ISSN electrónico 2145-9355 |
ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN
La consulta previa en la solución de conflictos socio-ambientales*
The right to prior consultation in the solution of social and environmental conflicts
Yulieth Teresa Hillón Vega**
Universidad de EAFIT, Medellín (Colombia)
Correspondencia: Universidad EAFIT, Escuela de Derecho, Cra. 49 N° 7 sur-50, Bloque 27, Medellín (Colombia).
Resumen
Este artículo examina algunas de las dificultades y desafíos que está enfrentando el derecho a la consulta previa como herramienta de protección de los derechos de los pueblos indígenas y tribales en Colombia, en particular, frente a conflictos socio-ambientales. Partiendo de un análisis teórico (modelos de gobernanza), el texto explora dos perspectivas de análisis: por una parte, presenta la difícil construcción jurídica de esta figura en el ámbito nacional. Por otra, se centra en ciertas consecuencias adversas que se derivan de su definición actual.
Palabras clave: Consulta previa, conflictos socio-ambientales, participación, espacios subalternos, Colombia.
Abstract
This article examines some of the difficulties and challenges that the right to prior consultation has faced as an instrument for the protection of indigenous and tribal peoples rights. In particular, the article focuses on social and environmental conflicts in Colombia. Using a theoretical analysis (governance regimes), the text explores two analytical perspectives: On one hand, it addresses the difficult legal construction of this institution at national level. On the other hand, it examines certain unintended consequences its current definition causes on the ground.
Keywords: Right to prior consultation, social and environmental conflicts, participation, subaltern spaces, Colombia.
1. INTRODUCCIóN
El desarrollo que ha tenido la consulta previa (CP) en el ámbito internacional y en la jurisprudencia constitucional colombiana ha permitido que esta se convierta en una de las principales herramientas que tienen los pueblos indígenas y tribales del país para proteger su identidad e integridad étnica, cultural, social y económica y sus derechos a la participación, la autodeterminación y al territorio, en especial, frente a proyectos de exploración y explotación de recursos naturales. Sin embargo, este mecanismo de protección enfrenta múltiples desafíos.
Las limitaciones que su misma construcción jurídica y teórica suscita (un instrumento de diálogo interétnico que se erige entre luchas desiguales de poder) genera preguntas sobre su alcance, su eficacia o los discursos y problemas que esta genera dentro y entre los actores implicados.
Desde una perspectiva, analítica utilizando fuentes teóricas, legales y jurisprudenciales, en este documento nos adentraremos en esta problemática alrededor de tres ejes.
Primero, presentaremos someramente el campo de disputa desigual en que se encuentra inmersa la CP en Colombia: por una parte, el giro neoliberal expresado en las directrices económicas que rigen actualmente el país; por otra, el giro multicultural que ha puesto en primer plano los derechos de los grupos étnicos, en particular, la CP.
Segundo, como expresión de esas luchas entre diferentes proyectos de desarrollo y participación, analizaremos la difícil construcción normativa de la CP en el campo jurídico colombiano.
En tercer lugar, miraremos algunos de los efectos adversos que la concepción actual de la CP está generando, primordialmente, en su enfrentamiento con las políticas de desarrollo imperantes, en su abordaje a partir de lo étnico (excluyendo otros grupos subalternos) y en los discursos sobre los sujetos legitimados para salvaguardar otros bienes jurídicos de carácter general (específicamente, el medio ambiente).
2. LA CONSULTA PREVIA: ENTRE PROYECTOS POLíTICOS CONTRAPUESTOS
El surgimiento de la CP en Colombia está marcado por la confluencia de dos proyectos políticos disímiles que la dotan de significado de acuerdo con sus propias definiciones de desarrollo, participación o bien común. En un lado encontramos el proyecto neoliberal, ya evidente en la Constitución de 1991 (Lemaitre, 2009), cuyo origen son las reformas de ajuste estructural impuestas por organismos multilaterales a finales del siglo XX.1 En el otro, el giro multicultural que tuvo lugar en esos mismos años y que influenció varias reformas constitucionales en América Latina -entre ellas la colombiana- permitiendo la incorporación de derechos de los pueblos y comunidades indígenas y tribales (Bonilla, 2006; Courtis, 2009; Yrigoyen, 2011).
En el primer sentido, y siguiendo el modelo económico global predominante -el cual tiene como uno de sus principales pilares el aprovechamiento de las "ventajas comparativas" que un país o región poseen con el fin de posicionarse en el comercio exterior y así generar desarrollo económico-, Colombia, entre otros aspectos, está apostándole a una economía energética, minera y agrícola a gran escala y a la construcción de una infraestructura adecuada que le permita comercializar con y competir en los mercados internacionales. Para vislumbrar los alcances de esta apuesta, centrémonos en algunos datos del sector minero-energético.
Entre 2003 y 2009, el 51% de las exportaciones colombianas fueron tradicionales, es decir, petróleo y sus derivados (29,1%), carbón (12,8%), café (5,6%) o ferroníquel (3,4%) (Proexport, 2011). En el trascurso de esos años, todas ellas aumentaron más de cuatro veces su valor, y en 2011 significaban el 69,86% del total de las exportaciones del país (Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas -DANE, 2012).
Por su parte, desde el 2002, el crecimiento de sectores como piedras preciosas, oro o energía eléctrica se ha destacado en las exportaciones no tradicionales. En 2011, estas crecieron un 18,7% (DANE, 2012).
Las cifras de los títulos mineros y la inversión extranjera también muestran la creciente importancia del sector. El número de títulos mineros otorgados entre 2000 y 2010 aumentó en un 1089,5%, abarcando un área total de 5.856.878 hectáreas (5,13% del territorio terrestre del país). Mientras tanto, los títulos mineros solicitados en ese mismo período cubrieron un área de 67.482.895 hectáreas, el 59% del territorio continental colombiano (Contraloría General de la Nación - CGN, 2011; Rudas, 2010). Así mismo, más de la mitad de la inversión extranjera hacia Colombia en el nuevo milenio se ha destinado a minería e hidrocarburos. Esos incrementos han sido más marcados a partir del año 2003, debido, en parte, a un régimen de inversión extranjera muy favorable para las compañías interesadas.2
Esas estadísticas responden a la futura Colombia que las autoridades gubernamentales desean construir.3 Por ejemplo, la agenda Visión Colombia II Centenario: 2019 busca posicionar al país como un clúster regional en el sector minero-energético (DNP, 2005); o el Plan Nacional de Desarrollo 2010-2014 considera como una de las locomotoras de desarrollo la minero-energética. Ella se lleva el 41% del total de la inversión en crecimiento sostenible y competitividad y tiene como bases la promoción de la inversión nacional y extranjera, la consolidación de conglomerados empresariales prestadores de bienes y servicios de alto valor agregado alrededor de los recursos minero-energéticos y el diseño e implementación de políticas públicas que permitan enfrentar los retos del auge de los recursos naturales (DNP, 2011; González Posso, 2011).
