Filosofía del cine. El pensamiento por otros medios
Philosophy of Cinema. Thinking by Other Means
Raúl Omar Cadús
Universidad Nacional del Comahue (Argentina)
raulcadus@gmail.com
Resumen
En este artículo trazamos esquemáticamente los lineamientos de una filosofía del cine en general, a la vez que desarrollamos una perspectiva filosófica en particular, destacando las potencialidades del cine para con el pensamiento. Nos introducimos en la cuestión del cine sobre la base de una distinción ya clásica entre fenómeno cinematográfico y hecho filmico, para desarrollar a continuación las respuestas a las preguntas sobre el qué, el cómo y con qué de este último. De ese modo damos cuenta sumariamente de la trama institucional y las prácticas implicadas en el cine como fenómeno determinado por la tecnología, a la par que desarrollamos los principales temas vinculados con el pensamiento en el cine, de acuerdo con las características propias de este como medio y como arte.
Palabras clave
Cine, filosofía, tecnología, arte, pensamiento.
Abstract
In this article I schematically present the guidelines of a philosophy of cinema in general and develop a particular philosophical perspective which emphasizes the potential of cinema for thinking. I approach the issue of cinema via the by now classic distinction between the cinematographic phenomenon and the filmic fact, in order to develop subsequently the answers to the questions about the what, the how and the with what of the latter. In this way I present a brief account of the institutional framework and the practices involved in cinema as a phenomenon determined by technology, while I develop the main subjects linked with thinking in cinema according to its own features as media and art.
Keywords
Cinema, philosophy, technology, art, thinking.
Filosofía del cine. El pensamiento por otros medios Introducción
Este artículo es el resultado de trabajos de investigación realizados paralelamente al dictado de una serie de seminarios sobre Filosofía y Estética del Cine, conjuntamente con la realización de cursos de capacitación docente en teoría, análisis y filosofía del cine aplicados a la educación, por lo que el sesgo del mismo se halla inevitablemente determinado por sus circunstancias de producción (por sus objetivos y destinación original) a pesar de haber sido escrito como una introducción general a la filosofía del cine. Esto último no en el sentido de ofrecer un panorama de las diversas aproximaciones filosóficas en la materia, sino con vistas a la exposición, lo más clara y acertada posible, del complejo fenómeno del cine y la trama de saberes y prácticas que atraviesan al fenómeno cinematográfico en general. En ese sentido, este artículo constituye una perspectiva filosófica que se nutre de diversas perspectivas teóricas que han contribuido a lo que es hoy la filosofía del cine como campo académico más o menos normalizado, no sin tener en cuenta que, como toda teoría, la del cine nace como filosofía.
Si hiciéramos un paneo histórico del proceso veríamos cómo se ha pasado del enfoque en la psicología a los estudios semiológicos en los años 60, y de estos a las aproximaciones desde la narratología y la teoría del texto, aunque en verdad la filosofía del cine se halla presente ya desde los años 10, en los que Hugo Münsterberg trata los aspectos epistemológicos implicados en la Psicología y la teoría de los signos, así como algunos renombrados filósofos, como Bergson y Merleau Ponty, llevaron a cabo sus propias incursiones en el tema desde principios de siglo. Siendo recién en los años 70-80 que empiezan a normalizarse los estudios filosóficos sobre cine en el marco de la filosofía académica, junto a la aparición de los estudios sobre cine de Gilles Deleuze –entre otros en Europa– y la proliferación de estudios teóricos inter y transdisciplinares en los EEUU.
Es por ello que, dada la compleja trama epistemológica en lo que concierne a los estudios sobre cine, en nuestro planteo hemos preferido partir de la filosofía y el cine como actividades antes que como disciplinas claramente establecidas, de cuyas prácticas derivan lo que solemos entender por filosofía y cine. Pudiendo observar para el caso del último –que es el tema en cuestión– a la vez que el proceso histórico de su constitución, las formas culturales que adopta a lo largo de su desarrollo, en íntima relación con su carácter tecnológico de origen. En ese proceso y desde esa perspectiva queda claro, pues, lo que constituye el fenómeno cinematográfico en general (como el conjunto de prácticas, instituciones y funciones de orden sociohistórico implicadas) en el que se halla comprendido el hechofílmico, al que sin embargo distinguimos de aquel por tratarse de la especificidad del cine ya no como práctica o institución sino como tipo de producto (obra, filme) inescindible del dispositivo al que corresponde. Distinción básica cuya reiteración explícita desde Gilbert Cohen Séat a Dominique Chateau nos permite establecer un primer parámetro de análisis en relación con la actividad y sus productos (Chateau, 2009). Mientras que dentro de la cuestión del hecho fílmico en cuanto tal (correspondiente a la materia/forma y la especificidad de la imagen cinematográfica) tematizamos el qué, el cómo y con qué se expresa, ve, muestra y piensa el cine, o es posible al menos que lo haga.
De ese modo damos cuenta del fenómeno cinematográfico como fenómeno sintomático de la modernidad en el contexto de una estetización generalizada de la existencia –en la línea de los estudios iniciados por Walter Benjamin en los años 30–, así como del hecho fílmico que determina la especificidad del cine como arte, cuyas claves diferenciales de otras artes se encuentran en la imagen en movimiento, cuya especificidad cinematográfica encontramos, por su parte, en el montaje y el plano. Con relación al cine como dispositivo tecnológico, destacamos la capacidad de manipulación de los elementos de lo real y lo imaginario, entre la psicología, la semiosis, el texto y la imagen, a la que, siguiendo a Deleuze-Guattari, pensamos en términos de composición e intercesión entre perceptos, afectos y conceptos (Deleuze y Guattari, 1997). De allí la relevancia del cine con relación al pensar y el tema del pensamiento en el cine, en el sentido de las potencialidades de este para con el pensamiento, habida cuenta que aparece como una continuación del ver, el mostrar y el decir por otros medios. Lo cual implica, por cierto, un posicionamiento y una estipulación de lo que significa pensar, así como un esbozo de qué tiene que ver la filosofía con el pensar, lo mismo que el cine.
I. La filosofía y el cine como prácticas
¿Una filosofía del cine?, ¿qué es eso de una filosofía del cine?
En cuanto filosofía, diríamos que una filosofía del cine es simplemente una actividad intelectual que toma por objeto el cine. Como objeto de indagación, de análisis y lectura, de estudio y pensamiento.
¿Y qué es el cine? Otra actividad, otra práctica bastante compleja en su realidad efectiva, de la que surgen obras cinematográficas.
