ISSN electrónico: 2011-7477.
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LO IMPOSIBLE DE LA MUERTE - DE JACQUES DERRIDA
Eric Del Bùfalo*
*Universidad Simón Bolívar. Caracas, Venezuela
RESUMEN
Recientemente ha muerto Jacques Derrida. Nos deja su obra y nos deja con un nombre que es más que su obra. Su nombre que, como todo nombre, es el nombre de alguien. Este texto trata de mostrar que el propio nombre de Derrida, ahora un alguien más allá de la vida, es también otra imposibilidad de la ontologia y otra desconstrucción de la pretensión del juego metafísico de la presencia y su representación. Tratamos de mostrar aquí cómo este alguien ausente cuestiona, en su imposibilidad, todas las posibilidades de su representación, incluyendo los epitafios del signo.
PALABRAS CLAVE
Derrida, Heidegger, aporía, muerte, desconstrucción, imposible.
ABSTRACT
Jacques Derrida has died recently. He leaves us his work and it lets us with a name that it is more than his work. Derrida names, as any name does, somebody. This text tries to show that the own name of Derrida, now somebody beyond life, is also another impossibility of the ontology and another desconstrucción of the presence of the metaphysical game of the presence and its representation. We try to show here as this somebody's absence questions, in its impossibility, all the possibilities of its representation, including the epitaphs of any sign.
KEY WORDS
Derrida, Heidegger, aporia, death, deconstruction, impossible.
Qué falso es el "aquí yace" de las tumbas. Quien muere deja de estar no de ser. Su paso ya no anda, ya no conjetura a horcajadas el borde del abismo. Es quizá por esto que a modo de epígrafe, en su sentido más lapidario, Derrida da inicio con versos de Hölderlin a sus Memorias para Paul de Man:
...Pues no lo pueden todo los celestes. Ya que los mortales están más cerca del abismo...1
¿Cuál es el poder que da la cercanía del abismo? En una conferencia en la universidad alemana de Kassel, titulada "¿Es mi muerte posible?", Derrida señala la orientación de "sus últimos años": la aporía como sentido de la filosofía. Si la aporía es el sentido de la filosofía, ésta no tiene un fin, pero empieza justamente al borde de los fines. El espíritu de la voz de quien estaba entonces en el lugar de conferencista se encuentra en el libro Aporías2. Allí especialmente, bajo el signo de la "escritura de la muerte" y de "la antropología de la muerte", nos ofrece, a modo de escollo, algo que no puede -diríamos que lamentablemente- llegar a ser siquiera enigma; y es la formulación aporética de la propia muerte. Formulada rápidamente, diremos que mi muerte es posible -y aparece en un extraño horizonte, pero también mi muerte es imposible- y nos entregamos a la angustia porque este horizonte siempre está más allá de nosotros. No se llega nunca, como en todo horizonte, a traspasarlo.
Pronunciada, en esa ocasión, esta aporía puesta como cuestión, y centrada en el aquí anfibológico pronombre personal "mí', pertenece a la particularísima muerte de Derrida - allí este mi "de mi muerte", genitivo de una imposible posesión, es aquél de la muerte del autor de esa aporía. Aporía de una muerte circunscrita a un nombre personal y que no es la muerte en general pero es solamente una muerte específica. La muerte es siempre una y el fin de lo uno. Se da siempre una vez, cada vez. Se "da", y este dar sobrepasa lo uno, el mundo, el fenómeno. No existe la muerte general ni en general. La muerte siempre tiene un nombre propio. En todo caso o, más bien en este caso, murió Derrida y él ya no está ante su muerte. ¿Pero estará aún ante nosotros? -la muerte de Derrida, si ya no es suya, no puede ser sino nuestra.
En ese texto, Aporías, que primero fue voz y luego documento, nos enfrentamos a lo que Heidegger llama "la señalada inminencia" [ein ausgezeichneter Bevorstand]: "La muerte es la posibilidad de la absoluta imposibilidad del ser-ahf'3. Pero el ser-ahí [Dasein] es esencialmente el ser-en-el-mundo. Mundo que significa en sí mismo una imprecisión señalada o un estar ya en lo impreciso [da]. Un "estar por allí", un adverbio de lugar cuyo lugar es vacilante. Morir significa, entonces, ya no estar por allí, es lo contrario del existir, esto es, el insistir allende el espacio y el tiempo. La muerte no existe pero su posible contradicción, su posible imposibilidad sí, la posible imposibilidad de ser sin seguir estando por allí - en este sentido, es la lengua quien saca mayor provecho de la muerte al sostenerse de esta insistencia sin índole. La muerte no persevera en su "dar" pero sólo en su significación, remitiendo su significado a un afuera del sentido.
