versión On-line ISSN 2011-7477 No. 9, julio-diciembre 2008 Fecha de recepción: mayo 2008 |
ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN / RESEARCH ARTICLE
¿ES POSIBLE UN VERDADERO ESTADO DE DERECHO DEMOCRÁTICO?
JÜRGEN HABERMAS Y LAS APÜRÍAS DE LA SOCIEDAD LIBERAL
¿CAN WE REALLY CONCEIVE A DEMOCRATIC STATE?
JÜRGEN HABERMAS AND DOUBTS OF A LIBERAL SOCIETY
Luis Martínez de Velasco*
* Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), Madrid, España. luismartinezdevelasco@yahoo.es
RESUMEN
La concepción e interpretación de la sociedad civil que, desde su teoría de la acción comunicativa (1981) hasta sus últimos escritos políticos, ha ido construyendo el filósofo alemán Jürgen Habermas refleja un proceso de ajuste a la realidad empírica con el consiguiente aflojamiento de los elementos normativos de su teoría. En este sentido, el lenguaje jurídico pasa a primer plano en detrimento del lenguaje filosófico-moral, lo que permite articular democracia y capitalismo en el marco de un Derecho que, recogiendo la esencial determinación de individuo, se encarga de armonizar distintos intereses contrapuestos y de manejar las contingencias de un modelo social que, en lo esencial, sigue dando preocupantes muestras de incoherencia y debilidad.
PALABRAS CLAVE
Individuo, Derecho Positivo, Liberalismo, Capitalismo.
ABSTRACT
From his theory of communicative action (1981) until his later political writings, the philosopher Jürgen Habermas has put on the juridical language the main responsibility of describing the essence of Civil Society. That's why the habermasian analysis becomes a defence of a capitalistic conception of the actual society, turning around a strict notion of individual.
KEY WORDS
Individual, positive law, liberalism, capitalism.
Si tuviéramos que enumerar los rasgos más sobresalientes de una concepción liberal de la sociedad, seguramente encontraríamos los tres siguientes. Por un lado, la libertad en tanto que capacidad de acción individual exenta de tener que dar explicaciones a nadie (aunque, desde luego, limitada por las necesidades de convivencia). Por otro lado, el mercado como mecanismo encargado de repartir recursos en general al margen por completo de la legitimidad moral, o simplemente de la equidad, de dicho reparto. Y, por último, la democracia en tanto que mecanismo de producción de la voluntad colectiva exenta, como los mecanismos anteriores, de tener que aspirar a una legitimación que no sea la serie de resultados empíricos provenientes de la suma de las decisiones individuales.
Como es fácilmente comprobable, la configuración empírica de estos tres rasgos aplicados a la sociedad no puede dejar de reflejar unas importantes restricciones encargadas de garantizar una convivencia regulada desde un punto de vista normativo. En este sentido, libertad, mercado y democracia han de convertirse en elementos asumibles por la convivencia social pero, al mismo tiempo, ser capaces de incidir en ella cediéndole un aire específicamente liberal. Libertad, mercado y democracia, como entes a la vez limitados y limitantes, constituyen elementos que reflejan su naturaleza liberal y al mismo tiempo son engarzados en un Estado de Derecho encargado de "domesticarlos" sin echarlos a perder. Al fin y al cabo, tal domesticación no proviene tanto de una exigencia moral de estar al servicio de un modelo de sociedad racional cuanto de la voluntad de satisfacer unas mínimas exigencias de reproducibilidad funcional a base de limitar unos elementos que, abandonados a su propia lógica, podrían llegar a poner en peligro el entramado social que en su día contribuyeron a poner en pie1.
El análisis político y social de Jürgen Habermas parece desarrollarse muchas veces por derroteros trascendentales, abordando los problemas por su vertiente a priori. Pero la cosa no es exactamente así. El análisis habermasiano representa un intento de equilibrio -no siempre logrado- entre una concepción a priori de una sociedad racional y unos requerimientos empíricos encargados de imantar "a la baja" los resultados teóricos de aquélla. Ahora bien, cuando tal concepción a priori posee una naturaleza liberal, entonces la relación entre la teoría y la realidad, que debería ser una relación de tensión entre distintos elementos, viene a tornarse de mero ensamblaje entre ellos. Como trataremos de hacer ver, el esquema que sostiene el planteamiento de Habermas en torno a la naturaleza de un Estado de Derecho democrático es un esquema liberal. De ahí precisamente sus inconsistencias y contradicciones.
La libertad, por ejemplo, al recoger y plasmar el impacto entre una noción individualista de libertad y un proceso de domesticación jurídica de la misma, ofrece como resultado una libertad limitada, simplemente negativa, que hace imposible un proceso de superación "por arriba" hacia una libertad colectiva, ilustrada.
Tampoco la noción habermasiana de democracia logra ir más allá de una articulación entre los requerimientos de una democracia liberal (que ya supone una importante renuncia a los ideales de una verdadera democracia) y los de su "domesticación" por parte de un entramado jurídico encargado de limitar su alcance.
El concepto que Habermas posee del mercado es el que menos impacto sufre al ser el menos susceptible de encajar en moldes comunicativos. Si la domesticación del mercado constituye una tarea utópica sobre todo en estos tiempos de globalización, en Habermas parece que el mercado viene a ser algo así como un elefante desbocado en cuya incierta trayectoria se intentan establecer unas cuantas líneas rojas para intentar reconducir su enloquecida carrera.
Es importante volver a subrayar aquí que la teoría política y social de Habermas no refleja una tensión entre una teorización normativa y una compleja realidad social producida por el entrecruzamiento de diversos elementos heterogéneos, sino la articulación (mejor sería decir el ensamblaje) entre dichos elementos en el marco de un funcionalismo creciente. Por decirlo de una manera esquemática: el análisis político y social de Habermas no es un análisis "vertical" sino "horizontal", más pendiente de cómo asumir lógicas complejas y articular elementos heterogéneos (por vía del "cemento" jurídico) que de destapar y denunciar ilegitimidades.
UN ARRANQUE PROMETEDOR: ACCIÓN COMUNICATIVA COMO UMBRAL NORMATIVO DE UNA POLÍTICA RACIONAL
Son de sobra conocidos los rasgos más relevantes de lo que Habermas considera acción comunicativa. Uno de ellos es lo que podríamos denominar "vaciedad semántica". Tal vaciedad no refleja ningún género de imperfección o de incompletitud, sino que deriva, como sabemos, de la naturaleza formal o meta-ética de la estructura de una acción comunicativa encargada no de dictar qué se debe decir o dejar de decir, sino de establecer bajo qué condiciones adquiere sentido moral el acto de habla. El problema surge en el momento en que se intenta desarrollar el tema en esa dirección y nos preguntamos cuál de estas dos opciones alternativas cumplimenta mejor el requisito formal a la hora de considerar moral un acto de habla. ¿Es suficiente con que dicho acto refleje un contenido cualquiera que resulte universalmente compartible en el sentido de que cualquier individuo de cualquier época y en cualesquiera circunstancias pueda querer prestar su aquiescencia al contenido propuesto? ¿O es menester que el acto de habla refleje un contenido legítimo que merezca la aquiescencia universal? Se trata, como vemos, del viejo dilema entre forma y contenido, que aquí viene a multiplicarse por el hecho de que la forma parece poder resolver el problema por medio de una estructura, digamos, "objetiva", que se desentiende del contenido. Así, por ejemplo, el imperativo "ve a lo tuyo y desentiéndete de los demás" muy bien pudiera encajar en una forma universal, ser aceptado por todos y pasar a ser considerado, en consecuencia, un imperativo moral. Ya Kant, que pasa por ser, con justicia, el defensor por antonomasia del criterio de universalizabilidad, esquiva la trampa permitiendo que el contenido pase a primer plano y contenga la responsabilidad del carácter moral del imperativo categórico. Más que de contenido -dicho sea de paso- cabría hablar aquí de "condición formal de segundo orden", pues el criterio que nos permite considerar moral lo que hacemos o dejamos de hacer -sea ello lo que fuere- resulta ser mucho más estrecho al tener que considerar al hombre como un ser digno del máximo respeto. Lo que se pierde así en objetividad se gana en moralidad. Aunque, volviendo a la forma, el "actúa de tal forma que cualquier ser racional pueda querer actuar así" habría de ceder su sitio (sin tener que estrechar el criterio ni añadir ad hoc el contenido "hombre" exponiendo así al imperativo al reproche -hay que decir que justo- de antropocéntrico) al "actúa de tal forma que cualquier ser compasivo deba querer actuar así". En este segundo caso (que establece que no sólo el hombre es digno del máximo respeto2) la aquiescencia por parte de los individuos ante esta nueva máxima es algo que ésta merece por su contenido normativo -la compasión-, con lo que la universalizabilidad (desde este punto de vista ético) es, por así decirlo, efecto y no causa de la moralidad.
El giro lingüístico heredado por Habermas de la filosofía analítica del lenguaje y de la filosofía hermenéutica de Gadamer le permite una consideración objetivista de los problemas inherentes a la moral gracias a la superación de las aporías presentes en la filosofía de la conciencia (que viene a iniciarse en Descartes, se desarrolla en Kant y desemboca en Husserl) por parte de una consideración de la moral como serie de actos de habla. No nos detendremos aquí a averiguar si esta superación no representa en realidad una especie de viaje de ida y vuelta que obliga a recurrir a la conciencia en el momento en que se intenta abordar seriamente el mundo de los valores morales3. Lo que ahora nos interesa es someter a consideración cómo y por qué considera Habermas que la vaciedad semántica garantiza la moralidad del acto de habla y cómo y por qué sucumbe en realidad tal acto de habla a los requerimientos sistémicos de una concepción liberal de la sociedad.
La vaciedad semántica de los actos comunicativos de habla queda puesta de manifiesto en reiteradas ocasiones en la obra de Habermas. El argumento principal refleja la convicción de que la acción comunicativa no constituye ningún discurso que nos señale qué es lo que hemos de hacer. Nos movemos así en un terreno trascendental -al menos en principio- encargado de señalar cuáles son las condiciones que hacen de un acto de habla un acto moral. Tales condiciones vienen a resumirse en una, la honestidad. Tal condición-marco tiene un doble aspecto positivo, la transparencia y la posibilidad de engarzarse en un discurso social:
Al tener que garantizar un consenso sin coacción, el principio discursivo sólo puede fundamentar valores de una manera indirecta, es decir, por medio de procedimientos que regulan las tomas de decisiones bajo el punto de vista de la honestidad4.
