breve introducción referente a la exclusión de los naturales de los territorios americanos de caer en estado de esclavitud, vale la pena mirar a lo que sucedía con los individuos de raza negra procedentes de África. Explica Francisco de Icaza (2008, p. 246) que, a raíz de la expansión europea hacia otros continentes, la trata de esclavos se convirtió en un negocio mercantil a gran escala. Si bien en dicha empresa participaron muchas naciones (destacando los portugueses), la Monarquía Católica y, por extensión, los ‘españoles', nunca se dedicaron activamente al tráfico de esclavos, al que incluso veían con desprecio.
Por ejemplo, el jesuita castellano Luis de Molina, como la mayor parte de los filósofos y teólogos de la Segunda Escolástica, veía bajo una luz negativa a la trata de esclavos e incluso buscaba orientar a los posibles compradores para evitar que incidieran en prácticas que pusieran en riesgo sus almas. Luis de Molina señalaba en el tratado segundo del libro primero de su obra De Iustitia et Iure, publicada entre 1593 y 1600, que la enorme mayoría de los negros africanos esclavizados habían sido hechos esclavos injustamente al no existir causa o título que lo justificara; las excepciones, que señala eran escasas, serían de aquellos esclavizados en las guerras justas de los portugueses con los africanos o de quienes habían cometido delitos muy graves. Para Molina, pues, había que devolverles la libertad arrebatada ilícitamente y resarcirles de los daños causados. De igual manera, al ser notorio y evidente que con la llegada de mercaderes portugueses se multiplicaban las formas injustas de hacer esclavos, era necesario maldecir y condenar este negocio de la esclavitud (García, 2000, p. 321).
De esta manera, la Monarquía Hispánica concibió al tráfico de esclavos negros como un mal necesario que, pese a no poder eliminar en su totalidad, podía atenuar mediante la ley. Esta ‘necesidad' de contar con esclavos de origen africano se incrementó con la prohibición definitiva, y sin excepciones, de la esclavitud de naturales en las Indias de 1542 (según lo que estipulaban las Leyes Nuevas) conforme a lo dispuesto treinta y ocho años antes por la abuela del Emperador Carlos, Isabel ‘La Católica'.
Habiendo planteado el contexto general en el que se dio la esclavitud, exclusivamente de personas de raza negra, en la Nueva España, conviene presentar brevemente el estado del arte en este tema: para ello es fundamental mencionar que la historiografía mexicana ha abordado el tema de la rebelión de esclavos liderada por Yanga, al menos desde un punto de vista de recolección de sucesos, tomando como punto de partida y fuente principal la obra del notable jurista, militar y escritor Vicente Riva Palacio, ‘México a través de los siglos'. Este texto de finales del siglo XIX, si bien brillante, condicionaría que la escasa historiografía que ha prestado atención a la rebelión de Yanga lo haya hecho desde una óptica claramente histórica y, a lo mucho, política y social, como en los casos de Nicolás Ngou—Mve y Juan Manuel de la Serna, pero ciertamente no desde una perspectiva prioritariamente jurídica. Merece la pena recalcar que se está hablando únicamente del enfoque de las obras, no de la calidad de estas, ya que los dos autores antes mencionados han publicado textos de indudable rigor académico y valor historiográfico.
Así pues, hay que trasladarse hasta la última década del siglo XX para identificar investigaciones relevantes de derecho donde se trate la cuestión de Yanga; concretamente, aquellas de Juan Pablo Salazar Andreu sobre la gestión del virrey novohispano Luis de Velasco ‘El Joven'. Si bien este autor mexicano es el máximo especialista en dicho personaje, no está de más mencionar que, con respecto al aspecto legislativo de la gestión de Luis de Velasco, la obra de Mercedes Galán Lorda también ha contribuido con contenido académico de muy alto nivel.
En este sentido, es posible identificar que no ha habido, hasta el momento, ningún estudio que intente analizar la rebelión de Yanga desde el punto de vista específico de las políticas de defensa y diplomacia de las autoridades virreinales para, consecuentemente, identificar las implicaciones jurídicas.
