Del ícono al fantasma. Los dos Modelos de la máquina antropológica

From Icon to Phantasm. Two Models of the Anthropological Machine

Germán Osvaldo Prósperi
Universidad Nacional de La Plata (Argentina) gerprosperi@hotmail.com


Resumen

Según Furio Jesi y Giorgio Agamben, la máquina antropológica es un dispositivo histórico que produce imágenes del hombre. En este artículo nos proponemos retomar esta categoría y mostrar que existen dos grandes modelos de máquina según la naturaleza de la imagen generada: la máquina teológica-bíblica, que funciona hasta el siglo XIX y que produce al hombre como ícono; la máquina ateológica, posterior a la muerte de Dios, que produce al hombre como fantasma.

Palabras clave

Arquetipo, fantasma, hombre, ícono, imagen, máquina antropológica.


Abstract

According to Furio Jesi and Giorgio Agamben, the anthropological machine is a historical dispositive that produces images of man. This paper aims at returning to this category and demonstrating that two models of the machine can be found depending on the nature of the image produced: the theological-biblical machine that operates until 19th century and that produces man as icon, and the atheological machine, after disappearance of God, that produces man as phantasm.

Keywords

archetype, phantasm, man, icon, image, anthropological machine.


Del ícono al fantasma. Los dos modelos De la máquina antropológica

Introducción

En el ensayo “Conoscibilità della festa” Furio Jesi (1977) define su categoría de máquina antropológica como un “mecanismo complejo que produce imágenes de hombres, modelos antropológicos” (p. 15). Giorgio Agamben (2002), por su parte, en L'aperto. L'uomo e l'animale, se refiere a la máquina antropológica de Jesi como una máquina óptica: “la máquina antropogénica [...] es una máquina óptica [...] constituida por una serie de espejos en los cuales el hombre, mirándose, ve su propia imagen ya siempre deformada en rasgos de simio” (p. 34). Uno de los aportes fundamentales que Agamben realiza al concepto de máquina, tal como aparece en Jesi, es la bipolaridad. Podría decirse que a la máquina mitológica (o antropológica) de Jesi, cuya estructura es profundamente circular,1 Agamben le introduce dos polos, uno humano o divino y otro natural o animal, convirtiéndola en una máquina bipolar.2 Su funcionamiento, por eso mismo, se caracteriza por articular y desarticular los dos polos que la constituyen.3 Estos dos polos son lo humano y lo animal, o bien lo sobrenatural, social o divino y lo natural o biológico: el alma y el cuerpo, en suma. “En nuestra cultura, el hombre ha sido siempre pensado como la articulación y la conjunción de un cuerpo y de un alma, de un viviente y de un logos, de un elemento natural (o animal) y de un elemento sobrenatural, social o divino” (Agamben, 2002, p. 21). Lo humano es producido a partir de la articulación y conjunción de estos dos elementos. En líneas generales, Agamben distingue dos modelos de máquina antropológica: la antigua y la moderna. La primera funciona humanizando lo animal, incluyendo un afuera; la segunda, animalizando lo humano, excluyendo un adentro (cfr. Agamben, 2002, pp. 42-43).

Ahora bien, en este artículo quisiéramos proponer otro modo (que no necesariamente excluye al de Agamben) de entender los dos modelos de la máquina antropológica. Para esto, nos centraremos fundamentalmente en los rasgos que definen a la imagen de lo humano generada en cada caso por la máquina.4 Como se sabe, el problema del hombre como imagen es un motivo bíblico por excelencia. Los versículos 26-27 de Génesis 1, de hecho, han sido ampliamente comentados por los teólogos y estudiosos de las más diversas corrientes bíblicas, desde los rabinos hasta los Padres de la Iglesia, desde los cabalistas hasta los escolásticos.5 Más allá de las diferentes concepciones acerca del hombre como imagen, lo cierto es que en general, es decir, en las líneas dominantes de la tradición ontoteológica de Occidente, se ha entendido a la imago Dei como un ícono en el sentido platónico, o sea, como una imagen que se funda en una relación de semejanza con su arquetipo.6 El hombre como imagen, para la tradición teológica, sobre todo de ascendencia platónica, es siempre un ícono, una imagen de Dios.

En este escrito quisiéramos sugerir que lo humano ha sido producido como ícono hasta la Modernidad (sobre todo con el avance de la ciencia y el racionalismo en el siglo XVIII)7 y particularmente hasta Nietzsche, quien anuncia el proceso que Max Weber llamará “desencantamiento del mundo”. Con la muerte de Dios, es decir, con la desaparición del arquetipo, lo humano ya no puede seguir pensándose como ícono. Sigue siendo una imagen, por cierto, puesto que siempre es el producto de la máquina antropológica, pero a partir de Nietzsche el tipo de imagen cambia. Quisiéramos adelantar la tesis de que el hombre, luego de la muerte de Dios, o más bien, a causa de ella, se transforma en un fantasma, es decir, en una imagen que no se funda en ninguna relación de semejanza con un arquetipo.8 Como veremos, el lugar otrora ocupado por Dios será ocupado por el lenguaje, aunque ahora, a diferencia del modelo teológico, se tratará de un locus inmanente. De tal manera que, desde nuestra perspectiva, existirían dos grandes modelos de máquina antropológica: una máquina icónica, propia de la tradición teológica de ascendencia bíblica y platónica; una fantasmática, propia de la época contemporánea (a partir del siglo XIX aproximadamente). Para demostrar este punto explicaremos, en un primer momento, algunos aspectos generales de las concepciones dominantes acerca de la imago Dei entendida como ícono, y en particular la diferencia entre ícono y fantasma en el platonismo. En un segundo momento mostraremos la mutación que sufre el estatuto de la imagen, y por ende, el funcionamiento de la máquina antropológica, en el siglo XIX (siendo Nietzsche su figura simbólica). Por último, reflexionaremos sobre las consecuencias antropológicas de esta metamorfosis de la imagen generada por la máquina.

2. Imago Dei

Las líneas dominantes de la teología cristiana hunden sus raíces en dos grandes tradiciones: la bíblica de origen hebreo y la filosófica de origen helénico. En esta segunda tradición, además, sobre todo en lo que concierne a la cuestión de la imagen de Dios, la filosofía platónica ocupa un lugar destacado. En Théologie de l'image de Dieu chez Origéne Henri Crouzel (1955) ha explicado esta doble influencia en los Padres de la Iglesia, particularmente en la escuela de Alejandría.

Era inevitable que el encuentro del pensamiento griego con la tradición judeo-cristiana condicionara la interpretación de los escritos inspirados con los resultados de esta reflexión en la medida en que podían acordarse con ella [...] Las ideas de parentesco y de semejanza, de imagen y de imitación, se encuentran sobre todo en la línea platónica (y pitagórica) y en la filosofía del Pórtico. (p. 33)9

En el centro de los debates que se sucedieron a lo largo de la historia de la teología acerca de la imago Dei se encuentran las nociones de imagen y semejanza, ambas fundamentales en la tradición bíblica y en la tradición filosófica del platonismo. En efecto, el Génesis bíblico había sostenido que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios.

