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ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN
Dignidad humana y derecho penal: una difícil convergencia. Aproximación al contenido constitucional de la norma rectora del artículo 1 del Código Penal colombiano*
Human dignity and criminal law: a difficult convergence. Approach to the constitutional content of the article 1 of Colombian Penal Code
Juan Oberto Sotomayor Acosta
Universidad Eafit (Medellín, Colombia). jsotoma@eafit.edu.co
Fernando León Tamayo Arboleda
Asistente graduado de docencia, Universidad de los Andes (Bogotá, Colombia). fernandoleon tamayo@hotmail.com
Resumen
El presente artículo plantea la conceptualization de la dignidad humana en el sistema jurídico colombiano y los problemas que dicho concepto presenta para la construcción de un sistema penal garantista. Para ello se analiza la fuerte presión que se ha venido ejerciendo por la doctrina de los derechos humanos sobre los sistemas penales modernos, ligada a una concepción excluyente de la dignidad humana que ha servido como herramienta de expansión del poder punitivo y que ha conducido a la legitimación de un derecho penal cada vez más violento. A partir de una concepción de los derechos fundamentales y la dignidad humana como límites al poder punitivo estatal, se desarrolla, a partir de la jurisprudencia constitucional, el contenido del artículo 1 del Código penal colombiano; en particular, se analizan las garantías específicas derivadas de la dignidad humana entendida en su diversos sentidos: como reconocimiento de las limitaciones del actuar humano, como exigencia de igualdad, como autonomía o posibilidad de diseñar un plan vital y de determinarse según sus características (vivir como quiera) y, finalmente, los derivados de la dignidad humana entendida como intangibilidad de los bienes no patrimoniales, integridad física e integridad moral (vivir sin humillaciones). Los límites que tales garantías suponen en materia penal constituyen el contenido específico de la norma rectora del artículo 1 del Código penal, al cual se encuentra vinculado tanto el legislador al momento de crear las normas penales como el juez al momento de aplicarlas.
Palabras clave: derecho penal, derecho constitucional, garantías penales, dignidad humana.
Abstract
This paper addresses the concept of human dignity on the Colombian legal system and the problems of this concept for the construction of a right-based system. In this order, the paper analyzes the pressure that human rights discourse has putted on the modern criminal systems, connected to an exclusive view of human dignity, which has helped the expansion of the power of the State to punish and leaded to legitimate a harsher criminal law. Starting from jurisprudence, fundamental rights theory and by human dignity as limit for the power of the State to punish, the paper studies the content of the 1st Article from the Colombian penal code, particularly analyzing the specific guarantees that could be derived from the different aspects of human dignity: as perimeter of human behavior, as equality mandate, as autonomy in the life project design and, finally, as protection of intangible goods such as physical and moral well-being. The limits for the criminal law derived from the guarantees built from human dignity are part from the 1st Article of Colombian penal code and are ties that works on the creation of criminal laws and on the sentencing process.
Keywords: criminal law, constitutional law, human dignity, human rights.
INTRODUCCION
Según el artículo 1 del Código Penal colombiano, "el derecho penal tendrá como fundamento el respeto a la dignidad humana". Se trata en este caso de la primera "de las normas rectoras de la ley penal colombiana" (capítulo único, título I del Código Penal), las cuales —según el artículo 13 del mismo capítulo— son normas que "constituyen la esencia y orientación del sistema penal. Prevalecen sobre las demás e informan su interpretación". Para que ello sea posible y tales normas puedan entenderse efectivamente rectoras (en el sentido de someter a toda la legislación penal a su contenido), parece lógico pensar que se requiere dotarlas de un refuerzo constitucional, pues solo su conexión con el núcleo básico de algunos derechos fundamentales posibilita la reformulación de su contenido prescriptivo como parte del contenido de derechos o garantías constitucionales y justifica su prevalencia frente a otras normas penales, aunque su rango siga siendo legal.
Ello significa entonces, en primer término, que el carácter rector de estas normas no se encuentra fundado exclusivamente en el artículo 13 del Código Penal, sino sobre todo en la vinculación de su contenido prescriptivo con las normas constitucionales y más concretamente con derechos y garantías fundamentales (Fernández, 2011, p. 132; Velasquez, 2009, pp. 58-62; Bernal, 2002, p. 64). En consecuencia, en segundo lugar, también significa que ellas se encuentran dirigidas no solo al juez ordinario en el momento de interpretar y aplicar la ley penal, sino también al legislador en el momento de crearla y al juez constitucional en el momento de controlar si el legislador fue respetuoso de los límites constitucionales.
Pero delimitar la relevancia concreta del principio de respeto a la dignidad humana en el derecho penal a partir del modelo de Estado cons-titucional1 asumido en Colombia no es una tarea fácil, a pesar del reconocimiento del papel fundamental de dicho principio en el sistema constitucional2. Dicha complejidad se deriva de los retos que desde la teoría del derecho se plantean en relación con el papel de las normas constitucionales en el sistema jurídico, los problemas inherentes a la indeterminación del concepto de dignidad humana y también de las divergencias políticas respecto de la función de dicho principio. Todos estos aspectos tienen implicación directa en una comprensión de la norma rectora del artículo 1 del Código Penal como límite a la intervención penal.
Pese a que son varios y muy complejos los problemas teóricos generales que plantea una norma rectora que fundamenta el derecho penal en el respeto a la dignidad humana3, en este artículo solo se planteará, aunque de manera tangencial, el problema de la indeterminación del concepto de dignidad humana y con un poco de mayor detalle la función de dicho concepto en un Estado de derecho, para centrar el análisis en la comprensión del contenido y la relevancia jurídica de la dignidad humana en el modelo constitucional colombiano y su función en el concreto ámbito del derecho penal.
LA DIGNIDAD HUMANA EN EL SISTEMA CONSTITUCIONAL COLOMBIANO
La indeterminación de la expresión dignidad humana
El artículo 1 de la Constitución Política establece que Colombia es un Estado social de derecho fundado en el respeto a la dignidad humana. Aunque desde un liberalismo humanista esta declaración podría verse como un gran logro constitucional, habría antes que preguntar qué debe entenderse por dignidad humana, pues lo digno y lo humano son términos en sí mismos complejos y su construcción y atribución de significado normativo son tareas fundamentalmente políticas, por lo que la sola idea de dignidad humana no supone ninguna conquista concreta. Luego, cualquier elaboración jurídica sobre la dignidad humana comienza en el ámbito de la política y no en el legal.
La muestra evidente de que la dignidad humana sin la atribución de un contenido claro resulta una mera fórmula vacía se puede ver en el hecho de que nada impediría hablar de dignidad humana en el colonialismo o el esclavismo, pues la construcción de la dignidad no estaría dada para indígenas y esclavos, en cuanto se consideraban no humanos (Jakobs, 2003). Se trata, por tanto, de un concepto de creación por exclusión, puesto que la definición de lo humano y de lo digno crea a su vez el concepto de lo inhumano y de lo indigno. Es cierto que pueden existir conceptos más o menos incluyentes, pero resulta imposible negar que toda definición de lo humano conlleva la definición de lo no humano, así como toda definición de lo digno implica también, por exclusión, lo indigno4.