Sin embargo, como hemos mencionado, Colombia también ha vivido la irrupción del proyecto constitucional-multicultural que tomó auge en América Latina y el Caribe en la década de los noventa del siglo pasado. Este ha permitido el reconocimiento constitucional de los derechos de grupos étnicamente diferenciados, la expansión y empoderamiento de la justicia constitucional o la ratificación y concesión de estatus legal privilegiado a los tratados internacionales de derechos humanos, entre ellos, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) - que incluye la CP en su artículo 6 (Courtis, 2009).
Dentro de este marco, la CP hace su aparición en el derecho colombiano a través de dos vías. El año 1991 es clave. Por un lado, el Convenio 169 de la OIT fue ratificado por Colombia e incorporado al derecho interno a través de la Ley 21 de 1991. Por otro, se aprobó una nueva Constitución Política que estableció los ya mencionados lineamientos regionales del proyecto constitucional-multicultural: a) en materia de CP, el derecho de los pueblos indígenas a ser consultados sobre los proyectos de explotación de recursos naturales que se prevean adelantar en sus territorios (Art. 330, parágrafo); b) la justicia constitucional, como protectora de derechos, en cabeza de la Corte Constitucional (Arts. 239, ss.); y c) el bloque de constitucionalidad (Arts. 93 y 94), es decir, la incorporación de ciertas normas de orden internacional a la Constitución colombiana, en nuestro caso en cuestión, el Convenio 169 de la OIT. Poco tiempo después, el Congreso de la República expediría la Ley 70 de 1993 y la Ley 99 de 1993 (Art. 76), que extenderían el alcance de la CP a proyectos de explotación de recursos naturales en territorios de comunidades negras tradicionales.
Ahora, ¿cómo se conectan estos dos proyectos en nuestro tema de análisis? Debido a que un buen número de emprendimientos económicos y de infraestructura deben realizarse en espacios rurales o de frontera, reservas forestales o bosques naturales, varios de ellos habitados por poblaciones indígenas, afrocolombianas y campesinas4, los grupos étnicos han utilizado los derechos de los que son titulares, entre ellos, la CP, para enfrentarse a esos otros intereses que representan las políticas de desarrollo imperantes. Esto ha convertido a la CP (es decir, su definición, alcance y puesta en marcha) en un campo de pugna en el que se encuentran el proyecto neoliberal y multicultural (Rodríguez, 2012) y cuyos resultados muestran luchas de poder y dinámicas conflictivas. Lo anterior es evidente, como veremos en el siguiente acápite, en el proceso de construcción de esta institución en el campo jurídico (Bourdieu, 1987).
3. LA CONFLICTIVA CONSTRUCCIóN JURíDICA DE LA CONSULTA PREVIA EN COLOMBIA
La conflictividad de la CP en Colombia se advierte en su propia implementación jurídica.5 En su desarrollo normativo son perceptibles las tensiones y virajes, producto de concepciones diferentes de participación y desarrollo, que han ocurrido al interior y entre las diversas instituciones y actores encargados de regularla, implementarla y aplicarla. Por tanto, para entender los intereses que están en juego y las potencialidades y límites de este instrumento, hay que tener en cuenta esas luchas de poder que se encuentran detrás de las normas que la regulan. Una historia somera de algunas de ellas muestra las batallas, los actores y las herramientas utilizadas que han permitido los avances normativos emancipatorios de la CP, pero también sus limitaciones jurídicas. Veamos.
Pese a su ingreso en el andamiaje normativo colombiano a través del Convenio 169 y la Constitución de 1991, la apropiación de la CP por sus destinatarios y las entidades estatales encargadas de velar por su efectividad fue lenta durante los primeros años de la última década del siglo pasado. Incluso, la justicia constitucional, a pesar de construir discursivamente la protección de lo étnico en el marco constitucional y ver claramente diferentes modelos que colisionan en torno a su entendimiento del territorio y los recursos naturales6, hizo poco uso de ella7. De esta forma, en la mayoría de los casos resueltos por la Corte Constitucional sobre el tema durante este período -como la construcción de la Troncal del Café en el resguardo embera de Cristianía (Sentencia T-428 de 1992) o la explotación de madera en el resguardo embera de Chajeradó (Sentencia T-380 de 1993)-, la falta de CP no estuvo dentro de los argumentos centrales presentados por las comunidades indígenas para oponerse a la realización de estos proyectos, ni dentro de las consideraciones del Alto Tribunal para decidir sobre esos conflictos.8
Este panorama empezó a cambiar entre 1995 y 1998. En esa época se inició su implementación como instrumento jurídico formal de obligatorio cumplimiento, siendo en este proceso fundamental las tensiones entre los diferentes agentes implicados (incluidas las generadas al interior de las instituciones que conformaban el Gobierno nacional) sobre su definición o la forma de llevarla a la práctica. Las respuestas dadas a cuestiones como el alcance y significado de la CP, los casos en que esta podía aplicarse o la articulación entre los intereses nacionales y los intereses especiales de los grupos étnicos, entre otras, permiten diferenciar varios bloques de actores que, con algunos cambios de integrantes, aún son perceptibles.
Por un lado, los Ministerios de Minas y Energía y de Medio Ambiente9, el Consejo de Estado y las empresas mineras y de hidrocarburos, veían la CP como un trámite dentro de la expedición de licencias y permisos de explotación de recursos naturales. Es decir, un problema sectorial que no comprendía temas como la autonomía de los grupos étnicos, el derecho al territorio o el medio ambiente. Por otro, la Dirección General de Asuntos Indígenas del Ministerio del Interior (DGAI)10 y las oficinas delegadas para asuntos étnicos de la Defensoría del Pueblo y de la Procuraduría General de la Nación, la divisaban como un instrumento de participación de los pueblos indígenas y tribales.
