ISSN electrónico: 2145-9355 Fecha de recepción: octubre de 2004 |
LA CONSTITUCIÓN NO ES EL LÍMITE IMPUGNACIÓN DE ACTOS LEGISLATIVOS LOS LÍMITES DEL PODER CONSTITUYENTE
Luis Eduardo Cerra Jiménez*
Resumen
Históricamente han existido diversas formas encaminadas a establecer límites al poder constituyente: desde la incorporación de cláusulas pétreas hasta el establecimiento de formalidades especiales, períodos de restricción para la adopción de reformas y órganos especiales de modificación. Pero además, el establecimiento de nuevas constituciones depende de procesos al margen de la Constitución vigentes, como quiera que éstas no consagran las bases para su propia destrucción. El constitucionalismo moderno, como resultado de la globalización de temas como el de los derechos humanos y la integración, han permitido establecer un nuevo marco de limitaciones no obstante la ausencia de instrumentos efectivos de control respecto de las disposiciones internas de los estados que violen este nuevo marco. De la misma manera que el constituyente derivado tiene como límites los paradigmas políticos que sirvieron de marco y, en consecuencia, legitiman su existencia, el constituyente primario, alguna vez ilimitado, se encuentra hoy sometido a los principios y valores de la civilización universal y el derecho natural.
Palabras clave: Derechos humanos, poder constituyente.
Abstract
Historically there have existed different procedures aiming to the establishment of limits to the constitutional power starting with the incorporation of petreous clauses to the establishment of special formalities, restriction periods for the adoptions of reforms and special modification organs. Besides, the establishment of new constitutions depends on processes out of the Constitution in force as these, do not contain the basis of their own destruction. Modern constitutionalism, as a result of the globalization of topics such as Human Rights and Integration, has allowed the establishment of a new limitation frame in spite of the absence of effective control instruments concerning the internal State dispositions violating this new frame. Likewise the derived constitution maker has as limits the political paradigms which served as references and as a consequence they legitimate their existence. The primary constitution maker, once limitless, is today under the principles and values of universal civilization and natural law.
Key words: Human rights, constitution maker power.
Por lo menos desde la aparición de la obra El contrato social de Juan Jacobo Rousseau, y antes de que se inaugurara el Estado republicano, fue elaborada la teoría del poder constituyente, según la cual el pueblo o la nación tiene la facultad y capacidad de expedir y reformar la Constitución.
Aunque todo parecía indicar que en el siglo XVIII sería Francia el primer país en expedir una constitución republicana, fueron los recién constituidos estados norteamericanos, antiguas colonias independizadas del imperio inglés, los que en 1787 proclamarían en Filadelfia la primera Constitución de ese modelo político, en cuyo preámbulo se dispuso:
Nosotros, el Pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la Justicia, afianzar la Tranquilidad interior, proveer a la Defensa Común, promover el Bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la Libertad, estatuimos y sancionamos esta Constitución para los Estados Unidos de América1.
La Constitución estadounidense de 1787 estableció en su capítulo V la posibilidad de que se convocara una convención para introducir enmiendas, a iniciativa de las dos terceras partes de ambas cámaras o a solicitud de las legislaturas de los dos tercios de los distintos estados,y luego de aprobadas por la convención, debían ser ratificadas por las legislaturas de las tres cuartas partes de los estados, separadamente o por convenciones reunidas en tres cuartos de las mismas.
En el citado capítulo se limitó en el tiempo la posibilidad de reformar o enmendar algunos apartes de la Constitución. Sobre el particular preceptuó: «[...] antes del año mil ochocientos ocho no podrá hacerse ninguna enmienda que modifique en cualquier forma las cláusulas primera y cuarta de la sección novena del artículo primero y de que a ningún Estado se le privará sin su consentimiento, de la igualdad de voto en el Senado».
Dos aspectos comprenden, en este caso, las mencionadas limitaciones:
- De carácter procedimental, en relación con el trámite de la reforma.
- Y de carácter temporal, en el sentido de que se fijó un término mínimo de 21 años de irreformabilidad de la Constitución en determinados aspectos.
Es de anotar que la rigidez no estaba referida sino a la reforma, pues en lo relativo a la sustitución de la Constitución, los constituyentes norteamericanos, con Thomas Jefferson a la cabeza, consideraron un absurdo que los muertos impongan su voluntad a los vivos a través de una constitución.
Mientras la Constitución norteamericana imponía los anotados límites al futuro constituyente, en Francia, luego de la Revolución de 1789, conquistado el poder por la burguesía, y cuando hubo la necesidad de definirse en quién radicaría el poder constituyente, la Asamblea de 1791 decidió que sería en la Nación, expresión democrática, mas no popular, la fuente de legitimidad del Estado.
Aunque el controlador de la Constitución fue el propio poder político de la Nación, representado por el parlamento, el constituyente se impuso unos límites mínimos, consistentes en que en lo sucesivo la Constitución no podría ser reformada antes de 10 años.
Siguiendo la línea de rigidez para reformar la Constitución, pero no de su imposición perpetua a futuras generaciones, la Constitución francesa de 1793 estatuyó: «[...] un pueblo tiene siempre el derecho a revisar, revisar y cambiar su Constitución. Una generación no puede someter a las generaciones futuras...»
La Constitución Grancolombiana de 1821, expedida en la villa del Rosario de Cúcuta, también estableció un término de 10 años para efecto de revisarla.
En la Constitución de los Estados Unidos de Colombia, expedida en Ríonegro (Antioquia) en 1863, se estipuló un procedimiento que hacía casi imposible reformarla. En efecto, en el artículo 92 se dijo:
Esta Constitución podrá ser reformada total o parcialmente con las formalidades siguientes:
1o. Que la reforma sea solicitada por la mayoría de las legislaturas de los Estados.
2o. Que la reforma sea discutida y aprobada en ambas cámaras conformea lo establecido para la expedición de las leyes.
3o. Que la reforma sea ratificada por el voto unánime del Senado de plenipotenciarios, teniendo un voto cada Estado.
También puede ser reformada por una Convención convocada al efecto porel Congreso, a solicitud de la totalidad de las Legislaturas de los Estados, y compuesta de igual número de diputados por cada Estado2.
La rigidez de esa Constitución se tornó tan inflexible que dio pretexto al gobierno regenerador bipartidista de Núñez y Caro para derogarla de facto, luego de la guerra civil de 1885. Hecho que quedó reflejado en las palabras del presidente Rafael Núñez al decir en el Palacio de San Carlos: «La Constitución de 1863 ha dejado de existir».
El motivo determinante por el que gran parte de las constituciones estatuyeran un sistema rígido para su reforma fue la necesidad de que las entidades territoriales provinciales preservaran su autonomía política. Especialmente el caso de la forma de organización federalista.
En su momento, y especialmente dentro del modelo republicano, la forma o estructura de la organización política territorial (federal, unitaria, etc.), junto con el régimen político (presidencial, parlamentario o semipresidencial) se convirtió en uno de los aspectos que en criterio de algunos marcaba el carácter del Estado, al punto de asegurar que su transformación era sinónimo de Constitución originaria; posición que no relieva un rasgo determinante y definitorio del modelo político estatal.
A través del artículo 13 del Acto Plebiscitario de 1957 también se le impuso límite al poder constituyente, al preceptuar que en adelante las reformas constitucionales únicamente podrían hacerse por el Congreso. Es decir que el constituyente primario no podría reformar la Constitución sino el constituyente derivado, y de éste la competencia sólo se reservó al Congreso.
Significa lo anterior que al depositarse el poder de reformar la Constitución única y exclusivamente en el Congreso, el constituyente primario no sólo limitó al constituyente derivado, sino que se limitó a sí mismo al punto de anularse por completo.
Los anteriores son algunos ejemplos de limitación al poder constituyente, los cuales tienen como característica común que en todos esos casos se trataron de condicionamientos procedimentales o de tiempo, los cuales, una vez superados, hacían viable institucionalmente la reforma constitucional.
Es evidente que la finalidad de esos condicionamientos fue mantener un cierto grado de estabilidad, de permanencia relativa o de inamovi-lidad institucional.
Sin embargo, en algunos casos, e independiente de que sea la misma Constitución la que admita su reforma, las propias cartas políticas también fijan al futuro constituyente límites sustantivos o materiales.
Así, por ejemplo, la Constitución italiana de 1947 señala en su artículo 139 que la forma republicana no puede ser objeto de reforma constitucional3.
