La cuestión de la socialidad en la teoría de Los conjuntos prácticos de Sartre
The Question of Sociality in Sartre's Theory of Practical Ensembles
Daniel Alvaro
CONICET / Universidad de Buenos Aires-IIGG danielalvaro@gmail.com
Resumen
Este trabajo tiene como objetivo reflexionar sobre la tensión individuo-sociedad en la Crítica de la Razón dialéctica, última gran obra filosófica de Jean-Paul Sartre donde el autor intenta articular su perspectiva existencialista con la teoría marxista. Nuestro análisis empieza por reconstruir el contexto en el que esta obra vio la luz, para luego abordar la cuestión de la “socialidad”, entre otras nociones clave vinculadas a la teoría sartreana de los conjuntos prácticos. Finalmente, de este análisis extraemos algunas conclusiones para evaluar los alcances y limitaciones de la ontología social esbozada en la Crítica de la Razón dialéctica.
palabras clave
Socialidad, dialéctica, ontología, existencialismo, marxismo.
Abstract
This work has the objective to reflect on the individual-society tension present in Critique of Dialectical Reason, Jean-Paul Sartre's last great philosophical work, where the author tries to articulate its existentialist perspective with Marxist theory. Our analysis begins by reconstructing the context in which this work saw the light and then addresses the question of “sociality”, among other key notions linked to the Sartrean theory of practical ensembles. Finally, from this analysis we draw some conclusions in order to evaluate the reaches and limitations of the social ontology sketched in Critique of Dialectical Reason.
Keywords
Sociality, dialectics, ontology, existentialism, marxism.
La cuestión de la socialidad en la teoría de los conjuntos prácticos de Sartre
En este artículo nos proponemos indagar la pregunta por el vínculo entre individuo y sociedad en la teoría de los conjuntos prácticos de Sartre, tal como aparece desarrollada en el primero de los dos volúmenes de su Crítica de la Razón dialéctica. Con tal propósito, en la primera sección comenzaremos por exponer el tema y los objetivos de esta obra a partir de un contexto fuertemente determinado por el intento de Sartre de combinar existencialismo y marxismo en su propia investigación. En la segunda sección revisaremos las posibles causas y consecuencias del viraje social que experimenta el pensamiento sartreano desde El ser y la nada hasta el momento de concebir la Crítica. En la tercera sección avanzaremos en el análisis de la “socialidad” y las “realidades sociales”, categorías fundamentales para poder dilucidar el tipo de relación que Sartre establece entre la acción individual y la acción colectiva. Por último, en las secciones cuarta y quinta haremos un examen crítico de las estructuras formales (desde el individuo abstracto hasta las series, los grupos y las clases) y de los diferentes estadios de la experiencia dialéctica, a fin de comprender el sentido y las implicaciones de la ontología social que se desprende de esta teoría.
1. Situación de la crítica
A primera vista puede resultar sorprendente que una obra de la magnitud de la Crítica, redactada por Sartre en el cenit de su carrera intelectual, haya tenido una recepción moderada y mayormente negativa. Si su primer gran ensayo filosófico, El ser y la nada (1943), obtuvo un reconocimiento inmediato que desbordó el círculo de los iniciados, no puede decirse lo mismo de la Crítica, aunque en rigor cuenta entre sus publicaciones más importantes. Esto puede explicarse, en parte, por ser una obra voluminosa por la opacidad del argumento y el estilo extremadamente árido empleado por Sartre. En un ensayo agudo dedicado al primer volumen de la Crítica Raymond Aron (1973) lo describió como un “monumento barroco, aplastante y casi monstruoso” (p. 9). Aunque la principal explicación de la acogida reservada que se le dispensó en los medios académicos y políticos creemos que debe buscarse en el asunto mismo de las tesis que allí se exponen.
¿Cuál es, pues, este asunto? Y sobre todo, ¿qué se propone Sartre con este libro monumental? Para contestar estas preguntas, mínimamente, es preciso delinear el contexto general de su aparición. El primer volumen fue publicado por primera vez en 1960 (Sartre, 1985a)1, mientras que el segundo quedó inconcluso y fue publicado póstumamente en 1985 (Sartre, 1985b). Ambos fueron escritos aproximadamente entre 1957 y 1959, por lo que hay que atender a las circunstancias históricas, políticas y teóricas que caracterizan este periodo.
El proyecto global de la Crítica puede ser interpretado como un momento decisivo de la relación de Sartre con el pensamiento de Marx y con las diversas expresiones políticas del marxismo. El comienzo de esta relación se remonta a mediados de 1940 y sigue un camino sinuoso de progresivo acercamiento por parte de Sartre a los principios teóricos y prácticos del comunismo. Son numerosos los hechos que atestiguan ese recorrido, incluidos los textos publicados durante el período en cuestión, los acuerdos y desacuerdos con intelectuales marxistas, la vinculación con el Partido Comunista Francés (PCF) y la actitud frente a las políticas de la Unión Soviética. A los efectos de este análisis, lo que interesa destacar es la posición de Sartre respecto de la articulación entre existencialismo y marxismo al momento de concebir la Crítica.
Resulta claro, al menos desde la publicación de “Materialismo y revolución” (1946), que a pesar de las profundas diferencias que Sartre tenía con la filosofía materialista, estas no le impidieron reconocer intereses políticos comunes con “los hombres que trabajan por la liberación del hombre” (Sartre, 1949, p. 224). Pero su entrada definitiva en el mundo de la política fue propiciada, según el propio autor, por la lectura del libro Humanismo y terror (1947), de su amigo, colaborador y mentor político Maurice Merleau-Ponty (Sartre, 1964a, p. 215). A partir de entonces Sartre comienza a ampliar la perspectiva existencialista, basada en la “ontología fenomenológica” desarrollada en El ser y la nada, al campo todavía inexplorado de las relaciones sociales en el marco del modo de producción capitalista. Esta ampliación de miras, a la vez filosófica y política, se tradujo en un acercamiento cada vez más explícito al PCF. Su alineamiento con el partido se concretó en 1952 y continuó hasta 1956. En un contexto signado por la Guerra Fría y la amenaza permanente de un enfrentamiento nuclear, Sartre se lanzó de lleno a un activismo nacional e internacional que denunciaba la hegemonía mundial de Estados Unidos y cualquier forma de imperialismo y colonialismo. El testimonio escrito más significativo de este período es Los comunistas y la paz, compilación que reúne un conjunto de artículos publicados entre 1952 y 1954 (cf. Sartre, 1964b, pp. 80-384). El final precipitado de su acompañamiento al PCF sobrevino luego del aplastamiento de la revolución húngara a fines de 1956. Sin embargo, la ruptura con los comunistas no significó la ruptura con el proyecto comunista. A pesar de las contradicciones que en adelante identificó y criticó en la Unión Soviética, su punto de vista siguió siendo el de un simpatizante, aunque sin identidad partidaria2.