Y dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; y dejemos que domine sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, sobre las fieras salvajes y sobre las criaturas que se arrastran por la tierra. Y Dios creó al hombre a su imagen. A imagen de Dios [bə-Ṣe-lem 'ĕ-lō-hîm] lo creó. Macho y hembra los creó. (Génesis 1: 26-27)

El término hebreo “clave” es םלצ(selem): imagen, apariencia.10 El otro término importante es צּומד (d’müth): semejanza, similitud. En la Septuaginta, el término selem es traducido por eikön (imago en la Vulgata), mientras que el término d'muth por homoiösis (similitudo en la Biblia latina). Esta convergencia del mundo semítico con el mundo helénico será una constante, prácticamente desde Filón de Alejandría en adelante, en buena parte de la patrística, llegando incluso hasta la escolástica. La influencia y la importancia que ha tenido el neoplatonismo en los Padres de la Iglesia ha sido suficientemente señalado por innumerables autores.11 En el caso que nos ocupa aquí, esta influencia se revela enseguida fundamental, pues está en el centro de las discusiones concernientes a los dos términos que hemos individuado hace un momento: eikön y homoiösis. Vladimir Lossky (1967), en A l'image et a la ressemblance de Dieu afirma que la teología de la imagen es extraña a la tradición hebrea y que se trata en verdad de “un aporte helénico debido a las asociaciones platónicas y estoicas latentes ya en los términos eikön y homoiösis de la traducción del libro del Génesis por los Setenta” (p. 125).12 En efecto, con el cristianismo el problema de la imagen adquiere una importancia inusitada. En la tradición cristiana, sostiene Lossky (1967), “‘imagen' y ‘teología' se encuentran tan estrechamente ligadas que la expresión ‘teología de la imagen' podría parecer casi un pleonasmo” (p. 131).13 Ahora bien, lo importante es que tanto en aquellos autores (Ireneo de Lyon, Tertuliano, etc.) que identifican la imagen con la totalidad de lo humano (alma-cuerpo) cuanto en aquellos que la identifican con la facultad intelectual o espiritual (Clemente, Orígenes, etc.), la imagen es siempre entendida en un sentido icónico, es decir, en referencia a su arquetipo divino. Dicho de otro modo: la imagen producida por la máquina antropológica bíblica es siempre semejante a su modelo, siempre una imago Dei. Para comprender el sentido que poseen los términos eikōn y homoiosis en el pensamiento platónico, permítasenos hacer referencia rápidamente a la lectura del Sofista que propone Gilles Deleuze en el ensayo “Platon et le simulacre”.

2.1. Ícono y fantasma en Platón

En el asombroso ensayo “Platon et le simulacre”, añadido como un apéndice a Logique du sens, Deleuze sostiene que la verdadera distinción del platonismo no radica en la dicotomía modelo-copia o Idea-imagen, sino entre dos tipos de imágenes: las copias-íconos, dotadas de semejanza y fundadas en las Formas o esencias; los simulacros-fantasmas, repeticiones infundadas de una desemejanza o disparidad.14 El mundo de la caverna, en esta perspectiva, es el mundo de las imágenes en general, lo que Deleuze llama imágenes-ídolos. Estas se subdividen, a su vez, según indicamos, en copias-íconos y simulacros-fantasmas. “Platón divide en dos el dominio de las imágenes-ídolos: por una parte las copias-íconos, por otra los simulacros-fantasmas” (Deleuze, 1969, p. 296). En la lectura que Deleuze hace del Sofista, los eidola se dividen en eikōna y en phantásmata. Estos últimos, a los cuales Deleuze se refiere también con el término simulacros,15 designan una imagen sin semejanza, es decir, una imagen que se ha eximido, por así decir, de su relación con un modelo. Ni copia ni arquetipo, el fantasma es una intensidad diferencial.

Partíamos de una primera determinación del motivo platónico: distinguir la esencia y la apariencia, lo inteligible y lo sensible, la Idea y la imagen, el original y la copia, el modelo y el simulacro. Pero ya vemos que estas expresiones no son válidas. La distinción se desplaza entre dos tipos de imágenes. Las copias son poseedoras de segunda, pretendientes bien fundados, garantizados por la semejanza; los simulacros están, como los falsos pretendientes, construidos sobre una disimilitud, y poseen una perversión y una desviación esenciales. (Deleuze, 1969, pp. 295-296)

Como hemos visto, a diferencia de las copias, cuya semejanza se funda en la Idea, los simulacros no remiten a ningún modelo de lo Mismo; por eso no representan ninguna semejanza, sino, más bien, un desequilibrio interno. Por eso Deleuze advierte de no confundir al simulacro con un ícono. El simulacro no es una imagen degradada, una copia de una copia, sino, más bien, una potencia de disimilitud, una disparidad positiva. Más esencial que la distinción entre las Ideas y las Imágenes es la distinción entre estos dos tipos de Imágenes. Los simulacros y las copias difieren por naturaleza.

Si decimos del simulacro que es una copia de una copia, ícono infinitamente degradado, una semejanza infinitamente disminuida, dejamos de lado lo esencial: la diferencia de naturaleza entre simulacro y copia, el aspecto por el cual ellos forman las dos mitades de una división. La copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro una imagen sin semejanza. (Deleuze, 1969, p. 297)

Desplazando la distinción Idea-Imagen a la distinción Ícono-Simulacro, introduciendo una diferencia de naturaleza entre los dos tipos de imágenes, Deleuze libera la Diferencia de la Identidad, la libera de la tiranía de lo Mismo, de la representación. En el concepto de simulacro o fantasma, insinuado ya en Platón aunque solo para conjurarlo, Deleuze encuentra la posibilidad de pensar una diferencia en sí, una potencia de diferenciación. “El simulacro no es una copia degradada; oculta una potencia positiva que niega el original, la copia, el modelo y la reproducción” (Deleuze, 1969, p. 302). El simulacro, entendido como potencia positiva, permite desarticular y pervertir todo el armazón del pensamiento representativo, tanto el modelo como la copia, tanto el original como la reproducción. Ahora bien, la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, como hemos anticipado, supone una metamorfosis en la imagen de lo humano generada por la máquina antropológica: con la muerte del arquetipo, la imagen ya no es un ícono, sino un fantasma, un simulacro. De ser una imago Dei, ahora el hombre pasa a ser simplemente una imago.

3. Friedrich Nietzsche: El crepúsculo de los “íconos”

Nietzsche ocupa un rol central en el pasaje de una máquina antropológica icónica a una fantasmática. La célebre “muerte de Dios”, en este sentido, representa la consigna que sintetiza el fin del Arquetipo, es decir, de la trascendencia, en el mundo occidental del siglo XIX. Con Nietzsche, el hombre, considerado imago Dei por toda la tradición teológica basada en la Biblia, se transforma, una vez muerto el Padre, meramente en una imago, pero una imago que no se funda en un arquetipo no es una imagen cualquiera, un ícono en el sentido platónico, sino una imagen sin modelo: un fantasma.16

El texto decisivo para analizar esta “transmutación” de la máquina icónica a la máquina fantasmática, del ícono al fantasma, es el famoso apartado titulado “Cómo el ‘mundo verdadero' terminó convirtiéndose en una fábula” de Gotzen-Dammerung oder wie man mit dem Hammer philosophirt. El mundo verdadero representa el reino trascendente e ideal de la metafísica occidental. Desde nuestra perspectiva, el mundo verdadero representa el polo sobrenatural o espiritual de la máquina antropológica; el mundo aparente, por el contrario, el polo natural o animal. No es casual que la somera genealogía de la dicotomía fundamental de la metafísica que propone Nietzsche en este texto comience precisamente con Platón. Reconstruimos rápidamente sus diversos momentos.