En medio, las comunidades indígenas, las cuales no tomaron una posición homogénea al respecto, sino dependiente del debate y las coyunturas específicas que se presentaran en cada caso. Algunos pueblos reclamaban su realización y aceptaban participar en los procesos de consulta. Otros rechazaban este mecanismo por considerar que no representaba una garantía para sus derechos, toda vez que los proyectos objeto del mismo podían llegar a implementarse aún en contra de su voluntad. Para estos últimos, la CP era una instancia para legitimar decisiones tomadas en otras sedes, sin ofrecer a las comunidades involucradas un poder de decisión similar al que ostentaban las agencias encargadas de diseñar y ejecutar los proyectos que las afectaban (Lopera, 2010). Algunos de ellos (la Organización Nacional Indígena de Colombia -ONIC- o el pueblo U'wa), en lugar de la CP, reclamaban la creación de instancias de concertación con las autoridades indígenas como el mecanismo de participación eficaz para la protección de sus derechos.
La presión de todos esos actores sociales con intereses contrapuestos hizo aparecer dos decretos con una diferencia de tiempo relativamente corta (ambos expedidos incluso por el gobierno de Ernesto Samper Pizano), pero con concepciones distintas sobre la participación reconocida a los pueblos indígenas y afrodescendientes: los Decretos 1397 de 1996 y 1320 de 1998. El primero de ellos, siguiendo las demandas de algunos grupos indígenas, buscó implementar instancias de concertación amplias y con carácter decisivo, dando lugar a la creación de la Comisión Nacional de Territorios Indígenas y la Mesa Permanente de Concertación con los Pueblos y Organizaciones Indígenas.11
Mientras tanto, el segundo reglamentó restrictivamente las CPs con comunidades indígenas y negras para la explotación de recursos naturales en sus territorios, dada su génesis netamente gubernamental y bajo la presión de las empresas petroleras y mineras.12 Debido a lo anterior, dicha norma ha sido objeto de diversos cuestionamientos (tanto por su procedimiento de elaboración como por su contenido) por entidades como la Comisión de Expertos en la Aplicación de Convenios y Recomendaciones de la OIT (OIT, 1999), que sugiere su modificación para adaptarla al Convenio 169, o la Corte Constitucional, que ordena inaplicarla por inconstitucional.13 Por su parte, mostrando la pugna de poderes en lo jurisprudencial, el Consejo de Estado la ha encontrado acorde con el ordenamiento colombiano (Consejo de Estado, 1999).
Ante el jaque reglamentario nombrado, el vacío legal en el tema -el Congreso no ha expedido una ley que reglamente el procedimiento de la CP14- y el viraje notablemente restrictivo que tomó la DGAI en 1998 debido a su reestructuración (Jimeno Santoyo, 2002), un nuevo actor cobró importancia al final de este período, erigiéndose desde ese momento como la institución estatal más activa en la resolución de los problemas jurídicos alrededor de la autonomía de los grupos étnicos: la Corte Constitucional. Sus sentencias son herramientas útiles para, por un lado, comprender y fortalecer los derechos y responsabilidades que conlleva el derecho a la CP de los grupos étnicos15 y, por otro, ver la difícil construcción normativa de la figura, los diferentes intereses que se encuentran en juego y la pugna entre los mismos. Echemos una rápida mirada a los hitos más importantes de esa evolución jurisprudencial que evidencian esos avances y tensiones.
En 1997, en el caso de la licencia ambiental concedida a Occidental de Colombia para realizar trabajos de exploración petrolífera en territorio U'wa (Sentencia SU-039 de 1997), la Corte declaró que la CP era un derecho fundamental mediante el cual se practicaba la democracia participativa y se preservaba la riqueza cultural de la nación.16 De esta forma, debido al gran impacto que la exploración y explotación de recursos naturales en tierras indígenas y negras puede tener para la integridad de las comunidades que las habitan, el Alto Tribunal instituyó la CP como una garantía fundamental que protege la supervivencia de los grupos étnicos.17
Así mismo, en esta sentencia, la Corte indicó una serie de criterios a cumplir por estos procesos consultivos para que no se convirtieran en herramientas meramente informativas y garantizaran el control por parte de las comunidades de lo que sucede en sus territorios. Por tanto, en su desarrollo, los grupos étnicos deben tener total conocimiento de los proyectos y los posibles menoscabos que estos pueden causar, contar con la posibilidad de valorar sin interferencias sus ventajas y desventajas y ser oídos sobre su viabilidad18. Sin embargo, estos estándares mantienen una relación desigual de poder entre las comunidades y el gobierno, ya que si no se llega a una solución concertada, este último tomará la decisión final con los correctivos pertinentes para mitigar o corregir los efectos que la misma pueda causar. Dicho de otro modo, la CP se concibe no como un espacio de decisión sino de negociación de impactos.
En sus providencias subsiguientes, la Corte Constitucional, aunque continuó consolidando esta posición hasta cierto punto garantista, entendió la CP como requisito indispensable únicamente para los casos de exploración y explotación de recursos naturales. Por ello, por ejemplo, en la sentencia C-169/01 -en la que revisó la constitucionalidad de un proyecto de ley que reglamentaba la circunscripción especial para grupos étnicos, minorías políticas y colombianos residentes en el extranjero en la Cámara de Representantes-, el Alto Tribunal consideró que, al tratarse de una medida legislativa, la CP no era obligatoria. Su argumento estuvo basado en una interpretación restrictiva del bloque de constitucionalidad y en el respeto a la libertad de configuración que tiene el legislador.19
Hubo que esperar hasta la sentencia SU-383 de 2013 (sobre aspersión aérea de herbicidas en la Amazonía colombiana), para que la Corte, en aplicación del artículo 6 del Convenio 169 de la OIT, considerara que la CP debía realizarse también en la adopción de medidas legislativas y administrativas que tuvieran efectos directos en la vida de los grupos indígenas y afrodescendientes, independientemente de que estas tuvieran que ver con la exploración y explotación de recursos naturales en sus territorios o la delimitación de estos últimos. La aplicación de este parámetro se vería con mayor claridad en sus posteriores fallos, por ejemplo, las sentencias C-030 de 2008, C-461 de 2008; C-175 de 2009 o C-366 de 2011.
