Lo que nos importa: autodirección, identidad y moralidad*
What We Care about: Self-Direction, Identity and Morality
María Alejandra Carrasco
Pontificia Universidad Católica de Chile (Chile)
mcarrasr@uc.cl
Resumen
En este artículo discuto acerca de la polémica entre Harry Frankfurt y Susan Wolf respecto a si es o no es importante que aquello que amamos sea objetivamente valioso, y si una vida completamente inmoral es tan valiosa como otra vida moral. Sostengo que aunque Frankfurt tiene razón al decir que el solo hecho de amar ya es valioso, eso no basta para una praxis plena. Dado que nuestros fines determinan nuestras elecciones, aquello que amemos determinará el tipo de vida que tengamos y no cualquiera da igual.
Palabras clave
Harry Frankfurt, lo que nos importa, identidad, moralidad, razón práctica.
Abstract
In this paper I discuss the controversy between Harry Frankfurt and Susan Wolf as to whether or not it is important that what we care about is objectively valuable, and whether a completely immoral life is as valuable as a moral life. I argue that although Frankfurt is right in saying that the mere act of caring is already valuable, that is not enough for a meaningful praxis. Given that our ends in life determine our choices, whatever we love will determine the kind of life we have, and different kinds of life are not equally valuable.
Keywords
Harry Frankfurt, what we care about, identity, morality, practical reason.
Lo que nos importa: autodirección, identidad y moralidad
Comentando el famoso artículo de Harry Frankfurt (1998a) "The importance of what we care about" (pp. 80-94),1 Susan Wolf (2002) afirma que a pesar de que el interés del autor es mostrar la importancia de que haya cosas que nos importen (o cosas que "amemos", ya que amar es para Frankfurt una forma en la que las cosas nos importan2), parece evitar pronunciarse sobre la importancia de que nos importe lo que de verdad tiene valor objetivo (p. 228). Frankfurt responde directamente a esta crítica haciendo todavía más explícita su posición. Señala que amar algo, o que algo nos importe, es valioso en sí mismo. Amar mejora la vida, aunque lo que se ame no sea bueno para el agente ni para los demás. Incluso lo ejemplifica con Hitler. El nazismo era un mal, tuvo consecuencias terribles para muchas personas, pero no por eso fue un objeto menos apto para ser amado. El ideal nazi llenó de valor la vida de Hitler. De hecho, en su juventud Hitler quiso ser artista, pero es improbable que esa vida le hubiera reportado tantos beneficios como le dio el nazismo: gran variedad de experiencias estimulantes y enriquecedoras, la admiración pública, la satisfacción de logros extraordinarios, el orgullo de trabajar creativamente para superar obstáculos que se oponían a su esfuerzo por hacer lo que pensaba eran grandes contribuciones a la civilización. Por esto, desde el punto de vista de Hitler, consagrar su vida al nazismo fue la elección correcta. La inmoralidad de su ideal no afectó para nada el valor que él pudo encontrar en su vida. De hecho, agrega Frankfurt, si a una persona no le importa la moral, no hay ninguna razón para que le importe que su vida sea inmoral. Y en una sentencia provocativa concluye diciendo que una vida perfectamente inmoral puede ser perfectamente valiosa y digna de ser vivida (cf. Frankfurt, 2002, pp. 245-248).
En esta réplica, Frankfurt deja ver algunas de las ideas fundamentales que ha repetido a lo largo de su obra: amar (o que algo nos importe) es lo que da valor y sentido a la vida; el valor del objeto amado no es la causa por la que lo amamos; el valor de estar amando nos impulsa a buscar objetos para amar, y el amar que da sentido es totalmente independiente de la moralidad.
Es interesante analizar esta polémica para ver por qué Frankfurt asigna tanta importancia al acto de amar, y en relación con ello establecer luego si efectivamente la moral no cumple ningún papel respecto del valor que el agente pueda encontrar en su vida. Mi tesis es que si se la entiende como una ética de virtudes (que no es como Frankfurt la entiende), la moral sí es esencial para tener una vida verdaderamente valiosa. Para mostrarlo, dividiré este artículo en cuatro partes. Comenzaré analizando por qué importa que algo importe; luego veré por qué importa qué cosas importen, y en tercer lugar por qué importa que lo que importe sea realmente importante. Terminaré, en la conclusión, explicando por qué no todos los objetos son dignos de ser amados, en cuanto no todos pueden dar sentido a la propia vida.
por qué importa que algo importe
De acuerdo con la filosofía de Frankfurt, lo que importa pueden ser personas, actividades, países, tradiciones, instituciones, ideales, etc. Este "importar" es una actitud que se caracteriza en que el amante está dedicado, como consagrado, a lograr la plenitud de lo amado. Esa plenitud o promoción de lo amado se busca en parte involuntariamente, y se busca además por sí misma, no por interés propio. Por otro lado, el amor que lleva a tener esta actitud tiene autoridad normativa en la vida del amante, es decir, el amante se siente compelido, de un modo difícil de rehusar, a hacer lo que es bueno para el objeto amado (Frankfurt, 1998c, pp. 4-5). En consecuencia, aquello que a la persona le importa es aquello en referencia a lo cual guía su vida, lo que determina el diseño y el ordenamiento de todas sus otras preferencias y prioridades (Frankfurt, 1999, p. 165). Es decir, lo que a cada uno le importa marca los límites a la propia conducta, determina el tipo de vida que se lleva.