  • 1) “El mundo verdadero, asequible al sabio, al piadoso, al virtuoso —él vive en ese mundo, es ese mundo. (La forma más antigua de la Idea, relativamente inteligente, simple, convincente. Transcripción de la tesis ‘yo, Platón, soy la verdad').”17 Esta historia del error, entonces, comienza con Platón, cuando lo real, para decirlo con Heidegger (1997), empieza a ser pensado “bajo la sujeción a la Idea” (p. 238). Es el inicio del dualismo ontológico, la partición de la realidad en dos niveles jerarquizados: el nivel sensible sometido a la primacía del nivel inteligible, el devenir como imagen o copia degradada del Ser.

  • 2) El segundo momento está representado por el advenimiento del cristianismo, tal como es interpretado por Nietzsche. Es el mundo del pecado y de la culpa. El mundo verdadero es inasequible, pero funciona como una promesa para el virtuoso, el piadoso o el penitente. “Progreso de la Idea: esta se vuelve más sutil, más capciosa, más inaprensible —se convierte en una mujer, se hace cristiana...)” (el subrayado es de Nietzsche).

  • 3) En el tercer momento, el mundo verdadero, indemostrable y aún inasible, funciona, sin embargo, como consuelo e imperativo. Destronado del registro epistemológico, se desplaza al ámbito moral. El sol platónico se ha nublado por la crítica kantiana. “En el fondo, el viejo sol, pero visto a través de la niebla y el escepticismo; la Idea, sublimizada, pálida, nórdica, königsberguense.” La Idea metafísica que iluminaba el cielo de Atenas brilla ahora, con menor fuerza, tras las nubes morales de Königsberg.

  • 4) El cuarto momento concierne al positivismo. Las Ideas metafísicas son rechazadas por la fuerza de la razón y de la verificación empírica. La cosa en sí, el noúmeno, ya no consuela. Nietzsche se refiere a este momento como un despertar, aún insuficiente pero necesario. “Mañana gris. Primer bostezo de la razón. Canto del gallo del positivismo.”

  • 5) Es el tiempo de los espíritus libres. El mundo verdadero es una Idea que ya no sirve para nada, ni obliga ni consuela; se ha vuelto superflua, innecesaria. Es un día claro, una verdadera aurora. Otro sol, no metafísico, ilumina la tierra de una nueva humanidad. Platón, dice Nietzsche, se ruboriza. “Día claro; desayuno; retorno del bon sens y de la jovialidad; rubor avergonzado de Platón; ruido endiablado de todos los espíritus libres.”

  • 6) El último momento: la llegada de Zaratustra. La aurora ha dado lugar al mediodía, al instante de la sombra más corta. Es el punto culminante de la humanidad, el final del error más largo. Este último momento marca el pasaje definitivo del ícono al fantasma, la transformación correlativa y consecuente que ocasiona la muerte de Dios, del mundo verdadero, en el estatuto de lo humano entendido como imagen. Leamos cómo expresa Nietzsche esta correlación entre el modelo y la copia, es decir, entre el arquetipo y el ícono. “Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!”

Este pasaje es altamente significativo para nuestra tesis. Nietzsche está diciendo que muerto Dios, no puede seguir pensándose la imagen de lo humano de la misma manera. Si no existe Modelo, tampoco existe copia; si no hay arquetipo, tampoco hay ícono. La misma idea expresa Ludwig Feuerbach (1883) en Das Wessen des Christentums, a propósito de la idolatría: “sancionar el principio significa necesariamente sancionar las consecuencias; la sanción del arquetipo es la sanción de la copia” (pp. 129-130). Esto significa que al morir Dios, al desaparecer el mundo verdadero, el estatuto de lo humano sufre una profunda modificación. No deja de ser una imagen, puesto que siempre es el resultado del funcionamiento de la máquina antropológica, pero el tipo de imagen producido por este dispositivo muta de forma irreversible. No puede ser ya un ícono, dado que en la tradición platónica designa una imagen que se asemeja al original; lo humano, al ser eliminado el mundo verdadero, se transforma en un fantasma. Como hemos visto en el apartado 2.1, el fantasma (o simulacro) alude a una imagen sin modelo, una pura singularidad diferencial que no se funda en ninguna relación de semejanza. Luego de varios siglos de un funcionamiento icónico, la máquina antropológica comienza a producir fantasmas, imágenes sin modelo ni identidad. Nietzsche anuncia el fin del mundo verdadero y el nacimiento de Zaratustra. El verdadero Anticristo, en este sentido, es el fantasma. Incipit Zaratustra, incipit phantasma.

4. Michel Foucault: El retorno de las máscaras

Michel Foucault ha sido uno de los pensadores contemporáneos que ha sabido ver con mayor lucidez la correlación absolutamente necesaria entre la muerte de Dios y el estatuto de lo humano. La lectura de Nietzsche que propone en Les mots et les choses se apoya de lleno en esta mutua presuposición: la muerte de Dios es también la muerte del hombre, así como la muerte del hombre es la muerte de Dios.

Nietzsche encontró de nuevo el punto en el que Dios y el hombre se pertenecen uno a otro, en el que la muerte del segundo es sinónimo de la desaparición del primero y en el que la promesa del superhombre significa primero y antes que nada la inminencia de la muerte del hombre. (Foucault, 1966, p. 353)

Muerte de Dios y muerte del hombre son para Foucault sinónimas. ¿En qué consiste esta sinonimia? Como hemos dicho, el fin del Arquetipo implica por necesidad el fin de la copia. El ocaso de los dioses es también, y por fuerza, el ocaso de los íconos. Lo cual significa que el fin del ícono, dado que el hombre ha sido un ícono producido por la máquina antropológica-teológica, no es sino el fin del hombre. La célebre y polémica “muerte del hombre” anunciada en Les mots et les choses debe ser entendida a partir de la mutación en el tipo de imagen generada por la máquina antropológica. El fin del hombre, de nuevo, es el advenimiento del fantasma, del hombre como fantasma. La muerte del hombre es también promesa de un nuevo nacimiento. El último hombre es el último ícono. Muere el hombre como ícono; nace como fantasma. Muere el rostro del hombre; nace la máscara.

Más que la muerte de Dios —o más bien, en el surco de esta muerte y de acuerdo con una profunda correlación con ella—, lo que anuncia el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino; es el estallido del rostro del hombre en la risa y el retorno de las máscaras; es la dispersión de la profunda corriente del tiempo por la que se sentía llevado y cuya presión presuponía en el ser mismo de las cosas; es la identidad del Retorno de lo Mismo y de la dispersión absoluta del hombre. (Foucault, 1966, pp. 396-397).

