Sobre el discurso de las Regulae y el espíritu metódico moderno*
On the Discourse of Regulae and the Modern Methodical Spirit
Juan Antonio González de Requena Farré
Universidad Austral de Chile (Chile)
jgonzalez@spm.uach.cl
Resumen
Giorgio Agamben ha caracterizado las reglas monásticas como la constitución de una forma de vida en que —más allá de la ley— la regla y la vida se tornan indiscernibles. En este artículo asumimos la invitación de Agamben a trazar la historia semántica del léxico de la regla y nos preguntamos qué ocurrió cuando, en la primera Modernidad, las reglas se extrapolaron a la trama completa del mundo de vida, como ocurrió en la espiritualidad metódica de protestantes y jesuitas. A través del análisis de uno de los géneros de discurso que ilustra el encuadramiento normativo de las prácticas modernas en ambientes protestantes y jesuítas, los libros barrocos de regu-lae, caracterizamos cierto régimen discursivo y semiótico que sirvió de marco para el pensamiento metódico moderno y su racionalismo analítico.
Palabras clave
Reglas, protestantismo, espiritualidad jesuíta, pensamiento metódico, racionalismo.
Abstract
Giorgio Agamben has characterized the monastic rules as the constitution of a way of life in which —beyond the law— the rule and the life become indiscernible. In this article we accept the invitation of Agamben to trace the semantic history of the lexicon of the rule and we wonder what happened when, in the first Modernity, the rules were extrapolated to the complete plot of the world of life, as in the methodical spirituality of Protestants and Jesuits. Through the analysis of one genre of discourse that illustrates the normative framing of modern practices in Protestant and Jesuit environments, the baroque books of regulae, we characterize a certain discursive and semiotic regime that served as a framework for modern methodical thought and its analytical rationalism.
Keywords:
Rules, Protestantism, Jesuit spirituality, methodical thought, rationalism.
Sobre el discurso de las regulae y el espíritu metódico moderno
[...] una investigación sobre la semántica del léxico regula tanto en el ámbito teológico como en el derecho y en la gramática (y en las artes en general) aún está por hacerse. Aquí nos limitaremos a algunas consideraciones preliminares de carácter hermenéutico general.
(Agamben, 2013, p. 98)
EEl léxico de la regla (regula) aparece en el discurso clásico de la arquitectura como designación de cierto instrumento para el trazado de líneas y la determinación de dimensiones, o bien como nombre de las piezas rectas de algún diseño (Vitruvio, s. i a. c./1997). La noción de regula adquiere la acepción de una pauta de construcción en la reflexión gramatical. Gramáticos latinos como Varrón, Prisciano, Donato, Carisio o Diomedes se sirven del léxico de las regulae para designar los patrones de construcción y enunciación tanto de las palabras como de las partes de las oraciones. En ese sentido, los gramáticos latinos emplean el término regula cuando se mencionan las regularidades idiomáticas constitutivas, esto es, el formato de declinación, las reglas sintácticas o el régimen gramatical que son propios de algún recurso del lenguaje (considerando las excepciones). También encontramos referencias a la dimensión normativa de las reglas del arte gramatical o de la corrección ortográfica y a aquello que va contra esas regulae —solecismo o barbarísimo, por ejemplo—, de manera que el vocabulario de las reglas se vincula tanto a los usos idiomáticos regularmente observados cuanto a los patrones constitutivos de la lengua y las normas de corrección lingüística (Robins, 1990, pp. 533-535). Bajo la influencia del léxico gramatical, en el lenguaje del derecho romano, Labeo introdujo el término regula para designar una proposición normativa que regía todos los casos bajo cierta razón, y progresivamente se entendió que las regulae iuris constituían máximas generales derivadas de las leyes existentes, más que definiciones de las que deducir las leyes (Stein, 1995, pp. 1553-1554).
Más allá de la acepción legal, en las comunidades monásticas, el léxico de la regula permitió concebir los preceptos de obligada observancia, la disciplina religiosa cotidiana y la regulación de una forma de vida compartida, como se evidencia en las reglas de san Agustín (S. iv), san Basilio (s. iv) y san Benito (s. vi). En lugar de máximas generales que compendien abstractamente las leyes, las reglas monásticas aportan reglamentos comprehensivos que especifican el orden de las actividades significativas de la vida religiosa en común, entre las cuales se presupone precisamente el voto de observancia y obediencia de la regla de cada comunidad. Por ejemplo, la regla de san Agustín estipula los fines y fundamentos de la vida religiosa en común, y predica la observancia religiosa de la propia regla, más que la sujeción a la ley; norma las maneras y circunstancias de la oración; promueve la frugalidad y moderación, la castidad y la vigilancia fraterna entre los monjes, así como el cuidado diligente del hábito y los útiles necesarios, o bien el perdón de las ofensas; además, establece criterios de gobierno, ordena la obediencia a la autoridad y prescribe la observancia de la disciplina (san Agustín, 1736). En el caso de la Regula de san Basilio o la de san Benito, se regula la forma de vida monástica, el modo de gobernar la comunidad religiosa, los criterios para recibir a los novicios y expulsar (o eventualmente excomulgar) a los monjes pecadores; también se reglamenta la obediencia, la comunidad de bienes, la oración, el cuidado de la despensa, los oficios y labores, el hábito y las comidas, el dormir, las lecturas y el silencio, la austeridad y la hospitalidad, la caridad y limosnas, así como las penitencias (san Basilio, 1699; San Benito, 1751).
En sus Etimologías, san Isidoro de Sevilla nos proporciona una panorámica de los usos clásicos del léxico de las reglas: recoge la acepción arquitectónica de la regula como herramienta para edificar que se caracteriza por su rectitud (s. vii/2004, Libro xix, capítulo 18, 2); registra la noción de regla vinculada a los preceptos del arte gramatical y a las regularidades gramaticales establecidas por analogía (Libro I, capítulo 5, 2; capítulo 27, 2); incluye el concepto de regla lógica (Libro ii, capítulo 22, 2) y asocia la regula a los preceptos del arte médico relativos a la dieta y a la observancia de un régimen de vida (Libro iv, capítulo 9, 3); además, aunque no considera el uso de las regulae iuris, introduce la noción de regula como canon eclesiástico que brinda normas para dirigir y vivir rectamente (Libro vi, capítulo 16, 1). Por otro lado, dentro del ámbito jurídico medieval, y como se aprecia en las Siete Partidas de Alfonso x (s. xiii/1807), el tradicional léxico de las regulae terminaría vinculándose tanto a la concepción canónica de las reglas religiosas bajo las cuales viven ciertos monjes y órdenes (Primera partida, título 7, ley 1) cuanto a las regulae iuris, en tanto que enunciados generales de derecho, si bien con menos fuerza que aquello dictado por la ley (Partida séptima, título 33, ley 13).
