Fecha de recepción: 2 de mayo de 2023

Fecha de aceptación: 29 de enero de 2024

doi: https://dx.doi.org/10.14482/eidos.42.157.847

Utopía y distopía: entre la ficción y la realidad, desde el impacto de Schopenhauer en Zola

Utopia and Dystopia: between Fiction and Reality since Schopenhauer's Impact on Zola

Carlos Germán Juliao-Vargas

ORCID ID: 0000-0002-2006-6360

Grupo de investigación interinstitucional Tlamatinime (Colombia)

cgjuliao@gmail.com


Resumen

Este artículo, después de situar, etimológica e históricamente, los conceptos de utopía y distopía realiza un breve vistazo a la doctrina pesimista de Schopenhauer, para luego mostrar cómo Émile Zola la articula y la despliega en una distopía, en ciertos pasajes de La alegría de vivir. Se concluye, a través de varias preguntas, cómo Zola ficciona, en la figura de su personaje Pauline, una pequeña isla de felicidad dentro de un enorme océano pesimista, inquietante y malévolo: la utopía y la distopía surgen entrelazadas en una ficción que, historiando y politizando la cuestión, muestra cómo lo filosófico aparece en la ficción novelesca cuando ha sido colocado allí a propósito.

Palabras clave: utopía, distopía, Schopenhauer, Zola, ficción, pesimismo.


Abstract

This reflective article, after situating, etymologically and historically, the concepts of utopia and dystopia, takes a brief look at Schopenhauer's pessimistic doctrine, to then show how Émile Zola articulates and deploys it in a dystopia, in certain excerpts from The Joy of Living. It is concluded, through several questions, how Zola fictionalizes, in the figure of his character, Pauline, a small island of happiness within a huge pessimistic, disturbing, and malevolent ocean: utopia and dystopia emerge intertwined in a fiction that, historically, and politicizing the issue, shows how the philosophical appears in fictional fiction when it has been placed there on purpose.

Keywords: Utopia, dystopia, Schopenhauer, Zola, fiction, pessimism.

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La realidad y la miseria me oprimen y, sin embargo, sueño todavía (É. Zola).

Schopenhauer, que acaso descifró el universo (J. L. Borges).


Introducción

Desde su uso literario por Tomás Moro, la utopía ha asumido muchas formas y ha sufrido diversos cambios. Pasando por los precursores como Platón y Aristóteles hasta los grandes utópicos como Moro, Rabelais, Bacon, Voltaire o Fourier, por citar algunos, la literatura y la filosofía han brindado más de una oportunidad para reflexionar sobre posibles y mejores mundos; se trata de imaginar lo mejor y temer lo peor. Pero el optimismo y el pesimismo no están siempre donde se cree que están. La utopía suele presentar una buena dosis de pesimismo ante una realidad que no cumple con las expectativas. "U-topía": mundo sin lugar; "eu-topía": lugar de felicidad. Desde un punto de vista solo etimológico, la utopía es en realidad un encuentro imposible. Como algo aporético, se entiende bajo la forma de una tensión que, trasladada al campo de la acción, se manifiesta por la búsqueda.

Por otro lado, podemos ver la distopía como una esperanza para evitar lo peor. Como advertencia, la mayoría de las veces se trata de proyectar hacia el futuro, ampliándolas, las fallas de una sociedad mejorable. El siglo xx y sus regímenes totalitarios han inspirado a muchos de sus creadores, basta pensar en Zamiatine, Huxley, Orwell, Bradbury, Borges, Godard o, más reciente, Houe-llebecq, Bilal, Gilliam, entre otros. En este siglo xxI, las grandes convulsiones sociales que han marcado las últimas cinco décadas y la redefinición de una responsabilidad moral global aún alimentan estas reflexiones y demandas con sabor uto-dis-tópico, tanto en el escenario político como en el social o artístico.

Ya sea cuestionando las historias del pasado o pensando el presente a través de obras contemporáneas, o incluso imaginando las posibilidades que se esconden en mundos futuristas, estas reflexiones se apropian de un segmento del arco diacrónico extendido por la utopía, la distopía y la ucronía (recuperación histórica construida, con lógica, pero que se basa en hechos posibles) con el objetivo de cuestionar las diversas formas de representación filosófica del mundo, observando y debatiendo los prejuicios, preconceptos y lugares comunes en la base de cualquier representación social, ya sea individual o colectiva, donde lo central es un filosofar entendido como algo práctico, como "arte de vivir" (Juliao, 2019).

Los conceptos: utopía y distopía

La etimología de la palabra utopía tiene un doble sentido porque significa tanto "el lugar de la felicidad" (εὖ-τόπος – con el εὖ de “euforia”) como “el lugar que no existe” (οὐ-τόπος), que es el significado más aceptado y que permite que la palabra se utilice a menudo para designar proyectos políticos irrealizables, sirviendo así para descalificar cualquier proyecto alternativo al sistema vigente.

La utopía, como género literario, se remonta a Platón y su Kallipolis, la "ciudad ideal" de La República. La primera aparición de la palabra data del siglo XVI cuando Tomás Moro escribe su obra Utopía, una descripción de una sociedad de ensueño que, con referencias a los ideales platónicos, lleva la filosofía política y la crítica social al género literario de la ficción.1 Su obra se inscribe en un contexto de grandes convulsiones: redescubrimiento de la Antigüedad y su pasada grandeza, encuentro con el Nuevo Mundo y sus promesas de una sociedad renovada por construir y el choque con civilizaciones indígenas cuya relación con la propiedad, la vida social y la jerarquía eran muy diferentes. El género utópico demostrará, a lo largo de los siglos siguientes, ser una poderosa herramienta de reflexión política y de sátira social, porque hablar de una sociedad que no existe es también disertar, de modo implícito, sobre la sociedad existente.

De hecho, en el lenguaje cotidiano, utópico significa lo imposible; una utopía es una quimera, una construcción imaginaria cuya realización está, a priori, fuera de nuestro alcance. Sin embargo, de modo paradójico, los autores que crearon la palabra y luego ilustraron ese género literario, tenían la ambición de ampliar el campo de lo posible, y ante todo de explorarlo. Es cierto que la utopía se caracteriza por el recurso a la ficción, por un artificio literario consistente en describir una sociedad ideal en una geografía imaginaria, a menudo en el marco de un diario de viaje romántico. Pero imaginario o ficticio no significa imposible; no todo sueño es una quimera. Las utopías políticas del siglo xVi al xViii parten de una crítica al orden existente y un deseo de reformarlo en profundidad; el uso de la ficción les permite distanciarse del presente para ponerlo en una perspectiva mejor y describir, del modo más concreto posible, lo que podría llegar a ser. Por su parte, el florecimiento del género utópico corresponde a un período en el que se pensaba que, más que en un "más allá" providencial, deberíamos construir aquí y ahora, de otra forma, nuestros modos de organización política y social. En este sentido, las descripciones que proponen, con ciudades felices y bien gobernadas, pretenden convencer a los lectores de que son posibles otras formas de vida.