II. ACTUACIÓN DE LAS AUTORIDADES VIRREINALES ANTE LA REBELIÓN DE YANGA E IMPLICACIONES JURÍDICAS DEL CONFLICTO
Antes de pormenorizar la rebelión de esclavos de Veracruz acaudillada por Yanga conviene plantear dos preguntas. La primera, ligada a las causas del conflicto: ¿cómo estaba estructurada demográfica y jerárquicamente la sociedad novohispana? Y la segunda, más enfocada en el desarrollo del enfrentamiento: ¿las autoridades virreinales solían enfrentar este tipo de problemáticas mediante el uso la fuerza pública o a través de negociaciones diplomáticas?
En relación con la primera cuestión, es posible afirmar que la estructura social en la Nueva España estaba integrada por un complejo entramado de posiciones sociales que se configuraba mediante la interrelación de las ‘castas', categorías étnicas que determinaban el nivel que cada individuo estaba llamado a ocupar. Consecuentemente, el último escalón era el que correspondía a los negros esclavos (Delgado de Cantú, 2008), sin que esto implicara no había, también, negros libres. Calderón (1988, pp. 162—166) puntualiza que los cálculos sobre el número de esclavos introducidos a territorio novohispano no corresponden entre sí. Mientras que John Lynch estima que entre 1519 y 1650 entraron al menos 120 mil (como se citó en Calderón, 1988, p. 162), M.F. Lang considera que la cantidad fue mayor, planteando que tan solo entre 1595 y 1640 se habrían importado cerca de 112, 500 personas, y calculando el total (hasta mediados del siglo XVII) en más de 150 mil (como se citó en Calderón, 1988, p. 162). Asimismo, durante muchos años el número de esclavos africanos introducidos a la Nueva España fue superior al de europeos, a grado tal que en 1537 conspiraron para levantarse contra sus amos, lo que conllevó una brutal represión; sin embargo, sus cifras jamás se acercaron remotamente a las de indios o mestizos.
Por otra parte, el grupo étnico de los negros siempre estuvo desequilibrado demográficamente en cuanto a género ya que el número de hombres siempre fue sustancialmente mayor que el de mujeres. Además, al ser considerados libres los hijos de un esclavo y una persona libre, la mezcla de la población negra con la indígena, blanca y mestiza se vio favorecida (Delgado de Cantú, 2008, p. 79).
Corresponde ahora pasar a la segunda cuestión, referente a la forma en que las autoridades virreinales novohispanas solían tratar con las problemáticas que se presentaban en materia de defensa y seguridad.
En este sentido, esclarecer que Luis de Velasco, en su segunda etapa como virrey, recibió de Felipe III el nombramiento de virrey de la Nueva España, investido con la más amplia potestad, ya que, si bien no contaba con poder de mando originario (sino derivado de aquel del monarca), “el virrey era el representante personal del rey, equiparable a un mandatario investido con poder amplísimo y quien se encargaba de encabezar todas las ramas de la administración pública en el conjunto de provincias que se le encomendaban” (Icaza Dufour, 2008, pp. 268—269). Así pues, es posible determinar que contaba con las facultades suficientes para encargarse personalmente de defensa de la Nueva España ante amenazas internas y externas.
En cuanto a las facultades específicas, si bien resulta imposible abordarlas a detalle debido a la extensión del presente trabajo, sí que es conveniente hacer referencia al planteamiento de Lara Semboloni (2014), quien señala que la gestión de Luis de Velasco fue la primera en la que no existieron lagunas o confusiones con respecto al rol del virrey como autoridad gobernadora, al haberse ido definiendo sus funciones con el paso del tiempo. De forma complementaria, el análisis de Manuel Rivero (2011) identifica tres responsabilidades de un virrey, grosso modo, que correspondían a: 1) fungir como cabeza del territorio, haciendo que los gobernados respetaran la autoridad del gobernante; 2) servir como vínculo del territorio con la Corona; y 3) actuar como árbitro del orden en el ‘reino'.
De igual interés que sus atribuciones formales jurídico—administrati—vas, resulta clave atender a la personalidad de dicho personaje para explicar su inclinación hacia el uso de la violencia o de la diplomacia en defensa de la Nueva España. Para ello, la obra de Vicente Riva Palacio proporciona claridad:
Hombre a propósito era, sin duda, Don Luis de Velasco el segundo, para el gobierno de la Nueva España: inteligente, cuerdo y enérgico, cualidades que había heredado del viejo virrey, su padre. Consideraba como su verdadera patria a México, conocía a los hombres y las cosas de la colonia, y era allí muy conocido también por los muchos años que en ella había permanecido (Riva Palacio, 1967, p. 449).
