Fecha de recepción: junio 13 de 2022

Fecha de aceptación: marzo 1 de 2023

doi: https://dx.doi.org/10.14482/eidos.40.794.545

Más allá de la noche. El concepto de la muerte y su SIGNIFICADO DESDE EL PENSAMIENTO DE S. KIERKEGAARD

Beyond the Night. The Concept of Death and its Meaning in S. Kierkegaard's Thought

Ángel E. Garrido-Maturano

Orcid ID: 0000-0002-0509-6692 CONICET-IIGHI, Resistencia, Argentina hieloypuna@hotmail.com


Resumen

El artículo analiza desde una perspectiva fenomenológica la muerte como correlación en el pensamiento kierkegaardiano. Primero, distingue los aspectos (carácter decisivo, indeterminable e inexplicable) que describen cómo la muerte sobreviene al sujeto de aquellos otros correlativos (apropiación, actualización, edificación) que refieren el modo serio en que el sujeto asume ese sobrevenir. Finalmente, pone en diálogo el discurso Junto a una Tumba con la comprensión del Caballero de la fe en Temor y temblor para reconstruir el significado existencial de la muerte como desafío que nos insta ineludiblemente a decidirnos respecto de la fe en la trascendencia de la existencia.

Palabras clave: Kierkegaard, muerte, seriedad, trascendencia, fe.


Abstract

The article analyzes, from a phenomenological standpoint, death as correlation in Kierkegaard's thought. First, it distinguishes the aspects (its decisive, undeterminable, and unexplainable character) that describe how death comes upon the subject of those other correlates (appropriation, actualization, edification) that refer to the serious mode in which the subject faces this supervenience. Finally, the article establishes a dialogue between the discourse of Next to a Grave with the understanding of the knight of faith in Fear and Trembling in order to reconstruct the existential meaning of death as a challenge that urges us to a decision regarding the transcendence of existence.

Keywords: Kierkegaard, death, seriousness, transcendence, faith.


Introducción

Del discurso Junto a una tumba, uno de los tres que fueron publicados en 1845 para ocasiones supuestas, supo advertir Michael Theunissen (2000) que constituye "un punto culminante en la rica historia del pensamiento europeo de la muerte" (p. 40). Antes que un discurso de ocasión, sería la ocasión en la que Kierkegaard escribe un discurso en el que el tema de la muerte resulta "pensado en el más estricto sentido del término" (Theunissen, 2000, p. 40). Por otra parte, en Las obras del amor, el propio autor reconoce que ha "pensado demasiado en la muerte" (Kierkegaard, 2006, p. 422). Las referencias precedentes no quieren otra cosa que indicar la importancia que, sin duda, tiene el tema en el conjunto del pensamiento kierkegaardiano y como objeto de estudio en la investigación a él dedicada.1 Las consideraciones que siguen habrán de centrarse precisa y exclusivamente en el concepto kierkegaardiano de la muerte y su significación existencial. Para ello se consagrarán por entero al tema, tal cual es desarrollado en el discurso al que aludíamos más arriba. De lo que se trata aquí, pues, es de elucidar esta comprensión, por su profundidad filosófica y su decisiva significación existencial, sin pretender en modo alguno compararla con otros análisis contemporáneos más difundidos del fenómeno y vinculados con la filosofía de la existencia, como el heideggeriano.

Definido el alcance temático, resulta conveniente precisar los objetivos que guían el presente estudio. El primero radica en explicitar la concepción de la muerte como acontecimiento en el pensamiento kierkegaardiano. Para ello partiré de la hipótesis según la cual los rasgos estructurales que determinan la relación seria del existente con su muerte surgen en el contexto de una correlación en la que aquel asume la muerte tal cual ella acontece por sí misma. De allí que sea menester distinguir, dentro del análisis que Kierkegaard despliega en el discurso, aquellos aspectos que describen el modo en que la muerte adviene al sujeto de aquellos otros que elucidan el modo serio en que el sujeto asume ese advenir. El segundo objetivo radica en reconstruir en qué medida y por qué el significado de la muerte puede ser pensado, desde el propio pensamiento kierkegaardiano, como el del acontecimiento desafiante por excelencia que nos insta ineludiblemente a tomar una decisión respecto de la trascendencia de nuestra existencia individual. En este sentido, formularemos la hipótesis según la cual la decisión en favor de la trascendencia puede encontrar no un fundamento, sino un motivo legítimo en el padecimiento del horror ante la muerte.

Algunas observaciones respecto de la perspectiva, marco e intención metodológica que guían la presente investigación no resultarán superfluas. La perspectiva se comprende como fenomenológica porque la fenomenología, concebida como pensamiento correlacional, encuentra la esencia de las vivencias en una correspondencia entre el modo en que me sale al encuentro lo que se da y el modo en que voy hacia ello y lo asumo. En la medida en que este trabajo intenta asir la esencia de la seriedad ante la muerte sobre la base de una correlación entre la manera de relacionarme con ella y su modo fáctico de donación, permanece fiel a este principio fenomenológico correlacional. Ahora bien, en cuanto la seriedad ante la muerte nombra un modo de ser por el que puede decidirse todo hombre como tal, pero que de hecho solo es propio de aquellos que se abran a experimentar el sentido consumado de su propia muerte, la perspectiva de análisis puede especificarse como una fenomenología del universal singular. Respecto del marco metodológico, este artículo responde a una hermenéutica intertextual, desde que procura reconstruir la significación de la muerte como ocasión para la decisión por la trascendencia interpretando el texto del discurso Junto a una tumba sobre la base del con-texto de otro libro de Kierkegaard: Temor y temblor. Cabría objetar la legitimidad de interpretar un texto de Kierkegaard en función de otro, firmado, además, por Johannes de Silentio. A esta aclaración se podría responder no solo que "Kierkegaard había proyectado que figurara su propio nombre como el del 'editor' de esta obra firmada por un autor ficticio" (González y Parcero, 2019, p. 16), sino que, como se advierte en los Diarios, él nunca "dejó de asignar a este texto un lugar de privilegio entre sus obras" (González y Parcero, 2019, p. 17). Por ello, Temor y temblor bien puede ser tomado como eje referencial para la interpretación del discurso que nos ocupa, en tanto que fue firmado por Kierkegaard. Pero, por lo pronto solo son respuestas formales; lo determinante es tener en cuenta que la palabra reconstruir se refiere al hecho de que la significación buscada, si bien no está expuesta explícitamente en el discurso analizado, está implícita como una significación potencial susceptible de desplegarse por obra de una interpretación que tome como eje de la búsqueda la respuesta a la pregunta: "¿cómo es posible de cara a la muerte afirmar la trascendencia de la existencia, siendo que la muerte es precisamente el acontecimiento que imposibilita la existencia?", "¿cómo es posible, pues, tener fe en algo imposible, incluso absurdo?" Si consideramos que en Temor y temblor al "caballero de la fe", con ocasión de su irrealizable amor por la princesa, se le plantea esta misma cuestión acerca de la posibilidad de lo imposible, podemos concluir que este texto resulta un marco hermenéutico propicio para interpretar libremente a Kierkegaard desde Kierkegaard-Silentio mismo.