La dignidad suele ser definida en el lenguaje común como cualidad de digno, que a su vez se refiere a aquello que tiene dignidad o se comporta con ella, lo cual refleja con claridad la indeterminación de la expresión; por ello, ni esta ni ninguna de las otras acepciones ofrecidas por el lenguaje común son útiles para fijar el contenido jurídico del concepto, porque la dignidad, más que una expresión clara de un lenguaje, cualquiera que sea, es una construcción contingente, una atribución sobre el trato ofrecido y esperado. En fin, la dignidad humana es una atribución de condiciones específicas.
Sobre la dignidad humana como concepto complejo o como suma de lo digno y lo humano se han ensayado definiciones desde diversas orientaciones (cf. Gallego, 2005), que a lo sumo se diferencian en los grados de exclusión o inclusión5. A efectos de este artículo, el concepto de dignidad humana se entiende más bien como un problema jurídico-político producto de un momento histórico concreto, del que se deriva, no el concepto de dignidad humana aplicable a todos los casos, sino el concepto de dignidad humana asumido constitucionalmente.
Es cierto que la delimitación del contenido jurídico constitucional del concepto de dignidad humana obliga a recurrir a diversas fuentes, en especial al discurso político y moral6, pero también lo es que más que un concepto trascendente e inmutable se trata de una construcción social, de un concepto históricamente determinado. Por ello, en la medida en que la aproximación a dicho concepto trasciende el campo de la justificación (legitimación externa) y se plantea desde una perspectiva de legitimación (interna) (Ferrajoli, 1995, pp. 353-367), resulta ineludible considerar las elaboraciones doctrinales y sobre todo jurisprudenciales, pues en esta materia la doctrina constitucional en Colombia (cf. Quinche, 2012) suele plegarse a la jurisprudencia de la Corte Constitucional7.
El contenido de la dignidad humana
Desde el punto de vista general de su fundamentación, los derechos fundamentales pueden ser vistos como concreciones del principio de respeto a la dignidad humana, en la medida en que un tratamiento digno sería aquel acorde con aquellos derechos de cuyo reconocimiento y respeto deriva el Estado precisamente su legitimidad. Ahora bien, aunque esta vinculación es innegable, entenderlo de esta manera significaría al mismo tiempo reconocer que tal principio carece de un contenido propio, pues las exigencias de un trato humano y digno solo sería posible derivarlas a partir de los ámbitos específicos de cada uno de los derechos y las libertades fundamentales.
Pero no ha sido este el camino seguido por la Corte Constitucional colombiana, para la que el reconocimiento del vínculo existente entre dignidad humana y derechos fundamentales no impide fijar el contenido específico de la dignidad humana como principio constitucional autónomo, que se puede resumir en una serie de atribuciones específicas: autonomía individual, intangibilidad de la integridad moral y física y condiciones básicas de existencia (Quinche, 2012). Esta caracterización general de la dignidad humana en la jurisprudencia constitucional ha centrado el concepto en la atribución de lo digno y ha dejado en un segundo plano la referencia a lo humano, cualidad que permite enriquecer el contenido del principio con dos exigencias —podría decirse que ontológicas— previas: el reconocimiento de las limitaciones del actuar humano, por una parte, y la no diferenciación entre los individuos de la especie humana, por otra.
En definitiva, el contenido esencial del principio de respeto a la dignidad humana se concreta en los siguientes atributos:
La dignidad humana como reconocimiento de los límites del actuar humano. Aunque la Corte Constitucional no ha realizado un desarrollo específico de este aspecto, toda su construcción del concepto de dignidad humana tiene como punto de partida un ser humano inserto en un mundo físico y una realidad social que lo condiciona, que el individuo no siempre está en capacidad de superar y, por ende, no se le puede exigir que lo haga. Es precisamente esta referencia a lo humano la que conduce a la exigencia de responsabilidad como presupuesto ineludible de cualquier poder sancionador, que en el campo del derecho penal se reconoce como principio de culpabilidad, el cual, entendido en sentido amplio8, se concreta en una serie de garantías que limitan la responsabilidad penal solo a los actos que el ser humano está en capacidad y le es exigible evitar, pues, como explica Nino (1989), "las voliciones y el consentimiento de la gente deben tomarse seriamente en cuenta en el diseño de las instituciones y en las medidas, actos y actitudes que se adoptan frente a ellos" (pp. 285-286).
La dignidad humana como exigencia de igualdad. El tratamiento de un individuo como humano y digno depende solo de su pertenencia a la especie humana, lo que hace de la igualdad, a pesar de estar consagrada en una disposición constitucional diferente (artículo 13 de la Constitución Política), una consecuencia obligada del concepto de dignidad humana, pues todo lo humano9, independiente de la raza, religión, preferencia sexual, opción de vida, etc., es siempre acreedor de esta dignidad. Para la Corte Constitucional, en efecto, el derecho a la igualdad tiene una relación estrecha con el principio de dignidad humana, pues se deriva [...] del hecho de reconocer que todas las personas, como ciudadanos, tienen derecho a exigir de las autoridades públicas un mismo trato y por lo tanto merecen la misma consideración con independencia de la diversidad que exista entre ellas10.
La dignidad humana entendida como autonomía o como posibilidad de diseñar un plan vital y de determinarse según sus características (vivir como quiera). La dignidad como ejercicio de la autonomía personal ha sido entendida por la Corte Constitucional como la posibilidad de cada quien de decidir sobre su proyecto de vida. Ello se ha traducido en protecciones concretas, algunas de las cuales están constitucionalizadas de forma independiente y otras han sido integradas por la jurisprudencia constitucional al núcleo esencial de la dignidad humana. Así, bajo la autonomía personal, suelen agruparse los derechos constitucionales a la libertad de expresión, libertad de culto, la posibilidad de decidir libremente sobre el estilo de vida, la decisión sobre las preferencias sexuales y otras libertades similares11.
La dignidad humana entendida como intangibilidad de los bienes no patrimoniales, integridad física e integridad moral (vivir sin humillaciones). En este caso, se alude a la prohibición de interferencias en las esferas física y moral del individuo, en cuanto presupuestos para la realización de su propio proyecto de vida (Nino, 1989, pp. 237-265). A pesar de que esta exigencia parecería restringir la dignidad humana a la intangibilidad de la esfera moral, la Corte Constitucional considera que los atentados físicos también pueden incluirse en esta categoría, al llenar de contenido el concepto con la prohibición de tratos crueles e inhumanos, la prohibición de penas imprescriptibles, la prohibición de trabajos forzados, la protección a las personas en situación de indefensión, etc.
La dignidad humana entendida como ciertas condiciones materiales concretas de existencia (vivir bien). Bajo esta óptica, la dignidad humana ha sido entendida como la satisfacción de condiciones necesarias para una existencia cómoda o, a pesar de lo redundante de la expresión, digna. Este derecho a vivir bien se ha puesto de manifiesto en la jurisprudencia sobre el mínimo vital12, por ejemplo, o en la declaración de estado de cosas inconstitucional de las cárceles, en cuanto se ha considerado que en las condiciones carcelarias actuales no se cumplen con las exigencias mínimas de un trato digno13.
La dignidad humana como límite a la actividad estatal
A partir de este contenido específico, podría decirse que la dignidad humana como fundamento del modelo de Estado constitucionalmente asumido cumple un doble papel. Por una parte, sirve de límite a las posibilidades de actuación del Estado, como libertad negativa14 que impide la intervención estatal en ámbitos no dominables por los individuos de la especie humana o reservados de manera exclusiva a su esfera individual. Por otra, la dignidad humana cumple también un papel como libertad positiva o de prestación, respecto de la optimización de las condiciones de vida. Al primer grupo pertenecen las garantías de exigencia de responsabilidad, no discriminación, no interferencia en la libre autodeterminación del sujeto y la intangibilidad de las esferas física y moral. La función prestacional la recoge, por su parte, la exigencia de condiciones materiales para vivir bien.