A pesar de este avance, el Alto Tribunal ha continuado manteniendo para este tipo de CPs las mismas limitaciones que ya habíamos esbozado en el caso de las que se realizan en torno a la exploración y explotación de recursos naturales. Por un lado, la CP sigue siendo pensada como un espacio en el que el Gobierno continúa teniendo la última palabra. Por otro, la Corte considera que este mecanismo solo debe ponerse en marcha frente a aquellas disposiciones que afecten directamente a estos grupos. La evaluación de esa afectación se realiza en cada caso concreto dependiendo de "qué tanto incide la medida en la conformación de la identidad diferenciada del pueblo étnico" (Sentencia C-366 de 2011)20, por lo que puede caerse en una visión esencialista de la etnicidad -como la que se percibe en la vinculación natural entre identidad étnica, tierra y modelos alternativos de desarrollo-. En palabras de la Corporación:
(...) materias como el territorio, el aprovechamiento de la tierra rural y forestal o la explotación de recursos naturales en las zonas en que se asientan las comunidades diferenciadas, son asuntos que deben ser objeto de CP. Ello en el entendido que la definición de la identidad de las comunidades diferenciadas está estrechamente vinculada con la relación que estas tienen con la tierra y la manera particular como la conciben (...)
Así (...) para acreditar la exigencia de la CP, debe determinarse si la materia de la medida legislativa tiene un vínculo necesario con la definición del ethos de las comunidades indígenas y afrodescendientes. En otras palabras, el deber gubernamental consiste en identificar si los proyectos de legislación que pondrá a consideración del Congreso contienen aspectos que inciden directamente en la definición de la identidad de las citadas indígenas y, por ende, su previa discusión se inscribe dentro del mandato de protección de la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana (Sentencia C-366 de 2011).
Los últimos lineamientos jurisprudenciales fundamentales sobre el derecho de los pueblos indígenas y las comunidades negras a ser consultados inician con la sentencia T-769 de 2009, en la que se analizó el proyecto Mande Norte -un contrato de concesión minera otorgado a la Muriel Mining Corporation para la exploración y explotación de una mina en territorios indígena y negro en los departamentos de Chocó y Antioquia-. En esa providencia, la Corte Constitucional consideró que en proyectos de gran escala con alto impacto en territorios indígenas (así como en planes de desarrollo) no basta la realización de una CP, sino que se requiere la búsqueda del CLPI de estos grupos. Para ello, tomó elementos del derecho internacional, tales como la Sentencia Saramaka vs. Surinam de la CorteIDH21 y las recomendaciones del Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de derechos humanos y libertades fundamentales de los pueblos indígenas.
A partir de allí, la Corte Constitucional ha desarrollado en varias ocasiones ese precedente. Por ejemplo, en la sentencia T-129 de 2011 -en la que revisó el caso de las comunidades indígenas de los resguardos Chidima-Toló y Pescadito (Chocó) que se veían afectadas por varios proyectos de gran envergadura en sus territorios-, ordenó la CP con miras a obtener el CLPI desde "antes no sólo de comenzar la exploración de los recursos naturales, sino antes de llevar a cabo las actividades de prospección". Los mismos lineamientos fueron seguidos en la sentencia T-601 de 2011, en la que la Corte se pronunció sobre la conformación de Juntas de Acción Comunal dentro del Resguardo de San Lorenzo (Caldas). En esta ocasión, decidió ordenar la CP con el seguimiento de nueve pautas especiales, entre ellas, la obligatoriedad en la búsqueda del CLPI.
Sin embargo, también se observa un giro restrictivo en sus pronunciamientos, sobre todo alrededor de la CP en materias legislativas y administrativas. En casos trascendentales la Corte ha declarado la exequibilidad de normas no consultadas con las comunidades aduciendo, especialmente, que estas no afectaban directamente a las minorías étnicas y, por tanto, no necesitaban este proceso. Esta fue su línea argumentativa en las sentencias que resolvieron las demandas de inconstitucionalidad contra el Acto Legislativo 05 de 2011, "por el cual se constituye el sistema general de regalías, se modifican los artículos 360 y 361 de la Constitución Política y se dictan otras disposiciones sobre el régimen de regalías y compensaciones" (C-317 de 2012), o contra la Ley 1438 de 2011, "por medio de la cual se reforma el sistema de Seguridad Social en Salud y se dictan otras disposiciones" (C-641 de 2012).
Así mismo, existen importantes cuestionamientos en la aplicación de la "CP con miras al consentimiento". La Corte tomó la forma ambigua en que ha sido declarada y ordenada en los ámbitos legales y jurisprudenciales internacionales, dejando dudas sobre las diferencias entre la CP y el CLPI, los casos en que debe aplicarse este último o el alcance que puede llegar a tener en términos de concertación o veto. Por otra parte, la consagración internacional de este (Declaración de Naciones Unidas sobre derechos de los pueblos indígenas) genera preguntas al Alto Tribunal sobre el carácter vinculante que tiene para los Estados y sobre su posible aplicación frente a pueblos tribales, incluidas las comunidades negras. Este último interrogante está presente en las sentencias T-745 de 2010 y T-1045a de 2010 sobre comunidades afrodescendientes y proyectos de desarrollo o mineros, las cuales, a pesar de contener este lineamiento en su parte motiva (en particular la segunda), no ordenan esta medida para las comunidades afrocolombianas.
Como podemos constatar en este recorrido, dado el vacío legal, la evolución jurisprudencial permite visibilizar los pilares sobre los que se ha venido construyendo la CP y el CLPI: el reconocimiento de la CP como derecho fundamental, la implementación de pautas y principios para su realización, la ampliación de su ámbito de aplicación a medidas administrativas y legislativas, el uso de la normatividad o jurisprudencia internacional en el tema por parte de los actores implicados, o el requerimiento del CLPI frente a mega proyectos o planes de desarrollo de gran impacto que afecten la subsistencia de las "comunidades diferenciadas".
Pero, a su vez, nuevamente permite ver las limitaciones presentes en la construcción de esas figuras y las luchas de poder que se tejen alrededor de las mismas tanto al interior de la Corte Constitucional como con otros agentes sentados en el campo jurídico. El Alto Tribunal parece estar dividido entre el proyecto neoliberal y multicultural. Aunque hace grandes avances en el reconocimiento de la CP, deja en manos del Estado la decisión de llevar a cabo o no un proyecto o reduce las situaciones en las que esta debe ponerse en marcha. En cuanto al CLPI, la Corte aún da pasos tímidos al respecto, posiblemente por los intereses políticos, jurídicos, económicos y sociales que tocaría una decisión más contundente.