Luis de Velasco se enfrentó a una grave situación en la que los piratas y corsarios, sobre todo ingleses, saqueaban las riquezas hispanas ya fuere asaltando las naves o mediante ataques directos a los puertos. Años atrás, el puerto de la Antigua, Veracruz, funcionaba como el más importante centro novohispano de importación y exportación. También era el centro de llegada tanto de aventureros andaluces, extremeños y castellanos, como de esclavos negros. No obstante, el puerto debió de trasladarse a los arenales de San Juan de Ulúa por las dificultades de la Antigua para recibir a los grandes galeones españoles, la humedad y, sobre todo, la piratería que culminó con el ataque en 1568 de John Hawkins, quien logró ocupar la fortaleza de San Juan de Ulúa y el arrecife de los Sacrificios, siendo desalojado posteriormente (Blázquez Domínguez, 2000).
En cumplimiento de sus funciones como capitán general, el virrey Luis de Velasco, junto con el ingeniero militar Juan Bautista Antonelli, convino en fortificar adecuadamente el castillo de San Juan de Ulúa en aras de evitar que este bastión fuese blanco fácil de agresiones por parte de piratas y corsarios. De igual manera, el virrey adoptó medidas precautorias para la defensa de las costas novohispanas reuniendo hombres y acumulando armas en los puertos de Veracruz, Huatulco y Acapulco, garantizando también el adecuado suministro de pólvora y artillería para hacer frente a los ataques (Salazar Andreu, 2002, p. 89).
Sin embargo, esta no era la única amenaza a la seguridad que se cernía en aquella época sobre el virreinato; estaba presente también la llamada ‘guerra chichimeca' por la historiografía en general, pero que en realidad fue un conflicto conformado por episodios aislados y que se extendió por más de medio siglo.
En 1548 se comenzaron a descubrir ricas minas de plata en lo que hoy es el estado mexicano de Zacatecas, desatándose, en consecuencia, una ola migratoria sin precedentes de gente de todos los estratos sociales de la sociedad novohispana. Se trataba de personas sin ninguna relación previa con las tierras del norte y que provocaron un rechazo por parte de los habitantes nómadas y seminómadas de las tierras del altiplano, mismos que fueron denominadas indistintamente como ‘chichimecas' por los españoles (García Martínez, 2010). Se trataba de una situación que era negativa en dos maneras: se trataba de un problema de corte social que, a su vez, representaba una grave amenaza a la seguridad pública en una zona focalizada del virreinato que, desafortunadamente, era aquella de donde se extraían las riquezas destinadas a cumplir con las obligaciones económicas de la Monarquía Hispánica de Felipe II.
Orillados por la competencia por los escasos recursos de agua, leña y alimentos, los chichimecas se defendieron con frecuentes asaltos sobre caminos y poblaciones. Esto ocasionó que los españoles respondieran con ataques a los campamentos nativos en busca de prisioneros a quienes esclavizar, en tanto que los indígenas de la región se habituaban a animales y objetos europeos. Así se formó un violento círculo vicioso. La respuesta del gobierno virreinal fue establecer una cadena de puestos defensivos o presidios, nombre derivado de las fortificaciones romanas que ‘presidían' el avance militar, sobre el camino a Zacatecas (García Martínez, 2010). Sin embargo, estos no tuvieron el éxito esperado, siendo hasta la administración de Luis de Velasco que se alcanzaría una auténtica pacificación:
Desde el tiempo que gobernaba la Nueva España don Martín Enríquez, un chichimeca nombrado Caldera, comenzó a procurar la paz entre los de su nación y los españoles; pero estas negociaciones se habían dificultado, hasta que siendo virrey don Luis de Velasco, por el año de 1591, llegaron a México unos embajadores chichimecas. Velasco los recibió con grandes muestras de cariño y distinción, procurando halagarles por todas maneras para conseguir aquella tan deseada y necesaria paz, y logró convenir con ellos en que los chichimecas no harían guerra ni hostilizarían a pueblos y caminantes españoles y se reducirían a vivir tranquilamente, si el virrey les daba la cantidad de carne necesaria para el abasto de su nación (Riva Palacio, 1967, pp. 449—450).