La muerte no es la negación del "ser", es esencialmente la negación del "allí". Es un estar (o un ser) en ningún lugar. Pero, ¿implica esta radical negación de todo lugar que también muere el mundo al fin del ser-ahí? ¿Muere el mundo una vez cada vez?4 Chaque fois unique, la fin du monde, cada vez único, el fin del mundo. Derrida escribe, en 1991, a propósito de la muerte del poeta belga Max Loreau: "He perdido ya demasiados amigos y me faltan las fuerzas para hablar públicamente y recodar de nuevo otro fin del mundo, el mismo fin, otro fin, y cada vez no se trata de nada menos que de un origen del mundo, cada vez el mundo solo, el mundo único, el cual, al final, se nos aparece tal y como era en el origen -solo y único."5
La muerte, en el mundo, al final del mundo, es, a la vez, la responsabilidad de la muerte del otro -es decir, de seguir respondiendo por el mundo cuando el otro muere. Pero, y por la misma razón, es la imposibilidad de responder, después del fin, más allá del fin, por la propia muerte. La constante de Lévinas siempre regresa aquí en la escritura o en la antropología de la muerte derridiana: "yo soy el responsable de la muerte del otro". Es una rara responsabilidad: nadie es autor de su propia muerte - incluso el suicido, como insinúa Séneca, es ya un acto antepuesto a la muerte, es un fin per se, un fin en sí mismo y el final de ese fin-, la muerte, la propia muerte, desautoriza, yace "afuera" de cualquier acto. Es el otro quien es el autor de la muerte otra, siempre otra, inexorablemente heteronómica. La muerte es el pasaje radical del aireo al exepog. "Mi" muerte es entonces lo más íntimo: la destinación de mi esencia. Pero también lo que me es más extraño: lo que me destituye absolutamente.
Es un poco como el pasaje de la primera a la tercera persona a propósito de la muerte de Derrida, hablamos de su muerte en primera persona. Reflexionamos aquí sobre "la posibilidad de mi muerte de Jacques Derrida". Pero esta reflexión es justamente un ejercicio de distancia. Que en nosotros es homenaje, del provenzal homenatge, celebración trovadora de la muerte del otro hombre, el hombre que ya no existe como hombre sino únicamente como hazaña. La muerte cantada, siempre por otro que no muere, contiene en su canto un imposible. Las hazañas, las obras están más allá de los límites de un hombre, pero hay en el representar de estos límites un extraño ademán que descompone y disemina un nombre propio justamente cuando ya no es propio. La muerte, si es descomposición del cuerpo, es diseminación del nombre: ¿quién es ahora Jacques Derrida?
Si la representación es posible, la presencia, lo real de esta representación es imposible. Este algoritmo estructuralista es en Derrida el origen y la reiteración de su gesto filosófico: el pensar como distancia "sin fin", sin muerte, entre el pensar y lo otro del pensar. Distanciar es insistir fuera de la existencia, la posibilidad de dar sentido prescindiendo de lo imposible que es la presencia y la presencia en tanto es dada solamente por la re-presentación. Derrida, a veces, llama a esta distancia "espaciamiento", que quiere decir el distanciarse infinito del pensar con respecto al ser. Lo "dado" entre la pregunta por el ser y el logos de esa pregunta (con todas sus memorias y todos sus olvidos), no se da como presencia, aparece como la "huella" de lo real en el texto.
La palabra alemana Abbau, que explica la Destruktion de la metafísica, apuntada por Heidegger, es traducida por Derrida con el neologismo francés déconstruction, que español significa algo así como descomposición o desbarato, pero principalmente descomposición sin desguase. La muerte se pude explicar en alemán como der biologische Abbau. Interpretar es entonces el decir infinito de una quieta descomposición. Un decir que es la metafísica o la historia de Occidente, y la cual Heidegger, después de Nietzsche, habría clausurado de estar ya muerta y descompuesta, de no poder seguir descomponiéndose más. Así el fin, el telos, de la metafísica es la muerte -la desintegración cabal- de sí misma, la pura presencia del "ente" mortificando al "ser".
Pero en Derrida la dislocación entre el logos y su exterioridad se incrementa mucho más que en Heidegger, infinitamente o textualmente, puesto que la finitud como existencia queda sometida a la descomposición incesante del texto, que es el resto de la metafísica aun más allá del ente y su destrucción.
