La construcción de hegemonía en las democracias iliberales. Una reflexión sobre la noción de "intelectual orgánico" en Gramsci

The Construction of Hegemony in Illiberal Democracies. A Reflection on the Concept of "Organic Intellectual" in Gramsci

César Rendueles
Orcid ID: 0000-0003-4594-5553
Instituto de Filosofía del CSIC (Madrid, España)
cesar.rendueles@cchs.csic.es


Resumen

La crisis de legitimidad de las democracias representativas y del proyecto de globalización económica ha colocado en el centro del debate público la capacidad de ciertos grupos intelectuales, tradicionales o emergentes, para intervenir en la esfera pública y normalizar o alterar el horizonte establecido de posibilidades políticas y económicas. La popularización de conceptos como "posverdad" guarda relación con una transformación del papel que se había atribuido históricamente a los expertos e intelectuales en los sistemas democráticos y la aparición de nuevas figuras capaces de movilizar la sensibilidad colectiva. En este contexto se está produciendo una intensificación de la recepción de la obra de Antonio Gramsci como fuente de utilidades analíticas. Este artículo propone, precisamente, una revisión de la noción de "intelectual orgánico" como una herramienta esclarecedora para las tareas contemporáneas de la filosofía política.

Palabras clave: Gramsci, intelectual orgánico, hegemonía, neoliberalismo, bloque histórico.


Abstract

The crisis of legitimacy of representative democracies and the economic globalization project has placed the power of certain intellectual groups, traditional or emerging, to intervene in the public sphere and legitimize or transform the current political and economic paradigm at the center of public debate. The popularization of concepts such as "post-truth" is related to a transformation of the role that had been historically attributed to experts and intellectuals in democratic systems and the appearance of new figures capable of mobilizing collective sensitivity. In this context, an intensification of the reception of the work of Antonio Gramsci is taking place, as a source of analytical utilities. This article proposes a revision of the notion of "organic intellectual" as an illuminating tool for the contemporary tasks of political philosophy.

Keywords: Gramsci, organic intellectual, hegemony, neoliberalism, historical bloc.


La construcción de hegemonía en las democracias iliberales. Una reflexión sobre la noción de "intelectual orgánico" en Gramsci

En la última década, desde el inicio de la llamada Gran Recesión, la recepción de la obra de Gramsci ha experimentado un profundo impulso no solo académico sino, tal vez sobre todo, político (Santoro, Gallelli y Gerli, 2020; Dainotto y Jameson, 2020). El léxico gramsciano —"hegemonía", "guerra de posiciones"— se ha incorporado al bagaje conceptual de movimientos sociales emergentes, tanto emancipadores como neoautoritarios, que consideran que en 2008 no solo comenzaron una serie de turbulencias financieras de impacto global, sino que también fue el punto de partida de una auténtica crisis de régimen en la que los elementos ideológicos, la pugna por distintas posibilidades de reconfiguración del sentido común, están desempeñando un papel esencial (Gómez, 2021). La herencia teórica de Gramsci fue fundamental para comprender la constitución histórica del régimen neoliberal tras la crisis del Estado keynesiano de posguerra y lo está siendo de nuevo hoy para entender la aparición de alternativas iliberales de la descomposición del proyecto globalizador. Gramsci es tal vez el autor del canon marxista que más atención prestó a las crisis políticas y mejor supo entenderlas. Su obra está marcada por una aguda conciencia de la insuficiencia de las propuestas de cambio social que se ven a sí mismas como un subproducto mecánico de la evolución de las "condiciones objetivas" —materiales o institucionales— y una pronunciada sensibilidad respecto a la espontaneidad de la subjetividad compartida.

Al menos en ese sentido, Gramsci fue un fiel hijo de su época. En el periodo de entreguerras del siglo XX se produjo una profunda crisis del marxismo positivista que, precisamente, confiaba en que las transformaciones económicas estructurales a consecuencia del desarrollo de las fuerzas productivas serían la semilla de dramáticos cambios políticos y culturales (Hobsbawm, 1983; Frosini, 2007). El hecho de que la única experiencia revolucionaria exitosa se diera en un país económica y políticamente atrasado como Rusia y no, en cambio, en las sociedades más industrializadas tuvo un enorme impacto en la teoría política radical del momento. De pronto, muchos marxistas —de Lukács a la Escuela de Frankfurt pasando por Rosa Luxemburg o el propio Gramsci— entendieron que necesitaban incluir la elaboración conflictiva de la subjetividad entre los factores cruciales del cambio histórico (Jeffries, 2018). Las diferentes autointerpretaciones de la realidad social vivida, la sensibilidad compartida, las aspiraciones de los distintos grupos sociales o la cultura en común empezaron a ser vistas como parte de la materia prima con la que se moldean las estrategias materialistas de transformación social.

Pero la actualidad de la obra gramsciana tiene que ver, además, con la peculiar manera en la que esa conciencia de la autonomía relativa de lo político-cultural —generalizada en el contexto de la Tercera Internacional— se desarrolló en tres momentos biográficos y sociales muy diferentes, cada uno de ellos relacionado con distintas dimensiones de nuestra contemporaneidad. En primer lugar, inmediatamente antes de la revolución bolchevique, como una evolución de su liberalismo de izquierdas juvenil, que en Italia y en aquellos años, tomaba inevitablemente la forma de un neohegelianismo antipositivista deudor de Gentile y Croce (Frosini, 2007). Como ha explicado Domenico Losurdo (2015):

Gramsci relaciona a Croce y Gentile con la Italia del Risorgimento: quienes les critican son los círculos 'clericalizantes' que, en la Cerdeña (y la Italia) de la época, ejercen una influencia nefasta con el miedo que infunden a todo cambio social, presentado de antemano como un peligroso salto al vacío. Hegel es la bestia negra de estos círculos. (p. 13)

La atracción del joven Gramsci por el neoidealismo surge de sus simpatías liberales e ilustradas. El hegelianismo es una herramienta intelectual para combatir la pinza de las corrientes reaccionarias católicas y la modernización elitista afín al positivismo, un movimiento, este último, que en Italia excede ampliamente los debates filosóficos e impregna la esfera pública, en especial en el norte del país, más industrializado:

La conciencia unitaria del proletariado se ha formado o se está formando a través de la crítica de la civilización capitalista, y crítica quiere decir cultura, y no ya evolución espontánea y naturalista. Crítica quiere decir precisamente esa consciencia del yo que Novalis ponía como finalidad de la cultura. Yo que se opone a los demás, que se diferencia y, tras crearse una meta, juzga los hechos y los acontecimientos, además de en sí y por sí mismos, como valores de propulsión o de repulsión. Conocerse a sí mismos quiere decir ser lo que se es, quiere decir ser dueños de sí mismo, distinguirse, salir fuera del caso, ser elemento de orden, pero del orden propio y de la propia disciplina a un ideal. Y eso no se puede obtener si no se conoce también a los demás, su historia, el decurso de los esfuerzos que han hecho los demás para ser lo que son, para crear la civilización que han creado y que queremos sustituir por la nuestra. Quiere decir tener noción de qué es la naturaleza, y de sus leyes, para conocer las leyes que rigen el espíritu. Y aprenderlo todo sin perder de vista la finalidad última, que es conocerse mejor a sí mismos a través de los demás, y a los demás a través de sí mismos. (Gramsci, 1916, p. 41)

En segundo lugar, Gramsci elabora su innovadora teoría de la subjetividad política como participante activo en la oleada de movimientos revolucionarios que proliferaron a rebufo de la Revolución de Octubre en distintos países de la semiperiferia europea (Vacca, 2020). Tanto el biennio rosso italiano de 1919-1920 como los alzamientos revolucionarios en Hungría (1919) o Alemania (1918) fueron, en buena medida, intentos de internacionalizar la experiencia bolchevique interviniendo en espacios sociales en los que el proletariado industrial era minoritario y, por tanto, políticamente poco promisorio para el materialismo positivista tradicional. En ese contexto, en el que es crucial la alianza entre grupos sociales heterogéneos —diversos en su cultura, lealtades inmediatas e intereses materiales—, Gramsci presta mucha atención al trabajo político en torno a las formas de vida, el mundo simbólico y el sentido común cotidiano, como una herramienta eficaz para crear lealtades compartidas y alterar la experiencia de la historicidad colectiva.

El proletariado puede convertirse en clase dirigente y dominante en la medida en que logre crear un sistema de alianzas de clase que le permita movilizar contra el capitalismo y el estado burgués a la mayoría de la población trabajadora, lo que en Italia significa, dadas las relaciones de clase realmente existentes, que necesita obtener el consenso de las grandes masas campesinas. Pero en Italia la cuestión campesina está históricamente determinada, no es la "cuestión campesina y agraria en general". En Italia, la cuestión campesina ha adoptado dos formas típicas y peculiares muy marcadas por la tradición italiana y el desarrollo específico de la historia italiana: la cuestión meridional y la cuestión vaticana. Por tanto, para el proletariado italiano conquistar la mayoría de las masas campesinas significa dominar esas dos cuestiones desde el punto de vista social, comprender las exigencias de clase que representan, incorporar esas exigencias a su programa revolucionario de transición, plantear esas exigencias entre sus reivindicaciones de lucha. (Gramsci, 2017, p. 175)

En tercer lugar, con la implosión antidemocrática del fascismo, Gramsci comprendió que los nuevos movimientos autoritarios que estaban convulsionando en Europa no eran una expresión de debilidad de la burguesía o un incomprensible estallido de irracionalidad colectiva sino, al contrario, un intento eficaz de reorganización de las elites a través de una revolución pasiva: una salida por arriba a un régimen en decadencia en el que las clases altas ya no pueden desempeñar un papel dirigente. En palabras de Fabio Frosini (2017), las revoluciones pasivas implican:

...cambios revolucionarios en el entramado del Estado y, por ende, de la producción, con el objetivo de absorber, y por este medio pasivizar, las reivindicaciones de las clases populares. De ahí se sigue que, en su formulación más acabada, la revolución pasiva designa la manera en que la burguesía quita la iniciativa a sus adversarios, porque consigue ponerse del lado de la historia como revolución, exactamente en el sentido que hemos visto antes, de ser una encarnación subjetiva (práctica, política) de la historia en cuanto cambio permanente. (p. 50)

En ese sentido, Gramsci supo entender que la dinamicidad de las intervenciones reaccionarias no se limitaba al autoritarismo militarista más craso, sino que estaba muy presente en las estrategias fabriles de management dirigidas a incrementar la disciplina laboral del proletariado industrial capitalista:

En América la racionalización del trabajo y el prohibicionismo son cosas indudablemente relacionadas: las encuestas de los industriales sobre la vida íntima de los obreros, los servicios de inspección creados por algunas empresas para controlar la "moralidad" de los obreros, son necesidades del nuevo método de trabajo. El que se burle de esas iniciativas (incluso de las fracasadas) y no vea en ellas más que una hipócrita manifestación de "puritanismo", se niega toda posibilidad de comprender la importancia, la significación y el alcance objetivo del fenómeno norteamericano, que es, entre otras cosas, el mayor esfuerzo colectivo realizado hasta ahora por crear, con rapidez inaudita y con una conciencia de los fines jamás vista en la historia, un nuevo tipo de trabajador y de hombre. (.) En realidad, no se trata de novedades originales, sino solo de la fase más reciente de un largo proceso que ha empezado con el nacimiento del industrialismo mismo, fase que es, simplemente, más intensa que las anteriores, y que se manifiesta con formas más brutales, pero que será superada ella misma con la creación de un nuevo nexo psicofísico de tipo diferente del de los anteriores y, sin duda, superior a ellos. (Gramsci, 2017c, p. 475)

Como veremos en la siguiente sección, la noción de revolución pasiva resulta particularmente fructífera en aquellos contextos de crisis de acumulación capitalista o de pérdida de legitimidad política en los que las clases altas buscan estrategias de transformación social dirigidas a preservar sus privilegios. Ese fue el caso, precisamente, de los brutales conflictos que liberó la descomposición del modelo de acumulación keynesiano, que fue hegemónico en Occidente durante los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