DIGNIDAD HUMANA: ¿FUNDAMENTO O LIMITACIÓN DE LA INTERVENCIÓN PENAL?
Según se planteó antes, la definición del concepto de dignidad humana se ha utilizado para crear espacios de indignidad, es decir, la existencia de sujetos indignos o inhumanos, como una manera de intensificar la intervención penal frente a algunos delincuentes en particular y en últimas ante cualquiera que delinca. Y aunque el derecho penal siempre ha funcionado como una herramienta de segregación (Wacquant, 2004; De Giorgi, 2005; Van Swaaningen, 2005; Rusche y Kirchheimer, 1984), lo cierto es que en la actualidad parte de esta segregación se construye precisamente alrededor de un contraconcepto de dignidad humana, en la medida en que el delincuente se considera un sujeto indigno y en cuanto tal no merecedor de la protección estatal (cf. Greco, 2006). Esto es lo que ha permitido la revaluación de la finalidad inocui-zadora de la pena, la reapertura del debate sobre la posibilidad del uso de la tortura, la promoción de la autodefensa violenta de los intereses sociales y, en definitiva, la ampliación del uso de la pena, escondiendo la indignidad inherente a la punición y en particular al encarcelamiento detrás de ideologías que, en últimas, solo buscan negar cualquier derecho a quienes se encuentran sometidos al poder punitivo estatal15.
Todas estas ideologías son, sin embargo, contrarias al texto constitucional, conforme al cual nadie puede considerarse no merecedor de dignidad, pues, en opinión de la Corte Constitucional, se trata de un derecho inalienable que tiene como una de sus garantías básicas la exigencia de no discriminación (Sentencia T-136 de 2006; Sentencia C-595 de 2012; Sentencia T-909 de 2011). Luego, ni siquiera aquellos que han cometido las más graves atrocidades contra el género humano pierden su derecho a ser merecedores de un trato humano y digno; es más, es precisamente en tales casos que dicho principio cobra toda su relevancia, al encargarse de recordar cómo proceder aún en las situaciones límite.
Dado que el concepto constitucional de dignidad humana no supone como contrapartida la existencia de sujetos indignos o inhumanos, deben rechazarse entonces todas las justificaciones expansivas de la intervención penal basadas en la diferenciación entre los buenos y malos ciudadanos, pues así entendido el principio no puede operar como elemento positivo de criminalización, sino siempre como un elemento negativo de restricción, por el simple hecho de no existir humanos sin dignidad o no humanos. Distinto es que ideologías punitivistas pretendan deducir mandatos de criminalización de la exigencia al Estado de la prestación de condiciones adecuadas para una vida digna. Tal punto de vista conduciría, por ejemplo, a que la penalización del homicidio, las lesiones, el racismo, etc., se justificaran ya no como intervenciones negativas necesarias, sino como elementos positivos de garantía de los derechos constitucionales a la vida, la integridad física, la igualdad, etc., ocultando la naturaleza vil de la pena y enmascarándola como forma de protección positiva de las libertades constitucionales, lo cual abriría las compuertas del derecho penal a inadmisibles ideales expansivos y a la justificación del totalitarismo penal como medio idóneo para supuestamente proteger la dignidad humana.
Una cosa es que en cumplimiento de la obligación estatal de promover las condiciones adecuadas para una vida digna, es decir, para una vida en la que los individuos puedan disfrutar de sus derechos con libertad, se justifique la creación de normas que prohíben o mandan determinados comportamientos con miras a la protección de tales condiciones16, y otra muy diferente que dichas normas de protección deban necesariamente hacerse cumplir por medio de una amenaza penal, pues un deber de protección es algo bien diferente de un deber de criminalización. Luego, no existe un deber de protección penal de la dignidad humana por cuanto ello implicaría al mismo tiempo la contradictoria existencia de un deber de lesionar dicha dignidad, toda vez que la pena, por definición, consiste en la causación de un mal al individuo; y si bien existen normas internacionales de las cuales podrían deducirse prima facie algunos mandatos de criminalización (como sucede, por ejemplo, con la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, aprobada en Colombia mediante la Ley 70 de 1986), inclusive en estos casos dicho deber tendría que ser ponderado con otros principios constitucionales con los que dicho mandato podría entrar en contradicción, lo cual haría necesario siempre un adicional juicio de ponderación, como bien lo plantea Lopera (2006, pp. 263 y ss.)17. Y si bien el Estado debe garantizar el bienestar social, su obligación es hacerlo a través de la construcción de escenarios que permitan el ejercicio de las libertades de todos los individuos en condiciones de igualdad. En las autorizadas palabras de Roxin (1997), como el Derecho penal posibilita las más duras de todas las intromisiones estatales en la libertad del ciudadano, solo se le puede hacer intervenir cuando otros medios menos duros no prometan tener un éxito suficiente. Pues supone una vulneración de la prohibición de exceso el hecho de que el Estado eche mano de la afilada espada del Derecho penal cuando otras medidas de política social puedan proteger igualmente o incluso con más eficacia un determinado bien jurídico. (pp. 65-66; cf. Donini, 2004, pp. 85-90; Lopera, 2006)
De ahí que el recurso a la pena en el Estado constitucional se encuentre siempre limitado y reglado no solo por el respeto a la dignidad humana, sino también por otra serie de principios, como el de legalidad, materialidad, lesividad, culpabilidad, etc., que reduce su uso a lo estrictamente necesario para la protección, no solo de la convivencia social, sino también del infractor frente a castigos arbitrarios e injustos18. Luego, cuando el artículo 1 del Código Penal prescribe que el derecho penal tendrá como fundamento el respeto a la dignidad humana, no puede significar que la razón para penar es el respeto a la dignidad humana; lo que debe interpretarse, más bien, es que el derecho penal encuentra su razón de ser en la limitación de la intervención punitiva estatal, para evitar que en el ejercicio de dicha actividad se desconozcan las exigencias de un trato humano y digno conforme al modelo constitucional.
Así las cosas, si bien no debe sobrevalorarse el papel del principio de dignidad humana en materia penal, tampoco puede negarse su papel fundamental. Que esta no sea suficiente para contener el poder penal del Estado lo único que indica es la necesidad de complementar dicho principio con el contenido de otras disposiciones limitadoras que permitan la construcción de un edificio conceptual con la suficiente capacidad de resistencia para hacer frente a las crecientes demandas punitivas de la actualidad.
LOS LÍMITES DE LA INTERVENCIÓN PENAL DERIVADOS DEL RESPETO A LA DIGNIDAD HUMANA
Una aproximación inicial a la dignidad humana en el derecho penal podría lograrse a partir del contenido de los principios tradicionales del derecho penal, por cuanto en mayor o menor grado giran en torno a la idea de limitación del poder punitivo estatal (Ferrajoli, 1995, pp. 459 y ss.). Por ejemplo, son particularmente evidentes los vínculos existentes entre dignidad humana y, entre otros, los principios de culpabilidad e igualdad, que desde este punto de vista deben ser entendidos, inclusive, como garantías constitucionales derivadas del respeto a la dignidad humana. Aún más, podría decirse que la dignidad humana como centro referencial en la atribución al ser humano de derechos que impidan su mediatización es el principio base que conecta toda una red de derechos que se atribuyen constitucionalmente al individuo frente al poder penal del Estado, lo cual quizá explique que sean los preceptos sobre la dignidad humana los que encabezan el ordenamiento constitucional, penal y procesal penal.