El que algo nos importe, dice Frankfurt (1999), no es lo mismo a que nos guste, que lo deseemos, o pensemos que es valioso (p. 158). Estos son sentimientos o acciones internas que pueden durar un instante. Amar, en cambio, implica una estructura temporal que se caracteriza por que el agente está comprometido con un deseo particular, con mantenerlo vigente lograrlo (Frankfurt, 2006, p. 18). Por ello, amar no se relaciona tanto con un sentimiento, creencia o expectativa, sino directamente con la voluntad: con el compromiso de no abandonar ese deseo y permitirle que oriente mi vida (Frankfurt, 1999, p. 161). Cuando ama, el agente se sitúa prospectivamente, de cara al futuro, frente a una infinidad de momentos que debe ir integrando a la luz de aquello que ama. Así, al consagrarse a algo, su vida deja de ser una sucesión de instantes inconexos y se convierte en una historia que él va estructurando en torno a eso que ama.
Frankfurt (1998a) señala que cuando a un agente le importa algo, es como si invirtiera todo su ser en ello, haciendo suyos los riesgos, las pérdidas y ganancias del objeto amado (p. 83). Uno invierte su propia persona en lo que ama. No es que uno haga algo a sí mismo o en sí mismo, sino que uno hace algo consigo mismo. El amar se constituye, precisamente, por ese conjunto de disposiciones y de estados cognitivos, afectivos y volitivos que definen la identidad de una persona; esas disposiciones y estados que posibilitan la consistencia de la conducta y la persistencia de este amar en el tiempo.
Traduciendo estas ideas al lenguaje de otra tradición filosófica, si consideramos que los agentes racionales pueden proyectarse más allá de la situación presente, distanciarse de lo dado inmediatamente y considerarlo desde la perspectiva que abre referencia a una representación de la vida como un todo, y si consideramos que pueden acceder a un conjunto de fines o bienes que remiten, más allá del presente concreto, al conjunto de la vida considerada como una totalidad de sentido (Vigo, 2010, p. 148), se comprende por qué Frankfurt enfatiza tanto el valor fundamental de que algo nos importe. El amor da fines y ayuda a estructurar nuestras deliberaciones. Lo que nos importa manifiesta esa opción fundamental que permite al sujeto hacerse cargo ejecutivamente de sí mismo, con base en una comprensión global de su propia vida. Lo que amamos representa el conjunto de los fines últimos a los que no podemos evitar estar vinculados y en torno de los que organizamos nuestra vida. Entonces, cuando a alguien le importa algo, empieza a comportarse del modo como se comportan quienes aman aquello que él ama, que es precisamente lo que da sentido a cada una de sus acciones singulares. Por consiguiente, Frankfurt tiene razón al decir que, para la voluntad, amar es más básico o fundamental que las elecciones y decisiones particulares que podamos tomar.3 La voluntad comienza a formarse cuando algo empieza a importar (Frankfurt, 1998a, p. 91). Sin embargo, es también el amor el que exige esas decisiones y elecciones particulares que irán conectando mis instantes en una totalidad de sentido, en una vida consagrada a lo que amo.
Por otro lado, la capacidad humana que posibilita el amor es la habilidad que tenemos de separarnos del contenido y flujo inmediato de nuestra conciencia y dividir, por así decir, nuestra mente. Gracias a esto podemos objetivar los distintos elementos de nuestra vida psíquica, podemos desprendernos y observarlos desde la distancia. Esta es la perspectiva que nos capacita para formar respuestas reflexivas respecto de todo lo que viene ya dado en la vida mental. Podemos aprobar o desaprobar lo que sentimos (sentimientos espontáneos), formando los que Frankfurt (2006) llama deseos de segundo orden, o el deseo que deseo desear (p. 4). Comienza así una dinámica de identificación y renuncia (Frankfurt, 1998b, p. 13 y 1998a, p. 91); nos identificamos con algunos de nuestros deseos, pensamientos y disposiciones, y los incorporamos como 'nuestros'. Consentimos tenerlos y dejamos que nos representen, los legitimamos como expresiones verdaderas de nuestro yo (Frankfurt, 2006, p. 8). Simultáneamente rechazamos otros deseos, pensamientos o actitudes que también son míos en cuanto pertenecen a mi psique, pero son incompatibles con la promoción de los fines que me importan.
De este modo se evidencia cómo la capacidad de que algo nos importe, que nos lanza a un horizonte de futuro, pone también en primer plano otra capacidad esencial del agente racional: la auto-dirección. El amar imprime una orientación fundamental a nuestra vida, y podemos renunciar a ciertos bienes o placeres inmediatos para elegir otros acordes con nuestra propia representación de una vida valiosa. "Tomarnos en serio" —dice Frankfurt— significa no querer aceptarnos tal como venimos. No aceptar que nuestras ideas se formen aleatoriamente o que nuestras acciones sean guiadas por impulsos transitorios. Queremos que nuestra conducta, nuestros pensamientos, sentimientos y elecciones tengan sentido. Necesitamos dirigirnos a nosotros mismos en conformidad con ciertas normas o patrones estables (cf. Frankfurt, 2006, p. 2). Precisamente, esas normas y patrones que dicta nuestro amor.
Lo que nos importa, entonces, abre un horizonte de sentido y nos impulsa a que lo vayamos ejecutando, lo transforma en proyecto. Estos son los aspectos prospectivo y ejecutivo de la propia vida, ambos originados en la capacidad de amar. Amar pone fines a la vida, y ellos son condición mínima para el despliegue de la razón práctica (Vigo, 2010, p. 150). Aunque es cierto, como dice Frankfurt, que amamos en algún grado involuntariamente, nuestro auto-dirigirnos, las decisiones y elecciones que realizamos en referencia a ese horizonte, las hacemos voluntariamente.
Esto quiere decir que el sentido de la vida, en parte, se encuentra, pues no elegimos, al menos no directamente, qué nos importe. Sin embargo, de otro modo más profundo, el sentido se hace, se construye, se va realizando (ejecutando) en cada una de nuestras acciones singulares en la medida en que promueven aquello en referencia a lo cual orientamos nuestra vida.