En 1957 escribió un texto titulado “Marxismo y existencialismo”. Modificado y bajo el nuevo título de “Cuestiones de método”, el texto se convirtió en el estudio introductorio de la Crítica. Por un lado, allí encuentran respuesta las preguntas iniciales relativas al tema y a los objetivos de esta obra. El tema general es el hombre en sentido ontológico-existencial. Partiendo del diagnóstico de la ausencia de la pregunta por el ser del hombre en la antropología y en las ciencias humanas en general, Sartre se encamina a sentar las bases de una “antropología estructural e histórica” de inspiración marxista, fundamentada en la existencia y no en una supuesta esencia o naturaleza humana. Tanto su objeto como su punto de partida es el hombre en su dimensión existencial, lo que equivale a decir en su dimensión vital y esencialmente práctica. En concreto, esta nueva antropología busca comprender y conocer la praxis individual y, a partir de ella, la praxis colectiva, una y otra entendidas como proyectos totalizadores o unificadores en el interior del proceso de totalización histórica. Sartre, ciertamente, se sirve de la dialéctica como método de comprensión y conocimiento de la praxis. Aunque la dialéctica, tal como aquí se la entiende, no es solo el nombre de una metodología sino también el movimiento mismo de la historia: “afirmamos al mismo tiempo que el proceso de conocimiento es de orden dialéctico, que el movimiento del objeto (cualquiera sea este) es él mismo dialéctico, y que estas dos dialécticas no hacen más que una” (Sartre, 1985a, p. 140). Sartre aspira a fundar una “nueva Razón” que abarque la Razón analítica y la Razón sintética como momentos diferenciados de sí misma. Esta nueva racionalidad, que debe suprimir y conservar a todas las demás, es precisamente la Razón dialéctica: “ella define el mundo (humano o total) tal como debe ser para que un conocimiento dialéctico sea posible, ella explica al mismo tiempo, y uno a través del otro, el movimiento de lo real y el de nuestros pensamientos” (p. 140).
En cuanto a los objetivos de la Crítica, estos aparecen muy brevemente resumidos al final del Prefacio. El primer volumen se consagra a “bosquejar una teoría de los conjuntos prácticos, es decir de las series y de los grupos en cuanto momentos de la totalización”, y el segundo se propone abordar el “problema de la totalización misma, es decir de la Historia en curso y de la Verdad en devenir” (p. 15).
Por otro lado, en “Cuestiones de método” también aparece explicitada el tipo de relación que se pretende establecer entre la “filosofía marxista” y la “ideología de la existencia”. En una frase célebre Sartre define el marxismo como “la insuperable filosofía de nuestro tiempo”: “insuperable porque las condiciones que la engendraron todavía no son superadas” (p. 36). Mientras que el existencialismo que él viene a personificar (distinto del de Kierkegaard, del de Jaspers y del de Heidegger) es caracterizado como una “ideología” que “se ha desarrollado al margen del marxismo y no contra él” (pp. 27-28). A pesar de estas indicaciones que parecen subordinar el existencialismo al marxismo, hay que advertir el hecho de que aquí se los considera pensamientos autónomos y complementarios, siendo el primero “la única aproximación concreta a la realidad” y el segundo “la única interpretación válida de la Historia” (p. 30). Esta es una de las razones por las que el existencialismo no podía simplemente diluirse en el marxismo. El lugar insuperable que Sartre le atribuye a la filosofía marxista no debe hacer perder de vista que la posición donde este se inscribe y desde el cual escribe es la del ideólogo existencialista. Tal es la posición en apariencia marginal que sin embargo le permite ejercer un papel doblemente privilegiado: por una parte, el del simpatizante sin afiliación que se propone enriquecer el marxismo a través de la visión existencialista, y por otra parte, pero simultáneamente, el del crítico. Salvo en aspectos puntuales, sus críticas no apuntan a la teoría de Marx, sino al dogmatismo marxista sostenido por la Unión Soviética y sus voceros internacionales. En aquel país, opina Sartre, el “marxismo se ha detenido” como consecuencia de una separación categórica entre teoría y praxis, transformando a la primera en un “Saber puro y solidificado” y a la segunda en un “empirismo sin principios” (p. 31). Su principal objeción recae sobre el apriorismo mecanicista de los marxistas contemporáneos que, en lugar de contrastar los conceptos con la experiencia, somete los hechos a conceptos cuya verdad ya estaría dada y que, por lo demás, está basado en una racionalidad puramente económica.
He aquí algunas observaciones preliminares para situar la Crítica y empezar a vislumbrar tanto la complejidad de esta empresa como la variedad de problemas que ella pone en juego.
2. Transacciones y desplazamientos: Hacia una ontología social
La coyuntura descripta es necesaria pero insuficiente para entender el giro espectacular de la filosofía de Sartre hacia el mundo social. Dos hechos puntuales pueden ayudar a interpretar el novedoso interés que muestra en la Crítica por los fenómenos históricos y sociales. El primero tiene que ver con la carencia de una explicación adecuada de la existencia colectiva en El ser y la nada. En su obra capital Sartre había elaborado una ontología anclada en la subjetividad del individuo. Allí afirma que el cogito, debido a su certeza apodíctica, es el único punto de partida verdadero para un estudio sobre la realidad-humana. La centralidad de la conciencia individual en El ser y la nada no deja lugar ni a la conciencia intersubjetiva ni a la conciencia colectiva. Sin embargo, nada de esto impide a Sartre elaborar una teoría de la relación original con el otro y de las relaciones concretas con los otros. A través de la llamada “experiencia del nosotros” (Sartre, 2007, pp. 453-471) llega a reconocer un sector “social” de la realidad, aunque su análisis sobre esta cuestión se encuentra fuertemente condicionado por su punto de partida ontológico. Fiel a una matriz de pensamiento fundada en el “yo”, se puede constatar que su explicación del “nosotros”, vale decir, de cualquier relación que involucre una pluralidad de individuos, es, por lo menos, limitada en sus alcances3. Esta limitación fue ampliamente evidenciada por algunos de sus críticos, e incluso llegó a ser reconocida tardíamente por el propio Sartre, quien consultado al respecto contesta: “lo que en particular está mal en El ser y la nada son específicamente los capítulos sociales sobre el ‘nosotros'” (Rybalka, Pucciani & Gruenheck, 1981, p. 13). Y agrega: “esa parte [...] falló” (p. 13). Es posible imaginar que la redacción de la Crítica responde, entre otras motivaciones, al deseo de enmendar esa falla. Sobre todo si se tiene en cuenta un segundo hecho que, como se verá enseguida, guarda una estrecha relación con el que se acaba de comentar.