Es que la utopía (y la distopía) saca a la luz una relación particular entre ficción y acción:2 es por un lado una proyección imaginaria en el espacio ficticio instituido por el texto, pero, por otro lado, es un proyecto que tiende a pasar a la experiencia histórica, y que, al mismo tiempo, se nutre de la ficción. Ahora bien, ¿qué significa que una obra de ficción sea algo político? ¿Lo político está en su temática o en la forma como es planteada? ¿En los efectos que genera en sus lectores o en el compromiso político del autor? Desde Rancière (2009) podemos decir que tanto la política como el arte "surten efecto en lo real" (p. 49), rasgo en el que coinciden al delimitar "modos de palabras o de acción, pero también de regímenes de intensidad sensible" (p. 49) y al delinear "los mapas de lo visible, de las trayectorias entre lo visible y lo decible, de las relaciones entre modos de ser, modos de hacer y modos de decir" (p. 49). En esa medida, el ser humano "es un animal político porque es un animal literario, que se deja desviar de su destino 'natural' por el poder de las palabras" (p. 50). Es fácil concluir que, desde los alzamientos revolucionarios de finales del siglo XVIII, la utopía debe ser analizada tanto en el campo literario como en el político y social.

Así, en la primera mitad del siglo xIx, todo sucedió como si la utopía se retirara del campo literario para invertirse en el ámbito de lo real o de lo que se aspira ser. Las experiencias locales y la perspectiva global se convierten, durante dos siglos, en las dos caras de la utopía en acción, según se trate de inventar nuevas relaciones sociales fundando comunidades en las periferias del mundo dominante, o, de inscribir las luchas en el horizonte de la emancipación, en la promesa de la libertad. Podemos tomar el ejemplo de las utopías sociales nacidas al comienzo de la era industrial, luego de los sobresaltos de las revoluciones, que representan otros tantos intentos por reconstruir el universo moral y social sobre la única base de la ciencia positiva, de donde se deduce la idea de una evolución natural conducente a la felicidad universal. Con medios a menudo precarios que los convierten en aventureros, los utópicos renuncian poco a poco a su sueño de una sociedad mundial, racional y organizada, para limitarse a constituir pequeñas comunidades como Guise en Francia u Oneida en América.3

Fourier (2009) había previsto durante mucho tiempo la arquitectura y el funcionamiento de la comunidad ideal del futuro, a la que llamó Falansterio, comunidades de producción, consumo y habitación. Pero, por detallados que sean sus escritos, son raras las representaciones gráficas. Imaginemos un majestuoso edificio ficticio, entre el Palais-Royal y el Palacio de Versalles que, a diferencia de estos, alberga "al hombre", y no solo a "unos cuantos hombres". Al mismo tiempo que un lugar para vivir, trabajar y disfrutar, es un hábitat autosuficiente que fomenta la apertura al mundo exterior. Como las relaciones entre los individuos, pacificadas por la adecuación, para cada uno, de su situación según sus pasiones, el orden que emerge de esta construcción es continuo: los corredores de circulación, aireados y calentados, son omnipresentes; talleres, apartamentos y lugares de diversión están contiguos e incluso entrelazados. Solo quedan fuera del camino las actividades ruidosas o insalubres.

En Europa, hasta las revoluciones de 1848, las aspiraciones utópicas estuvieron marcadas por su optimismo, ilustrado por los temas de la república universal y la fraternidad de los pueblos. Pero, a partir de mediados de siglo se produce una ruptura: la unanimidad del período romántico da paso, en el movimiento social, a una visión de la historia dominada por las relaciones de clase y la amargura de sus enfrentamientos. En este contexto, las doctrinas socialistas proponen la emancipación del proletariado (si es necesario con violencia) como condición para el advenimiento del reino de la libertad. Varias formas de utopías están en juego: para algunos, como Marx, el advenimiento del comunismo pasa por la conquista del poder estatal; pero, para los anarquistas, de Proudhon a Bakunin, la organización estatal debe dar paso inmediato a colectivos de individuos libremente asociados. Es interesante al respecto la ficción futurista de Martínez Rizo (1933)

1945. El advenimiento del Comunismo Libertario, historia alternativa que, superada ya la fecha referida, podríamos calificar como una retrotopía, o sea, una utopía escrita en el pasado para un momento que ha sobrepasado la línea del tiempo.4 Así como 1984 de Orwell contribuyó, describiendo horrores, a evitar que dicho modelo societal se materializase superada la fecha nefasta, podemos decir que 1945 contribuyó, a la inversa, a que lo que la ficción describía se concretase en la Revolución española de 1936, lo que de cierto modo el autor preanunciaba al decir en la Introducción: "Dado el paso a que caminamos, creo que al hablar de 1945 hago un derroche de optimismo" (Martínez 1933, p. 9).

Las décadas de 1960 y 1970 representan, en los países occidentales, un período de poderoso resurgimiento de los movimientos de emancipación. El contexto es el de la descolonización, las luchas por la liberación nacional, el desarrollo de la revolución china, la prosperidad del capitalismo. Lo dominante es la crítica radical de las instituciones que reproducen las relaciones de poder y dominación (familia, escuela, Iglesia, Estado), y la aspiración a reinventar nuevas relaciones sociales libres. Dos caminos se abren a las aspiraciones utópicas: el compromiso político, que sitúa la utopía más allá de una revolución política (o al menos de una transformación) o la experiencia comunitaria, donde se trata de alcanzar, aquí y ahora, formas alternativas de vida y trabajo. Las corrientes feministas y ecologistas, herederas de este período, marcarán la evolución de las sociedades desarrolladas.

Podríamos decir que hace bastante se ha perdido la fe en el sueño de lograr la felicidad humana en un estado futuro ideal, aquel que Moro, cinco siglos atrás, fusionó a un topos, un lugar fijo, un Estado presidido por un gobernante sabio e indulgente. Pero, si bien se ha perdido la fe en las utopías, lo que no ha desaparecido es el deseo que permitió que dicha imagen fuera tan seductora. En efecto, resurge como una imagen ahora centrada, no en el futuro, sino en el pasado. Fiel al impulso utópico, la retrotopía es la voluntad por rectificar los defectos de la actualidad, aunque rescatando las frustradas, perdidas u olvidadas potencialidades del pasado. Los rasgos imaginados de dicho pasado (reales o supuestos) son los que hoy valen como puntos de referencia para dibujar la ruta hacia un mundo mejor.

En segundo lugar, la palabra distopía, antónimo de utopía, significa “descripción de un futuro negativo para la sociedad”. El DRAE (2023) la define como “representación ficticia de una socie-dad futura de características negativas causantes de la alienación humana”.5 Sus componentes léxicos son el prefijo δυσ-dis- (mal, difícil), τόπος-topos (lugar), más el sufijo -ia (cualidad). Si bien su uso aún no está muy extendido, aparece cada vez más en textos críticos. Aunque algunos usan el concepto “contrautopía”, aquí preferimos “distopía” como referencia a una historia que imagina el peor de los mundos, extrapolando la sociedad en la que aparece.