En otro de sus artículos más famosos, "Freedom of the will and the concept ofperson", Frankfurt (1998b) define a la 'persona' como aquella capaz de tener voliciones de segundo orden, es decir, la capacidad de desear tener un deseo y que ese deseo sea efectivo, que la mueva realmente a la acción (p. 14). Esta posibilidad de renunciar a algunos deseos de primer orden y endosar otros, convirtiéndolos en 'más míos', así como ejecutarlos, nos permite apropiarnos de nuestra vida, auto-dirigirnos, hacer nuestra vida valiosa para nosotros mismos. Frankfurt contrasta a la 'persona' con lo que llama un wanton,4 quien es movido por fuerzas externas o fuerzas internas pero que no ha hecho suyas. Al wanton no le importa nada, no orienta su vida hacia nada, ni siquiera se importa a sí mismo. Y como el wanton no ha invertido su persona en ningún proyecto, no gana ni pierde en la consumación de sus deseos. Luego describe a un drogadicto que no quiere tomar droga, pero que su adicción le hace constantemente volver a consumar ese deseo que no quiere tener. Este drogadicto no logra comportarse de acuerdo con lo que le importa. Sin duda hay algo que le importa, tiene voliciones de segundo orden pero no consigue ejecutarlas, y traiciona reiteradamente su propia representación de vida valiosa. No está a la altura de lo que ama y queda en deuda consigo mismo. El ejemplo del drogadicto muestra que lo que se ama debe ir realizándose en la propia vida, a través de las propias decisiones, para poder otorgarle sentido (Frankfurt, 1998b, pp. 16-19).
En sus primeros escritos Frankfurt (1998a, 1998c, 2002) decía que amar era lo único importante porque nos conectaba activamente con nuestra propia vida, dándole intensidad y valor ante uno mismo, aunque para los demás no lo tuviera. En escritos posteriores agrega otra característica, incluso más fundamental: dada la estructura temporal del amar, este permite dar coherencia diacrónica en la vida, es decir, con el amor y por el amor la persona integra su yo a través del tiempo (Frankfurt, 2006, p. 19).
En efecto, amar abre el horizonte y marca una opción fundamental en torno a la que el agente estructurará su vida. Pone fines a los que se entrega, y en ese entregarse —compuesto de identificaciones y renuncias— el agente se apropia por primera vez de sí mismo. En la entrega el agente no se pierde, porque al identificarse completamente con su fin, al hacerlo suyo, la plenitud del fin se vuelve su propia plenitud. Y la promoción de la plenitud de ese fin requiere que él vaya decidiendo quién ser, vaya haciéndose en referencia a ese fin que hizo suyo. En última instancia, el amar configura el espacio en el que el sujeto se vuelve persona o agente racional. Pero no una persona o un agente en general, sino este yo concreto, único, singular, constituido en su consagración a aquello que ama.
Volviendo al debate del principio, Susan Wolf también reconoce la importancia de que algo importe. De hecho —señala— los padres y profesores intentan motivar a los jóvenes para que les importe algo, casi sin importar qué. Pero si lo que les empieza a importar es, por ejemplo, una secta satánica, ya no les resulta tan indiferente qué les importe (Wolf, 2002, p. 231). No basta, según esta autora, que algo importe. Frankfurt tiene razón al subrayar la importancia de que algo importe para la posibilidad de la praxis, y en consecuencia, también de la praxis plena y valiosa. Pero queda por ver si basta que haya praxis o acción racional para que esta sea plena y valiosa. Hitler no era un wanton; tenía fines, voliciones de segundo orden. Tampoco quedaba en deuda consigo mismo: era capaz de auto-dirigirse y ejecutar sus deseos de segundo orden. Fue un agente racional. ¿Pero hubiera sido peor para él ser un artista? Hay que ver por qué razón podría importar qué cosas importen.
Por qué importa qué importa
Que algo importe pone un objetivo de acuerdo con el cual se ordena la vida. Pero que exista algo que me importe y que en referencia a lo cual pretendo estructurar mi vida no basta, ya que para decir que algo verdaderamente me importa debo desarrollar el carácter —los sentimientos, actitudes, intereses y disposiciones— del tipo de persona a la que eso le importa (Frankfurt, 1998a, p. 85). Esto es, el aspecto ejecutivo o configurador que se sigue de la autoridad normativa de lo amado es tan importante como el aspecto proyectivo. Lo que amo me exige que actúe de determinada manera, aunque no con una fuerza externa frente a la que soy pasiva sino con una fuerza que coincide, y está constituida, por los deseos con los que más activamente me identifico. Por eso, más que como una coerción, al actuar de acuerdo con lo que me importa siento que aumenta mi autonomía (Frankfurt, 1998a, p. 87). Y al contrario, cuando no actúo siguiendo esa fuerza, siento que fracaso en mi capacidad de auto-dirigirme, fracaso en mi agencia racional (como el drogadicto que no quiere y sin embargo sigue drogándose).
Ahora bien, la razón por la que no basta que algo nos importe, sino que debe importar qué cosa nos importa, tiene que ver con otro rasgo esencial de la acción racional: la autorreferencialidad (Vigo, 2010, p. 130). El aspecto ejecutivo de la propia vida implica que la persona debe hacerse cargo de sí misma de una determinada manera. Esa 'determinada manera' la dicta precisamente aquello que le importa, y corresponde a los modelos de comportamiento y patrones valorativos de quien considera eso importante, distintos a todas las otras maneras posibles de hacerse cargo de los mismos hechos. Luego, por medio del ejercicio, se van internalizando y creando disposiciones habituales que se convierten en parte de la identidad del agente, que constituyen esa identidad. Es decir, las disposiciones internalizadas conservan y dan consistencia a los patrones de comportamiento y valoración que expresan el proyecto de vida del sujeto, que manifiestan, ahora ya no solo en la proyección sino en la realidad, aquello que le importa (Vigo, 2010, pp. 153-159).