Como contribución a la exégesis del léxico de las regulae, Giorgio Agamben (2013) ha llamado la atención sobre el modo en que el monaquismo estableció todo un dispositivo de la regla, y posibilitó la constitución de una forma de vida en la cual la regla y la vida resultan indiscernibles. Según Agamben, esta experiencia de la regla de vida monástica tomaría distancia frente al paradigma litúrgico y la efectuación del oficio divino en las instituciones eclesiásticas. La forma de vida monástica (particularmente la franciscana) pondría de manifiesto la exterioridad entre la regula religiosa —indiscernible de cierta forma de vida en común y sustraída al dominio del derecho— y, por otra parte, la norma jurídica de la ley codificada. Los textos de las reglas monásticas articularían, pues, una relación nueva entre acción humana y normatividad, "sin la cual la racionalidad política y ético-jurídica de la modernidad no sería pensable" (Agamben, 2013, p. 15). Como experiencia de una vida en común, el cenobio monástico se enfrentó al problema de constituir una convivencia ordenada y adecuadamente gobernada, mediante una movilización integral y una regimentación exhaustiva de la existencia cotidiana (oración, lectura, labores, etc.); en esa medida, la regla monástica hacía indecidible la relación entre vida y normatividad —la neutralizaba mediante la transformación recíproca—, pues pautaba toda la existencia individual y se instituía comprehensivamente como una forma de vida. En palabras de Agamben: "A través del concepto de 'forma', regla (forma regulae) y vida (forma vivendi) entran en la praxis del monje en un umbral de indistinción" (p. 92). En rigor, la regla monástica no se perfilaba como sujeción a la ley, sino que se enmarcaba como una serie de preceptos de cierto arte o técnica de la disciplina religiosa; en ese sentido, las normas de la vida monástica se asemejaban más a reglas directivas de un arte de la vida santa que a un dispositivo jurídico. En todo caso, la regla monástica no era un conjunto de consejos laxos, ya que su enunciación y lectura comprometían performativamente con la realización de la norma constituyente y obligaban a la observancia de una forma de vida, más que a actos específicos jurídicamente codificados; como si la búsqueda de una vida perfecta practicase la normatividad y se tornase regla, en lugar de limitarse a aplicar la ley o reducirse a un código legal. De ese modo, en la regla monástica (particularmente en la franciscana) se habrían explorado las opciones y tensiones de una forma de vida cristiana:
[...] una dirigida a resolver la vida en una liturgia y la otra, a transformar la liturgia en vida. Por una parte, todo se hace regla y oficio al punto de que la vida parece desaparecer; por la otra, todo se hace vida, los "preceptos legales" se transforman en "preceptos vitales", de modo que la ley y la liturgia misma parecen abolirse. A una ley que se indetermina en vida, le corresponde, con un gesto simétricamente opuesto, una vida que se transforma integralmente en ley. (Agamben, 2013, pp. 124-125)
No obstante —pese al entusiasmo escatológico de Agamben con la posibilidad de una forma de vida sustraída al derecho— la relación entre los preceptos legales y las reglas monásticas fue más compleja y se discutió profusamente desde el siglo xii en el derecho canónico1. Cabría pensar que las reglas monásticas, lejos de neutralizar el derecho o consagrar la sustracción al dispositivo legal, conformaron una técnica normativa para convertir la vida en objeto de regimentación disciplinaria y regulación parajurídica o infrajurídica; como el propio Agamben (2013) reconoce:
[...] el monaquismo había realizado en sus cenobios, con fines exclusivamente morales y religiosos, una división temporal de la existencia de los monjes, cuyo rigor no solo no tenía antecedentes en el mundo clásico, sino que en su absoluta intransigencia tal vez nunca fue igualado por ninguna institución moderna, ni siquiera por la fábrica taylorista. (pp. 34-35)
De hecho, en su clásico Técnica y civilización de 1934, Lewis Mumford ya había observado de qué manera el monasterio constituyó un dispositivo para la vida regular y la regulación formal del tiempo, antes de que se consagrase la rutina mecánica y el hábito del orden en Occidente:
Dentro de los muros del monasterio estaba lo sagrado: bajo la regla de la orden quedaban fuera la sorpresa y la duda, el capricho y la irregularidad. Opuesta a las fluctuaciones erráticas y a los latidos de la vida mundana se hallaba la férrea disciplina de la regla. (p. 30)
¿Cómo trascendió a la actividad secular —y se generalizó como marco de la racionalidad occidental— ese orden metódico y hábito disciplinar acuñado en la forma de vida monástica y expresado en el léxico de la regla?
Las regulae y la espiritualidad metódica moderna
En su interpretación de las reglas monásticas, Agamben considera que la Reforma protestante no fue sino la reivindicación de un orden litúrgico alternativo a la institución eclesiástica: Lutero habría rescatado el sentido de una liturgia de tipo monástico, centrada en la oración y la lectura sagrada más que en el oficio eucarístico y los sacramentos (Agamben, 2013, p. 122). A diferencia de la interpretación weberiana del significado de la ética religiosa del protestantismo, esta exégesis descuida el modo en que el luteranismo consagró algo diferente de la normatividad de la ascesis monástica, a saber: una concepción ético-religiosa de la profesión y la vocación de cumplir con los deberes asociados a la posición de cada cual en la vida y a las tareas profesionales cotidianas (Weber, 1904-1905/1969). En ese sentido, Weber consideró que una de las más relevantes contribuciones de la Reforma habría consistido en la valoración ética de la vida profesional (como una misión y vocación impuesta por Dios) y en la racionalización del trabajo mundano bajo una ética de la profesión (pp. 87-93). Weber argumentó que el pleno desencantamiento del modelo litúrgico de salvación eclesiástica y sacramental se produjo con el calvinismo, en la medida en que consagró definitivamente la ética profesional al servicio de la utilidad colectiva y, por tanto, de la realización de la obra de Dios mediante el trabajo incesante (pp. 129-148). Semejante ascetismo intramundano exigiría el control sistemático de sí mismo y la sistematización de la santidad en el obrar; según Weber: "De este modo perdió la conducta moral del hombre medio su carácter anárquico e insistemático, sustituido ahora por una planificación y metodización de la misma" (p. 149). Para Weber, se puede apreciar cierta continuidad entre la ascesis de las reglas monásticas y el ascetismo intramundano —profano y laico— de la profesión, finalmente consagrado como un "método sistemático de conducta racional" (p. 151); como si la Reforma hubiera convertido "a cada cristiano en monje por toda su vida" (p. 155) y hubiera extrapolado la regla monástica a la vida profesional, sistemáticamente racionalizada y organizada en el orden mundano.