El funcionamiento icónico de la máquina antropológica ha generado el rostro de lo humano copiándolo de la divinidad. El hombre ha podido tener un rostro porque la máquina se ha encargado de custodiar la relación de semejanza que lo remitía a su Arquetipo metafísico. Ni siquiera con la caída de Adán y Eva el hombre ha perdido por completo su rostro. Caído, el hombre ha seguido siendo un hombre, un ícono.18 Con la muerte de Dios, sin embargo, el hombre pierde el rostro. Pero esa pérdida es a la vez promesa, no ya de un nuevo rostro, puesto que no hay modelo al cual copiar, sino promesa del retorno de las máscaras. En cierto sentido, la muerte de Dios, más que ser la cifra de la muerte del hombre, lo es de su nacimiento. Como si Dios, al morir, diera a luz al hombre, pero no ya al hombre como ícono, sino como fantasma. Lo que pareciera haber visto Foucault, con una lucidez notable, es que el fantasma, en cierto sentido, ya no es humano. La muerte del hombre marca el nacimiento de un hombre no humano: el fantasma. Como hemos señalado, el verdadero crepúsculo no es el de los ídolos, sino el de los íconos. El superhombre, es decir, el hombre que atraviesa la muerte de Dios, es efectivamente un fantasma cuyo principio interno es una disparidad y una desemejanza. A diferencia del ícono, el fantasma poshumano vive de la diferencia.

5. Furio Jesi y la frase De Nietzsche “Dios ha muerto”

En el epílogo a La festa. Antropologia, etnologia, folklore Furio Jesi retoma algunas tesis de Károly Kerényi, el célebre filólogo húngaro, y sostiene que la fiesta de los “antiguos” o de los “diversos”, en su esencia, estaba vinculada a la visión.

Las fiestas son así los instantes en los que adquiere visibilidad el movimiento emocional creativo, que de otro modo permanece invisible. La diferencia radical entre instantes festivos e instantes no festivos, sobre la cual especialmente insiste Kerényi, coincide con la diferencia radical entre visible e invisible; en cuanto instante de visibilidad (del centro de la colectividad, del movimiento creativo de conmoción), la fiesta es abismalmente no cotidiana. (Jesi, 1977, p. 180)

La fiesta, entonces, designa un acontecimiento en el que se vuelve visible el centro, habitualmente invisible, que funda una comunidad. Según Jesi, es posible suponer que en las fiestas de “ayer” la visión del centro de la máquina —Jesi se refiere aquí a la máquina mitológica en cuyo centro se encontraría el mito, la substancia metafísica del mito— no estaba excluida a priori. Sin embargo, “hoy la máquina mitológica nos ofrece paredes que resultan por definición impenetrables” (Jesi, 1977, p. 199). Ya no somos capaces de ver lo que los diversos vieron; a lo sumo, vemos a ellos viendo, pero no el objeto de su visión, o al menos no lo vemos con los ojos de los videntes sino solo con los ojos de los voyeurs. Si en las fiestas de “ayer” los diversos podían contemplar, al menos durante un instante iluminado, el centro de la máquina, hoy “ninguna visión permite traspasar las paredes de la máquina mitológica” (Jesi, 1977, p. 196). Pero ¿qué es lo que se volvía visible en las fiestas de “ayer” y que hoy permanece necesariamente vedado? Jesi se refiere al objeto de esta visión con el término εἴδωλον (eidōlon). El eidōlon, para Jesi, designa no solo una imagen sino también el espacio en el que algo puede hacerse visible. Este espacio es una suerte de franja intermedia entre los hombres y los dioses.

Εἴδωλον es por tanto la ‘cosa' que se hace visible dentro del espacio intermedio entre los hombres y los dioses. La existencia de este espacio es condición sine qua non de la existencia del εἴδωλον; es el lugar de su existir. Pero si los dioses se han alejado ‘en la profundidad de su nada' (para usar la expresión del cabalista medieval), tanto que el espacio entre ellos y los hombres se ha convertido en una llanura sin horizonte, también el ε &ἴδωλον ha dejado de existir y con él la visión. (Jesi, 1977, p. 188)

El término eidōlon, tal como Jesi lo emplea, no deja de tener una cercanía innegable con el otro término griego que, junto con phántasma, significa imagen: eikōn. La cercanía que mencionamos consiste en que, como hemos visto, el hombre es pensado como ícono en tanto posee una relación de semejanza con el Arquetipo divino. Jesi emplea el término eidōlon, y no eikōn, porque está pensando fundamentalmente en la mitología griega, pagana, y no bíblica. Sin embargo, hemos visto que en la tradición bíblica el hombre es concebido como imagen de Dios. Además, cuando esa tradición se cruza con la lengua griega, el término que permite pensar la relación entre la criatura humana y el Creador es justamente eikōn, término que posee una clara ascendencia platónica. El espacio intermedio entre los dioses y los hombres, que según Jesi permite la manifestación del eidōlon, en la tradición bíblica de habla griega, permite la manifestación del eikōn, del hombre como eikōn. Lo importante, de todas formas, no es tanto el término empleado sino el sentido que posee en relación con la visión y el funcionamiento de la máquina. Este espacio intermedio entre los dioses y los hombres es el que asegura que exista una relación entre ambas dimensiones, la divina y la humana. No obstante, con el alejamiento de los dioses, con el crepúsculo de los ídolos-íconos, ese espacio intermedio desaparece. No es casual que Jesi identifique a Nietzsche, y en particular la consiga “Dios ha muerto”, con la cifra de la desaparición del eidōlon y, consecuentemente, de la visión que hacía posible.

Es probable que la palabra de Nietzsche, ‘Dios ha muerto', no sea solamente verdadera para el momento en el que Nietzsche la ha pronunciado; en efecto, para que el εἴδωλον exista, es necesario que tal palabra no sea pronunciada. Si ella resuena, significa que la ilusión óptica del horizonte del espacio entre hombres y dioses ha cesado. Significa que ‘no se ve más': que el s’íSroXov no es más disponible en su desvelamiento, en el cual consiste su existir. (Jesi, 1977, p. 189)

La muerte de Dios, tal como Jesi la entiende, significa el fin de la ilusión óptica que permitía ver el centro de la máquina: el mito, en el caso de la máquina mitológica, pero también el hombre, en el caso de la máquina antropológica. Una vez que la palabra de Nietzsche es pronunciada, la imagen mitológica de lo humano que funcionaba como nexo entre los dioses y los hombres (el eidōlon para la cultura pagana, el eikōn para la cultura bíblica-cristiana) deja de ser visible. En este sentido, existe una relación esencial entre la máquina mitológica y la máquina antropológica. No solo porque obedecen a una misma estructura formal, sino porque la imagen de lo humano es en sí misma mitológica. Por eso Jesi no duda en identificar al mito precisamente con el espacio en el que se proyectan las imágenes de lo divino y de lo humano.