La importancia de los hábitos consiste en que retienen de modo activo los rasgos básicos de la actividad pasada, que manifiestan "la fuerza fáctica del pasado en el mundo de la praxis" (Vigo, 2010, p. 157). Qué hábitos adquiramos dependerá de cómo actuemos. Lo que nunca podrá pasar es que actuemos sin formar hábitos de algún tipo. La vida no pasa sin dejar una u otra huella, y son esas huellas las que van fijando el contenido objetivo de la identidad de la persona. Por la internalización de los patrones valorativos la persona va sintiéndose inclinada a actuar del modo que quiere actuar; empieza a desear en conformidad con esos patrones; a pensar, evaluar y decidir desde esas valoraciones sin las que ella no sería ella misma. Las experiencias anteriores preforman a las actuales, y las actuales a las futuras. La misma percepción e interpretación del mundo se hace desde el horizonte valorativo propio de a quien tales cosas le importan.
Entonces, ¿por qué importa qué cosas nos importen? Porque al final del día aquello que nos importa, aquello que valoramos, configura nuestra identidad. Y será el contenido objetivo de aquello que nos importa, y no solo el hecho de que algo nos importe, el que nos hará el tipo de persona que seamos.
Considerando la relación constitutiva que se da entre lo que importa y nuestra identidad, se percibe con todavía más dramatismo la tragedia del drogadicto que no quiere tomar droga. Al no poder actuar de acuerdo con el fin que se ha puesto a sí mismo, el drogadicto queda 'en deuda consigo mismo', pero es una deuda que crece de manera exponencial, pues cada uno de sus fracasos lo aleja más de lo que de verdad quiere. Así, al no estar a la altura de lo que le importa y realizar acciones contrarias, el drogadicto desprecia fácticamente aquello que ama, y con ello se desprecia a sí mismo. Ha perdido la capacidad ejecutiva de su propia vida, y se encuentra impotente frente a fuerzas impersonales que, desde sí mismo (y por tanto sin posibilidad de escapar), van desdibujando su identidad y convirtiéndolo en lo que no quiere ser. Frankfurt (1998c) señala que no debemos traicionar lo que amamos porque al hacerlo nos traicionamos a nosotros mismos (p. 8). En efecto, al romper el vínculo con lo que amamos desarmamos la estructura que posibilita la acción racional, que es, en definitiva, el piso que sostiene todo lo que valoro de mí.
En "The importance of what we care about", Frankfurt (1998a) afirma que aunque lo que importa es un asunto personal, pueden distinguirse cosas que valen la pena que importen y otras que no (p. 92). Y aunque el que algo nos importe es mucho más básico a nuestra naturaleza que qué nos importe, lo último sí es determinante para el tipo de vida que tengamos (Frankfurt, 2006, p. 19; 1999, p. 163). El problema se presenta a la hora de justificar lo que nos importa. Según Frankfurt, hay dos modos de hacerlo. El primero es en virtud del valor antecedente del objeto, es decir, porque estimamos que es un objeto digno de ser amado por consideraciones distintas a si nos importa o no. En este caso la justificación de nuestro amor apela a ese valor independiente. Pero existe otro caso, y es cuando algo que no tiene valor antecedente puede volverse importante para mí solo porque me importa, y para mí vale la pena. Es decir, vuelvo importante y valioso para mí un objeto por medio de amarlo. En esta segunda situación, cuando el objeto no tiene un valor independiente al que apelar, solo puedo justificar mi amor a ese objeto por el valor del amar o del estar amando. Naturalmente, el problema de si vale la pena dedicar la vida a fines no importantes está en este segundo grupo. Susan Wolf está de acuerdo con Frankfurt al decir que si nada nos importa nuestra vida carece de sentido, pero no está de acuerdo en que algo sin valor antecedente pueda dar sentido. Así como si nada nos importa nuestra vida no tiene sentido —dice—, si aquello que nos importa y a lo que consagramos nuestra existencia no tiene ningún valor, nuestra vida tampoco tendrá sentido (Wolf, 2002, p. 237).
Si pensamos, por ejemplo, que el valor de los videojuegos es escaso, una vida consagrada a ellos en una praxis lograda, es decir, una praxis que configure una identidad cuyo contenido nuclear solo se comprenda por referencia al amor por los videojuegos sería para Wolf una vida sin sentido. Para Frankfurt, en cambio, en la medida en que el agente verdaderamente ame los videojuegos, su vida será valiosa para él. Como el nazismo es un mal, para retomar el caso de Hitler, Wolf pensará que su elección de vida no fue buena y él fue un hombre malogrado, mientras que Frankfurt, como ya está dicho, afirma que su vida, para él, fue valiosa, y su elección fue mejor que otras alternativas —como dedicarse a la pintura.
Resumiendo: hasta el momento ya sabemos por qué importa que algo nos importe: es lo que posibilita la acción racional y la auto-dirección de la propia vida. También sabemos por qué importa qué cosas concretas nos importen: porque ello es lo que da el contenido objetivo a nuestra identidad. Entonces solo queda por dilucidar si acaso importa que lo que nos importe sea verdaderamente valioso.
Por qué importa que nos importe lo importante
En su respuesta a Susan Wolf, Frankfurt dice que no importa el valor de lo que importe, pues no es el objeto amado el que hace una vida valiosa, sino el mero hecho de amar. La vida no tiene que vincularse a lo objetivamente bueno para tener sentido. Si lo que amamos no tiene valor, lo hacemos valioso al amarlo. Por tanto, la posibilidad de tener una vida con sentido no depende de que haya algo de valor independientemente de nosotros (Frankfurt, 2002, p. 250).