Afirmación interesante pero no incontrovertible. De momento parece darse aquí un nexo de unión causal entre los elementos "consenso sin coacción" y "fundamento indirecto de valores", lo que sugiere a sensu contrario que cualquier establecimiento directo de contenidos (hacer o dejar de hacer algo) ha de suponer necesariamente la presencia de un consenso coaccionado o forzado. Además, la equivalencia entre fundamento indirecto y acción honesta viene a dar por supuesto que tal honestidad sólo puede actuar libremente -sin coacción- desentendiéndose de todo compromiso firme con los contenidos, que pueden variar de un día para otro en función de esa misma honestidad en tanto que formal. Como podemos ver, no puede descartarse una interpretación liberal del establecimiento habermasiano de la vaciedad semántica de los actos de habla, pues la traducción social empírica de dicha vaciedad bien puede ser la falta de compromiso con las implicaciones semánticas (morales) de los contenidos. La honestidad no garantiza coherencia necesariamente.
Claro que tampoco desaparece por completo la ambigüedad por ese lado. No puede afirmarse que la acción comunicativa se ajusta simplemente a las preferencias subjetivas de los individuos liberales, es decir, honestamente individualistas. Entre éstos puede llegar a darse, a lo sumo, un consenso fáctico temporal, contingente e indiferente al contenido moral de lo acordado. Mas la acción comunicativa parece ir más allá y exigir la superación de la fragmentación liberal hacia la obtención de un consenso comunicativo, vacío pero universal:
Una de las diferencias más notables entre la voluntad empírica del pueblo y una voluntad hipotética consiste en el hecho de que las preferencias que concurren en el proceso político no se consideran como algo dado sin más, sino como algo que debe ser abordado por medio de argumentos y que puede sufrir transformaciones desde el punto de vista discursivo. Es precisamente con la lógica interna de la formación política de opiniones y voluntades como viene a pasar a primer plano un momento racional capaz de hacer variar el sentido de la representación5.
La orientación semántica de este texto supera claramente la postulación liberal de una irrebasabilidad de opiniones y de intereses, y lo hace apostando por la posibilidad trascendental de un acuerdo capaz de reflejar la superación por parte del individuo de todas aquellas estrecheces subjetivas que le impiden levantar cabeza y juzgar imparcial y generosamente las posibilidades de un desarrollo racional de la sociedad.
Parecería entonces que, de cara al contenido de ese desarrollo racional, viniera a esbozarse aquí algo así como una estructura teleológica envolvente, un invisible andamiaje alrededor de la sociedad empírica señalándole, como flechas indicadoras, hacia dónde ha de desarrollarse en función de la fuerza de los argumentos y de la racionalidad a la que, en última instancia, está obligada a ajustarse. No obstante, la fundamental distinción establecida por Habermas entre "vida justa" y "vida lograda" termina dando al traste con cualquier interpretación teleológica (en el sentido recién indicado). La vaciedad semántica, al ponerse del lado de la vida justa, parece hacer desaparecer la frontera que debería marcar la diferencia entre sociedad liberal y sociedad racional. Veamos en qué consiste la distinción aludida y cuál es su fundamento teórico.
Que la vida es un proyecto que ha de ser cumplido (erfüllt) es un planteamiento que adquiere su fuerza a partir de una intuición contraria, la de una vida malograda. En este sentido, todos sabemos razonablemente bien cuándo una vida es auténtica o resulta malograda. Sea en términos biológicos (el cerebro está hecho para pensar; el estómago, para ser llenado de alimento, etc.) sea en términos ontológico-morales (el hombre no ha venido a este mundo para hacer daño, sino para ser humilde y compasivo), parece evidente que la teleología constituye algo así como un "mapa" que no sólo señala las direcciones a tomar, sino que también viene a ser el encargado de hacer ver cuándo y cómo nos hemos desviado de la ruta correcta.
Pero el caso es que Habermas parece atribuir en exclusiva el planteamiento teleológico (o de "vida buena") a aquellas reflexiones éticas que se oponen -sin que Habermas aclare por qué- a los planteamientos propiamente morales. Podemos leer, en este sentido, lo que sigue:
Con la distinción entre acciones autónomas y heterónomas viene a verificarse una revolución en la conciencia normativa, a la vez que crece una necesidad de justificación que, bajo las condiciones de un pensamiento pos-metafísico, sólo puede llevarse a cabo en el marco de un discurso moral. Éste se dirige hacia la reglamentación imparcial de conflictos de acción. De modo diferente a los planteamientos éticos, orientados hacia el telos de una vida buena o una vida no malograda (sea mía o nuestra), los planteamientos morales exigen una perspectiva desvinculada del egocentrismo y del etnocentrismo6.
Como suele ocurrir en estos casos, y más tratándose de Habermas, entra en escena cierta ambigüedad. El doble presupuesto del que parte Habermas en su razonamiento parece admitir sub-textualmente estas dos cosas. Por un lado, que resulta imposible la superación definitiva de tales conflictos, o por decirlo con mayor exactitud, la superación de la naturaleza liberal de estos conflictos (conflictos entre individuos orientados hacia su propio beneficio particular). Por otro lado, que resulta, al menos, perfectamente pensable la independencia con respecto al contexto de un discurso moral que metodológicamente puede llevarse a cabo bajo el punto de vista de la honestidad, cosa que se le niega, en cambio, al discurso ético de la vida buena. La verdad es que ambos presupuestos son discutibles y se les puede "dar la vuelta". Por ejemplo, es perfectamente posible pensar en términos comunicativos una vida lograda no para tal o cual contexto, época o sociedad, sino para toda la humanidad. Y, por otra parte, es posible pensar una dependencia del contexto por parte del discurso moral de tal manera que la aparente neutralidad de dicho discurso bien pudiera estar ocultando la silenciosa presencia de un marco conceptual social asumido como insuperable. En cuanto a si a una reflexión ética le es posible acceder a un plano trascendental, dejaremos abierta la cuestión para más adelante. Ahora nos interesa subrayar el segundo punto, referente al corsé liberal que limita (y más decisivamente de lo que se cree) el planteamiento social de Habermas.
Para empezar, la acción comunicativa puede presentarse como prototipo de lenguaje incondicionado (independiente del contexto) sólo bajo este presupuesto:
La dependencia con respecto al contexto que caracteriza a los criterios conforme a los cuales los miembros de distintas culturas juzgan de modos diferentes y en épocas distintas la validez de las manifestaciones no significa que las ideas de verdad, de veracidad y de rectitud normativa, que al menos de una manera intuitiva subyacen bajo la elección de criterios, dependan igualmente del contexto7.
Quedan sin explicar suficientemente dos cuestiones, una interna al texto y otra externa a él. Por el lado interno ¿cuál es el fundamento de ese género de intuiciones envueltas en las nociones de verdad, veracidad, etc., más allá de un simple bucle que las presenta abruptamente como "evidentes"? Y por el lado externo ¿por qué se niega esa liberación de dichas intuiciones con respecto al contexto a aquellos planteamientos vinculados a una vida lograda cuando su fundamento es al menos tan intuitivo como el de aquéllas? El efecto pragmático de este segundo presupuesto se dirige, si nos fijamos bien, nada menos que a la cancelación del concepto de alienación, noción cuyo nivel trascendental -independiente de cualquier contexto- va ligado a la exigencia moral de una vida plenamente humana. Al relativizar esta última noción haciéndola depender de un contexto irrebasable, toda consideración ético-crítica de la vida social empírica viene a quedar prácticamente sin efecto.
Pero ahora nos interesa el otro aspecto, pues es donde viene a hacer su aparición la presencia de un liberalismo silencioso encargado de limitar el planteamiento político general de Habermas. Con esto se quiere decir algo muy sencillo. La auto-presentación de una teoría, que suele alardear de objetividad e independencia con respecto al contexto, es algo que ha de ser tenido muy en cuenta justo en esa dirección, pues la reflexión hermenéutica ha puesto ya entre paréntesis la presunción de independencia de cualesquiera planteamientos teóricos. Dicho a contrapelo: no hay teoría inocente.
Lo que ocurre aquí es que la presencia de una distorsión liberal en los planteamientos sociales y políticos habermasianos es mucho más sutil e indetectable que la agobiante presencia de un contexto visible encargado de "imantar" el discurso teórico ajustándolo a sus requerimientos sistémicos. Por eso el contexto liberal resulta mucho más insidioso que el comunitarista. En éste lo que rodea al discurso influye sobre él de una manera franca y directa, mientras que en aquél lo primero que hace el liberalismo (el triángulo "libertad", "mercado" y "democracia") es negar su condición de contexto limitante y presentarse como un escenario amplio y limpio y libre de prejuicios.
La aparición de la distorsión liberal en la reflexión de Habermas tiene lugar en uno de los pasos más cruciales de su teoría del lenguaje, precisamente allí donde uno espera encontrarse en un plano trascendental libre de influencias contextuales. Se trata de la refutación habermasiana de la filosofía de la conciencia como filosofía monológica encargada de construir, a espaldas de los demás sujetos, un mundo moral universal e intachable (como, por ejemplo, la reflexión trascendental kantiana). No es nuestra intención meternos ahora por entre los vericuetos de la presentación habermasiana de esta antinomia pragmático-lingüística registrada entre una reflexión monológica y una reflexión dialógica. Lo que nos interesa subrayar es en qué momento y cómo se desliza en Habermas una cosmovisión liberal que viene a dejar sin efecto su crítica al planteamiento monológico al sobrevivir en ella aquella misma noción de "individuo" involucrada en el monólogo. En este sentido, la superación del individualismo monológico no refleja un intento de elevar el punto de mira hacia un "nosotros" trascendental -postulado precisamente por la filosofía de la conciencia- sino la simple desviación del problema hacia la postulación de otros individuos encargados de
servir de contrapeso al individuo aislado. Ahora bien, otros individuos en tanto que tales no son ni forman un colectivo sino un agregado, y más concretamente un agregado fragmentado en su interior por la existencia tanto de opiniones diversas -algo en principio superable por la acción comunicativa- como, sobre todo, de intereses diversos. De ahí la irrebasabilidad del conflicto y la renuencia habermasiana a atribuir un contexto social visible -y desde luego criticable- a una serie de opiniones individuales, intransferibles y, por lo que se puede deducir, inconmensurables entre sí:
La independencia epistemológica con respecto a la autoridad colectiva de la comunidad lingüística parece que sólo puede ser asegurada al individuo por medio de una distancia monológica. Esta descripción individualista yerra en lo esencial del entendimiento lingüístico. Las comunicaciones cotidianas tienen lugar en el contexto de supuestos de fondo compartidos, de manera que la necesidad de comunicación surge, sobre todo, cuando tienen que armonizarse las opiniones e intenciones de sujetos que juzgan y deciden independientemente. La necesidad práctica de coordinar distintos planes de acción es lo que viene a otorgar un claro perfil a la expectativa de los participantes en la comunicación de que los destinatarios tomarán posiciones respecto de sus propias pretensiones de validez8.