[...] podríamos entender al mito como lo que colma la distancia entre hombre y dios: substancia etérea en la cual se proyectan y encuentran un punto de encuentro las imágenes de lo divino y las de lo humano, empequeñeciéndose las primeras, agrandándose las segundas, por el opuesto resultado de su acaecer, que las proyecta fuera de su objeto y las extraña de él. (Jesi, 1977, p. 192)

Para la teología de los Padres de la Iglesia, Cristo representa ese punto de encuentro entre lo divino y lo humano, esa substancia etérea en la que teología y antropología de la imagen parecen fundirse en una imagen única, a la vez divina y humana. En Cristo, la imagen divina se empequeñece y la humana se agranda. Desde esta perspectiva, Cristo es el puente que colma el abismo y la distancia entre el Creador y su creatura.

Se puede sin embargo hablar del mito sin identificarlo con la mitología, si se conviene en hablar de lo que él no es: del vacío que está entre lo divino y lo humano. Sobre este vacío se proyectan las imágenes de lo divino y de lo humano que llamamos mitológicas justamente porque se proyectan sobre él: de él obtienen su nombre, a él remiten como un puente incompleto remite al abismo. (Jesi, 1977, p. 192)

La desaparición del eidōlon/eikōn supone, en una de sus posibilidades, el advenimiento del nihilismo, la exhibición del vacío central, la nada que había permanecido oculta en el interior de la máquina. Sobre ese vacío, sustraído a la mirada de los hombres, se proyectaban las diversas imágenes mitológicas de lo humano y lo divino. La máquina funciona aludiendo sin cesar a este motor inmóvil oculto en su centro y al mismo tiempo sustrayéndolo a la mirada, “llenándolo” con imágenes que se proyectan sobre las paredes que lo custodian.

Frente a este panorama, podría creerse que una vez pronunciada la palabra de Nietzsche la máquina habría dejado inmediatamente de funcionar. Una vez exhibido el vacío central, el vacío de lo humano, su condición infundada, su profunda contingencia, una vez expuesto, en toda su desnudez, el secreto que había permanecido oculto por siglos, la máquina —en sus dos variantes: mitológica y antropológica— debería haber dejado de funcionar. Sin embargo, reconoce Jesi (1977), casi resignado, “la máquina mitológica continúa siempre funcionando, independientemente de la condición genuina de la substancia presunta (el mito) que la hace funcionar” (p. 198). La máquina sigue funcionando, y si la visión que prometía no es ya posible, lo es al menos la música que produce al funcionar. Aunque hacia el final de su ensayo Jesi admite que ni siquiera la música es ya audible. La exclusión de la visión es correlativa al silencio de la máquina. El problema es que, ciega y muda, invisible y silenciosa, la máquina sigue funcionando.19 En las fiestas de hoy no vemos ni oímos; así y todo, continuamos danzando, incluso sin escuchar la música.

La ‘fiesta' de hoy [...] es precisamente un continuar danzando sin oír más la música. Y quizás esto está ya implícito en el oír solamente la música de la máquina mitológica que funciona, excluyendo la visión a través de sus paredes. Quizás la música del funcionamiento de la máquina, si la visión es excluida a priori, es ella misma un silencio, durante el cual se continúa danzando. (Jesi, 1977, p. 201)

Quienes danzan en esta fiesta silenciosa no son ya hombres-íconos, es decir, imágenes que guardan una relación con su arquetipo divino, sino imágenes sin modelo, imágenes-fantasmas. En este girar en el vacío, la máquina continúa produciendo imágenes que no remiten a ninguna entidad trascendente, imágenes que ni siquiera podrían calificarse de huérfanas. La fiesta de “hoy” es un baile de fantasmas.

6. Los nuevos polos De la máquina antropológica: Cuerpos y lenguaje

El lector atento se preguntará si la muerte de Dios, es decir, del Arquetipo, no ha significado necesariamente la anulación de uno de los polos que constituían la máquina antropológica. En efecto, si la muerte de Dios implica el fin de la trascendencia, el fin del mundo verdadero, ¿hasta qué punto puede afirmarse que la estructura de la máquina antropológica permanece invariable? ¿En qué medida la máquina puede seguir funcionando y articulando un elemento natural o biológico y un elemento sobrenatural o espiritual? ¿Puede afirmarse que la máquina sigue funcionando una vez que ya no hay mundo inteligible, una vez que el reino trascendente abierto por Platón en los inicios de la metafísica ha desaparecido de la cultura occidental? ¿Cómo la máquina podría seguir articulando dos elementos, uno de las cuales no es ya posible? ¿La muerte de Dios, en definitiva, no es también la muerte del polo espiritual o sobrenatural? Y si esto es así, ¿la desaparición del mundo verdadero no implica entonces la destrucción de la máquina en cuanto tal, teniendo en cuenta que su estructura, como hemos visto, es bipolar?

Jesi nos ha mostrado que las máquinas, tanto en su versión mitológica cuanto antropológica, siguen funcionando aún después de la muerte de Dios. La condición infundada de su funcionamiento, el vacío finalmente develado de su motor central, no ha provocado una detención de la máquina. La máquina no ha dejado, por cierto, de funcionar, pero su funcionamiento se ha vuelto decididamente inmanente. De articular dos polos asimétricos (uno, el sobrenatural, trascendente o vertical; el otro, el natural, inmanente y horizontal) ha pasado a articular, con la muerte de Dios, dos polos inmanentes.20 El espacio arqueológico instituido ahora por la máquina antropológica, el espacio trascendental sigue siendo bipolar, solo que se trata, a diferencia de la máquina icónica, de un campo inmanente y horizontal. Lo cual significa que ya no es Dios o las Ideas de las entidades que conforman el polo espiritual. Ahora, desde el siglo XIX, el polo inmaterial no alberga más el fulgor de la divinidad trascendente, sino la tonalidad gris del lenguaje, el rumor opaco de un lenguaje que se dice a sí mismo.21 El ojo que hacía posible la visión de Dios, la visio Dei, la visión del eidōlon, se ha cerrado —ya no había, de hecho, nada que contemplar; pero en su lugar, en ese polo momentáneamente obliterado de la máquina, un nuevo espacio se ha abierto, un espacio que no es capaz ya de revelar el rostro de Dios, sino meramente las múltiples máscaras de un lenguaje inmanente en cuya trama, de forma inexorable, el hombre está condenado a diluirse. Es una de las tesis sobre las que se estructura Les mots et les choses: el fin del hombre es correlativo al “retorno” del lenguaje; retorno que Foucault (1966) no interpreta como un hecho más entre otros, sino como ese “despliegue riguroso de la cultura occidental de acuerdo con la necesidad que se dio a sí misma a principios del siglo XIX” (p. 395). El hombre pudo aparecer, para Foucault, cuando se rompió el orden de la representación clásica. Esta ruptura epistémica implicó, en uno de sus niveles —sin duda el más importante—, la dispersión del lenguaje o, mejor aun, la aparición del lenguaje bajo el modo de la dispersión. Pero si el hombre es un efecto de esta fragmentación, es posible pensar, estima Foucault, que cuando el ser del lenguaje se recomponga, cuando los fragmentos confluyan finalmente en la unidad del lenguaje, el hombre habrá de desaparecer.