Ahora bien, en cuanto a la intención metodológica, es preconfesional, como lo es el propio análisis de Kierkegaard, quien, en Junto a una tumba, nunca afirma la inmortalidad basada en una fe revelada, ni realiza especulaciones sobre lo que ocurre después de la muerte, sino que se atiene estrictamente a analizarla desde el "más acá" de la muerte misma. Su posición no es la del creyente, seguro de su inmortalidad, sino la del incrédulo que busca analizar la muerte tal como esta se da.2 De acuerdo con esta intención pre-(no anti- ni pro-) confesional lo que se procura en esta investigación es determinar desde un punto de vista filosófico, si es posible, y hasta qué punto, postular o no legítimamente la trascendencia de la existencia respecto de la muerte a partir del modo en que la muerte se da y es asumida con seriedad por el existente particular. Dicho de otro modo, de lo que se trata aquí es de determinar el significado que tenga la muerte para todo hombre en tanto tal, con independencia de su confesión religiosa.

¿Es o no fiel a Kierkegaard un trabajo asentado en semejantes premisas metodológicas? La respuesta puede ser afirmativa si se toma en serio lo que Kierkegaard (2010) dice en el prefacio a sus Tres discursos para ocasiones supuestas, a saber, que "lo importante es la apropiación" (p. 391) y que en el libro que él nos "entrega" no habría por qué considerar "nada propio ni ajeno en sentido mundano que separe y prohíba apropiarse de aquello que es del prójimo" (p. 391). Es en virtud de esta apropiación, a la vez libre y entregada al texto, que es posible llegar a ser ese individuo que Kierkegaard (2010) "con alegría y gratitud llama mi lector" (p. 391). Es posible ser kierkegaardiano sin la pretensión de ser literal.

I. El concepto de la muerte

La muerte como acontecimiento

Kierkegaard (2010) comienza su discurso con una declaración contundente: "¡Todo terminó!" (p. 441). Si solo se limitase a constatar lo que el sobrevenir de la muerte hace con la existencia, quizás estas dos palabras serían suficientes y con ellas concluiría el discurso, pues una vez que fueron pronunciadas solo queda una cosa por delante: "con tres paladas de tierra, consagrar al difunto, como todo lo que ha venido de la tierra, de vuelta a la tierra" (Kierkegaard, 2010, p. 443). Y entonces repite: "Todo ha terminado" (2010, p. 443). Sin embargo, Kierkegaard no concluye su análisis de la muerte con esta frase. Pero sí lo inicia. Lo primero notable de este punto de partida, que articula todo el discurso, es que él sitúa la reflexión en el plano del "más acá", esto es, en el plano fáctico de lo que hace la muerte con la existencia, dejando de lado toda especulación sobre la inmortalidad o el paso a mejor (o peor) vida. Lo segundo notable es que Kierkegaard, en virtud de este mismo punto de partida, y a diferencia de Heidegger en Ser y tiempo, no aborda la cuestión de la muerte desde mi modo de advenir hacia y relacionarme con ella y, consecuentemente, desde la categoría de posibilidad,3 sino que la encara desde la perspectiva del advenir de la muerte hacia mí, desde el sobre-venir de la muerte como acontecimiento fáctico4 y desde lo que su ocurrencia implica para la existencia cuando se anuncia que "todo terminó".

Dicho poder "finiquitador" respecto de la existencia lo expone Kierkegaard a través del primero de los tres predicados con los que caracteriza al acontecimiento de la muerte. Se nos dice de ella que es decisiva. El carácter decisivo de la muerte no es sino un modo de desplegar aquello contenido implícitamente en el "¡todo terminó!". De ahí que pueda afirmarse que, respecto del "todo terminó", esta primera proposición "se agota en una tautología vacía" (Theunissen, 2000, p. 69). En efecto, la muerte es decisiva porque es definitiva, porque decide de manera irrevocable que todo ha terminado; cuando sobreviene pone fin a todo: a la obra de la vida, al pensamiento, a las esperanzas más nobles. La Parca ha llegado. Todo terminó. No hay postergación alguna. "Aunque fuera un joven lleno de hermosas expectativas, aunque rogara tan solo por una de ellas - ahora todo terminó (...)" (Kierkegaard, 2010, p. 449). Así pues, que la muerte es decisiva significa que es de-finitiva, por ello no ha de mitigarse la comprensión del acontecimiento de la muerte diciendo que es un sueño. Aquí no se goza de un reparador reposo. Kierkegaard no se hace ilusiones al respecto y afirma que es gozoso descansar cuando todo ha terminado, debería decir también "que es muy consolador pudrirse en la tierra" (Kierkegaard, 2010, p. 451).5 La muerte no es un sueño. Aquí no hay despertar; "la muerte es una noche" (Kierkegaard, 2010, p. 451). Y es definitiva. Quien ha comprendido la muerte en su carácter decisivo y toma su acontecimiento tal cual sobreviene, es un hombre serio. Y "el hombre serio dice: todo ha terminado" (Kierkegaard, 2010, p. 453). He aquí la tautología.