Este es el punto en disputa. ¿Basta que algo, cualquier cosa, me importe para tener una vida valiosa? Si usamos como instrumento teórico la distinción que hace Charles Taylor entre evaluaciones en sentido fuerte y evaluaciones en sentido débil —distinción que de hecho formuló para complementar la de los deseos de primer y de segundo orden de Frankfurt—, aquello que nos importa respondería a una evaluación en sentido fuerte; es decir, no solo cuenta por el atractivo de su consumación, sino, antes que nada, por el tipo de vida que sostiene y el tipo de persona que configura (Taylor, 1985, p. 25). Las evaluaciones en sentido fuerte distinguen los deseos por su valor, calificando un deseo como superior o inferior que otro, más o menos noble, refinado, integrador o desintegrador, etc. No son, simplemente, deseos distintos. Estos deseos se identifican como pertenecientes a modos de vida cualitativamente diferentes, de manera que, a diferencia de la evaluación en sentido débil, en la que basta que el deseo sea deseado para considerarlo 'bueno', en la evaluación en sentido fuerte no basta que sea deseado, pues puede caracterizarse como 'malo', 'bajo', etc. (p. 18), perteneciente a un tipo de vida menos valiosa que otra motivada por otro tipo de deseos.5
Asimismo, y coincidiendo con la caracterización que hace Frankfurt sobre lo que nos importa, las evaluaciones en sentido fuerte marcan límites a la satisfacción de otros deseos que podamos tener. Como representan el modo de vida al que aspiramos, habrá deseos esencialmente incompatibles con el tipo de persona que queremos ser (Taylor, 1985, p. 19). Y como expresan lo que percibimos y reconocemos como valioso, superior, más integrador o más noble, estos deseos están estrechamente vinculadas con nuestra identidad personal. En definitiva, tal como dice Frankfurt respecto de lo importante, nuestra identidad se define en términos de ciertas evaluaciones esenciales que proporcionan el horizonte y el fundamento de todas las otras evaluaciones que realizamos (p. 39).
Por consiguiente, si con aquello que nos importa existe un compromiso evaluativo, en el sentido de que (obviamente) lo consideramos más valioso que otras cosas y es lo que determina con qué otros deseos nos vamos a identificar y cuáles rechazaremos, es claro que lo evaluamos en un sentido fuerte. Y si lo evaluamos así, no bastará que lo deseemos para considerarlo bueno. No es suficiente que un objeto nos importe para volverlo valioso.
¿Y cómo podríamos no considerar valioso algo que nos importa? Taylor vuelve a dar una pista explicando que otra característica de las evaluaciones en sentido fuerte es su posibilidad de articulación. Es interesante notar que él parte nuevamente de una definición de Frankfurt, esta vez la de 'persona', como un ser capaz de autoevaluación reflexiva que le permite evaluar sus deseos y formar deseos de segundo orden (Taylor, 1985, p. 16). Es decir, a pesar de que Frankfurt no lo desarrolla mayormente, en su definición está implícita la capacidad de los agentes de articular aquello que les importa. Las personas tienen un lenguaje para evaluar entre las posibilidades, para explicar por qué una de las alternativas es superior a la otra, y para justificar su elección (p. 24). La capacidad de articular se sigue precisamente de ese dividirse en dos que describía Frankfurt, de la posibilidad de distanciarnos y objetivar nuestros deseos para evaluarlos e identificarnos con ellos y hacerlos nuestros, o bien para rechazarlos. En última instancia, es la posibilidad de reflexionar acerca de lo que nos resulta importante.
Los seres humanos intentamos aclararnos acerca de lo que valoramos, que habitualmente descubrimos en un sentido bastante inarticulado de que ese "algo" nos resulta importante. Empezamos a articular ese sentido, y así se abre el espacio para empezar a dar razones, y con ello se comienza a percibir que un juicio es más correcto, mejor fundamentado, más justificado que otro (Taylor, 1985, p. 31). Algunas articulaciones nos parecerán más adecuadas, más reales, más explicativas, menos engañosas que otras (p. 38). En última instancia, las elecciones que se realizan con base en las evaluaciones en sentido fuerte —esto es, con base en aquellas valoraciones que constituyen el horizonte de sentido a la luz del que comprendemos nuestra vida— no pueden obedecer exclusivamente a la deseabilidad de las alternativas. A la persona, en contraste con el wanton, le importa qué le importa, y esto es lo que pavimenta el camino para cuestiones de evaluación y justificación (Frankfurt, 1998a, p. 92).
Sin embargo, Frankfurt afirma que el hecho de amar ya hace valioso al objeto amado y hace que el agente sienta su vida valiosa. Insiste en que amar no está bajo nuestro control voluntario, en el sentido de que no podemos, por un simple acto de la voluntad, decidir qué nos importe (Frankfurt, 1998a, pp. 86 y 91).6Esto es verdad. Algo nos empieza a importar cuando nos afecta de algún modo importante (pp. 82 y 92-93), cuando percibimos que es valioso para mí, y más valioso que otras cosas. Ese valor para mí, que no es creado sino constatado, es la razón por la que comenzamos a amar ciertos objetos y configuramos nuestra vida por referencia a ellos. Los dos casos paradigmáticos de un amor capaz de dar sentido a la vida son, precisamente, la vocación, o un sentirse llamado a, y el enamoramiento, que también comienza con la atracción que una persona ejerce sobre el agente. Ambos casos muestran que el impulso inicial para amar no está en el agente (cf. Wolf, 1997, pp. 303-304), y que el amor —como dice Frankfurt— no obedece a razones, nadie empieza a amar porque haya razones para hacerlo.