La distopía tiene sus raíces en los totalitarismos del siglo xx, aunque se pueden ver rastros anteriores. Se atribuye el primer uso del término a Stuart Mill, en un discurso de 1868. Por lo general se identifican por la deshumanización, los regímenes tiránicos o totalitarios, ciertos macroconflictos (como una guerra nuclear), los desastres ambientales u otros rasgos coligados a un cataclismo social. Las sociedades distópicas son frecuentes en obras de ficción e imágenes artísticas, sobre todo en historias ambientadas en el futuro. Como género literario se expande a finales del siglo xix, con los riesgos del secularismo, el socialismo y el protofeminismo como estímulos para pensar futuros problemáticos. Ciertos autores usan el concepto para referirse a sociedades reales, que son o fueron estados totalitarios o sociedades en colapso avanzado.

Algunos consideran a la novela breve La máquina se para, de Forster, publicada en 1909, como pionera de las distopías literarias, enfocada en una sociedad futura muy dependiente de la tecnología, que deshumaniza y aleja a las personas de su condición social. Pero, pensamos que es la novela Señor del mundo (publicada en 1907) de Benson (2015) la primera entre las distopías modernas, obra que da mucho que pensar, y tiene clara influencia en algunos de los ejemplos más famosos de distopías como 1984 de Orwell (1949), Un mundo feliz (1932) de Huxley, Fahrenheit 451 de Bradbury, Congreso de futurologia (1971) de Lem y El círculo (2013) de Eggers. La película Metrópolis, basada en una novela homónima de Thea von Harbou (1926), se puede considerar un embrión cinematográfico del género distópico. También habría que señalar Soylent Green (1973) de Fleischer, filme sobre el calentamiento global, o The Matrix (2001), de las hermanas Wachowski, caracterizada por sus horizontes sombríos donde cuerpo y tecnología terminan fundiéndose en una sola cosa.

La mayoría de las distopías atañen a la época y el contexto sociopolítico donde se conciben. Por ejemplo, algunas de la primera mitad del siglo xx advertían sobre los peligros del socialismo, de la mediocridad gubernamental, del control social, de la migración de las democracias liberales hacia sociedades totalitarias, del consumismo y de la incomunicación. Sin embargo, otras más recientes, etiquetadas como obras de ciencia ficción ciberpunk, ambientadas en un futuro próximo, usan un escenario distópico donde el mundo está dominado por transnacionales capitalistas de alta tecnología. Ejemplos de este tipo son Snow Crash (1992) de Stephenson, Traición (2005) de Westerfeld, La chica mecánica (2009) de Bacigalupi o La ciudad del Gran Rey de Esquivias. También encontramos distopías de corte feminista o liberador, como El cuento de la criada (1985) de Atwood, sobre una sociedad teocrática y conservadora donde el único valor de la mujer son sus ovarios.

O Lengua materna y La rosa de Judas de Haden Elgin en las que la lingüística juega un papel significativo.

En todo caso, que autores como el nobel Coetzee examinen las claves de lo distópico (en su obra La infancia de Jesús, 2013) es síntoma coyuntural de que la distopía es clave para interpretar un presente donde el recuerdo del pasado se disipa ante la progresiva materialidad de aquello que, hasta hace poco, eran nuestros temores futuros. ¿Será porque vivimos un hoy donde parecen haberse cumplido en parte las distopías más influyentes del siglo xx? Es un hecho que la literatura distópica ha vivido sus tiempos de mayor creatividad luego de las grandes crisis colectivas.

Ahora bien, para Pringle (1995), la primera utopía literaria ya incluía el germen de lo distópico: "La utopía tiene el desagradable hábito de transformarse en distopía" (citado por Costa, 2014, par. 7). Nos dice que incluso la obra de Moro tenía esa doble cara: refiere una sociedad mejor, pero, en realidad ciertos aspectos de esta podrían horrorizar, por ejemplo, la ausencia de Dios. ¿Será que Moro estaba recreando un no-lugar como observatorio desde el cual presentar, con disimulo, el mundo real que lo rodeaba? O sea, que no es tan evidente decir que mientras la utopía ofrece un panorama alentador o un futuro benévolo, el mejor escenario posible, la distopía nos presente el peor de los escenarios posibles. Como ya señalaba Núñez en 1985:

Lo curioso es que esos mismos contenidos materiales en el tránsito evolutivo de la utopía clásica a la utopía actual aparecen invertidos, de modo que lo que en la actualidad se conoce como distopía, la utopía negativa, coincide materialmente con las descripciones de la utopía original. La consecuencia que puede extraerse de este hecho es que la diferencia entre la utopía y la distopía es sólo axiológica, pero no material; lo que cambian son los juicios de apreciación del sujeto del discurso no los contenidos del texto. (p. 47)

Si la utopía es un imaginario, ficcional en Moro y racional en Campanella, la distopía es la descripción, desfigurada por la denuncia, de la práctica de dicha imagen. Pero el factor utópico es el mismo en ambas: las ideas que lo conforman, al volverse hechos, generan la distopía. Así pues, la diferencia entre estas sería solo de posición, es decir, desiderativa. Sería el deseo, impulsado por el interés o la convicción, o incluso por la ilusión, la expectativa o la mística, aunque también por el resentimiento implícito o por el odio enseñado, por la represalia justificada, o incluso por un análisis sistemático de los datos, por esa tensión especulativa que une la palabra y el deseo, el presente real y el porvenir anhelado. El problema es el resultado, el esfuerzo intelectual ulterior para aceptarlo, sin la fuerza requerida para asumir su impotencia.

Visiones distópicas y utópicas en La Alegría de vivir de Émile Zola

Según Trousson, "el siglo xx podía parecer, en conjunto, la era de la utopía optimista" (1995, p. 291), lo que no excluye que ciertos escritores naden contra la corriente. Y este es el caso de Zola: si bien su último ciclo novelístico, Les Quatre évêques (1898-1902), refleja un positivismo convencido de la inalterable marcha del progreso, el autor, líder del naturalismo francés, no siempre fue tan optimista como expresan sus últimos escritos. Incluso irradió un pesimismo finisecular con La joie de vivre (1884), el doceavo volumen de la saga de la familia Rougon-Macquart. Hay que saber que para 1880 Schopenhauer era el filósofo de moda en Francia y su filosofía "contamina, o, como hoy se dice, morfiniza los espíritus más robustos, comenzando por Zola" (Roger, 1997, p. 346).

La Alegría de vivir iba a ser una afirmación vitalista con tesis antipesimistas, según los planes originales. Sin embargo, en la versión final, los dos personajes principales, Pauline y Lazare, encarnan cada uno un lado del Schopenhauer que Zola presenta. Simplificando, digamos que uno representa la buena comprensión y aplicación del pensamiento del filósofo alemán mientras que el otro personifica al adepto infiel que adopta una pose desprendida del filósofo sin saber ni poder sostenerla. Conviene considerar la acción razonada y generosa de Pauline como un serio intento, sin éxito, por revivir la alegría de vivir en su primo Lazare, quien, sufriendo el "mal del siglo", está siempre cavilando y no logra escapar de la visión distópica del mundo que le inspira el ambiente schopenhauerista. Por tanto, Zola en esta novela, pese a sus intenciones iniciales, ficcionaliza una parte clave de la doctrina de Schopenhauer, al dividir en dos mentes el peso de la documentación pesimista que había recogido.