Si ahora este mismo lenguaje surge con una insistencia cada vez mayor en una unidad que debemos pero que aún no podemos pensar, ¿no es esto el signo de que toda esta configuración va a oscilar ahora y que el hombre está en peligro de perecer a medida que brilla más fuertemente el ser del lenguaje en nuestro horizonte? El hombre, constituido cuando el lenguaje estaba abocado a la dispersión, ¿no se dispersará acaso cuando el lenguaje se recomponga? Y si esto fuera cierto, ¿no sería un error —un error profundo ya que nos ocultaría lo que se necesita pensar ahora— el interpretar la experiencia actual como una aplicación de las formas del lenguaje al orden de lo humano? ¿No sería necesario más bien el renunciar a pensar el hombre o, para ser más rigurosos, pensar lo más de cerca esta desaparición del hombre —y el suelo de posibilidad de todas las ciencias del hombre— en su correlación con nuestra preocupación por el lenguaje? ¿No sería necesario admitir que, dado que el lenguaje está de nuevo allí, el hombre ha de volver a esta inexistencia serena en la que lo mantuvo en otro tiempo la unidad imperiosa del Discurso? (Foucault, 1966, p. 397)

El ser del lenguaje, entonces, excluye el ser del hombre. Este pudo existir en tanto aquel se había disuelto en el orden clásico; pero ahora que el lenguaje parece emerger nuevamente en el centro de la cultura occidental, el hombre debe desaparecer o, acaso, retornar a una serena inexistencia. La llegada del lenguaje marca la partida del hombre, como un siglo antes la llegada del hombre había marcado la partida del lenguaje. No es casual que en este doble movimiento, a la vez lingüístico y antropológico, la figura de Nietzsche, como la de Mallarmé, ocupe un lugar destacado.

[...] con Nietzsche, con Mallarmé, el pensamiento fue conducido de nuevo, y en forma violenta, hacia el lenguaje mismo, hacia su ser único y difícil. Toda la curiosidad de nuestro pensamiento se aloja ahora en la pregunta: ¿Qué es el lenguaje, cómo rodearlo para hacerlo aparecer en sí mismo y en su plenitud? (Foucault, 1966, p. 317)

La muerte de Dios anunciada por Nietzsche y la escritura del Libro anunciada por Mallarmé son las dos cifras que indican la nueva configuración epistémica que se produce a fines del siglo XIX. Nietzsche, filólogo, porque acerca la tarea filosófica a una reflexión radical sobre el lenguaje (cfr. Foucault, 1966, p. 316). Mallarmé, poeta, porque pretende condensar el ser del lenguaje en la figura de un Libro que se hablaría a sí mismo. A partir de allí, la filosofía y la literatura (Bataille, Blanchot, Heidegger, Jarry, Valéry, etc.) no harán sino escribir el obituario de lo humano. Lo cierto es que para Foucault esta desaparición o fragmentación de lo humano, correlativa a la convergencia o unificación, siempre faltante, siempre parcial, del lenguaje, es el legado del siglo XIX, sobre todo a partir de figuras como Nietzsche o Mallarmé.

En este punto en el que la cuestión del lenguaje resurge con una sobredeterminación tan fuerte y en el que parece investir por todas partes la figura del hombre (esta figura que justo por entonces había tomado el lugar del Discurso clásico), la cultura contemporánea está en obra por lo que respecta a una parte importante de su presente y quizá de su porvenir. (Foucault, 1966, p. 394)

Si la cuestión del lenguaje resurge en el corazón de la cultura occidental, y si resurge precisamente en el lugar que los dioses, al retirarse, han dejado vacío, entonces uno de los polos de la máquina antropológica, el inteligible o espiritual, según dijimos, debe por necesidad desaparecer, o por lo pronto sufrir una profunda transformación. Y es en efecto esto último lo que sucede. La máquina antropológica no articula ya un polo trascendente (el alma) y un polo inmanente (el cuerpo); no integra un elemento metafísico y un elemento físico. A partir del siglo XIX, la máquina antropológica se ha vuelto inmanente, fantasmática, y en el lugar ocupado otrora por la divinidad o las ideas eternamente verdaderas no encontramos ahora sino palabras y signos que actualizan el ser neutro y anónimo del lenguaje. La muerte de Dios, es decir, del hombre, entonces, como bien había visto Jesi, no significa la detención de la máquina. La máquina antropológica continúa produciendo imágenes de lo humano, pero ahora, siendo sus dos polos inmanentes, es decir, articulando un registro biológico y un registro lingüístico, cuerpos y signos, la imagen producida no es de naturaleza icónica sino fantasmática. La máquina antropológica, que según algunos pareciera girar hoy en el vacío, nos sigue produciendo como espectros o fantasmas. De nuevo, esto no significa más que lo siguiente: ni la pura materia ni el puro lenguaje pueden explicar lo humano. Pero más allá de este funcionamiento paradójico, pareciera haberse abierto, quizás por vez primera, una suerte de espesor frágil, difícil de pensar, entre los cuerpos y los signos; como si hubiésemos de repente desembocado, tal vez conducidos por Nietzsche, en un espacio que no sería ni exclusivamente material ni exclusivamente lingüístico, ni corpóreo ni incorpóreo, ni animal ni angélico; un espacio neutro que acaso sería nuestro lugar actual en el límite del ser.22 Pensar este límite, esta superficie de articulación, este cero de ser que no es una nada, es tal vez una de las tareas más difíciles. Pero es, sin embargo, en este límite, en la frontera que aún no hemos podido pensar en profundidad, que debe situarse toda empresa antropológica.

Conclusión

Como hemos visto, la tradición ontoteológica de Occidente ha pensado al hombre como una imagen. Sin embargo, en la medida en que el hombre, para la teología, ha sido creado por Dios, la imagen que lo define posee siempre una naturaleza icónica, en el sentido platónico. El hombre es una imagen que remite necesariamente a su arquetipo divino, es decir, un ícono.

La muerte de Dios anunciada por Nietzsche en el parágrafo 125 de Die Fröhliche Wissenschaft representa el fin del arquetipo, la muerte del modelo. Pero si esto es así, la desaparición del arquetipo, es decir, del mundo verdadero, de la trascendencia, supone por fuerza una modificación de la imagen antropológica. Al desaparecer el mundo verdadero, dice Nietzsche, desaparece también el mundo aparente. Esto significa que la muerte de Dios es al mismo tiempo la muerte del ícono. No obstante, la máquina antropológica, como ha visto con gran lucidez Furio Jesi, no ha dejado de producir lo humano como una imagen. Pero el tipo de imagen ha cambiado radicalmente: de ser un ícono, el hombre ha pasado a ser un fantasma, es decir, una imagen sin modelo ni semejanza.

Nuestro objetivo a lo largo de estas páginas ha sido simplemente mostrar este cambio histórico en el estatuto de la imagen generada por la máquina antropológica. La polémica muerte del hombre que anuncia Foucault en Les mots et les choses no significa más que la muerte del ícono. En el trono vacío del Padre, a partir de Nietzsche y Mallarmé, se sienta hoy el Lenguaje. La vida (fantasmal) y el lenguaje son las dos coordenadas que marcan la orientación fundamental del pensamiento contemporáneo.