El segundo aspecto de la muerte como acontecimiento es su carácter indeterminable. Puede llegar a parecer confuso6 que Kierkegaard relacione la indeterminabilidad de la muerte con la idea de igualdad ante ella. "La muerte los hace a todos iguales, pero si esa igualdad está en la nada, en la aniquilación, entonces la igualdad misma es indeterminable" (Kierkegaard, 2010, p. 453). Sin embargo, el texto es preciso. La indeterminabilidad nos vuelve a todos iguales ante la muerte, porque ningún hombre puede determinar nada respecto suyo. Ella nos iguala a todos. Nadie puede no morir cuando la muerte se nos impone y la anonadación que realiza es igual de indeterminable para todos. Frente a ella somos todos iguales en la impotencia: todos somos nada frente al inevitable "todo terminó". Pero la muerte es indeterminable, además y dialécticamente, en virtud de su desigualdad. Es cierto que ninguna de las diferencias de las que hace gala el reino de los vivos puede determinar nada respecto de la noche de la muerte ni del incierto instante de su inexorable llegada. Sin embargo, lo contrario sí sucede. Es la muerte quien determina esas diferencias como ya definitivas, la que hace del muerto, como se afirma en Las obras del amor, "un hombre concluido y resuelto" (Kierkegaard, 2006, p. 425). Es la muerte aquella que, a fin de cuentas, siempre nos dice: "tu vida ha sido esto y la tuya aquello. Ya no se puede cambiar nada".7 Por ello el existente que asume con seriedad el acontecimiento de la muerte tiene presente conjuntamente tanto la unidad indeterminable de certeza e incertidumbre que le es propia8como su capacidad de consagrar definitivamente las diferencias ya habidas. Dicho de otro modo, el existente comprende, por un lado, que "lo cierto es que el hacha está puesta a la raíz del árbol" (Kierkegaard, 2010, p. 461); y, por otro, que "lo incierto es cuándo se hará el corte" (p. 461). Y comprende, también, que, cuando el árbol caiga (y todos caen), se habrá determinado "si el árbol daba buen fruto o si daba un fruto podrido" (Kierkegaard, 2010, p. 461).

La tercera característica de la muerte como acontecimiento es su condición de inexplicable. "La muerte misma no explica nada" (Kierkegaard, 2010, p. 463). No hay manera de saber lo que ella signifique, ni si guarda o no algo para aquella existencia a la que pone fin. En este punto, como en los dos anteriores, Kierkegaard se atiene al dato fenoménico del acontecimiento de la muerte y se limita a constatar que ella no deja saber nada de sí. Simplemente ocurre, sin explicarnos si responde o no a algún "para qué". En tanto inexplicable, es un misterio inescrutable, no un acertijo por descifrar. La oscuridad de la noche que se cierne con la muerte resulta impenetrable. No hay modo de sacarle una palabra, un gesto, un indicio sobre lo que pueda o no haber tras las puertas que ella cierra. Por ello, "en tanto que inexplicable, la muerte puede serlo todo y no ser nada en absoluto" (Kierkegaard, 2010, p. 464). Que nos resistamos con todas nuestras fuerzas y la recibamos como la mayor desgracia, porque estamos convencidos de que su llegada es el arribo definitivo de la nada; o, por el contrario, que la acojamos con consuelo e incluso esperanza, porque confiamos serenos en que ella es el paso a otro y mejor plano de existencia, de todo ello la muerte no sabe nada. Es inexplicable y una vez que le dice a esta existencia "todo terminó", calla. Su silencio nos impide explicar tanto qué es lo que ella guarda tras de sí como por qué nos sobreviene cuando nos sobreviene.

Estos tres puntos, todos negativos en cuanto a que señalan una impotencia fundamental del hombre respecto del acontecimiento de la muerte, son los predicados a través de los cuales Kierkegaard intenta asirla ya no desde el modo en que yo la pre-curso, sino desde el modo en que la muerte misma me sobre-viene; se atienen al dato fenoménico del acontecimiento de la muerte e instalan el análisis en el plano del "más acá". Ahora bien, que la muerte no sea una posibilidad subjetiva no implica que el hombre no deba asumir su ocurrencia en la vida, ni que deje de relacionarse de un modo u otro con ella. Esos modos oscilan entre la autenticidad de la relación seria y la inautenticidad del estado de ánimo.