El éxito de Luis de Velasco consistió en aplicar cuatro puntos: 1) gastar los fondos que antes se destinaban a la guerra en hacer regalos y aprovisionar de alimentos a los chichimecas; 2) promover la evangelización de los territorios pacificados enviando misioneros franciscanos y jesuitas; 3) proseguir la lucha contra la esclavitud de los chichimecas, liberando a los que se encontraban en este estado; y 4) promover la emigración al norte de indios sedentarios ya cristianizados (Calderón, 1988).
En términos generales, resulta claro que el virrey Luis de Velasco, prudente como era, supo identificar ante qué situaciones debía recurrir a la fuerza para garantizar la defensa del virreinato que se le había encomendado, pero optando por la vía del diálogo y la diplomacia como hoja de ruta prioritaria.
A comienzos del siglo XVII, se estimaba que había tres veces más mulatos que negros, varios de los cuales descendían de los conquistadores y lo hacían notar con actitudes arrogantes. Pese al clamor popular para suspender la importación de esclavos al considerarla una latente amenaza social, esta actividad no cesó (Salazar, 2002). El aumento de esclavos negros trajo aparejado el problema de la rebelión y desde la segunda mitad del siglo XVI, comenzó a representar un serio problema para el gobierno virreinal. En Veracruz, el auge de las haciendas azucareras había favorecido el crecimiento de la población esclava y, en consecuencia, eran muchos los que se fugaban de las haciendas e ingenios y formaban grupos que robaban y asaltaban en los caminos En 1579 el virrey Enríquez de Almanza ordenó que todo ‘levantisco' fuera preso y ‘capado', sin averiguación alguna; no obstante, la medida no surtió el efecto esperado. En 1606 hubo revueltas en las zonas de Villa Rica, Veracruz, Antón Lizardo y Río Blanco, así como en la comarca de Orizaba, donde se concentraron unos quinientos negros fugitivos (Blázquez Domínguez, 2000, pp. 75—76).
Las condiciones a las que estaban sometidos los esclavos negros antes de recurrir a la fuga o, en su defecto, a la sublevación eran muy duras dada la inherente rudeza del trabajo en las haciendas costeras de Veracruz, entre otras cuestiones. Juan Manuel Serna (2010, p. 55) explica que los esclavos solían justificar sus actos en el temor al castigo de sus amos, el maltrato, el aburrimiento con su trabajo y el no lograr cambiar de dueño, entre otras razones.
Ahora pues, en el caso concreto de la rebelión de Yanga, que alcanzó su nivel más crítico en 1609, resulta ilustrativo analizar la actuación de las autoridades virreinales, que se fue decantando progresivamente de un punto de partida favorable a la diplomacia hacia una postura abiertamente beligerante.
A continuación, se inserta la transcripción paleográfica, a cargo del autor del presente texto (al igual que las subsecuentes), de las páginas sexta y séptima, correspondientes al seguimiento del alzamiento en Veracruz, de la misiva que el virrey Luis de Velasco ‘El Joven' envió a Felipe III el día 9 de marzo del año 1608:
Y la reducción de los negros alzados se procura por los buenos medios que es posible, que por los de guerra serán costosos y de mucha dificultad porque están encastillados en tierras fragosas y no se puede entrar sin mucho riesgo. Han dicho que se les dé libertad y el pueblo de la Veracruz que se despobló y algunos otros adherentes que pueden secuestrar de paz. De esto se trata y he ordenado a algunas personas confidentes, que les hablen y algunos, parte de la compañía, que los catequicen, amonesten y halaguen, y catequicen de que, Dios mediante, se puede esperar buen suceso y, no lo teniendo por aquí, la flota se intentará por armas dando el general a algunos soldados de los que en ella sirvieren y dará a Su Majestad aviso de lo que se hiciere (“Carta del virrey Luis de Velasco, el joven”. Archivo General de Indias, Gobierno, Sign. MEXICO, 27, N.43. 1608, marzo, 9. México. En http://pares.mcu.es. Consultada el 7 de julio de 2017).