De otro lado, en el seno judicial, además de las diferencias con el Consejo de Estado, los casos que siguen llegando a la Corte Constitucional continúan mostrando esa pugna en la definición y los alcances de la CP.22 En ellos, por ejemplo, los jueces de primera y segunda instancia niegan recurrentemente la protección de este derecho a las comunidades étnicas, muchas veces desconociendo los pronunciamientos del Alto Tribunal. Sus argumentos giran en torno a la prevalencia del interés general sobre el particular o a un entendimiento restringido de la acción de tutela para proteger este derecho fundamental, los casos en que la consulta debe llevarse a cabo, el momento en que debe realizarse o la definición de territorio protegido (solo aquel que esté titulado). Por su parte, las instancias gubernamentales, como el Ministerio del Interior o el del Medio Ambiente, defienden la no realización de la CP argumentando la no afectación directa de los grupos diferenciados por las medidas que se piensan realizar o la inexistencia de los mismos en el territorio de influencia de los proyectos al no hallarse estos titulados.
Igualmente, estas luchas explican las reacciones de las autoridades gubernamentales a los pronunciamientos de la Corte. Un ejemplo permite entrever estas tensiones. Días después de publicarse la sentencia T-769 de 2009, el Gobierno nacional expidió una directiva presidencial dando instrucciones para garantizar el derecho fundamental a la CP (Presidencia de la República, 2010). En ella, nombra los casos en los que se requiere y no se requiere realizar este proceso: solo deberá realizarse en los eventos en que la legislación lo disponga expresamente. Así mismo, la directiva presidencial es categórica al afirmar que, si bien la consulta es obligatoria, los Grupos étnicos Nacionales (GEN) no pueden vetar el desarrollo de los proyectos.
Ahora, además de las difíciles pugnas que se viven en el campo jurídico colombiano por definir el significado y alcance de la CP, existen otros elementos en la actual configuración de esta figura que vuelven a poner en la palestra los cimientos del modelo de gobernanza sobre el que se está construyendo. Miremos algunos de ellos en el tema socio-ambiental.
4. LA CONSULTA PREVIA Y LOS CONFLICTOS SOCIO-AMBIENTALES: ¿MECANISMO CONCEPTUALMENTE PROBLEMÁTICO?
La definición actual de la CP (e incluso del CLPI) contiene grandes limitaciones conceptuales como espacio de gestión y contención de conflictos socioambientales que dejan en entredicho su capacidad de convertirse en una herramienta de diálogo entre diferentes en campos desiguales de poder. Centremos nuestro análisis en tres elementos que cobran gran relevancia frente a conflictos socioambientales: el enfrentamiento de estos instrumentos con las directrices de desarrollo predominantes en el ámbito global y local y las consecuencias que este genera, su construcción a partir de lo étnico y los discursos sobre los sujetos legitimados para proteger ciertos bienes jurídicos de carácter general.
En cuanto al primer punto, existen varias dinámicas problemáticas. En primer lugar, la CP o el CLPI en el tema de la exploración y explotación de recursos naturales son instrumentos diseñados para pronunciarse en casos concretos, no para enfrentarse a un esquema de desarrollo determinado. Al ser una lucha de comunidades específicas en un territorio delimitado, se evade la pregunta sobre el orden socioeconómico imperante o la fragmentación de la ciudadanía que el mismo apareja. Es más, las comunidades solo tienen derecho a decir no a un proyecto en muy contadas ocasiones. Por tanto, si bien los grupos afectados pueden ser conscientes del gran escenario que hay detrás de cada proyecto que los afecta, cuentan con herramientas endebles para generar un cambio político y social real.
En segundo lugar, la CP, como espacio de negociación de impactos generados por un proyecto a una comunidad, no evita la ruptura de modos de vida tradicionales y estructuras de liderazgo comunitario. Por una parte, los proyectos terminan teniendo impactos en la relación que todos los grupos tienen con su entorno; por otra, las comunidades no necesariamente asumen una posición homogénea respecto a los efectos que estos generan en sus formas de vida. Esas discusiones a menudo enfrentan a integrantes de las comunidades que conservan modos de conocimiento tradicional con quienes asumen una postura más pragmática y se alinean con propuestas de desarrollo hegemónico. Un ejemplo de esto último se evidencia en las sentencias de la Corte Constitucional T-652 de 1998 y T-769 de 2009. En ambas es posible ver las fracturas que la implementación de este procedimiento ha traído dentro del tejido comunitario de las colectividades afectadas.
En tercer lugar, la puesta en marcha de la CP no impide la presencia de diferentes actores armados, con intereses específicos, que atacan a las comunidades étnicas realizando masacres y operaciones de limpieza social. Todo lo contrario; si los megaproyectos han elevado el valor estratégico de ciertas tierras recrudeciendo la disputa territorial entre los agentes armados, el hecho de que solamente los grupos étnicos deban ser consultados (y en algunos casos llegue a ser necesario su consentimiento), o se mire la CP como el último "obstáculo" para el desarrollo, puede generar que sean más perseguidos y acosados. La desaparición y posterior asesinato de Kimy Pernía Domicó o Lucindó Domicó, líderes del pueblo Embera Chamí del Alto Sinú que se oponían al proyecto Urrá I, presuntamente a manos de los paramilitares (CCJ, 2008), es solo un ejemplo de la desprotección que sufren las comunidades étnicas en el ejercicio de sus derechos.