La seriedad ante la muerte

Hay, para Kierkegaard, una forma inauténtica de relacionarse con la muerte que llama "estado de ánimo". Tres son las características principales que determinan que un modo de relación con la muerte sea un mero estado de ánimo. Primero y fundamentalmente, que es una relación con una idea subjetiva o proyección que nos hacemos de ella y no con el acontecimiento de la muerte como tal ni, por tanto, con su carácter decisivo, indeterminado e inexplicable. En segundo lugar, que se trata de una idea que me hago de la muerte sobre la base de una sentimentalidad que me embarga a causa de una cierta situación vital. Y, finalmente, en tercer lugar, que, como toda idea, el estado de ánimo implica una representación general de lo que la muerte sea o signifique, mientras que la muerte es estrictamente particular.9 Kierkegaard da múltiples ejemplos de este estado de ánimo. Atengámonos a uno de los más usuales, el del melancólico que, harto de la vida, de sus fatigas y desengaños, añora un poco de tranquilidad, un sitio donde reposar, un palmo de tierra en donde apoyar la cabeza, quien anhela "la tumba; un escondite al que la conciencia no accede" (Kierkegaard, 2010, p. 450). De semejante modo de relacionarse con la muerte nos dice el autor (2010) que "es un estado de ánimo, y pensar la muerte de esa manera no es seriedad" (p. 450). Y no lo es porque, antes que una relación con el acontecimiento de la muerte, una actitud tal es melancólica, hasta pusilánime huida de la vida hacia una idea o representación subjetiva de lo que la muerte en general sea, surgida no como respuesta al siempre posible acontecimiento de mi muerte, sino de un cierto temple en el que se halla inmersa mi vida. Tomar en serio el contundente "todo terminó" es asumir conscientemente el terror ante la noche impenetrable y la impotencia que la muerte implica. Mientras que no es otra cosa que "fingido coraje el que imagina no temerle a la muerte cuando el mismo ser humano le teme a la vida" (Kierkegaard, 2010, p. 450). Aquí no hay ningún valor ante la muerte, porque ni siquiera se la ha pensado y asumido como lo que es, sino que se trata pura y simplemente de un estado de ánimo: el del temor a la vida, que me lleva a querer huir de mi existencia. Una relación inauténtica con la muerte es también pretender que alguien la ha asumido seriamente por ser testigo de la muerte de otro y conmoverse ante ella. Aquí se trata de nuevo de un estado de ánimo en el que me sume la muerte del otro. No de un serio pensamiento de mi muerte. Igualmente es un mero estado de ánimo -en el mejor caso la expresión de mi amor por alguien- afirmar que sería más fácil morir que soportar la experiencia de la muerte del otro. "Incluso cuando el otro es el más próximo, el amado y llorado, sigue estando la compasión ante su muerte en el ámbito de lo meramente sentimental y por lo tanto no serio" (Theunissen, 1982 p. 141). Todas estas actitudes tienen en común no pensar seriamente lo que la muerte como acontecimiento es, es decir, no asumir la propia muerte y el "todo terminó", decisivo, inexplicable e indeterminable, que ella implica. En cambio, estas disposiciones evaden afrontar la muerte personal con ideas subjetivas y generales acerca de lo que la muerte sea o de cuán insoportable resulte vivir sin el otro, surgidas todas ellas desde un cierto temple en el que se puede estar inmerso.

Al estado anímico se opone la verdadera seriedad ante la muerte que, a mi modo de ver, puede resumirse también en tres características: apropiación, actualización y edificación. A las tres características les es común el rasgo de la interioridad y esta consiste en el pensamiento, esto es, no en actitudes externas frente al acontecimiento o a la inminencia de la muerte -en el llanto inconsolable, los gritos de desesperación o la impostada indiferencia-, sino en la asunción de su carácter decisivo, indeterminado e inexplicable que se testimonia en el modo en que vivimos y nos comprendemos a nosotros mismos.

La interiorización pensante acontece, en primer lugar, como una apropiación de la muerte. "La seriedad (...) es lo interior y el pensamiento y la apropiación" (Kierkegaard, 2010, p. 444). Dicha apropiación la explicita el filósofo diciendo que "pensarse a uno muerto es seriedad" (Kierkegaard, 2010, p. 444), mientras que "ser testigo de la muerte de otro es un estado de ánimo" (Kierkegaard, 2010, p. 444). De acuerdo con ello, la apropiación consiste en asumir que solo me relaciono con la muerte si la comprendo como un acontecimiento que me pasa a mí, que me singulariza, sin que pueda, por tanto, referir mi relación con ella a los estados de ánimo que suscitan en mí la muerte de los otros. Y esto porque solo mi muerte acontece como mi propio e intransferible "todo terminó"; o, para decirlo de otra forma, solo mi muerte decide mi existencia. Por lo tanto, pensar seriamente la muerte en su carácter decisivo significa pensarla como mi muerte, esto es, apropiarme de ella como un acontecimiento que se refiere exclusivamente a mí.10 Podría decirse, pues, que la apropiación se corresponde con el carácter decisivo inherente al sobrevenirme del acontecimiento de la muerte. Finalmente, remarquemos que la apropiación implica el temor de la muerte. Una relación seria con algo que habrá de aniquilarme por completo, y frente a lo cual no puedo, ocasiona temor. Si somos sinceros y la asumimos como el acontecimiento que es, debemos también aceptar y asumir que la muerte es temible. Por ello mismo, Kierkegaard califica de "fingido" (Kierkegaard, 2010, p. 450) el coraje del que imagina no temerle a la muerte.