El numeral 3 del artículo 79 de la Constitución alemana de 1949 estatuye la ilicitud de toda modificación de la Constitución que afecte la división de la federación en estados o landers, los fundamentos de los estados integrantes de la federación, en lo que se refiere a la potestad legislativa de éstos, o que contravenga los derechos fundamentales, el carácter federal, democrático y social del Estado, la sujeción de los poderes públicos al derecho y el derecho de los alemanes a la resistencia cuando no haya recurso frente a cualquiera que trate de derribar el orden constitucional4.
La Constitución de Francia de 1958 en su artículo 89 dispuso que la forma republicana del Gobierno no puede ser objeto de reforma5.
En similar sentido, aunque en el siglo XIX, en el ámbito nacional colombiano, el artículo 164 de la Constitución de 1830 advirtió que la facultad de reforma de la Carta no se extendía a «la forma de Gobierno, que será siempre republicana, popular, representativa, alternativa y responsable».
El artículo 288 de la Constitución de Portugal estatuye que las leyes de revisión constitucional deberán respetar, entre otros aspectos:
a) La independencia nacional y la unidad nacional;
b) La forma republicana de gobierno;
c) La separación de las iglesias y el Estado;
d) Los derechos, libertades y garantías de los ciudadanos;
e) Los derechos de los trabajadores, de las comisiones de trabajadores y de las asociaciones sindicales;
f) La coexistencia del sector público, del sector privado y del sector cooperativo y social de propiedad de los medios de producción;
g) La existencia de planes económicos en el ámbito de una economía mixta;
h) El sufragio universal, directo, secreto y periódico en la designación de los titulares electivos de los órganos de soberanía, de las regiones autónomas y del gobierno local, así como el sistema de representación proporcional;
i) El pluralismo de expresión y organización política, incluyendo los partidos políticos, y el derecho de oposición democrática;
j) La separación y la interdependencia de los órganos de soberanía; [...].
Con todo lo anterior no sólo se observa que los constituyentes mencionados prefirieron instituir la forma republicana de gobierno, sino que intentaron sujetar a las generaciones futuras, y con ellas a los constituyentes venideros, a que la República es el límite en materia de modelo político de gobierno. Entendido como sistema de división de poder político en ramas, representativo, electivo, alternativo, responsable y garantizador de los derechos humanos.
La forma republicana representa para los constituyentes italiano, alemán, francés, portugués y colombiano un paradigma que se debe mantener. Lo que se explica, en el caso nuestro, por la adopción de la Francia revolucionaria y de los Estados Unidos de Norteamérica independentista del republicanismo como modelo político moderno, y en el caso de los mencionados países europeos de posguerra, por la degeneración totalitaria que sufrieron durante el imperio del fascismo, y por la invasión y dominio del totalitarismo nazi. En estos países, la Republica representa un valor superior, una etapa política cualificada, calificada, civilizada, y un hito o garantía de no retroceso.
Existen otras constituciones que fijan límites en temas no necesariamente republicanos. Así, el numeral 1 del artículo 145 de la Constitución española de 1978 prescribió: «En ningún caso se admitirá la federación de las Comunidades Autónomas»6.
Otras constituciones, como la cubana, establecen la perpetuidad de su sistema político. En efecto, Cuba a través de la Ley de Reforma Constitucional aprobada el 27 de junio de 2002 por la Asamblea Nacional del Poder Popular, previo referendo con el voto favorable del 97.7% de los electores, insertó en el artículo 3 de la Constitución lo siguiente:
El Socialismo y el sistema político y social revolucionario establecido en esta Constitución, probado por años de heroica resistencia frente a las agresiones de todo tipo y la guerra económica de los gobiernos de la potencia imperialista más poderosa que ha existido y habiendo demostrado su capacidad de transformar el país y crear una sociedad enteramente nueva y justa, es irrevocable, y Cuba no volverá jamás al capitalismo. (Las negrillas no son del texto).
A su vez, el artículo 137 de la Constitución, modificado por el artículo 2 de la mencionada Ley de Reforma Constitucional, quedó así:
Esta Constitución sólo puede ser reformada por la Asamblea Nacional del Poder Popular mediante acuerdo adoptado, en votación nominal, por una mayoría no inferior a las dos terceras partes del número total de sus integrantes, excepto en lo que se refiere al sistema político, económico y social, cuyo carácter irrevocable lo establece el artículo 3 del Capítulo 1, y la prohibición de negociar acuerdos bajo agresión, amenaza o coerción de una potencia extranjera. (Las negrillas no son del texto).
En los casos anotados estamos en presencia de límites sustantivos, expresos al constituyente del futuro, con pretensiones de perpetuidad. Unas veces prohibiendo expresamente se cambie determinada institución consignada en la Constitución, otras prohibiendo que se introduzca o entronice, y en algunas ocasiones preceptuando que una institución se mantenga por siempre.
Ahora, ¿podría concluirse que cuando no se establecen en la Constitución normas prohibitivas para el constituyente futuro, la Carta Política carece de valores supremos que considere irreversibles, irrenunciables, in enajenables y no negociables?
La respuesta es no. Esa sería una falsa inferencia, pues aunque el constituyente no lo prescriba expresamente, en la mayoría de los casos hay valores, o cuando menos, un valor alcanzado por la sociedad, así sea implícito o tácito, que de acuerdo con su experiencia histórica, su cultura e ideología toma como paradigma y garantía de no retroceso.
En la mayoría de los casos registrados por la historia, ese nivel con antecedentes preclusivos constituye una experiencia que representa un grado de civilización no regresivo, cuya garantía, aunque en cierta forma sea ingenua, es prohibición perentoria y secular.
En no pocas ocasiones esos límites o prohibiciones se encuentran ínsitos, implícitos o tácitos.
En el caso actual de nuestro país, si bien no existe en la Constitución una norma prohibitiva con pretensión perpetua, lo cierto es que la sociedad colombiana adoptó como paradigma no regresivo el Estado Social de Derecho, y lo estatuyó en el artículo 10 de la Constitución. La propia Corte en la sentencia C-551 de 2003 razonó así:
[...], la Corte concluye que aunque la Constitución de 1991 no establece expresamente ninguna cláusula pétrea o inmodificable, esto no significa que el poder de reforma no tenga límites. El poder de reforma por ser un poder constituido, tiene límites materiales, pues la facultad de reformar la Constitución no contiene la posibilidad de derogarla, subvertirla sustituirla en su integridad. Para saber si el poder de reforma, incluido el caso del referendo, incurrió en un vicio de competencia, el juez constitucional debe analizar si la Carta fue o no sustituida por otra, para lo cual es necesario tener en cuenta los principios y valores que la Constitución contiene, y aquellos que surgen del bloque de constitucionalidad, no para revisar el contenido mismo de la reforma comparando un artículo del texto reformatorio con una regla, norma o principio constitucional —lo cual equivaldría a ejercer un control material. Por ejemplo, no podría utilizarse el poder de reforma para sustituir el estado social y democrático de derecho conforma republicana (CP art.1°) por un Estado totalitario, por una dictadura o por una monarquía, pues ello implicaría que la Constitución de 1991 fue remplazada por otra diferente, aunque formalmente se haya recurrido al poder de reforma. (Las negrillas no son del texto).
La falta de una norma expresa prohibitiva para el constituyente, estableciéndole límites, y la consideración desprevenida y no revisada de que la Constitución es la Norma Suprema, ha llevado a la conclusión de que el control constitucional de la Corte sobre los actos reformatorios de la Constitución se debe circunscribir únicamente a los vicios de procedimiento en su formación.
La ausencia aparente de normas dirigidas al constituyente que le prohíban reformar aspectos sustantivos de la Constitución, ha llevado a dar por válido que el control de la Corte es sólo procedimental; y así fue concebido por el constituyente colombiano de 1991, quien lo plasmó en el numeral 1 del artículo 241 de la Carta Política.
La jurisprudencia de la Sala Plena de la Corte Constitucional sobre la materia se inició con la sentencia C-544 de 1992 al pronunciarse sobre demandas en las que se planteaba la inconstitucionalidad de los artículos 380 (derogatorio de la Constitución anterior), Transitorio 59 y 2° del Acto Constituyente N° 1 de 1991 (sobre exclusión de la Constitución del Control Constitucional y los actos de la Asamblea Constituyente ).