Como podemos ver, se trata de un planteamiento liberal -por individualista- en donde el énfasis en la necesidad de armonizar -no de superar- opiniones diferentes e inconmensurables entre sí precisamente para "tomar posiciones" ante la opinión de los demás recuerda demasiado a lo que representa una acción estratégica que renuncia, ya desde el principio, a una comunicación honrada y sin reservas. En este sentido (y en otros que veremos más adelante) la cercanía entre Habermas y John Rawls (por poner un ejemplo) es más que notable. Es curioso hacer notar que la deflación teórica -por decirlo así- entre el Rawls de 1971 (A Theory of Justice) y el de 1993 (Political Liberalism) es muy parecida a la registrada entre el Habermas de 1981 y el de 2001. En ambos autores parecen haber hecho mella las consecuencias de un acercamiento a la realidad social y la progresiva renuncia o ajuste a la realidad de determinados principios a priori9.
Mas esta deflación, este ajuste "a la baja" de principios que, en su momento fueron concebidos como principios trascendentales y, por tanto, como exigencias morales, no puede desarrollarse en el vacío. Necesita algo así como una plataforma que permita la transformación conceptual de unos planteamientos trascendentales en otros empíricos o semiempíricos. Dicha plataforma viene a quedar constituida mediante una decisiva dislocación semántica operada en el interior del término análisis trascendental. Permaneciendo idéntica la carcasa de dicho término, la verdad es que su adecuación a lo que Hegel denominaba "esfera de la eticidad" viene a poner en serios aprietos a las potencialidades transformadoras de la teoría habermasiana de la comunicación. Ésta no funciona ya como un proceso lingüístico situado en un determinado contexto pero apuntando siempre más allá de él, sino en un contexto concebido como irrebasable. Esta variación sólo puede registrarse, a su vez, mediante un paso intermedio encargado de funcionar como el cambio de aguja en la vía de un tren. Se trata de la noción de presupuesto pragmático. Por un lado, el presupuesto pragmático viene a plasmar aquello que los interlocutores tienen que suponer como indiscutiblemente válido para que la comunicación se desarrolle y "funcione". El "tener que" presuponer y el "deber" de presuponer se confunden por su común aire de ser nociones normativas que señalan el hueco de una acción posible y deseable. Naturalmente, tener que presuponer algo sólo adquiere sentido en el marco de lo que Kant entendía como imperativo hipotético. Por eso tengo que presuponer que mi interlocutor va a entenderme, a creerme, etc., si es que quiero que la comunicación llegue a puerto. Muy distinto es el hecho de deber presuponer algo, que puede no darse porque se trata de un valor moral cuya ausencia no supone en realidad ninguna amenaza para el proceso de comunicación10.
Por otro lado, el presupuesto pragmático de "tener que" refleja una naturaleza orientada hacia la necesidad de un entendimiento, lo que supone que los interlocutores han de compartir todo un mundo de experiencias similares, y eso es algo que sólo puede ser recogido en la conocida noción de "mundo de la vida". Aquí este mundo de la vida refleja un horizonte que es tomado por irrebasable de hecho, ya que en el análisis ha desaparecido toda capacidad utópica del lenguaje y, por tanto, toda posibilidad de superar las estrecheces de un horizonte vital empírico. El doble paso deflacionista (a saber, de pragmático-trascendental a pragmático, y de éste a convencional) es expresada así por el propio Habermas:
Según la concepción pragmático-formal, la estructura interna racional de la acción orientada hacia el entendimiento se refleja en las suposiciones que los actores tienen que adoptar cuando entran sin reservas en esta práctica. El carácter necesario de ese "tener que" ha de entenderse más bien en el sentido de Wittgenstein que en el de Kant, es decir, no en el sentido trascendental de las condiciones universales, necesarias y sin origen, de la experiencia posible, sino en el sentido gramatical de la inevitabilidad que resulta de los nexos conceptuales internos de aquel sistema de comportamiento guiado por reglas en el que nos hemos socializado y que, en cualquier caso, resulta irrebasable para nosotros. Tras el rebajamiento pragmatista del planteamiento kantiano, la expresión "análisis trascendental" significa la investigación de condiciones presuntamente universales pero sólo irrebasables de hecho11.
Como podemos ver, la prometedora afirmación de que la práctica comunicativa haya de desarrollarse sin reservas pierde gran parte de su potencial en el momento en que el escenario en el que tiene lugar dicha práctica constriñe y reduce la esfera de capacidad expresiva de los interlocutores, que han de atenerse a la noción wittgensteiniana de "juego de lenguaje" por medio del seguimiento de unas reglas que no hacen sino reflejar los principales requerimientos sistémicos de la sociedad en que están. Por eso, al perderse las determinaciones kantianas de universalidad y necesidad, queda inmediatamente en entredicho la capacidad utópica de la acción comunicativa. El vuelo de ese "sin reservas" queda limitado por el contexto al que debería aspirar a superar.
Por esta razón, y proyectada sobre un plano político-social, esta deflación adquiere importantes consecuencias, pues viene a reforzar la tendencia de la acción comunicativa (que a nivel individual sigue conservando su potencial racional) a circunscribirse a un contexto social concebido como absoluto. Podemos leer en este sentido:
Las cuestiones ético-políticas se plantean desde la perspectiva de miembros de un grupo que en cuestiones de fundamental importancia tratan de aclararse acerca de qué forma de vida comparten, respecto a qué ideales quieren proyectar su vida en común. La pregunta ético-existencial planteada en singular, a saber, quién soy yo, quién quiero ser, qué forma de vida es buena para mí, etc., se repite en plural pero cambiando de sentido. La identidad de un grupo se refiere a aquellas situaciones en las que los miembros del grupo pueden decir enfáticamente "nosotros". La identidad del grupo no es una identidad del "yo" en formato aumentado, sino que constituye el complemento de esa identidad del "yo". La manera en que nos apropiamos de las tradiciones y formas de vida en las que hemos crecido decide la forma en que nos reconocemos, decide quiénes somos y quiénes queremos ser12.
Todo ello viene a ser la consecuencia lógica de haber tornado borrosa la frontera que separa los planos trascendental y empírico en el marco del análisis de la sociedad. Siempre es loable, desde luego, renunciar a una cómoda distancia entre el ser y el deber ser sociales que hace que la crítica radical acabe configurándose como una inofensiva caricatura de rasgos "feroces", pero también se corre el peligro inverso de acercar ambos planos hasta llegar a un falso idealismo que cree que el plano empírico refleja ya, aunque ocultos, los rasgos principales de una consideración trascendental. Hegel y Parsons son, cada uno a su manera, representantes de este planteamiento. El mecanismo es bien conocido. Se trata de crear un movimiento lógico ad hoc que se ajuste a la realidad presentándola como su resultado.
La acción comunicativa corre el riesgo de caer en este género de confusiones. Partiendo de una característica inevitable que hace acto de presencia en todas las manifestaciones de la praxis registrada en el marco de un pensamiento pos-metafísico (donde no se da nada parecido al "guión" de un sentido ontológico aceptado como pre-existente), a saber, la característica del como si -actuar es actuar como si conociéramos el sentido completo de nuestra acción- , quiere decirse que la interpretación habermasiana de la acción comunicativa ha de enfrentarse a una de estas dos versiones del "como si". O bien la acción comunicativa se dirige a los límites del contexto en que se desarrolla y aspira a ir más allá de ellos como si fuesen posibles su superación y la construcción de un mundo completamente diferente, o bien nos situamos en el contexto suponiéndolo irrebasable, esto es, como si se hubiesen realizado ya las premisas de racionalidad reflejadas en el plano trascendental del análisis. La decisión de Habermas de rebajar el planteamiento kantiano hasta la investigación de condiciones fácticas absolutas (necesariamente incrustadas en la esfera de la eticidad) no hace sino posibilitar una toma de posición favorable a un desarrollo prudente del pensamiento -tal vez demasiado prudente- que se ve en la obligación de tomarse muy en serio las determinaciones sociales del contexto sin especificar hasta qué punto han de ser concebidas como irrebasables. Por eso libertad individual, mercado capitalista y democracia formal representan tres grandes corsés que limitan enormemente el horizonte conceptual habermasiano. Pasemos a verlo ya en concreto una vez contemplada la ambigua naturaleza de la acción comunicativa.
SOCIEDAD CIVIL Y SOCIEDAD LIBERAL.
¿EN QUÉ SENTIDO CABE HABLAR DE "AUTOLIMITACION"?
El concepto de sociedad civil, heredero indirecto del "tercer estado" en tiempos de la Revolución Francesa, alberga en su estructura dos aspectos bien visibles. Por un lado, un aspecto descriptivo que señala el hecho de que los miembros de dicha sociedad o "estado" no pertenecen ni al clero ni a la nobleza. En este sentido, la sociedad civil es precisamente el sub-producto de una cosmovisión feudal que define a los plebeyos en sentido amplio como un conjunto multiforme de personas amontonadas. Y, por otro lado, la noción de sociedad civil incluye un importante aspecto normativo que refleja el hecho de que sus miembros han sido injustamente despojados de sus derechos más elementales. Ambos aspectos se implican mutuamente, pues el mero amontonamiento -o definición negativa- permite cancelar derechos y ultrajar dignidades de unos miembros excluidos de las clases gobernantes por excelencia. La Revolución Francesa planteó este problema en términos revolucionarios y concedió por primera vez nobleza y dignidad al tercer estado.