La interiorización pensante de la muerte acontece, en segundo lugar, como una actualización. Escribe Kierkegaard (2010): "El breve pero impulsor llamamiento de la seriedad, como el breve llamamiento de la muerte es: hoy mismo" (p. 451). Aquel que se relaciona seriamente con su muerte lo hace hoy mismo, en la actualidad, en cada presente. Me relaciono seriamente con la muerte cuando ahora mismo la asumo como un acontecimiento seguro que habrá de determinar y resolver por completo qué ha sido y qué no mi existencia, y no como un advenir o una posibilidad hacia la que me proyecto. ¿Y cómo relacionarse hoy mismo con un acontecimiento que aún no ha llegado? Viviendo la vida hoy con la certeza de que es posible a cada instante que la muerte termine resolviendo y determinando cómo ha sido mi vida. Ello precisamente constituye un "impulso" para no desperdiciarla ni postergarla, sino para vivir en plenitud cada presente. ¿Significa esto el carpe diem? Kierkegaard (2010) es claro al respecto: "Ese es el cobarde apetito vital de la sensibilidad, el despreciable orden de cosas en el que se vive para comer y beber, y no se come y se bebe para vivir" (451). Al contrario de este esteta superficial, al hombre serio "el pensamiento de la muerte le da el correcto ímpetu en la vida y la meta correcta a la que dirige su marcha" (Kierkegaard, 2010, p. 452). Esto concretamente significa que él "trabaja al máximo de sus posibilidades" (Kierkegaard, 2010, p. 452); y, aunque comprende su impotencia radical frente a la muerte, intenta que su existencia sea digna de obtener "la debida oportunidad de asombrarse ante Dios" (Kierkegaard, 2010, p. 452). Dicho de otro modo, vivir "hoy mismo" con seriedad la muerte, actualizar a cada instante mi relación con ella, significa desplegar todas mis posibilidades vitales, de modo tal que, en virtud de ese despliegue, mi vida sea digna de "asombrase ante Dios". Y este ser digno de asombrarse ante Dios bien podemos leerlo como un llamamiento a vivir de un modo tal que aquello que, para mi propia y radical impotencia ante la muerte, es claramente imposible, a saber, que mi existencia trascienda mi propia muerte, esté justificado. Así comprendida, la seriedad ante la muerte consistiría en vivir hoy mismo de manera que, si hubiese un poder más poderoso que la propia muerte, si hubiese un Dios, compréndaselo como se lo comprenda, estuviese justificado que ese Dios, de forma incierta y asombrosa, conceda a mi existencia lo que para mí es imposible: trascendencia más allá de mi propia muerte. En conclusión, quien actualiza seriamente su muerte es aquel cuya existencia particular resulta hasta tal punto fructífera para todos los seres que queda eternamente justificada; y, si hubiese un Dios, esa justificación no debería, por tanto, ser borrada ni siquiera por la propia muerte. Sin embargo, vivir así, aprovechando mis capacidades y volviendo feraz cada instante de mi vida, requiere tener constantemente presente no solo que mi muerte me determina y resuelve mi existencia, sino que ella es en sí misma indeterminada y, por tanto, posible a cada instante. De allí que podamos pensar también que la actualización es el modo en que una relación seria se corresponde con el carácter indeterminado de la muerte como acontecimiento. Además, recordemos que lo cierto es la muerte, la anonadación a cada instante posible. No la asombrosa trascendencia. Por consiguiente, quien actualiza la muerte no deja de temerle, como no deja de temerle todo espíritu bueno y sincero que "siente horror ante el vacío, ante la igualdad de la aniquilación" (Kierkegaard, 2010, p. 457). Y es precisamente ese horror el que me mueve a vivir como si mi existencia debiera estar eternamente justificada, a impulsar a mi vida más allá de sí misma. El horror "es el acelerador de la vida del espíritu" (Kierkegaard, 2010, p. 457).

Finalmente, la interiorización pensante de la muerte acontece como una edificación. El carácter edificante se corresponde con la inexplicabilidad del acontecimiento y esta radica en responder a la inexplicabilidad de la muerte no intentando explicarla, sino explicándose a sí mismo de cara a ella. Escribe el autor (2010): "Pero en eso justamente radica la seriedad, en que la explicación no explica la muerte, sino que manifiesta cómo es en su íntima esencia aquel que da la explicación" (p. 463). Explicarse ante la muerte significa, entonces, manifestar quién esencialmente es uno, y uno solo puede ser quien es y manifestarlo si asume la propia vida como suya y edifica cada día la obra que le ha tocado en suerte edificar con intensidad y compromiso si ese día fuese el último del que dispusiese, pero también como si fuese el primero de una larga vida. En efecto, el hombre serio comprende que no puede saber cuándo ni explicar las razones últimas de por qué morirá precisamente en el instante en que le toque, por lo que comprende también que debe llevar adelante la obra de su vida siempre con el mismo compromiso, independientemente de si le haya sido concedido completarla o tan solo iniciarla debidamente. "Por lo que respecta a la obra esencial, no es esencial, en relación con la interrupción de la muerte, si aquella fue acabada o solo comenzada" (Kierkegaard, 2010, p. 462). Lo esencial es asumir que la muerte es inexplicable y que, por tanto, no podemos saber en términos absolutos si nuestro destino es completar nuestra obra o solo empezarla. Es precisamente esa misma inexplicabilidad, cuando es tomada en serio, la que nos impulsa a vivir cada día como el primero, aquel en que podemos inaugurar una vida que merezca ser continuada y, a la vez, como el último del que disponemos para continuarla del mejor modo posible. Por eso puede afirmar Kierkegaard (2010) que el sentido del enunciado que afirma su inexplicabilidad "solo está en darle al pensamiento de la muerte fuerza retroactiva, en hacer algo impulsor en la vida" (p. 466). De allí también que puede concedérsele entera razón a Theunissen (2000) cuando sostiene que lo edificante en el pensamiento kierkegaardiano de la muerte no es que satisfaga el ansia de consuelo ante el triste destino de tener que morir. En vez de ello, "el discurso Junto a una tumba proporciona el trabajo constructivo de una aedificatio, en el preciso sentido de que pone la muerte al servicio de la vida" (Theunissen, 2000, p. 73). Y lo hace en la medida en que "vuelve a poner en pie a quien ha mirado la muerte a los ojos y lo impulsa a empuñar su vida que creía perdida" (Theunissen, 2000, p. 73). Por eso el discurso de Kierkegaard, que expone con toda acritud el poder anonadador de la muerte como acontecimiento, revierte dialécticamente en la seriedad ante la muerte, comprendida como apropiación, actualización y edificación, tal cual aquí lo hemos expuesto, en un discurso en favor de la vida;11 y, como expondremos en el siguiente acápite, en favor de la decisión por la trascendencia de la vida.