En dicha providencia, la Corte se declaró inhibida para conocer de las demandas mencionadas y expresó, entre otros argumentos, los siguientes:
Primero, la competencia de la Corte para estudiar actos reformatorios aprobados mediante Asamblea Nacional Constituyente se refiere solamente a futuras reformas que se realicen a partir de la vigencia de esta Constitución, no a la reforma anterior que terminó con la expedición de la Carta de 1991.
Segundo, a la Corte le corresponde cumplir todas las funciones que la propia Constitución le fija, pero nada más que esas, es decir, se interpreta en forma restrictiva.
Tercero, y sobre todo de las normas concordantes surge para la Corte, como órgano constituido, una competencia (art. 241) y una incompetencia (art. Transitorio 59). En otras palabras, se regula en forma armoniosa una facultad y una prohibición, por vía positiva y negativa, respectivamente.
Para arribar a estas conclusiones, la Corte Constitucional se apoyó básicamente en el argumento de que su función es velar por la validez de la Constitución y no la de cuestionarla. Además, porque, en su decir, el revisar la constitucionalidad de la Constitución significaría negar la legitimidad de la propia corporación judicial, por ser ésta una institución del poder constituido fruto del poder constituyente.
La Corte también se fundamentó en la cosa juzgada de la sentencia de 9 de octubre de 1990, en la que la Corte Suprema de Justicia, al revisar la constitucionalidad del Decreto 1926 de 1990, por el cual se ordenó contabilizar los votos para la convocatoria a una asamblea constituyente, dijo que dicha corporación constituyente por su carácter soberano no tenía límites.
Luego de fijar su posición sobre la incompetencia para examinar la inconstitucionalidad de la Constitución, la Corte reiteró esa incompetencia para pronunciarse en lo sustantivo sobre los actos legislativos. En sentencia C-387 de 19 de agosto de 1997, al examinar una demanda de inconstitucionalidad contra el Acto Legislativo N° 2 de 1995, «Por medio del cual se adiciona el artículo 221 de la Constitución Política», la Corte Constitucional afirmó que si bien su competencia frente a los actos legislativos no sólo es respecto a la Constitución sino a otras normas infraconstitucionales, pero que por su superioridad deban someterse, por ejemplo, al Reglamento Orgánico del Congreso, esa revisión es exclusivamente respecto de normas procedimentales especiales o rígidas. En tal sentido señaló: «[...] El control de la constitucionalidad de los actos legislativos se limita, entonces, a la constatación de que se hayan cumplido a cabalidad todos los pasos del procedimiento agravado previsto para estas hipótesis en las normas superiores».7
Posteriormente, la Corte, en sentencia C-543 de 1998, al examinar una demanda de inconstitucionalidad contra el Acto Legislativo N° 01 de 16 de diciembre de 1997, «Por el cual se modifica el artículo 35 de la Constitución política», reiteró su posición en los siguientes términos: «A la Corte se le ha asignado el control de los Actos Legislativos, pero únicamente por vicios de procedimiento en su formación, es decir, por violación del trámite exigido para su aprobación por la Constitución y el Reglamento del Congreso. El control constitucional recae entonces sobre el procedimiento de reforma y no sobre el contenido material del acto reformatorio»8.
En esta última providencia la Corte descarta toda posibilidad de examen sustantivo de los actos legislativos, y admite analizarlos en lo atinente a los vicios de procedimiento, pero restringe éstos al mero trámite.
Posteriormente, al examinar una demanda de inconstitucionalidad contra el Parágrafo Transitorio 1 (parcial) del artículo 3 del Acto Legislativo N° 001 de 2001, la Corte en sentencia C-487 de 2002 expresó:
De acuerdo con el numeral primero del artículo 241 superior a la Corte Constitucional se le ha asignado el control de los Actos Legislativos, pero únicamente por vicios de procedimiento en su formación, es decir, por violación del trámite exigido para su aprobación por la Constitución y el Reglamento del Congreso. Disposición ésta que debe leerse en concordancia con lo dispuesto en el artículo 379 Ibidem, a cuyo tenor los actos legislativos, el referendo, la consulta popular o el acto de convocación de una Asamblea Constituyente sólo podrán ser declarados inconstitucionales cuando se violen los requisitos establecidos en el Título XIII de la Constitución.
En este sentido no compete a la Corte el examen del contenido material de dichos actos reformatorios, en tanto el mandato que se le asigna está referido exclusivamente a los aspectos formales y de trámite. (El subrayado no es del texto).
En la sentencia C-614 de 2002, en la que se analizó la constitucionalidad de los artículos 1, 2 y 3 del Acto Legislativo N° 01 de 2001, relativos al Sistema General de Participaciones, en la misma línea jurisprudencial precedentemente anotada dijo:
Considera del caso la Corte, por un lado, que conforme a reiterada jurisprudencia de la corporación, cuando la Constitución Política sea reformada por el Congreso, el trámite correspondiente no sólo debe sujetarse a lo previsto en el artículo 375 superior, sino que, además, debe ceñirse a las normas constitucionales que regulan el procedimiento legislativo y a las disposiciones de la Ley 58 de 1992, o reglamento del Congreso, en cuanto sean compatibles con las previsiones de la Carta que regulan el procedimiento de reforma por la vía del Acto Legislativo.
Pero bien, aun aceptando la posición de la Corte, precedentemente anotada, estamos frente a un típico procedimiento cuando se adelanta una reforma sobre un tópico que afecta lo sustantivo esencial no susceptible de regresión. Siendo así, se justifica que la Corte asuma el control jurisdiccional, lo cual inevitablemente conllevará al examen de lo sustantivo de la norma, para establecer, y solamente para saber, si el procedimiento de la reforma partió de premisas erradas o no.
Esos aspectos sustantivos esenciales no regresivos no son otros que:
- El modelo paradigmático de Estado. En nuestro caso, el Estado Social de Derecho.
- Los derechos humanos que hacen parte del patrimonio de la sociedad y la civilización, los cuales se encuentran consignados en los tratados internacionales ratificados por Colombia.
- Los derechos que no habiéndose plasmado positivamente en la Constitución, en las leyes o en los tratados, sean inherentes a la persona humana, como derecho pre o extraestatal.
1. En relación con el primer aspecto, toda norma nueva con pretensión reformatoria que pretenda integrar o hacer parte del cuerpo de la Constitución no puede reputarse constitucional si contradice la razón de ser de ese modelo de Estado. Por consiguiente, no todas las normas de la Constitución tienen el mismo valor, lo que necesariamente crea una jerarquía tácita y sustantiva de normas al interior de la Carta Política, que los actos legislativos reformatorios de la misma deben atender.
Esa razón es la que hace que las nuevas disposiciones con pretensión de rango constitucional sean susceptibles de revisión frente al patrón político de la Carta. Aunque se trata de normas sustantivas, el ser incongruentes con el modelo paradigmático de Estado que la sociedad adoptó, hace que su expedición sea también un asunto de procedimiento y que, incluso, a la luz del numeral 1 del artículo 241 de la Constitución, sean examinables por la Corte.
En efecto, esa disposición constitucional que preceptúa la competencia de esta corporación judicial para decidir sobre las demandas de inconstitucionalidad contra los actos legislativos «[...] sólo por vicios de procedimiento en su formación» obliga a establecer cuál es el alcance y connotación de la figura jurídica «procedimiento». En efecto, a éste no solamente debe entendérsele como la sucesión de etapas o mero trámite del acto reformatorio, sino que debe incluírsele la «competencia», tal como lo ha reconocido la Corte Constitucional en sentencia C-551 de 9 de julio de 2003, por la cual revisó la constitucionalidad de la Ley 796 de 2003, «Por la cual se convoca a un referendo y se somete a consideración del pueblo un proyecto de Reforma Constitucional».
Una conclusión se impone entonces: el examen de la Corte sobre los vicios de procedimiento en la formación de la presente ley no excluye el estudio de los eventuales vicios de competencia en el ejercicio del poder de reforma. Con todo, algunos podrán objetar que la anterior precisión no tiene importancia, por cuanto el pueblo o el Congreso, cuando ejercen su poder de reforma, no tienen límites materiales y pueden modificar cualquier contenido constitucional, por cuanto la Constitución colombiana de 1991, a diferencia de otras Constituciones, como la alemana, la italiana y la francesa, no contiene cláusulas pétreas o irreformables. Conforme a esa tesis, los únicos límites que la Carla prevé para el poder de reforma son de carácter estrictamente formal y procedimental, esto es, que el acto legislativo, el referendo o la convocatoria a una Asamblea Constituyente hayan sido realizados conforme a los procedimientos establecidos en la Carta, por lo que la anterior disquisición sobre eventuales vicios de competencia en la aprobación de una reforma constitucional carece de efectos prácticos en nuestro ordenamiento.