Ernst Troeltsch (1925/1979) llamó oportunamente la atención sobre la necesidad de perfilar con más precisión el concepto histórico general de protestantismo, en lugar de operar con un tipo ideal en que se confunden el protestantismo de Lutero o Calvino y las nuevas formas de protestantismo que integraron la teología humanista (basada en la crítica histórico-filológica), las sectas baptistas y el espiritualismo individualista. Por otra parte, más allá de la vaga idealización del protestantismo, Troeltsch remarcó las diferencias entre las confesiones del protestantismo luterano y calvinista. Tanto el protestantismo luterano como el calvinista habrían representado una determinada cultura, autoridad e institucionalidad eclesiástica, pese a oponerse a la doctrina católica. No en vano los métodos protestantes habrían profundizado el paradigma litúrgico medieval en un sentido más riguroso e individualizado que la institución jerárquica de la Iglesia católica, pues apelaban a la autoridad y fuerza salvífica de la Biblia, para constituir un nuevo corpus christianum y cristianizar metódicamente toda la vida. Luteranismo y calvinismo compartían la perspectiva de que la decisión de la fe confiere la certeza de la salvación (en vez de remitir a la institución jerárquica, la tradición católica y las obras sacramentales) como algo solamente dependiente de Dios y de la lectura personal de la fuente redentora de la Biblia. También conservaban cierta idea de una institución de salvación autorizada o Iglesia, ya fuese bajo el modelo luterano de una organización libre o bajo el modelo calvinista de la Iglesia primitiva, aunque la relación entre Iglesia y Estado se concibiera como la unión íntima en un solo cuerpo social cristiano sometido a cierta bibliocracia. Sin embargo, el luteranismo representaba una versión más espiritual e interna de la Palabra, con la consiguiente renuncia a la constitución eclesiástica jerárquica; por su parte, el calvinismo se mostraba más activo y metódico en la conformación de una república cristiana y una institución eclesiástica bíblica, que regulase y disciplinase la vida en común bajo las normas cristianas y reglas de la Biblia (Troeltsch, 1979, pp. 38-45). Aunque luteranismo y calvinismo consagraron una forma de ascetismo intramundano, el ascetismo luterano presentaba un perfil más idealista, íntimo y personal —alejado de la coacción de la regla, de los planes o la ley—, compatible con la tolerancia alegre y obediente ante el curso del mundo y los dones divinos (Troeltsch, 1979, pp. 4549). Ahora bien, el ascetismo calvinista se caracterizó por un rigor extremo y determinación activa a la hora de realizar la obra divina e imponer el reconocimiento de la palabra de Dios como ley; en su búsqueda de la perfección metódica y en su empeño de constituir y mantener la comunidad cristiana "racionaliza y disciplina todo el obrar en una teoría ética y en un ordenamiento disciplinar eclesiástico" (Troeltsch, 1979, p. 49).
En efecto, las disputationes de Lutero entre 1517 y 1530 reivindican la vida espiritual, la experiencia del Evangelio y la fe salvífica, más allá de la ley y la jerarquía eclesiástica. Por eso, Lutero expresa una reserva teológica ante la ley, asimilada a la ley de la muerte y del pecado; y es que solo con la fe y la gracia divina se puede tener un corazón puro: "La ley humilla, la gracia ensalza. La ley produce temor e ira; la gracia, esperanza y misericordia" (Lutero, 1967, p. 40). En ese sentido, Lutero se muestra sumamente crítico con el derecho canónico y sus leyes, a las cuales califica de redes de compraventa e instrumentos de picardías: "En toda la ley canónica del Papa no hay ni dos renglones que puedan enseñarle a un buen cristiano, y por desgracia son tantas las leyes erróneas y peligrosas que sería mejor quemarlas en la hoguera" (p. 109). Por eso, Lutero juzgaba necesaria la reforma de la Iglesia y el mejoramiento de la comunidad cristiana. Al fin y al cabo, Dios mismo habría anulado su propia ley cuando se transformó en abuso (p. 112); además, no serían admisibles leyes para interpretar la palabra de Dios, ya que esta enseña la libertad verdadera, la libertad espiritual "que libra al corazón de todo pecado, mandamiento y ley" (p. 167); por eso, se debiera predicar la Palabra "no de la Ley, sino del Evangelio" (p. 253). En contraste con las reservas de Lutero ante los cánones eclesiásticos, en la Institutio de Calvino el vocabulario de la regula se emplea para designar la ley divina que enseña la Biblia como única regla de vida. En ese sentido, para Calvino, la voluntad de Dios resulta inconcebible al margen de la ley divina contenida en las Escrituras como regla de la suma perfección y ley de leyes. La norma suprema y exclusiva de la ley divina aporta una regla y nivel precisos con que regular la interpretación de las Escrituras; brinda conjuntamente una regla de la fe y del servicio a Dios, una regla de perfecta sabiduría, una certísima regla para bien entender y ordenar nuestro juicio, una regla de la verdad inmutable, una regla justísima de justicia, una regla de piedad y una regla verdadera y eterna a la que conformar nuestras vidas (Calvino, 1536/1597).
La consagración de la actividad y el pensamiento metódicos, la racionalización de la conducta y del autocontrol sistemático, así como la generalización de las reglas a través de todo el orden mundano, no son exclusivas de la ética protestante; también fueron promovidas por el principal baluarte de la Contrarreforma: los jesuitas. En ese sentido, Weber (1969) consideró que el racionalismo metódico se manifestó de modo privilegiado en los jesuitas:
[...] cuyo ascetismo se emancipa tanto de la anárquica huida del mundo como del continuo atormentarse por puro virtuosismo, para convertirse en un método sistemático de conducta racional, con el fin de superar el status naturae, sustrayendo al hombre del poder de los apetitos irracionales, y devolviéndole su libertad ante el mundo y la naturaleza; de ese modo se aseguraba la primacía de la voluntad planificada, se sometían sus acciones a permanente autocontrol, se educaba (objetivamente) al monje como trabajador al servicio del reino de Dios y (subjetivamente) se le aseguraba, a su vez, la salvación del alma. (pp. 151-152)
No en vano los jesuitas exhibieron desde el primer momento un marcado compromiso activo, metódico y militante con la labor apostólica, así como un particular celo organizativo y planificador. Esa labor sistemática ad maiorem Dei gloriam se tradujo en una regimentación cuidadosa de la vida espiritual, como se evidencia en los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola, que introducen un ordenamiento riguroso y planificación racional de los distintos aspectos de la espiritualidad, ya se trate del examen de conciencia, la oración o la meditación, "para vencer a sí mismo y ordenar su vida, sin determinarse por afección alguna que desordenada sea" (san Ignacio de Loyola, 1548/1963, p. 202). En los Ejercicios espirituales aparecen encuadrados en plazos y modalidades específicos los formatos del pensamiento, el empleo de la palabra, el recurso a la imaginación y las imágenes de los sentidos, la representación de las escenas sagradas y misterios, así como la repetición, en el contexto de las prácticas espirituales del autoexamen, la confesión, la oración, la meditación o la contemplación; del mismo modo, se plantean catálogos de reglas para la buena elección, para ordenarse en el comer, para orar, para experimentar los movimientos anímicos de consolación y desolación espirituales, o bien para distribuir limosnas y para comprometerse con una Iglesia militante (san Ignacio de Loyola, 1963, pp.196-273).