De modo tal que una filosofía del cine podría tomar por objeto (a) la actividad cinematográfica, por un lado (en cuanto actividad artística, comercial, social, política, industrial, en fin, humana), o bien (b) el producto de esta actividad –las películas– como obras en las que eventualmente también se piensa. En las que se piensa en el sentido de poner en escena temas, ideas y experiencias que son expuestas (enunciadas, pero sobre todo dramatizadas) de alguna manera y en algún sentido.
Tanto la filosofía como el cine pueden ser entendidos como actividades (o prácticas) o bien como el resultado de dichas prácticas, con la diferencia de que en el cine siempre hay resultados materiales (los filmes), mientras que no sucede necesariamente lo mismo con el filosofar. Sí ocurre en este caso, en el cual como fruto de la actividad filosófica hemos desembocado en una teoría que pretende dar cuenta de que sea el cine como actividad, así como de las características y potencialidades epistémicas de la imagen en movimiento. Preguntas que, lejos de agotar el fenómeno cinematográfico, en todo caso lo enriquecerían, más aún en la medida en que puedan ser respondidas o adecuadamente planteadas por lo menos.
Con el fin de introducirnos entonces por el camino de la pregunta más general, y a partir de las primeras distinciones sugeridas, podríamos empezar por plantear la perspectiva de una comprensión del cine como una actividad en principio múltiple, cuya determinación más general radicaría en el carácter tecnológico de sus formas de producción, circulación y recepción. Hecho que no ha dejado de señalarse en cada introducción a una historia general del mismo, y que implica una consideración del cine como un producto que solo a posteriori se torna un fenómeno estético y artístico, hasta alcanzar el rango de séptimo arte en la clasificación tradicional de las Artes. Así tenemos que en el cine argentino, cuyos inicios coinciden prácticamente con los del cine sin más, cuando se filma La bandera argentina, en 1897, son los mismos intereses que los de los inventores del cinematógrafo los que parecen guiar a hombres como Eugenio Py (autor del filme mencionado), Enrique Lepage y Max Glücksmann, concentrados en investigar los posibles desarrollos del invento, no sin prever la potencialidad comercial de este género de novedades tecnológicas. De hecho, por entonces Lepage es dueño de un negocio de artículos fotográficos, Glücksmann su manager comercial y Py su jefe de laboratorios, quien intentaría por primera vez, entre 1907 y 1910, la producción de cine sonoro mediante la sincronización de imágenes y discos, llevando a la pantalla una decena de zarzuelas y sainetes.1
Un historiador como Domingo Di Núbila (1998) en cambio estipula el comienzo del cine argentino con la producción de filmes de contenido argumental, dando cuenta de una perspectiva que juzgaría el cine desde una concepción del mismo en cuanto forma narrativa, asimilándolo, implícitamente, a un preconcepto de arte dramático como subgénero de las bellas artes, y por ende, concibiendo el cine como otra especie de ese género. Sin embargo, no fueron esos los inicios materiales del cine, y nada indicaría que haya que pensarlo desde el cine-arte o desde el cine-entretenimiento como desde su finalidad intrínseca, menos hoy, cuando es el arte mismo el que está siendo pensado en un marco de rupturas y reconfiguraciones del concepto de arte y del arte como institución.2 El cine surge antes del cine-arte y le sobrevive a este en el sentido en que excede ampliamente sus marcos, transformándose tecnológicamente hacia nuevas posibilidades de desarrollo más allá de las denominaciones que estos desarrollos adquieran, los que sin embargo son posibles –y pensables– más o menos dentro de los mismos marcos de actividades que en sus orígenes. Esto es, el cine como práctica y producto comercial, experimental y expresivo-comunicativo. El hecho de que el cine-arte, en cualquiera de sus manifestaciones, sea el más propicio para pensar cómo funciona un complejo artefacto expresivo y comunicativo, o bien cómo funciona como espacio de legibilidad y escritura, obedece simplemente a las virtudes que ofrece toda obra de arte a estos fines. Cuestión de la que ya nos ocuparemos. Pero a la hora de pensar el cine como fenómeno tecnológico sin más, es más lo que este nos dice acerca de cómo se constituye la cultura contemporánea en algunos de sus rasgos más determinantes que lo que instituciones como las del arte o la ciencia puedan decirnos acerca del cine. Resulta interesante, desde esta perspectiva, ver cómo el cine se proyecta como actividad desde una gran variedad de intereses, desde el simple registro a los más costosos proyectos comerciales e industriales.
En Argentina, los primeros usos de la imagen cinematográfica van de los registros privados a la venta de proyectores a teatros, ferias, kermeses e instituciones sociales. Abriéndose un abanico en el que podemos encontrar registros semejantes a los de los hermanos Lumiére, pero en casas de la burguesía porteña. Tomas que retratan simples momentos de ocio familiar que en el fondo costuran la identidad y pertenencia social y de clase, inscribiendo mediante la imagen a estos sujetos sociales en sus respectivos espacios y dignidades. Es decir, contribuyendo a la conformación simbólica de un statu quo real. Obviamente que no es la primera vez que esto sucede, es más, así funciona la construcción identitaria, solo que el medio tecnológico le otorga una dimensión superlativa a esta elaboración simbólica en la que se constituyen las subjetividades. Ya sea que se trate de "vistas" familiares y sociales de la elite (con títulos como Casamiento, Paseos matinales porPalermo, Regatas en el Tigre) o "vistas" como Salida de los obreros (de Eugenio Cardini), todas de alrededor de 1900.
Ya dentro de lo que corresponde a otras instituciones sociales, tenemos entre las primeras tomas de registro Las operaciones del Dr. Posadas, filmadas en el Hospital de Clínicas entre 1898 y 1899, así como los primeros noticieros que tienen como filme precursor El viaje a Buenos Aires del Dr. Campos Salles (presidente de Brasil, en 1900) y toda una producción de documentales institucionales que serán producidos durante las primeras décadas del siglo XX con fines informativos, propagandísticos, políticos e ideológicos, vinculados tanto con el Estado como con partidos y corporaciones empresarias. Ejemplos de este tipo de producciones son El Tedeum del 25 de mayo (1902) del citado Cardini, La Revista de la escuadra argentina en mayo de 1901, Visita del Teniente General Mitre al Museo Nacional (ambas de Eugenio Py), entre numerosos filmes de celebraciones oficiales con los que se refuerza el carácter estructurante y legitimador de dichas celebraciones mediante el registro fílmico; así como, ya en el ámbito de producciones hechas por encargo de campañas de partidos políticos, tenemos filmes como La obra del Gobierno radical (Valle, 1928); o bien, por encargo de corporaciones como la Sociedad Rural, filmes como La Pampa, a principios de los años 20, etcétera. También debiéramos contar entre estas primeras producciones los centenares de filmes de intención educativa que filmó Federico Valle durante la década del 20, además del noticiario fundado por el mismo precursor; y por último, los primeros intentos de un cine simplemente abocado a la creación artística, que en los primeros años traspone a la imagen cinematográfica obras del "género chico" del teatro argentino, temas populares del folletín literario de diarios y periódicos, como es el caso de Juan Moreira, o bien motivos históricos como Camila O' Gorman, La batalla de Maipú (las tres de Mario Gallo, entre 1907 y 1910) hasta llegar al excelente filme de Cairo, Gunche y De la Pera, Nobleza Gaucha, de 1915.