Resulta claro que el virrey Luis de Velasco tenía la esperanza de poder conciliar la pacificación de Veracruz con el saneamiento de las finanzas que la Corona tan encarecidamente le había estado pidiendo. No obstante, en dicha carta sí que dejaba abierta la vía militar, aunque sólo como último recurso.
Asimismo, en otra misiva enviada a Felipe III en junio de 1608, reiteraba el problema de la gran cantidad de negros, mulatos y mestizos libres que había en la Nueva España, informándole de la dificultad para pacificar los alzamientos, al haber disparidad de opiniones sobre si debía seguirse la vía diplomática o la guerra (Salazar, 1997).
Resulta clave identificar un componente pragmático en esta actitud inicial del virrey, quien consideraba que el gasto excesivo que se haría en la pacificación total de los cimarrones no era proporcional al beneficio que se podría obtener y, por ende, prefería recurrir a mecanismos diplomáticos para resolver el conflicto.
Ya desde finales del siglo XVI, había muchos negros sublevados en la provincia de Veracruz, que era donde se concentraba uno de los mayores núcleos de esclavitud del virreinato. Estos insurrectos se refugiaron en las montañas que se extienden entre el cofre de Perote y el volcán de Orizaba o Citlaltépetl, y su número aumentaba rápidamente, porque día con día les llegaban como refuerzo no sólo esclavos prófugos, sino también quienes buscaban refugio contra la persecución de la justicia. A diferencia de los habituales fugitivos, este grupo contaba con una organización estructurada y una cadena jerárquica de mano bien delimitada; además, no se contentaba con los frutos que obtenían de la tierra, asaltando también a quienes transitaban por Veracruz. Sin embargo, el virrey hizo poco caso originalmente, pensando probablemente que se trataba de meras cuadrillas de salteadores (Riva Palacio, 1967).
Una vez que las autoridades virreinales estuvieron al tanto de la seriedad del asunto, decidieron optar por la vía diplomática como primera opción, de manera congruente con la potencial solución que se había esgrimido ante el monarca como idónea. Señala Nicolás Ngou—Mvé (1999) que, en una primera fase del conflicto, los sublevados exigieron que se les enviara un franciscano para que bautizara a sus niños y confesara a algunos de ellos. El virrey cumplió enviando al religioso, quien pasó treinta días con los negros cimarrones. A su regreso, el sacerdote comentó que pudo bautizar a muchos y que había observado que los rebeldes tenían como jefe a un ‘negro de nación', pero que le había sido imposible calcular cuántos eran, porque se repartían en muchos ‘quilombos' y, además, que, en resumidas cuentas, ponían condiciones exorbitantes para pactar su rendición.
En esta línea, detectamos una actitud expectante de las autoridades virreinales, reacias a emplear la fuerza hasta no tener plena certeza de la necesidad de tener que invertir una fuerte suma de dinero en dicha causa:
Los negros alzados volvieron a pedir al fraile que estuvo con ellos los días pasados como a Vuestra Majestad lo escribí, y volvió y está con ellos de que resulta estar quietos y no salir a hacer daños e irse reconociendo más la tierra donde están, qué número de gentes, qué armas y defensas tienen para mejor entender los medios de que se puede usar en reducirlos a que se inclinan. Pero están temerosos de que no se les ha de guardar el asiento que con ellos se tomare y piden que se haga con intervención de la autoridad real de Vuestra Majestad y supuesto que el negocio hasta ahora no tiene estado ni sabemos el que tendrá siendo Vuestra Majestad servido se me podrá enviar cédula para que ellos la vean con orden de que yo haga el asiento y que el que lo hiciere se les guarde y cumpla y se envíe ante Vuestra Majestad para que se sirva de confirmarlo y en el ínterin se irá con ellos como el tiempo fuere mostrando asegurándolos y trayéndolos como pareciere conveniente (“Carta del virrey Luis de Velasco, el joven”. Archivo General de Indias, Gobierno, Sign. MEXICO, 27, N.57. 1608, diciembre, 19. México. En http:// pares.mcu.es. Consultada el 7 de julio de 2017).