I. Gramsci y el neoliberalismo

Gramsci ha tenido muchas resurrecciones a lo largo de la segunda mitad del siglo XX en contextos muy diferentes (Eley, 1984; Starcenbaum, 2020; Massardo, 1999). Tal vez la más importante desde la perspectiva actual sea la aplicación de sus teorías al análisis de la contrarreforma mercantil de finales de los años setenta. En los últimos cuarenta años, el neoliberalismo ha tenido declinaciones políticas tanto autoritarias como democráticas, pero, en todo caso, se ha presentado como una restauración de los procesos de mercantilización muy peculiar, no meramente nostálgica del capitalismo manchesteriano clásico, sino en muchos aspectos revolucionaria. El neoliberalismo supuso una reconfiguración social muy amplia que afectó, por supuesto, a las relaciones comerciales o productivas, pero también a un amplísimo abanico de instituciones sociales, reglas culturales y afectos compartidos. Aunque numerosos autores han trabajado en esa dirección —en particular, en el contexto italiano destaca la aportación de Giuseppe Vacca (1992)—, debemos a Stuart Hall una actualización del legado gramsciano —mediado por la recepción colectiva de Gramsci en la Escuela de Birmingham (Forgacs, 1989; Anderson, 2015)— para comprender esas metamorfosis políticas del capitalismo del último cuarto del siglo pasado:

El proyecto del Thatcherismo era transformar el Estado para reestructurar la sociedad: descentrar y desplazar toda la formación de posguerra; revertir la cultura política que se había formado sobre la base del acuerdo político —el acuerdo histórico entre trabajo y capital— vigente desde 1945 en adelante. La profundidad de este giro era inmensa: un vuelco en las reglas básicas de ese acuerdo, de las alianzas sociales que lo apuntalaron y de los valores que lo hicieron popular. No me refiero a los valores y las posturas de la gente que escribe libros. Me refiero a las ideas de la gente que, simplemente, en su corriente vida diaria, tiene que calcular cómo sobrevivir, cómo cuidar a los que tiene más cerca. Eso es lo que quiere decir que el thatcherismo aspiraba a darle la vuelta al sentido común popular. (Hall, 2020, p. 260)

Este interés temprano por comprender los mecanismos sociales concretos a través de los que el neoliberalismo se incrustó en la vida cotidiana de finales del siglo XX ha convivido con un amplio desplazamiento de una parte importante de la teoría crítica contemporánea hacia un terreno más especulativo. Es un giro que se puso de manifiesto en la centralidad de nociones como "biopoder" o, con menos éxito, "subsunción real del trabajo en capital", en autores herederos de Michel Foucault —como Christian Laval y Pierre Dardot— o cercanos a las tradiciones marxistas —Anselm Jappe, Slavoj Zizek, Robert Kurz—. Con independencia de la utilidad teórica de esta clase de conceptos, que no pretendo cuestionar, lo cierto es que han acabado dando lugar a cosmovisiones del neoliberalismo que subrayan la dimensión metafísica del capitalismo, la capacidad del sistema económico para configurar por completo la realidad social y nuestra visión del mundo. El capitalismo estaría, así, entre nosotros y dentro de cada uno de nosotros, estructurando tanto nuestras relaciones con los demás como el propio horizonte de lo real. En las vehementes palabras de Zizek (2006), el capitalismo constituiría un auténtico a priori sociotrascendental, "el universal concreto de nuestra época histórica que, si bien sigue siendo una formación particular, sobredetermina todas las formaciones alternativas, así como los estratos no económicos de la vida social" (p. 211). Esta ontologización del capitalismo a menudo es sugerente y, sin duda, recoge bien la sensación de impotencia política que muchos críticos contemporáneos de los procesos de mercantilización han experimentado en mayor o menor medida durante varias décadas. Pero a veces tiende a difuminar tanto la complejidad y diversidad del sistema capitalista como la "agencia neoliberal", los esfuerzos que durante varias décadas realizaron grupos políticos, intelectuales y económicos por desarrollar estrategias multinivel capaces de revertir las instituciones del Estado keynesiano y volver a convertir el proyecto del libre mercado en un modelo de sociedad (Slobodian, 2020). El neoliberalismo de la perspectiva biopolítica puede llegar a parecer un juego sin jugadores, un proceso sin sujeto, un mecano monstruoso sin nadie al frente. Hay una parte de verdad en esa comprensión, claro, en el sentido de que nuestra época se caracteriza, entre otras cosas, por un grave déficit de soberanía política: ningún grupo particular tiene autonomía para detener las grandes inercias que estructuran el campo social. Pero la hipertrofia estructural oculta que distintos colectivos tienen márgenes de maniobra muy diferentes, y que los vencedores se emplean activamente en lograr sus objetivos desarrollando estrategias adaptativas a lo largo del tiempo. En cierto sentido, la globalización neoliberal fue un subproducto de la respuesta de ciertos estados —muy especialmente, por supuesto, EE.UU.— en defensa de sus élites nacionales en un momento en el que su dominio global se vio amenazado (Gowan, 2000).

La originalidad y la utilidad de la noción gramsciana de hegemonía tiene que ver, precisamente, con la búsqueda de un equilibrio entre las perspectivas más instrumentalistas de la política de la tradición liberal —que la entienden como un proceso básicamente transparente, intencional y estratégico— y las posiciones ontologizadoras que, en cambio, subrayan las inercias impersonales y la colonización de la subjetividad por las estructuras económicas. En ese sentido, y anticipando la noción de habitus de Pierre Bourdieu (Burawoy, 2014), el concepto de hegemonía trata de demarcar los límites de un terreno sociocultural complejo en el que se solapan automatismos sociales e intervenciones estratégicas. En el sistema gramsciano hay espacio para la ideología en su sentido más amplio —como una elaboración imaginaria y colectiva que se superpone con alguna coherencia sobre las estructuras sociales que permiten la subsistencia material—, pero también para analizar el papel activo y a menudo poco coherente de los distintos productores de consenso y las consecuencias no buscadas de sus intervenciones.