Una síntesis de las funciones del cine en sus inicios, así como de sus espacios de inserción en las primeras décadas del cine argentino, nos lo muestra básicamente como un factor de (1) cohesión interna social y política; (2) legitimación y autoafirmación de clase o grupo; (3) propaganda estatal; (4) propaganda corporativa; (5) propaganda partidaria; (6) entretenimiento comercial; (7) información (noticieros); (8) educación; (9) creación artística; muchas veces superponiéndose estos espacios y funciones.
La lista de ejemplos sería extensa, aunque para nuestros fines teóricos bastan las referencias brindadas para dar cuenta de lo que significaría para la construcción cultural e histórica durante el siglo XX, básicamente por su incidencia en los procesos de subjetivación y de objetivación antes mencionados, claves de la participación del cine en la cultura.
En algunos de los ejemplos antes citados –como en tantos otros– podrían analizarse y distinguirse con bastante claridad ambos procesos. Para mencionar algunos casos remarcables podemos hacer referencia a un filme como Amalia (García Velloso, 1914), realizado a pedido de la sociedad de beneficencia Asociación del Divino Rostro, presidida por Angiolina A. de Mitre, en el que una elite se autorrepresenta y se autoconstituye en el lugar del fundamento de la Nación, tratándose de un filme actuado por gente de la alta sociedad y estrenado en el teatro Colón, con la presencia del presidente Victorino de la Plaza y su gabinete de gobierno. Otro caso sería el de la construcción del sujeto agropecuario –entre el terrateniente y el chacarero inmigrante–, que se torna visible en esa especie de duelo simbólico que se produce entre En pos de la tierra (1922) y La pampa (1924), películas realizadas para la Federación Agraria y la Sociedad Rural, respectivamente. Filmes que como todos los del género del documental institucional y como muchos del género ficcional tienden expresamente a reforzar roles y representaciones sociales, a generar y sostener determinados sujetos sociales, narrando historias e interviniendo en la compleja construcción del mundo de la vida.
En cuanto al cine comercial que coparía la producción cinematográfica, cada vez de mayor magnitud con la llegada del cine sonoro en el 30, jamás dejaría de intervenir en la construcción de imaginarios sociales, ya sea reflejándolos o contribuyendo a producirlos con base en tipos y estereotipos nunca ajenos a la presión de la censura y los intereses particulares en juego, locales y extranjeros. En cualquier caso, debatiéndose entre poéticas y políticas de la experiencia y poéticas y políticas sin más.
Ya fuera del cine como actividad o práctica –y siempre en el marco de los principales lineamientos de lo que sería una filosofía del cine– cabe tematizar el cine como obra y como tipo específico de "lenguaje" y "discurso" con que se constituye la obra cinematográfica. Con lo cual, a las distinciones iniciales entre (a) una filosofía del cine como actividad múltiple en el marco del fenómeno cinematográfico y (b) una filosofía del cine como hecho fílmico u obra en la que se expresa algo, debemos sumar (c) una perspectiva filosófica del cine como lenguaje o como materia audiovisual de la que se compone la obra.
II. El cine como "lenguaje", materia y forma
De entrada, nada más con el entrecomillado del subtítulo, caemos en la cuenta del problema en cuestión. ¿Es el cine un lenguaje? ¿Constituye la imagen cinematográfica un lenguaje específico, que se pueda diferenciar esencialmente de otros tipos de lenguajes? ¿De qué está compuesta materialmente toda obra cinematográfica? ¿Qué virtudes o características propias posee ese lenguaje o esa materia signaléctica3 en relación con la comunicación, la expresión y el pensamiento? Toda una serie de preguntas que desde la primera y más elemental no han dejado de suscitar fervientes polémicas en los ámbitos de la teoría del cine, desde que el cine se torna objeto de pensamiento y, por ende, objeto de la filosofía.
No se trata ya del cine como actividad sino de la propia materialidad del cine como discurso, como medio de expresión y comunicación, independientemente de que redunde o no en eso que llamamos obras de arte. Hoy los rendimientos teóricos sobre el tema han proliferado de manera tal que ya han cobrado carácter disciplinar dentro de la semiótica y la teoría de la imagen, si bien es posible constatar que aquellas preguntas aún se mantienen en tensión con las teorías del lenguaje oral y escrito. Teorías que –como no podía ser de otra manera– brindaron los primeros conceptos y criterios, aportando además la experiencia de la teoría literaria, que si bien se desarrolla científicamente desde los umbrales del S. XX, se remonta a la tradición filosófica más antigua.
En los últimos 50 años se han desarrollado numerosos estudios interdisciplinarios en los que se trabaja el cine desde la narratología, las teorías del discurso, la comunicación, la psicología y la semiótica, generalmente mezcladas, en los libros, con perspectivas de la teoría crítica, la hermenéutica y la iconología, en un devenir epistémico en el que a pesar de las pretensiones disciplinares siguen siendo los nombres propios los verdaderos referentes teóricos. En ese sentido, pareciéndose bastante más a la filosofía (que casi siempre es de nombre propio) que a las ciencias. Y en ese sentido, también, podríamos decir que ya hay bastante filosofía del cine. Ahora bien, hay un punto de llegada de todas aquellas investigaciones que es el que particularmente me interesa para profundizar el tema, y es el momento en que la filosofía del cine pasa a ser pensada desde el sentido objetivo del genitivo "del", pasando de una filosofía que piensa el cine a la perspectiva de un cine que piensa o filosofa.