Esa objeción sobre la irrelevancia del examen de eventuales vicios de competencia en el procedimiento de aprobación de las reformas constitucionales tendría sentido si efectivamente el poder de reforma en el constitucionalismo colombiano careciera de límites materiales pues, de ser así, los vicios en la formación de una reforma constitucional se reducirían exclusivamente a los vicios de trámite o de procedimiento en sentido estricto. Sin embargo, importantes sectores de la doctrina y la jurisprudencia, tanto nacionales como comparadas, sostienen que toda Constitución democrática, aunque no contenga expresamente cláusulas pétreas, impone límites materiales al poder de reforma del constituyente derivado, por ser éste un poder constituido v no el poder constituyente originario. (El subrayado no es del texto).
Aunque en el texto inmediatamente trascrito la Corte expone las dos posiciones que hay respecto del alcance del control constitucional sobre actos reformatorios de la Constitución cuando son expedidos por el constituyente derivado, no disimula su inclinación a aceptar la hipótesis de que éste tiene límites que deben ser controlados por vía judicial en cabeza de la Corte, a fin de que no sean transgredidos.
Es evidente que ahí comenzó la Corte Constitucional a hacer un viraje sutil, pero sustancial, a la posición doctrinaria jurisprudencial reiterada desde 1992 hasta 2002.
Es innegable que a los elementos de «trámite» y « competencia», incluidos en el «procedimiento», debe agregarse el de sujeción a normas y valores superiores a los cuales debe someterse una reforma constitucional, esto es, la fidelidad a la fuente axiológica superior.
Varios factores habrá de tenerse en cuenta a fin de determinar si un acto reformatorio de la Constitución es o no admisible y viable como reforma en ese aspecto:
- Si lo realiza el constituyente primario o el constituyente derivado
- Si lo que se propone es reformar o sustituir la Constitución
- Si afecta institutos de valor político estructural con vocación de permanencia en el sistema o con valor coyuntural.
Si el cambio constitucional lo realiza el constituyente derivado y pretende sustituir la Constitución con todos sus principios, es obvio que su facultad llegará hasta donde haya sido autorizado por el constituyente primario o por la Constitución.
Precisamente, en la citada sentencia C-551 de 2003, la Corte Constitucional aceptó ese criterio al expresar:
Por su parte, el poder de reforma, o poder constituyente derivado, se refiere a la capacidad que tienen ciertos órganos del Estado, en ocasiones con la consulta a la ciudadanía, de modificar una Constitución existente, pero dentro de los cauces determinados por la Constitución misma. Ello implica que se trata de un poder establecido por la Constitución, y que se ejerce bajo las condiciones fijadas por ella misma. Tales condiciones comprenden asuntos de competencia, procedimientos, etc. Se trata, por lo tanto, de un poder de reforma de la propia Constitución, y en ese sentido es constituyente, pero se encuentra instituido por la Constitución existente, y por ello derivado y limitado.
Continúa la Corte en la misma sentencia:
Una cosa es que cualquier artículo de la Constitución puede ser reformado —lo cual está autorizado puesto que en eso consiste el poder de reforma cuando la Constitución no incluyó cláusulas pétreas ni principios intangibles de manera expresa, como es el caso de la colombiana— y otra cosa es que so pretexto de reformar la Constitución, en efecto ésta sea sustituida por otra Constitución totalmente diferente —lo cual desnaturaliza el poder de reformar una Constitución y excedería la competencia del titular de ese poder.
La tesis de que el titular del poder de reforma puede sustituir la Constitución enfrenta dificultades insuperables y por ello es insostenible en nuestro ordenamiento constitucional.
Esa interpretación contradice el tenor literal de la Constitución. Así el artículo 374 de la Carta señala que «la Constitución podrá ser reformada...» Es obvio que esa disposición, y en general el Título XIII de la Carta, no se refieren a cualquier Constitución sino exclusivamente a la Constitución colombiana de 1991, aprobada por la Asamblea Constituyente de ese año, que actuó como comisionada del poder soberano del pueblo colombiano. De manera literal resulta entonces claro que lo único que la Carta autoriza es que se reforme la Constitución. Al limitar la competencia del poder reformatorio a modificar la Constitución de 1991, debe entenderse que la Constitución debe conservar su identidad en su conjunto y desde una perspectiva material, a pesar de las reformas que se le introduzcan. Es decir, que el poder de reforma puede modificar cualquier disposición del texto vigente, pero sin que tales reformas supongan la supresión de la Constitución vigente o su sustitución por una nueva Constitución. Y es que el título XIII habla de la «reforma» de la Constitución de 1991, pero en ningún caso de su eliminación o sustitución por otra Constitución distinta, lo cual solo puede ser obra del constituyente primario. Nótese entonces que el texto constitucional colombiano, si bien no establece cláusulas pétreas ni principios intangibles tampoco autoriza expresamente la sustitución integral de la Constitución. (El subrayado no es del texto).
Remata la Corte con lo siguiente:
[...] una conclusión se impone:en el constitucionalismo colombiano el poder de reforma tiene límites competenciales pues no puede sustituir la Constitución de 1991. Se trata de un límite expresamente establecido por el Constituyente originario en el artículo 374 de la Constitución adoptada en 1991 por la Asamblea Constituyente como comisionada del pueblo soberano. (Las negrillas no son del texto).
En la sentencia C-1200 de 9 de diciembre de 2003 (magistrados ponentes: Dr. Manuel José Cepeda Espinosa - Dr. Rodrigo Escobar Gil), con la cual se falló una demanda en la que se cuestionó la constitucionalidad de los artículos 4 y 5 Transitorio del Acto Legislativo N° 3 de 2002, por el que se dieron facultades extraordinarias al Presidente de la República para proferir las normas legales necesarias para la implementación del sistema penal acusatorio, por violentar el principio democrático republicano de la separación de las ramas del poder público, la Corte Constitucional, basándose en la distinción entre intangibilidad e insustituibilidad de la Constitución, frenó el impulso que esa misma corporación había dado a la doctrina constitucional a partir de la sentencia C-551 de 2003.
Dijo la Corte en la citada sentencia C-1200 de 2003: «Los principios fundamentales o definitorios de una Constitución son relevantes para establecer el perfil básico de dicha Constitución, pero no son intocables en sí mismos aisladamente considerados».
La Corte concibe esa sustitución como el cambio material que conlleva a que la Constitución «[...] deje de ser idéntica a la que era antes del cambio....», y a condición de que éste «[...] sea de tal magnitud y trascendencia material que transforme a la Constitución modificada en una Constitución completamente distinta»9.
Según la Corte: «En la sustitución no hay contradicción entre una norma y otra norma sino transformación de una forma de organización política en otra opuesta».
Lo que tácitamente afirma la Corte es que para que se entienda sustituida la Constitución debe tratarse de la implantación de todo un modelo político nuevo. De esta manera, si se tratare de la reforma de algunos aspectos atinentes a los principios fundamentales a que la Constitución responde, no se estaría en presencia de una sustitución, puesto que, se repite, al no tratarse de todo el diseño político de la Carta sino de una parte de él, aunque éste sea «relevante», y de los que le den identidad al modelo, no sería de los cambios intangibles, circunstancia que permitiría al constituyente derivado reformarla legítimamente.
En correspondencia con esa posición, la Corte exige a todo ciudadano que demande la inconstitucionalidad de un acto reformatorio de la Constitución «...la carga argumental... » de demostrar que realmente se trata de una sustitución.
Sobre la carga argumental exigida a los ciudadanos por la Corte para conocer de las demandas de inconstitucionalidad de actos reformatorios de la Constitución, el magistrado Araújo Rentería señaló en su salvamento de voto:
En este sentido la Corte perdió de vista, en primer lugar, que se trata de una acción pública a disposición de cualquier ciudadano (C.P. art. 40-6) 40-6), ajena a «ritualismos procesales», pero que, sin embargo, por vía jurisprudencial le viene imponiendo una serie de condicionamientos que hacen compleja su presentación y que, en casos como el presente, impiden su ejercicio, con lo cual estaría desconociendo y sacrificando a ritualismos vacíos el principio pro actione, el derecho de acceso a la administración de justicia y la prevalencia del derecho sustancial, y por esa vía la plena vigencia de la Constitución Política.