Como ya se dijo, Merleau-Ponty tuvo un papel preponderante en la formación política de Sartre y, más particularmente, en su aproximación a la política y a la filosofía marxistas. Pero el acercamiento a estas por parte del segundo se produjo paralelamente al alejamiento por parte del primero. Cuando en 1952 Sartre se alinea con el PCF y comienza a publicar los artículos militantes incluidos en Los comunistas y la paz, la ruptura con Merleau-Ponty se volvió inevitable. La confirmación definitiva de esta ruptura es la publicación de Las aventuras de la dialéctica (1955), donde Merleau-Ponty critica en duros términos tanto el marxismo, al que declara políticamente fallido y filosóficamente obsoleto, como los escritos sartreanos en defensa del comunismo. Lo que nos interesa resaltar de este cuestionamiento son aquellos elementos que algunos años más tarde servirían de incentivo para la elaboración de la Crítica. Pues si bien Sartre nunca respondió directamente a Merleau-Ponty, existen indicios que permiten interpretar la Crítica como una respuesta indirecta a las objeciones formuladas en Las aventuras de la dialéctica4. Allí se acusa a Sartre de intentar justificar el comunismo a partir de principios “no solamente diferentes, sino casi opuestos” a los principios comunistas (Merleau-Ponty, 2000, p. 139). Según Merleau-Ponty, la filosofía sartreana es un subjetivismo radical que pretende explicar el mundo social apelando a la libertad de la actividad creadora y que deja de lado la dialéctica, las mediaciones entre los individuos y el espesor móvil de la historia. En su opinión, concretamente, Sartre se representa “lo social” como “la relación de ‘dos conciencias individuales' que se miran” (p. 212). En el fondo, lo que está en juego en esta crítica es la “ontología de la mirada” (Catalano, 2005, p. 19) que se instaura como paradigma explicativo de la relación con el otro a partir de El ser y la nada. De allí, pues, las limitaciones de esta filosofía para pensar la “socialidad” y a fortiori para abordar la “práctica comunista” desde un punto de vista específicamente social, económico y político: “[l]o que distingue a Sartre del marxismo, incluso en el período reciente, es siempre su filosofía del cogito” (Merleau-Ponty, 2000, p. 221).
Es difícil determinar hasta qué punto la Crítica estuvo motivada por esta serie de objeciones que tocan el corazón de la ontología sartreana en su punto más débil, en la parte que falla. Lo cierto es que esta obra satisface considerablemente las demandas de Merleau-Ponty. Evidentemente, esto supuso modificaciones sustantivas en la filosofía de Sartre. En términos generales fue necesario adoptar la perspectiva de la dialéctica materialista como método de desciframiento de la praxis humana en una sociedad dada y en un momento determinado de su desarrollo. A la vez, hubo un desplazamiento del eje que hasta entonces guiaba a este proyecto filosófico. Se trata del desplazamiento de la conciencia a la praxis como recurso indispensable para pasar de una ontología individualista a una ontología social.
Uno de los rasgos distintivos de la Crítica en el marco de los estudios marxistas de la época es el modo en que allí se articulan ontología y dialéctica. A diferencia de lo que sostienen la mayoría de los teóricos marxistas de ese entonces, para Sartre no hay oposición, y mucho menos incompatibilidad, entre estos dominios. Antes bien, entre ellos hay una relación de muto condicionamiento: el ser de la realidad-humana se define por la praxis; y la dialéctica misma no es otra cosa que el desarrollo de la praxis y, conjuntamente, el método que permite entender dicho desarrollo.
La “antropología marxista”, “estructural e histórica” a la que aspira Sartre exige una comprensión cabal de la “existencia humana”. Ahora bien, la mentada existencia humana no puede asociarse sin más al irracionalismo, a la interpretación idealista o al esencialismo ahistórico, es decir, a las clásicas acusaciones de quienes, principalmente en el campo marxista, polemizaban contra la ontología. Por el contrario, la existencia es la experiencia vital del hombre; es la praxis definida tanto por la necesidad y las condiciones materiales en que el hombre produce y se produce a sí mismo como por el “proyecto personal”, por el impulso a superar y transformar el campo de posibilidades que limita a la persona humana.
En este sentido, el existencialismo se asemeja el marxismo: “[e]l también quiere situar al hombre en su clase y en los conflictos que la oponen a las otras clases a partir del modo y de las relaciones de producción. Pero quiere intentar esta ‘situación' a partir de la existencia” (Sartre, 1985a, p. 129). La diferencia reside en que el enfoque existencial permite reconocer simultáneamente y en relación recíproca las contradicciones materiales a las que el hombre se encuentra sometido y el impulso llamado proyecto, elección o libertad. El aporte de la ideología existencialista a la filosofía marxista podría resumirse en el esfuerzo por “reintroducir la insuperable singularidad de la aventura humana” (p. 129) en la insuperable filosofía de nuestro tiempo.
Como explica Sartre, al menos desde Kierkegaard, la pregunta por la existencia es correlativa del intento por distinguir el Ser del Saber. Explicar que la existencia humana, en la medida en que solo es susceptible de vivirse o experimentarse, no puede ser definida por el Saber teórico fue una de las tareas más desafiantes de los proyectos existencialistas de los últimos dos siglos. Pero también fue, y este es un punto de inflexión para todo el argumento de la Crítica, una tarea asumida por Marx. Desde la introducción del libro Sartre se afana en demostrar que Marx prioriza el ser o la existencia sobre el saber. Al igual que Kierkegaard, aunque en un contexto y con un propósito completamente diferentes, Marx “también afirma que el hecho humano es irreductible al conocimiento, que aquel debe vivirse y producirse” (p. 26). La cuestión es demostrar que no solo el existencialismo se asemeja al marxismo, sino que este se asemeja a aquel: “el marxismo de Marx, al marcar la oposición dialéctica entre el Conocimiento y el Ser, contenía a título implícito la exigencia de un fundamento existencial de la teoría” (p. 130). Sartre acerca posiciones. Su modo de enfrentar el marxismo determinista que se ha desentendido del proyecto humano es oponiéndole el “marxismo de Marx”, que en su opinión está más cerca del principio existencialista de lo que en los círculos marxistas se está dispuesto a admitir.
Asimismo, a través de esta operación de lectura se pone en evidencia la posibilidad de una interpretación de Marx en clave ontológica. Es necesario calibrar la importancia histórica y teórica de este hecho. Es un mérito de Sartre rara vez reconocido el haber abierto una vía interpretativa hasta ese momento prácticamente inexplorada en un contexto filosófico y político por demás adverso a semejante apertura. Afirmar la presencia de una dimensión ontológica en el pensamiento de Marx, incluso a “a título implícito”, era en ese entonces apenas concebible. Sin embargo, fueron varios los que después de Sartre, y casi siempre desde perspectivas muy diferentes a la suya, emprendieron este camino. Los nombres de Michel Henry, Georg Lukács y Carol Gould en siglo XX, y los de Michael Hardt, Antonio Negri y Étienne Balibar en el XXI, son solo algunos de los más representativos de una lectura en esta dirección.