Debemos referirnos entonces a la actividad del pensar puesta en marcha en el film, a diferencia de aquello en lo que piensa el espectador a propósito de la obra. Razón por la cual volvemos a girar en torno a lo que significa pensar. ¿Y qué significa pensar? En principio ejercer una operación intelectual, que si tuviera que dividirla en dos de sus modalidades más generales, distinguiría básicamente entre el pensar como el ejercicio de una indagación que observa, analiza, ausculta, compara, reflexiona, infiere y deduce, por un lado, y el pensar como un develar creador, por otro. Digamos, en este último caso, un indagar abierto y arrojado hacia adelante, más allá de lo dado del objeto o del problema. El pensar activado como un percibir creador (que es lo que ha dado lugar históricamente a las más enriquecedoras fricciones y fusiones entre filosofía y literatura) poniendo en juego las mismas operaciones de observación y percepción inferencial (tenemos la capacidad de hacerlo virtualmente y la llamamos imaginación), así como la reflexión. Siendo esta una característica del pensar que en cuanto recoge y releva lo percibido sensible e intelectualmente para ir más allá, trascendiendo los datos, lo acerca al arte: el pensar (la theoria) como poiesis diferenciándose internamente del pensar que comprende e interpreta.4
El cine, que goza tanto de la verbalización oral y escrita como de la imagen en movimiento que le es propia, es por lo tanto capaz de pensar en el doble sentido del indagar comprensor y el producir creativo. Al punto que algunos filósofos-cineastas rusos –como Sergei Eisenstein– se atrevieron a concebir y ejecutar la síntesis dialéctica del interpretar con el producir en el transformar. Uno de los momentos sin duda más intensos en la historia del cine y la teoría en los años 20.
Del pensamiento político al pensamiento existencial, crítico o contemplativo, el cine es capaz de pensar en cualquiera de los sentidos señalados, o de mezclarlos en diferentes medidas, haya o no cineastas teóricos. Es más o menos lo que caracteriza al nuevo cine argentino de los años 60 e incluso antes, desde Tire Dié (Fernando Birri, 1958) a Crónica de un niño solo (Leonardo Favio, 1964), Pajarito Gómez (Rodolfo Khun, 1965) o el cine militante de "Cine liberación" y "Cine de la base". Obras en las que se piensa en el sentido de poner en juego un decir tanto como un interpretar y un revelar cuestiones sociales y políticas, y hasta un proponer pautas para la acción.
Pueden ser notables las diferencias entre Torre Nilsson y Favio –como que sus obras son obras de arte, y por lo tanto singulares– pero en cualquiera de los casos y con todas las diferencias, pareciera que el desafío de producir cine-arte tiende a llevar el cine al pensar, ya no en el sentido de teorizar sobre sí mismo, sino en el sentido de tender a un "decir" que abre paso al pensamiento mediante la imagen en movimiento. Representación (activa, como acción de representar) capaz de producir una especie de develamiento o percepción, con mayor o menor medida de intelectualidad incorporada y latente.
Si tuviéramos que esquematizar el marco filosófico sobre el que se plantean estos problemas, diría que tendríamos que partir de la diferencia más sencilla entre el qué de lo pensado por el cine (por el filme) y el cómo más el con qué piensa, ambos inmanentes al "qué", tal como este se despliega en el filme. De la mezcla del cómo y el con qué (del devenir y transformarse la materia audiovisual) avanzaríamos hacia una clasificación de los tipos específicos de imágenes cinematográficas como la que realiza Gilles Deleuze (comparando él mismo su propia taxonomía con la de la tabla periódica de Mendeleiev en Química) para mantenernos en el terreno de la imagen en movimiento propiamente dicha, independientemente del tema o de aquello en lo que piensa la obra.
Ahora bien, a nuestros fines, una vez establecidas estas diferencias básicas entre indagar (aprehender, comprender) y producir como modalidades del pensar, por un lado, y entre el qué, el cómo y el con qué piensa la obra, por otro, podríamos volver a nuestro cine de los 60, que es la época en que se lleva a cabo una primera autorreflexión sostenida en torno a la materia y la forma cinematográfica o, lo que es lo mismo, en torno a la especificidad del discurso cinematográfico y sus potencialidades expresivas y de pensamiento. No es que antes se haya ignorado el hecho mismo del discurso cinematográfico, pero es clara la diferencia entre un cine como el de fines de los años 30-40 (en el que encontramos a los cineastas ocupados en la fijación de una línea de contenidos históricos y culturales) y, por otro lado, el cine crítico y el cine militante, que ponen en juego una poética de la toma de conciencia, que va desde la interpelación y la problematización al choque audiovisual.
En la última escena de Crónica de un niño solo creo que está contenido todo el sentido de una poética de carácter social (y me refiero a poética en el sentido del plan y la proyección de criterios y principios para elaborar la obra), así como en Dar la cara (Martínez Suárez, 1962) la problematización (moral-existencial-social) se encarna en una trama que tiende a plantear una situación problemática más que a contar una historia; o bien, más al extremo, en La hora de los hornos (Solanas-Gettino, 1968)5 nos encontramos con el impacto audiovisual del noochoque produciendo un impacto sobre el pensamiento y las ideas –a través de la imagen– que virtualmente dispara asociaciones y connotaciones capaces de desplegarse en el plano de la conciencia, una vez activadas en el plano de la sensibilidad moral (el sentimiento de justicia es un claro ejemplo de sentimiento moral). No es casual la cercanía de dicha tendencia con el discurso publicitario (debido a la intensidad y velocidad del impacto visual de imágenes y símbolos), poniendo en evidencia, dicho sea de paso, una de las grandes paradojas del discurso audiovisual revolucionario de los primeros tiempos: que a la vez que es concebido desde sus potencialidades movilizadoras –y por ende revolucionarias– coincide con el género discursivo emblemático de la sociedad de consumo.
En cuanto a las pretensiones del cine-arte, en Argentina es Torre Nilsson uno de los que decididamente incorpora elementos de un lenguaje cinematográfico que intenta ir más allá de las formas narrativas tradicionales (típicas de la imagen-acción de corte hollywoodense o realista) para explorar sobre todo la interioridad existencial y esa zona difusa de las pasiones humanas y los trasfondos morales. Hoy tenemos en filmes como La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001) el link y el rulo histórico poético que enlaza aquel "nuevo cine" de los 60 y este otro del siglo XXI, ya en sus postrimerías. Un cine argentino que a esta altura genera obras en las que se destaca la búsqueda estética por encima del tema, del mismo modo que es capaz de generar excelentes historias formalmente clásicas como El secreto de sus ojos (Campanella, 2009).
El cine de Martel es para mí el mejor ejemplo contemporáneo de un pensamiento que va más allá del tema (como asunto o subject), generando la apertura de un espacio del pensar que trasciende el asunto del filme y los referentes históricos; lo cual es común a varios cineastas del nuevo "nuevo cine" desde mediados de los 90, en quienes la forma del relato tradicional se desarticula y se prefiere experimentar, ya sea con las formas y los componentes narrativos o con otros planos de la experiencia estética, y probablemente en otros planos del pensar.