¿Cómo explicar tal transposición? Es que el pensamiento del filósofo es atractivo. De hecho, el viejo sueño de alejar para siempre el mal y el sufrimiento tenía una nueva receta en la Francia de 1880, obtenida de la lectura que se hacía de Schopenhauer: ascetismo, abstinencia, castidad, desapego de los instintos y de la animalidad, reducción al mínimo de las necesidades, máxima elevación del espíritu. Buena para los individuos, esta doctrina seductora y sencilla de captar -aunque no de practicar- bastó para asustar a Zola y sus coetáneos, porque, desde una perspectiva evolutiva, llevaba a la especie humana a la ruina. Aunque el filósofo se negó a considerar los efectos a largo plazo de una aplicación sistemática de sus principios, muchos vieron en él al enemigo del matrimonio (y con ello de lo político), ya que la moral schopenhaueriana "predicaba, para acelerar el fin del mundo, el celibato absoluto" (Boissin, 1885, p. 504). Estimulando la imaginación, encontraron material para la distopía: "Si esta plaga llegara a las partes vivas de la nación, los bárbaros podrían venir; encontrarían desmanteladas nuestras mejores ciudadelas" (p. 504); distopía aferrada a la esperanza de que, por entonces, la enfermedad del pesimismo afectara solo a los literatos. Y era un sentimiento generalizado temer su popularización. Los seguidores de Schopenhauer, "todo un clan de jóvenes escritores", según Boissin, se suponía que debían "dedicar un culto al suicidio, a la nada" (p. 503). Zola se interesa por este psicodrama, sobre todo porque él mismo había sentido la llamada del pesimismo, tras las sucesivas muertes, en 1880, de Flaubert y de la señora Zola, su madre.

Fiel a su método naturalista, decidió en 1883 consultar diversos escritos pesimistas para documentar la novela que preparaba y profundizar en Schopenhauer. Nuestro propósito aquí no es presentar todo el uso que él hace de la doctrina del filósofo, sino examinar cómo, en ciertos pasajes de La alegría de vivir, Zola transforma la filosofía schopenhaueriana en distopía, en utopía negativa.

La cuestión del tiempo es un dato capital tanto de la utopía6como de la filosofía de Schopenhauer y del siglo xix francés.7 De ahí que nos centremos en las proyecciones del futuro lejano en esta novela zoliana que, desde la primera frase, presenta un personaje que "perdió toda esperanza" (Zola, 2019, p. 3), asomando en el horizonte la aprensión escatológica de una catástrofe esperada, que el irónico título de La alegría de vivir parece negar con cinismo. Antes de llegar al meollo del asunto, demos un breve vistazo a esta parte de la doctrina schopenhaueriana, para luego mostrar cómo Zola la articula y la despliega en una distopía.

El pensamiento de Schopenhauer se basa en una inversión de los valores atribuidos a la existencia y al mundo. Para este discípulo kantiano, el mundo material solo existe a través de una conciencia individual (no en sí mismo) de un sujeto que lo percibe (Juliao, 2019, pp. 237-238). El mundo sería solo una representación personal; se sigue que todos podemos estar engañados cuando otorgamos un valor especial a la vida, sin cuestionar la validez de nuestra existencia, creyendo que es significativa, digna de ser defendida y perpetuada. Peor aún, considerada un receptáculo para ser llenado de beneficios que todos aspiran a lograr. Pero no es así: "Es un apagado anhelar y atormentarse, un delirio onírico que transcurre a lo largo de las cuatro edades de la vida hasta la muerte, acompañado de una serie de pensamientos triviales" (Schopenhauer, 2005, p. 380). Como indica el título de su obra, El mundo como voluntad y representación (2005), una fuerza desconocida sería el motor, produciendo la ilusión egoísta que nos dice que nuestra vida vale la pena, rigiendo nuestros gestos, así como el funcionamiento del universo, haciéndonos creer que actuamos libremente.

En otras palabras, una fuerza inconsciente e ignorante de sus propios designios sería responsable de las turbulencias y males. Schopenhauer la llamó Voluntad, atribuyéndole las necesidades, deseos y voluntades de los seres vivos. Bien podría haberla llamado Dios, especificando que es un dios sin amor ni piedad por su creación. Desde este pesimismo, cada individuo estaría sometido sin saberlo a esta Voluntad exterior que, sin embargo, le anima desde dentro, empujándolo a actuar para preservar y perpetuar la vida. "La miseria y el descontento son ontológicos [según Schopenhauer! y están impulsados por el hecho mismo de existir [...1", resume Brix (2004, p. 168). El "mal de vivir" ya no designa una enfermedad de moda; se generaliza y se convierte en el dolor de existir. Asimismo, la desesperación, provocada por un sentimiento de degeneración que se extendía por toda la Francia del momento, encuentra en Schopenhauer un apoyo filosófico, de ahí sin duda su popularidad.

El siguiente aforismo, tomado de una de las obras leídas por Zola cuando preparaba su novela, da buena idea de la tonalidad propia de la pluma schopenhaueriana: "Si yo con mi nacimiento he surgido y he sido creado de la nada por primera vez, entonces existe la más alta probabilidad de que en la muerte me vuelva a convertir en nada" (2009, p. 134). Reconocemos allí su cinismo mordaz y esa metafísica que propone desprenderse de una existencia mediocre y absurda, donde dominan la pena y el dolor, y así deshacerse de la voluntad de vivir impresa en lo humano por la Voluntad suprema:

Por otra parte, no cabe duda de que la vida no es para ser disfrutada, sino para sobreponerse a ella, para echarla a un lado; [.. .1. De hecho, uno de los consuelos de la vejez es que ya no hay que trabajar. Por eso, ha de considerarse como el más dichoso de los hombres quien pueda vivir su vida sin sufrimientos desproporcionados, sean corporales o anímicos; y no quien haya experimentado las alegrías más intensas o los placeres más grandes. El que quiera evaluar mediante estos últimos la dicha de una vida humana se habrá equivocado de patrón de medida. (2015, p. 179)

¿Se disuelve el tiempo en Schopenhauer como una ficción inventada por la Voluntad para subyugar mejor a la humanidad? No hay progreso, pero tampoco regresión ni decadencia. No hay devenir escatológico, pues todo permanece igual: los hombres nacen, viven, se reproducen y mueren, con el único propósito de dar lugar a la próxima generación:

Somos nosotros quienes llegamos muy tarde para las cosas; a saber, en el caso de méritos o producciones: el gusto de la época se ha transformado; una nueva generación ha aparecido que ya no se interesa por ellas; otras personas, empleando vías más expeditas, se nos han adelantado, etc. (2015, p. 189)

¿Cómo contrarrestar esta Voluntad inmutable? Su respuesta retoma los valores tradicionales de la moral cristiana donde la felicidad terrenal es imposible:

Así, toda viva alegría es un error, una ilusión, porque ningún deseo alcanzado puede satisfacer de forma duradera y porque toda posesión y toda felicidad son simplemente prestadas por el azar durante un tiempo indeterminado y pueden así ser reclamadas a la siguiente hora. (2005, p. 140)