Pero nada de todo eso habría tenido lugar si no se hubiera registrado, entre un cúmulo de revoluciones grandes y pequeñas, una importante revolución en la forma de percibir la naturaleza y los límites del Derecho. Pues desde el punto de vista de su origen (y por lo tanto de su naturaleza) es necesario distinguir un Derecho Positivo, puramente convencional y legitimado por medios exclusivamente empíricos, y un Derecho Natural o Racional, inherente a todos los seres humanos al margen de su plasmación en algún texto escrito. La mala fama -por así decir- que arrastra consigo este segundo enfoque proviene de una viejísima confusión que atribuye el Derecho Natural a Santo Tomás por el simple hecho de que él mismo se lo auto-concede. Mas basta observar que el elemento "naturaleza" queda sistemáticamente vinculado a la libérrima voluntad de Dios, que puede transformarlo siempre que lo considere conveniente13, para percatarnos de la contradicción en que se cae mediante esta operación. El ius natural no puede cambiar porque se trata de un derecho inherente a la persona y vinculado a valores universales, inmutables y eternos. Ahora bien, el propio fundamento de este tipo de valores encuentra en la época pos-metafísica en que se desarrolla -en rigor, la propia modernidad- un límite tal que queda amenazada toda su estabilidad (y aun su legitimidad) por el hecho mismo de que bajo sus pies viene a extenderse un vacío difícilmente soportable14. En este sentido, la constitución del Derecho Natural como referencia moral y jurídica de la sociedad civil, que comienza beligerantemente ya desde el principio defendiendo una igualdad que ni se contempla en los textos sagrados del Antiguo Testamento ni se deja observar a simple vista en el complejo panorama empírico de los hechos sociales, ha de habérselas con todos los problemas inherentes a una autofundamentación. Por eso la idea misma de sociedad civil como estructura que acaba fagocitando todo elemento extraño a la razón (leyes, costumbres, creencias religiosas, intereses particulares, etc.) sólo puede encontrar una imagen filosófica adecuada en la actividad pura tal y como es tematizada por Fichte. La sociedad civil, ya sin el lastre feudal, viene a reflejar la apoteosis de la libertad. Razón y voluntad se despliegan por primera vez, al mismo tiempo y en la misma dirección.
No es de extrañar entonces que la doble naturaleza teórica y política de la noción de sociedad civil provoque en su interior una especie de tensión entre los dos usos del propio término "sociedad civil", pues por tal término ha de entenderse, desde un punto de vista teórico, aquella estructura social que se establece por medio de la razón de los hombres en la medida en que mantienen entre ellos relaciones convencionales más allá de parentescos o de adhesiones irracionales, mientras que, desde una óptica político-práctica, "sociedad civil" posee un inequívoco espacio normativo orientado hacia la acción. Por tal término se entiende el ideal burgués de un conglomerado social que se arriesga, lucha por -y obtiene- sus derechos fundamentales. Por el uso teórico entendemos qué es una sociedad civil. Por el uso práctico luchamos por su instauración.
No obstante, toda noción conserva, como una cicatriz, la huella de su origen social, y la noción de sociedad civil no es una excepción. "Sociedad civil" es un concepto burgués que, como acaba de señalarse, viene a expresar tanto una estructura como una aspiración. Aquélla y ésta se vuelcan, por así decir, en sus aspectos más políticos, sociales y, andando el tiempo, jurídicos, mientras que los aspectos económicos son relegados (quién sabe si por la fuerza de las circunstancias) a un segundo plano. Los lemas de libertad, igualdad y fraternidad no se refieren al campo de las relaciones económicas, razón por la cual la burguesía, una vez que ha triunfado política y culturalmente, mantiene una dualidad axiológica que permite el crecimiento de unas relaciones sociales capitalistas en el marco de una consideración democrática vertebrada en torno a la figura abstracta del "ciudadano". En este sentido, tan ciudadano es el individuo rico como el individuo pobre, pues la suerte económica de cada uno depende de cada uno. Es más, la propia acción social de los hombres ha de responder a esta doble lógica incluyente/excluyente, puesto que la sociedad civil contempla la articulación entre ambas posibilidades, es decir, unas relaciones jurídico-institucionales democráticas y respetuosas y unas relaciones económicamente competitivas (igualmente respetuosas, desde luego, sólo que referidas a los límites últimos de la competencia, o lo que es igual, a las "reglas del juego"). De ahí un doble efecto bien conocido. Por una parte, la más perfecta compatibilidad entre la vigencia de la democracia y la existencia de una cada vez más injusta distribución de la riqueza social. Y, por otra parte, el establecimiento de un horizonte social individual por medio del cual el ciudadano, una vez asumida la normatividad democrática de la sociedad civil, puede atenerse exclusivamente a sus intereses particulares y a una acción con la mirada puesta en la maximización de sus beneficios, aunque -eso sí- manteniendo el más escrupuloso respeto al juego limpio prescrito en las reglas sociales.
Pues bien, si podemos definir el triángulo libertad-mercado-democracia como el esqueleto liberal que sostiene y vertebra una sociedad capaz de articular un marco democrático y una acción individualista, bien podemos afirmar entonces que el esquema que sostiene el planteamiento social de Jürgen Habermas es un esquema de tipo liberal. El problema es que su creciente insistencia en ensamblar los hechos, las instituciones y las ideas en el seno de un proceso donde, casi a la manera de Parsons, viene a desaparecer -o casi- la idea general de praxis (por no hablar ya de praxis revolucionaria, tenida por Habermas por simple "aventurerismo"), empuja al lector de su obra a convencerse de su cada vez más inequívoco liberalismo. El motto habermasiano de que la democracia liberal es perfectible pero absolutamente irrebasable parece confirmar este diagnóstico.
Habíamos señalado hace un momento que la concepción burguesa de la sociedad civil concibe a ésta como un espacio -a la vez descriptivo y normativo- donde se reflejan los principales rasgos de un entramado social convencional (desligado de todo lo que no se genere por la razón) y, al mismo tiempo, libre (donde los individuos se atienen a su conciencia y a sus intereses). La razón de que la estructura misma de la sociedad civil albergue una dualidad entre la existencia de una racionalidad social como fundamento de la democracia y la existencia de una concepción individualista donde la absoluta igualdad de los ciudadanos se vuelca del lado de las condiciones (igualdad de oportunidades) y no de los resultados (igualdad de fortunas o al menos de recursos imprescindibles para vivir con dignidad) proviene del hecho de que el fruto inmediato de
la superación del corsé feudal refleja la aparición de una conciencia individual que, a la manera cartesiana, se autoproclama, y con toda razón, el tribunal inapelable ante el cual ha de rendir cuentas cualquier contenido que se le presente. Pero el caso es que tal conciencia alberga en su interior, como una de las caras del prisma, la existencia de un interés individual reprimido hasta entonces. Por eso la versión liberal de la Ilustración (Locke, por ejemplo) acompaña como una sombra todo el proceso de formación del pensamiento filosófico occidental.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando ambas tendencias, la liberal y la ilustrada -Locke y Rousseau- comienzan a desarrollarse por su cuenta? No es difícil imaginar un fuerte estado de tensión que hace recomendable alguna salida o solución de compromiso. Mas ésta pronto se topa con un límite: ¿qué ocurre cuando las fuerzas centrífugas del mercado amenazan muy seriamente con romper la situación de equilibrio entre los dos componentes básicos de la sociedad civil, la democracia política y el libre mercado económico? Ocurre, en líneas muy generales, lo que sigue. El movimiento de los elementos económicos (la infraestructura de Marx) comienza a imponerse a los elementos políticos y culturales (la superestructura) hasta el punto de necesitar nuevos puntos de apoyo en los que poder fundamentar algún tipo de legitimidad, puntos que la economía de libre mercado va a encontrar en el lenguaje jurídico como el único realmente capaz de conservar la apariencia formal de racionalidad manteniendo en su interior toda la irracionalidad de un contenido proveniente de un mercado cada vez más despiadado y acéfalo.
El resultado de esto es precisamente una sociedad liberal, que refleja los rasgos esenciales del impacto institucional -vía lenguaje jurídico- de la necesidad de conservar los tres valores liberales ya conocidos. En este sentido, la congelación de tales valores, el hecho de que el entramado jurídico-institucional de la sociedad (lo que normalmente se conoce como "imperio de la ley") los acoja, legitime y desarrolle, es precisamente lo que plasma una sociedad liberal empírica. Se trata de una sociedad gobernada no tanto por el triángulo individuo-mercado-democracia cuanto por la mediación entre dicho triángulo y el sistema de límites impuestos por el entramado jurídico. Ahí reside justamente la raíz de la sociedad liberal: en un Estado de Derecho como gran sistema de auto-limitación de la propia sociedad. O, dicho muy esquemáticamente, sociedad liberal = sociedad capitalista+imperio de la ley. El resultado final será más o menos democrático en función de la relación concreta que uno y otro elemento mantengan entre sí en diversos lugares, épocas y culturas. Se trata, por tanto, de un resultado histórico, de una conexión histórica -por ello contingente- entre sus dos elementos constitutivos. Mas la reflexión de Habermas, al sustituir un examen histórico por el establecimiento de un proceso lógico, parte del resultado -sociedad liberal- como de una situación insuperable que ha de tener un sentido lógico y hasta ético. En este sentido, y de un modo parecido a la búsqueda kantiana de las condiciones de posibilidad de una ciencia firmemente establecida en la historia, Habermas pasa a preguntarse por las condiciones de posibilidad de una sociedad liberal existente. En tal sentido, y puesto que (a) la sociedad liberal existe y funciona, y (b) no puede reducirse sin más a una simple estructura de coacción, quiere decirse -argumenta Habermas- que tiene que tener una legitimidad que sostenga y ceda sentido moral a dicha estructura. Ahora se trata de ver cómo reconstruye Habermas, por medio de la articulación de esos elementos tan heterogéneos, la estructura lógico-normativa del Estado de Derecho15.
Para empezar, lo que en su versión más liberal exige el principio del Estado es simplemente la garantización de la seguridad interior y exterior [...] y dejar todas las demás funciones a una sociedad centrada en la economía, lo más libre posible de reglamentaciones estatales y que muy bien puede regularse a sí misma con la esperanza de que del libre juego de fines y preferencias subjetivos, a través de una autonomía individual asegurada en términos de derecho privado, surjan espontáneamente relaciones justas entre ellos16.
Así formulado, es decir, restringido el ámbito del derecho a su más mínima expresión, no cabe duda de que una sociedad capitalista no hace otra cosa, al desarrollarse, que ver aumentar sus problemas estructurales y políticos. Hace ya algún tiempo que los intelectuales abandonaron la esperanza en una des-regulación estatal inocente y fructífera17. Tal estado de ánimo, que en un nivel real refleja una tendencia a confiar en complejos mecanismos legitimadores y represores del Estado puestos al servicio de una lógica capitalista que, como tal, no sólo no desaparece sino que se acentúa, viene a adquirir una morfología complicada al recuperar una forma vacía (pero conservando la huella de su contenido) y ser elevada a un plano teórico poco menos que trascendental. En este sentido, la imagen racional de una sociedad liberal se ajusta ideológicamente a unas necesidades burguesas de legitimación y plasma en su estructura la existencia de una sociedad compuesta de individuos carentes de contenido social concreto pero que retienen, en su abstracción, el hecho general de oponerse unos a otros en un plano tal que viene a quedar descartada toda posibilidad de superación dialógica. Por eso (1) no cabe aquí un verdadero uso comunicativo del lenguaje (ya que, por muy irrestricta y sincera que sea la comunicación, su objeto no es otro que la articulación entre intereses y entre expectativas individuales), y (2) todo ello necesita ser constantemente compensado y reequilibrado por un entramado jurídico encargado de garantizar las condiciones formales de dicha articulación (pero fijando la atención exclusivamente en las premisas sin parar mientes en los resultados, que reflejan una cada vez más injusta y desproporcionada distribución de la riqueza). Llegamos así a una abstracción, pero a una abstracción burguesa:
El principio de separación entre Estado y sociedad exige en su versión abstracta una sociedad civil, es decir, una red de asociaciones y una cultura política que quede suficientemente desconectada de estructuras de clase y sea, por tanto, independiente del sistema económico [...] La sociedad civil tiene que operar como un elemento desactivador y neutralizador de las posiciones de poder y de los potenciales de poder que resultan de ellas, con el fin de que el poder social sólo se imponga en la medida en que haga posible el ejercicio de la autonomía ciudadana y no la restrinja. Empleo la expresión "poder social" como medida de la posibilidad de un actor de imponer en la interacción social sus propios intereses aun en contra de la resistencia de otros18.