3. La cuestión de La socialidad
La teoría de los conjuntos prácticos que Sartre expone en el primer volumen de su obra es una teoría de las “realidades sociales”. Estas son, en su definición mínima y general, agrupamientos de personas más o menos estructurados que, ya sea por efecto de la pasividad o de la actividad de sus miembros, tienden a constituir una unidad. Sartre clasifica las realidades sociales en dos grandes tipos: la “serie” y el “grupo”, entendidos como manifestaciones de un tipo más fundamental que es la “clase”. Pero antes de poder distinguir y evidenciar las relaciones que estos guardan entre sí hay que tener en cuenta que la simple existencia de los distintos agrupamientos que cohabitan en el campo social implica el reconocimiento de la socialidad como una realidad específica, diferente y hasta cierto punto contrapuesta a la individualidad a secas. La socialidad puede entenderse en principio como la relación de un individuo o de un conjunto de individuos con la sociedad a la que pertenecen. La socialidad es la situación fáctica y, en cuanto tal, irreductible del individuo concreto. Solo abstractamente puede concebirse un individuo aislado, sin relación con otros individuos ni con el medio material (natural y cultural) en el cual vive.
Tal vez la diferencia más notable en este sentido entre Sartre, los científicos sociales y los marxistas a quienes critica es que aquel no quiere limitarse a estudiar la estructura y el funcionamiento de los agrupamientos humanos. Su interés principal consiste en volver inteligible, ontológica y dialécticamente, el origen y la naturaleza misma de dichos agrupamientos. El problema de la inteligibilidad de las realidades sociales se plantea de entrada como una discusión en el interior del marxismo. Ciertamente, Sartre (1985a) hace suya la sentencia marxista que reza “no hay más que hombres y relaciones reales entre los hombres”, para darle, mediante su interpretación, una significación diferente de la que le dieran los teóricos de la época:
Cuando decimos: no hay más que hombres y relaciones reales entre los hombres (para Merleau-Ponty, agrego: también cosas y animales, etc.), solamente queremos decir que el soporte de los objetos colectivos debe ser buscado en la actividad concreta de los individuos; no intentamos negar la realidad de estos objetos pero pretendemos que ella es parasitaria (p. 66).
En este breve pasaje aparecen delineados dos principios fundamentales de la teoría de los conjuntos prácticos que en el curso del libro serán ampliamente argumentados. En primer lugar, Sartre nos da a entender que el puntal de las estructuras sociales es la praxis de los individuos. En segundo lugar, y en relación directa con lo anterior, nos advierte sobre el carácter secundario o adicional de la realidad colectiva respecto de la realidad individual. Ambos principios encuentran su explicación acabada en el punto de partida privilegiado por el autor: “puesto que partimos de la praxis individual, habrá que seguir con cuidado todos los hilos de Ariadna que, de esta praxis, nos conducirán a las diversas formas de los conjuntos humanos” (p. 179). La dirección del argumento va “de lo simple a lo complejo, de lo abstracto a lo concreto, de lo constituyente a lo constituido”, en suma, de la “praxis individual” a la “praxis común” (p. 181). La realidad individual del “organismo práctico” es primera en relación con la realidad de las estructuras sociales, las cuales no son ni pueden ser considerados organismos en sentido literal. Sartre rechaza de plano la concepción holista de lo social. Toda idea de “hiperorganismo”, “hiperconciencia” o “hiperindividualidad” es tachada de mera suposición metafísica. El individuo, en cuanto “unidad biológica”, es la única “totalidad orgánica” inteligible y el fundamento inapelable de la praxis, incluida la praxis colectiva o común.
El “nominalismo dialéctico” (p. 156) que inspira a Sartre a lo largo de la Crítica y que orienta esta cadena de razonamientos podría dar lugar a una serie de malentendidos que es necesario aclarar. El hecho de que exista una relación de dependencia lógica y metodológica entre la dimensión individual y la colectiva no pone en duda, y mucho menos niega, la realidad de las series, los grupos y las clases. Los objetos colectivos son, existen. Aunque su realidad es “parasitaria”, Sartre le atribuye a cada uno de ellos, además de un estatuto práctico, un estatuto ontológico determinado. Es en este sentido que puede hablar de un ser-serial, un ser-de-grupo y un ser-de-clase. Asimismo, hay que insistir sobre el hecho de que el existente humano, impulsado por la libertad de su praxis, transforma el medio social al que pertenece, pero lo hace siempre a partir de condiciones reales y objetivas que lo preexisten y que al mismo tiempo lo transforman. Esto significa que a pesar del nominalismo dialéctico que implica la primacía de la praxis individual en la teoría de Sartre5, es preciso reconocer en esa misma teoría el peso específico del campo social y de la infinidad de agrupamientos que surgen y desaparecen sin cesar en el interior de dicho campo.
La reflexión sobre los conjuntos prácticos está atravesada por una serie de contradicciones heredadas del pensamiento filosófico, histórico, social y político, que Sartre, no sin audacia, decide afrontar. Entre las primeras y más significativas, dado que resume en gran medida la problemática de su libro, encontramos una contradicción legada por la teoría marxiana. Sartre (1985a) se pregunta: “¿Cómo hay que entender [...] que el hombre hace la Historia si, asimismo, es la Historia la que lo hace?” (p. 72). Su respuesta empieza por descartar la solución del “marxismo idealista” que supone que el hombre, determinado en última instancia por el sistema económico, se reduce a un simple producto que actúa sobre el mundo en condición de tal. Contra esta idea, y con la finalidad de reafirmar la “irreductibilidad de la praxis humana”, responde que, en efecto, “los hombres hacen su historia sobre la base de condiciones reales anteriores [...] pero son ellos los que la hacen y no las condiciones anteriores” (p. 73). No se trata, entonces, de cuestionar la gravitación de los hechos materiales sobre la vida de los hombres, sino más bien de presentar la praxis como el movimiento dialéctico por el cual los hombres son capaces de superar una situación no elegida por ellos. Parafraseando a Sartre, se puede decir que el hombre padece la historia en la medida en que la hace y que la hace en la medida en que la padece. Entre el hacer y el padecer, o bien, para ponerlo en otros términos, entre la necesidad y la libertad —otra contradicción cara al marxismo—, hay una “unidad dialéctica” de identidad y diferencia. Son contradicciones en movimiento, nunca estables ni permanentes. De lo contrario se recaería súbitamente en el determinismo (objetivista o subjetivista) del que se pretende escapar. Entre los términos de estas dualidades existe penetración recíproca o, más exactamente, “circularidad”. Lo mismo sucede con otra de las contradicciones que recorren la Crítica, pero que a diferencia de las anteriores y a pesar de las correspondencias que existen entre ellas, para nosotros es la decisiva, ya que toca el corazón de la cuestión que aquí tratamos. Sartre se refiere a ella como a un “extraño conflicto circular y sin síntesis posible que representa la insuperable contradicción de la Historia: la oposición y la identidad de lo individual y de lo común” (p. 650).