Levantando el velo ilusorio que subyuga lo humano, propone reducir en lo posible nuestro sufrimiento fingiendo desapego ante nuestros deseos y desdén frente a los bajos impulsos: desconfiar de los más fuertes (supervivencia y procreación) y preferir la "contemplación estética" (2005, p. 239) para olvidarse de sí frente a un hermoso paisaje, un espectáculo curioso o un lienzo impactante. Como señala Bonilla, Schopenhauer "postula algunas vías para sosegar, disminuir o erradicar el sufrimiento que implica la existencia. De manera jerárquica (y ascendente) podríamos ordenarlos así: el arte (en particular la música), la ética y, finalmente, la ascética" (2020, p. 208). Y, entre ellos, sobre todo los dos últimos (pues el arte sería un consuelo temporal): (a) el de la afirmación de la voluntad (la ética), ya que cuando poseemos una conciencia lúcida de nuestra representación, con sus prerrogativas y menoscabos, "ese conocimiento no obstaculiza en modo alguno su querer sino que precisamente esa vida así conocida es querida por ella" (Schopenhauer, 2005, p. 94); y (b) el de su negación (la ascética), la ruta de la auténtica salvación, cuando a partir del conocimiento se elimina la voluntad, "dado que entonces los fenómenos individuales conocidos no actúan ya como motivos del querer, sino que todo el conocimiento de la esencia del mundo [.. .1 se convierte en aquietador de la voluntad y esta se suprime libremente" (p. 94).

Si nos referimos a ciertas ideas actuales, ¿habrá aquí una variante individualista de esa teoría que promulga el "decrecimiento8" a favor de una reinversión sobria e intelectual en el mundo? ¿O estamos ante lo que Bonilla (2020) llama una utopía pesimista?:

Una utopía presente, pues no es algo que pueda obtenerse en un futuro hipotético, ya que si bien cabría la posibilidad de que algunos seres humanos se comportasen así en algún momento (cuando actualicen su intuición ética), para Schopenhauer "la virtud no se enseña" [p. 3271, por lo que sería imposible pretender que, mediante algún imperativo ético se pudiese lograr, en un futuro, que todos alcanzásemos la "consciencia ética". (p. 209)

Es en dicho estado cuando se llega a la renuncia voluntaria, al estoicismo y con ello se logra la verdadera serenidad y la ausencia de todo querer (Schopenhauer, 2005, pp. 439ss). Esa es la utopía pesimista schopenhaueriana, que expresa la emergencia de un cambio en nuestra forma de ser y de actuar. ¿La cura para el dolor de vivir que propone Schopenhauer implica reconocer que la vida individual no tiene sentido y está desprovista de felicidad real? Tal vez por eso Maupassant (1974) lo describió como "el mayor destructor de sueños que ha pasado sobre la tierra" (p. 727).

Sin duda no es tanto la metafísica como la moralidad de Schopenhauer lo que más repercutió en París, algo aterrador, porque recomendaba, ante el tormento de la existencia, abrazar la nada de uno mismo, elevarse por encima de todo sufrimiento, moral o físico, en la aceptación resignada pero lúcida de los dolores del mundo. Entonces, llegados a dejar atrás todo deseo y todo querer, uno ya no sufre. Quimera divertida en cuanto que la utopía se caracteriza por el sacrificio del individuo en beneficio de la multitud y, por extensión, de la patria.9 Aquí ocurre lo contrario, la felicidad del individuo se logra en detrimento de esa patria que, cuando las teorías schopenhauerianas se infiltraron en la mente de los parisinos, preparaba su venganza y necesitaba una juventud vigorosa para reconquistar su pasada gloria.

Yendo más allá, implementar la receta de Schopenhauer para la felicidad dejaba entrever el fin de la especie. Esto debió asombrar la imaginación de Zola: llevados al límite, el ascetismo y la abnegación conducen al individuo no solo a abolir su voluntad de vivir, sino a disolver también su vida. Dejar de obedecer nuestras necesidades animales, negarnos a alimentarnos y reproducirnos, agotarnos en el don de sí y en la lucha contra ese egoísmo que nos hace apegarnos a la existencia resulta, por extrapolación, en un apocalipsis voluntario.10 Es en esto que un "viejo cínico" amenaza la alegría de vivir, en la novela del mismo nombre.11Zola pone en boca de Lazare, joven seguidor del pesimismo, el discurso desencantado de aquellos que llama los "nuevos héroes de la duda", todos esos schopenhaueristas acosados por el aburrimiento, "esos jóvenes químicos que se muestran enfadados y declaran imposible el mundo, porque no han sabido encontrar de repente la vida en sus retortas" (Zola, sf., p. 228.) Yendo un paso más allá, "encomiando aún las teorías del 'viejo' como él llamaba a Schopenhauer, del que recitaba de memoria violentos pasajes" (p. 228), Lazare multiplica las visiones distópicas del futuro inspirado en el pesimismo parisino:

El medio práctico de un suicidio general, de una desaparición total y súbita, consentida por la universalidad de los seres, preocupaba su mente. Y todo eso salía a la superficie a cada hora, en medio de su conversación normal y corriente, a través de ocurrencias o salidas familiares y brutales [...J. Un simple dolor de cabeza hacía que se quejara rabiosamente de su armazón entero. Si estaba con un amigo, su conversación recaía enseguida sobre lo fastidioso de la existencia, sobre la severa muerte de quienes engrasan las flores silvestres en el cementerio. Los temas lúgubres le obsesionaban [.. .1 Y ese deseo de muerte, esas acariciadas teorías sobre el aniquilamiento no eran otra cosa que la expresión de la lucha desesperada de sus terrores, el vano alboroto de palabras bajo el cual ocultaba la abominable espera de su propio final. (Zola, 2019, pp. 228-229)

Claro, dado el "pesimista acendrado" (p. 74) que es, Lazare vuelve siempre a la idea de "soplar a los astros, lo mismo que si fueran bujías, en la hecatombe universal de los seres que tantas veces mencionaba" (p. 74), porque imaginar el apocalipsis es vengarse de la propia muerte. Aquí emerge de nuevo la relación entre individuo y sociedad. Cabe señalar que la ficción zoliana refrenda este veredicto: "su propio estremecimiento, el desequilibrio de su temperamento hipocondríaco, era lo que le lanzaba a las ideas pesimistas, a ese odio furioso contra la existencia" (p. 228); "él, como todos esos farsantes de pesimistas, consentían, eso sí, en que se hiciera saltar al mundo con un petardo, pero rehusaban en cambio de un modo absoluto, verse metidos en el baile" (p. 178). En total, Lazare sufrirá tres crisis angustiosas similares, donde ante el temor de la muerte trata de consolarse imaginando que "ya podía la muerte venir si quería, estaba dispuesto a esperarla como liberación" (p. 177).