Esta última afirmación resulta muy reveladora. Incluso haciendo valer la naturaleza democrática de un poder social que aumente la capacidad de hacer oír la voz de cada ciudadano garantizando con ello una igualdad formal entre todos ellos (frente a la tentación de imponer "los propios intereses del poderoso por encima del ámbito de los derechos ciudadanos de igualdad" [loc. cit.]), no deja de resultar profundamente liberal esta imagen ideal de unos ciudadanos cuya igualdad es política y jurídica pero no económica. Es claro que se trata de una igualdad referida al punto de partida -no de llegada- así como que estamos hablando de un uso comunicativo del lenguaje atenido a un corsé liberal-individualista, lo que supone el establecimiento de una comunicación sincera e irrestricta pero inevitablemente circunscrita al horizonte de cada ciudadano. En tal sentido, no es casual que Habermas, que por este lado se encuentra mucho más cerca de Rawls de lo que él mismo pudiera llegar a admitir, cifre en el entramado jurídico la esperanza de aquella resolución de conflictos que han quedado irresueltos en el proceso de negociación entre los individuos. Donde no llega el lenguaje de la comunicación llega el lenguaje de la ley. Lo preocupante es que, en sus respectivos desarrollos lógicos, uno y otro terminan siendo incompatibles.
FACTICIDAD Y VALIDEZ. DERECHO COMO "CEMENTO" SOCIAL. DEL DERECHO NATURAL AL DERECHO POSITIVO
La estructura empírica, observable, de la sociedad liberal de nuestros días refleja hasta tres campos de tensión superpuestos. Por un lado, la tensión existente entre los requerimientos de un sistema económico capitalista y las exigencias de legitimidad de la población, sometida a la lógica despiadada y acéfala del mercado como lugar estructural del capitalismo. Por otro lado, la tensión entre la población civil -una vez recibido el impacto de la privatización- y un derecho coercitivo encargado de administrar los conflictos que se registran en dicha población. Y, por último, la tensión entre las dos fuentes del derecho -la razón y la fuerza- que provoca no poca conflictividad en el propio interior del entramado jurídico. Ahora, si contemplamos la reflexión política de Habermas a la luz de cómo se aborda en ella esta triple tensión observaremos una importante falta de simetría. Por la primera de ellas Habermas pasa casi de puntillas. Sus alusiones al capitalismo son sorprendentemente escasas. Su atención se centra en la segunda de las tensiones, cuya problemática desarrolla por extenso y al detalle, sólo que -eso sí- desde una determinada solución, perfectamente discutible, de la tercera de las tensiones. En ésta última -las referentes a las fuentes del derecho- diríase que Habermas parte sin más, como de algo evidente, de que el Derecho Natural y el pensamiento pos-metafísico inaugurado en la modernidad resultan absolutamente incompatibles por la razón de que dicho pensamiento, al renunciar a verdades y certezas absolutas, no puede llegar a obtener su legitimidad más que a partir de un proceso formal de comunicación honrada, pero sin ningún pronunciamiento en cuanto al contenido normativo, sin ninguna hipoteca moral. Tal proceso viene a fundar unas reglas de discusión, no unos contenidos normativos, lo que lo separa de aquella pretensión iusnaturalista de vertebrar un discurso jurídico en torno a valores universales e indiscutibles. La razón ya nos la ha bosquejado Habermas más arriba hablando de la dualidad entre "vida justa" y "vida buena". El Derecho Natural es un discurso jurídico comprometido sólo con la vida buena -Habermas lo da por supuesto sin más- y, por lo tanto, es un discurso inevitablemente absorbido por el horizonte empírico, contingente, en que tiene lugar su desarrollo.
La renuencia habermasiana a recurrir a las fuentes morales de un Derecho Natural puede estar conectada con su planteamiento de fondo liberal-individualista, cuya interpretación de la expresión "intereses de todos" equivale a los intereses de cada individuo, que ni coinciden ni convergen necesariamente. Por eso el Derecho Positivo, en la medida en que no resulta alcanzado por ningún proceso de acción comunicativa, viene a fundamentarse sólo en su eficacia para garantizar unas reglas de juego limpias. De ahí justamente que la forma en que Habermas presenta el papel del derecho sea deudora de la forma clásica según la cual el derecho llega adonde no lo hace la razón. Ahora bien, ¿cuál es el fundamento real de esta posición habermasiana? ¿La debilidad motivacional de una razón comunicativa cuya sola legitimidad no garantiza, por desgracia, su acatamiento por parte de los ciudadanos? ¿O la previa adscripción, vía sociología empirista, a un modelo liberal donde la confrontación de opiniones y la confrontación de intereses, al ser puestas en pie de igualdad, establecen muy serias limitaciones a la acción comunicativa, que podría solventar tal vez una disparidad de opiniones pero no una disparidad de intereses, teniendo así que contemplar de forma resignada cómo la solución de los problemas tiene que trasladarse a la esfera de la jurisdicción, esto es, a un tipo de lenguaje situado lejos de la comunicación honrada?
Se trata, parece evidente, de la segunda opción, pues nos las estamos habiendo con un modelo liberal en donde el derecho es el encargado de dirimir unos conflictos insuperables registrados entre unos individuos que encaran el lenguaje sólo como un recurso para la salvaguarda de sus libertades e intereses subjetivos. Pese a ello,
Habermas carga las tintas en la primera opción, en el asunto de la debilidad motivacional de la acción comunicativa, al igual que en su día lo hiciera Kant con respecto a la debilidad motivacional de la razón práctica19. Escuchemos a Habermas:
El "debes" categórico de los imperativos morales se dirige a la voluntad autónoma de actores que pueden determinarse racionalmente, es decir, sólo por aquello que todos pueden querer. A diferencia de la voluntad de arbitrio y de la fuerza de la decisión en la configuración de la existencia propia, esta voluntad está libre de todo rasgo de intereses y de valoraciones contingentes. Como dice Kant, la voluntad autónoma está enteramente traspasada por el universalismo de la razón práctica. Pero la voluntad autónoma, moral, paga por esta racionalización el alto precio de que en el mundo social en el que actúa sólo puede imponerse con la débil fuerza que tienen los motivos universalistas. Este déficit de motivación sólo puede llegar a ser compensado en las deliberaciones del legislador político por medio de una institucionalización jurídica20.
El bosquejo descrito por Habermas contiene, no cabe duda, una acertada visión de la paradoja de la razón práctica kantiana, a saber, su enorme fuerza de fundamentación junto a una sorprendente debilidad de motivación. Para despejar esta paradoja -en un sentido social- es necesario suponer que en el interior del individuo actúan dos fuerzas contrarias, la voluntad (der Wille) y el capricho (die Willkür), así como que entre ambas viene a darse una confrontación susceptible de solución y que el derecho sirve para garantizar el trayecto del capricho a la voluntad, o sea, el proceso de maduración del individuo, obligado por el derecho pero al mismo tiempo cada vez más consciente de la necesidad moral del contenido propuesto por él (con lo que nos iríamos acercando a una situación ideal en la que, a la manera de la célebre escalera de Wittgenstein, el individuo no necesitaría ya de las andaderas del derecho). De esta manera deja de ser un trabalenguas la expresión el derecho me obliga con justicia a querer algo contra mis deseos caprichosos.
No obstante todo esto, en el momento es que se densifica la barrera entre voluntad y capricho y el derecho simplemente pasa de educar voluntades a obligar conductas, o dicho de otra manera, cuando el derecho se erige como un árbitro inapelable encargado de resolver conflictos que, en su naturaleza, denotan la imposibilidad de superar las subjetividades caprichosas, en ese momento estamos accediendo a un modelo social liberal vertebrado en torno a un individualismo competitivo irrebasable, Con ello se regresa, en cierto modo, a una versión algo dulcificada del homo homini lupus en el que Hobbes vino a cifrar la estructura esencial de la sociedad liberal, para cuya supervivencia se instaura un Estado como legítimo monopolizador de la violencia. Durante su desarrollo, el asunto oscila entre un Estado como árbitro férreo e inapelable y un Estado como depositario del derecho legítimo encargado de "dirigir el tráfico" de conductas individualistas. Y ésta es la línea que, vía Rousseau y Kant, desemboca en Habermas. El derecho es entonces concebido como el código de un Estado-árbitro de una sociedad liberal, cuyo rasgo principal es el de la búsqueda de la equidad. Escuchemos a Habermas. Hablando de la equidad como la norma básica a la que han de ajustarse las decisiones individuales en el marco de una negociación entre posiciones enfrentadas, escribe Habermas:
Así, por ejemplo, el poder de negociación puede disciplinarse mediante su distribución igualitaria entre las partes haciendo que la negociación de compromisos discurra conforme a procedimientos que ofrezcan a todos los interesados iguales oportunidades de participación en las negociaciones y que durante el transcurso de éstas otorguen a todos los interesados iguales oportunidades de influir sobre los demás y, por lo tanto, todos los intereses afectados tengan iguales oportunidades de imponerse. Sólo así cabe la presunción de que los acuerdos o compromisos alcanzados resultan equitativos21.
A la vista de lo que acabamos de leer, no parece difícil decidir si estamos en un escenario comunicativo -capaz de superar la confrontación entre intereses- o en un escenario liberal -encargado de mantener un procedimiento limpio por medio del cual litigar-. La presencia de un escenario sostenido por valores comunicativos habría exigido hablar de la superación, por medio de la argumentación, de intereses diversos elevándolos hasta un complejo interés colectivo y renunciando, por ello mismo, a la posibilidad de una mera imposición por vía de persuasión, de coacción, de chantaje en el marco de una interacción lingüística horizontal incapaz de elevar el punto de mira y de adoptar una morfología universalista a no ser por medio de la coacción del derecho (en el marco, por lo demás, de una extraña paradoja que parece darnos a elegir entonces entre una racionalidad sin universalidad y una universalidad sin racionalidad).