Además, aunque guarda relación con las tradicionales reglas monásticas, el apostolado metódico de los jesuitas dio lugar a una mayor codificación de los aspectos jurídicos, institucionales y espirituales, por medio de una reglamentación profusa de la organización de la Orden, en documentos fundacionales como la Formula insituti o las Constitutiones Societatis Iesu (san Ignacio de Loyola, 1556/1963, pp. 416-596). En esos documentos constituyentes de la Orden se establecen los mecanismos de admisión en la Sociedad y los modos de exclusión; la organización de los centros de estudio y de la labor escolástica, los cargos en colegios y universidades, así como los cursos, libros y grados; las obligaciones religiosas relacionadas con la sumisión, la abnegación, la pobreza y la ayuda al prójimo; las ocupaciones, renuncias, prácticas espirituales y conservación del cuerpo; la oración, predicación y apostolado; la jerarquía dentro de la Orden, las autoridades, las categorías de religiosos, los órganos de deliberación, las congregaciones generales y las convocatorias de elecciones; el trabajo misionero; por último, los medios de conservación y desarrollo de la Sociedad. Las Regulae communes de la Compañía de Jesús (1567/1735, pp. 22-46) son aún más específicas al determinar pautas vinculantes: regulan las obligaciones personales relacionadas con el examen de conciencia, la oración, la meditación y el estudio; estipulan deberes hacia los superiores; enmarcan el comportamiento con otros integrantes de la Orden y el trato con los extraños; involucran reglas de modestia para la expresión personal, reglas de autoexamen de conciencia, repertorios de oraciones, así como reglas exhaustivas para todas las funciones y oficios de la Compañía, no solo los sacerdotes, peregrinos y estudiosos, sino también los compradores, despenseros, porteros, cocineros, etc.
El espíritu metódico de la Orden resulta particularmente patente en la Ratio atque Institutio Studiorum Societatis Iesu de 1599, que establecía una planificación racional de los estudios en colegios y universidades jesuitas, a través de una reglamentación exhaustiva de todos los aspectos de la educación: los fines de la enseñanza; la organización de los establecimientos; la selección y disposición de los profesores; los mecanismos de promoción; las asignaturas, los cursos y lecturas; las evaluaciones, modos de corregir, concursos y premios; los métodos, dinámicas y actividades educativas; las discusiones, declamaciones, ejercicios y repeticiones; los festivos, actos y vacaciones; las funciones del rector, de los prefectos, de las academias, y de los distintos responsables de la dirección de los establecimientos educativos, así como las labores de los profesores de las distintas materias y grados (Compañía de Jesús, 1801). En suma, si se atiende al uso del léxico de las regulae en la literatura jesuítica (de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola a la Ratio Studiorum), cabe pensar que la regula religiosa dejó de ser la actuación performativa de una forma de vida y se convirtió progresivamente en un dispositivo preceptivo de regulación integral de las diversas esferas de la vida cotidiana: los estudios, las lecturas e interpretaciones, la vida moral, la búsqueda intelectual y la meditación espiritual.
El género discursivo de los libros de regulae
Un indicador de la difusión del espíritu metódico en la cultura de la primera Modernidad (entre los siglos xvi y xvii) se encuentra en la profusa publicación de libros de reglas tanto entre los jesuitas como en el ámbito protestante. En la literatura jesuita encontramos títulos que seguían el énfasis ignaciano en la exposición de reglas y la regulación de los estudios, con la particularidad de que no se dirigen exclusivamente a los integrantes de la Orden: Regulae intelligendiscripturas sacras ["Reglas para comprender las escrituras sagradas"] de Francisco Ruiz (1546); Regula Vivaseu analysisfidei in Dei perEcclesiam nos docentis auctoritatem ["Regla viva o análisis de la fe en la autoridad de Dios que nos enseña mediante la Iglesia"] de Thomas Bacon (1638); Prudentiae christianae regulae, motiva, media, exempla selectiora. Accomodata ad vitam recte instituendam; in quovis statu ["Reglas, motivos, medios, ejemplos muy selectos de prudencia cristiana, adaptados para conducir rectamente la vida, en cualquier situación"] de Georg Reeb (1636); Aphorismi sive breves regulae: ad vitae et virtutum perfectionem consequendam in primis utiles ["Aforismos o reglas breves, especialmente útiles para lograr la perfección de la vida y las virtudes"] de Juan Eusebio Nieremberg (1699). En el mundo protestante circularon títulos tan significativos como los siguientes: Regulae vitae. Virtutum descriptiones methodi ["Reglas de la vida. Descripciones del método de las virtudes"] de David Chrystaeus (1556); Regulae studiorum; seu de ratione et ordine discendi, in praecipuis artibus, recte instituendo ["Regla de los estudios; o sobre la institución recta del plan y orden de la enseñanza en las principales artes"] de David Chrystaeus (1593); Axiomata historica, eaquepolitica: hoc est: regulae de eventibus negotiorum politicorum ["Axiomas históricos y políticos; esto es, reglas sobre los sucesos de las actividades políticas"] de Gregor Richter (1599); Appendix ad regulas historicas: continens novorum axiomatum centurias tres ["Apéndice a las reglas históricas, conteniendo trescientos nuevos axiomas"] de Gregor Richter (1614) o bien Regulaephilosophicae sub titulis XXII. comprehensae ["Reglas filosóficas expresadas bajo 22 títulos"] de Daniel Stahl (1663).
Entre los libros de reglas que se inscriben en la literatura jesuita se reitera cierta estructura formal enmarcada en un género de discurso argumentativo con pretensiones de validez apodíctica y un empleo masivo de argumentos cuasilógicos, como las definiciones y los juicios analíticos. El escrito presenta una serie numerada de lemas, máximas, definiciones, prescripciones o aforismos, que a veces se agrupan en capítulos (eventualmente, como desarrollo de algún tópico o como respuestas posibles a disputationes). Tras la enunciación de cada regla encontramos diferentes movimientos retóricos posibles: la adición de otras reglas aforísticas relacionadas con la que abre el capítulo (Nieremberg, 1699); la explicación o interpretación, esto es, la explanatio (Ruiz, 1546), como se aprecia en la figura 1; la presentación seriada de las pruebas que sostienen y confirman la regla, o bien las respuestas a posibles objeciones (Bacon, 1638); así como la exposición de los indicios, condiciones y modalidades de cierto asunto, a partir de los cuales se deduce la regla, para luego ejemplificarla (Reeb, 1636).