Notemos que, mediante la expansión de las ideas schopenhaue-rianas en la novela, se manifiesta la reversibilidad propia de toda utopía: lo que es bueno para uno no lo es para todos, y viceversa. Cada utopía lleva dentro de sí las semillas de su ruina, porque la utopía se vuelve anti-utopía tan pronto como uno se detiene en uno u otro de los polos de la oposición individuo/sociedad. Además, se supone que la teoría de Schopenhauer consuela a la humanidad de su sufrimiento en un contexto secular: debe compensar la ausencia de un dios omnipotente. Él nunca previó que su pesimismo radical fuera adoptado y aplicado por toda la población, ni siquiera por una mayoría. Y si las frases que Zola le prestó a Lazare nada tienen que envidiar al cinismo feroz de Schopenhauer, no dudemos que el novelista se apartó de la estricta doctrina al democratizarla, intuyendo el poder evocador que los principios filosóficos llevaban cuando eran empujados a la utopía.

Al describir las utopías, Trousson dice: "El ideal es que todos los ciudadanos estén asimilados al Estado e identificados con él [.. .1 El ciudadano de Utopía ha aprendido a hacer abstracción de sí mismo para entregarse sin reservas al todo" (1995, p. 47). El todo se entiende como el bienestar general y esta devoción altruista garantiza el buen funcionamiento de la utopía. Ahora bien, es contra la Voluntad malvada que causa el sufrimiento que debe levantarse el adepto schopenhaueriano. Lo logra con los mismos medios del ciudadano de Utopía (despreocuparse de sí mismo, mostrar abnegación y abstinencia, entregarse a una causa, pero está dedicado a la salvación personal más que a la colectiva, aunque someter el propio egoísmo puede ayudar a otros. Queda, sin embargo, que la liberación lograda es individual. Otra diferencia entre la utopía ordinaria y la moral schopenhaueriana es que el individuo que la adopta debe luchar contra una fuerza ajena e interna: la Voluntad, motor de impulsos arcaicos. El seguidor de Schopenhauer, por tanto, lucha contra el otro en sí mismo. No contra el uno mismo, consciente y libre, que es un aliado, sino contra el otro dentro de uno, que lo empuja a desear, reproducirse, alimentarse, para satisfacer sus necesidades más viles y feroces: el otro en sí mismo, la bestia humana,12 lo empuja a satisfacerlos salvajemente. De modo sorprendente, estos son los mismos impulsos que las utopías se esfuerzan tanto por erradicar:

De forma general, hemos de reconocer que la creación de una utopía -es decir, de un mundo tal como debería ser- expresa una sensación de fracaso en la adaptación al mundo tal como es. El utopista se siente incómodo en la sociedad de su tiempo, cuyas taras advierte y condena. Un hombre de acción intentará reformar ese mundo en el que vive, cambiar el orden de cosas, ejercer una presión sobre la Historia. El utopista, por su parte, no cree en la eficacia de su acción personal: escépttico o timorato o incapaz de una acción concreta. Esa debilidad aguza aún más una necesidad de revancha y compensación. Excluido de la lucha activa, se atrinchera en la abstracción; opta por borrar la realidad para reconstruirla en el pensamiento, crear un mundo conforme a sus deseos. (Trousson, 1995, pp. 39-40)

Ya sea un ciudadano de Utopía o un seguidor de Schopenhauer, el hombre racional y razonable tiene un solo enemigo: él mismo. En Schopenhauer, este enemigo tiene otro nombre: es la "voluntad de vivir". Sin embargo, Zola no se adhiere del todo a la filosofía pesimista en La alegría de vivir, aunque la retoma y fic-cionaliza gran parte de ella, lo que complica aún más el fenómeno de la posesión del Yo por el Otro.

En efecto, en esta obra, muy diferente de otras novelas de la serie, el personaje no está habitado por la bestia humana (hombre de las cavernas), no es visitado por un antepasado loco (tía Dide); es el mismo Schopenhauer quien persigue a Lázaro más allá de la tumba. Es más, La alegría de vivir demoniza a Schopenhauer, no su doctrina, sino al hombre:13 "¡Ah!, ¿no te lo dije?, soñé que tu Schopenhauer se enteró de nuestro matrimonio en el otro mundo, y que descendía por la noche para tirarnos de los pies" (Zola, 2019, p. 76). Figura astuta, incluso infernal, utiliza a los muertos vivientes o al fantasma para emerger del pasado en el presente relatado. Recordemos que estamos en un régimen naturalista, donde la escritura se apega, en teoría, al realismo más científico y estricto. Peor aún, Lazare durante sus crisis está poseído por Schopenhauer, como le sucede al pecador bajo la influencia del Gran Tentador: "Cada día que pasaba, Pauline creía notar en Lazare algo desconocido y turbador, que la sublevaba" (p. 73.) Ese extraño es el mismo viejo cínico. Lazare comienza a actuar o hablar a pesar de sí mismo, como ventrílocuo, afirmando que "quería suprimir la vida para de ese modo suprimir el miedo" (p. 228), a pesar del terrible miedo que suele causarle la muerte.

Lazare es actuado desde dentro, como un títere; pero, a diferencia de Jacques Lantier (en La bestia humana), lo visita un ser difícil de asimilar a un bruto instintivo o a un salvaje: el filósofo no simboliza el tiempo anterior al saber, sino el posterior al conocimiento, al pecado original. No se trata de la edad de la inocencia, sino del paraíso perdido en la procacidad de una frenética búsqueda de sabiduría:

[Lazare1 cuando anunciaba el suicidio final de los pueblos, precipitándose en masa dentro del vacío, rehusando engendrar nuevas generaciones, el día que su más desarrollada inteligencia les convenciese de la estúpida y cruel comedia que una fuerza desconocida les estaba haciendo representar. (p. 73)

Porque a este Schopenhauer lo imaginamos más como el padre del humor negro que como una bestia inconsciente (aunque la Bestia sea uno de los nombres de Satán). Se había convertido en responsable del desencanto, un viejo burlón riéndose sardónicamente; a los ojos de sus lectores franceses, sin duda representó una figura tutelar del exceso de conocimiento. Así, por una singular inversión de las prácticas zolianas, llega a obsesionar a los personajes de la ficción naturalista no provocando el resurgimiento de instintos arcaicos, sino estimulando el despertar insidioso de un saber refinado y morboso, decadente en el sentido fuerte de la palabra.

Para concluir, diremos que, impregnada de la sensación enloquecedora de que la forma más desarrollada de conocimiento conduce a la humanidad a su ruina, La alegría de vivir ofrece un caso singular de diálogo entre filosofía y ficción. Es que el contacto con las ideas de Schopenhauer causó una fuerte impresión en Zola. Por ello, al programa inicial de la novela (tesis antipesimista) se injertó una demonización del filósofo que sugiere cómo la conciencia de las visiones apocalípticas que circulaban en París bajo el nombre de "pesimismo" podría despertar los más íntimos temores del novelista, lo que a su vez engendró ciertos préstamos a la mitología bíblica.