Sin embargo, los alzados siguieron realizando tropelías en Veracruz, saqueando e incendiando fincas, matando hombres y capturando mujeres. Ante tal situación, se formó una expedición de doscientos hombres, entre españoles y mestizos, que se pusieron a las órdenes de don Pedro González de Herrera, vecino de Puebla, y salieron de dicha ciudad en busca de los rebeldes el 26 de enero de 1609 (Riva Palacio, 1967).
Menciona también Riva Palacio (1967) que estos habían nombrado un caudillo al que llamaban Yanga, quizás porque pertenecía a la tribu de los Yang—bara, una de las tribus que forman parte en el Alto Nilo de la nación de los Dinas en el territorio africano al sudoeste de Gondocoro entre el Bari y los Macaras. Se trataba de un negro alto y bien formado que, en 1609, hacía ya 30 años que había escapado de la esclavitud y vivía en las montañas acaudillando a los fugitivos, cuyo número se había incrementado exponencialmente; este hombre afirmaba ser de sangre real y que habría llegado a ser rey en su tierra de no haberlo hecho prisionero los esclavistas. Asimismo, había dirigido personalmente las expediciones contra los novohispanos durante su juventud, delegando después la autoridad al angoleño Francisco de Matosa.
Al igual que Vicente Riva Palacio, la mayor parte de las fuentes apuntan hacia quien podría haber sido Gaspar Yanga. En todo caso, es necesario tomar con cierta reserva la existencia real o no de Yanga como figura histórica, pues de los documentos disponibles no es posible determinar tajantemente que ‘Yanga' haya sido, como se ha afirmado usualmente, un caudillo unipersonal. Por ende, las consideraciones que de tal forma puedan entenderse, deben ser matizadas al tenor de la posibilidad de que se tratase de un grupo de hombres, de un movimiento, o bien, de algún personaje, mulato o negro, oriundo de la Nueva España y no necesariamente proveniente de África. De igual forma, precisar que el levantamiento de Yanga no ocurrió un día específico, sino que se trataba de una problemática preexistente ante la cual las autoridades virreinales se vieron obligadas a actuar en 1609 por cuestiones coyunturales.
Pedro González de Herrera decidió atacar tan pronto llegar a la sierra para no dar tiempo de prepararse a los fugitivos. Paralelamente, los negros capturaron a un español, a quien llevaron ante Yanga, quien le perdonó la vida magnánimamente y le dio una carta para González de Herrera en la que criticaba la crueldad española, justificaba su readquirida libertad en Dios y se negaba a resolver el conflicto de forma pacífica, como hubiera preferido el virrey. En febrero, los hombres de la expedición se toparon con un grupo de negros que se dirigían a incendiar una finca y quienes al ver a los españoles salieron huyendo hacia su cuartel, donde dieron la alarma y sembraron el pánico. Las fuerzas virreinales atacaron el campamento en tres columnas, entre la maleza, y, tras duro combate, derrotaron a los insurrectos. Luego, se dirigieron al pueblo donde estaban refugiados el viejo Yanga, las mujeres y los niños, sin encontrar resistencia. Los negros huyeron a las montañas y Pedro González les ofreció la paz, persiguiendo implacable a quienes no aceptaran su oferta (Riva Palacio, 1967).