En esta contradicción viva de la historia se nos aparece la socialidad como cuestión o como pregunta. La historia de la oposición entre el individuo y la sociedad (la comunidad o lo común) se remonta a los antiguos griegos y llega hasta nosotros a través de innumerables meandros teórico-prácticos. Alcanza a la teoría marxista, a las ciencias sociales, y muy particularmente a la sociología. Sartre recoge algunas de estas herencias —aunque casi siempre de manera no explicitada— y ensaya su propia respuesta a lo largo de la Crítica. Ahora bien, si la socialidad es la relación entre lo individual y lo común; si entre estos términos y las realidades que ellos representan no hay más que condicionamiento circular y un vínculo inextricable de identificación y oposición, cabe preguntarse por qué razón, más acá o más allá de este plano de “indistinción” donde la acción individual y la acción común se interpenetran, la individualidad opera invariablemente como esquema rector de la teoría de los conjuntos prácticos. La socialidad se vuelve una cuestión cuando se descubre que el principio de oposición y de identidad entre las realidades en conflicto queda contradicho por lo que en la teoría sartreana pasa por ser el verdadero principio, esto es, la libre acción individual definida como la praxis original y constituyente6.
Nuestro objetivo no es solamente indicar mediante este análisis lo que puede leerse como un contrasentido. Si nos detenemos allí es porque dicho contrasentido manifiesta algo más que lo que podría pasar por una simple inconsistencia teórica. En cierta medida, es revelador de los conflictos internos de una empresa que se propone hacer confluir la filosofía marxista y la ideología de la existencia. Y, más concretamente, revela las dificultades que experimenta Sartre en el intento de ampliar su proyecto ontológico al dominio de los conjuntos prácticos sin abandonar la matriz individualista que siempre moldeó su concepción del hombre y del mundo. En cualquier caso, la cuestión de la socialidad, con sus repercusiones y efectos disonantes, solo puede captarse en toda su complejidad si siguen los hilos de Ariadna que -recordémoslo-conducen en la Crítica de la praxis individual a las diversas formas de los conjuntos humanos.
4. Series, grupos y clases
Por razones de espacio pero también de practicidad nos limitaremos aquí a una recapitulación breve y necesariamente incompleta de las estructuras formales de la experiencia dialéctica tal como se exponen en la Crítica, con el objetivo de delimitar el lugar y el alcance de la noción de socialidad. Cabe aclarar que de este recorrido solo se tendrá en cuenta el momento regresivo, vale decir, el momento formal que parte del individuo abstracto para luego remontarse hasta los conjuntos prácticos a fin de descubrir la inteligibilidad de cada uno de ellos. El momento progresivo, dedicado al problema concreto de la historia, debía ser tratado en el segundo volumen de la Crítica, que como ya se indicó quedó inacabado7.
La experiencia dialéctica parte del individuo y su praxis. Sartre (1985a) es consciente del “carácter sospechoso de robinsonada” de semejante comienzo (p. 759). No obstante, lo justifica como un momento abstracto o incompleto que debe ser superado para finalmente desembocar en la relación concreta entre la praxis y los conjuntos prácticos. La experiencia dialéctica es pensada desde el comienzo mismo como “circularidad” y sin perder de vista su “descubrimiento capital”, a saber, que “el hombre está ‘mediado' por las cosas en la medida misma en que las cosas están ‘mediadas' por el hombre” (p. 193). Las múltiples combinaciones de estos tres elementos —el hombre, las cosas y las mediaciones— proveen a Sartre de material suficiente para probar la inteligibilidad de la praxis individual y, de este modo, alcanzar su primer objetivo.
“Todo se descubre en la necesidad (besoin): es la primera relación totalizante de este ser material, un hombre, con el conjunto material del que forma parte” (p. 194). Esta primera totalización es también la primera “negación de negación”: lo que niega la necesidad es una falta experimentada por el organismo. En la búsqueda por satisfacer la necesidad (respirar, alimentarse, etc.) se descubre la relación primordial entre lo orgánico y lo inorgánico. Se trata de un vínculo de inmanencia, puesto que el organismo busca interiorizar la materia, y a la vez de trascendencia, ya que el organismo encuentra su ser fuera de sí mismo. Mediante esta relación totalizante el entorno material se vuelve unidad o totalidad pasiva. He aquí la Naturaleza en su forma primera. Ahora bien, para que un cuerpo vivo pueda actuar sobre la materia inerte debe volverse él mismo un cuerpo inerte o un mecanismo. El uso de la propia inercia por parte del hombre para vencer la inercia de las cosas y así saciar su necesidad nos sitúa en el plano del trabajo. Sartre, al igual que buena parte de los pensadores marxistas anteriores y posteriores a él, privilegia la actividad productiva sobre el resto de las actividades humanas al definir el trabajo como la “praxis original” por la cual el hombre produce y reproduce su vida de manera dialéctica (p. 203).
Una vez demostrado el carácter dialéctico de la praxis a través del ejemplo abstracto del trabajador aislado, Sartre pasa a considerar la relación humana. Por un lado, la relación entre los hombres es “una realidad de hecho permanente” (p. 209) que se da siempre en circunstancias históricas y sociales determinadas. Por otro lado, y al mismo tiempo, es la “consecuencia dialéctica inmediata de la praxis” (p. 210), de las acciones que los hombres llevan a cabo y por las cuales superan las relaciones dadas. La relación humana, condicionada y condicionante a la vez, es contemporánea de la relación de cada hombre con la materia.
En continuación directa con lo que se afirma en El ser y la nada, la relación original con el otro es concebida aquí como un vínculo de negación (el uno no es el otro, y viceversa) y de interioridad (cada uno afecta al otro en lo más profundo de su ser). Sartre critica las concepciones que pretenden explicar la relación humana a través de la pura exterioridad, ya sea como algo venido de afuera o como resultado de un contrato.
La relación humana fundamental se presenta bajo la forma de la reciprocidad, es decir, como una relación binaria, pero “la relación real de los hombres entre sí es necesariamente ternaria” (p. 221). La relación binaria no conforma una unidad. Al contrario, puesto que el vínculo que existe entre los individuos es de negación y de interioridad, estos permanecen separados. La unidad solo puede ser el resultado de la mediación de un tercero. La acción del tercero transforma las acciones simultáneas de los otros dos y constituye una totalidad. Así, la formación binaria se integra en una formación ternaria, y esta última se descubre como el verdadero fundamento de la primera.
La díada y la tríada son formaciones mediadas por la materia que constituyen el cimiento de todas las relaciones humanas. Sin embrago, ni la una ni la otra constituyen relaciones sociales propiamente dichas. Son relaciones conmutativas que surgen de la dispersión de los organismos sin por ello lograr suprimirla: “son adherencias múltiples entre los hombres y que mantienen una ‘sociedad' en estado coloidal” (p. 224). Estas primeras relaciones humanas cobran sentido social e histórico cuando se hace intervenir otra relación humana fundamental: la escasez. El hecho contingente de que “no hay suficiente para todo el mundo” (p. 239) es condición de posibilidad de la historia. En este sentido se afirma que “toda la aventura humana —al menos hasta aquí— es una lucha encarnizada contra la escasez” (p. 235). Esta define a la pluralidad de los hombres como unidad inhumana donde cada uno reconoce en el otro una amenaza. Pero al mismo tiempo, por medio de la praxis, los hombres luchan contra la escasez y el riesgo de muerte que ella supone.