Del cine militante y la historia crítica entrados los años 70 al cine militante de las fábricas recuperadas más o menos en torno al 2000, o de La casa del ángel (Torre Nilsson, 1957) a La niña santa (Martel, 2004) y el cine de Rejtman, no se ha dejado de trabajar la imagen cinematográfica como lenguaje diferenciado de otras modalidades, pudiéndose observar, desde las propias etimologías del invento tecnológico, cierta oscilación en cuanto a los aspectos principales del tiempo y el movimiento: eso que los Lumiére llamaron cinematógrafo (escritura del movimiento) había sido patentado por ellos mismos como "aparato que sirve para la obtención y visión de pruebas cronofotográficas", poniendo énfasis en el tiempo. Lo que no presentó duda alguna, a juzgar por la etimología de ambos términos, es que más allá del discurso y del lenguaje cinematográfico se trataba de un tipo de escritura.
De la materialidad del con qué al cómo piensa la obra pasamos de la imagen-luz-sonido (como magma perceptual que reproduce la imagen en movimiento de la realidad y que completamos en nuestro interior) al cómo inherente a la forma del relato y el montaje. Una nueva diferenciación que desdobla el cómo entre (1) una lógica de los acontecimientos (formas que ya teoriza Aristóteles en su Ars Poetica a propósito de la tragedia, la épica y la comedia) y (2) el componente esencial del relato fílmico que es el montaje.
Si nos mantenemos todavía en el plano de la representación activa que liga al cine con el pensamiento en cuanto actividades productivas, tenemos que más allá de las formas narrativas que contribuyen a la expresión de un pensamiento en la obra (hay historias cerradas, historias abiertas, narraciones débiles y narraciones fuertes, circulares, evolutivas, "pequeña forma" vectorial o "gran forma" orgánica, etc.) es el montaje el verdadero distintivo del cine en cuanto a la determinación del qué por el cómo. Un elemento específico del cine íntimamente ligado al mismo como hecho tecnológico, y que consiste básicamente en la infinidad de cortes que se pueden realizar en el continuo de las tomas de la cámara, así como en la capacidad de recomponer el discurso sucesivo mediante la edición o pegado de unos fragmentos con otros originalmente independientes entre sí.
Si nos detenemos a analizar la cuestión, debiéramos introducirnos nuevamente en una distinción de niveles que en la realidad se funden, mostrando cómo el montaje incide o puede incidir en la forma del relato hasta determinarla en cuanto tal; por ejemplo, en Donde el viento brama (Ralph Pappier, 1963), donde un montaje paralelo convergente construye y cierra la Gran Forma orgánica que articula todo el filme, generando entre el montaje y la lógica de los acontecimientos un filme épico clásico, del tipo de los clásicos del western ético-histórico. El montaje allí se funde con la forma narrativa porque trabaja sobre las series de acciones y personajes, entramándolas en una misma evolución (la serie del pueblo que se queda sin agua y padece la peste, diferenciada de las acciones implementadas por el ingeniero, y ambas diferenciadas de la serie de los "malos" de la película, lo mismo que de la serie del buscador de oro), dirigiendo la evolución del relato hacia un punto en el que todas las series se juntan y desembocan en el cumplimiento de la idea: la refundación progresista de la Nación.
Lo mismo que la literatura, el cine trabaja la lógica de los acontecimientos de la historia narrada desplegándola en el tiempo; mientras que el montaje incide doblemente, en el nivel de las series de acontecimientos –como en el ejemplo señalado– a la vez que en un nivel micro, en pequeña escala, trabajando sobre el discurso más bien que sobre la historia. Vinculándose, en este último nivel, más con el plano de la expresión que con el de los acontecimientos.
Entre el montaje de escenas o de secuencias del relato y el montaje de planos, el montaje termina siendo el factor más determinante en la construcción del relato en lo que atañe al cómo. Lo que se corta y pega son cortes móviles de la imagen en movimiento para reconstruir un todo que es más que la suma de las partes, cuyo despliegue corresponde al de la idea del filme. Cuestión fundamental a la hora de pensar el filme como discurso ideológico profundo (más allá de lo que muestra por cómo lo muestra), cuya referencia histórica más significativa encontramos en la polémica Griffith-Eisenstein. Digamos, entre un modelo norteamericano de pensar la historia (ficcional y real) y un modelo soviético, que partiendo de una concepción dialéctica de la evolución histórica le recrimina al norteamericano la mera representación de términos opuestos (bien y mal) en lucha, sin dar cuenta de las causas históricas del bien o del mal en cuestión, ni de los procesos dialécticos con que se construyen y despliegan ambos términos. Como dice Deleuze (1994), con polémicas como esta se trata del pensamiento o de la filosofía del cine no menos que de la técnica.
Desde el punto de vista del cómo de la actividad representacional, el montaje se ubica entre las posibilidades del decir y toda una serie de artilugios técnicos que incluso nos llevarían a establecer algunas diferencias cualitativas entre el cine, por un lado, y el teatro y la literatura, por otro. No en cuanto a las posibilidades del pensar, sino en cuanto al modo de hacerlo, básicamente teniendo en cuenta que más allá de las técnicas narrativas de los autores, el cine se halla esencialmente determinado por la técnica en el sentido de la tecnología. La cual hace posible, además del montaje y junto con el mismo, una gran manipulación de los espacios y los tiempos, así como de las perspectivas que es capaz de asumir el discurso cinematográfico gracias a la ductilidad del uso de la cámara. Virtudes fundamentales para la construcción de las imágenes-conceptos características del cine.
En definitiva, las cuestiones relativas al cómo nos ponen ante las más elementales relaciones entre el relato histórico y el relato audiovisual o literario, ya que desde el punto de vista narrativo aquel se comporta como estos, sacando a relucir los factores y las operaciones ficcionales que subyacen a un tipo de discurso con pretensiones veritativas, como lo es el de la historia o el de la información. Siendo este último, en todas sus versiones (escritas, televisivas e informáticas), hoy por hoy parte fundamental del relato histórico, si entendemos por relato histórico aquel que cuenta la historia de lo que pasa y con ello la (re)construye.
Otros aspectos que se deben tener en cuenta para pensar el cómo serían los relativos a componentes narrativos no estructurales sino perceptuales, al modo con el que la puesta en escena, las tonalidades, los gestos de la cámara, el tempo, las actuaciones, el sonido, más los afectos implicados, componen, precisamente, un pensamiento; también un espíritu en el mejor de los casos, el espíritu de la obra... todo lo cual corresponde al plano de la singularidad de cada obra, siendo los componentes estructurales del relato y las formas narrativas los elementos universales presentes en todo relato.