Texto que es, sin embargo, la com-posición de sí con la com-posición de su afuera (¿real?), esto es, una doble posición o una dis-posición de lo real. La aporía es esta doble positividad, o posición, de lo Real, que en la metafísica, según Derrida, es la "presencia" en sí y en su repetición, es decir, en su re-presentación. Pero esto último implica siempre un afuera interior, una diferencia, o en todo caso, un inevitable "espaciamiento" entre el decir y lo que se dice. En otras palabras, es la instancia siempre afuera (del texto, del logos y de su descomposición) que es la existencia. Y es tan sólo en esta insinuación de una aporía anterior que la muerte puede aparecer como límite del pensar: la muerte no es representable. Sólo en la "onto-teo-logía", que es el proyecto de la metafísica, en el desarrollo del ente o del objeto en tanto ser para la represtación, o lo que es lo mismo, la nadificación del Ser por la auto-suficiencia supuesta de la "presencia", se hace la muerte representación.
Así, el lugar de la muerte es, desde el punto de vista de la representación, la coincidencia de lo particular con lo general. La filosofía deviene entonces, para utilizar la imagen de Franz Rosenzweig, una "cruel mentira", puesto que todo su proyecto consiste en eliminar la diferencia radical entre lo que se presenta y se representa y, justamente, ¿dónde sino en la muerte es esto más evidente?
La muerte, siendo la huella inequívoca de la distancia entre el ser y el pensar, des-construye, o al menos pone entre paréntesis, la posibilidad de toda metafísica entendida como ontología, como mismidad entre ser y pensar. Pero no es sólo una imagen esta "cruel mentira" cuya verdad es ya un imposible. La "diferencia" derridiana es la imagen misma del afuera no griego, no parmenídico. Un afuera no diádico, que sobrepasa la Chora platónica. Un afuera que no es la posición, la ex-posición ni la im-posición de la idea de este afuera, supuesto, a su vez, como un afuera presente, real para sí mismo. Un contrario, aporético o no, que solicita desde el mismo momento que se postula el orden de posibilidades de la representación. Para decirlo rápido, es un afuera que no es ni positivo ni negativo, pues está ya en otro horizonte que aquél de la "presencia". Es el afuera marcado por un imposible, pero donde ocurre la posibilidad, no sólo de seguir pensado después de la clausura de la metafísica, sino, como es ya una tentativa -sino una tentación- de la propia palabra "filosofía", un seguir amando.
La idea como representación tiene a la muerte como el signo más claro de su aporía: nada menos irreal, más objetivo que la muerte, nada que afecte tanto a la certeza sensible como la licuefacción del prójimo y, sin embargo, nada más difícil de re-presentar. La muerte se presenta ya como descomposición y se re-presenta como clausura de la representación misma, como sepultura antes de la tumba o como clausura hollando ya antes de la huella.
Derrida es justamente el "paso" más allá de la clausura onto-teológica, es la crispante trascendencia al interior de la inmanencia que el pensar siempre espera del ser. La desconstrucción derridiana es la apuesta de un pensar sin presencia. Si la inmanencia significa la recia intimidad entre el ser y el pensar, la trascendencia es el espacio sin manifestación que queda fuera del texto; del texto en sentido riguroso, como el anudamiento de la re-presentación con su supuesto exterior; exterior que es del orden de una presencia no textual.
De este modo, Derrida sería la síntesis última, aquella imposible, entre el logos griego y la trascendencia monoteísta o judía6; la cual, sin duda, está marcada por este "cz-Dz'os", casi escatológico, con el cual Derrida, despidiéndose de Emmanuel Lévinas, señala el lugar sin respuesta de esta alteridad última, de esta diferencia sin repetición, sin símbolo, y que yace además entre todos los signos: un no-fin del vínculo con lo representable o, simplemente, una interpretación. Lo que no se puede representar llama a la responsabilidad, al desmantelamiento de todos los "fines" que unen al hombre con lo textual: la metafísica. La desconstrucción no es una hermenéutica -necesariamente-, pero es una ética cuya índole es nietzscheana, es el "pathos de la distancia" puesto a trabajar no por la identidad del concepto con la muerte -la vida de las ideas- pero en el horizonte de la "diferencia", en donde lo que no se puede decir -pues es diferencia irreducible entre el decir y lo que es en lo que se dice- se debe escribir, incesantemente escribir. En este sentido, la escritura es la operación inversa de la palabra. Si el "logocentrismo" postula la preeminencia del habla -la presencia en la voz, en el develar-, la desconstrucción, necesariamente no griega -o no griega del todo es la escritura como revelación, es decir, de aquello que volviéndose a ocultar se muestra. La diferencia entre la palabra y la escritura no tiene una identidad, un presente, una presencia. La diferencia entre ellas se indiferencia en ellas.
La materia, la sustancia, el referente, la finitud, lo designado por el signo, en pocas palabras, la "presencia", aún están anudados hasta Heidegger en la esperanza del sistema: que ello sea pensable y que lo pensable sea sustancia, cosa, realidad. La des-composición es el momento inaugural, el momento de crisis, de toda com-posición. En Derrida ya no se trata ni de componer estos sistemas ni de des-com-ponerlos, pero sí de mantener el espacio que permite la reiteración del pensar. En este espacio, de infinita tirantez, sí es posible acoger a la "muerte", uno de los nombres de lo imposible.