Por último, la combinación de los dos puntos anteriores causa procesos de desplazamiento forzado y reasentamiento obligado de esas y otras poblaciones, desmejorando sus condiciones de vida y generando un abandono generalizado de sus territorios. En 2010, el 28,8% de los desplazados declaraba pertenecer a un grupo étnico, siendo el 22,5% afrocolombiano y el 6,4%, indígena (Garay, 2010). El impacto de ese flagelo en esos grupos se dimensiona mejor si tomamos en consideración el último censo nacional realizado en el país: el 7,2% de la po blación colombiana es negra y el 3,4% indígena (DANE, 2005). Entre los motivos por los cuales abandonaron sus territorios sobresalen las amenazas directas e indirectas, los combates, las masacres o los asesinatos de familiares, vecinos y amigos (Garay et al., 2009; Garay et al., 2009a). Este fenómeno es más marcado en procesos de exploración y explotación de recursos naturales, como muy bien apuntan los Autos 004 y 005 de 2009 en seguimiento de la sentencia T-025 de 2004 (sobre protección a la población desplazada).23
El segundo punto a abordar es la fragmentación de lo que Partha Chatterjee (2004, 2007) ha llamado la comunidad política. En sus escritos, este autor sostiene que la relación entre la sociedad y el Estado ha cambiado en los últimos 40 años. Frente a unos ciudadanos imaginados como un todo homogéneo que actúan frente a las autoridades amparados por unos ideales comunes, han emergido unas poblaciones fragmentadas con intereses y necesidades disímiles: la "sociedad política". Así mismo, el Estado ya no interpela o protege a sus ciudadanos como un todo, ahora los clasifica en pequeños grupos de interés para poder gobernarlos; es decir, adapta sus políticas haciéndolas más flexibles y variables de acuerdo con la diferencia.
Para Chetterjee, este cambio es positivo. Al desaparecer las formas tradicionales de intermediación y la ideología de los derechos universales, entran en el juego político demandas particulares, concretas y urgentes, derechos sociales heterogéneos y nuevas posibilidades de negociación para los grupos subalternos. Todo esto trae consecuencias en la construcción de sus identidades. En este nuevo modelo, el posicionamiento de los derechos se da a través del reclamo. Por tanto, según este autor, si bien en el mundo contemporáneo tenemos una sociedad fragmentada en grupos que buscan defender aisladamente sus intereses, estos cuentan con un poder de negociación más amplio.
Sin embargo, en la práctica, esta fragmentación puede ser problemática. Los recursos políticos y legales con los que cuentan las poblaciones rurales indígenas, afrocolombianas y mestizas para decidir sobre la realización de megaproyectos en los territorios que habitan, o discutir sobre los impactos que ellos generan, han sido atomizados en diferentes clasificaciones que pueden terminar minimizando los efectos de esas formas de participación o protección. Es más, la defensa de los derechos de una comunidad étnica, ya sea por sus integrantes o por instituciones del Estado, puede acabar obviando la violación de los derechos de otros colectivos, convirtiéndose en la apología del más fuerte o evadiendo las reales causas del conflicto socio-ambiental.
La CP o el CLPI corren ese peligro. Ambos tienen su esencia en la otredad, pero en una otredad fragmentada, dividida, que no permite enfrentarse como un todo a esos otros intereses y políticas que están en juego. Estos instrumentos encarnan un juicio de valor sobre quién goza de ellos: son definidos por naturaleza como mecanismos de participación de minorías étnicas. Por tanto, esa construcción restringida de la otredad por parte de estas herramientas genera un desconocimiento de los derechos de otros sectores subalternos que no movilizan una identidad étnica pero que reclaman ser consultados. Tenemos en frente un trato discriminatorio hacia comunidades étnicas reemergentes u otros actores sociales que también ven afectadas sus condiciones de existencia por la realización de proyectos de infraestructura o de exploración y explotación de recursos naturales.
Aunque existen mecanismos legales de participación y protección para esos otros agentes sociales, estos son menos efectivos y garantistas (Hillón, 2014). Esa desventaja en términos de poder político y social, sumada a la falta de coordinación y retroalimentación entre recursos étnicos y no étnicos, pueden convertirse en una fuente de conflictos entre las diferentes comunidades, así como tener algo que ver con los procesos de etnización que se están llevando a cabo en estos momentos. En definitiva, la CP y el CLPI no son mecanismos para garantizar la identidad étnica sino foros de participación donde esta termina siendo definida, un lugar en el que ciertos atributos se reifican y esencializan (costumbres, lenguaje, etc.), excluyendo a aquellos que no los poseen. Ellos se convierten en un espacio para controlar, cooptar, dominar y predecir el poder de la diferencia (Wade, 2004).
Todo lo anterior se evidencia en los expedientes que llegan a la Corte Constitucional. Como ya se apuntó, la violación del derecho a la CP o al CLPI se protege por reclamo a través de tutela. Normalmente, es un grupo indígena el que interpone la demanda, por lo que las otras comunidades étnicas u otros sectores subalternos, como los campesinos de la zona, todos ellos afectados por los mismos proyectos, terminan invisibilizados, apenas si nombrados en los hechos de las sentencias o en las pruebas anexas. En todos los casos estudiados, hay pocos registros de otros recursos interpuestos. Así mismo, en algunas ocasiones, es posible evidenciar los conflictos que han surgido entre estos grupos24. Bajo esta perspectiva, preocupan los derechos de las comunidades étnicas emergentes, los desplazados, los campesinos y hasta los colonos. La pregunta que queda en el aire es si esta fragmentación de la comunidad política es realmente o completamente una "oportunidad" para esos grupos subalternos.
El último tema a abordar en este punto es la relación entre el medio ambiente y los grupos étnicos como sujetos llamados a protegerlo y que, como vimos, se percibe claramente en la consagración de la CP. Desde el principio del resurgir étnico en el plano político y social en los años noventa del siglo pasado, la construcción de la identidad indígena y negra ha tenido como uno de sus pilares el lazo espiritual que tienen con el territorio y, por consiguiente, la forma diferente de relacionarse tanto con este como con los mundos visible e invisible. En un contexto de calentamiento global y de destrucción del ambiente, la comunidad armónica con los espíritus, las plantas y los animales es exaltada y defendida, al ser necesaria para la supervivencia de todos los seres humanos.
Este discurso es utilizado por propios y extraños. La noción de los grupos étnicos como portadores y reproductores de un modo particular de relacionarse con la naturaleza se ve reflejada en la creación del régimen jurídico que los cobija. Es más, ese tipo de conexión con el medio es uno de los elementos fundamentales sobre los que se ha edificado la idea de lo étnico. De esta forma, la construcción de su subjetividad jurídica está relacionada con la protección al medio ambiente y el actor legitimado u obligado a garantizarla. En palabras de Ariza (2009), refiriéndose a los indígenas: estamos frente a la reificación de la
(...) relación esencial entre sujeto indígena y naturaleza (...). Sin duda, se puede decir que el indígena es el ser humano de la naturaleza, el que mantiene viva y vigente la parte natural del ser humano. (pp. 19, 256)
Por ello es que la comunidad internacional, el Estado, las instancias judiciales o los grupos ecologistas, entre otros, además de verlos como parte del entorno natural que hay que defender, les han confiado la protección de la naturaleza, erigiéndolos como los guardianes de la biodiversidad.25 Por tanto, no es extraño que la Corte Constitucional "amarre" la exigencia de la CP o su desarrollo con la existencia de ese "ethos" esencializado que poseen esos grupos; al fin y al cabo la diversidad étnica y cultural de la Nación es una de las bases fundamentales de esta figura. Por su parte, esas comunidades étnicas han instrumentalizado este discurso desde el plano de la identidad para legitimar sus demandas ante esa comunidad internacional y nacional. De cierta manera, ellos encarnan al guerrero que lucha contra el sistema capitalista que amenaza la Madre Tierra, personificado en las transnacionales.