II. La significación de la muerte

El movimiento de afirmación de lo infinito

Si la muerte es el definitivo "todo terminó", entonces ella clausura cualquier posibilidad de postular la trascendencia de la existencia. De cara al fin, la afirmación de la posibilidad de una existencia in-finita sería, pues, la afirmación de lo imposible. Un ejemplo análogo de afirmación de la posibilidad de lo imposible lo ofrece Johannes de Silentio en Temor y temblor cuando nos relata la historia de aquel joven que se enamora perdidamente de una princesa, aun cuando él bien sabe que ella jamás le corresponderá. Si este mozo no renegase de los sentimientos que padece, entonces habría de convertirse en lo que Kierkegaard llama un "caballero de la resignación infinita". A este caballero no le queda otra chance que afirmar el valor eterno e ideal que para él tiene su amor, al mismo tiempo que resignar la posibilidad de cumplirlo en la realidad. Nunca dejará de amar a la princesa, pero tampoco la tendrá entre sus brazos, como observa Joachim Boldt (2006): si "el caballero puede adoptar esta actitud, ello se debe a que se asume capaz de evaluar racionalmente lo que ocurre, pero ya no le da una importancia decisiva para sí a lo que concretamente acontezca" (p. 132). Ahora bien, el caballero de la resignación puede también convertirse en un caballero de la fe, lo cual ocurre cuando, sin dejar de ser consciente de que la realidad no le ofrece posibilidad alguna, cree sinceramente que recibirá a la princesa entre sus brazos. Él cree en lo absurdo o en la paradoja de que sea posible lo que ha reconocido como imposible. Debe quedar en claro que no es que el caballero piense que él podría, a través de acciones inopinadas o magnas proezas, conquistar a la princesa. Ya se ha resignado a que esto es imposible para él. Sin embargo, precisamente por esta razón, se abre a la posibilidad de que el sentido último y el curso que hayan de tomar los sucesos no esté en manos suyas ni de ningún otro, sino que dependa de un Poder ignoto que trasciende el humano y que, por absurdo que parezca, pueda llevar a la princesa hasta sus brazos. Cuando el caballero se resigna infinitamente y, entonces, abre su espíritu a esta opción y la afirma sin reservas; cuando, en una palabra, se convence de que lo humanamente posible no es la medida de lo posible, hace el movimiento infinito -un movimiento que afirma lo que va más allá de lo finito determinable por el hombre- y pasa de ser un caballero de la resignación a ser un caballero de la fe. La resignación infinita resulta, pues, ser "el último estadio que precede a la fe, de manera tal que todo el que no haya hecho este movimiento carece de la fe" (Kierkegaard, 2019, p. 137). La resignación, que asume la imposibilidad fáctica de la relación amorosa, sería condición necesaria, aunque no suficiente, para poder tomar la decisión subjetiva del movimiento de la fe. Desde que ha tomado esta decisión el caballero se reconoce dependiente de un Poder infinito -de Dios- y en Él, contra toda probabilidad razonable y por absurdo y paradójico que parezca desde la perspectiva de los intereses y motivos imperantes en la realidad, deposita su fe. Así, vive confiado esperando el momento de besar a la princesa, gracias a que el caballero renuncia a la razonabilidad y posibilidad fáctica de que se realice su anhelado amor, pero no al amor mismo, es posible el tránsito a "una visión diferente que se plantea la cuestión de una dependencia radical, la cual vuelve pensable el amor como una relación entre individuos que pueden llegar a tener algo en común independientemente de sus supuestos intereses y motivos" (Boldt, 2006, p. 135). Esta dependencia es, en última instancia, la dependencia de Dios, concebido, por lo pronto, como un Supra-poder a quien está supeditado el sentido último de lo que es y el curso de la realidad misma; por lo tanto, siempre cabe la posibilidad de lo humanamente imposible. De este Supra-poder no podemos saber si existe ni lo que hará, por ello el movimiento hacia él es un movimiento de fe. Pero, se trata de una fe que no surge necesariamente del capricho arbitrario, sino de la resignación y de la decisión subjetiva en favor de aquella instancia que la propia resignación nos abre, a saber: la posibilidad de que el curso último que tome la realidad no esté en nuestras manos.

Pues bien, la trascendencia de la existencia es la princesa y la muerte; es la dura realidad que nos espeta que, para nosotros, no habrá princesa alguna. Sin embargo, justamente porque ante la muerte el hombre, mucho más que ante cualquier princesa, debe resignarse y aceptar que para él ya todo es imposible, ella se presenta como la ocasión más propicia para abrirnos al movimiento de la fe. De hecho, de cara al acontecimiento de la muerte y a su inapelable "todo terminó", que no le deja al hombre posibilidad alguna, surge la cuestión de si el todo con el que termina la muerte es absolutamente todo o si este todo se refiere a todas las posibilidades humanas. Si lo segundo fuera el caso, entonces la trascendencia de la existencia, imposible para el hombre, sería posible para aquello ignoto a lo que todo en términos absolutos (y, por tanto, también el destino de mi existencia) está supeditado. En tal sentido, se abriría una ocasión auténtica de tomar una decisión subjetiva de realizar el movimiento infinito de la fe, y esta ocasión es más seria y auténtica cuanto más patentemente le muestra al hombre que él, respecto de ella, no puede nada. Respecto de algo que nos resultara extremadamente improbable, pero todavía posible, no podríamos decir que eso es lo que nos mueve por entero a tener fe, porque siempre cabría la opción de que nosotros mismos, por obra de una manipulación brillante e inesperada de la realidad y de una serie consecutiva de sucesos acompañados de fortuna, pero humanamente posibles, pudiésemos realizar fácticamente lo improbable. En el caso de algo absolutamente imposible, como existir de algún modo más allá del fin de la existencia que la muerte impone, solo cabe tener fe. En este sentido, puede decirse que entre más absurdo y más paradójico respecto de mis posibilidades es aquello que afirmo, más seria es la ocasión para la fe que lo afirmado abre. Así vistas las cosas, no hay una ocasión más seria para lafe que la muerte asumida seriamente en su plena negatividad. En consecuencia, el movimiento de la fe se realiza auténticamente cuando se reconoce que la muerte termina con todo y que nada le da al hombre una razón humanamente valedera por la cual afirmar que es posible que esto no sea así. El caballero de la fe lo ha comprendido, pues "es perfectamente consciente de que lo único que (...) puede salvarlo es el absurdo, y esto lo capta él en la fe" (Kierkegaard, 2019, p. 137). Pese a lo anterior, lo absurdo es una locura solo si consideramos que lo único posible es lo posible para el entendimiento, es decir, si partimos de la convicción de que este puede evaluar por completo lo que puede y lo que no puede suceder y que, ergo, la realidad no está supeditada a nada que no estuviese al alcance del conocimiento. Por eso recalca Silentio: "Lo absurdo no corresponde a las diferencias presentes dentro del ámbito del propio entendimiento" (Kierkegaard, 2019, p. 138).