El reconocimiento de esta estrecha relación no debe significar, sin embargo, la dilución del contenido del principio de respeto a la dignidad humana, lo que, sin duda, restaría fuerza a sus pretensiones limitadoras, pues esta estrecha cercanía podría degenerar en una simbiosis de los contenidos de los principios involucrados y, peor aún, relegar las garantías específicas que cada uno conlleva. Luego, una cosa es que el principio de respeto a la dignidad humana contribuya a la fundamen-tación de otros principios limitadores del derecho penal y otra que se confunda con estos. Por ejemplo, aunque la no instrumentalización del individuo desempeñe también un papel esencial en la fundamentación del principio de legalidad, este último encuentra sus bases en razones independientes. Por ello, debe rechazarse cualquier intento de convertir la dignidad humana en un supraprincipio que todo lo limita, pues defender un principio collage tendría el efecto de vaciarlo de contenido; resulta más aconsejable delimitar debidamente las posibilidades de garantía de la norma rectora del artículo 1 del Código Penal, así ello implique una disminución de sus expectativas limitadores concretas.
Aunque se ha delimitado ya la dignidad humana en una serie de garantías específicas que condiciona los poderes públicos, cabe reconocer que, por las razones ya indicadas, el mantenimiento de ciertas condiciones materiales de existencia inherente a la garantía de respeto a la dignidad humana resulta incompatible con los medios penales, toda vez que la pena en estricto sentido no es un medio para vivir bien, pues, al tiempo que en abstracto podría generar algún bienestar a la mayoría, perjudica en concreto al penado. En rigor, hacer sufrir (que es en lo que consiste la pena) no puede ser visto como un derecho sino como un poder (Prieto, 2011, p. 51; Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002, p. 48; Sotomayor, 1999); luego, no existe un derecho a castigar y mucho menos un deber constitucional en tal sentido. Si se requiere que el Estado intervenga para mejorar las condiciones materiales de existencia acorde con las exigencias de una vida digna, lo procedente no es crear un delito sino la realización de una acción fáctica positiva y en últimas la implementación de una política social adecuada, intervención que en el Estado constitucional se encuentra garantiza a través de las normas que protegen los derechos sociales (Arango, 2005, pp. 107-112; Ferrajoli, 2011c, pp. 384-390).
En conclusión, las garantías penales son garantías negativas (Ferrajoli, 2001b, pp. 186-190) consistentes en prohibiciones orientadas a la tutela de los derechos de libertad, que en relación con el contenido del respeto a la dignidad humana implica el reconocimiento de los límites del actuar humano, la exigencia de no discriminación, el respeto a la autonomía individual, la intangibilidad y la integridad física y moral. Estas limitaciones operan con carácter general y por tanto también —y con mayor razón— frente al poder penal del Estado, ámbito en el que su delimitación resulta particularmente problemática y requiere una mayor concreción.
Los límites de la intervención penal derivados de la dignidad humana como reconocimiento de las limitaciones del actuar humano
El principio de culpabilidad suele entenderse en varios sentidos, entre ellos, el de prohibición de la responsabilidad objetiva, exigencia de responsabilidad personal y de posibilidad de actuación conforme a derecho (Luzón, 2012, pp. 24-25 y 29-32; Mir, 2008, pp. 123-127; Velásquez, 2009, pp. 128-130; Sotomayor, 1996, pp. 241-242). La exigencia de una imputación subjetiva de la conducta y la responsabilidad personal, con sus consecuentes prohibiciones de la responsabilidad objetiva o por hechos ajenos, son producto del reconocimiento de que el ser humano es, primero que todo, un ser viviente condicionado por un mundo físico y social que con frecuencia lo desborda.
Afirmar que el ciudadano solo puede responder por actos dañosos a terceros que puedan atribuírsele a su actuación dolosa o culposa (principios de responsabilidad personal y responsabilidad subjetiva) implica el reconocimiento de que el daño a terceros no es el único elemento necesario o suficiente para castigar, pues la dignidad humana exige que no se castigue la mera casualidad. Una responsabilidad penal sin dolo o culpa o por el mero acto de otro19 supondría un castigo por resultados inevitables para un ser humano, y por ello resulta inaceptable desde el punto de vista ya no de un trato digno sino de un trato meramente humano. De ahí que, si bien la prohibición de la responsabilidad objetiva suele ser excluida también por razones preventivas (Roxin, 1997, pp. 218-219), lo cierto es que inclusive si se argumentara en sentido contrario, esto es, por ejemplo, que "las personas que se dedicasen a cierta actividad serían más cuidadosas precisamente porque sabrían que esta clase de actividad se rige por normas de responsabilidad objetiva" (Wasserstrom, citado por Robinson, 2012, pp. 105-107), el problema de fondo seguiría siendo si resulta conforme a la dignidad humana atribuir responsabilidad a alguien por eventos que no estaba en posibilidad real de evitar en la situación concreta, que sería tanto como exigirle que se comportara más allá de lo humanamente posible (Escobar, 2010). En un derecho penal respetuoso de la dignidad humana, tanto la exigencia de dolo o culpa como la de responsabilidad personal limitan la intervención penal, independiente de las posibles exigencias preventivas que la respalden.
Bajo este mismo razonamiento, también la culpabilidad como posibilidad exigible de la actuación conforme a derecho encuentra su fundamento en la dignidad humana, por cuanto el derecho debe reconocer en el ser humano un centro de imputación condicionado por su entorno y admitir la existencia de eventos en los que dicha autodeterminación se encuentra particularmente restringida (cf. Schünemann, 1991, pp. 147 y ss.). Asimismo, debe aceptar también que las circunstancias específicas de una persona pueden dejarlo libre de reproche penal, pues tales circunstancias son siempre particulares y lo que en un caso puede suponer una pena legítima en otro puede aparecer como una instrumentalización del individuo (cf. Zaffaroni, 1982, p. 95; Ferrajoli, 1995, pp. 264-536; Varona, 2000).
La inclusión del marco en el que el individuo actúa es necesario como fundamento del juicio de exigibilidad individual, y por tanto presupone la existencia de una corresponsabilidad (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002, pp. 650-683; Bustos y Hormazábal, 1999, pp. 328-336; Sandoval y Del Villar, 2013; Sotomayor, 1996, pp. 257) social y estatal como elemento esencial de la culpabilidad penal, en la medida en que la exigencia de un trato digno impide que a un sujeto que actúa particularmente condicionado se le instrumentalice argumentando necesidades de prevención. No se trata, por tanto, de si por razones preventivas conviene imponerle una pena al sujeto por lo que hizo20, sino de si la merece a causa de las circunstancias en las que actuó21, teniendo en cuenta lo que podía razonablemente exigírsele a dicho sujeto en la situación concreta. Ello significa el reconocimiento, por una parte, de eventos en los que no es posible exigirle al sujeto una actuación conforme a derecho, como cuando carece de la capacidad suficiente de adecuación de su conducta a las exigencias normativas (de lo que da cuenta la imputa-bilidad como elemento de la culpabilidad penal) o cuando teniendo la capacidad no se encuentra en posibilidad de hacerlo (por falta de comprensión de la ilicitud del acto). Y, por otra, el reconocimiento de que también hay circunstancias en las que no es que no se pueda sino que no debe exigírsele al sujeto la conducta conforme a derecho, por cuanto ello resultaría desproporcionado, injusto o, lo que es lo mismo, inhumano, de lo cual dan cuenta las eximentes de responsabilidad, como el estado de necesidad exculpante (artículo 32-7 del Código Penal), la insuperable coacción ajena (artículo 32-8 del Código Penal), el miedo insuperable (artículo 32-9 del Código Penal) y la marginalidad, ignorancia o pobreza extremas (artículo 56 del Código Penal)22.