No obstante, aunque no haya razones para amar, el amor sí da razones para actuar de un modo u otro (Frankfurt, 2006, p. 42). Nos sentimos compelidos a actuar como el amor nos ordena, no queremos traicionar lo que amamos, y por ello evitamos tener una posición crítica respecto del mismo (Frankfurt, 1998a, p. 87). Todo esto se comprende a la luz de lo ya señalado: cuando algo nos importa abre el espacio que nos permite configurarnos como agentes racionales; nos impone un fin que vamos realizando en cada una de nuestras acciones y decisiones particulares, y al ejecutarlo se va configurando nuestra identidad. Al mismo tiempo, como a la gente le importa pensar bien de sí misma, lo que nos importa lo consideramos bueno (Frankfurt, 2002, p. 249), y evitamos una posición crítica porque sería cuestionarnos a nosotros mismos.
Sin embargo, que esta defensa de lo amado sea una tendencia psicológica natural no significa que sea irresistible, ni que a veces no se nos imponga la crítica. Las evaluaciones o valoraciones pueden desafiarse. Si lo que nos hace personas es la capacidad de evaluar reflexivamente nuestros deseos de primer orden y formar deseos de orden superior, con mayor razón podemos evaluar nuestros deseos y valoraciones más centrales, e identificarnos o no con ellas. En "The importance of what we care about" Frankfurt (1998) ya afirmaba que aunque lo que nos importa es en parte involuntario, la voluntad sí puede afectarlo, y una decisión puede llevar a que algo importe si se dan ciertas condiciones (p. 91). Esto se explica por la autorreferencialidad de la acción racional. Con esfuerzo y a través del tiempo podemos llegar a amar cosas que no amamos espontáneamente, podemos reforzar ciertos amores e intentar apartarnos de otros.
Por otro lado, hay ocasiones en que las evaluaciones no solo pueden sino que deben desafiarse. Es positivo hacerlo no solo para desengañarnos en caso de que estuviéramos consagrando nuestra vida a fines menos valiosos, sino porque en ese desafío podemos articular mejor aquello que nos importa y reafirmarnos en ello si nos convence.
En escritos más recientes, como Taking ourselves seriously and getting it right, Frankfurt (2006) da un paso más en su reflexión, y señala que es bueno tener una posición crítica respecto de lo que nos importa porque "nuestro amor puede estar equivocado" (p. 48).7
Hay dos situaciones que desafían por sí mismas nuestras valoraciones. Una es la propia experiencia. Así como nos encontramos por primera vez con aquello que nos importa y lo ponemos como fin de nuestra vida, nos seguimos encontrando con objetos que nos llaman, que consideramos valiosos, y que si no podemos integrar en nuestra red de significados por su incompatibilidad con lo que amamos, ponen en cuestión lo que amamos y nos sentimos obligados a justificarlo. Ese objeto puede ser una persona: si el joven que dedica su vida a los videojuegos se enamorara de una chica que detesta los videojuegos, se encontraría ante un conflicto de fines y necesitaría comprender mejor por qué ama lo que ama, qué implica cada uno de esos fines, para poder clarificarse e identificarse con el que más quiere querer.
Otra situación que impone una revisión de fines se relaciona con la opinión de los demás. Porque nos importa pensar bien de nosotros mismos, nos importa que lo que nos importe sea valioso; y nos importa, en cuanto seres sociales, que lo que nos importe sea también reconocido como valioso por los demás. Cuando eso no sucede, nos sentimos compelidos a defender aquello que nos importa, puesto que si se lo desprecia, nos están despreciando a nosotros mismos. En esa defensa articulamos las razones de por qué nuestro objeto amado vale la pena; justificamos nuestro haberlo hecho un fin central de nuestra vida, y nos reafirmamos, en caso de que la justificación nos convenza, en el valor de nuestra misma vida. Según Susan Wolf (1997) no cualquier cosa puede dar sentido a la vida, sino solo las actividades, intereses y compromisos que la gente está dispuesta a ver como objetivamente valiosas (p. 304). Esta afirmación puede ser un tanto extrema, en cuanto siempre es posible justificarnos en contra de lo que 'la gente piense'; pero sin duda la opinión de nuestro entorno nos impulsa, al menos, a revisar y justificar frente a nosotros mismos los fines en los que hemos invertido todo nuestro ser.
Como "el amor se puede equivocar", es bueno estar alerta ante la posibilidad de que nos hayamos engañado respecto del objeto de nuestro amor —por ejemplo, que no era lo que pensábamos o que sus exigencias y consecuencias eran distintas a las esperadas— y ante la posibilidad de que no conozcamos suficientemente los fines que no hemos elegido (Frankfurt, 2006, p. 49). Como el caso del hijo del hombre pobre, en el célebre ejemplo de Adam Smith, que corrió toda su vida por conseguir la fortuna que no tuvo en la niñez. Trabajó honradamente, sin descanso, para ganar el dinero y el estatus social que pensó lo haría feliz. Y fue solo al final de su vida, cuando se sintió viejo, débil, sin lazos afectivos fuertes, cuando comprendió que el dinero y el estatus podían protegerlo de una llovizna de verano, pero nada podían hacer contra una tormenta de invierno (Smith, 1982, pp. 181-183). En otras palabras, solo en la vejez se le hizo patente que aquello que consideró importante durante toda su vida no valía la pena, no merecía que hubiese consagrado su vida entera a ese fin. Este hijo de hombre pobre, a quien algo le importaba intensamente, que auto-dirigió su vida de acuerdo con lo que amaba, perdió, sin embargo, su vida.