No muy distinto es el esquema formal de los libros de reglas del ambiente protestante: se introducen las reglas o preceptos numerados (a veces bajo la forma de la definición de alguna virtud) y, a continuación, se realizan distintos movimientos retóricos relacionados con la justificación o interpretación de la regla. En algunos casos, tras el análisis o definición de cada precepto, se formulan sus causas materiales, formales y finales, además de sus efectos, así como se especifican ejemplos y opuestos de la regla de cada virtud (Chrystaeus, 1556); otras veces, las reglas se articulan como un reglamento exhaustivo que ordena los fines, los medios, las justificaciones y la distribución de los estudios, e incluso planifica todos los aspectos de la enseñanza y el catálogo de libros y autores canónicos (Chrystaeus, 1593); también pueden introducirse las reglas como axiomas a partir de los cuales se extrae una explicación y una serie de ejemplos (Richter, 1599); o bien pueden agruparse las reglas en capítulos, para luego deducir una serie de proposiciones de cada tesis filosófica o derivar unas reglas de otras (Stahl, 1663), como se evidencia en la figura 2.
En suma, los libros de reglas le dan una particular organización simbólica al texto —eminentemente argumentativa—, al secuenciar las razones y exhibir una construcción cuasilógica. El variable carácter de las reglas enunciadas (máximas, definiciones, prescripciones, aforismos o axiomas) y la ambivalente función argumentativa de estas (ya que pueden introducir tanto una tesis u opinión con pretensiones de validez cuanto una garantía con alcance general) permiten entender las diferentes estrategias argumentativas de los distintos libros de regulae y la oscilación de la exposición entre movimientos de justificación, explicación, análisis e interpretación de las reglas. Además, mediante las reglas, se introduce un tenor discursivo preceptivo e instruccional que refuerza el carácter concluyente de la propuesta comunicativa y encuadra las posibles respuestas de la audiencia.
Giorgio Agamben (2013) sostiene que las reglas monásticas se caracterizaban por cierta dialéctica entre oralidad y escritura, es decir, por una tensión constitutiva entre la escenificación retórica oral y la fijación del texto autorizado, a través de la lectura litúrgica performativa y la meditación del escrito inerte. En palabras de Agamben: "Ni escritura ni viva voz, ni código legal ni praxis vital, la regla se mueve sin cesar entre estas polaridades, en busca de un ideal de perfecta vida común que, como tal, trata de definirse" (p. 110). Sin embargo, los libros de regulae jesuitas y protestantes parecen subsumir la dialéctica de las reglas bajo el marco de una ordenada secuenciación textual y una organización sistemática del texto; así, permiten representar la codificación generalizada de las actividades espirituales y mundanas. De ese modo, los libros de reglas que codifican el pensamiento metódico moderno son una manifestación privilegiada de las transformaciones culturales asociadas a la difusión del formato del libro con la revolución de la imprenta. Jack Goody (1985) nos ha recordado la capacidad de abstracción y descontextualización que caracterizan al texto escrito, al hacer posible el análisis, reordenamiento y formalización de los enunciados. Precisamente, la confección de listados y series sería una de las formas más significativas de cierta disposición gráfica del discurso, que permite la ordenación posicional, la reorganización de los enunciados textuales y su generalización bajo esquemas clasificatorios y sistemáticos (pp. 95-127). A diferencia de las reglas monásticas, los libros de reglas modernos —con sus listados de regulae ordenadas numéricamente— ilustran la codificación generalizada, la catalogación racional, el tratamiento metódico y la estandarización sistemática de las formas de vida y discursos culturales tras la revolución de la imprenta. No en vano, como ha argumentado Elizabeth Eisenstein (1994), la revolución tipográfica no solo fue una condición previa de la Reforma protestante y de la fijación metódica de credos y liturgias en la primera Modernidad; además, generalizó la organización racional del discurso y el espíritu de sistema, así como desencadenó una avalancha de nuevos textos en que se codificaban los métodos y procedimientos para aprender a dominar cualquier práctica y oficio. En suma, los libros de regulae se inscriben en un discurso cultural marcado por la racionalización del orden textual y la sistematización de la erudición, que se expresaría en un torrente de catálogos, índices, tablas, diccionarios, obras de consulta general y recopilaciones (pp. 71-78 y 143-152).
Marcado por la codificación metódica y la organización sistemática, el régimen discursivo de los libros de regulae introduce una particular forma de preservación de la memoria de los universos de discurso culturales. Yuri Lotman (1979) planteó que la transmisión del discurso cultural puede llevarse a cabo garantizando la preservación de determinados textos canónicos, o bien mediante la constancia de un código o sistema de reglas que provea elementos estructuradores para generar textos y, así, permita organizar los conjuntos semióticos. Según Lotman, así como existen regímenes discursivos cuyo modo de organización semiótica de la cultura depende de una codificación semántica (el tipo simbólico), hay un formato de semiosis social (el tipo sintagmático) en que el código dominante de la cultura es sintáctico y basado en reglas de construcción (p. 44). En todo caso, también existe la posibilidad de que la cultura prescinda de los anteriores modos de organización y se organice de modo asemántico y asintáctico, desemiotizado e instrumental (tipo aparadigmático y asintagmático, como el realizado en la Ilustración), o bien el código dominante sintetice los modos semántico y sintáctico en un único modo de organización o sistema orgánico (tipo semántico-sintagmático, como el de la cultura burguesa decimonónica, ejemplificado en el Romanticismo o en idealismo filosófico) (pp. 57-66). Pues bien, cabe pensar que las reglas monásticas formaron parte del tipo simbólico o régimen semiótico ilustrado por la cultura medieval: la concepción de todo lo existente como un entramado simbólico de significaciones y de representaciones icónicas; el enmarcado de las actividades colectivas como rituales significativos; la otorgación de valor a los signos en el conjunto jerárquico del universo simbólico y en el seno de un modelo general del mundo; finalmente, la adquisición de la sabiduría mediante la constante relectura que profundiza en el significado del texto (pp. 43-53). Sin embargo, los libros de regulae de la primera Modernidad parecen inscribirse en el tipo sintagmático de la época del absolutismo y el Barroco, caracterizada por una centralización de la organización cultural, por el primado de las doctrinas religiosas y por el encuadramiento eclesiástico o estatal de las formas de vida, así como por un reordenamiento cultural a partir de la integración de las partes significantes en el plano sintagmático de una única estructura o código generador (pp. 54-57). En suma, los libros de reglas no solo ilustran la consolidación del pensamiento metódico en la cultura europea moderna, sino también un régimen semiótico eminentemente constructivo, que privilegia la formulación del código cultural y las reglas de formación de las prácticas significativas, por sobre la preservación de algún relato simbólico.