Los límites de la intervención penal derivados de la dignidad humana como exigencia de igualdad
Así como el principio de culpabilidad encuentra su fundamento principal en la dignidad humana, también la igualdad se afinca en esta. Como se señaló, la admisión de una dignidad que cobija a todos los miembros de la especie humana, independiente de su género, raza, inclinación sexual o cualquier elemento que sea usado para diferenciar individuos, envuelve la proclamación de la igualdad. Esta igualdad implica el reconocimiento de una dignidad que se presenta en todos los seres humanos, la cual no admite jerarquizaciones y, como corolario, aboga por el tratamiento equitativo de todos los seres humanos en el sistema penal en general.
Esta igualdad se deriva de la construcción de la humanidad como un criterio de identificación de especie que hace presente la idea de que, aunque con diferencias físicas, raciales, etc., todos compartimos un destino común, condicionado por la naturaleza de la especie y el contexto en que se desarrolla en el mundo como seres vivos (Gallego,2005). Consiste en el derecho a recibir un trato igualitario de las autoridades, en dos sentidos: por una parte, en la protección de los derechos frente a las injerencias de otras personas (igualdad de protección); y por otra, en las garantías frente las pretensiones punitivas del propio Estado.
Ahora bien, cabría igualmente cuestionar si se satisface la exigencia de un tratamiento digno cuando se trata a todas las personas de la misma manera, aun cuando algunas de ellas se encuentren en situaciones materiales de desventaja. La respuesta negativa es la que ha conducido a la exigencia de diferenciación como contenido adicional del principio de igualdad (cf. Cepeda, 1992; Bernal, 2005; Rodríguez, 2007; Quinche, 2012; Sentencia C-093 de 2001; Sentencia C-530 de 1993; Sentencia C-022 de 1996; Sentencia C-079 de 1999), con el fin de, como lo dice la propia Constitución (artículo 13), promover las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva. Luego, al lado del deber negativo de no discriminación, el Estado tiene también el deber positivo de intervenir en favor de las personas o grupos en situación de desigualdad.
En el campo penal, esta exigencia de diferenciación puede conducir, en consecuencia, a una protección especial de los derechos de individuos en situación de desigualdad material, por una parte, y a unas mayores garantías o unas mayores barreras de contención frente a las pretensiones punitivas del Estado, cuando se trata de juzgar a quien se encuentra en una situación material de desventaja. Esta consideración es la que, por ejemplo, se encuentra en la base de la distinción entre sujetos imputables e inimputables, pues desde tal punto de vista la inimputa-bilidad no es más que el reconocimiento con carácter general por parte del Estado de que ciertos sujetos, por distintas razones (salud mental, edad o diversidad sociocultural, según el artículo 33 del Código Penal), se encuentran en una situación de desigualdad frente a las exigencias del sistema penal23.
En definitiva, un derecho penal respetuoso de la exigencia constitucional de trato digno está obligado a proteger a todos por igual frente a las injerencias de otras personas, así como frente a las injerencias del propio Estado; es decir, debe existir igualdad en la protección, pero también igualdad en las garantías frente a las pretensiones de protección a través del derecho penal; al mismo tiempo, la exigencia de diferenciación permite, en algunos casos, el recurso a una protección especial o cualificada de los sujetos en posición de desventaja y en otros obliga a no sancionar o a hacerlo en menor o distinta medida, cuando el individuo se encuentre en una situación de desigualdad material que así lo amerite, lo cual debería conducir a un coherente desarrollo de eximentes y atenuantes de la responsabilidad penal.
Los límites de la intervención penal derivados de la dignidad humana entendida como autonomía o como posibilidad de diseñar un plan vital y de determinarse según sus características (vivir como quiera)
Si la dignidad humana conlleva la posibilidad de vivir como quiera, de determinar la forma de ser, la orientación sexual, las creencias políticas y religiosas y demás aspectos morales del individuo, ello significa que al ciudadano no puede perseguírsele penalmente por la forma en que ha decidido llevar su vida, máxime cuando esta autodeterminación no perjudica o beneficia a nadie diferente del propio sujeto. Tomarse en serio la posibilidad del individuo de autodeterminarse implica, en síntesis, que el derecho penal solo pueda concebirse como derecho penal de acto, nunca como derecho penal de autor (Zaffaroni, Alagia y Slokar, 2002, pp. 62-65).
Esta prohibición del derecho penal de autor tiene dos dimensiones: por una parte, garantiza la indemnidad del fuero interno del sujeto, en virtud del amparo de la libertad de conciencia y de pensamiento y la consiguiente libertad de expresión. En segundo lugar, supone también la protección de la libertad del individuo para desarrollar el modo de vida conforme a sus propios ideales y en definitiva a vivir como quiera. Luego, nadie debería ser penalizado por defender unas determinadas ideas o valores, por irracionales que fuesen, ni tampoco por adoptar un modo de vida determinado, por inmoral o incómodo que pueda ser considerado; lo primero conduciría a un derecho penal del ánimo o la actitud interna y el segundo a un derecho penal basado en la peligrosidad o el carácter. En definitiva, no son penalmente sancionables los actos internos, los simples vicios, los actos contra uno mismo, los lesivos para la religión, lo que se conoce como buenas costumbres, o cualquier modelo de normalidad —todos comprendidos en la esfera de la libertad, que incluye también el derecho a ser malvados—, sino solo los comportamientos exteriores concretamente dañosos para las personas de carne y hueso. (Ferrajoli, 2011c, p. 93)
El límite del vivir como quiera lo constituye el derecho de los demás, por cuanto un derecho penal de acto no solo presupone la realización de actos materiales externos (y no ideas o personalidades), sino también lesividad24, pues la libertad de vivir como quiera solo puede limitarse por las necesidades de protección de las condiciones básicas para una vida social libre y segura, que garantice los derechos y libertades de todos. De ahí la inadmisibilidad tanto de los delitos de opinión25como de las protecciones paternalistas, en las que el Estado asume una posición de defensa del individuo frente a sí mismo (Roxin, 2007; Von Hirsch, 2007)26, como ocurre cuando se criminaliza el consumo de drogas o su adquisición o tenencia (artículo 376 del Código Penal) con fines de consumo, la participación en el suicidio (artículo 107 del Código Penal) o la mera inducción a la prostitución de personas adultas (artículo 213 del Código Penal)27.
De la misma manera, si lo único admisible penalmente es la responsabilidad por el hecho, es incompatible también con el respeto a la autonomía personal la agravación de la pena por los motivos del autor, cuando carecen de relevancia para la lesividad del hecho. Tal es el caso, por ejemplo, de la agravante del homicidio por "precio, promesa remuneratoria, ánimo de lucro o por otro motivo abyecto o fútil" (artículo 104-4 del Código Penal) y en general las agravantes fundadas de manera exclusiva en los móviles, pues, en tales casos, la única manera de evitar la aplicación de la agravante sería que el sujeto abandonara sus ideas o su sistema de valores.