Por su parte, el magistrado Jaime Córdoba Triviño, disidente de la citada sentencia C-1200, expresó lo siguiente sobre la carga argumental que impone la Corte:
[...] se da un paso hacia atrás en cuanto se incrementan las exigencias impuestas al actor cuando su cuestionamiento se dirige contra un acto de esa índole. Ahora hay que hablar de una «técnica» para el ejercicio de la acción pública de inconstitucionalidad y tal técnica comprende, aparte de las exigencias previstas en la ley, un alegato sobre el sentido de la sustitución que se le imputa al acto legislativo demandado.
La magistrada Clara Inés Vargas Hernández, también disidente de la posición mayoritaria de la Corte, dijo:
[...] estimo que, si bien la Corte Constitucional no puede ejercer un control material sobre los actos reformatorios de la Constitución, por cuanto ello conduciría a petrificar la Carta Política y a desconocer la necesidad social de ajustar un texto a los cambios que demandan las nuevas generaciones, también lo es que el poder constituyente derivado tiene como límite respetar las decisiones políticas fundamentales adoptadas por el constituyente originario. En tal sentido le está vedado, por medio de reformas parciales, introducir cambios radicales en el catálogo de derechos fundamentales y garantías judiciales desconociendo incluso y de manera abierta tratados internacionales sobre derecho humanos que vinculan al Estado colombiano, así como modificaciones profundas que conduzcan a cambiar por completo los fundamentos del régimen político, social y económico que garantiza la Constitución, como en presente caso sucedió en desmedro del principio liberal clásico de la separación de poderes, por cuanto se estaría haciendo las veces de constituyente originario.
Efectivamente, con el criterio adoptado en la sentencia C-1200 de 2003, la Corte retrocedió en la línea jurisprudencial que recién había inaugurado de posibilitar la revisión de los actos reformatorios de la Constitución en lo relativo al trámite y a los aspectos competenciales, pues si los principios fundamentales de una Constitución sólo son «relevantes», el constituyente derivado reformador perfectamente puede eliminarlos, modificarlos o recomponerlos, a condición de que no sustituya totalmente la Constitución. En esos términos, aunque formalmente no se configuraría la sustitución, materialmente sí al desvirtuar o eliminar un principio básico, por ejemplo, la separación de las ramas del poder público. De esta manera, para el constituyente derivado reformador no habría principios intangibles, siempre que en el concepto formal acuñado por la Corte no se sustituya totalmente la Constitución.
Es de destacar que el magistrado Jaime Araújo Rentería, disidente de la decisión mayoritaria de la Corte, planteó que la Constitución también se sustituye o elimina «[...] cuando se afecta cualquiera de sus contenidos fundamentales, es decir, cuando se toca su núcleo esencial». (Publicado en Jurisprudencia y Doctrina, N° 388, abril de 2004, p. 673).
Por su parte, el doctor José Gregorio Hernández Galindo, ex magistrado de la Corte, conceptuó sobre la sentencia C-1200: «[...] a nuestro juicio, so pretexto de hacer precisiones respecto al alcance de su propia competencia, retrocedió en el trascendental punto, como si, tras el fallo anterior, que "mataba el tigre", se hubiese 'asustado con el cuero'»10.
Apartándonos de la Corte, podemos concluir que la esencia del modelo político es intangible por el constituyente derivado, independientemente de que trate de sustituirlo total o parcialmente.
2. En cuanto al segundo aspecto, existen derechos consignados en tratados aprobados por el Estado colombiano, que si bien fueron incorporados al derecho interno a través de una ley y en armonía con la Constitución, de manera que para entrar al ordenamiento jurídico interno debieron ceñirse al procedimiento contemplado en éste, una vez hacen parte del derecho doméstico «[...] prevalecen en el orden interno», conforme lo admite el artículo 93 de la Carta Política. Ello significa, ni más ni menos, que si la Constitución hace parte del derecho interno, los tratados sobre derechos humanos ratificados por Colombia tendrían supremacía sobre la norma constitucional.
Es importante recordar que en el derecho constitucional comparado no es extraña la supraconstitucionalidad de los tratados internacionales, en especial los que versan sobre derechos humanos. Suele citarse el ejemplo de la Constitución de los Países Bajos de 1956, que estatuyó en su artículo 63: «Si el desarrollo del orden jurídico lo requiere, un tratado puede derogar las disposiciones de la Constitución».
Esa misma Constitución, reformada en 1983, estableció en sus artículos 91 y 94, respectivamente, la posibilidad de que se apruebe con una mayoría calificada tratados que contradigan normas de la Carta, y que las normas jurídicas del Reino no serán aplicables cuando resulten incompatibles con un tratado y las resoluciones internacionales.
El artículo 46 de la Constitución de Guatemala de 1985 prescribió: «Preeminencia del Derecho Internacional. Se establece el principio general de que en materia de derechos humanos, los tratados y convenciones aceptados y ratificados por Guatemala, tienen preeminencia sobre el derecho interno».
El artículo 17 de la Constitución de Honduras admite la posibilidad de que haya tratados contrarios a ella, en cuyo caso debe ser aprobado por una mayoría calificada. Dicha norma señala: «Cuando un tratado internacional afecte una disposición constitucional, debe ser aprobado por el mismo procedimiento que rige la reforma de la Constitución antes de ser ratificado por el Poder Ejecutivo».
En sentido similar lo contempla el artículo 57 de la Constitución de Perú de 1993: «Cuando el tratado afecte disposiciones constitucionales debe ser aprobado por el mismo procedimiento que rige la reforma de la Constitución, antes de ser ratificado por el Presidente de la República».
En el caso colombiano, no obstante existir el citado artículo 93, la Corte Constitucional haciendo uso del concepto de «bloque de constitucionalidad», ha equiparado a la Constitución el valor jurídico de los tratados sobre derechos humanos ratificados por Colombia, con lo cual desconoce la jerarquía supraconstitucional que le ha otorgado la propia Carta.
Después de manejar la Corte, durante su vida institucional, varias acepciones de «bloque de constitucionalidad», del conjunto de sentencias en las cuales ha hecho alusión tácita o expresa a él, se puede afirmar que en este momento se entiende como tal el conjunto de normas que se equiparan a la jerarquía de la Constitución, o que sin equipararse a ella constituyen parámetros de constitucionalidad. Las primeras serían, en sentido estricto (strictu sensu), cuando la Constitución directamente las incorpora o integra a ella, dentro de las cuales señala los tratados sobre derechos humanos, derecho internacional humanitario y de límites, los convenios de la oit y la Ley Estatutaria de los Estados de Excepción. Las segundas, en sentido lato, porque su ubicación supralegal, pero infraconstitucional en el ordenamiento jurídico, sirve de referente para determinar si otras disposiciones de menor categoría son inconstitucionales o no. Es el caso de la Ley Orgánica del Reglamento del Congreso y de leyes estatutarias.
La Corte Constitucional ubicó los tratados sobre derechos humanos en el «bloque de constitucionalidad» con el argumento de que era la única manera de armonizar y resolver la contradicción entre el artículo 93 de la Constitución, que le concede prevalencia sobre el derecho interno, y el 4, que proclama la supremacía de la Carta.
En efecto, en la sentencia C-225 de 1995 la Corte justificó esa posición en los siguientes términos:
[...], la Corte Constitucional coincide con la Vista Fiscal en que el único sentido razonable que se puede conferir a la noción de prevalencia de los tratados de derechos humanos y de derecho internacional humanitario (cp arts. 93 y 214 numeral 2°) es que éstos forman con el resto del texto constitucional un «bloque de constitucionalidad», cuyo respeto se impone a la ley. En efecto, de esa manera se armoniza plenamente el principio de supremacía de los tratados ratificados por Colombia, que reconocen los derechos humanos y prohíben su limitación en los estados de excepción (cp art. 93)11.
En sentencia C-067 de 2003, revisora de la constitucionalidad de una expresión del artículo 21 de la Ley 734 de 2002, por la cual se estableció que los vacíos del Código Disciplinario Único se llenarán con los tratados internacionales sobre derechos humanos, la Corte volvió a justificar ese criterio y ubicó tales instrumentos en la misma jerarquía de la Constitución.
Como es fácil de advertir, asumiendo la Corte que había contradicción entre los artículos 4 y 93 de la Constitución, la única opción que halló para armonizarlos fue interpretando que lo más razonable sería equiparar el valor jurídico de los tratados sobre derechos humanos a la Constitución, bajo el supuesto del carácter supremo de ésta.