En particular, Gramsci subraya el modo en que la ideología y el sentido común tienen dimensiones sociales complejas. Están engranados en las formas de vida, en los sistemas de solidaridades, intereses y dependencias de grupos sociales heterogéneos. Esta dimensión "sociológica" de la ideología tal vez sea uno de los aspectos más desatendidos de la noción de hegemonía, un concepto que Gramsci recogió tanto de los debates de los revolucionarios rusos como de sus estudios lingüísticos (Anderson, 2018a y 2018b). En su uso más convencional en el análisis político, la idea de hegemonía hace referencia al modo en que una clase social es capaz de convertirse en un grupo dirigente mediante una combinación de liderazgo ideológico, coerción y movilización de intereses compartidos que da lugar al consentimiento de los subordinados. Sin embargo, la hegemonía gramsciana tiene un significado adicional: plantea que las estructuras culturales y simbólicas —como la religión o las ideas políticas— no están exactamente en la cabeza o en los discursos de la gente: son normas, compromisos y pasiones que impregnan las instituciones de la vida social. Por eso, para Gramsci el lugar donde se disputa la hegemonía es la "sociedad civil", es decir, el conjunto de organizaciones privadas que no forman parte del aparato gubernamental, represivo o judicial: iglesias, sindicatos, asociaciones culturales, partidos políticos, cooperativas... Literalmente Gramsci escribe que la hegemonía es la "base social" de la capacidad de liderazgo de un grupo determinado: "Los comunistas turineses se plantearon concretamente la cuestión de la 'hegemonía del proletariado', es decir, la base social de la dictadura proletaria y del estado obrero" (Gramsci, 2017 p. 176).

Es una cuestión que, como el propio Gramsci entendió, tiene consecuencias enormes para las estrategias políticas emancipadoras. Desde muy joven se rebeló contra las comprensiones simplificadoras que reducen la ideología a falsa conciencia que puede ser destruida a través de un esfuerzo educativo ilustrado. Para Gramsci una de las tareas fundamentales de la actividad crítica y política es localizar las instancias sociales e institucionales más eficaces desde las que promover, de un modo siempre en parte imprevisible y contingente, cambios en el sentido común popular. Un concepto muy importante en ese sentido es "intelectual orgánico", cuyas utilidades conceptuales trataré de analizar en lo que sigue. En primer lugar, recordaré muy sucintamente algunas de las concepciones tradicionales del papel de la producción intelectual en el cambio político, siguiendo las revisiones recientes de esa cuestión de Marc Lilla y Shlomo Sand. A continuación, trataré de contraponerlas a la perspectiva gramsciana para subrayar la originalidad y la potencia contemporánea de esta última.

II. París-Berlín, ida y vuelta

La cuestión de la relación de los intelectuales con la política, el papel de los pensadores en la esfera pública, fue un tema recurrente durante todo el siglo pasado. Bien es cierto que la visibilidad de este problema seguramente tenga que ver en parte con el propio narcisismo de los grupos intelectuales. De hecho, esa es la crítica que tradicionalmente se ha realizado a una comprensión del papel de los intelectuales característicamente francesa. Como explica Mark Lilla (2016), la figura del intelectual comprometido es un modelo de intervención pública que en Francia se remonta, según un relato ampliamente difundido, al caso Dreyfus, cuando los artistas, filósofos y escritores tuvieron que abandonar la reivindicación del "arte por el arte" y tomar posición. Sartre sería quien habría dotado de un discurso articulado a esa actitud, exagerando mucho el gesto de la toma de partido permanente. En Defensa de los intelectuales, de 1965, propuso la obligación de los intelectuales de asumir un compromiso heroico y solitario que hace valer su "singularidad universal" contra el dominio ideológico de la sociedad burguesa y de las dictaduras totalitarias. Sartre convierte al intelectual, literalmente, en un representante del espíritu universal. El auténtico intelectual debe ser no solo radical sino total, tiene que superar la dicotomía entre pensamiento y acción, y asumir el conflicto como un elemento consustancial a su tarea (Sapiro, 2018).

Raymond Aron criticó ácidamente esa imagen del intelectual como un iluminado colérico. Para Aron, "la misma mezcla de semisaber, de prejuicios tradicionales, de preferencias más estéticas que razonadas se manifiesta en las opiniones de los profesores o de los escritores tanto como en la de los comerciantes y los industriales" (citado en Sand, 2017, p. 92). Aron, siguiendo una línea de reflexión que se remonta a Tocqueville, considera que la actitud mesiánica de los intelectuales parisinos tiene que ver con la amargura que les produce estar al margen de la toma de decisiones real. Es esa falta de capacidad de intervención la que genera ese tono radical y la pretensión de hablar en nombre de toda la humanidad. Aron propone como alternativa un ejercicio de modestia. En palabras de Shlomo Sand (2017), en un ensayo muy agudo sobre la evolución de la intelectualidad francesa, para Aron "el papel del intelectual debe ser el de ser un agente público que sabe evaluar las instituciones dirigentes y adaptarse a la política de lo posible" (p. 93).

Como señala Lilla, seguramente la crítica de Aron es muy válida para Francia, un lugar donde los intelectuales tienden a la hybris política y se sienten compelidos a dar su opinión, normalmente muy vehemente, sobre cualquier asunto. En cambio, en Alemania, históricamente el problema habría sido más bien el contrario: la falta de compromiso, el retiro de los intelectuales a una posición estrictamente privada. Un alejamiento que habría tenido efectos políticos tan profundos o más que las intervenciones universalistas francesas. Es una tesis que Lilla (2017, p. 175 y ss.) analiza a través de los escritos de Jürgen Habermas de la posguerra sobre la política alemana y la situación cultural de su país. Según Habermas, desde principios del siglo XIX los pensadores alemanes se habían habituado a retirarse de la arena política para recluirse en un mundo intelectual especulativo dominado por mitos arcaizantes, lo que contribuyó a que el nazismo les pareciera una especie de regeneración cultural. Habermas plantea que, al menos en el caso alemán, los intelectuales deben bajar de sus torres de marfil para ensuciarse con el discurso político mundano de la democracia.

Con independencia de su exactitud histórica, esta dicotomía nacional resulta interesante porque expresa un déficit, un malestar, por exceso o por defecto, respecto al papel que desempeñan efectivamente los productores de ideas, opiniones o arte en las configuraciones del sentido común. Es significativa, en este sentido, la curiosa evolución del punto de vista de Pierre Bourdieu sobre los intelectuales y su papel público. En un principio, Bourdieu desarrolló sociológicamente la crítica de Aron mediante un análisis materialista de la posición de poder de los intelectuales. Para Bourdieu (2008, p. 70), "los intelectuales son, en tanto que poseedores de capital cultural, una fracción (dominada) de la clase dominante y muchos de sus posicionamientos —en temas políticos, por ejemplo— se deben a la ambigüedad de su posición de dominados entre los dominantes". Bourdieu era muy crítico con la autopercepción tan dulce que los intelectuales comprometidos tenían de sí mismos como agentes neutros e imparciales y el modo en que ocultaban sistemáticamente sus propios intereses. Sin embargo, como recuerda Shlomo Sand (2017, p. 95), fue matizando sus críticas al modelo de intelectualidad sartreana con el paso de los años (con algo de malicia, se podría pensar que a medida que el propio Bourdieu fue adquiriendo una posición pública relevante). En 1984 en un artículo necrológico sobre Foucault escribía lo siguiente: "[Los intelectuales] no son los portavoces de lo universal, menos aún una clase universal, sino de que se da la circunstancia de que, por razones históricas, a menudo tienen interés en lo universal".