Lo representable de esta descomposición, el residuum, es ya una exclusión, el vestigio abisal, el resto, las cenizas, están después de la descomposición. Cualquier signo de la muerte es, entonces, ya y para siempre un cadáver. De la muerte sólo podemos pensar sus restos, porque el signo, que es el cuerpo lógico de la representación, significa ya el cadáver de la presencia. Entre la muerte y el cadáver no sólo ocurre la descomposición, también está el espaciamiento, la diferencia insoluble entre la muerte y la descomposición. El ser desaparece en el ser de la representación que, en tanto presencia suspendida, es un cadáver del ser; o lo que Heidegger llama, de un modo aún pastoral, "ente", lo que ha sido. Pero incluso la representación del ente, la del cadáver cadavérico, se vela, se clausura de nuevo en una tumba. Esta inquietante sospecha está ya en la etimología que atribuye Platón (Crátilo 400 c) a la palabra "signo": "De hecho dicen algunos que el cuerpo es tumba [sema] del alma, casi que así el alma está en el cuerpo sepultada en presencia: y puesto que, por otra parte, con él, el alma expresa todo lo que expresa [semainei], también por esto fue llamado, y con justicia, "signo" [sema].
El cuerpo es al alma lo que el signo a la cosa, una tumba. Cada vez que alguien muere, entrando el cuerpo en la tumba, podemos llevar su tumba en el signo. Morir es así pervivir sólo en el signo -la otra tumba. Alguien muerto no es sino quien está absolutamente fuera de sí, que ya no tiene un allí, o que sólo está cuando está nada más que expresado. En las lápidas del sentido, que son las palabras no dichas de quienes han muerto. Así, alguien que ya no está entre nosotros deviene este "entre nosotros" mismo; pasa, se expresa y permite un "nosotros". Y así pasándonos la muerte del uno al otro, hacemos del inexorable "mi" de la muerte la extrañeza de la cual no podemos enajenarnos. Para nunca, ni muerto ni vivo, enterrar a un hombre del todo aunque haya caído para siempre en el abismo.
Justamente ahora podemos ser o no "derridianos', porque Jacques Derrida no está más por allí y su nombre es ahora el nombre de otro abismo. Y por eso lo nombramos tanto hoy y aquí, no para representarlo, no para seguirle sepultando en la vana presencia, sino para que siga hablando -y para seguir nosotros junto al abismo- más allá de un allí puramente conjetural.
BIBLIOGRAFÍA
Chaque fois unique, la fin du monde es el título de la edición francesa de The Work of Mourning, recopilación de textos de Jacques Derrida, bajo la dirección de Pascal-Anne Brault y Michael Naas. Chicago Press, 2001
Derrida, J. Memorias para Paul de Man, trad. Carlos Gardini, Barcelona, Gedisa, 1989, p.18
-Apories. Mourir - s'attendre 'aux limites de la vérité'. Paris, Galilée, 1996. Trad. Cristina De Peretti, Paidós, 1998. Francois Laruelle, Les philosophies de la différence, Paris, PUF, 1986
Heidegger, Martín. El Ser y el Tiempo. Trad. José Gaos, México, Fondo de Cultura Económica. 1974, p. 274.
Notas
1 Derrida, J., Memorias para Paul de Man. Trad. Carlos Gardini. Barcelona, Gedisa, 1989, p. 18.
2 Apories. Mourir - s'attendre 'aux limites de la vérité, París, Galilée, 1996. Trad. Cristina De Peretti. Paidós, 1998. La conferencia, Ma mort est-elle possible?, se grabó en la Universidad de Kassel, Alemania, en 1993.
3 El Ser y el Tiempo. Trad. José Gaos, México, Fondo de Cultura Económica, 1974, p. 274.
4 Chaque fois unique, la fin du monde es el título de la edición francesa de The Work of Mourning, recopilación de textos de Jacques Derrida, bajo la dirección de Pascal-Anne Brault y Michael Naas. Chicago Press, 2001.
5 Derrida, J., The work of mourning, op. cit, p. 95. La traducción es nuestra.
6 De algún modo, todo el proyecto de Rosenzweig en Der Stern der Erlösung (1930) consiste en "desconstruir", a partir de la existencia como trascendencia radical al saber, esta "cruel mentira" que es para él la filosofía. Lévinas se reclama deudor de Rosenzweig en el prefacio a la edición alemana de Totalité et Infini. Desde otro punto de vista, más esencial para nuestros propósitos presentes, véase Laruelle, F., Les philosophies de la différence, París, PUF, 1986, pp. 157-167.
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