El resultado general no parece ofrecer demasiadas dudas. Un discurso filosófico-político más preocupado por la equidad -punto de salida- que por la justicia -punto de llegada- se encuentra mucho más cerca del liberalismo que del republicanismo. Sin embargo, el problema consiste en cómo reconstruir este planteamiento teniendo en cuenta -e integrando en lo posible- aquellos elementos de legitimación como son "acción comunicativa", "soberanía popular", "diálogo honrado", etc., No olvidemos que Habermas se encuentra en la órbita de Kant y que ello le obliga a establecer un discurso trascendental (aunque un tanto "desinflado" como vimos al principio de este artículo22) encargado de reflejar el proceso racional por el que el Estado de Derecho realmente existente ha absorbido ya la racionalidad de los elementos a priori plasmándolos en su configuración empírica.
Comencemos recordando unas cuantas afirmaciones de Kant acerca de la relación entre legalidad y legitimidad. Para empezar, he aquí el punto de conexión establecido por él entre una y otra esfera, conexión que resulta ser "perfecta" en el sentido de no dejar restos.
Hablando del principio moral de mantener un respeto incondicional a los demás, escribe Kant:
No se puede pedir que este principio constituya mi máxima, pues cualquiera tiene derecho a ser libre (en el sentido de que mi acción no debe suponerle ningún daño) aunque su libertad me resulte indiferente o incluso aunque yo desee de todo corazón perjudicarle. Hacer del derecho una máxima para mí es una exigencia que me impone la ética23.
La última afirmación, sobre la que viene a recaer todo el sentido del planteamiento kantiano en este punto, no deja de ser ambigua. Si la ética (die Ethik en el texto) impone una obediencia al derecho, estamos ante una tautología, pues la ética es la plasmación del derecho en las costumbres ciudadanas. Pero si la ética es el trasunto de la moral y ésta se vertebra necesariamente en torno al imperativo categórico capaz de enfrentarse a cualquier versión de un imperativo jurídico, entonces nos encontramos ante una contradicción. Sin embargo, basta situarse en el marco de la debilidad motivacional del imperativo categórico -en contraste con su solidez en el plano de la fundamentación- para caer en la cuenta de la necesidad de unificar dos campos que hasta entonces se habían desarrollado por separado. Se ha de optar, por tanto, por la primacía del imperativo jurídico sobre el imperativo categórico. Conductas en detrimento de conciencias. Y eso hace que Kant pase a reformular su imperativo en estos términos:
Actúa de tal modo que la libre realización de tu deseo pueda coexistir, siguiendo una ley general, con la libertad de los demás24.
Como podemos ver, el "tono" filosófico ha quedado bastante reducido. Lejos nos encontramos ahora de aquel ideal del sabio implícito en el imperativo categórico, una de cuyas derivaciones vendría a señalar que la acción moral se apoya en una previa educación y "purificación" de los deseos particulares -inclinaciones- por medio de la razón en su calidad de legisladora universal. Es fácilmente observable entonces que el proceso de "deflación" kantiana por el cual se pasa de una superación racional de los deseos de un individuo a una simple compatibilización entre deseos de diversos individuos equivale a una claudicación por parte de Kant, o sea, a la aceptación de un marco liberal tomado como irrebasable. El seguimiento de Habermas de las derivaciones y recovecos kantianos llega a ser sorprendente, como vamos a ver enseguida.
Todo esto, por un lado. El caso es que, por otro, el hecho de que la esfera jurídica sea la encargada de resolver los problemas inherentes a los frecuentes "choques entre deseos" (evitando, de paso, con su sola presencia la posibilidad de una superación racional de los mismos) le exige adoptar una morfología coactiva capaz de cortar nudos y dirimir conflictos (sea permitiendo espacios equitativos de negociación, sea imponiendo directamente un contenido normativo sobre las partes litigantes) por medio del uso exclusivo de una violencia "legal" inmune a la discusión y situada por encima de las partes en conflicto. De nuevo Kant:
Cuando se dice que un acreedor tiene derecho a exigir de su deudor el pago de su deuda no se está queriendo decir que puede hacerle ver que está racionalmente obligado a pagar. Simplemente se está afirmando que la coacción para hacerlo puede coincidir aquí, según una ley positiva universal, tanto con la libertad de los demás como con la suya propia. Derecho y necesidad de coacción vienen a significar lo mismo25.
Aquí el aspecto cognitivo del asunto (relacionado con la comprensión del otro y con la expectativa de ser comprendido por el otro) se traslada a una tercera persona postulada como imparcial, que comprendería la situación en su conjunto entendiendo que el imperativo categórico puede no ser suficiente -casi nunca lo es- a la hora de reglamentar la extraordinaria complejidad de las conductas sociales. Por eso la particularidad volcada sobre sí misma se desarrolla inevitablemente por los derroteros de la astucia.
El gran secreto de la sociedad liberal reside en la dualidad de fuentes de legitimidad del derecho, que vienen a solaparse de una forma muy peculiar. Por un lado, la necesidad de un derecho encargado de gobernar el todo social sin tener que contar con un siempre problemático -a veces muy problemático- consenso comunicativo. En tal sentido, el derecho se intuye como justo al hacer su aparición la extraordinaria debilidad motivacional del lenguaje en tanto que formador de voluntades racionales. Pero, por otro lado, la naturaleza liberal y perpetuamente conflictiva de un todo social basado en la desconfianza y en la confrontación entre sus miembros parece confirmar la necesidad de un derecho coactivo capaz de imponer una regulación sobre los litigios sociales, lo que permite ampliar el concepto mismo de "derecho" hasta suponerlo legítimamente dotado de un poder de coacción -la espada de que hablaba Hobbes- a la hora de imponer una conducta objetivamente racional a unos individuos que, al estar insuficientemente motivados por el uso moral del lenguaje, pasan a ser vistos como eternos menores de edad necesitados de una regulación "paternal", más alta y sabia, que han de acatar aun sin comprender. Viene a establecerse con ello un bucle negativo perfecto, pues el derecho garantiza un orden entre individuos inmaduros y competitivos, que a su vez dan por sentadas simplemente la vigencia y la utilidad funcional de aquél.
Una segunda dualidad refleja el resultado de lo que acaba de señalarse. La dualidad entre autonomía privada (ejercida) y autonomía pública (atribuida) permite una bifurcación de papeles harto peculiar: allí, individuos; aquí, ciudadanos. Esta dualidad encaja perfectamente con las necesidades y requerimientos sistémicos de una estructura social liberal. Por una parte, individuos libres (en el sentido liberal de la palabra) protegidos por un sistema de derechos subjetivos que se encargan de garantizar un inmenso espacio social en que tienen lugar las transacciones y las negociaciones en términos exclusivamente individuales (pues se orientan a la búsqueda del beneficio particular) y donde los resultados -juegos de suma cero- reciben un espaldarazo por el hecho de ser generados por un sistema legal encargado de garantizar los límites del sistema de tal manera que, sea lo que sea lo que ocurre en su interior, permanece firme el estatuto del ciudadano -firme pero vacío- a la hora de establecer una superestructura retóricamente irrebasable e inmune a cualquier género de cuestionamiento (por ejemplo, una Constitución que garantiza a los ciudadanos el uso y disfrute de una vivienda, cosa que no sucede en el momento en que aquéllos pasan a ser vistos como individuos con su libertad, su habilidad, su buena o mala suerte, etc.)26. En una palabra, la dualidad de autonomías registrada en la sociedad liberal (o, si se prefiere, la dualidad de perspectivas bajo las cuales pueden ser contemplados sus miembros) responde al problema no solucionado de la complicadísima articulación entre capitalismo y democracia. En este sentido, precisamente, el planteamiento habermasiano renuncia a profundizar en el conflicto teórico entre ambas dualidades y se conforma -a veces de un modo sorprendente-con yuxtaponerlas y englobarlas bajo el rótulo general de Estado de Derecho. Veamos cuáles son los pasos seguidos por Habermas para conseguir esta más bien poco convincente yuxtaposición.
Como suele ocurrir con Habermas, el arranque de esta problemática es muy prometedor. En su escrito "Der demokratische Rechtsstaat. Eine paradoxe Verbindung widersprüchlicher Prinzipien?", del libro Zeit der Übergänge27 el marco en que Habermas sitúa las relaciones entre los distintos elementos del Estado de Derecho viene constituido por el conflicto trascendental -verdadera antinomia- entre el querer y el deber. Es precisamente aquí donde se ventila el dilema entre capricho y voluntad en tanto que racional, vinculándola además a la declaración universal de los Derechos Humanos. El arranque, repetimos, es muy prometedor:
Si la fundamentación normativa de un Estado de Derecho democrático es realmente consistente, ha de producirse alguna jerarquización entre estos dos principios: el de los Derechos Humanos y el de la soberanía popular. En tal sentido, o bien las leyes (incluidas las de la Constitución) sólo pueden considerarse legítimas si coinciden con los Derechos Humanos, que les sirven precisamente de fundamento, en cuyo caso el legislador democrático sólo puede decidir dentro de este marco (lo que puede llegar a poner en entredicho el propio principio de la soberanía popular), o bien las leyes sólo resultarán legítimas si provienen de una construcción democrática de la voluntad, lo que permite que el legislador pueda apoyarse en una base convencional enfrentándose incluso a las propias leyes fundamentales de la Constitución, y en ese caso quien recibe un claro perjuicio es precisamente la idea de un Estado de Derecho28.
El texto es enormemente interesante no sólo porque presenta la antinomia en toda su nitidez, sino, sobre todo, porque prefigura una respuesta favorable al acatamiento por parte del legislador de la esfera acotada por los Derechos Humanos. No parecen caber dudas de que el capricho ha de someterse a la voluntad racional, no obstante lo cual la continuación del texto guarda unas cuantas sorpresas al lector. La primera es que la expresión "Derechos Humanos" desaparece literalmente del resto del escrito y es sustituida por "Estado de Derecho" tanto en su formato como en su intención, ya que dicho Estado es generado no por emanación de los Derechos Humanos -lo que sería una versión perfectamente canónica del iusnaturalismo- sino (se supone) por una acción comunicativa cuyos resultados (también se supone) habrían de coincidir con el contenido de tales derechos, sólo que lo harían "desde dentro", sin valores "metafísicos". Lo malo -y aquí viene la pega- es que tal acción comunicativa, que hasta entonces se vinculaba a unas acciones de habla liberadas del contexto y constituía la armazón filosófica de una vida justa en contraste con una reflexión en torno a una vida buena, siempre hipotecada por el contexto en que se desarrolla (aunque sigue sin entenderse por qué no puede concebirse una vida buena para la humanidad en tanto que elemento trascendental al margen de todo contexto); que la acción comunicativa, decimos, ha recibido de Habermas una "deflación" tal que cualquier consenso parece satisfacer los requisitos de una comunicación "pegada al terreno" y prácticamente desentendida de todo lo que connote iusnaturalismo.