El mejor testimonio para comprender las políticas virreinales de defensa interior lo encontramos en una carta de Luis de Velasco a Felipe III del año siguiente a la finalización de la campaña militar de don Pedro González de Herrera donde hace referencia a las acciones emprendidas en el marco del proceso de pacificación de Veracruz:
En carta del 3 de mayo de este año di cuenta a Vuestra Majestad del estado en que quedaba la entrada a los negros cimarrones del Río de Alvarado y como el Capitán Pedro González de Herrera a quien le había cometido estaba aprestado para ponerla en ejecución como lo hizo y de las refriegas que hubo con los negros resultó desalojarlos de sus rancherías con harto riesgo suyo y de los soldados quemándoselas y los bastimentos que tenían hasta ponerlos en huida y prosiguiendo, el alcance no se le pudo dar por ser la tierra tan fragosa que a cien pasos se perdía el más experimentado en ella, prendió algunos negros e indios y de ellos no se pudo saber más de que tenían concertado dividirse por diferentes partes de manera que no pudiesen ser habidos todos juntos. Y aunque el capitán corrió toda la tierra e hizo las diligencias que pudo no halló rastro ninguno. Tiénese por cierto que con la falta de bastimentos que los huidos llevaban y la que había en toda aquella sierra habrán perecido, además que ellos no eran tantos como se entendía, después de este suceso no se ha sentido en toda aquella comarca un solo negro aunque siempre se ha vivido con cuidado por ver si volvían a juntarse. Ha parecido conviene, para mayor seguridad de la tierra, haya en ella soldados con un capitán para que la visiten y recorran a menudo los caminos y que sea por tiempo limitado. Ello se pondrá en ejecución con comunicación de la audiencia y de personas de aquella comarca. De veinte soldados que pedían los he moderado a diez procurando como se ha hecho en lo demás de ahorrar gastos, y así se les dan de sueldo a cada soldado trescientas piezas de ocho reales, ciento cincuenta menos de los que siempre se han dado a los que sirven a Vuestra Majestad en las fronteras de chichimecas con armas y caballos, y al capitán a cuya orden han de estar que es el mismo que hizo la entrada. Tengo determinado proveer en algún oficio de justicia de los que por allí hay con que se le gratifica lo que sirvió en la jornada porque no llevó sueldo y se ahorra el que se le había de dar y queda asegurado. El recelo de que estos negros u otros puedan volver a rondar a aquellas partes pues los caminos de ellas están conocidos y se pueden andar mejor (“Carta del virrey Luis de Velasco, el joven”. Archivo General de Indias, Gobierno, Sign. MEXICO, 28, N.9. 1610, octubre, 21. México. En http://pares.mcu.es. Consultada el 7 de julio de 2017).
Del texto anterior, es posible determinar que Pedro González de Herrera tuvo la misión de utilizar la fuerza contundentemente para lograr un rápido desenlace; así pues, se procedió a quemar los lugares que habitaban los fugitivos para forzarlos a negociar. También es llamativo observar cómo el virrey Velasco procuraba manejar responsablemente la Hacienda pública, incluso en lo referente al pago de los sueldos de los soldados que formaban parte del contingente enviado para aplastar la rebelión.
Es significativo añadir que un actuar jurídico por parte de las autoridades virreinales acompañó a las políticas de defensa y diplomacia. Como señala Galán Lorda (1995), si bien la rebelión de Yanga no se menciona en las Ordenanzas de Velasco, sí que hay disposiciones legales para contrarrestar su propagación. Concretamente, el 8 de enero de 1609 dio una Ordenanza donde se requería a los negros y mulatos que tuvieran licencias de armas, espada y daga, para ornato y defensa de sus personas, las entregaran a las autoridades dentro de un plazo de seis días, prohibiéndoseles, provisionalmente, el ir armados.
Tras la breve campaña militar contra las huestes de Yanga y el inicio de un periodo de relativa paz en la región veracruzana, vinieron importantes consecuencias jurídicas para esta zona de Veracruz, que se desprenderían de la siguiente situación:
Yanga y sus principales compañeros capitularon ofreciendo entregar a todos los esclavos fugitivos y prometiendo fundar un pueblo, si se les daba a todos la libertad, cuyo pueblo sería el baluarte y la garantía de los españoles en aquellas serranías, pues los negros se comprometían a no permitir que aquellos lugares en lo de adelante sirviesen de asilo a esclavos fugitivos o a bandoleros; protestaban ser fieles vasallos del Rey y pedían un ministro de justicia y un cura de almas. El virrey convino con aquella súplica, y señaló el sitio para la nueva población, que se fundó algunos años después, en 1618, a pocas leguas de Córdoba, con el nombre de San Lorenzo de los Negros (Riva Palacio, 1967, p. 550).
El principal resultado histórico jurídico de este conflicto, que es el que lo dota de relevancia, es la fundación del primer pueblo libre del continente americano, si bien con ciertos matices. La naturaleza jurídica de San Lorenzo de los Negros es aquella propia de la foralidad que los Austrias tanto procuraron. Con foralidad se hace referencia al régimen especial que el monarca concede a una población determinada por motivos históricos, culturales o simplemente graciables.