III. El cine desde el punto de vista del contenido del filme
En las discusiones acerca de si el cine es o no un lenguaje, la balanza más se inclina por la negativa cuanto más nos aproximamos al punto de vista de la imagen en movimiento y la materia perceptual de la imagen, haciendo abstracción de lo que narra; es decir, cuando nos fijamos en el con qué previo al plano del tema y de los códigos comunicativos y narrativos.
Tarea que sin duda exige el ejercicio de una fuerte abstracción, ya que en general las películas que vemos nos atrapan por el tema, por lo que pasa o inferimos que pasa, al tiempo que una vez puestas en escena las primeras imágenes se despliega un mundo de códigos de muy diverso orden. Hecho que ocurre incluso en filmes experimentales o de cine-arte en los que se minimiza el asunto o el relato en sentido tradicional (como en La libertad, de Lisandro Alonso, 2001), siendo inevitable que en cuanto el filme transcurra abra un mundo –por minimalistas y cerradas que sean las primeras secuencias o todo el film–, abriendo un espacio virtual por el que caemos inmediatamente arrastrados por nuestras expectativas y primeras impresiones. Estas se convierten rápidamente en nuestras primeras interpretaciones, y así pasamos al plano del qué piensa la obra al plano del tema, de aquello de lo que trata el filme, con cuya construcción colaboramos poniendo en juego conocimientos y experiencias previas, semejanzas, analogías, etc., todo lo cual extraemos tanto de las experiencias vividas como de otras películas que hemos visto. Eso que Umberto Eco (1993) denomina cuadros comunes: he experimentado tal cosa y la traslado a lo que pasa en el filme, o cuadros intertextuales: el filme o la escena que veo cobra más sentido o densidad cuando se cruza en mi mente con otras que he visto antes. Por eso Deleuze se queja y denuncia que esta que se suele llamar la época de la imagen es en realidad y en general la época del tópico, de los lugares comunes en lo que respecta a contenidos y tratamientos. Sin embargo, supuesto que así sea, la capacidad de exponer temas o asuntos que se cristalizan al contacto con el espectador se sostiene en aquella materialidad del cine que hace posible, básicamente, reproducir un mundo con el mundo. Literalmente, no metafóricamente como lo hacen las otras artes. Producirlo o recortarlo de la realidad de los objetos-espacio-tiempo que a partir de allí se convierten en la materia del filme que llena la pantalla. El cine representa la realidad a través de la realidad, y ese hecho, a la vez que nos deja ver una especificidad del cine, nos pone ante la enorme capacidad del mismo para producir mundos.
Cada obra es un mundo. Un mundo poblado de personajes, aunque sean objetos, en el que se establecen relaciones y donde tienen lugar las acciones y los comportamientos, que a su vez expresan ideas subyacentes o emergentes de dichas acciones y comportamientos. Un mundo en devenir que más bien pronto que tarde genera series de acciones que inevitablemente derivan en consecuencias. Como en la vida, el tiempo no para. Retrocedemos con flash backs, avanzamos, nos estancamos, pero no para, y mientras dura el filme se despliega lo que piensa la obra.
Entramos así al terreno más común del pensamiento –el del plano referencial en el que alguien habla de algo–, que por ser común no es el menos importante, ya que de hecho es el de mayor uso en el trabajo con el cine en ámbitos educativos o de discusión. Tal como lo ha desarrollado Julio Cabrera (1999), en este nivel el cine piensa con imágenes-conceptos. Genera estas imágenes-conceptos con el despliegue de los actos y los sentimientos que acompañan a sucesos y personajes, introduciéndose en el espectador por una vía sensible, sensorial y afectiva, quien al cabo de secuencias completas y finalmente al cabo del filme, es capaz de dar cuenta no solo de qué trata la obra sino también del tema en cuanto es o puede ser parte del mundo real. Pongamos por caso Las aguas bajan turbias (Hugo del Carril, 1952), que es un filme ficcional que no trata sobre un hecho histórico determinado, como lo hace, por ejemplo, La Patagonia rebelde (Olivera, 1974) y que sin embargo no va a la zaga de este último en lo que respecta a la realidad que problematiza: la explotación en los yerbatales, la injusticia social y la resistencia a la indignidad.
La obra propone esa imagen-concepto, la despliega, la dramatiza; aunque en verdad es algo que termina por fijar cada espectador, quien según sus propias experiencias podrá terminar de darle sentido. Por ejemplo, en el filme nombrado, agregando el tópico del amor puro capaz de florecer en el peor de los pantanos morales, o bien agregando temas de la propia enciclopedia, pudiendo haber "visto" cómo se desplegó ante sus ojos el drama hegeliano de la dialéctica entre el amo y el esclavo, o cuánta razón había y hay aún en las denuncias de Scalabrini Ortiz sobre el coloniaje contemporáneo. De cualquier manera, lo que ha hecho la obra es conducirnos –por vía de la experiencia sensible y virtual que resulta de entregarnos al filme– a la construcción de una imagen-concepto pasible de seguir siendo pensada con relación a la cosa misma, o sea, para el caso con relación a determinadas condiciones de explotación humana. No importa que no sea una obra histórica o testimonial. Al contrario, si de lo que se trata es de pensar o exponer una imagen-concepto, puede llegar a ser mejor que sea ficcional, pues como sabemos desde Aristóteles, todo concepto (y toda imagen-concepto) es tal en cuanto adquiere cierto grado de universalidad, es decir, en cuanto abarca una multiplicidad de casos singulares posibles, razón por la cual el autor del Ars Poetica podía decir categóricamente que la poesía (el drama teatral) se hallaba más cerca de la filosofía que la historia, considerada esta como relato de hechos singulares (Aristóteles, 2000).
Hemos pasado así de la actividad representacional del filme mediante la puesta en escena, el montaje, etc., al plano de lo representado, que ahora sí puede adquirir el carácter de un enunciado o de una serie de enunciados, que en cuanto tales son ya interpretaciones de mundo, pudiendo pautarse los extremos entre la posibilidad de engañar o develar una verdad oculta a los ojos del espectador.
Por ambas posibilidades resulta importante el cine como objeto y como medio de ejercicios filosóficos, ya sea de simple reflexión o de sostenido análisis en torno a la historia, la sociedad y en general en torno al mundo de la vida; generándose la posibilidad de una triangulación entre los hechos, que siempre son singulares –no hay dos iguales–, los conceptos, que siempre son generales, y la obra, que los conecta por la vía de la sensibilidad.