Aunque en ningún caso agotan el corpus textual de la primera Modernidad, los libros de reglas explicitaron un régimen semiótico sintagmático o constructivo que codificaba las prácticas espirituales, intelectuales, morales y mundanas, sin requerir la identificación imaginativa con los modos ficcionales y los esquemas simbólicos que eran propios de ciertos relatos canónicos (el relato bíblico, pero también las tragedias clásicas, las novelas de caballería, las vidas de santos, los autos sacramentales, las danzas macabras, etc.) y sus tramas narrativas ejemplares de autotras-cendencia épica, reconciliación cómica, hundimiento trágico o parodia satírica (como las describe Northorp Frye, 1977). De ese modo, el régimen constructivo de los libros de reglas se vinculó a un tipo de recepción y de lectura bastante diferente de aquellos que postulan algunas concepciones hermenéuticas de la lectura, como si se diera una apropiación del sentido y un ejercicio de autocomprensión, que se serviría de la narración para mediar no solo entre el personaje y la trama, sino también entre la vida y la ficción (Ricoeur, 1996, pp. 138-151). Frente a esta idea de la lectura como conformación de cierta identidad dinámica narrativa, derivada de las variaciones imaginativas a que el relato somete las opciones y mundos de sentido del lector, los libros de reglas patentizan una estructuración no narrativa del mundo textual y un posicionamiento distinto del sujeto lector, diferente de la identificación imaginativa con las peripecias de una trama narrativa (respecto a la crítica del modelo hermenéutico de la lectura, véase Chartier, 2004, pp. 479-482). El régimen constructivo o sintagmático de las regulae corresponde a un formato de recepción instruccional y un tipo de lectura edificante (próxima a los catecismos protestantes y católicos, los libros de devoción y meditación, o bien a las summas y compendios pedagógicos), en un contexto histórico de codificación de la ortodoxia religiosa y de uniformización de las prácticas y formas litúrgicas, pero también de regulación tanto de las lecturas autorizadas como de los modos de interpretación correctos de las Escrituras (el tiempo del Index librorum prohibitorum y de la prohibición de la impresión de historias de ficción en las Indias). Ese régimen discursivo constructivo, edificante e instruccional posibilitó la organización metódica de prácticas religiosas y mundanas conformes a la ideología religiosa, frente a los peligros de la herejía y la superstición popular (sobre el contexto reformista y contrarreformista de la lectura en la época clásica de la primera Modernidad, véase Gilmont, 2004; Julia, 2004).
Cuando la vida y el discurso entran en el orden del código y en el régimen sintagmático de los sistemas de reglas, se abre la opción de que todos los aspectos de la existencia registren la estructuración sistemática, la clasificación exhaustiva y una inflexible ordenación combinatoria, como si estuviese en juego la implacable construcción de semióticas artificiales. Según Roland Barthes (1977), no solo en san Ignacio de Loyola se registra ese régimen constructivo y esa fundación sistemática de órdenes semióticos; también el libertino Sade y el utopista Fourier ilustrarían la apuesta textual por la construcción de lenguas o regímenes semióticos, esto es, la vía de los logotetas (Barthes, 1977, p. 7). Tanto en san Ignacio de Loyola como en Sade y Fourier, las operaciones propias de este tipo de construcción semiótica requieren el aislamiento, el confinamiento y la clausura: "La lengua nueva debe surgir de un vacío material; un espacio anterior debe separarla de las otras lenguas comunes, superfluas, caducas, cuyo 'ruido' podría estorbarla" (p. 8). Además, el nuevo régimen semiótico ha de articularse al diferenciar detalladamente todo un repertorio de signos sujetos a una combinatoria formal: "nuestros tres autores descuentan, combinan, disponen, producen incesantemente normas de ensambladura: sustituyen la creación por la sintaxis, la composición" (pp. 8-9). Del mismo modo, la construcción de un régimen semiótico involucra la ordenación y planificación exhaustiva de todas las operaciones, así como el montaje y escenificación ilimitada de los significantes y, finalmente, cierta indiferencia semántica (pp. 10-11). Barthes ha entendido que la nueva posición de sujeto del lector de las reglas ignacianas ya no consiste en la simple identificación mimética con algún modelo ejemplar o algún guion narrativo; y es que en la compleja estructura instruccional de los Ejercicios rige una incertidumbre estructural dramática:
El drama es aquí el de la interlocución: por una parte el ejercitante se asemeja a una persona que hablara ignorando el final de la frase que inicia; vive el carácter incompleto de la cadena hablada, la apertura del sintagma, está separado de la perfección del lenguaje, que es clausura asertiva; y, por otra parte, el fundamento mismo de toda palabra, la interlocución, no se le entrega, hay que conquistarla, inventar la lengua a través de la cual él debe dirigirse a la divinidad y preparar su respuesta posible: el ejercitante debe aceptar el trabajo enorme y sin embargo incierto de un constructor de lenguaje, de un logo-técnico. (p. 50)
El sujeto interpelado por los libros de regulae comparte inevitablemente esta posición incierta como constructor de sus opciones semióticas, a través del régimen sintagmático de las reglas con las cuales se forja exhaustiva e ilimitadamente toda una forma de vida, sin disponer de un guion simbólico comprehensivo.
El discurso de las regulae y los marcos intelectuales de la Modernidad
El pensamiento metódico protestante y jesuita influyó de diversas maneras en el desarrollo del racionalismo moderno y la nueva ciencia. Siguiendo las sugerencias de Weber, Robert Merton (1970/1984) estableció cómo los valores culturales del puritanismo y la ética protestante (con su orientación a la labor ascética intramundana y a la conducta metódica, con su consagración de la autoridad de la razón, con su énfasis en la educación, así como con su interés por la indagación activa y la experimentación rigurosa al servicio de la utilidad social y del progreso) aportaron motivaciones decisivas para la nueva ciencia y legitimaron cierto racionalismo empírico y determinada vocación de racionalizar la actividad científica. El ethos puritano no solo exaltó la aplicación del razonamiento sistemático, sino que lo compatibilizó con la valoración del enfoque experimental: "El experimento era la expresión científica de las inclinaciones prácticas, activas y metódicas del puritano" (Merton, 1984, p. 121). En ese sentido, el puritanismo reorientó los valores y motivaciones sociales, de modo que se le dio prestigio a la ciencia y al oficio del filósofo de la naturaleza, así como se eliminaron las restricciones religiosas y escolásticas a la investigación científica y, en numerosos casos, se integraron los valores religiosos y las motivaciones científicas (pp. 85-139).