La reflexión de Bourdieu es muy sugerente porque conecta con la preocupación gramsciana por distinguir analíticamente los distintos mecanismos que pueden participar en la producción de hegemonía. En nuestra sociedad hemos encargado a algunas personas que se interesen por lo universal, como hemos encargado a otras que se interesen por la belleza en distintos campos. Tal vez sea una exoticidad disparatada, pero es difícil entender qué significa vivir en una sociedad occidental moderna sin tener en cuenta esa división del trabajo intelectual. A menudo, cuando no se atiende ese interés por lo universal, nos sentimos huérfanos en los procesos crítico-deliberativos. Un poco como nos sentimos huérfanos en los procesos de duelo cuando no hay alguna clase de ceremonia funeraria más o menos institucionalizada. Eso no significa, por supuesto, que tengamos que aceptar la generosa descripción que hacen los intelectuales de su propio papel. Sin duda, la discusión tradicional sobre el papel de los intelectuales tiene una dimensión narcisista y autorreferencial, pero puede ser integrada en otra interrogación más general, y tal vez más interesante, acerca de los distintos mecanismos —algunos de ellos explícitos, visibles y reconocidos socialmente, otros más opacos— que influyen en la evolución y transformación de la esfera pública y cómo ciertos grupos especializados, con su propia estructura microsociológica —en ocasiones, como ha demostrado Randall Collins (2007), de muy larga duración— tienen un papel privilegiado en su configuración. Seguramente se trata de un punto de vista cercano al de Gramsci:

Todo grupo social, que nace en el terreno originario de una función esencial en el mundo de la producción económica, crea al mismo tiempo, y de manera orgánica, una o varias capas de intelectuales que le dan su homogeneidad y la conciencia de su función, no solo en el dominio económico, sino también en el dominio político y social. (Gramsci, 2017d, p. 300)

III. El intelectual orgánico posfordista

Aunque a veces la noción de "intelectual orgánico" se entiende como una especie de versión anfetamínica del compromiso sartreano, en realidad, la concepción del intelectual de Gramsci tiene que ver con su propio sistema filosófico y su interés por introducir de rondón las corrientes hermenéutico-idealistas en el materialismo histórico, en ocasiones con referencias explícitas a Weber (Gramsci, 2017b, p. 293). Así, para Gramsci (2017d):

Los intelectuales son los "gestores" del grupo dominante para el ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía social y del gobierno político, o sea: 1) Del consentimiento "espontáneo", dado por las grandes masas de la población a la orientación impresa a la vida social por el grupo dominante fundamental, consentimiento que nace "históricamente" del prestigio (y, por tanto de la confianza) que el grupo dominante obtiene de su posición y de su función en el mundo de la producción; 2) Del aparato coercitivo estatal que asegura "legalmente" la disciplina de los grupos que no dan su "consentimiento" ni activa ni pasivamente. (pp. 310-311)

Por tanto, Gramsci renuncia explícitamente, como veremos, a identificar a los intelectuales a partir de las características intrínsecas de su trabajo: lo peculiar de los intelectuales es la relación de su actividad con el sistema de relaciones sociales al que pertenecen, un papel que puede ser desempeñado en distintos momentos por diferentes figuras (Voza, 2021). Resulta evidente la conexión de la concepción gramsciana del intelectual con su uso sistemático de la noción de "organicidad": esto es, la manera en que las distintas dinámicas de un modelo de sociedad —típicamente la estructura productiva, la superestructura política y los elementos ideológicos y culturales— mantienen una relación compleja y conflictiva pero razonablemente estable que se expresa en un "bloque histórico":

Las estructuras y las superestructuras forman un 'bloque histórico'. Es decir, el conjunto complejo, contradictorio y discordante de las superestructuras es el reflejo del conjunto de las relaciones sociales de producción. De ahí se sigue que solo un sistema total de ideologías refleja racionalmente las contradicciones de la estructura y representa la existencia de condiciones objetivas para la transformación de la praxis. Si se forma un grupo social ideológicamente homogéneo al 100 %, eso significa que existen al 100 % las premisas para esta transformación, es decir, que lo "racional" es real en acto y actualmente. Este razonamiento se basa en la reciprocidad necesaria entre estructura y superestructura (reciprocidad que es precisamente el proceso dialéctico real). (Gramsci, 2017e, p. 202)

La organicidad alude, por tanto, al entrelazamiento dinámico de las fuerzas materiales y las dimensiones intelectuales de la vida humana que se cristaliza en una formación histórica contingente. Las crisis orgánicas se producen cuando esa unidad colapsa, cuando convergen las convulsiones económicas con una ruptura de las alianzas políticas que dotaban de legitimidad a las relaciones de producción y cambios en el horizonte de sentido común de una época. El intelectual orgánico no lo es, por tanto, por pertenecer a una organización determinada, sino porque contribuye activamente a esa cristalización contingente de fuerzas políticas, económicas y culturales o a su sustitución por otras.

Gramsci tomó de Maquiavelo la idea de que el poder de una clase sobre otra rara vez se basa de forma prolongada en la coerción sistemática, en el puro dominio. Por lo general, siempre entraña algún grado de consentimiento tácito. Para que un grupo dominante realmente pueda configurar la realidad social necesita convertirse en una clase dirigente, es decir, poner en marcha un juego de alianzas sociales en torno a un núcleo de principios más amplios propios de un entorno nacional-popular. Necesita convertir su propia propuesta en el eje de una manera de entender el mundo coherente, capaz de integrar a colectivos con aspiraciones distintas e incluso enfrentadas. Los procesos relacionados con los afectos compartidos, las interpretaciones de la realidad o la legitimidad del orden político (eso que, vagamente, solemos llamar "cultura") desempeñan un papel significativo en esta dinámica. La política revolucionaria no está exenta de esta lógica. Gramsci está de acuerdo con la tradición marxista en que la lucha política de los trabajadores asalariados tiene una dimensión universal pero esa capacidad para representar el progreso humano debe expresarse política y culturalmente a través de alianzas complejas entre el proletariado industrial y otros grupos sociales, como los campesinos o la pequeña burguesía.