Más allá de estas diferencias, que la muerte por excelencia patentiza, habría condiciones para pensar que el entendimiento humano no sea la medida de todas las posibilidades, sino que haya algo ignoto que supedite la totalidad de la realidad y haga posible lo que para el espíritu humano resulta paradójico.12 Por eso el caballero de la fe "hace aún otro movimiento, más asombroso que todo, pues dice: creo, no obstante, que la tendré [la princesa o la eternidad] en virtud del absurdo, en virtud de que para Dios todo es posible" (Kierkegaard, 2019, p. 138). Así comprendido, ni lo absurdo -con lo que la muerte nos en-frenta- es ridículo, ni la fe -cuya posibilidad ella nos pro-pone- es terquedad. Tal como observa Bernhard Welte: la ocasión abierta por la muerte es verdaderamente seria.13

El desafío

Como la ocasión más seria para realizar el movimiento infinito de la fe, la muerte representa un desafío y nos coloca ante una decisión ineludible:yo debo decidir (y esa es una decisión estrictamente particular) entre los dos cuernos de una alternativa fundamental. O bien la muerte termina con todo y, en esa medida, no tiene ningún sentido definitivo "el correcto ímpetu en la vida y la meta correcta", pues, al fin y al cabo, mi existencia y la de todo lo que vive terminará en nada; o bien es posible (aunque no lo sea para mí) que tanto mi existencia como perseguir la meta correcta tengan un sentido trascendente respecto de mi propia muerte, el cual, por cierto, me es desconocido. Quien elige el primer cuerno de la alternativa, elige también afirmar que el conjunto de la realidad no está supeditada a nada absoluto que no sea determinable por el entendimiento humano, y que, por tanto, este entendimiento es la medida de lo posible. Quien elige el segundo, se abre a la posibilidad de que lo que es esté supeditado a un poder ignoto que puede lo que para el hombre es imposible: hacer que la existencia tenga un incognoscible sentido trascendente que se preserva más allá de la muerte. Entonces es consecuente creer "que desde la muerte nos hace una seña un Poder misterioso, callado e infinito que preserva el sentido a todo lo que es bueno" (Welte, 1998, p. 42).

La significación existencial de la muerte, cuando se la asume con plena seriedad y en correspondencia con la seriedad propia de su acontecimiento, no es resolver este desafío. La significación de la muerte es plantearlo y mostrar que él es ineludible para todo hombre serio. La muerte nos desafía en cuanto nos coloca frente a una alternativa insoslayable. "Ciertamente de cara a esta alternativa no hay nada que saber en el sentido de la ciencia moderna" (Welte, 1998, p. 43). Pero, precisamente porque no lo hay, "tanto más hay para creer y esperar" (p. 43). ¿Esperar qué? ¿Creer qué? Tampoco lo sabemos. Un análisis filosófico pre-confesional de la muerte en el pensamiento kierkegaardiano, como el aquí abordado, debe limitarse a señalar que esta nos coloca ante la alternativa mencionada, y, consecuentemente, nos abre la ocasión más seria para tener fe;14 aunque este es su límite.

A esto se suma que el existente no puede dar ningún fundamento cierto para la fe (que, por otra parte, la haría superflua) ni tampoco especular acerca de qué sea y cómo acontezca ese sentido trascendente que la existencia espera. Un análisis pre-confesional, así concebido, no es religioso, pero sí coloca al existente humano ante su propia religiosidad. Esta última acontece allí donde el hombre, como en el caso serio de la muerte que Kierkegaard trae a la luz, descubre que se encuentra instado a afirmar o negar la incondicionalidad de la relación a Dios, sin que "pueda deducirse de antemano y mucho menos garantizarse el logro de la salvación" (Deuser, 2010, p. 20).

Sin dudas no hay garantía de que la opción por la fe sea la correcta, pero puede que el análisis kierkegaardiano de la muerte nos ofrezca un indicio que legitime la decisión del caballero de la fe. Kierkegaard, como vimos, insiste en que la seriedad implica asumir el temor, incluso el horror, que la muerte provoca. Me pregunto si acaso ese horror ante la nada, del que se puede renegar, pero no negar, no señala un vínculo originario con lo Infinito. Me pregunto si no es legítimo interpretar el horror ante la muerte, que la existencia padece, como el modo mismo en que lo no finito se inscribe en lo finito. Me pregunto si ese horror no da testimonio en contra de la nada. Si esto es así, entonces la decisión del caballero, tomada en virtud del absurdo, no es del todo insensata; o, si esto es así, quizás el caballero, sin saberlo, se encamine hacia un ignoto territorio que se extiende más allá del reino de la noche.


2 En este sentido ya Karl Jaspers observó que la posición de Kierkegaard respecto de la muerte se ubica en el "más acá" y no es confesional. Escribe Jaspers (1919): "En su caso no destaca ningún contenido particular respecto de la fe en la inmortalidad, sino sólo la más intensiva exposición de la interioridad subjetiva, de la significación de la relación subjetiva a la muerte y la inmortalidad" (p. 238). Y agrega: "Es la posición del incrédulo que piensa que buscar la fe es aquello a lo que se encuentra remitido" (p. 238).