Los límites de la intervención penal derivados de la dignidad humana entendida como intangibilidad de los bienes no patrimoniales, integridad física e integridad moral (vivir sin humillaciones)
La delimitación de las garantías derivadas de la intangibilidad de los bienes de la esfera física y moral del individuo es particularmente problemática en el campo del derecho penal, dado que la pena por su propia naturaleza es un acto al que se recurre (como fin o como medio) para de manera intencional generar sufrimiento en sus destinatarios (Nino, 1980, p. 203). Por eso, en el Estado constitucional, la pena solo es aceptable como mecanismo subsidiario, en un doble sentido28: desde una perspectiva externa, en cuanto medida extrema por tener en cuenta solo cuando no sea posible una protección de los bienes jurídicos por medios menos drásticos que los penales, lo cual sugiere la búsqueda permanente de alternativas al derecho penal. Y, desde un punto de vista interno, la subsidiariedad obliga a evitar las medidas penales más graves, cuando el mismo efecto se pueda alcanzar por otros medios penales menos drásticos, lo cual plantea la exigencia de penas alternativas.
Pero aun cuando —en contra de las evidencias actuales— se aplicara solo de manera excepcional y subsidiaria, y los medios penales utilizados fuesen los menos aflictivos, la pena seguiría siendo lo que es, es decir, un mal, y por ende el único deber constitucional existente en materia penal es el de restricción del uso de la pena: bien por la vía de la inadmisibilidad de algunas penas consideradas inhumanas o particularmente crueles o indignas, bien por la de la restricción de aquellas que resulten aceptables.
Se podría afirmar que para el derecho penal el respeto a la dignidad humana en el sentido de vivir sin humillaciones se concreta en la fórmula general de la prohibición de los tratos y las penas crueles, inhumanos y degradantes (artículo 12 de la Constitución Política). Pero dadas las dificultades de determinación de lo "cruel", "inhumano" y "degradante", en principio parecería —al menos en el caso de las penas— que ha quedado en manos del legislador valorar lo que debe considerarse tal, por lo que su poder de configuración en esta materia solo se vería limitado por el amplio filtro de la prohibición de exceso (Sentencia C-591 de 1993; Sentencia C-939 de 2002). Debe tenerse presente, además, que conforme al artículo 1 de la Ley 70 de 1986, aprobatoria de la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, "no se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas"; ello, salvo los casos extremos, hace difícil el cuestionamiento por este motivo de alguna clase de pena en abstracto.
Por eso, ha sido el propio constituyente el que ha decidido restringir el poder del legislador, al consagrar de manera expresa en los artículos 11, 28 y 34 de la Constitución, algunas prohibiciones con carácter absoluto: están prohibidas mediante reglas claras la pena de muerte, las penas y medidas de seguridad imprescriptibles, el destierro, la confiscación, la prisión por deudas y la prisión perpetua.
El caso de la prisión merece una consideración aparte, pues las únicas limitaciones que, en principio, expresa el texto constitucional son las referidas a la prisión por deudas (artículo 28 de la Constitución Política) y la prisión perpetua (artículo 34), lo cual parecería indicar su admisibilidad constitucional en las demás modalidades y eventos, pese a sus comprobados efectos devastadores en el ser humano (cf. Ferrajoli,1995, p. 412). Por eso, aun cuando la prisión como pena (no perpetua ni por deudas) pueda en abstracto considerarse constitucionalmente permitida pese al alto grado de aflicción que conlleva, podría de todas maneras en un caso concreto configurar un trato cruel, inhumano o degradante, si las condiciones de su cumplimiento efectivo no satisfacen las exigencias mínimas de respeto a los derechos fundamentales de las personas privadas de la libertad29. Luego, no cualquier privación de la libertad es aceptable como trato acorde con la exigencia constitucional de respeto a la dignidad humana.
Tampoco parece válido desde el punto de vista constitucional el incremento desmesurado de la duración de la pena de prisión o el recurso a la prisión (en particular a la prisión preventiva) con el objetivo de presionar lo suficiente al imputado para que acepte su responsabilidad o llegue a un acuerdo con la Fiscalía, a cambio de una rebaja de la pena, como ha sucedido en Colombia, entre otras, con las leyes 890 de 1994 y 1142 de 2007, la primera de las cuales ordenó para todos los delitos un incremento de la pena mínima en una tercera parte y de la máximo en la mitad, argumentando la necesidad de unas penas lo suficientemente altas para un "buen funcionamiento" del sistema acusatorio, como se reconoce en la propia exposición de motivos (Sotomayor, 2007, 2009).
A tal efecto, se ha producido en Colombia un incremento desmesurado de las penas con el objetivo principal de constreñir al imputado a que renuncie al juicio y acepte los cargos por el temor de sufrir una pena de prisión extremadamente alta. En un Estado de derecho, sin embargo, la pena solo es aceptable como un medio para la prevención tanto de los delitos como de los castigos arbitrarios, y por ello su distribución no puede ir más allá del merecimiento del autor, en atención a la gravedad del hecho y a su culpabilidad. Por tanto, cuando se amenaza con una pena que va más allá de lo que de manera razonable sea posible aceptar como una pena proporcional al delito cometido, con el objetivo de que el sujeto se allane a los cargos formulados, la pena se transforma en un mecanismo de tortura que en muy poco difiere de los ya denunciados por Beccaria (2011, pp. 165-173), Pavarini (2001), Sotomayor (2009) y Sentencia C-163 de 2015. En este caso, la vulneración al principio de respeto a la dignidad humana no lo constituye propiamente la rebaja de penas por aceptación de cargos, ni los preacuerdos con la Fiscalía, sino que para ello se incremente la pena más allá de la pena proporcional (cualquiera que esta sea), pues en el fondo se amenaza al individuo con una pena injusta (que no merece) para obligarlo a aceptar su responsabilidad (sin excluir la posibilidad de que sea inocente), y así, luego de la rebaja de pena, terminar imponiendo —por lo menos es así en el caso colombiano— la pena que desde un comienzo hubiera correspondido. En este caso, la amenaza en realidad opera como un nuevo tormento que permite la imposición de penas sin un juicio previo (Sotomayor, 2007, pp. 44-46).
LA PREVALENCIA DEL RESPETO A LA DIGNIDAD HUMANA EN EL DERECHO PENAL: EL PAPEL DEL JUEZ
Como se ha explicado, el hecho de que el contenido prescriptivo de las normas rectoras del derecho penal colombiano se encuentre vinculado a derechos constitucionales explica su carácter rector y la introducción del criterio jerárquico para la solución de antinomias, tal como lo ordena el artículo 13 del Código Penal. Eso significa que tales normas, en primer lugar, pueden ser tenidas en cuenta tanto en el juicio abstracto de cons-titucionalidad a cargo de la Corte Constitucional como en el concreto en cabeza del juez ordinario (artículo 4 de la Constitución Política), toda vez que en muchos casos desarrollan de manera más precisa el contenido del derecho o garantía constitucional en la que se fundamenta30. En segundo término, deben servir al juez ordinario de criterio de interpretación de las demás normas penales, en el momento de resolver el problema que supone la divergencia latente en el derecho, entre lo que este constitucionalmente debe ser y lo que legalmente es31.