La expresión "valer o merecer la pena", por su elocuencia, toca al fin el punto central de por qué importa que importe lo importante, al incorporar explícitamente un elemento valorativo a los fines que se eligen y cuyo valor no se puede fundar exclusivamente en la elección. Así como el drogadicto 'queda en deuda' respecto de lo que ama, lo que amamos puede también 'quedar en deuda' frente a nosotros. Eso es lo que manifestamos al decir que no mereció todo el tiempo, la energía, el sacrificio, la vida que le fue consagrada. Si cuando algo nos importa, como afirma Frankfurt, invertimos toda nuestra existencia en ello, hay dos modos en que esa inversión puede no dar el beneficio esperado. Primero, cuando 'quedamos en deuda': prometimos más capital del que efectivamente pusimos y terminamos provocando la quiebra del negocio. Fracasamos en la vida, como el drogadicto incapaz de dejar la droga. Y segundo, cuando el negocio falla: creímos que era una buena inversión, pero el negocio no produjo ganancias, y a pesar de todo nuestro esfuerzo y diligencia, terminó llevándonos también a la bancarrota, al fracaso (como el hijo del hombre pobre del ejemplo de Smith).
Conclusión: lo que importa y la moralidad
El esfuerzo que hace Frankfurt por separar la moral del sentido de la vida posiblemente se debe a su comprensión estrecha de la ética, que en "The importance of what we care about" reduce — exclusivamente— a la disciplina que regula las relaciones sociales y que estudia el fundamento y los límites de la obligación moral y el contraste entre lo correcto y lo incorrecto (Frankfurt, 1998a, p. 80). Una noción de ética más amplia, en cambio, vinculada a ideales de excelencia a través de la adquisición de virtudes, parecería tener una relación más directa con aquello que se ama.
Si lo que nos importa, como dice Frankfurt, da consistencia sincrónica y diacrónica a la identidad de la persona, el que la vida de Hitler haya tenido un revés tan significativo del que no pudo sobreponerse y terminó suicidándose (Frankfurt, 2002, p. 252 n.4), debería ser un indicio de que aquello que le importaba no valía todo el tiempo, energía y sacrificio que invirtió. Tal como el hijo del hombre pobre, del ejemplo de Smith, su negocio no era bueno. El nazismo, objeto al que consagró su vida, no le dio los réditos que esperaba. Aunque durante un periodo Hitler sintió que su vida tenía valor, llegó un momento —igual que en el ejemplo de Smith— en que eso pareció desvanecerse, como si todo hubiera sido una ilusión. ¿Por qué razón estos objetos fueron un mal negocio?
Ya hemos explicado que el fracaso vital del drogadicto frustrado se debe a su incapacidad de ejecutar sus fines. El fracaso de Hitler y del ejemplo de Smith, en cambio, se relaciona más con cuáles son los fines. Por la autorreferencialidad que caracteriza a la praxis, y que Frankfurt (2006) reconoce al decir que lo que amamos determina el tipo de vida que tenemos (p. 19), cada vez que tendemos a algo incorporamos patrones de conducta y valoración que se estabilizan en nuestra identidad, y nos capacitan para reaccionar de acuerdo con lo que valoramos en las nuevas situaciones que vivimos. Con nuestras acciones nos vamos formando un carácter, o un conjunto de hábitos y disposiciones que expresan nuestra orientación afectiva fundamental. Para Aristóteles, quien desarrolla una ética de virtudes, esta precisamente consiste en el orden establecido en los afectos de conformidad con la razón (Rhonheimer, 2007, p. 225). Vale decir, qué carácter o conjunto de disposiciones me voy dando a mí misma según aquello a lo que consagro afectivamente mi vida.
Ahora bien, algunas configuraciones disposicionales favorecen una vida más plena, y otras, por el contrario, limitan las posibilidades de sentido. Decir que cualquiera de ellas puede ser tan valiosa como otra implicaría que no nos importa cómo es nuestra vida, y eso ni Frankfurt ni Aristóteles lo sostendrían. Pero ¿cómo se distingue entre estas configuraciones? Rhonheimer señala que la virtud, a diferencia del vicio, es el "hábito del buen elegir" (p. 221), esto es, de acertar en la elección, o bien —parafraseando a Frankfurt— "getting it right". Julia Annas (2011) ahonda más. Explicando a Aristóteles afirma que la virtud de la generosidad implica "sacar de las fuentes apropiadas, dar a las personas apropiadas, y hacerlo de la manera apropiada" (p. 84). Con este ejemplo Annas reafirma el aspecto ya mencionado, la virtud consiste en "acertar". Pero en su análisis agrega otros dos aspectos importantes: "acertar" involucra también a la inteligencia, pues quien tiene la virtud capta con mayor agudeza cuándo sacar, a quién dar y cómo (p. 86). Y acertar en la acción generosa requiere también un conjunto de otras disposiciones buenas, como fortaleza, justicia, templanza, etc. Si un agente quiere actuar generosamente pero no es justo, por ejemplo, no va a acertar, y a pesar de su fin bueno, como el drogadicto frustrado, será incapaz de ejecutar su vida.8
Volviendo a Hitler. Frankfurt afirma que, para sí mismo y mientras triunfaba el nazismo, Hitler tenía una vida valiosa. Pero el ideal al que consagró su vida era un ideal de odio, de traición, de crueldad. Por la autorreferencia de la acción humana, Hitler fue identificándose con esos antivalores, su orientación afectiva fundamental lo llevó a consolidar en sí mismo disposiciones tales como la desconfianza, el temor y el aislamiento. La experiencia nos enseña que, con esa estructura disposicional, cualquier fracaso podía hacerlo sucumbir. Sin embargo, si incorporamos la noción de virtud al análisis de la estructura de la praxis humana, podemos también explicar por qué sucede así. De hecho, cuando Frankfurt alude a la consistencia diacrónica que amar da a nuestra identidad, introduce indirectamente el concepto de hábito, de consolidación de algunas de nuestras disposiciones para convertirnos en tal o cual tipo de persona. Hay hábitos que se llaman 'buenos' (o virtudes) porque aumentan nuestra capacidad operativa al incorporar patrones de racionalidad propios de la virtud intelectual de la 'prudencia'9 (Vigo, 2010, pp. 155-156). La prudencia, entonces, o la "inteligencia" que Julia Annas subrayó en toda virtud, es la que nos permite adaptarnos a una diversidad de circunstancias, desprendernos de fines menos importantes, descubrir lo que es más apropiado para cada situación. La prudencia permite que acertemos ("getting it right"). Por el contrario, los hábitos 'malos' (vicios) reducen nuestras posibilidades de respuesta hasta llevarnos a sentir que estamos en una situación sin salida, como la que presumiblemente sintió Hitler en sus últimos minutos de vida.
