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Editorial
El rol del programa de derecho y ciencia política en la construcción de una democracia colombiana
Juan Pablo Sarmiento E.1
Editor
1 Abogado de la Pontificia Universidad Javeriana, Magíster y Doctorado en Derecho de la Universidad de los Andes. Profesor investigador y editor de la Revista de Derecho de la Universidad del Norte. Director del Grupo de Litigio de Interés Público de la Universidad del Norte y de Caribe Visible. Barranquilla-Colombia. jpsarmiento@uninorte.edu.co, jua-sarm@uniandes.edu.coLa experiencia política colombiana está marcada por profundas desigualdades, exclusión política y violencia rural y urbana, lo que, sin duda alguna, han impedido que emerja una sociedad civil y una comunidad política madura. Esto se refleja en los resultados electorales para el Congreso y la Presidencia de la República, que da cuenta del proceso de captura del Estado por parte de los actores armados, en un proceso descrito por Mauricio García Villegas como "colonización invertida", en el que la ilegalidad le gana terreno al Estado de Derecho, y los actores armados o ilegales capturan y "colonizan" al Estado y, a través de él, legalizan y controlan el territorio objeto de ocupación.
El Atlántico ha sido uno de los departamentos donde más investigaciones están adelantando el Consejo Nacional Electoral y la Fiscalía General de la Nación por delitos electorales, seguidos de Magdalena, Cesar, La Guajira y Bolívar. Por supuesto, no se trata de un fenómeno reciente, pero nos lleva a reflexionar sobre el aporte que deben hacer los programas de derecho, ciencia política y, en general, las ciencias sociales, para construir una democracia más funcional, a partir de una comunidad política suficientemente madura, que sea capaz de darle una significación a la "ciudadanía" colombiana.
Ciertamente, el concepto de democracia ha sido siempre nebuloso; ha cambiado de significado con frecuencia y la tradición liberal le ha dado una carga emotiva importante. No obstante, la práctica colombiana sólo ha reflejado la existencia de una democracia "procedimental", esto es, un proceso empobrecido, aparentemente participativo, en el cual se garantiza, constitucional e institucionalmente, la periodicidad de las elecciones de los órganos constituidos, la libertad de elegir y ser elegido y la fiscalización de instituciones independientes para el control del proceso electoral.
Como se señaló, se trata de un proceso empobrecido, que funciona de esta manera por varias razones que caracterizan a nuestro país, y que han sido descritas por el profesor Robert Dahl. Entre otras, nuestra democracia es procedimental en la medida en que la distribución de los medios de producción, la estructura social y la existencia de élites y centros de poder vs. periferia, distorsionan la participación y la composición de las instituciones; en segundo lugar, los ciudadanos no pueden expresar sus ideas y preferencias en igualdad de condiciones, e incluso, con mínimos de seguridad; tercero, no existe una comprensión ilustrada, esto es, construcción informada de cada juicio emitido por el ciudadano; cuarto, el control final sobre el programa del gobernante elegido, definiendo qué órgano puede intervenir y definir los contenidos de las políticas públicas; quinto, la inclusión, entendida como la participación inclusiva de todos los individuos.
Claramente, nos encontramos ante un elevado y quizá inalcanzable "umbral" de democracia, pero que podría llevarnos, cuando menos, a realizar un control de las decisiones de los gobernantes por medio de elecciones periódicas, con funciones establecidas en el mismo ordenamiento jurídico, con muy pocas restricciones participativas, en condiciones igualitarias, con el derecho constitucional a participar y ser elegido, con una irrestricta libertad de expresión y acceso a la información. Formalmente, la Carta Fundamental contiene las instituciones necesarias para garantizar la operatividad de la democracia, pero dichos avances jurídicos se encuentran en medio del abismo que hay entre el ordenamiento jurídico y la realidad.
Es evidente que las competencias ciudadanas, el ejercicio informado del derecho a elegir y ser elegido, y de los medios de control y veeduría se derivan de la formación de nuestros profesionales. Empero, parecería que buena parte de las disciplinas distintas a derecho, ciencia política, relaciones internacionales y otras ciencias sociales, obvian de sus planes de estudio cualquier consideración a la formación de profesionales que también puedan denominarse ciudadanos.
Buena parte de los programas de pregrado han diluido las humanidades en la formación de profesionales expertos en su ciencia y técnica, pero completamente desprovistos de criterio para emitir o construir opiniones en asuntos políticos o jurídicos, e incluso éticos. Lo anterior se refleja en la composición y la administración de lo público, donde la prevalencia de funcionarios nombrados por factores relacionales, que priman sobre los méritos, convierte al quehacer público en un centro de reproducción de decisiones políticas excluyentes y que favorecen intereses privados por encima del interés general.
Las competencias ciudadanas no pueden ser exclusivas de quienes son formados en ciencias que tienen algún contenido jurídico-político. En realidad, se trata de un conocimiento que debe ser trasversal a cualquier disciplina, y que, sin lugar a dudas, se precisa con urgencia en una democracia que parece distanciarse cada vez más de cualquier estándar de trasparencia, gobernabilidad y seguridad.
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