Debe reconocerse que la determinación del principio de respeto a la dignidad humana implica siempre un ejercicio valorativo importante, quedando en manos del legislador la concreción de algunas de las premisas que configuran su contenido esencial. Este margen de maniobra del legislador implica, por tanto, muchos escenarios de discusión, que no siempre son posibles de resolver de manera racional, pues algunas disposiciones contienen preceptos valorativos, cuyo contenido último depende en demasía del punto de vista del intérprete. Por ejemplo, podría decirse que el beneficio de menor penalidad para quien carece de antecedentes penales implica una agravación oculta para quien ha reincidido, lo cual implica una valoración inconstitucional del autor; pero también podría plantearse que se trata más bien de un simple beneficio para quien ha sido condenado por primera vez y por tanto frente a él la pena es menos necesaria desde el punto de vista de la prevención especial. De todas maneras cabe resaltar que, en estos y otros casos, el respeto a la dignidad humana opera solo en un sentido restrictivo de la pena, función que, además, se encuentra reforzada por otros principios y normas rectoras, con cuyo concurso, por lo general, es posible resolver de manera más clara muchos de los escenarios sospechosos.
El problema valorativo inherente a un concepto de tan alto contenido normativo como la dignidad humana implica que en los escenarios dudosos sus límites solo sea posible determinarlos a través de un juicio de ponderación (prohibición de exceso). Aunque esto podría restringir el rendimiento limitador de la dignidad humana en el ámbito del derecho penal, es consecuencia del principio democrático que deja al legislador un espacio de configuración amplio en el momento de decidir la ley penal, garantizando la independencia de poderes. Pero ello no significa que sea así en todos los casos, pues el principio de respeto a la dignidad humana se concreta también en una serie de reglas inequívocas y expresas que condicionan con mayor rigor las posibilidades de actuación de todos los poderes públicos, incluso el legislador. En efecto, para solo poner un ejemplo, parece bastante evidente la inconstitu-cionalidad de la pena máxima prevista en el artículo 188C del Código Penal, que podría llegar hasta los noventa años de prisión, pues contraría de manera flagrante la prohibición constitucional de la prisión perpetua. Por tanto, conforme lo ordena el artículo 4 constitucional, dicha pena debe ser inaplicada por el juez ordinario, por lo menos mientras la Corte Constitucional se pronuncia al respecto32.
Ahora bien, la norma rectora impone al juez ordinario el deber adicional —además del deber de control constitucional en concreto que corresponde conforme al sistema mixto vigente en Colombia en esta materia— de una interpretación de la ley penal conforme a la Constitución (Ferreres, 2012), o mejor, en este caso, conforme a la norma rectora. Se trata aquí de una labor fundamentalmente dogmática, por cuanto en últimas el objetivo es precisar los alcances de la ley penal a partir no solo de su sentido literal posible, sino de los límites que le impone a su vez la norma rectora (también ley penal pero de superior jerarquía).
Por supuesto, la revisión de las interpretaciones de la ley penal y, sobre todo, del sistema de responsabilidad penal conforme a las ya analizadas exigencias del principio de respeto a la dignidad humana es una labor de gran responsabilidad que compete desarrollar, en primer, lugar a la dogmática penal, y por tanto excede los límites de este artículo. No obstante, al plantearse dicha tarea, debe tenerse presente que las normas rectoras, como quedó explicado, son normas jurídicas que en materia penal facilitan la concreción de los límites de la intervención penal estatal (Fernández, 2011, p. 132). Ello significa que la dignidad humana debe operar como criterio restrictivo en el ámbito de la incriminación penal, dado que en este el derecho penal se vale de razones para castigar (es decir, para tratar mal, o lo que es lo mismo, de manera poco humana o digna) a una persona; y por los mismos motivos, debe funcionar como criterio expansivo en el ámbito de la exculpación o la atenuación (Prieto, 2011, p. 111), pues en tales eventos ya no se buscan razones para castigar, sino para no hacerlo o hacerlo en menor grado.
* Este artículo es derivado del proyecto de investigación Las garantías penales como límite y guía en la solución de problemas penales complejos: la necesidad de evitar atajos, dirigido por Miguel Díaz y García-Conlledo (Universidad de León, España), con financiación del Ministerio de Economía y Competitividad, código DER2013-47511-R, de España, y de la Universidad Eafit, código 621- 000008, en Colombia.
1 Sobre el concepto de Estado constitucional, véase Guastini (2003), Ferrajoli (2011a) y Prieto
2 Así lo ha reconocido la jurisprudencia de la Corte Constitucional de manera reiterada, en particular en la Sentencia T-881 de 2002. En la doctrina, entre otros, Quinche (2012, p. 48) y Younes (2009, p. 97).
3 Entre otros, cabe mencionar: 1. La relación existente entre las normas constitucionales y el resto del ordenamiento jurídico (Ferrajoli, (2011b, p. 852 y ss.). 2. La configuración de las normas como reglas o principios (Alexy, 1993; Lopera, 2006). 3. La indeterminación y vaguedad del lenguaje jurídico (Nino, 2003, p. 245 y ss.; Carrió, 1994, p. 17 y ss.).
4 Un ejemplo de esto puede verse en la visión racional de dignidad sostenida por Kant (2012, pp. 166-170), quien termina por excluir del amparo de esta a aquellos que no posean racionalidad. Una crítica completa a la posición de Kant puede hallarse en Gallego (2005). Otro ejemplo podría verse en la construcción del sujeto del catolicismo, que ha oscilado según la época histórica, llenando o vaciando con almas los cuerpos de los negros o los indios, y manteniendo siempre una visión subyugada de la mujer (Fontana, 2010, pp. 26-38).
5 Se da también el caso de fundamentaciones incluyentes que son tergiversadas o instru-mentalizadas como excluyentes por actores políticos, de lo cual podría ser un buen ejemplo la forma como las teorías evolucionistas de Darwin han sido tergiversadas para establecer rangos de dignidad de acuerdo con la raza (cf. 2009, pp. 141-188; Esposito, 2011, pp. 175-234). También los imperativos de Kant excluyen de antemano a los no racionales como dignos, siendo la racionalidad una atribución contingente realizada en muchas ocasiones por la política (Gallego, 2005).
6 Además de las discusiones presentadas en las obras ya citadas de Kant y Gallego, el concepto de dignidad humana está directa o indirectamente presente en la obra de muchos filósofos morales, teóricos políticos y juristas. Entre muchos otros, véanse Arendt (1974), Arendt (2005), Della Mirandola (2002) y Mill (2009). Con múltiples citas complementarias, véase Pelé (2004, pp. 9-13).
7 Lo cual muy probablemente obedece a la ya resaltada indeterminación del concepto, inclusive desde perspectivas morales y filosóficas (cf. Restrepo, 2011). Sobre el concepto de dignidad humana en la jurisprudencia constitucional, véase la Sentencia T-881 de 2002.
8 Sobre este sentido amplio del principio de culpabilidad y las garantías que le son inherentes, véase a Borja (1992), Mir (2008, pp. 123-127) y Luzón (2012, pp. 21-25 y 29-32). En Colombia, Fernández (2011, pp. 297-357), Velásquez (2009, pp. 128-130) y Sotomayor (1996, pp. 241-242).
9 Se alude en este caso a un concepto puramente biológico de especie humana, por entender que la sola pertenencia a dicha especie es suficiente para ser acreedor de la atribución de la dignidad humana. En todo caso, ello no implica desconocer que lo humano que ocupa al derecho es una construcción cultural.