En resumen, cuando el objeto amado es tal que promueve que realicemos acciones buenas (acciones propias de una persona virtuosa), vamos consolidando hábitos buenos, que no se dan aislados sino en un carácter bueno (conjunto de disposiciones propio de quienes aman aquello que amas), informados por el hábito intelectual de la prudencia. Esos objetos son el "buen negocio". Esos son los objetos dignos de ser amados, porque incluso si ellos desaparecieran, ya nos habrían entregado —en cuanto a las disposiciones que por amarlos hemos incorporado— una riqueza que no se pierde.
No basta amar, entonces, para tener una vida valiosa, con sentido. Amar sí es fundamental, porque abre el espacio para la praxis, pero no garantiza una praxis plena. El amor nos puede engañar. Y como lo que invertimos es la propia vida, toda nuestra persona, aunque no podamos elegir lo que amamos, sí debemos elegir amarlo. La articulación de Taylor, la inteligencia que acompaña la orientación afectiva de Annas, o la posición crítica a la que alude Frankfurt, hacen la diferencia entre el negocio que merece la pena y el que hundirá nuestra vida en el fracaso.
Notas
* Agradezco a Conicyt, proyecto Fondecyt 1170260, por el apoyo en la escritura de este artículo.
1 En la versión española, tanto el título del artículo como del libro que lo recopila se ha traducido como La importancia de lo que nos preocupa (España Katz editores, 2006). Me parece, sin embargo, que el término 'preocupación' no captura bien la fuerza del inglés 'to care', por ello realicé mi propia traducción.
2 De acuerdo con Frankfurt, 'amar' es uno de los modos en que las cosas nos importan (ver, por ejemplo, Frankfurt, 1998a, p. 85 y 1999, p. 165). En este artículo usaré indistintamente estos términos.
3 "Amar es importante para nosotros por sí mismo, en cuanto es la imprescindible actividad fundacional a través de la cual podemos proveer de continuidad y consistencia a nuestra vida volitiva" (Frankfurt, 1999, p. 162). Amar es lo que genera y da consistencia a nuestra identidad.
4 Desmotivado, sin dirección, sin sentido, sin convicciones.
5Solo para ilustrar el punto, si me ofrecen té o café, podré reflexionar sobre qué tengo más ganas en este momento, y decidir. Tanto el té como el café son buenos en la medida en que son deseados. Mañana tal vez tengo más deseos de lo contrario, y elijo lo contrario y lo contrario, es bueno. Para decidir entre té o café, se hace una evaluación en sentido débil. La evaluación en sentido fuerte se refiere a alternativas caracterizadas de un modo que impliquen necesariamente contraste, y la superioridad de uno sobre otro que no se puede dar vuelta con el deseo contrario. Esta evaluación no es solo moral. Taylor pone como ejemplo la música: Bach es superior a Liszt, y mi deseo de escuchar a Liszt en este momento no cambia el que Bach es más.
6 Frankfurt (2006) señala que amar consiste en ciertos deseos y disposiciones que no están bajo el control inmediato de nuestra voluntad (p. 24).
7 No hay contradicción entre esta postura y la anterior. Que naturalmente evitemos tener una posición crítica ante lo que amamos no es incompatible con que sea bueno tenerla. Asimismo, que el amor sea lo que hace que la vida se sienta valiosa no es incompatible con que se pueda equivocar, como explicaré más adelante. [Agradezco al árbitro anónimo la oportunidad de hacer esta aclaración].
8 Esto es lo que se conoce como la "concatenación de las virtudes" (Rhonheimer, 2007, p. 229), y que Annas explica de un modo menos escolástico en 2011, capítulo 6.
9 La prudencia, ophronesis, es "aquella virtud que tiende a aquellos objetivos que poseen relevancia para la vida como un todo" (Rhonheimer, 2007, p. 240); es la que determina los medios, pero no solo a modo de eficiencia, sino que los fines deben también ser buenos.
Referencias
Annas, J. (2011). Intelligent Virtue. Nueva York: Oxford University Press.
Frankfurt, H. (1998a). The Importance ofWhat We Care about. En The Importance ofWhat We Care about (pp. 80-94). Nueva York: Cambridge University Press.
Frankfurt, H. (1998b). Freedom of The Will and The Concept of Person. En The Importance of What We Care about (pp. 11-25). Nueva York: Cambridge University Press.
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Rhonheimer, M. (2007). La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica. [Traducido al español de DiePerspektive derMoral. Grundlagen derphilosophischen Ethik] (2a ed.). Madrid: Rialp.
Smith, A. (1982). The Theory of Moral Sentiments. D. D. Raphael y A. L
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Vigo, A. (2010). Identidad práctica e individualidad según Aristóteles. Hypnos, 25, 129-164. Recuperado de: http://www.hypnos.org.br/ revista/index.php/hypnos/article/view/234.
Wolf, S. (1997). Meaning and Morality. Proceedings of the Aristotelian Society, 97(3), 299-315. doi: 10.1111/1467-9264.00018.
Wolf, S. (2002). The True, The Good and The Lovable. Frankfurt's Avoidance of Objectivity. En S. Buss & L. Overtone (eds.). Contours of Agency (pp. 227-244). Massachusetts: MIT Press.