Es obvio que esa posición refleja una concepción dogmática al entender la Constitución como el límite normativo, como la expresión de la voluntad de soberanía absoluta del constituyente que no tendría parámetros que atender ni valores a los cuales sujetarse.
Ciertamente, el artículo 4 de la Carta prescribe que la Constitución es norma de normas.
Hasta ahí, en principio, habría una supremacía formal de la Constitución que obligaría, ineludiblemente, a remitirse a ella como disposición absolutamente superior. Pero a renglón seguido, el mismo artículo señala que en todo caso de incompatibilidad entre la Constitución y la ley u otra norma jurídica se aplicarán las disposiciones constitucionales, lo cual significa que las otras normas a que se refiere son las que se emiten en el orden interno y no las de derecho externo, pues el artículo 9° de la misma dispone «[...] el reconocimiento de los principios del derecho internacional aceptados por Colombia».
En ese contexto, el Estado colombiano, con anterioridad a la expedición de la Constitución de 1991, al aprobar por la Ley 32 de 1985 la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados, que entró en vigor para Colombia el 10 de mayo del mismo año, aceptó el principio Pacta sunt servanda, contemplado en su artículo 26, según el cual: «Todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe».
Ahora, en cuanto al valor de los tratados frente al derecho interno, el artículo 27 de la Convención de Viena es enfático en reconocer su prevalencia al prescribir que una parte suscriptora de un tratado no podrá invocar disposiciones de su derecho interno como justificación de su incumplimiento.
Así, pues, siendo que la Convención de Viena reconoce la superioridad de los tratados sobre el derecho interno e igualmente la Constitución en su artículo 9° admite sus efectos, es claro que la supremacía a la que se refiere el artículo 4 de la Constitución es sólo en relación con normas del derecho interno infraconstitucionales, y que la alusión que hace el constituyente de 1991 en el artículo 93 a la prevalencia de los tratados de derechos humanos ratificados por Colombia en el derecho interno no es más que redundar en la relevancia del mencionado principio del derecho internacional, por la circunstancia especial de tratarse de una materia particularmente importante para la dignidad humana, pilar fundamental del Estado Social de Derecho.
Se repite, cuando la Constitución dice que prevalecen en el orden interno, no debe interpretarse como que sólo prevalecen sobre las normas infraconstitucionales, sino que prevalecen también sobre la misma Constitución si ésta no garantiza el mínimo en el núcleo de los derechos.
El que el artículo 93 de la Constitución establezca que los derechos y deberes contemplados en la Carta se interpretarán de conformidad con los tratados internacionales sobre derechos humanos ratificados por Colombia, es la reafirmación de que estos instrumentos son de superior jerarquía. No otro alcance puede tener una regla (instrumento) que es capaz de interpretar el sentido de la propia Constitución.
En conclusión, no existe la tal antinomia o contradicción entre las dos normas mencionadas, aducida por la Corte. Las prescripciones contenidas en los tratados sobre derechos humanos ratificados por Colombia tienen una jerarquía supraconstitucional. Por tanto, resulta violatorio de los principios del derecho internacional y de la Constitución incluir los tratados internacionales sobre derechos humanos en el llamado bloque de constitucionalidad.
Ahora, invocando al filósofo Kant y buscando la razón práctica que debe tener toda teoría para que se repute útil, el efecto práctico de la misma es que si hay normas supraconstitucionales, resulta procedente revisar judicialmente la constitucionalidad de los actos legislativos reformatorios de la Constitución, en cuanto en su expedición (formación) no se atengan a las normas superiores del derecho internacional a las que debían estar sujetos.
Obviamente, los tratados de derechos humanos serán superiores materialmente, siempre que contengan condiciones más favorables que las dispuestas en las normas constitucionales o legales, a fin de obedecer al principio de no regresión. No otra interpretación puede dársele, pues, aunque tiene un nivel jerárquico superior en el ordenamiento jurídico, hace parte del derecho interno, en el cual prevalecen las normas de derechos humanos estatuidas en tratados.
AUSENCIA DE MECANISMOS JURISDICCIONALES DE CONTROL A LAS DISPOSICIONES CONSTITUCIONALES QUE VIOLAN LOS DERECHOS HUMANOS RECONOCIDOS EN LOS TRATADOS INTERNACIONALES
En el caso de que en Colombia haya normas internas tanto infraconsti-tucionales como constitucionales que violen los tratados internacionales sobre derechos humanos aprobados por el país en el seno de la onu o de la oea, tales como el Pacto internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 y la Convención Americana, se carece de mecanismos jurisdiccionales preestablecidos para ordenar la anulación de las normas infractoras y, en consecuencia, el restablecimiento objetivo de los derechos subjetivos.
En la onu sólo existe la relatoría del Comité de Derechos Humanos, que a lo sumo formula diagnósticos y recomendaciones sin poder jurídico coercitivo.
Ejemplo de esto es el pronunciamiento del alto comisionado de la onu sobre el entonces proyecto de acto legislativo denominado Estatuto Antiterrorista, que hoy es el Acto Legislativo N° 02 de 2003, recomendaciones que en lo sustancial no fueron acogidas.
Y aunque las Naciones Unidas tienen un Tribunal Internacional de Justicia, esta corporación judicial no posee el poder de anular normas violatorias de derechos humanos.
Curiosamente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo tampoco tiene facultades de nulificar normatividades violatorias de derechos humanos.
En el sistema Interamericano de la oea, pese a tener un órgano jurisdiccional, como es la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ni la Carta de esa organización ni el reglamento de esa corporación judicial prevén que ella pueda pronunciarse con carácter jurisdiccional obligatorio y anulatorio acerca de si las normas internas de un país miembro violan o no los pactos sobre la materia.
La Corte Interamericana sólo falla con carácter jurisdiccional las demandas sobre violación de derechos humanos en personas determinadas e individualizadas, por lo cual se constituye en una jurisdicción simplemente resarcitoria y reparadora, mas no preventiva, con poder anulatorio de disposiciones prescriptivas.
En cuanto a la revisión de normas internas de los estados partes, la Corte interamericana lo único que puede emitir son opiniones consultivas, las cuales además del carácter de vinculantes, sólo los propios estados partes, la Comisión Interamericana o los demás órganos de la oea están legitimados para solicitarlas. Ello está dispuesto así en el artículo 64.2 de la Carta o Convención12.
Por otra parte, en lo que atañe a la Corte Penal Internacional, además de encontrarse aplazada por 7 años su entrada en vigor para Colombia, tampoco tiene competencia para revisar la legitimidad de las disposiciones constitucionales de los estados frente al sistema de derechos internacionalmente reconocidos. Su función es exclusivamente punitiva respecto a crímenes cometidos.
En síntesis, ninguno de los sistemas existentes universalmente tiene mecanismos jurisdiccionales de control y anulación de la normatividad interna de los estados cuando ella viole los derechos humanos contemplados en los pactos.
Lo anterior crea la necesidad de reformar el Reglamento de las Cortes Internacionales sobre derechos humanos, para establecer entre su competencia la de decidir sobre la nulidad de las normas internas de los estados que violen los derechos humanos estatuidos en los tratados, protocolos y convenios internacionales. La expresada competencia debe activarse a través de una acción judicial ante esos organismos, para la cual estén legitimados no sólo los órganos institucionales internacionales, sino también los órganos estatales internos de protección a los derechos en cada país (Ej. La Procuraduría y la Defensoría del Pueblo).
Así pues, la inexistencia de órganos jurisdiccionales de derecho internacional que tengan bajo su competencia la facultad revisora, y si se requiere anuladora, de normas internas de los estados que violen los tratados internacionales sobre derechos humanos, es un motivo más para que la Corte Constitucional examine la legitimidad de tales disposiciones, aunque ellas sean actos reformatorios o sustitutivos de la Constitución.
Si la inexistencia o ineficacia de medios judiciales para proteger los derechos fundamentales a nivel particular es justificativa de una tutela que ampare esos derechos, en tratándose de normas generales con rango constitucional o legal que violen los derechos humanos, sobre las cuales se carezca de mecanismos judiciales de Control para efecto de su protección, a fortiori se justifica que la Corte en defensa de los citados derechos anule las disposiciones que los vulneran.