10 Véase Sentencia T-099 de 2015 y Sentencia C-205 de 2003. En la doctrina, en igual sentido, véase Fernández (2011, p. 241) y Silva (2014, p. 84).
11 Al respecto, puede verse la citada Sentencia T-881 de 2002, la cual podrá consultarse además para el resto del contenido del concepto de dignidad humana. La fundamentación moral de este principio puede consultarse en Nino (1989, pp. 199-236).
12 Entre muchas, Sentencia SU-995 de 1999. Y más recientemente, Sentencia T-581A de 2011.
13 Sentencias T-153 de 1998. Y la más reciente Sentencia T-762 de 2015.
14 Sobre la libertad negativa, Berlin (2003, pp. 220-231), Ferrajoli (2008, pp. 42-59) y Younes (2009, pp. 83).
15 Es este el fundamento del derecho penal del enemigo, que cosifica al ser humano detrás de la conocida diferenciación normativa entre individuo, entendido como mero elemento fisiológico de comunicación, y persona en cuanto máscara social del individuo; diferenciación que permite afirmar que no todos los individuos son personas y, al parecer y como consecuencia de esto, que el delito puede despersonalizar al sujeto (Jakobs, 2003; Greco, 2006).
16 De ahí la importancia del principio del bien jurídico en el sistema de garantías del Estado constitucional (Ferrajoli, 1995, pp. 464-479; Roxin, 2007, pp. 443-458).
17 No debería confundirse el derecho constitucional a un trato humano y digno con la autonomía personal o la integridad moral como bienes jurídicos protegidos en algunos delitos como la tortura (Silva, 2014, pp. 81-85; Díaz, 1997, pp. 26-102). El derecho fundamental establece los límites del ejercicio del poder del Estado, mientras el bien jurídico delimita las condiciones materiales que deben verse afectadas para poder calificar una conducta como delictiva (Bustos, 1989, pp. 51-52). Confundir tales conceptos conduce a entender el bien jurídico como una razón para la criminalización y no un límite de ella (Ferrajoli, 2012, pp. 100-114).
18 Es precisamente esta la justificación de la pena ofrecida por Ferrajoli (1995, pp. 331-338).
19 No sería este el caso de los delitos de omisión (artículo 25 del Código Penal) ni de la actuación en lugar de otro (artículo 29 del Código Penal), en los que el sujeto en realidad responde por los actos propios, esto es, por no haber realizado las acciones de protección a las que jurídicamente se encontraba obligado, estando en capacidad física de hacerlo, al disponer de dominio sobre el fundamento del resultado (Schünemann, 2008; Gracia, 1985, pp. 355 y 357; Escobar, 2006).
20 Esta es en el fondo la concepción de la culpabilidad defendida por Jakobs (2004, pp. 78-81).
21 Como bien explica Mir (2009, p. 1379): "El principio de culpabilidad no depende de exigencias de prevención, sino que, al contrario, pretende limitar la prevención por razones ajenas a su lógica utilitarista. El sacrificio del principio de culpabilidad nunca podría, pues, considerarse un coste admisible por el hecho de que pudiera resultar proporcionado al beneficio de una mayor prevención".
22 Si bien el artículo 56 del Código Penal parece, en principio, referirse a la marginalidad, ignorancia o pobreza como circunstancias de atenuación de la responsabilidad penal, el mismo artículo condiciona dicha atenuación a que la circunstancia no tenga la entidad suficiente "para excluir la responsabilidad".
23 Esta es la base de la reformulación del concepto de inimputabilidad propuesta por Sotomayor (1996, pp. 256-265).
24 De ahí el carácter esencial del principio de exclusiva protección de bienes jurídicos y de la exigencia de lesividad como presupuesto de la responsabilidad penal (cf. Ferrajoli, 2012; Roxin,2007; Von Hirsch, 2007).
25 Este podría ser el caso del delito de apología del genocidio (artículo 102 del Código Penal)(cf. Ramos, 2009).
26 Sobre el tema es reconocida la Sentencia C-221 de 1994, mediante la cual se declaró la inconstitucionalidad de la penalización del consumo de drogas.
27 La Corte Constitucional avaló la constitucionalidad del delito de inducción a la prostitución, mediante la Sentencia C-636 de 2009, con el muy discutible argumento de que "la sanción del comportamiento destinado a inducir a alguien a prostituirse es una más de las medidas represivas que el Estado puede adoptar para controlar un fenómeno que tiene repercusiones negativas en la vida social, así como en la realidad personal de quien participa de él. En este sentido, reconoce que la valoración de la gravedad de la conducta y de su impacto social hace parte de esa franja de discrecionalidad legislativa que le permite al Congreso convertirla en delito" [cursivas nuestras].
28 Estas dos dimensiones del principio de subsidiariedad del derecho penal son amplia y exhaustivamente desarrolladas por Lopera (2006, pp. 459-497).
29 En este sentido, véase la aclaración de voto del magistrado Jorge Iván Palacio Palacio a la Sentencia C-143 de 2015. El incumplimiento de tales exigencias es lo que ha llevado a la Corte Constitucional, en reiterada jurisprudencia, a declarar a las cárceles colombianas como un estado de cosas inconstitucional (Sentencia T-153 de 1998; Sentencia T-388 de 2013; Sentencia T-762 de 2015).
30 Por ejemplo, en la Sentencia C-575 de 2009, la Corte Constitucional, recurrió al artículo 10 del Código Penal, articulado con la norma constitucional sobre el principio de legalidad como argumento esencial para la declaración de inexequibilidad del artículo 461 del Código Penal. Por supuesto, el papel del juez ordinario es diferente en los sistemas de control constitucional centralizado, como los existentes en muchos países europeos (Ferreres, 2012).
31 Precisamente, como destaca Prieto (2011), la divergencia entre el derecho que debe ser de acuerdo con las exigencias constitucionales y el derecho que legalmente es constituye el objeto privilegiado de una teoría del derecho garantista del derecho (Ferrajoli, 2011b, pp. 19-40 y 644 y ss). También Andrés Ibáñez (2005) ha resaltado que, en una teoría garantista del derecho, "el juez pierde su papel tradicional de operador ciego de la ley ordinaria y legitimador ideológico de ésta, recibiendo el encargo de identificar y hacer visibles los incumplimientos producidos en y mediante la misma, como forma de contribuir activamente a la coherencia y eficacia del modelo". A lo que habría que agregar, conforme al modelo colombiano, el encargo también de resolverlos de la manera legal y constitucionalmente posible.
32 En este escenario, correspondería al mismo juez determinar si ello implicaría entonces la impunidad para dicho delito o si legalmente subsiste una pena para él. Esto último es lo que parece darse en este caso, pues el legislador ha fijado una pena mínima que, pese a tener una duración de treinta años de prisión, no podría ser tachada de inconstitucional, y el mismo Código Penal establece en cincuenta años el límite máximo de prisión con el que puede ser sancionado un delito (a excepción de los casos de concurso, artículo 37 del Código Penal). Este sería entonces el máximo punitivo. Problema diferente es el de la posible inconstitucionalidad, en general, y no solo referida al artículo 188C, de la pena máxima de prisión de cincuenta años prevista en el artículo 37 del Código Penal, evento en el cual resulta inevitable acudir a un juicio de ponderación, teniendo en cuenta las finalidades de la pena y el derecho del condenado a reintegrarse a la sociedad (Cid, 1998).
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