En el marco de la escasez, Sartre indaga la relación entre la praxis, como negación de la materia, y la materia, como negación de la praxis. Ciertamente, los hombres actúan sobre la materia transformándola para sus propios fines. Pero la materia trabajada y socializada por las generaciones anteriores actúa sobre los hombres y los transforma a su vez. La praxis negada por la materia circundante se revela como alienación8. Los fines humanos materializados se vuelven contra-finalidad. La praxis humana, inscripta en la materia, se vuelve antipraxis. Estas categorías expresan las exigencias materiales que pesan sobre los hombres como una necesidad (nécessité), sin que esta se confunda con una coacción puramente exterior. Ahora bien, como resultado de la relación dialéctica entre la acción y la materia surge una nueva realidad simbiótica donde la praxis del hombre y la inercia material se tornan inseparables. Se trata de la realidad práctico-inerte. En el campo práctico-inerte la libertad de la praxis no hace sino realizar la necesidad impuesta por las exigencias de la materia. Esto significa que cada individuo interioriza la materialidad exterior y esta se convierte en el vínculo inerte que mantiene unidos a los individuos. Lo práctico-inerte es la sustancia inorgánica que se encuentra en la base de toda forma de socialidad. Al punto que Sartre lo considera “el ser social del hombre en el estadio fundamental” (p. 339). En efecto, “es en el nivel de lo práctico-inerte que la socialidad se produce en los hombres por las cosas como un vínculo de materialidad que supera y altera las simples relaciones humanas” (p. 410).
Los objetos colectivos se descubren en el campo práctico-inerte. Más allá de las diferencias, las series y los grupos poseen una “estructura de colectivo, es decir, de interpenetración totalizante o pseudo-totalizante” (p. 361) entre los individuos. El colectivo “es el ser de la propia socialidad, en el nivel de lo práctico-inerte” (p. 410). Lo que equivale a decir que se encuentra presente en todas las realidades sociales. En algunas de ellas su presencia tiende a acrecentarse hasta casi abarcarla, como sucede en la serie, y en otras tiende a desaparecer, como ocurre en el grupo.
Para clarificar la estructura de colectivo, Sartre analiza un primer tipo de realidad social: la serie. Quienes componen una serie “realizan en la banalidad cotidiana la relación de soledad, de reciprocidad y de unificación por el exterior” (p. 364). Es la relación distintiva entre los habitantes de una gran ciudad: separación, indiferencia e intercambiabilidad son algunas de sus principales características. Sartre ofrece, entre otros, el siguiente ejemplo de relación serial: un conjunto de personas espera un autobús; todas ellas tienen un interés común representado en un objeto —el medio de transporte— que las une desde el exterior con la marca de lo práctico-inerte. La estructura serial revela relaciones de negación y de interioridad producidas por relaciones de exterioridad. Los miembros seriales no se diferencian entre sí: cada uno, determinado por un interés y un objeto material comunes a todos, es idéntico al otro. La alteridad es, pues, el vínculo que mantiene unidos en la separación a los miembros de la serie. La vinculación por medio de la alteridad produce la serie como “agrupación humana no activa” (p. 371). Esto quiere decir que la unidad serial no es una finalidad de la praxis humana, sino que es el resultado de la actividad pasiva del objeto práctico-inerte. Se trata, en suma, de una realidad deshumanizante y alienante, puesto que es provocada por la inercia, por la impotencia de la acción. En ella, la praxis se transforma en exis, sin dejar de ser el fundamento original de la unidad.
De momento, lo que nos interesa retener es que la serie, en cuanto ser colectivo del campo práctico-inerte, es nada menos que “el fundamento de toda socialidad” (p. 376). Lo cual implica que sobre ella y, como veremos, contra ella, se constituye un segundo tipo de realidad social: el grupo. Este, a diferencia de la serie y del colectivo en general, es una “organización práctica, establecida directamente por la praxis de los hombres y como empresa concreta y actual” (p. 362). El grupo puede definirse como un conjunto de individuos que actúa colectivamente en función de un objetivo común y que, en el mismo acto, lucha contra la inercia que nunca deja de acecharlo. El hecho de que el grupo se constituya sobre la serie y como su negación no significa que el colectivo se suprima enteramente en el grupo. Al contrario, aquel permanece como su condición de posibilidad y como amenaza latente. La serie puede devenir grupo, o bien, el grupo devenir serie. El pasaje de uno a otro depende, en una coyuntura siempre determinada por la lucha entre oprimidos y opresores, del peso relativo de la praxis y de lo práctico-inerte. Sartre afirma que es imposible determinar una “prioridad temporal” entre el colectivo y el grupo, aunque admite la “anterioridad lógica” del primero (p. 452).
El grupo se identifica con la praxis colectiva. Es a través de ella que los individuos vencen el estado de pasividad, siendo la necesidad (besoin) y los peligros que esta engendra el motor de esta nueva totalización. La estructura grupal representa, pues, un “segundo grado de socialidad” (p. 416).
Sartre distingue varios tipos de grupos, desde los menos hasta los más estructurados: el grupo en fusión, el grupo organizado y el grupo institucionalizado, los cuales a su vez se dividen en una gran variedad de subtipos. Los límites de este resumen nos impiden ahondar en las particularidades y las diferencias de estos grupos (diferencias relativas tanto a la relación que cada uno de ellos mantiene con la serialidad y con otros conjuntos prácticos como a la duración o permanencia, a los medios y a los fines respectivos de cada grupo, entre otras que cabría mencionar).
Para el propósito de nuestro análisis basta con advertir cómo se constituye el grupo en su forma más simple y general, esto es, cómo se transforman las relaciones humanas de modo tal que las necesidades individuales se experimenten como necesidad común a través de la integración de los individuos en una comunidad. El actor principal de esta transformación es el tercero mediador. Lo hemos visto: la acción del tercero modifica la relación recíproca entre dos individuos y asegura la unidad del conjunto. “Su estructura original de tercero manifiesta, en efecto, el simple poder práctico de unificar toda multiplicidad al interior de su campo de acción” (p. 471). El tercero detenta el poder de totalizar una pluralidad dispersa de individuos y, por lo tanto, de organizar la praxis colectiva. A nivel del grupo, cada individuo es un tercero. O, para decirlo con Sartre, “los miembros del grupo son los terceros” (p. 476). El tipo de relación que se establece entre los participantes del grupo en vías de constitución es el reverso de la relación serial de alteridad (aunque la alteridad reaparece en formas más complejas del grupo que aquí no abordaremos). Opuesto al individuo indiferenciado de la serie, el tercero mediador emerge como el individuo común que produce en cada uno y por cada uno, es decir, por todos, la unidad del grupo. La relación humana de interioridad que caracteriza al grupo recibe el nombre de reciprocidad mediada y se la considera una doble mediación, “ya que es mediación del grupo entre los terceros y mediación de cada tercero entre el grupo y los otros terceros” (p. 476). Efectivamente, mientras que en la serie la mediación es un objeto, en el grupo la mediación es una praxis, entendida como la vinculación entre los terceros que tiene lugar en y por el grupo. En síntesis, lo que se llama grupo o comunidad, en sentido amplio, es la constitución de la acción común por la acción individual en una coyuntura socio-histórica determinada, y representa el pasaje de la impotencia y la necesidad al poder y la libertad de los hombres unificados.