La anotada posición tiene mayor fundamento si se tiene en cuenta que en un Estado de Derecho, y más en un Estado Social de Derecho, no debe haber actos que escapen al control judicial; todos deben ser justiciables. Especialmente si están en juego los derechos humanos. Es de recordar que los artículos 8 de la Convención Americana y 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos estatuyen la tutela judicial efectiva, y ésta no es sólo para la protección de derechos, cuando quiera que sean amenazados o violados por acciones contra determinadas personas, sino cuando una normatividad objetiva, general y abstracta amenace o infrinja derechos subjetivos de toda una colectividad.
3. Por último, existe otra razón para revisar y controlar la legitimidad de los actos reformatorios o sustitutivos de la Constitución que afecten derechos humanos. Cuando se trate de aquellos que no habiendo sido reconocidos expresamente en la Constitución o en los tratados, en los términos del artículo 94 de la Carta, sean inherentes a la persona humana.
No debe olvidarse que los derechos humanos no se reducen a los reconocidos expresamente en la Constitución, pues existen derechos pre y extraestatales. Muchos han sido positivizados, pero hay otros que no habiendo sido estatuidos, son inherentes a la persona humana. Es por ello que la propia Constitución en su artículo 94 dispone: «La enumeración de los derechos y garantías contenidos en la Constitución y en los convenios internacionales vigentes, no debe entenderse como negación de otros que, siendo inherentes a la persona humana, no figuren expresamente en ellos».
Es decir, se trata de derechos pre o extraestatales, esto es, que reconocidos o no por el Estado existen, porque son anteriores y/o exteriores al Estado, y su existencia no depende de que éste los positivice.
Ahora, ¿cuáles serían esos derechos naturales implícitos que constituyen valores superiores en nuestro sistema constitucional?
A manera de ejemplo pueden señalarse a continuación algunos de ellos, cuya inclusión podría estar sujeta a revisión. Entre los más ele-mentalísimos:
- El derecho a reír
- El derecho a llorar
- El derecho a sentarse (recordar las torturas a los prisioneros iraquíes)
- El derecho a ser escuchado
- El derecho a jugar
- El derecho a dormir
- El derecho a soñar con un paradigma
- El derecho a no ser comparado
- El derecho a ser egocentrista
- El derecho a ser consentido y mimado
- El derecho a buscar la felicidad
- El derecho a confiar
- El derecho a tener fe
- El derecho a fantasear
- El derecho a tener amigos
- El derecho a ser protegido
- El derecho a ser estimulado
- El derecho a no ser rotulado
- El derecho a tener sexo
- El derecho a la esperanza
- El derecho a no ser molestado
Igualmente existen otros social y políticamente más relevantes, como, por ejemplo:
• El derecho a la resistencia
Este derecho fue planteado por Santo Tomás de Aquino como la facultad del pueblo de oponerse, e inclusive de deponer a los gobernantes que no correspondieran en sus actos de gobierno con el bien común.
Los estados tipifican esa figura como delito y establecen una sanción penal. Así, por ejemplo, el artículo 467 del actual Código Penal colombiano (Decreto 599 de 2000) la describe como «[...] el empleo de las armas [... para] derrocar al Gobierno Nacional, o suprimir o modificar el régimen constitucional o legal vigente...»
En la práctica, en algunas ocasiones, esa conducta bien puede ser legitimada por el triunfo o la negociación. Así, por ejemplo, el constituyente de 1991 preceptuó en los artículos 12 y 13 transitorios de la Constitución que con el fin de reincorporar a la vida civil a los grupos guerrilleros, el gobierno podría crear circunscripciones especiales de paz para las elecciones del 27 de octubre del mismo año a las corporaciones públicas, o nombrarlos directamente por una sola vez en las cámaras legislativas. Igualmente, para dicho fin se le dio facultades al gobierno por tres (3) años para crear condiciones tendientes a su reincorporación y para mejorar las condiciones de vida en las zonas de conflicto.
De alguna manera, este tratamiento estatal a la resistencia armada supone, por un lado, su proscripción e ilegalidad, y por otro lado, la tácita legitimación, siempre que haya éxito de parte del rebelde.
Algunos estados avalan y autorizan expresamente el ejercicio del derecho de resistencia en la modalidad de defensa del régimen constitucional instituido. Es el caso de la Constitución alemana de 1949, que en el numeral 3 de su artículo 20 estatuyó que a falta de otro recurso —entiéndase legal—, «[...] todos los alemanes tienen el derecho de resistencia frente a cualquiera que trate de derribar el orden constitucional».
En esta situación es el propio Estado el que justifica la resistencia a favor de un régimen que tiene como legítimo.
Aunque la Constitución francesa de 1958 no hace alusión a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en la cual se encuentra consignado el derecho a la resistencia, el Consejo Constitucional francés, a través de la llamada figura del bloque de constitucionalidad, entiende que dentro de este último se encuentran los derechos proclamados por esa Declaración13.
Otra modalidad del ejercicio del derecho de resistencia se presenta cuando sencillamente se destaca una decisión estatal por considerarla injusta o ilegítima, y se asumen las consecuencias. Dos casos son ejemplarizantes: la resistencia del «Mahamma» Gandhi en la India colonial a pagar los impuestos al Imperio Británico y la resistencia civil de Henry David Thoreau, en el sur de Estados Unidos de Norteamérica a mediados del siglo XIX, a pagar los tributos para sostener la guerra de secesión de los esclavistas sureños a favor de la esclavitud y la guerra contra México, por considerarlas injustas14.
Igual el derecho a rehusar, en la modalidad, entre otras, del uso de las armas en el servicio militar y en la desobediencia a órdenes cuya ejecución implicaría la violación de derechos humanos.
• El derecho a la verdad
La verdad, por la que tiene razón de ser gran parte del pensamiento filosófico, no puede convertirse para la filosofía en un simple problema epistemológico. En el campo de la filosofía del derecho, la verdad debe ser la parte básica de la justicia, y en este sentido se convierte en un auténtico derecho.
La onu ha planteado la necesidad de que la verdad sea reconocida como derecho, y de que la justicia esté aparejada con la reparación y la verdad.
La reparación sin verdad es incompleta como estado de justicia. Por ello resultan inconcebibles unas reglas positivas en las cuales se estimula la reparación sin verdad. Ello no sólo es válido para el cierre del conflicto social a través del sometimiento, el armisticio o el pacto, sino también para los innumerables conflictos de particulares con el Estado. La reparación, por vía de condena en sentencia judicial bajo la óptica de la responsabilidad objetiva, y la reparación por conciliación, con la consecuente terminación del proceso, soslayan y desdeñan la verdad, y entronizan la impunidad, fuente cíclica de nuevos conflictos sociales e individuales.
• El derecho a la identidad
La Corte Constitucional en sentencia T -477 de 1995 tuteló los derechos de un niño de pocos meses de edad que accidentalmente resultó castrado, y que por recomendación de los médicos y con autorización de sus padres, sus genitales le fueron convertidos al sexo femenino.
• El derecho a morir dignamente
Morir, en cuanto resulta una obligación moral de dignidad por el dolor, la aflicción o el deber, puede constituir un derecho, pues, correlativamente, vivir no consiste en el simple hecho de existir y subsistir sino el de desarrollarse dignamente.
No obstante, en el Código Penal existen excepciones a la penalización de las diferentes formas de muerte inducida o provocada. Así lo contempló la Corte Constitucional en la sentencia C-239 de 20 de mayo de 1997 al decir: «[...] se admite que, en circunstancias extremas, el individuo pueda decidir si continúa o no viviendo, cuando las circunstancias que rodean su vida no las hacen deseables ni dignas de ser vivida v.gr., cuando los intensos sufrimientos físicos que la persona padece no tienen posibilidades reales de alivio, y sus condiciones de existencia son tan precarias, que lo pueden llevar a ver en la muerte una opción preferible a la sobrevivencia».
Más adelante agrega en la misma sentencia: «[...] si la manera en que los individuos ven la muerte refleja sus propias convicciones, ellos pueden ser forzados a continuar viviendo cuando no lo estiman deseable ni compatible con su propia dignidad, con el argumento inadmisible de que una mayoría lo juzga un imperativo religioso o moral»15.
• El derecho a la sepultura y al duelo
Sepultar el cadáver de los seres humanos no es sólo una necesidad biológica, higiénica y de salubridad pública; es también una necesidad cultural, en cuanto en su rito están implícitas valoraciones de la vida, de la postvida y de la religiosidad.