Hemos visto cómo el contenido no es independiente de las formas, y que ambos entran en relaciones que se complejizan, más aun cuando tenemos en cuenta la intervención del espectador en la construcción del texto y de la experiencia estética en general. Una lógica de las interferencias –piensa Jean Mitry (2006) en ese sentido– en el cruce con la psicología y la sensibilidad de cada grupo humano y de cada persona. Podríamos continuar afinando diferenciaciones en torno a los planos estético-expresivos y discursivos, así como podríamos entrar en detalles sobre los mismos, que en definitiva nos brindarían una versión conceptual sobre cómo se entrelazan y mezclan los aspectos estéticos (sensibles, afectivos y sensoriales) con los aspectos lógicos, mentales y lingüísticos, poniéndolos en juego en la misma composición con las funciones de imaginación y percepción. Podríamos hilar fino en la composición multisensorial, afectiva y mental, y así podríamos continuar de la filosofía a las neurociencias, etcétera, tan solo porque el cine garantiza toda esta complejísima homología entre obra y mundo. No es otra la base sobre la que Gilles Deleuze práctica a mi entender, la ontología junto con la taxonomía, es decir, una teoría del ser (de los entes, de lo que hay) junto con una clasificación de las imágenes cinematográficas.
Ahora bien, para nuestros más humildes fines resaltamos la importancia de que este hecho pueda constituirse en la condición de posibilidad de que los filmes reflejen, refracten y construyan historias, actantes (virtuales actores sociales, políticos, discursivos), hechos, tendencias e ideas.
Allí residen las posibilidades ideológicas, ya sean de dominación o de liberación –para irnos a los extremo–, y en el medio la innumerable objetivación en el doble sentido: como objetivación del mundo, en cuanto este es puesto a consideración bajo nuestra mirada, tornándose objeto de análisis, reflexión, crítica., y como objetivación, en el sentido de interferir con el mundo modificándolo, produciéndolo, que es lo que dio lugar a las primeras consideraciones del cine pensado como agente de la historia.
Así lo hace Marc Ferro (1997), mientras Christian Metz (también en Francia) aun antes de publicar sus principales estudios se pone al frente de las políticas de Estado con relación a la educación en torno a esta nueva herramienta, crucial en la época de las comunicaciones y la difusión masiva. Durante la Segunda Guerra Mundial, el cine como arma revolucionaria se enfrenta al cine como arma de dominación ideológica, mientras los respectivos Estados (francés, alemán, ruso, italiano, norteamericano) desarrollan no solo la tecnología sino todos los conocimientos relacionados con el fenómeno. En el campo de la filosofía, Walter Benjamin (1989) se preocupa y profundiza agudamente el tema de las condiciones para una estetización de la política por el cine, en medio de las pujas entre fascismo, nazismo y comunismo, tratando de pensar al arte en la época de su reproductibilidad técnica con la esperanza de desatar las virtudes de este arte moderno, de esta magnífica especie de bestia pop.
En La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Benjamin da cuenta de la enorme potencia del cine para representar el mundo –en comparación con las demás artes–, destacando la precisión con que el cine es capaz de indicar situaciones, tornándolas más susceptibles de análisis. En ello, y en la capacidad de aislar elementos y de rearticularlos, parece ver Benjamin esa interpenetración entre arte y ciencia solo comparable con la del Renacimiento, época en que Da Vinci encarna el espíritu humanista de la libre investigación y el arte es concebido como el fruto de una habilidad y de un saber.
Otra característica del arte del Renacimiento que podríamos analogar con el cine es la tendencia a captar con verosimilitud aquello que representa. Tema tan complejo como interesante el de la verosimilitud en el cine, que nos pone de nuevo en cercanías del tema de la verdad, o de lo que a ella se parece, lo verosímil. En ese sentido, para Raymond Bayer (2002) el arte de Leonardo estaría entre la mímesis aristotélica (que vale la pena remarcar, se trata de la imitación o copia de actos, no de cosas) y el arte considerado como creación fantástica, de simulacros, destacando el carácter ilusionista de una pintura que busca plasmar en un solo plano tres dimensiones. Por su parte, el cine parece extremar estas posibilidades con todos sus pros y sus contras, obligándonos a pensar el tema de la verdad en el cine, necesariamente ligado al de la producción de efectos de verdad.
Nadie ignora hoy que el registro de la realidad en cuanto tal no existe; que incluso todo documental es ficcional, pues implica una serie de operaciones subjetivas de selección y de construcción imposibles de ser evitadas. Razón por la cual en el fondo –y en la superficie– toda descripción se revela como una interpretación que, frente a otras, en todo caso podrá confrontar o diferir, quizá luchar por su convalidación o su fuerza, que es más o menos aspirar a devenir verdadera. Es lo que descubrió la sofística griega y para lo cual se crearon las artes de la persuasión en otro plano que el de la certeza de la lógica demostrativa, que por su parte resultaba imposible de aplicar a hechos únicos e irrepetibles como son los hechos humanos. Un arte (el de la persuasión) con lógica y logística propia, ya que aspiraría al asentimiento del receptor, en quien en definitiva se genera emocional e intelectualmente el efecto de verdad. Así las cosas, parecemos estar condenados a participar en la construcción y el sostenimiento de la verdad –al menos en lo que al mundo humano respecta–, y por lo mismo, en condiciones para poder engañar y ser engañados.
Es cierto que la voluntad de verdad en el cine, en el sentido de desplegar un discurso veritativo desde lo verosímil, solo puede encontrarse en ciertos filmes, por ejemplo, en aquellos que llamamos filmes de tesis o en los filmes históricos, testimoniales, y en general en el documental. Más amplio es el abanico que abarca, en cambio, la producción de efectos de verdad6 en el cine ficcional, cuando este objetiva las costumbres o crea estereotipos ideológicos, como en el peor cine norteamericano y en gran parte del cine argentino –sobre todo en épocas de fuerte injerencia de la censura moral y/o política– mediante la instalación de ideologemas en torno al bien y al mal, escabrosamente articulados con sentimientos auténticos como el de patria y libertad. Efectos de verdad como también lo son aquellos que tienden a la elaboración de sentimientos morales como el de justicia social, el respeto a la alteridad de los otros o el amor a la camiseta.
Llegados a este punto podríamos establecer una interesante distinción entre imágenes-conceptos e imágenes-ideas fuerza, debiendo procurarnos un mínimo diccionario para mayor precisión y para darles un marco a las relaciones entre cine y verdad que exponemos a continuación. Veamos: las imágenes-conceptos tienen de los conceptos el hecho de ser construcciones entre conceptos. Por ejemplo, el concepto de libertad implica el concepto de posibilidad, el de autonomía, el de derecho y, por lo tanto, el de deber, etc.;7 los conceptos se construyen y se modifican, pero en general se caracterizan por la tendencia a la estabilidad estructural. Aparte se les puede adscribir funciones, como cuando, por ejemplo, el concepto de patria en La guerra gaucha (Lucas Demare, 1942) conlleva las funciones de inclusión y exclusión de determinados sujetos.