La clase, finalmente, no es una realidad social aparte de la serie y del grupo. Más bien es la “sustancia” de la cual la serie y el grupo son “determinaciones”, en la medida en que “todos las agrupaciones humanas, en el período actual, expresan de una manera o de otra [...] el desgarro en clases de la sociedad” (p. 360). En otras palabras, las clases sociales oscilan permanentemente entre las realidades contradictorias que acabamos de describir. Para explicar esta oscilación aquí tomamos el ejemplo de la clase obrera, sobre la que Sartre se detiene largamente. La clase como serie tiene el sello de lo práctico-inerte. La unidad de la clase serial es real pero inhumana, ya que la relación de los miembros de la clase está mediada por un objeto (los medios de producción), que los obreros, en la impotencia, viven como destino. En cambio, la clase como grupo es praxis colectiva surgida de lo práctico-inerte. Su interés común es la negación del destino prefabricado en la serialidad y, consecuentemente, la reorganización del medio social en vista de sus propios fines. La realidad cambiante de la clase depende de las mediaciones que operan en el interior de cada clase y, en igual medida, de las acciones y reacciones que suscita la lucha entre las clases. Sartre llega así a la conclusión de que la inteligibilidad dialéctica de las relaciones humanas y de la Historia se cifra en el antagonismo recíproco entre explotados y explotadores en un mundo dominado por la escasez.
5. Conclusión de la experiencia dialéctica
Analizadas las estructuras formales de la experiencia dialéctica, estamos en condiciones de identificar los tres estadios de su recorrido: la razón dialéctica constituyente (estadio de la praxis individual abstracta), la antidialéctica (estadio de lo práctico-inerte) y la razón dialéctica constituida (estadio de la praxis colectiva). Sartre advierte que no son tres momentos de una dialéctica universal, sino dos dialécticas diferentes (la del individuo y la del grupo) mediadas por una antidialéctica (la de la serie) que es la negación de ambas.
En el comienzo lógico y metodológico de la experiencia dialéctica, en cuanto matriz formal sobre el cual se produce la Historia real, reencontramos la acción del individuo aislado. Sartre afirma que se trata de un momento abstracto a ser superado primero por el campo práctico-inerte y luego por la acción del grupo, pero no deja ser el momento fundante o, como él lo llama, constituyente. Sartre (1985a) lo explica del siguiente modo: “la acción orgánica como modelo estrictamente individual es la condición fundamental de la racionalidad histórica, es decir que hay que vincular la Razón dialéctica constituida [...] a su fundamento siempre presente y siempre escondido, la racionalidad constituyente” (p. 760).
El privilegio de la praxis individual sobre cada una de las instancias que configuran el mundo social se confirma en la relación de dependencia establecida por Sartre. A lo largo del recorrido que concluye en la totalización histórica, la acción individual sufre innumerables transformaciones sin dejar de ser el fundamento oculto, pero omnipresente, de los estadios subsiguientes. En el campo práctico-inerte, donde se produce la socialidad primera, la acción orgánica del individuo es superada por la materialidad inorgánica que, a su vez, había sido superada por la “praxis original” del trabajador tomado aisladamente. Mediante esta transformación, la acción individual es suprimida y conservada por la serialidad para luego reafirmarse como praxis constituyente de la acción colectiva o segunda socialidad. Es la acción de los individuos, y no la serie, la que va a generar la acción del grupo. He aquí la razón profunda de la distinción capital entre dialéctica constituida y dialéctica constituyente: el grupo es un producto, una invención del individuo en cuanto organismo práctico. Tal vez ahora se entienda mejor por qué Sartre considera parasitaria la realidad de los objetos colectivos. La existencia de las realidades sociales no es ni puede ser autosuficiente, sino que depende de la existencia se los seres individuales. De lo contrario se incurriría en la hipótesis metafísica del hiperorganismo. Para Sartre, la realidad de las series, los grupos y las clases se manifiesta como totalización siempre en curso, nunca acabada. Y cuando analiza esta realidad desde el punto de vista de la totalidad lo hace a título de “totalidad destotalizada” (p. 67). El hecho de que los conjuntos prácticos sean totalidades en constante destotalización significa que la unidad de los individuos, sea por mediación de un objeto, sea por mediación de la praxis, es siempre provisoria y parcial. Ni siquiera el grupo, que es organización práctica, puede ser considerado un organismo que se produce a sí mismo a través de su acción, esto es, un hiperorganismo. La estructura grupal es producida por la libre acción constituyente de sus miembros. Si en determinadas circunstancia el grupo puede adoptar la apariencia de una unidad orgánica, esto se debe en parte al movimiento de integración que asegura provisoriamente su permanencia, pero también, y sobre todo, al hecho de que su ideal irrealizable es el organismo práctico, el individuo entendido como único ejemplo real de unidad orgánica. Más puntualmente, la praxis individual provee al grupo “un modelo de unidad activa”, y el organismo del individuo provee al grupo “un modelo y un esquema de unidad ontológica” (p. 630).
El grupo conforma una cierta unidad, dado que surge como la unificación de una multiplicidad de individuos a través de la acción del tercero en la reciprocidad mediada, pero esto no lo convierte en una unidad sustancial. Es un tipo de existencia o de ser que, paradójicamente, carece de autonomía ontológica. A esto se refiere Sartre cuando afirma que “el grupo no es una realidad metafísica sino una cierta relación práctica de los hombres con un objetivo y entre sí” (p. 504, nota 1). La unidad del grupo se presenta como ubicuidad. O sea que la unidad se encuentra en cada una de las acciones individuales que contribuyen conjuntamente a la creación de la acción colectiva. En la medida en que esta ubicuidad es práctica, y no sustancial, queda descartada la posibilidad de representarse el grupo como un todo superior y distinto a sus partes. Dicho de otro modo, la única unidad real del grupo es la unidad práctica. Por su parte, la unidad ontológica permanece como una instancia aparente y, como tal, imposible de ser alcanzada. Se trata de la imposibilidad ya comentada de que una totalización se convierta en totalidad. De ahí el carácter eminentemente ambiguo del estatuto ontológico del grupo: su unidad ontológica no es más que una proyección ilusoria de su unidad práctica. Sin embargo, Sartre nos recuerda que el grupo como totalidad, por aparente o ilusorio que sea, tiene efectos reales y concretos. Entre otras razones, porque en el grupo “todos y cada uno se producen y se definen a partir de esta inexistente totalidad” (p. 671). Allí reside la efectividad o la eficacia del mito de la comunidad como un todo orgánico. Dicha totalidad, imposible y necesaria a la vez, se experimenta en el grupo como un “vacío interior”, como un “malestar” que “suscita un fortalecimiento de las prácticas de integración y que crece a medida que el grupo está más integrado” (p. 671).