Precisamente Gramsci llama hegemonía a la capacidad de un grupo social para ejercer una función dirigente, para movilizar a otros colectivos a través de una reconfiguración del sentido común, de un desplazamiento de los límites de lo que se considera socialmente posible, legítimo o deseable. A menudo, la construcción de hegemonía tiene que ver con la habilidad de un grupo para sacar a la luz las posibilidades históricas de un momento determinado que, en cambio, permanecen ocultas para la ideología dominante. Y Gramsci considera que los grupos intelectuales desempeñan un papel político importante en esa relación entre liderazgo y subordinación consentida. Ayudan a que un proyecto político aparezca como una estrategia coherente, difuminando sus fallas, y desacredita las alternativas no tanto como indeseables, sino como sencillamente inverosímiles.

Gramsci hace una precisión crucial que a veces se pasa por alto. En la sociedad capitalista los intelectuales orgánicos no son necesariamente los productores culturales o espirituales clásicos —músicos, novelistas, religiosos, filósofos, artistas— sino, más a menudo, los grupos profesionales que cumplen una función social activa, como ingenieros, empresarios, psicólogos, economistas, publicistas o especialistas en la organización del trabajo. Un ejemplo paradigmático de este tipo de intelectual orgánico sería Henry Ford, en la medida en que el fordismo, como señalábamos más arriba, había reforzado activamente el papel dirigente de las élites sociales, consolidando la lealtad de los asalariados al régimen capitalista, así como transformando las formas de vida y la subjetividad compartida de las clases populares:

¿Cuáles son los límites "máximos" de la acepción de "intelectual"? ¿Puede hallarse un criterio unitario para caracterizar por igual todas las varias y diversas actividades intelectuales y para distinguirlas al mismo tiempo y de un modo esencial de las actividades de los demás grupos sociales? El error metódico más frecuente me parece consistir en buscar ese criterio de distinción en el núcleo intrínseco de las actividades intelectuales, en vez de verlo en el conjunto del sistema de relaciones en el cual dichas actividades (y, por tanto, los grupos que las personifican) se encuentran en el complejo general de las relaciones sociales. (...). El tipo tradicional y vulgarizado del intelectual es el ofrecido por el literato, el filósofo, el artista. Por eso los periodistas, que se consideran literatos, filósofos y artistas, se consideran también como los «verdaderos» intelectuales. Pero en el mundo moderno la base del nuevo tipo de intelectual debe darla la educación técnica, íntimamente relacionada con el trabajo industrial, incluso el más primitivo y carente de calificación. (Gramsci, 2017d, p. 304)

¿Quiénes serían hoy, en el primer cuarto del siglo XXI, los intelectuales orgánicos del posfordismo? ¿Quién está dando homogeneidad y coherencia a la facticidad presente para difuminar sus tensiones y presentarla como una totalidad coherente? Creo que el punto de vista de Gramsci debería llevarnos a tratar de dar una respuesta amplia, acorde con la brutal ampliación del espacio cultural y simbólico —o, al menos, de sus medios de difusión— en nuestro tiempo. Es decir, deberíamos tomar en consideración el papel que está desempeñando una pluralidad de instancias de producción intelectual. A efectos analíticos podríamos describir tres niveles.

En un extremo estarían quienes se ven a sí mismos como intelectuales e ideólogos propiamente dichos, continuando la tradición del siglo XX. Son esas personas con presencia en los medios de comunicación o en las organizaciones culturales y educativas que tratan de —y a menudo consiguen— intervenir en la esfera pública haciendo interpelaciones universalistas desde una perspectiva que se presenta como neutral y crítica. Creo que no es exagerado decir que es una figura social en crisis. Estamos asistiendo a una rapidísima descomposición de la función social que ocuparon los intelectuales hegemónicos durante cuarenta años de globalización neoliberal que, a su vez, es heredera del papel que desempeñó la figura del experto en la creación del espacio público moderno. Como ha señalado William Davies (2019), los expertos desempeñaban un importante papel legitimador en la medida en la que se les atribuía la capacidad de contener las pasiones políticas y abrir un espacio de neutralidad que, si no eliminaba los conflictos, sí establecía dinámicas de mediación con aspiraciones consensuales. La preocupación contemporánea por la llamada "posverdad" (entronizada en 2016 como "palabra del año" por el Diccionario Oxford), un concepto con un penetrante aroma a narcisismo nostálgico, guarda relación con esta visión tan dulcificada de la función pública de la experticia (D'Ancona, 2019). El presupuesto implícito en la tesis de que la política contemporánea está dominada por los sentimientos primarios y la manipulación de las masas es que hasta hace poco en la vida pública imperaba, por el contrario, la discusión racional, la argumentación sosegada y la deliberación basada en hechos comprobados suministrados por los expertos. En el fondo, lo característico de la posverdad no es tanto el volumen de información poco fiable que circula por las redes, sino que lo hace sin la supervisión de los nodos intelectuales que durante cuarenta años se han encargado de administrarla. Una fake new es, en esencia, una noticia falsa que no ha sido avalada por un novelista de prestigio en la columna de un periódico. De algún modo, vivimos una especie de reverso oscuro de la tesis que, en 1960, Daniel Bell planteó en El final de la ideología, donde auguraba el reflujo de la figura del intelectual. La de Bell era una tesis posmaterialista avant la lettre: pensaba que el Estado de bienestar y su pluralismo ideológico blando hacía que los intelectuales movilizadores resultaran superfluos. Más bien ha ocurrido lo contrario: han sido los efectos del desmantelamiento del Estado de bienestar los que han acelerado el colapso definitivo de los dispositivos intelectuales legitimadores que habían operado hasta ahora (Rendueles, 2017).