La imagen solar de Pauline opera una especie de contrapunto utópico, basado en las virtudes de la devoción, el perdón y el sufrimiento aceptado, que se encuentran en el corazón de la moral de Schopenhauer:14 Pauline aporta la buena nueva de una salvación humanitaria gracias a "la caridad activa" (Zola, 2019, p. 85); es ella quien, adoptando los principios morales schopenhauerianos, reequilibra la ecuación social en Bonneville (donde dominan la enfermedad y la miseria). Sin embargo, La alegría de vivir carga de ambigüedad sus propias conclusiones filosóficas, porque sugiere los límites de tal régimen de abnegación en la medida en que genera una deuda: "¿Y tendré que estarte siempre agradecido? pregunta Lazare a su benefactora"; "La superioridad moral de Pauline, tan recta y justa, le llenaba de vergüenza y de cólera", precisa además el narrador (pp. 269 y 135, respectivamente). ¿La caridad culmina en un callejón sin salida?, se pregunta Cabanès (2002). Y responde: "La paradoja zoliana sería poner de manifiesto -y esta es la gran virtud de su naturalismo- la ambivalencia de la santidad paulina" (p. 134).

Al final, este demonio de Schopenhauer, este espectro del pasado que vuelve, con su proverbial mal humor, su sofisticado desdén y su oscuro pesimismo, ¿le quita toda la bondad a los personajes que pueblan la novela? ¿Sacrificará toda la alegría de vivir en el altar infernal de su desencanto? Pregunta difícil de responder. Algo es cierto, sin embargo, la amenaza omnipresente, aquella del espíritu finisecular, ha dado un tinte desastroso a toda la obra.

Conclusiones a modo de preguntas

¿Por qué un análisis filosófico desde una obra literaria? Porque ficción y filosofía pueden ser disciplinas hermanas. Si admitimos que toda realidad (sobre todo discursiva) es susceptible de ser falsa -algo aceptable sin protestar demasiado-, cualquier retórica adquiere el valor de construcción imaginaria, que la dota de una dimensión que va más allá de la simple (y vana) oposición verdadero-falso. Los filósofos, en especial los más convincentes, nos cuentan historias tan cautivadoras como las de los literatos.15Si bien aquí no se trata de demostrar la conexión por establecer entre las prácticas literaria y filosófica, sí quedan por explorar las modalidades del diálogo que ocurren entre estas.16 Porque una se alimenta de los productos de la otra y viceversa. También puede ser interesante ver cómo lo filosófico aparece en la ficción novelesca cuando ha sido colocado allí a propósito (Juliao, 2019). Lejos de estar pegado al texto, el filosofema (elemento filosófico unitario) es manipulado, reelaborado (o al menos recontextualizado) para pasar del género en el que nació (discurso filosófico) al género en el que aparece, en nuestro caso, reducido a una novela naturalista.

¿Por qué una obra de Zola? Un literato francés, considerado el máximo exponente y teórico del naturalismo, que para él era más que un movimiento literario, al pensarlo como una nueva forma de investigar al ser humano y estudiar sus conductas, liberándose de la subjetividad y las emociones (algo propio del romanticismo anterior), siendo imparcial y centrándose en el estudio de las actuaciones, contextos y realidades. Para los naturalistas sus obras retratan los infortunios de los individuos y colectivos; historias sin esperanzas individuales que fotografían la miseria humana, presentando la realidad como es, incluyendo lo más agradable y lo más duro. Entonces la observación de la realidad es llevada al límite: se contempla con hastío la realidad del momento, sin lirismo. Empero, Zola es un gran artista a pesar de su doctrina naturalista, de esa novela experimental que aplica los métodos de las ciencias positivas al estudio de lo social y al análisis de los personajes.

¿Por qué La alegría de vivir? Tal vez porque es una de las novelas menos típicas de la saga de los Rougon-Macquart: no está ambientada en París ni cerca de ella, ni tampoco lo está en la ficción zoliana de Plassans, la ciudad donde se origina la familia. Solo la conexión tenue e inexplorada de Pauline (la menos obsesivo-compulsiva de los personajes de la familia) con sus parientes Rougon y Macquart la vincula con el resto de la serie. Cuando se publicó, la novela fue recibida como una refutación de las teorías de Schopenhauer (intención declarada del novelista), pero, muchos críticos insisten en su dimensión pesimista, invocando sobre todo el carácter autobiográfico de Lazare y una génesis textual problemática. ¿O tal vez porque fue el libro preferido de van Gogh, tanto que aparece en dos de sus pinturas, Naturaleza muerta con Biblia y Jarrón con adelfas y libros? ¿O porque fue adaptada como película en la televisión francesa en 2012 con el mismo nombre de La joie de vivre, dirigida por Améris? ¿O tal vez para comprender mejor las ideas de ese Schopenhauer que no solo influyó en Zola sino también en Tolstói, Turguénev, Proust, Mann, Hardy, Conrad y Borges, entre otros literatos? Nuestro análisis muestra que Zola ficcionalizó una filosofía que al principio pretendía refutar. Sin embargo, el sentido filosófico de la obra sigue siendo ambiguo, irreductible a una conclusión clara; incluso el título adquiere un valor irónico no previsto en las intenciones del autor. Vale la pena seguir preguntándose por el alcance filosófico de un léxico tan plurivocal como el que ofrece La alegría de vivir, donde el pesimismo, que debía conducir al absurdo de la escritura, se convierte en el tema de la obra.

¿Y por qué Schopenhauer, el gran omitido por la institucio-nalidad académica? Porque quien nunca fue profesor de filosofía (gremio al que siempre atacó), con su pensamiento marcó una nueva frontera ante quienes defienden el concepto de racionalidad y de cultura de los siglos XVII y XVIII, al instituir un nuevo marco teórico para entender al ser humano, su existencia, su realidad y su mundo, marco que inaugura esta época, influida por las crisis y el desencanto a los que hoy pertenecemos:

a. Termina con el anhelo de hallar una explicación trascendente de la realidad: ahora el mundo carece de causa y de sentido; solo existe.

b. Remite el conocimiento al servicio de los intereses vitales, lo que supone la relativización del saber, del lenguaje (su instrumento) y de la verdad (su fin).

c. Se resiste al materialismo mecanicista, inaugurando vías que facilitan comprender la existencia y la compleja dina-micidad de lo natural.

d. Concibe al ser humano como un ser natural (y no como un alma residente en el cerebro), cuya naturaleza no es ante todo cognoscente, sino volente, y cuyo destino se apuesta solo en este teatro terrenal.

e. Su idea de la razón como dispositivo al servicio de una voluntad, expresada en individuos enfrentados entre sí y conducidos por un insuperable egoísmo, justifica la actitud pesimista ante lo humano que había sido su punto de partida: el mal y el sufrimiento omnipresentes, actores necesarios de todo proyecto humano, son incurables.

f. Su sentido moral de la existencia: la única alternativa es que el sujeto se niegue (se traicione a sí mismo) y en esa negación, que termina en la autoinmolación definitiva del individuo, enraíza su concepto ascético de la cultura.

g. En últimas, se trata de una filosofía trágico-negativa cuyo centro es "la sospecha sobre la razón" (Bonilla, 2019).