Sin embargo, esa catalogación es una espada de Damocles o de doble filo. Como ya mencionamos, hay una línea ambigua y fácil de cruzar entre sostener o legitimar un discurso en el que las personas locales utilizan los recursos naturales de forma sostenible y que puede ser útil en la configuración del cambio social y ambiental, e invocar imágenes esencialistas y hasta románticas de la otredad que buscan el control y la explotación de esas gentes y sus territorios. Por ejemplo, la reinterpretación, recontextualización y los nuevos sentidos de esas representaciones encadenan a los grupos étnicos a un pasado que no puede ser cambiado; incluso pueden afectar sus posibilidades de ser consultados. Muy bien apunta Bonilla (2006), analizando la posición de la Corte Constitucional al respecto esbozada algunos párrafos anteriores:
El problema no es que los grupos aborígenes deban explotar sus recursos naturales responsablemente. El problema es que la carga que se asigna a las comunidades indígenas es mayor que la que se asigna a cualquier otra persona o comunidad en el país. Las estrictas leyes ambientales que regulan las reservas naturales pueden obligar a las culturas aborígenes a paralizarse culturalmente (...)
¿Qué sucedería si las nuevas generaciones de indígenas desearan transformar sus tradiciones económicas? ¿Qué sucedería si los cambios demográficos dentro de los grupos aborígenes exigieran modificar sus sistemas productivos? (...)¿No están contribuyendo la Corte a la confusión de este problema cuando declara que los sistemas económicos de los grupos aborígenes son (y serán) compatibles con el medio ambiente? (pp. 239 y 240).26
5. CONCLUSIONES
El análisis realizado permite ver la coexistencia de dos proyectos disímiles en la configuración de la CP que la convierten en un espacio de disputa muy conflictivo en el campo jurídico. En esa pugna están implicados los intereses de actores internacionales, nacionales y locales involucrados o afectados por proyectos de desarrollo en torno a muy variados temas (modos de apropiación de la tierra y sus recursos, interés general vs. derechos de grupos particulares, derechos de las comunidades étnicas sobre sus territorios, etnicidad como criterio de reconocimiento de derechos, etc.).
Así mismo, y producto de lo anterior, evidencia cómo la definición actual de la CP presenta importantes limitaciones jurídicas y conceptuales para cumplir con su fin de inclusión y protección de la diversidad colombiana. Aunque existen organismos estatales que han tomado en serio esta herramienta para incluir a las minorías étnicas dentro del diseño e implementación de los proyectos que las afectan, las difíciles disputas en el campo jurídico alrededor de la misma hacen que una construcción emancipatoria de la CP y del CLPI sea ardua y hasta difícil de vislumbrar completamente a futuro. Igualmente, las bases conceptuales de la CP han permitido que se intensifiquen algunos problemas que intentaba neutralizar y que se legitime un discurso de la otredad fragmentado y esencialista que termina generando dinámicas de exclusión de otros sectores subalternos y la implementación de mecanismos de control de la diferencia. Todo apunta a que, tal y como está consagrada la CP, estamos frente al llamado "multiculturalismo neoliberal" (Hale, 2005, 2002); un amalgama perversa de dos proyectos políticos contradictorios en el que el reconocimiento de derechos a los grupos étnicos (en este caso, la CP) no es visto como negativo siempre y cuando permita singularizar y neutralizar la diferencia y no se oponga o choque con el modelo de desarrollo y gobernanza del proyecto neoliberal.
¿Significa ello que debemos demonizar o abandonar la CP? No. A pesar de sus limitaciones, la CP ha jugado un papel fundamental para la protección jurídica de los derechos de los grupos étnicos y para reflexionar (inclusive, desacelerar) sobre el modelo de desarrollo imperante en el país y sus impactos sociales y ambientales desfavorables. Sin embargo, visibilizar la encrucijada política en que este instrumento se encuentra inmerso y algunos de los puntos conflictivos que enfrenta entregan elementos de gran calado para repensar desde las disertaciones teóricas, las decisiones de caso o la acción política la definición, alcance y consecuencias de la CP. Esta tarea es esencial para influenciar el conflictivo campo de lo jurídico y para crear una ciudadanía informada y responsable, capaz de reformular y hacer uso de su derecho a participar en la construcción de su destino.
Notas
* Este artículo presenta parte de los resultados del proyecto "Interacciones entre derecho estatal y derechos indígenas en Colombia (2): usos indígenas del derecho", desarrollado por la línea de investigación "Derechos fundamentales y diversidad cultural" del grupo de investigación Justicia y Conflicto, categoría B, Colciencias, y financiado por la Universidad EAFIT, Medellín (Colombia). Una versión preliminar del mismo fue presentada como ponencia en el VII Congreso Internacional Red Latinoamericana de Antropología Jurídica RELAJU, celebrado en Lima (Perú), del 7 al 10 de agosto de 2010.
** Abogada, Universidad Javeriana (Colombia). Magíster en Sociología Jurídica, Instituto Internacional de Sociología Jurídica de Oñati (España); Doctora en Derecho, Universidad de Zaragoza (España). Profesora de la Escuela de Derecho, Universidad EAFIT, Medellín (Colombia).yhillon@eafit.edu.co.
1 Aunque en este artículo solo haremos alusión a su perspectiva económica, el proyecto neoliberal, como proyecto político, debe ser entendido de una forma amplia, incluyendo aspectos como la estructura del Estado, la política social o la garantía de los derechos humanos (Hale, 2005, 2002).