3 En este aspecto suscribo por completo esta afirmación: "Comprender la muerte como posibilidad es en todo ajeno a Kierkegaard" (Thonhauser, 2016, pp. 321-322).

4 De allí que resulten unívocas afirmaciones que abordan el concepto de la muerte en Kierkegaard centrándose solo en la relación del hombre con ella y presuponiendo que la importancia únicamente "consiste en el significado que el hombre le atribuya y cómo la entienda." (Gabasŏvá, 2014, p. 74). Sin duda, importa la seriedad con la que me relaciono con la muerte, pero yo no le atribuyo significado a voluntad, sino que esa relación y ese significado son una respuesta a un factum, al acontecimiento mismo de la muerte, que articula el conjunto del análisis kierkegaardiano. La seriedad del hombre ante la muerte es una respuesta a la propia seriedad del factum anonadador del advenir de la muerte a mí. Por ello Kierkegaard (2010) no duda en afirmar que "la muerte es el maestro de la seriedad" (p. 445).

5 Este tipo de sentencias reafirma lo expresado: que Kierkegaard se coloca en la posición del incrédulo, que se atiene al plano del "más acá" y, consecuentemente, al fenómeno de que la muerte termina con la existencia, en vez de tratarla desde el horizonte religioso de la creencia en la inmortalidad.

6 Así, para Theunissen (2000), Kierkegaard "explica la indeterminabilidad de la muerte a través del en sí no del todo claro aditamento de que la muerte no es deter-minable ni por la igualdad ni por la desigualdad" (p. 69).

7 Esta idea del carácter, a la vez finiquitador y totalizador de la muerte, que concluye de modo definitivo con la existencia, la refrenda Kierkegaard dos años después, en Las obras del amor, que datan de 1847. Allí se afirma del difunto que este "no envejece nunca" (Kierkegaard, 2006, p. 426). En efecto, el muerto ya no es, sino que está muerto y en su ya-estar-por-siempre-muerto no adviene en modo alguno a su existencia, ni la modifica, ni, por ende, envejece o cambia de alguna forma. Está terminado. Por eso mismo, también en Las obras del amor, insiste Kierkegaard (2006) en que "un difunto posee la fuerza de la inmutabilidad" (p. 426).

8 En este sentido afirma Theunissen (1982): "Así es que, ante todo, ambos aspectos de la comprensión de la muerte en su unidad, la consideración reflexiva de la certeza de la muerte y de su incerteza, hacen surgir la plena seriedad ante ella" (p. 145).

9 "La evasión hacia lo general y no vinculante es, en la terminología del discurso sobre la muerte, no seriedad, sino estado de ánimo (Stimmung)" (Theunissen, 1982, p. 141).

10 De allí que afirmar que "con las determinaciones de la muerte como irreferente e irrebasable Heidegger va más allá de Kierkegaard" (Thonhauser, 2016, p. 323) sea discutible. El "todo terminó" del carácter decisivo de la muerte implica que, para mí, la muerte es irrebasable, esto es, que por mí mismo no puedo ir más allá de la muerte. Igualmente, la relación seria con ella implica su carácter irreferente, pues mi muerte es mía, solo mía y me refiere a mí mismo y a ninguna otra cosa o persona.

11 De allí que no me parezcan sostenibles interpretaciones dramáticas como la que afirma que "lo irritante de Kierkegaard sería su específica actitud violenta que surge en el momento en que él no deja que se produzca el triunfo de la vida sobre la muerte" (Wen-nerscheid, 2008, p. 325).

12 Convergentemente escribe J. Wahl (1967): "En este sentido hay en la paradoja una suerte de éxtasis del espíritu, una salida de sí, un impulso hacia una cosa absolutamente desconocida" (p. 360). En efecto, es en virtud de aquello paradójico y absurdo para sus posibilidades -por excelencia la trascendencia respecto de la muerte- que el espíritu humano se siente movido a ir más allá de sí hacia algo por completo desconocido para lo cual todo sería posible.

13 "La muerte en su silencio puede enseñarnos que es algo serio, que es incluso el más serio de todos los casos serios" (Welte, 1998, p. 19).

14 En este sentido, a mi modo de ver, la significación de la muerte como un acontecimiento definitivo, resultante del análisis estrictamente filosófico del discurso Junto a una tumba, es convergente con la idea de la muerte, considerada desde un plano puramente humano y previo a cualquier salto en la fe, planteada por Anti-climacus en la introducción a La enfermedad mortal. A pesar de las diferencias temáticas entre ambos textos, también allí se afirma que "hablando humanamente la muerte es lo último de todo y solo cabe abrigar esperanzas mientras se vive" (Kierkegaard, 2008, p. 28). Sin embargo, al igual que en el discurso Junto a una tumba, este acontecimiento, definitivo e indeterminable para el poder humano, es también en La enfermedad mortal un acontecimiento que nos desafía a abrirnos a la posibilidad de tener fe; precisamente fe en que el poder humano no sea la medida de todo poder. Entonces, si nosotros entendemos este acontecimiento desde la perspectiva de la fe, y, concretamente, nos abrimos a la posibilidad de la fe cristiana, podríamos al menos preguntarnos si no "habría dejado de ser igualmente cierto que esa enfermedad, la muerte misma, no era una enfermedad mortal" (Kierkegaard, 2008, p. 27). Así pues, entendiendo las cosas cristianamente, "la muerte no es en modo alguno el fin de todo, sino solamente un sencillo episodio incluido en la totalidad de la vida eterna" (Kierkegaard, 2008, p. 28), sea esta lo que fuese. Lo mismo aplica para la perspectiva del hombre de fe, que, para Kierkegaard, es, por excelencia, el cristiano, "en la muerte caben infinitamente muchas más esperanzas que en lo que los hombres llaman vida" (Kierkegaard, 2008, p. 28).


Referencias

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