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Notas

1“El horizonte sobre el cual se coloca el modelo máquina mitológica es el espacio donde medimos esta perenne equidistancia de un centro no accesible, respecto al cual no somos indiferentes, sino que somos estimulados a establecer la relación del ‘girar en círculo'” (Jesi, 1980, p. 105). Vale la pena aclarar que la noción de bipolaridad no le era completamente ajena a Jesi. Sin embargo, es sobre todo Agamben quien le confiere a la noción de bipolaridad, de proveniencia warburguiana y schmit-tiana, un carácter determinante e intrínseco a la estructura de la máquina.

2Sobre el concepto de macchina antropologica en Agamben, cfr. Calarco (2008, pp. 88-102); De La Durantaye (2009, pp. 324-334); Prozorov (2014, pp. 155-158); Fleisner (2015, pp. 322-326). Sobre la noción de macchina en Jesi, cfr. Antelo (2009, pp. 3-23); Cavalletti (2000, pp. vii-xxviii). Enrico Manera, por su parte, ofrece una lectura à la Foucault de Jesi, y en particular de la categoría de macchina, en Furio Jesi. Mito, violenza, memoria (2012).

3Sobre la noción de “máquina” en Jesi y Agamben, cfr. Prósperi (2015, pp. 62-83).

4No vale la pena aclarar que nuestro objetivo no consiste en problematizar o discutir la noción de “máquina antropológica” en Agamben o Jesi, ni en ponerla en relación con otros conceptos claves del pensamiento agambeniano: excepción, biopolítica, dispositivo, etc. En Agamben los términos “máquina” y “dispositivo”, de hecho, este último de clara ascendencia foucaultiana, funcionan muchas veces como sinónimos. El objetivo de este artículo, por lo tanto, no es discutir conceptos propios del pensamiento de Agamben, sino utilizarlos como herramientas para plantear —y eventualmente demostrar— una hipótesis determinada.

5Sobre el problema del hombre como imagen de Dios en la teología bíblica, cfr. Lossky (1967, pp. 123-137); Barr (1968, pp. 11-26); Clines (1968, pp. 53-103); Middleton (1994, pp. 8-25); Sullivan (1963).

6 Cuando hablamos de “tradición onto-teológica” nos situamos, por supuesto, en la línea abierta por Martin Heidegger y retomada posteriormente por Jacques Derrida y Giorgio Agamben, entre otros. En efecto, para Heidegger la metafísica comienza con Platón y culmina con Nietzsche (cfr. Heidegger, 1997, p. 235; 1961, p. 525). Se objetará que se trata de una concepción demasiado general de la historia, alejada de la minuciosidad de un artículo académico. Sin embargo, nuestro objetivo no es discutir dicha concepción de la historia occidental, sino adoptarla como un punto de partida o como una herramienta conceptual y heurística que nos permita plantear los dos modelos de la máquina antropológica. En todo caso, la objeción habría que dirigirla a Heidegger, Derrida o el mismo Agamben, quien propone dos modelos de máquina antropológica, independientemente de sus particularidades y complejidades internas.

7 En líneas generales, entendemos por Modernidad la formación discursiva que se configura en torno a una cierta la idea de Sujeto que funciona como fundamento, es decir, al momento en el que se establece lo que Foucault (1994) llama “el primado del sujeto y su valor fundamental” (pp. 48-49). Si bien el espacio epistémico (para utilizar otra categoría de Foucault) en el que se articulan los diversos (y, en algunos casos, contradictorios) discursos de la Modernidad se presenta profundamente heterogéneo y complejo, consideramos sin embargo posible establecer un suelo común, al menos de Descartes a Hegel, pasando por Kant, en la medida en que todos remiten, como condición de posibilidad del conocimiento y de la experiencia (histórica o no), a la “función fundadora” (cfr. pp. 48-49) del sujeto. El racionalismo ilustrado ya representa una crítica a la metafísica y la teología, pero es sobre todo con Nietzsche que son demolidos incluso los presupuestos metafísico-teológicos de la propia Ilustración: la Razón, la Verdad, la Conciencia, la teleología histórica, etc. 

8Nuevamente se podría objetar que Dios es solo uno de los posibles arquetipos y que incluso desde una perspectiva atea existen modelos a partir de los cuales se ha pensado lo humano. Sin embargo, en nuestro caso entendemos a Dios en su sentido nietzscheano y heideggeriano, es decir, como el arquetipo trascendente por excelencia. Es claro que el lugar ocupado por Dios también puede ser ocupado por la Razón, la Verdad, la Conciencia, etc. El concepto de “Dios”, por eso mismo, aglutina todos los arquetipos posibles, más allá de su condición atea o no. La muerte de Dios significa el fin de la trascendencia, y por lo tanto del modelo en su sentido platónico al cual remite el eikón.

9La misma idea expresa Battista Mondin (1975) en su texto sobre Tomás de Aquino: “El uso del lenguaje platónico de la semejanza en conjunción con el lenguaje bíblico de la ‘imago Dei' para describir la naturaleza del hombre y su destino último, fue introducido por Filón, pero luego adoptado, extendido y corroborado por Clemente de Alejandría, Orígenes, Atanasio, Gregorio de Nisa, Agustín y muchos otros autores cristianos” (pp. 58-59).

10Sobre la terminología hebrea empleada en el libro del Génesis, cfr. Barr (1968); Wolff (1975); Eichrodt (1967, vol. II, pp. 119-150).

11Sobre la influencia platónica y neoplatónica en la teología cristiana, cfr. Iozzia (2015); Merlan (1968).

12De todas formas, aclara Lossky, es posible que el recurso a un vocabulario nuevo se haya debido a una necesidad interna de la Revelación (cfr. Lossky, 1967, pp. 124-126).

13De algún modo, el hombre como imagen recibe, en el cristianismo, un nuevo desplazamiento o, por lo menos, una nueva configuración. El hombre, insistirán algunos Padres de la Iglesia, ha sido creado a imagen del Verbo, es decir del Hijo. Pero en la medida en que Cristo es considerado la imagen del Padre, el hombre es en verdad imagen de una imagen. David Clines (1968) sostiene, en efecto, que “el eje alrededor del cual gira la doctrina de la imagen en el Nuevo Testamento es la figura de Cristo, quien es la verdadera imagen de Dios” (p. 102). De particular importancia, en esta perspectiva, son las epístolas de Pablo. En la carta a los Colosenses, por ejemplo, leemos: “Él [Cristo] es la imagen [eikōn] del Dios invisible, el Primogénito de toda la creación” (Colo. 1: 15).

14 Como resulta evidente, nos centramos en la noción de “fantasma” propuesta por Deleuze en su lectura de Platón. Vale la pena aclarar que la bibliografía en relación con esta noción es enorme y no viene al caso mencionarla. Sin embargo, es preciso decir que el mismo Agamben le ha dedicado varias páginas al concepto de “fantasma”, sobre todo en Stanze. La parola e il fantasma nella cultura occidentale (1979), pero también en otros textos, muy cercanos a veces a la lectura del averroísmo avanzada por Emanuele Coccia en La trasparenza delle immagini. Averroé e l'averroismo (2005). En nuestro caso, nos interesa la lectura de Deleuze, puesto que piensa al fantasma en relación al ícono: ambas imágenes, como veremos, difieren por naturaleza. Y así como aclaramos que nuestra intención no es discutir en detalle la noción de “máquina antropológica” o la concepción de la historia de la metafísica tal como es formulada por Heidegger, Derrida o Agamben, tampoco es nuestra intención discutir o problematizar la interpretación deleuziana del “fantasma”, sino utilizarla como herramienta conceptual para plantear un problema.