Por eso precisamente -y aquí nos topamos con la segunda sorpresa- desaparece la tensión trascendental entre el querer y el deber para dar paso a un ensamblaje muy peculiar. El querer viene a ser reducido a capricho excepto en aquel punto en que, al aceptar el deber -la ley positiva-, se convierte en auténtico querer, y el deber, en auténtico deber:
En cierto sentido podemos captar ambos principios como igualmente fundamentales. Ninguno es posible sin el otro, pero tampoco se estorban mutuamente. La intuición de este carácter de "principio fundamental" puede expresarse diciendo que las autonomías privada y pública se implican mutuamente. Ambas nociones son interdependientes, pues se hallan en una relación de implicación material. Los ciudadanos sólo pueden utilizar adecuadamente su autonomía pública, garantizada por derechos políticos, en la medida en que ellos mismos son suficientemente independientes gracias a que su configuración vital viene a quedar garantizada en términos de autonomía privada. Claro que también puede decirse que los ciudadanos sólo acceden adecuadamente a su autonomía privada (que mantiene relaciones de igualdad con los demás) si, en tanto que ciudadanos políticos, hacen un uso correcto de su autonomía política. [...] Una idea de autolegislación bien entendida refleja una conexión interna entre razón y voluntad en el sentido de que la libertad de todos ha de depender de la consideración imparcial de la libertad individual de cada uno, lo que conlleva la posibilidad de adoptar un "sí" o un "no". Bajo esta condición pueden encontrar una aceptación racional colectiva aquellas leyes que permiten una consideración imparcial entre los intereses de cada uno29.
La forma en que Habermas articula su posición (liberal) con los requerimientos de una acción comunicativa no pretende ahondar en el problema, sino más bien permanecer en una yuxtaposición de tipo kantiano, alimentándola y fortaleciéndola:
Por una parte, sólo puede valer como legítimo aquello que puede ser alcanzado en una deliberación desarrollada por unos participantes poseedores de iguales derechos, es decir, aquello que puede llegar a obtener un acuerdo registrado bajo las condiciones de un discurso racional. Naturalmente, ello no excluye la posibilidad de cometer errores. El intento de obtener una única respuesta correcta no garantiza la corrección del resultado. Sólo el carácter discursivo del proceso de deliberación puede llegar a fundamentar la posibilidad de una auto-corrección y, por ello mismo, de unos resultados racionalmente aceptables. Por otra parte, los participantes en la deliberación pueden determinarse sólo mediante el recurso al Derecho moderno a la hora de regular su convivencia. Con ello el modo de legitimación basado en un acuerdo general obtenido bajo condiciones discursivas viene a conectarse, antes de nada, con la idea de leyes coactivas encargadas de enmarcar libertades subjetivas iguales, o sea, con aquello que cede todo su valor al concepto kantiano de autonomía política, a saber: nadie puede ser considerado verdaderamente libre si no gozan de la misma libertad todos los ciudadanos gobernados por leyes que ellos mismos se han concedido tras una deliberación racional30.
Es evidente que la genuina filiación kantiana de elementos como "libertad" no sólo deja bastante que desear (¿empezando por el Kant tardío!), sino que la bifurcación social objetiva entre ciudadano e individuo (que hace posible la grotesca situación de que un ciudadano goza de todos los derechos mientras puede morirse de hambre como individuo) recibe una traducción teórica indirecta por medio de la dualidad derecho legítimo / derecho vigente. La articulación entre ambas perspectivas es más verbal que real, pues depende de un punto de contacto -el único en realidad- sobre el que viene a girar todo el posible sentido de un derecho unificado, a saber, el hecho de que un individuo se convierte en ciudadano en el mismo momento en que acata un derecho vigente cualquiera, al que transforma ipso facto en derecho legítimo. Diríase que el contacto entre uno y otro elemento hace que ambos queden purificados y transportados a un plano ideal superior:
El derecho coactivo sólo puede exigir de sus miembros una conducta legal, una conducta que se ajuste al contenido de las leyes haciendo abstracción de las complejas motivaciones personales. Ya que no puede pedirse una obediencia al derecho por el puro respeto a las leyes, la autonomía privada sólo puede recibir aquí garantías gracias a la figura de unas libertades subjetivas que permiten la constitución de una vida autónoma y, además, posibilitan una reflexión moral, pero nunca intentan obligar a nada que sea incompatible con la libertad individual de cada uno. La autonomía privada adopta la figura de una libertad subjetiva jurídicamente garantizada. Pero, por otro lado, las personas jurídicas han de poder ser vistas también como personas que actúan moralmente en la medida en que quieren someterse al derecho precisamente por respeto a la ley. Ya por eso debe considerarse legítimo el derecho vigente. Y esta condición sólo puede ser satisfecha por el hecho de que, de un modo legítimo, tiene lugar una construcción democrática de la opinión y la voluntad capaz de fundamentar una aceptabilidad racional de los resultados31.
HABERMAS Y EL MEJOR DE LOS MUNDOS SOCIALES POSIBLES
Al partir de un esquema liberal y establecer los mecanismos del Derecho Positivo de tal manera que vengan a ensamblarse con una acción comunicativa ya "desinflada", Habermas desemboca en una reformulación moderna (en su lenguaje, pos-metafísica) del imperativo jurídico kantiano en torno a una limitación categórica de la libertad. Todo ello supone, a fin de cuentas, una clara glorificación del Estado de Derecho tal y como existe en la realidad. Pero el Estado, pertrechado con los medios y recursos del Derecho Positivo a la hora de arbitrar unos conflictos registrados entre individuos que, según todo el transcurrir de la reflexión de Habermas, tienen los ojos puestos en su beneficio particular, no coincide exactamente con el Estado hobbesiano, pues cuenta con un momento "idealista" muy especial. La supuesta acción comunicativa entre los miembros de la sociedad construye, a la manera de la ficción de Rousseau, una especie de escenario hipotético -nunca contrastado- a partir del cual la obediencia al entramado legal existente constituye el punto supremo que traduce y encauza todo el desarrollo del Derecho Positivo en clave idealista. Ocurra lo que ocurra en la realidad, los límites del Derecho Positivo son ya, por definición, productos de la acción comunicativa, concebida ésta, a su vez, por medio de una cláusula contrafáctica. Si se diera la acción comunicativa, se terminaría arribando a la situación jurídico-institucional existente.
En suma, venimos a encontrarnos, según razona Habermas, en el mejor de los mundos sociales posibles. Las razones para afirmar esto son de dos tipos. Por un lado, el estado de cosas evidenciado en el mundo capitalista parece ser mejor que el registrado en otros tipos de sociedad, mucho más férreamente vinculados a oscuras tradiciones y a jerarquías inmunes al cuestionamiento y a la discusión. En tal sentido, viene a sugerirse que las capacidades de autocrítica y de automejoramiento que se dan en nuestras sociedades occidentales expresan un grado de superioridad incuestionable con respecto a modelos objetivamente situados por debajo de ese nivel. Lo malo de este tipo de reflexiones, muy común en nuestros días, es que se desarrolla mirando hacia atrás, comparando lo que hay con lo que había (o con lo que aún permanece en la pre-modernidad congelada de buena parte de las sociedades no-occidentales), en vez de hacerlo, como debería, mirando hacia arriba, comparando lo que hay con lo que podría y debería haber. Y aquí el balance dista muchísimo de ser satisfactorio32.
Un segundo tipo de razones por medio de las cuales justifica Habermas el mundo social liberal tiene que ver con el conflicto trascendental, verdaderamente complejo, entre razón y realidad. La reflexión habermasiana transcurre aquí por unos derroteros sorprendentes, pues bajo toda ella viene a subyacer un esquema de claro sabor hegeliano. En su libro Wahrheit und Rechtfertigung33 Habermas presenta la clásica antinomia entre moralidad y eticidad en los términos que vienen a continuación:
Sin el contrapeso de instituciones racionales, espíritus como el de Robespierre o Fries recaen indefectiblemente en una conciencia moral, enredándose en las aporías de un partidismo astuto a la hora de construir -pues se trata de construir- unas relaciones en las que cada individuo se ve impelido a actuar moralmente. A causa de esta altísima meta moral creen poder actuar estratégicamente y, en casos de verdadera urgencia, incluso contra lo prescrito en las propias normas morales. La crítica a este género de planteamientos acierta de pleno. Esta política es muy proclive a caer en la represión, en el aplastamiento de intereses diferentes, pues está convencida de poder situarse por encima del asentimiento intersubjetivo (a veces inalcanzable por la presión de las circunstancias), única garantía de una libertad para todo el mundo. Por medio de sus reflexiones en torno a la virtud y el curso real del mundo anticipa Hegel aquellos debates posteriormente denominados "de la ética revolucionaria". El que una praxis que apunta a una moral universal termina desembocando en un régimen de terror ha venido a quedar trágicamente confirmado en los regímenes totalitarios del siglo XX34.
Lo realmente sorprendente del texto recién trascrito es la forma en que su autor cae en ese típico locus.liberal que identifica sin más pensamiento utópico-crítico y pensamiento terrorista por el hecho de que el primero ha de dirigirse necesariamente a la transformación de la realidad existente (lo que supone un cierto tipo de "violencia" sobre ella) en lugar de articular el terrorismo con la imposición elitista de una conciencia (¿moral?) que renuncia por principio -o forzada por las circunstancias- al establecimiento de una discusión transparente y democrática de sus contenidos normativos. El terrorismo de las "buenas intenciones" radica en la total ausencia de democracia, no en el cuestionamiento de una realidad social juzgada como injusta.