El está expresado como derecho natural justo en la célebre obra de Sófocles en la que Antígona reclama el derecho de sepultar a Polinices, su hermano muerto en combate, a quien el rey de Tebas (Creonte) le ha impuesto como castigo póstumo permanecer insepulto y exhibido para escarmiento de todos. Alega Antígona:
[...] y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que sólo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron. No iba yo a atraerme el castigo de los dioses por temor a lo que pudiera pensar alguien: ya veía, ya, mi muerte —¿cómo no?—, aunque tú no hubieses decretado nada, y, si muero antes de tiempo, yo digo que es ganancia: quien, como yo, entre tantos males vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte? Y así, no es, no desgracia, para mí, tener este destino; y en cambio, si el cadáver de un hijo de mi madre estuviera insepulto y yo lo aguantara, entonces, eso sí me sería doloroso: puede que a ti te parezca que obré como una loca, pero, poco más o menos, es a un loco a quien doy cuenta de mi locura16.
Hoy, 25 siglos después de aquella tragedia, continúa el drama de los insepultos, de sus familiares y amigos. Por ejemplo, en nuestro país, cientos de personas que son muertas en diferentes escenarios permanecen insepultas, bien porque conociéndose su identidad, sus familiares no sepan del lugar en el cual se encuentran, o porque son sepultados como n.n., o sencillamente no son sepultados.
• El derecho al no retroceso y progresividad social
El vivir humanamente no es simplemente existir; conlleva, por la propia dignidad, el desarrollo progresivo no regresivo, es decir, supone avance en las condiciones dignas de la calidad de vida no sometidas a regresión alguna. Consiste en avanzar en etapas preclusivas, creando en cada una de ellas un valor superior necesario de defender.
En la Constitución colombiana se encuentran vagas y fragmentarias referencias a este derecho natural. Así, en el artículo 2° se hace alusión a que uno de los fines del Estado es «[...] promover la prosperidad general...», y el artículo 53 del mismo estatuto superior categoriza como uno de los principios mínimos fundamentales «[...] la remuneración mínima vital y móvil...». (Ver sentencia T -426 de 1992 de la Corte Constitucional).
Los numerales 2 y 3 del artículo 214 ibídem señalan que en los estados de excepción no podrán suspenderse los derechos humanos, las libertades fundamentales, ni se interrumpirá el normal funcionamiento de las ramas del poder público ni de los órganos del Estado. Y el inciso final del artículo 215 ibídem preceptúa que el gobierno a través de los decretos de emergencia social, económica o ecológica, no podrá desmejorar los derechos sociales de los trabajadores.
Por su parte, la Constitución Política de la República Bolivariana de Venezuela es menos vaga respecto al anotado derecho al decir en su artículo 19 que el Estado garantizará a toda persona el goce y ejercicio de los derechos humanos conforme al «[...] principio de progresividad...»
Y por último:
• El derecho al sueño y a la utopía (El derecho a lo imposible)
La esperanza es la expectativa por lo mejor. Es el principio del cambio de lo nuevo. Es la antesala de la revolución.
Constituye, en los términos de Ernst Bloch, un estadio que arranca de lo preconsciente a lo consciente17.
La esperanza es la anticipación a prori del futuro. Es un valor que satisface la necesidad humana de encontrar el camino de la felicidad.
Es la opción de lo posible y lo realizable aun en ausencia de condiciones objetivas que lo sugieran. Es el sueño, como punto de partida y de llegada del materialismo histórico.
Ese sueño, esa esperanza, esa posibilidad, en tanto sea concebida como derecho, debe ser protegida y amparada, al punto de ser respetada. Por ello, una de sus manifestaciones que es el derecho a la expectativa legítima, debe repararse cuando quiera que se vea frustrada o lesionada.
Colofón: En síntesis, independientemente de que el cambio constitucional sea por el constituyente originario o el constituyente derivado deben tenerse como límites el conjunto de derechos humanos reconocidos por el derecho internacional, y los derechos naturales inherentes a la dignidad humana, por constituir el estándar mínimo de convivencia, de garantía, de existencia y de dignidad alcanzados por la civilización universal en la etapa actual del desarrollo histórico.
En el caso del constituyente derivado, éste tiene además la obligación de respetar el paradigma político que determinado colectivo social nacional ha fijado a través de los principios caracterizadores del diseño o modelo de Estado específico.
Cuando el reformador constitucional trasgrede de manera parcial o total los límites de estos valores superiores se extralimita en sus atribuciones competenciales, lo que amerita y obliga a quien ejerce el control constitucional a que inevitablemente deba controlar sustantiva y materialmente la reforma en cuestión.
En estas circunstancias, ahí se borra la línea divisoria de lo procedimental y lo material. Siendo, por tanto, improcedente exigirle, como lo hace la Corte Constitucional en la sentencia C-1200 de 9 de diciembre de 2003, a quien demanda un acto reformatorio de la Constitución, la carga argumental de probar con la presentación de la demanda que el cambio constitucional del constituyente derivado es sustitutivo, y no simplemente reformador, de la Constitución.
En cuanto al constituyente originario, si bien debe entenderse que su poder es mayor y superior del que tiene el constituyente derivado, tampoco puede ser ilimitado y absoluto, de modo que pueda sustituir principios o valores de la civilización universal o del derecho natural.
Notas
*Profesor de Derecho Constitucional y magistrado del Tribunal Contencioso Administrativo del Atlántico.
1 El federalista. Constitución de los Estados Unidos, México, Fondo de Cultura Económica, tercera reimpresión (1982) de la primera edición en español (1943).
2 URIBE VARGAS, Diego (comp.), Las constituciones de Colombia, tomo II, Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1977, p. 954.
3 Las constituciones de siete países europeos». Editado por el Congreso colombiano en Anales del Congreso del 19 de febrero de 1991, Bogotá, Imprenta Nacional, p. 47.
4 Cincuenta años de jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal Alemán. Ediciones Jurídicas Gustavo Ibáñez, 2003, p. 437-438.
5Las constituciones de siete países europeos, obra citada, p. 38.
6 Legislación constitucional básica, 2a ed., Madrid, Lex Nova, 2000, p.48.
7 Gaceta de la Corte Constitucional, tomo 8, agosto de 1997, p. 422.
8 Gaceta de la Corte Constitucional, tomo 9, octubre de 1998, p. 140.
9 Publicada en la revista Jurisprudencia y Doctrina N° 388, Legis, abril de 2004.
10 Columna en el periódico El Heraldo, 5 de julio de 2004.
11 Tomado de la cita de Rodrigo Uprimy en el ensayo «El bloque de constitucionalidad en Colombia. Un análisis jurisprudencial y un ensayo de sistematización doctrinal», publicado en Compilación de Jurisprudencia y doctrina nacional e internacional, vol. I, Bogotá, Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, junio de 2001, p. 125.
12 Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano de 1996. Editado por Fundación Konrad Adenauer, 1996, p. 361 y 374-375.
13 UPRIMY, Rodrigo, «El bloque de constitucionalidad en Colombia. UN análisis jurisprudencial y un ensayo de sistematización doctrinal», volumen I de la Compilación de jurisprudencia y doctrina nacional e internacional, ob. cit., p. 107 y 104.
14 THOREAU, Henry David, Del Deber de la desobediencia civil: «Me es imposible reconocer como gobierno, siquiera un instante, a esa organización política que lo es también del esclavo. Todos los hombres reconocen el derecho a la revolución, es decir, el privilegio de rehusar adhesión al gobierno y de resistirle' cuando su tiranía o su capacidad son visibles e intolerables» (p. 25). «En otras palabras, cuando la sexta parte de la población de un país que se ha irrogado el título de país de la libertad la componen los esclavos, y toda una nación es injustamente arrollada (México) y conquistada por un ejercito extranjero y sometida a la ley marcial, creo que no es demandado temprano para que los hombres honrados se rebelen y hagan la revolución. Y lo que hace este deber tanto más urgente es el hecho de que el país así arrollado no es el nuestro, y si lo es, en cambio, el ejército invasor» (p. 26), Bogotá, Editora Cuadernillos para el Tercer Milenio, reimpresión, 15 de febrero de 1996.
15 Compilación de jurisprudencia y doctrina nacional e internacional, ob. cit., p. 314 a 317.
16 Edipo Rey, Antígona. Editorial Nuevo Estilo, p. 81.
17 El hombre del realismo utópico». Conferencia pronunciada en el Instituto Alemán de Bruselas en marzo de 1965 y publicada en la compilación de ensayos A favor de Bloch, Madrid, Taurus, 1979, p. 121 a 142.
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