En el caso del sistema jesuita, se ha sostenido que hubo ciertas restricciones para la actividad científica, pues la ciencia secular no era un fin autónomo para la educación jesuita, sino solo un medio para el apostolado. Además, habrían existido restricciones prácticas para el desarrollo de la investigación científica: el escaso interés de los superiores por la ciencia y su desconfianza ante las innovaciones, bajo el estricto voto de obediencia que regía en la Orden; el privilegio concedido a la enseñanza y a la regimentación de los estudios, en desmedro de la investigación y la publicación científica; por último, la regulación y control doctrinal, la censura interna en la Compañía y la autocensura de los investigadores (Feingold, 2003). No obstante, también se ha argumentado que los jesuitas exhibieron un marcado compromiso con las ciencias naturales y por la labor científica, en el contexto de su preocupación educativa y de sus exitosos métodos de enseñanza. Semejante vocación científica no solo habría respondido a intereses pragmáticos, sino que se asociaría a un tipo de espiritualidad que enfatiza el encuentro con Dios en todas las cosas, el compromiso activo con el conocimiento y la actividad mundana al servicio de la salvación, la unión de la oración y la labor, el trabajo de búsqueda constante para la mayor gloria divina, la experimentación y el respeto por la experiencia, o bien cierta predilección por explorar las fronteras y contactarse con otras concepciones y experiencias fuera de la Iglesia (Udías, 2015, pp. 235-239). Incluso se ha sostenido que la espiritualidad y los métodos de meditación jesuitas habrían promovido el estudio de aquello que no se percibe directamente, al integrar el ejercicio de los sentidos (especialmente la visión) y la imaginación, para disponer así de visualizaciones imaginativas de entidades, conceptos e ideas abstractos. Y es que, del mismo modo que la visualización imaginativa promovida en los Ejercicios permitía conceptualizar adecuadamente misterios teológicos o componer espacialmente escenas salvíficas, este tipo de contemplación intelectual imaginativa también habría aportado un modo de enfocar, clarificar y entender la causalidad no sensible que interviene en los procesos naturales; de ahí la afinidad de la búsqueda intelectual jesuita con la abstracción e idealización matemática, pero también con el descubrimiento empírico, la comunicación de los hallazgos experimentales y el suministro de información sobre la naturaleza de regiones exóticas (Waddell, 2015).
Por más que el pensamiento metódico protestante y jesuita haya favorecido la racionalización de la actividad intelectual y la experimentación científica, no se puede obviar la importancia de ciertas transformaciones en el discurso y la organización retórica, como marcos de la profunda reestructuración del saber moderno. Chaim Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca (1958/1989) argumentaron que con Descartes se inició una ruptura en la concepción de la razón, de manera que en el pensamiento occidental se habría impuesto un modelo de razonamiento more geometrico, basado en la evidencia racional, en la prueba lógica apodíctica, en la demostración a partir de axiomas y en la construcción de un sistema consistente de proposiciones. Con este giro lógico hacia la idealización del cálculo formal, la tradición occidental habría obliterado todos los aspectos retóricos y dialécticos vinculados a la argumentación de lo plausible y a los medios de persuasión adecuados a cada auditorio (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1989, pp. 30-43). Del mismo modo, Stephen Toulmin (2001) reconoció cierto giro moderno en torno al siglo XVII, en virtud del cual se comenzó a desplazar a la retórica de los debates intelectuales legítimos, para privilegiar las pruebas demostrativas, la concatenación de enunciados escritos y la validación mediante relaciones internas entre proposiciones, haciendo abstracción de todo contexto. Si hasta el Renacimiento habían sido relevantes las condiciones argumentativas, las expresiones públicas de los argumentos y los tipos de público, según Toulmin (2001):
Después de la década de 1630, la tradición de la filosofía moderna en Europa occidental se centró en el análisis formal de las cadenas de enunciados escritos más que en los méritos y defectos concretos de una manifestación persuasiva. En esta tradición, la retórica deja paso a la lógica formal. (p.61)
En ese mismo periodo, el discurso constructivo y el régimen semiótico de los libros de regulae ejemplifica la transición hacia un nuevo universo intelectual basado en la representación gráfica, la descontextualización abstracta, la secuenciación analítica, la sistematización y el orden metódico.
A propósito de Descartes —a quien suele considerarse un eminente precursor del pensamiento metódico moderno—, se ha intentado encontrar algún tipo de vínculo entre su formación jesuita y el tipo de racionalidad que consagran sus escritos. Algunos investigadores han argumentado que la concepción cartesiana de la metafísica, como actividad de meditación encaminada a superar los errores y lograr la autocerteza, mediante la evidencia racional, tendría como trasfondo los ejercicios espirituales jesuíticos y sus técnicas de meditación y contemplación intelectual (para conocer el estado de la cuestión, véase Sánchez Ramón, 2010). En ese sentido, las meditaciones ignacianas habrían enmarcado las meditaciones metafísicas de Descartes, como se evidencia en distintos aspectos: la estrategia de aislamiento y soledad introspectiva; la precaución ante el error y el abandono de prejuicios hasta lograr una indiferencia activa; la actividad fundamental del sujeto y la importancia del propio entendimiento y la evidencia personal; la disciplina de la concentración y la desconfianza ante el juicio humano; y, por último, el énfasis metódico en el orden, la continuidad de pensamiento, la repetición y la enumeración (Stohrer, 1979). Del mismo modo, se ha defendido que la estructura y movimientos fundamentales de las meditaciones cartesianas corresponden al esquema de meditación ignaciano. La meta de las meditaciones concordaría con la pretensión de los ejercicios jesuitas, esto es, modificar la actitud respecto a su vida intelectual, de manera que se forzaría una decisión crucial frente a las tentaciones de confiar demasiado en los sentidos o en la imaginación; en última instancia, la composición de las meditaciones cartesianas patentizaría una vocación espiritual y experiencias vitales de conversión, peregrinaje y retiro, análogas a las ignacianas (Vendler, 1989).
Sin embargo, hay algo mucho más obvio que cualquier tipo de influencia de los ejercicios ignacianos en la meditación cartesiana. Se trata del hecho de que Descartes escribe su primera exploración de un nuevo método filosófico como un libro de regulae, e inscribe su aventura intelectual en el régimen semiótico constructivo trazado por uno de los géneros de discurso que dio expresión al nuevo pensamiento metódico de la primera Modernidad. En las Regulae ad directionem ingenii comenzadas en 1628 y publicadas a título póstumo, Descartes expone axiomáticamente, en forma de reglas enumeradas (enunciados generales, definiciones, enunciados procedimentales condicionales o máximas pragmáticas) y convenientemente explicadas, cierto proyecto de búsqueda intelectual y de organización del saber:
[...] advertí que llegaba a la verdad de las cosas no tanto, como suelen los demás, mediante indagaciones vagas y ciegas, y más bien con el auxilio de la suerte que con el del arte, sino que había percibido en una larga experiencia ciertas reglas [regulas] que son muy útiles a este fin, de las que me serví después para descubrir muchas otras. Y así he cultivado con esmero todo este método, y me he convencido de que seguí desde el principio el modo de estudiar más útil de todos. (pp. 109-110)
Se trata de un nuevo orden intelectual, basado en la construcción de reglas por medio de reglas y en la sistematización del saber mediante el método de la axiomatización, que persigue deducir necesariamente concatenaciones de series de enunciados, desde proposiciones intuitivamente autoevidentes. Semejante método intelectual introduce como reglas generadoras el análisis exhaustivo, la síntesis sistemática y la enumeración completa, para así lograr la evidencia racional; de esa manera, Descartes anticipa more geometrico un tipo de organización intelectual de las ciencias basada en la consideración del orden y la medida, la representación figurativa de relaciones o proporciones y la reducción a operaciones matemáticas básicas, como se observa en la figura 3.