El condicionamiento recíproco entre el plano del ser y el plano de la praxis es uno de los rasgos característicos de la ontología social esbozada en la Crítica. Mediante esta caracterización se puede afirmar que Sartre logra eludir tanto el holismo como el individualismo puro y simple del que lo acusaba Merleau-Ponty, entre otros críticos de la época. Entendemos que en la Crítica se despliega una original teoría social y filosófica que intenta —no sin vacilaciones y limitaciones considerables— ir más allá de ciertas oposiciones binarias que históricamente dominaron estos campos del saber. No obstante, sería apresurado deducir de ello que la relación entre “lo individual y lo común” en la teoría de los conjuntos prácticos implica “circularidad”, o incluso “indistinción”, entre dos realidades que se oponen al mismo tiempo que se identifican. Si existe algo así como un movimiento circular entre dichas realidades, este solo es aprehensible al cabo de la experiencia dialéctica, en la totalización histórica donde aparecen simultáneamente y en relación directa todas las estructuras consideradas. A lo largo del análisis de las estructuras formales que componen esta experiencia y sobre las cuales se realiza la historia concreta no hemos hecho más que confirmar la prioridad de ese modelo vivo de unidad práctica y ontológica que es el organismo individual. Justamente porque hay una clara jerarquía entre lo individual y lo común resulta inverosímil postular la indistinción entre estas instancias. Entre una y otra subsiste la clásica y rigurosa distinción que tanto la filosofía como las ciencias sociales se encargaron de establecer entre lo constituyente y lo constituido para referirse, alternativamente, al individuo y a la sociedad. La conclusión provisional a la que llegamos es que la noción de socialidad aquí examinada resulta problemática, puesto que remite a la relación práctico-ontológica entre individuos histórica y socialmente situados, mientras que el esquema interpretativo que Sartre utiliza para dar cuenta de esta relación singular tiene por fundamento y modelo inalcanzable la praxis del individuo abstracto. Entiéndase bien, lo que nos parece cuestionable no es la socialidad en cuanto tal, que para Sartre significa la realidad concreta, sino el hecho de buscar su explicación en otro lugar que en esa realidad. Como bien advierte Flynn (1984), “lo que básicamente le falta a la teoría de Sartre [...] es una ontología de las relaciones” (p. 206). Se trata, en efecto, de una teoría que analiza de manera rigurosa y sistemática el ser del individuo y de los conjuntos prácticos, pero que aplaza de manera indefinida la pregunta por el ser de la relación, es decir, de las relaciones varias, variadas y variables que los individuos mantienen entre sí y con el medio que los rodea en un momento y un lugar determinados. Desde un punto de vista ontológico, plantearse esta pregunta supone comenzar por diferenciar la realidad relacional de la realidad individual y de la realidad colectiva. Precisamente, la ontología que aquí se echa en falta debe ser entendida, en su acepción más general, como un discurso que afirma el carácter originario o constitutivo de las relaciones sociales y que, al mismo tiempo, desplaza las tradicionales concepciones individualistas y holistas entre las que se mueve desde antaño el pensamiento filosófico y social. Desde una perspectiva relacionalista, ni el individuo precede a la sociedad, ni la sociedad al individuo. Es el entramado de relaciones reales, prácticas y heterogéneas el que precede y da sentido a lo que aún hoy se continúa pensando bajo los nombres de individuo y sociedad, ya sea bajo la forma de una oposición simple, ya sea bajo la forma sin duda más compleja de un “extraño conflicto circular y sin síntesis posible que representa la insuperable contradicción de la Historia” (Sartre, 1985a, p. 650).
Con todo, aunque Sartre no proporciona una ontología a la altura de las tesis sobre la circularidad, las mediaciones y la socialidad expuestas en la Crítica, creemos que el existencialismo y el marxismo —tanto en la versión sartreana como en la de otros pensadores, incluido el propio Marx— constituyen aportes insustituibles para orientarse en la dirección de una ontología social que, en lugar de partir de la realidad una y abstracta del individuo o de la sociedad, parta de la realidad necesariamente múltiple y concreta de las relaciones sociales.
Notas
1Seguimos aquí el texto establecido y anotado por Arlette Elkaïm-Sartre, que es una versión corregida y modificada respecto de la edición original de 1960.
2Para una reconstrucción detallada de los hechos biográficos, filosóficos y políticos vinculados con el acercamiento de Sartre al marxismo, cf., entre otros, Flynn (2014) y Aronson (1981).
3Sobre esta cuestión, cf., por ejemplo, Alvaro (2018)
4R. Aronson (1987) reconstruye la compleja relación entre ambos pensadores y asimismo explica por qué “es imposible no leer la Crítica como una respuesta al desafío de Merleau-Ponty” (pp. 4-32).
5Sobre la primacía de la praxis individual a nivel epistémico y metodológico, ontológico y ético en la Crítica, cf. el brillante análisis de Flynn (1984, pp. 104-112).
6Una lectura diferente sobre la respuesta de Sartre a la pregunta por la socialidad puede encontrarse en Rizk (1996). Rizk no ve incompatibilidad entre el precepto individualista que gobierna a la Crítica de la Razón dialéctica y el movimiento circular entre lo individual y lo social que supone la definición de socialidad. En su interpretación, “la individualidad es portadora de una relación constituyente” (p. 9). O, como también llega a decir, “el individuo es relación con el otro” (p. 194). A nuestro juicio, sin embargo, una interpretación semejante es incongruente con la concepción sartreana del ser individual, tanto en su versión temprana como en la versión tardía que encontramos en la Crítica de la Razón dialéctica.
7Sobre el “método progresivo-regresivo”, cf. Sartre (1985a, pp. 72-123). Asimismo, Sartre pone a prueba esta metodología en la colosal biografía que le dedica a Flaubert (cf. Sartre, 1971-1972).
8Adviértase que Sartre (1985a) distingue la alienación primera y general, que resulta de la acción de la materia trabajada sobre los hombres y es un rasgo permanente de cualquier sociedad histórica, de las alienaciones particulares de las sociedades capitalista y socialista. Aunque son independientes, están ligadas en la medida en que la primera se expresa en las otras y al mismo tiempo les sirve de fundamento (pp. 55, 181, 236, 262-263, 336, 413, etc.).
Referencias
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