15La noción de “simulacro”, tal como la entiende Deleuze en el ensayo “Simulacre et philosophie antique”, remite a los epicúreos, especialmente a Lucrecio. En nuestro caso utilizamos los términos “simulacro” y “fantasma” como sinónimos.

16Maurice Blanchot (1955) retoma esta noción de fantasma, sin utilizar explícitamente el término, cuando se refiere a la imagen como “una semejanza que no tiene nada a lo cual asemejarse” (p. 350).

17Todas las citas de Nietzsche corresponden a eKGWB: GD-Welt-Fabel [disponible en: http://www.nietzschesource.org/#eKGWB/GD-Welt-Fabel].

18Este punto es evidente en las epístolas paulinas. La caída no supone para Pablo una pérdida del ícono, sino una modificación del modelo al cual imita. Al caer, el hombre pasa de ser un ícono celestial, es decir, de tener como arquetipo al cielo o al espíritu, a ser un ícono terrenal, es decir, a tener como arquetipo a la tierra o a la carne. Este cambio de arquetipo, si bien supone de algún modo una inversión de la imagen, deja intacta, sin embargo, su condición icónica, es decir, su dependencia de un modelo. “Pablo cree — explica Dragos Giulea— que el ser humano funciona como una copia o una semejanza (eikōn) de uno de los modelos. La transformación y renovación consistirá en el cambio de una semejanza a otra; de llevar un ícono a llevar otro” (Giulea, 2014, pp. 154-155). En la medida en que lo que define al ícono es su relación con un arquetipo, la condición del hombre caído, incluso teniendo por modelo la carne o la tierra, sigue siendo icónica (cfr. Kilner, 2010, pp. 601-617).

19Es legítimo preguntarse por qué, una vez develado el secreto —el vacío— que la máquina custodiaba en su interior, sigue no obstante funcionando. Encontramos una posible respuesta, creemos, en David Hume, particularmente en la distinción entre conocimiento y creencia o, para expresarlo de otro modo, entre pensamiento y sentimiento. Como se sabe, para Hume toda creencia en la realidad o en la legalidad que rige la realidad es el resultado del hábito o la costumbre, un sentimiento o un instinto, no un acto de razón. La creencia es una ficción fuerte o vivaz, una ficción que se ha instaurado en nosotros como hábito o costumbre (cfr. Hume, 1960, p. 93). Por eso la creencia es un sentimiento y no un pensamiento; por eso también la costumbre o el hábito operan a un nivel instintivo y no racional. “Todas estas operaciones [realizadas por la costumbre] son una especie de instinto natural que ningún razonamiento o proceso de pensamiento y comprensión puede producir o evitar” (Hume, 2007, p. 34). Así como las impresiones son anteriores a las ideas, asimismo la costumbre es anterior a la reflexión: “La costumbre actúa antes de que nos dé tiempo a reflexionar” (Hume, 1960, p. 104). Uno no piensa en una creencia, sino que la siente; incluso podría decirse que la creencia es condición de posibilidad del pensamiento. Con la máquina antropológica sucede lo mismo: la desactivación de su funcionamiento, cuya propuesta - a la vez teórica y política - encontramos en varios textos de filosofía contemporánea, pasa siempre por una cuestión racional, por un nivel que atañe al pensamiento (filosófico o no); pero no se instala nunca como hábito o costumbre, no penetra en el nivel del sentimiento; no se vuelve creencia. Por eso mismo, muchas de las subversiones “inteligentes” que proponen “guerras civiles”, incluso destituyentes, no dejan de ser siempre minoritarias y elitistas. En tanto esa potencia subversiva no se vuelva creencia, es decir, sentimiento, pasión —y es muy probable que tal cosa no ocurra— la máquina seguirá girando (incluso en el vacío). Ya lo sabía Peter Singer (2001) cuando escribía —aunque con mayor optimismo y en un marco de discusión que aquí no nos incumbe directamente— en el prefacio a Animal Liberation: “Hábito. Esta es la última barrera que el movimiento de Liberación Animal debe enfrentar. No solamente deben ser cuestionados y modificados los hábitos de dieta sino también los de pensamiento y de lenguaje” (p. xxiv).

20No es casual que este pasaje de una máquina trascendente a una inmanente sea correlativo a la instauración del sistema capitalista. En este punto nuestra perspectiva coincide con ciertas tesis avanzadas por Deleuze y Guattari en L'Anti-Oedipe. Como indican estos autores, se pueden distinguir tres máquinas históricas: la máquina territorial primitiva, la máquina despótica y la máquina capitalista. A diferencia de las dos primeras, la capitalista es inmanente: “Hemos distinguido tres grandes máquinas sociales que corresponden a los salvajes, a los bárbaros y a los civilizados. La primera es la máquina territorial subyacente, que consiste en codificar los flujos sobre el cuerpo pleno de la tierra. La segunda es la máquina imperial trascendente que consiste en sobrecodificar los flujos sobre el cuerpo pleno del déspota y de su aparato, el Urstaat: ella opera el primer gran movimiento de desterritorialización, pero en tanto añade su eminente unidad a las comunidades territoriales que conserva reuniéndolas, sobrecodificándolas, apropiándose del plustrabajo. La tercera es la máquina moderna inmanente, que consiste en descodificar los flujos sobre el cuerpo pleno del capitaldinero: ella ha realizado la inmanencia, ha vuelto concreto lo abstracto como tal, naturalizado lo artificial, reemplazando los códigos territoriales y la sobrecodificación despótica por una axiomática de los flujos decodificados, y una regulación de estos flujos” (Deleuze & Guattari, 1995, p. 312).

21 En un ensayo de 1984 Giorgio Agamben (2005) expresa la misma idea: “La revelación cumplida del lenguaje es una palabra completamente abandonada por Dios [...] Así, finalmente, nos encontramos solos con nuestras palabras, por primera vez solos con el lenguaje, abandonados por todo fundamento ulterior. [...] Lo que las generaciones pasadas han pensado como Dios, ser, espíritu, inconsciente, nosotros vemos por primera vez lo que son: nombres del lenguaje” (p. 33). 

22¿Sorprenderá que Maurice Blanchot haya identificado a ese espacio neutro con el lugar, más allá o más acá de todo lugar, de los fantasmas?: “Neutro sería el acto literario que no es ni de afirmación ni de negación y (en un primer tiempo) libera el sentido como fantasma, acoso, simulacro de sentido, como si lo propio de la literatura fuese ser espectral, no acosada por sí misma, sino porque acarrearía este previo de todo sentido que sería su acoso, o más fácilmente porque se reduciría a no ocuparse de nada más que de simular la reducción de la reducción, sea o no fenomenológica” (Blanchot, 1969, p. 449).