2 Al respecto, ver González Posso (2011).
3 Los diferentes planes de desarrollo presentados por el Gobierno colombiano desde el 2002 son un claro ejemplo de esta política. Así mismo, ver los siguientes documentos gubernamentales: Departamento Nacional de Planeación - DNP (2005); Unidad de Planeación Minero Energética - UPME (2006, 2007); CGN (2011).
4 El caso del sector minero es muy diciente. Según datos de las autoridades ambientales y Acción Social, a 2010 se habían concedido títulos mineros en el 0,85% y el 2,22% de las zonas tituladas a comunidades indígenas y negras respectivamente (CGN, 2011). No obstante, estas cifras no tenían en cuenta los que habían sido solicitados, el territorio ancestral no titulado, las afectaciones parciales a su territorio, la reemergencia étnica, o el desorden y la dispersión que la CGN encuentra como característica de las estadísticas en el sector.
5 El seguimiento normativo solo es la punta del iceberg en el proceso de construcción de la CP. Un completo análisis de las luchas de poder en esta figura necesitarían del estudio de las dinámicas que se tejen en la puesta en marcha de las CPs. Aunque somos conscientes de la importancia de ese acercamiento al tema, en este artículo prevalece un enfoque teórico.
6 Ver, por ejemplo, las siguientes sentencias de este Tribunal: T-428 de 1992, T-567 de 1992, T-380 de 1993, C-519 de 1994, T-007 de 1995 o C-139 de 1996.
7 Este mismo patrón se encuentra en las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIDH). En los casos fallados hasta 2007 (por ejemplo, caso comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni vs. Nicaragua (2001), caso comunidad indígena Yakye Axa vs. Paraguay (2005), caso comunidad Moiwana vs. Suriname (2005) o caso comunidad indígena Sawhoyamaxa vs Paraguay (2006)), el Tribunal construyó una línea jurisprudencial en materia de derechos de los pueblos indígenas centrada en el derecho a la propiedad y al reconocimiento de derecho consuetudinario, nombrando, en algunos casos, de forma tangencial la CP. Será en el caso del pueblo Saramaka vs. Surinam (2007) cuando la CorteIDH se pronunciará de fondo sobre la CP y el consentimiento libre, previo e informado (CLPI).
8 Una de las pocas excepciones a ese patrón durante este período fue la Sentencia T-405 de 1993, sobre la instalación de un radar en territorio del resguardo de Monochoa. A través de tutela, las comunidades Huitoto y Muinane buscaban la salvaguarda de su integridad étnica y cultural, y la protección de su derecho a la CP. La Corte Constitucional ignoró el tema, argumentando estar frente a un caso donde primaba la seguridad nacional.
9 Actual Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible (MADS).
10 Actual Dirección de Asuntos Indígenas, Minorías y ROM.
11 A pesar de las buenas intenciones, los resultados de estos canales de participación no han sido satisfactorios. Al respecto, ver Lopera (2010) o Jiménez Santoyo (2002).
12 Al respecto, ver Jimeno Santoyo (2002).
13 Ver, por ejemplo, sentencias T-652 de 1998, SU-383 de 2003, T-880 de 2006 o T-745 de 2010.
14 El gobierno nacional ha intentado infructuosamente sacar adelante una ley estatutaria que regule íntegramente la CP. Los borradores de la misma han sido fuertemente criticados por las poblaciones étnicas y por activistas y académicos centrados en la protección de los derechos de los indígenas (Clavero, 2011; Tobón & Londoño, 2012).
15 Esta afirmación no niega las críticas realizadas al trabajo de la Corte en el tema étnico, verbigracia, inconsistencias o paternalismo. Ver, entre otros, Bonilla (2006).
16 Ver también, entre otras sentencias, la T-652 de 1998 o la C-620 de 2003.
17 Otra de sus providencias más conocidas en ese período es la T-652 de 1998, en la que la Corte se pronunció sobre el proyecto hidroeléctrico Urrá I y su afectación a la forma de vida de los Embera Katíos. Al respecto, ver también, sentencia T-1009 de 2000.
18 La Corte amplió estos criterios en las sentencias SU-383 de 2003, T-737 de 2005 y T-880 de 2006. En ellas se implementó, entre otros aspectos, la realización de procesos pre-consultivos para definir las pautas que deben regir la CP definitiva. Así mismo, ver, sentencias C-208 de 2007,
C-175 de 2009, T-745 de 2010, C-366 de 2011, T-601 de 2011 o T-693 de 2011.
19 Ver también sentencias C-891 de 2002 y C-418 de 2002.
20 Ver también sentencia C-030 de 2008.
21 Las consideraciones presentadas por la CorteIDH han tenido gran influencia en la jurisprudencia constitucional colombiana. Además de reafirmar los pronunciamientos previos sobre la CP que ya había hecho la Corte Constitucional, ellas son base para la obligatoriedad del CLPI cuando se trate de planes de desarrollo o de inversión a gran escala con un gran impacto en las comunidades indígenas o tribales. Es importante anotar que, aunque en las sentencias subsiguientes (por ejemplo, caso comunidad indígena Xakók Kásek vs. Paraguay o caso pueblo in dígena Kichwa de Sarayaku vs. Ecuador) la CorteIDH ha seguido afianzando y ampliando los lineamientos de la CP, no ha vuelto a pronunciarse sobre el CLPI.
22 Ver, sentencias T-769 de 2009, T-547 de 2010, T-745 de 2010, T-1045A de 2010, T-129 de 2011, T-601 de 2011, T-693 de 2011 o C-317 de 2012.
23 Ver también, sentencia C-366 de 2011.
24 Ver, por ejemplo, sentencia T-769 de 2009.
25 Al respecto, ver, por ejemplo, sentencias T-380 de 1993 o C-891 de 2002.
26 Wade (2004) resume también muy bien la paradoja del otro ecológico: "las imágenes de los indígenas y negros como guardianes naturales de la naturaleza, aunque pueden ser útiles como esencialismo estratégico, también están llenos de peligros que operan muy fácil en el tipo de estrategias de control de la diferencia". (p. 264)
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Caso Saramaka vs. Suriname. Sentencia del 28 de Noviembre de 2007. Fondo, reparaciones y costas.
Caso Comunidad indígena Xámok Kásek vs. Paraguay. Sentencia del 24 de agosto de 2010. Fondo, reparaciones y costas.
Caso Pueblo indígena Kichwa de Sarayaku vs. Ecuador. Sentencia del 27 de junio de 2012. Fondo y reparaciones.
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T-880 de 2006 |
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