En segundo lugar, en el extremo contrario de las instancias de producción ideológica contemporáneas, estaría el intelectual colectivo tal y como se expresa en la cultura de masas. Uno de los pocos espacios donde el proceso de digitalización de las últimas tres décadas ha tenido un efecto inmenso e incuestionable es en la cultura popular. Por supuesto "cultura popular" es un concepto políticamente cuestionable y de dudosa utilidad analítica. Pero sirve para delimitar intuitivamente un terreno de producción de sentido hipertrófico y ajeno a los núcleos intelectuales y artísticos tradicionalmente prestigiosos —la universidad, los periódicos, la literatura respetable— que ha alcanzado, en el inicio de este siglo, una visibilidad pública inmensamente mayor que en el pasado. Es un tipo de producción simbólica cuya eficacia tiene que ver con el modo en que impregna nuestra cotidianidad de un modo ambiguo: la cultura popular naturaliza las corrientes sociales hegemónicas, pero también amplifica las resistencias a ellas (Hall, 1984). Las redes sociales no solo han aumentado la presencia de la cultura popular en nuestra vida diaria y han fomentado hibridaciones complejas, también han incrementado, por así decirlo, su autoconsciencia.

Aun así, esa abundancia coexiste con una notable desarticulación (Seymour, 2020). La cultura popular es el ámbito de la espontaneidad y tiene casi las limitaciones opuestas a las de los intelectuales prestigiosos que se creen francotiradores alumbrando el destino de Occidente: son muy potentes vivencialmente, pero efervescentes y casi imposibles de orientar políticamente a medio plazo. Por eso, son mucho más eficaces en intervenciones nihilistas que tratan de sacar provecho de situaciones de equilibrio catastrófico, típicamente las de la extrema derecha emergente (Marantz, 2020).

En tercer lugar, entre ambas instancias de producción intelectual hay un nivel que agrupa las intervenciones de una amplia gama de técnicos con mucha menos visibilidad pública, pero que, como sugería Gramsci, cumplen una función social muy activa. Es seguramente el espacio intelectual más característicamente gramsciano y, me atrevería a decir, el más influyente de nuestro tiempo, en parte porque también ha experimentado una inmensa hipertrofia. Los psicólogos, economistas, publicistas, pedagogos, ingenieros, médicos, periodistas, directores de recursos humanos, trabajadores sociales y otros expertos "invisibles" o, al menos, sin gran visibilidad pública desempeñan un papel esencial en la producción de consenso en nuestra sociedad. La razón no es necesariamente el compromiso con el statu quo de las corrientes dominantes en esas profesiones y disciplinas, sino más bien el modo en que aceptamos sin resistencias la legitimidad de su intervención en nuestra vida cotidiana.

Se trata de la culminación de un trayecto de largo recorrido del que Gramsci apenas pudo señalar los preliminares en el ámbito laboral. Eva Illouz explicaba cómo, ya en los años veinte del siglo pasado, Elton Mayo y otros psicólogos del trabajo contribuyeron a difundir estrategias de gestión que aspiraban a humanizar las relaciones laborales mejorando las habilidades sociales de los gerentes:

El lenguaje de la psicología se adaptaba particularmente bien a los intereses de gerentes y empresarios: los psicólogos parecían prometer nada menos que aumentar las ganancias, combatir los conflictos laborales, organizar relaciones no confrontativas entre gerentes y trabajadores, así como neutralizar la lucha de clases mediante su incorporación al lenguaje benigno de la personalidad y las emociones. El lenguaje de la psicología resultaba atractivo a los trabajadores porque era más democrático, dado que ahora la buena dirección dependía de la personalidad y la capacidad de entender a los otros más que el privilegio innato y de la posición social. (Illouz, 2007, p. 46)

La capacidad que reconocemos a los técnicos para desarrollar intervenciones profesionales aparentemente neutras —de hecho, a menudo son bienintencionadas o incluso críticas— que mitigan los malestares y conflictos cotidianos desempeña una función legitimadora de primer orden que solo puede compararse con las grandes instituciones religiosas del pasado o con el rol que los intelectuales ilustrados imaginaron para sí mismos (y muy probablemente nunca tuvieron).

IV. Crisis de régimen ε intelectualidad iliberal

La pregunta gramsciana por antonomasia es si resulta posible imaginar una figura intelectual contrahegemónica capaz de intervenir en este nivel intermedio "invisible". Sintomáticamente, las estrategias de interpelación intelectual antagonista casi siempre se han concentrado en las dos instancias extremas. Como subrayaron en su momento Boltanski y Chiapello (2002), las posiciones emancipadoras a menudo están sobrerrepresentadas en los ámbitos intelectuales más prestigiados: la sociedad comunista, antipatriarcal, ecológica, multicultural y posespecista es una utopía en todas partes salvo en los programas de doctorado de las facultades de humanidades y en los grandes museos de arte contemporáneo. El antagonismo también ha tenido una presencia relativamente exitosa en la cultura popular, tal vez no tanto por lo que toca a los mensajes explícitos, sino como fuente de imaginación pragmática, como semillero de prácticas no asimiladas. Las intervenciones intelectuales clásicas son manifiestamente residuales —por eso pueden permitirse ser tan radicales—, mientras que las expresiones culturales populares pueden llegar a ser muy potentes, pero son casi irremediablemente fugaces y tienden a sucumbir a la trituradora del consumismo.

En cambio, el ámbito técnico intermedio siempre ha sido mucho más refractario a las intervenciones contrahegemónicas, aunque esa era la tarea que a Gramsci le parecía más urgente:

El modo de ser del nuevo intelectual no puede ya consistir en la elocuencia, motor exterior y momentáneo de los afectos y las pasiones, sino en el mezclarse activo en la vida práctica, como constructor, organizador, "persuasor permanente" precisamente por no ser puro orador, y, sin embargo, superior al espíritu abstracto matemático; de la técnica-trabajo pasa a la técnica-ciencia y a la concepción humanista histórica, sin la cual se sigue siendo "especialista" y no se llega a "dirigente" (especialista + político). (Gramsci, 2017d, p. 307)

Por supuesto, existen psicólogos, pedagogos o economistas críticos muy conocidos. El problema es que tienden a replicar en su ámbito el papel del intelectual universalista tradicional: Paulo Freire o Lev Vygotski son figuras prestigiosas y relativamente conocidas en el ámbito docente, pero las prácticas educativas reales siguen los modelos consensuales que establecen tecnócratas anónimos y que aceptan sin grandes conflictos los estudiantes y sus familias.