Las ideas, por su parte, cuando no son concebidas como sinónimos de los conceptos, pueden considerarse como un plan para realizar o como una guía para la acción, para lo cual suele ser fundamental la síntesis icónica capaz de simbolizar la proyección hacia el cumplimiento de la idea.
Ahora bien, en el cine tanto unas como otras tienen como base el elemento pático, emocional, que da lugar al emerger del concepto o la idea desde adentro de uno mismo, donde se produce en mayor o menor medida la experiencia virtual de lo que pasa en el filme, tanto con las situaciones como con los personajes. Pero mientras las imágenes-conceptos de lo representado mediante el filme enfatizan el carácter referencial de lo que presenta el filme, por más imaginario y abstracto que sea eso que el filme presenta, las imágenes-ideas (concebidas estas como ideas-fuerza) tienden a producir un sentimiento verdadero (en el sentido en que puedo decir que estoy verdaderamente enamorado de algo o de alguien) poniendo en juego un concepto decididamente activista de verdad. Un concepto según el cual la verdad de una idea-fuerza equivale al proceso en el que esta se realiza. Pudiendo perfectamente combinarse, en cualquier filme, ambos tipos de tendencias, aquella que crea imágenes-conceptos de hechos generalizables (la hipocresía como elemento de una moral corrupta en El jefe –Fernando Ayala, 1958–, por ejemplo), y esta otra que apunta a la realización de un valor o una idea, como podría serlo el sentimiento de pertenencia colectiva en Revolución, el cruce de los Andes (Leandro Ipiña, 2010).
Hasta aquí no nos hemos movido un ápice del campo ideológico ni del estético a propósito del cine que piensa, pudiendo destacar, en síntesis, el valor cognitivo de la comprensión (pongamos por caso Juan Moreira –Favio, 1973– entre la verdad ética existencial y la verdad social y política); el valor cognitivo de la problematización mediante imágenes-conceptos que ironizan una situación verdadera aunque ficcional, como en Paula Cautiva (Fernando Ayala, 1963); y por último, el valor operativo en la formación de creencias, como en la busca de una composición identitaria cultural en Malambo (Alberto de Zavalía, 1942). Formación de creencias y sentimientos (como el de la pertenencia a una tradición, a una historia o a un grupo) a la que también se le puede atribuir un valor cognitivo, si pensamos que el arte es capaz de proyectar las subjetividades y relacionarse con los procesos concretos del mundo de la vida, en tanto que estos se basan, entre otras cosas, en la memoria y el reconocimiento.
Sobre todo cuando analizamos cuestiones humanas resulta importante tener en cuenta dos tipos de verdades que en la vida se mezclan incesantemente. Dos marcos de lo verdadero, uno referencial y otro experiencial. Uno que nos remite a la observación de un estado de cosas frente a nosotros y otro que nos remite al plano de una certeza existencial. Entre ambos se cruzan los valores cognitivos con los persuasivos y los estéticos, tornándose estos últimos tanto más importantes cuanto más se acerca el film a lo que entendemos por obra de arte.
En cualquier filme, por malo que sea, podemos encontrar imágenes-conceptos, pero solo en las obras de arte obtenemos ese plus de saber que ya no es un saber acerca de un estado de cosas, ni un interpretar ni un proyectar la acción, sino un saber de la sensibilidad que sabe (en el sentido de saborear), generando un incremento de ser en nuestra experiencia de la realidad. La experiencia estética de la obra de arte en el cine es una fiesta de la percepción y una danza de saberes –como decía Roland Barthes de la buena literatura–, por lo que es bastante difícil usarla como arma de dominación. Su propia naturaleza creativa (incluida en la recepción de la obra) tiende a dificultarlo, ya que con las obras de arte se va siempre más allá del mensaje y de las intenciones de quienes las realizan, desbordándose a sí mismas.
Notas
1 La utilización de la historia del cine argentino como referencia permanente en la exposición corresponde al contexto de elaboración del texto.
2 No obstante lo cual, la categoría de cine-arte es una categoría empírica, construida por la crítica, los realizadores y espectadores, sobre la base de una tendencia —dentro de la producción cinematográfica— caracterizada por una intención estética, y más propiamente artística, siguiendo el modelo de las Bellas Artes, que es el de la producción de obras singulares. Lo cual se traduciría en una diferencia elemental, en el plano del fenómeno cinematográfico, entre las megaproductoras y las pequeñas compañías, estando aquellas principalmente dedicadas a un cine con objetivos exclusivamente comerciales, mientras que muchas de estas se constituyen con el foco puesto en la producción de las obras (V. también la diferencia esencial, cualitativa, entre grandes salas y cineclubes) Dentro de la misma línea, el cine-arte supone la libertad creativa, personal o del equipo (v. cine de autor) y el estilo resultante. Lo cual implica, por su parte, una diferencia capital en cuanto a la relevancia del hecho fílmico y, por lo tanto, de los recursos narrativos y audiovisuales, en muchos casos derivando en otra determinación posible del cine que es el cine experimental. Todo lo cual no obsta para que haya grandes obras de arte hechas por megaproductoras.
3 Como "materia signaléctica" es concebida la imagen cinematográfica desde posiciones que no admiten la reducción de la imagen al enunciado lingüístico. Para Gilles Deleuze (1996) constituye una materia signaléctica "que implica rasgos de modulación de toda clase, sensoriales (visuales y sonoros), kinésicos, intensivos afectivos, rítmicos, tonales e incluso verbales (orales y escritos) [...]. Es una masa plástica, una materia a-significante y a-sintactica, una materia no lingüísticamente formada, aunque no sea amorfa y esté formada semiótica, estética y pragmáticamente" (p. 49).
4 Tanto Heidegger como Deleuze han sido los principales referentes en el tema, por lo que no sería casual encontrar aires de familia con dichos autores en mi estipulación de lo que significa pensar.
5 Filme emblemático del cine político militante clandestino, concebido en el marco del Tercer Cine Latinoamericano como arma de contrainformación y lucha frente a las dictaduras de los años 50-70.
6Trabajamos la categoría de efectos de verdad en íntima relación con la formación de hábitos y creencias y los efectos de realidad, la mentira y los simulacros.
7 A su vez pudiendo variar según diferentes contextos.
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