En suma, las Reglas para la dirección del espíritu consiguen una perfecta concordancia entre la forma del régimen discursivo constructivo de las regulae y, por otro lado, el contenido de un proyecto intelectual basado en el pensamiento metódico y la ordenación racional del saber; pero esa conjunción se venía ensayando en los libros de reglas protestantes y jesuitas, y no era sino un giro más en la semántica histórica del léxico de la regula. Desde entonces nos hemos esforzado por pensar nuestro mundo y actividades sub specie regulae, a pesar de la oportuna paradoja planteada en un aforismo de Lichtenberg (1990):
Ante Dios no hay sino reglas, en realidad una sola regla y ninguna excepción. Pero como no conocemos la regla suprema inventamos reglas generales que no lo son, y hasta sería posible que lo que llamamos reglas puedan ser, para seres finitos, excepciones. (p. 215)
Conclusión
Las transformaciones histórico-semánticas en el léxico de la regula ponen de manifiesto los aciertos y sesgos en la interpretación que Agamben realiza de las reglas monásticas. Ciertamente, el dispositivo de las regulae y el canon de la praxis humana ensayado en las comunidades monásticas ha tenido un impacto decisivo en la ética y política de las sociedades occidentales, y ha hecho posible vislumbrar la normatividad inherente a las formas de vida, esa indecidibilidad entre regla y vida, que no se deja deducir mecánicamente de las regulaciones jurídicas o de los preceptos técnicos. Sin embargo, la Modernidad ha desplegado modalidades más estructurales e indecidibles de la indeterminación entre norma y forma de vida que aquellas que Agamben atribuye a las regulae monásticas; y, precisamente, lo ha hecho a través de la generalización de las reglas —de su abstracción, codificación y multiplicación— y de la profusa exterioridad constitutiva de las reglas que atraviesan reticularmente el mundo de vida moderno. Más que una experiencia performativa de invención de una forma de vivir en común, sustraída a los códigos del derecho y a las formas de codificación del discurso escrito, la generalización del léxico de las regulae en la primera Modernidad introdujo una indeterminación constructiva y un tipo de subjetivación opcional altamente individualizada, en el marco de la codificación exhaustiva de las prácticas humanas y de la constitución de un régimen de discurso sintagmático basado en reglas, sin guiones compartidos o repertorios simbólicos ejemplares. Ese tipo de discurso constructivo y sistemático de las reglas dio expresión a la espiritualidad metódica moderna, tanto en su variante protestante como en la jesuítica, con su vocación de experimentar activamente y racionalizar las actividades intramundanas para mayor gloria de Dios.
En ese sentido, los libros de regulae barrocos concretan, al servicio de la fijación de la ortodoxia y en el marco de la revolución de la imprenta, todo un género de discurso con estructuras retóricas y regímenes semióticos muy específicos: la argumentación apodíctica, la secuenciación analítica y disposición axiomática de los enunciados; la integración y derivación de las prácticas significantes a partir de reglas de formación; o bien una experiencia de lectura instruccional y edificante que, no obstante, cargaba al lector con la responsabilidad de decidir sus opciones de sentido y construir sus recorridos semióticos. Esa espiritualidad metódica moderna y su expresión en un régimen discursivo eminentemente constructivo —el discurso de la regulae— permiten comprender los marcos intelectuales del pensamiento moderno, ya se trate de la voluntad de método, de la apuesta por el análisis abstracto, del espíritu de sistema, de la racionalización de las formas de vida, o bien, en última instancia, de la fascinación por disponer de reglas para entender el mundo y para concebir las opciones de la propia praxis humana. Tal vez seamos herederos de Descartes —como tantos intérpretes de la Modernidad nos recuerdan—, pero, como Descartes, también hemos leído metódica y constructivamente el mundo y la vida como un inagotable libro de reglas.
Notas
* Artículo vinculado al proyecto Fondecyt Regular n° 1190030, investigación financiada por CONICYT.
1 En la recepción del libro Altísima Pobreza han surgido argumentos críticos contra la exégesis de Agamben. En algunos casos se discute que los franciscanos realizaran una forma de vida perfecta exterior a las constricciones legales, a través de la indistinción de regla y vida: por una parte, la Regla franciscana también introducía prohibiciones y deberes, así como la incorporación a la Orden pasaba por el examen de la observancia de los sacramentos; por otro lado, si la Orden franciscana no entró inicialmente en conflicto con la Iglesia fue debido a los vínculos con la jerarquía eclesiástica (Campbell, 2015). Otras reseñas (por ejemplo, la de Napoli, 2014) también cuestionan que la regla monástica, como normatividad integral encarnada en una forma de vida, haya constituido un genuino desafío a la supremacía de la ley y la lógica normativa de la legalidad. No resultaría obvio que la renuncia a la propiedad y a la titularidad de derechos, mediante el uso factual del mundo y el voto de pobreza, sea incompatible con la ley (que históricamente ha identificado la propiedad con el derecho de uso). Pero, según Napoli (2014), sí parece concebible una relación con el mundo distinta de la apropiación y el dominio: la administración, como práctica habitual de desposesión, suspensión de la titularidad legal y oficio común para todo cristiano, aunque la administración devenida oficio sea precisamente lo que Agamben pretende resistir en tanto que subsunción de la vida bajo la regla y la liturgia. Por lo demás, no habría que olvidar que la normatividad que comprende exhaustivamente la vida humana completa puede ser más crítica para la libertad que la ley (Napoli, 2014). En algunos comentarios de la obra de Agamben (Ludueña, 2014) no solo se sostiene que las reglas monásticas tuvieron un estatuto normativo inseparable del ámbito jurídico, sino además se argumenta que la altísima pobreza franciscana no escaparía al orden económico moderno. Cabe pensar, con Ludueña (2014), que la normatividad de la regla monástica no suspende la esfera de la ley, pues sus reglas introducen modelos políticos teologizados y adquieren una forma legislativa como preceptos jurídicos encarnados en todos los aspectos de la vida, o bien como un derecho inseparable de la vida, al menos para el monje. Además, la regla franciscana de pobreza y del uso común, propuesta para los integrantes de la Orden, tampoco resulta ajena al orden económico más amplio de intercambio de propiedades y adquisición de ganancia en la sociedad civil, reconocidos en algunos escritos franciscanos; solo lo complementaría (Ludueña, 2014).
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