En cambio, como señalaba Stuart Hall, el neoliberalismo ha sido un régimen particularmente gramsciano, cuyos promotores entendieron la importancia de contar con un ejército de intelectuales orgánicos: economistas, abogados, periodistas, directores de recursos humanos que ni siquiera se ven a sí mismos como baluartes de la ideología dominante, sino que piensan que están haciendo su trabajo con la mayor honestidad intelectual y neutralidad posible. Más aún, lograron incorporar las estrategias contrahegemónicas a su propio arsenal ideológico, manteniendo equilibrios complejos de elementos contradictorios: por un lado, asumieron en parte la crítica antiburocrática radical procedente de la contracultura y, por otro, transformaron los dispositivos de control burocrático para poder incrementarlos. En palabras de Luis Enrique Alonso y Carlos Fernández (2016):

La figura del empleado o trabajador que se describe en la literatura gerencial también ha variado: es un nuevo tipo de sujeto descrito como 'emprendedor', innovador y explotador de oportunidades que se gobierna a sí mismo y es gobernado para alcanzar el éxito empresarial, espacio de realización personal. Este nuevo sujeto aparece descrito en los textos de literatura gerencial como alguien responsable que desea desterrar definitivamente la burocracia, esa barrera que le impide una existencia acorde a los tiempos, sin compromisos a largo plazo, y que asfixiaría el espíritu aventurero, hambriento de novedad y enamorado del cambio permanente que reclamaría la nueva sociedad neoliberal. (...). Sin embargo, y paradójicamente, el desarrollo de esta gestión sin ataduras burocráticas requiere de alguna manera... burocracia. Y es que la burocracia, lejos de ser enemiga del mercado y la empresa, ha sido su más firme apoyo. (p. 19)

Este último, me parece un proceso crucial para entender las dificultades añadidas a las que, desde una perspectiva gramsciana, se enfrentan los proyectos democratizadores contemporáneos, en plena crisis orgánica de la globalización neoliberal. Hoy parece poco realista proponer, como quería Gramsci, la sustitución de un cuerpo de intelectuales orgánicamente vinculados a las élites por otro leal a las masas trabajadoras. Del mismo modo que solo el populismo de derechas más nihilista se siente cómodo en el espacio público y mediático degradado y saca provecho de él, las estrategias de flexibilización han inducido una fuerte crisis de la identidad burocrático-organizativa —tanto en el sector público como en el privado— que supone una barrera decisiva para cualquier proyecto de resignificación del tipo de trabajo intelectual capaz de producir hegemonía (Sennett, 2005). Por poner un ejemplo: la cuestión de qué estilo de pedagogía o de psiquiatría debería guiar las prácticas docentes o clínicas —conservadora o transformadora, participativa o directiva— ni siquiera puede llegar a plantearse (o se plantea en términos casi cosméticos) cuando los profesores o psiquiatras se enfrentan a carreras laborales fragmentarias en entornos institucionales débiles y desarticulados. Como explicó Paul Du Gay (2002), la burocracia weberiana también tenía una dimensión moral, que ha entrado en fuerte crisis en los últimos cuarenta años, lo que probablemente supone un fuerte desafío tanto para el proyecto gramsciano de construir una intelectualidad orgánica vinculada a proyectos políticos poscapitalistas e igualitarios como, paradójicamente, para el propio proyecto neoliberal.

El neoliberalismo ha entrado en la segunda década del siglo XXI en un proceso de descomposición que, de un modo nada misterioso, tiene su origen en una sucesión de crisis de acumulación relacionadas con la financiarización extrema de la economía global. Pero, además, esa crisis tiene también una profunda dimensión simbólica: es también una crisis de legitimidad, en la medida en que cada vez más grupos sociales perciben el neoliberalismo como un proyecto histórico agotado y las instancias de construcción de hegemonía pierden su capacidad para generar lealtades sociales amplias. La llamada "Gran Dimisión" es un excelente ejemplo de esto último. Tras la pandemia de COVID-19, millones de personas de todo el mundo renunciaron voluntariamente a sus trabajos: en 2021, en los 38 países de la OCDE había 20 millones de personas menos empleadas que antes del confinamiento y 14 millones habían dejado de considerarse activas porque ni tenían empleo ni lo buscaban. Los discursos de expertos en management, educadores o psicólogos parecen haber perdido parte de su capacidad para legitimar la precariedad, el malestar y la disciplina laborales.

La paradoja del intelectual orgánico del posfordismo es que las condiciones materiales que contribuye a fomentar con su intervención siegan la hierba bajo sus propios pies. Las dinámicas de mercantilización, crítica antiinstitucional y precarización que la intelectualidad neoliberal ha normalizado no solo bloquean las intervenciones emancipadoras, sino que, a la postre, también tienen efectos autodestructivos sobre su propio campo de acción: hasta para ser un profeta de la desregulación y la flexibilidad se requiere de cierta urdimbre institucional. Así queda el campo expedito para las intervenciones nihilistas neoautoritarias y abiertamente iliberales.

V. Conclusión

Gramsci planteó una renovación profunda y pionera del concepto de intelectual y del papel que desempeña esta figura en el capitalismo, vinculándolo con características estructurales de los procesos de socialización política. En las páginas precedentes he intentado mostrar cómo las reflexiones gramscianas permanecieron prácticamente ausentes del debate sobre el papel de los intelectuales en la esfera pública de la posguerra. Fue la contrarreforma neoliberal, y su inteligente construcción de una enorme maquinaria de producción de hegemonía, la que llevó a recuperar la ampliación gramsciana de la figura del intelectual más allá de sus fronteras tradicionales. La noción de "intelectual orgánico" resulta particularmente interesante para analizar un amplísimo abanico de actividades no coordinadas, pero que inciden en la subjetividad compartida con cierta direccionalidad y que no identificamos intuitivamente con las tareas intelectuales tradicionales de filósofos, religiosos o literatos. Las fuerzas políticas emancipadoras han encontrado grandes dificultades para disputar esa nueva batalla por la hegemonía, en la medida en que la intelectualidad posfordista promovió intervenciones antiinstitucionales que privilegiaban la flexibilidad y la fluidez, cuestionando no solo las condiciones de posibilidad de una contrahegemonía democratizadora sino, en última instancia, su propia capacidad para crear consensos sociales amplios, especialmente en contextos económicos recesivos, lo que a su vez ha facilitado la irrupción de alternativas políticas neoautoritarias e iliberales.


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