Como podemos observar, el pensamiento de Habermas se despliega inteligentemente entre dos excesos criticables. Por una parte, contra un exceso "antropológico-cultural" que sostiene que Occidente se encuentra, por desgracia, a la cola en cuanto a poder garantizar un (supuestamente deseable) planteamiento social fijo y transparente -siempre cómodo- basado en una religión o en una (mala) metafísica. Pese a todo, será preferible -contraataca Haberlas- un problemático planteamiento pos-metafísico basado en nociones abstractas y universales de "razón" y "libertad". Y existe un segundo exceso calificable de "hiperrealista". Según Habermas, este exceso sostiene todas las versiones del totalitarismo porque hace abstracción de lo que piensan y quieren los miembros de la sociedad imponiendo un abstracto modelo monológico sustentado en una postura megalómana de quien sabe lo que quieren los demás a pesar de ellos mismos. El lado político de la filosofía de la conciencia kantiana parece albergar -se sugiere- una oscura tendencia al totalitarismo frente a la cual se sitúa Hegel y su reflexión sobre la eticidad como racionalidad sobrevenida por encima de las cabezas -por definición siempre subjetivas y caprichosas- de los hombres35. Lo malo es que si el recurso al hegelianismo garantiza a las mil maravillas los principales puntos de apoyo de una sociedad liberal, difícilmente puede articularse con un planteamiento vertebrado en torno a la acción comunicativa a no ser practicando en ella una "deflación" que la haga encajar en un contexto social liberal tenido por insuperable. Éstos son, podríamos decir , algunos de los hilos del imponente entramado reflexivo que ofrece Habermas a sus lectores.
No puede ser casual entonces que la idea general de praxis ceda buena parte de su lugar a un importante conformismo social y que, en todo caso, la capacidad de razonar -acción comunicativa- se tiente las ropas (como suele decirse) cada vez que pretenda iniciar un proceso de crítica a la realidad existente. De hecho
los ciudadanos de los actuales regímenes democráticos se encuentran ya desligados por completo de cualquier aventura discrepante de las vanguardias revolucionarias. La razón es que las sociedades se han vuelto ya demasiado complejas para poder seguir pensando aún en subvertirlas36.
El aspecto positivo fundado en la praxis ciudadana no llega a desaparecer del todo, pero ha de estar decisivamente vinculado al sistema de posibilidades que ofrece el propio sistema:
Hegel echaba la culpa de las diferencias registradas entre la idea del Estado y su realidad a la subjetividad individualista. Pero estas mismas discrepancias sirven actualmente de acicate de cara a institucionalizar las diferencias de opinión o los impulsos contenidos en los diversos movimientos sociales. En la medida en que una sociedad es capaz de actuar en un plano político y de autotransformarse, posibilita que una constitución democrática permita a los ciudadanos el establecimiento de instituciones abiertas encargadas de defender sus derechos por igual37.
Arribamos con ello a una peculiar fusión Kant tardío-Hegel-Parsons readaptada por Habermas para reconstruir una perspectiva teórica abierta pero responsable -tal vez demasiado responsable-, transformadora pero prudente -tal vez demasiado prudente-. En el fondo, las intranspasables líneas rojas del sistema liberal impiden a Habermas dar impulso a un planteamiento que permita siquiera la posibilidad de pensar que la praxis puede elevarse por encima de las libertades subjetivas. Ésa viene a ser la razón por la que el individualismo imprime una dirección práctica perfectamente compatible con una sociedad liberal, es decir, en el fondo, con una sociedad capitalista. El sistemático -y a veces irritante- noli me tangere! con que Habermas recubre y protege dicha sociedad parece ser una buena prueba de ello.
CONCLUSIONES
Permítasenos resumir brevemente todo cuanto llevamos dicho en estas tres conclusiones:
- Dentro del enfoque habermasiano del Estado de Derecho, el centro básico de decisión, y por tanto la instancia irrebasable del análisis, lo constituye el individuo con sus opiniones, sus intereses subjetivos y, por definición, contrapuestos a los de los demás.
- La separación establecida por Habermas entre "vida justa" (vacía) y "vida buena" (plena de contenido) viene a basarse en que la vida justa es el resultado indeterminado de consensos contingentes como si los individuos no respondieran a sus intereses subjetivos y argumentasen desde instancias racionales, mientras que la vida buena o lograda (que podría enfocarse igualmente como un discurso plenamente racional conservando, además, un contenido ético que lo distingue del discurso normativamente vacío en que se vertebra la vida justa) se halla, en el marco teórico habermasiano, a expensas de contextos subjetivos que arruinan sus posibilidades emancipatorias.
- A partir de la constatación kantiana de que el Derecho llega adonde no lo hace la Moral, el carácter abstracto del Derecho permite que el capitalismo invada el territorio de lo normativo y quede así justificado y legitimado al atrincherarse bajo la confusión entre el Derecho y este Derecho.
1 Un ejemplo de concepción liberal de la sociedad en el sentido "prudente" que estamos mencionando aquí lo representa, entre otros, Nicolás Sartorius y su artículo publicado en El País del 17 de julio de 2008 (p. 27) titulado "Hay que gobernar la globalización". La idea básica es plantear la necesidad de gobernar la "selva" en que está viéndose convertido el mundo por la acción del mercado, y hacerlo a base de libertad comercial, democracia y cohesión social. Un pastiche, vamos. Pero lo curioso es la desconfianza del liberalismo actual (no confundir con neoliberalismo: el liberalismo "prudente" es adscribible a las tendencias neoconservadoras) en la libertad absoluta de mercado. Lo que ocurre es que la "domesticación" del mercado debe seguir aquí las pautas del beneficio privado. Mercado libre, por tanto... ma non troppo.
2 Ver, en este sentido, Christine M. Korsgaard: Fellow Creatures. Kantian Ethics and Our Duties to Animals. En The Tanner Lectures on Human Values. Delivered at Univ. of Mich. February 6, 2004.
3 Hemos desarrollado este asunto en "Fenomenología trascendental kantiana y tres intentos (fallidos) de superación". Revista Endoxa, Madrid, 2004: pp. 471-493.
4 Faktizität und Geltung. Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1992: 205.
5 Faktizität und Geltung: 223.
6 Faktizität und Geltung: 127.
7 Theorie des kommunikativen Handelns. Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1981 (2 vols.): 1, 88.
8 Kommunikatives Handeln und detranszendentalisierte Vernunft. Philipp Reclam, Stuttgart, 2001: 82-83.
9 El célebre "Velo de la ignorancia" del Rawls de 1971 cede su lugar a una posterior deliberación entre individuos que no renuncian ya a su identidad social. Ello viene a suponer la introducción del mundo capitalista en el ámbito del análisis y el ajuste cada vez más patente de éste a aquél. A Jürgen Habermas le sucede, nos parece, tres cuartos de lo mismo. Su acción comunicativa en términos ideales va cediendo su sitio a una acción lingüística estratégica en donde cada individuo va a lo suyo y en la que el Derecho -como veremos enseguida- ha de jugar el papel de árbitro inapelable.
10 Pongamos un sencillo ejemplo. La pretensión de decir la verdad en una afirmación es un presupuesto pragmático (objetivamente necesario) ya que, de no darse esta pretensión, se torna inviable el acto mismo de habla entre dos o más interlocutores. Pero esto es tanto como decir que lo que se presupone de un modo objetivamente necesario puede reducirse a la pretensión de que mi interlocutor crea que estoy diciéndole la verdad. Con esto basta para que la comunicación funcione. Pero si yo parto de que estoy moralmente obligado a decir la verdad renunciando a priori a las ventajas ofrecidas en el caso anterior por la ingenua credulidad de mi interlocutor, entonces estoy partiendo de un presupuesto pragmático-trascendental subjetivamente necesario (pues me es moralmente exigible) pero, desgraciadamente, no inevitable.
11 Kommunikatives Handeln und detranszendentalisierte Vernunft: 10-11.
12 Faktizität und Geltung: 199.
13 Cf. Summa Theologica: I, 94, 5.
14 Recordemos la célebre afirmación kantiana: "La filosofía está colocada en una situación bastante precaria, pues ha de mantenerse firme sin pender de nada que esté en el cielo ni apoyarse en nada que esté sobre la tierra. Aquí ha de demostrar su integridad como guardiana de sus leyes, no como heraldo de las que le insinúe algún sentido impreso o quién sabe qué naturaleza providente, las cuales, aunque son mejor que no tener nada, no pueden nunca proporcionar principios, porque éstos son dictados por la razón y han de tener su origen -y por tanto su majestad imperativa- completamente a priori". Grundlegung zur Metaphysik der Sitten: B 60-61.
15 Como veremos a continuación, se trata de una típica reconstrucción falsamente idealista -versión de la falacia naturalista- que renuncia a concebir que la integración social pueda fundamentarse en la simple fuerza. De ahí que, de una manera muy discutible, se presente la realidad (punto a) haciendo que le preceda un momento idealista (generado a partir del punto b) con el fin de concebir una estructura coactiva como si fuese producto de una decisión racional de los agentes sociales. El célebre presupuesto escolástico volenti non fit iniuria (cuya traducción castiza sería "quien calla otorga") se encarga de hacer el resto.
16 Faktizität und Geltung: 215.
17 Ver Ulrich Beck "De la fe en el mercado a la fe en el Estado": Diario El País, 15 abril 2008: 39.
18 Faktizität und Geltung: 216.
19 Ver Immanuel Kant. Metaphysik der Sitten. Rechtslehre: A 34 ss.
20 Faktizität und Geltung: 202.
21 Faktizität und Geltung: 205-206.
22 Ver. supra, nota 11.
23 Immanuel Kant. Metaphysik der Sitten. Rechtslehre: A 34.
24 Ibidem.
25 Metaphysik der Sitten. Rechtslehre: A 36.
26 La clave cómica de un asunto tan trágico como éste nos la ofrece -no podía ser otro- Groucho Marx. Oigamos a Groucho, jefe de gobierno de Freedonia, hablando con su consejero:
GROUCHO- He asignado un dólar diario a nuestro embajador en Nueva York. Vivirá como un príncipe.
CONSEJERO- ¡Un dólar al día! Con eso no tendrá ni para comer.
GROUCHO- Cierto, no tendrá para comer. Pero vivirá como un príncipe.
27 Zeit der Übergänge. Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 2001: 133-151.
28 "Der demokratische Rechtsstaat...": 134.
29 "Der demokratische Rechtsstaat...": 135.
30 "Der demokratische Rechtsstaat...": 141.
31 "Der demokratische Rechtstaat...": 150.
32 No sólo por la naturaleza retórica de la defensa de una sociedad ilustrada (donde, como es el caso de nuestra civilizada Europa, no se cumple buena parte del contenido normativo de los Derechos Humanos), sino también por la soltura con que los gobiernos europeos intercambian bienes y servicios con dictaduras fundamentalistas o comunistas.
33 Ver "Wege der Detranszendentalisierung : von Kant zu Hegel und zurück", en Wahrheit und Rechtfertigung. Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1999: 186-229.
34 "Wege...": 226.
35 Ver Luis Martínez de Velasco. "¿Ética del terror o ética del dolor? Una vez más, Kant frente a Hegel", en La melancolía de la razón. Cinco estudios kantianos y un anexo piadoso. Editorial Fundamentos, Madrid, 1995: 55-74.
36 "Wege...": 227.
37 "Wege...": 228.
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