A modo de puntualización, es menester indicar que, si bien San Lorenzo de los Negros es el primer pueblo libre de América desde una perspectiva netamente foral y formal, desde una óptica exclusivamente fáctica podría argumentarse que este honor corresponde al colombiano pueblo de Palenque de San Basilio, que experimentó un proceso paralelo en la misma época. Al respecto, escribía Fray Pedro Simón lo siguiente:
Y en estos tiempos (1599) comenzó un alzamiento y retiro de ciertos negros cimarrones en aquella ciudad de Cartagena de Indias, cuyos primeros pasos fueron que un Juan Gómez, vecino de ella, haciendo malos tratamientos a algunos de los que tenía, había entre ellos uno que se llamaba Domingo Bioho (también conocido como Benkos Bioho), tan brioso, valiente y atrevido, que tuvo alientos para huirse de casa de su amo y llevar consigo a otros cuatro negros, a su mujer y tres negras, todas de su ama, que con otros que hicieron lo mismo, esclavos de Juan de Palacios, vecinos de la misma ciudad, se retiraron, siendo todos hasta treinta, al arcabuco y ciénagas de Matuna, que están a la parte del sur, no lejos de la villa de Tolú, y desaguan en el mar por aquel paraje (Pedro Simón, 1958, p. 319).
Tras cinco años en guerra contra la Corona para conseguir cierta autonomía de gobierno y libertad para los sublevados, Benkos Bioho pactó la paz con el Gobernador de Cartagena en 1605 de manera informal. La tregua en cuestión se gestó a petición de los cimarrones, como consta en misiva del Gobernador Gerónimo de Suazo. Como consecuencia de ello, se dieron ciertas concesiones al caudillo Benkos Bioho, que incrementaron su poder e influencia y, consecuentemente, los temores y recelos de los lugareños. En 1621, Bioho fue apresado, enjuiciado y condenado a la horca. Las hostilidades se reanudarían ese mismo año y se extenderían por setenta más hasta 1691, cuando la ley reconocería mediante real cédula: 1) la libertad de los habitantes de Palenque de San Basilio; 2) la demarcación del territorio con derecho de uso productivo; 3) trato jurídico y fiscal igual al de la población libre; y 4) cierta autonomía de gobierno. Por su parte, los cimarrones se comprometían a guardar la paz y a no recibir más esclavos fugados.
En la misma tónica, la libertad de la demarcación de San Lorenzo de los Negros tampoco debe entenderse como plena, pues no cualquier hombre que llegara a este territorio adquiría la condición de ‘libre', como sí estipularían las constituciones de la América independiente en el siglo XIX. Así pues, el compromiso requería a los habitantes de San Lorenzo
entregar a las autoridades virreinales a futuros esclavos fugitivos que llegaran a sus tierras.
III. ALGUNAS CONCLUSIONES AL RESPECTO
Dicho lo anterior, es posible concluir que las autoridades virreinales tuvieron siempre presentes los elementos diplomáticos y de defensa como mecanismos de respuesta ante conflictos internos tales como la rebelión de esclavos de Yanga.
Resalta el hecho de que la actuación de las autoridades virreinales, bajo el mando de Luis de Velasco, tuvo siempre una vocación eminentemente subordinada a la voluntad de la Corona; esto queda patente con los reportes constantes a Felipe III de los acontecimientos y la búsqueda de la autorización expresa del monarca para tomar decisiones trascendentales.
El temperamento del virrey, prudente, metódico y responsable sería determinante también para la evolución de las políticas virreinales con respecto a la revuelta. Se procuró utilizar primigeniamente los medios alternativos a la violencia para resolver conflictos, sólo recurriendo a esta cuando el conflicto comenzó a afectar directamente a la población. El apropiado manejo de la Hacienda para enfrentar la contienda y la proporcionalidad de las penas impuestas a los delincuentes que, en lo general, no fueron excesivas ni faltas de lógica, es un punto destacado de la actuación virreinal en este tema.
Asimismo, concluir, desde el punto de vista iushistórico que gracias a la flexibilidad administrativa de la Monarquía Hispánica de los Austrias fue posible encontrar una solución jurídica a este conflicto que, circunstancialmente, daría origen al primer pueblo libre del continente americano.
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Fuentes:
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