En la actualidad, cuando la voluntad de dominio del mundo nos revela su lado negativo: la explotación de individuos, grupos y pueblos por otros, la depredación del planeta y la destrucción de las posibilidades de vida en él, los dispositivos de destrucción masiva, los conflictos territoriales como instrumentos para sostener la explotación y el poder que supone la posesión de recursos y armas, conviene hablar de la actualidad de Schopenhauer, como lo afirma Horkheimer: "su enseñanza tiene importancia en la actualidad por el hecho de que denuncia imperturbablemente los ídolos y de que, sin embargo, rehúsa ver el sentido de la teoría en un ladino presentar lo que ya existe" (1966, p. 193); "no existe ningún pensamiento que los tiempos necesiten más ni que, pese a toda su desesperanza -y por manifestarla-, sepa más de esperanzas que el suyo" (p. 196).

¿Y qué tiene todo esto que ver con las utopías y las distopías? Parece extraño y difícil abordar la utopía desde un enfoque pesimista, pues parecen modelos teóricos incompatibles, pero eso cambia cuando introducimos el concepto de distopía; ahora pesimismo y utopía son compatibles, desde la paradoja. Como hemos visto, la teoría de Slaymen Bonilla (2019, 2020), denominada "pesimismo utópico", abarca estos tópicos. Es que la utopía, como señala Abagnano (1974):

[...1 representa una corrección o una integración ideal de una situación política, social o religiosa existente. Esta corrección puede permanecer [.. .1 en el estado de simple aspiración o sueño genérico, disolviéndose en una especie de evasión de la realidad vivida. Pero puede también suceder que la utopía resulte una fuerza de transformación de la realidad en acto y adquiera bastante cuerpo y consistencia para transformarse en auténtica voluntad innovadora y encontrar los medios de la innovación. (p. 1171)

La utopía no puede reducirse a una mera fantasía: ha de ser posible porque "el punto de contacto entre el sueño y la vida -sin el cual el sueño no es más que utopía abstracta y la vida solo trivialidad- se halla en la capacidad utópica reintegrada a su verdadera dimensión, la cual se halla siempre vinculada a lo real-posible" (Bloch 2007, p. 183). Aunque es poco lo que existe sobre Schopenhauer y la utopía, sea en su obra o estudios sobre esta,17 sí nos centramos en la ética y la ascética que suponen como vimos dos caminos diversos, el de la afirmación de la voluntad y el de su negación, algo podremos decir. Recordemos que para Schopenhauer "la virtud no se enseña" (2005, p.327); solo cuando se afirma la voluntad de vivir, el sufrimiento del mundo se torna el de cada uno (p. 412). Y así surgirá la virtud, pues es mediante este saber inicial que podemos llegar a la misericordia, donde el individuo ha superado la voluntad ciega (egoísta) y ya no se ve como un fenómeno aparte (p. 430). La utopía compasiva (budismo) o misericordiosa (cristiana) es factible en Schopenhauer, aunque no a nivel social (si acaso, grupal), sino personal: la utopía como esperanza de liberación del sufrimiento. Pareciera que el pensamiento de Schopenhauer, más allá de todo propósito edificante (lo que él siempre rechazó como algo mentiroso) tiene actualidad como punto de reflexión para la inquieta y compleja conciencia contemporánea.

Y si es cierto que la temática del "fin" de la sociedad, la historia o la humanidad se abre a lo que ha sido y a lo que será, más que a marcar un final, cabe señalar que la ficción que fue nuestro objeto de estudio evoca y participa de la mutación contemporánea del pensamiento político y de su imaginario histórico. En ese contexto, la resistencia de Pauline historiza y politiza el "final" asignándole un futuro que, aunque incierto, otorga nueva relevancia a las esperanzas del pasado. Zola no quería escribir su "poema habitual"; sin embargo, terminó componiendo una épica y serena, triste y conmovedora, oda a la vida, con Pauline como heroína, esa chica que crece en medio de su propia ruina (de dinero y amor), entre los sufrimientos de los otros personajes, de modo que su demostración de salud y alegría adquiere un tono irónico. Debido a los titánicos poderes de los problemas y la tristeza que la rodean, en última instancia, parece ser solo una pequeña isla de felicidad en un enorme océano pesimista, inquietante y malévolo: utopía y distopía entrelazadas en la ficción, abriendo el camino a un cambio real sea personal, grupal o societal.


1 Hablamos de ficción utópica y/o distópica como términos para nombrar dos géneros literarios que examinan lo sociopolítico. Una imagina un mundo ideal donde todo es perfecto; otra (a veces llamada "apocalíptica") inventa una sociedad que, ansiando felicidad, genera sufrimiento o degrada a un olvido definitivo. Muchas obras fusionan ambas alternativas como metáfora de las opciones posibles de la humanidad para culminar con uno de los dos futuros potenciales.

2 Por eso conviene tener clara la distinción entre la política como práctica institucionalizada y lo político como disruptivo del orden social, como algo "ontológica-mente constitutivo de las relaciones sociales" (Laclau, 1993, p. 52). Categorías complementarias, siempre en tensión, pues lo político siempre es conflictivo, al implicar la viabilidad de que todo hecho sea político y ofrezca lógicas antagónicas.

3 Fundado en 1859 por Godin, el Familistere en Guise (Francia) es uno de los raros, si no el único experimento fourierista que superó con éxito la prueba de la historia. La Comunidad de Oneida, fundada por Noyes en 1848 en Oneida (Nueva York), cultivaba el comunitarismo (propiedad y bienes comunales), el matrimonio grupal, la abstinencia sexual masculina y la crítica mutua.

4 En el sentido de Bauman (2017), que entiende la retrotopía como "una negación de la negación de la utopía" (p. 7), donde, desde una mirada retrospectiva, todo se encamina hacia un mundo capaz de garantizar al individuo un mínimo grado de estabilidad y de confianza en la sociedad que lo rodea.

5 En 1818 el filósofo utilitarista Bentham, reflexionando sobre el concepto de utopía, creó otro término, cacotopía, del griego kako (malo) y topos (lugar), que, aunque no cuajó, podría servir para definir esa avalancha de obras que presentan un futuro negro y sombrío, y evitar así incluirlas todas bajo el amplio paraguas de la distopía.

6 "La utopía es, en un presente definitivo que desconoce el pasado e incluso el porvenir, pues, al ser perfecta, ya no cambiará" (Trousson, 1995, p. 45).

7 En un artículo titulado "Dónde: la incógnita de un siglo que, sin embargo, avanza", Gaillard ilustra hasta qué punto el periodo que nos interesa, imbuido de positivismo, se aferró a la idea de un devenir escatológico mejor: "El siglo se proyecta hacia adelante como si estuviera sujeto a un impulso donde la voluntad consciente tendría cada vez menos parte". La noción de progreso está ahí para asegurar el movimiento de un sentido y, al tiempo, para tranquilizar a los atrapados en la carrera. Pero algunos sospechan que este término no es más que "la coartada racional de una compulsión casi instintiva hacia el progreso", y por tanto tan indiferente a los fines como lo es el proceso de la evolución (1997, pp. 201-202).

8 "Decrecimiento" podría ser una de las palabras clave del movimiento contemporáneo que, sabiendo que los recursos planetarios son limitados, piensa que hay que conservarlos, reciclados en lugar de consumidos; de ello depende la salvación de las generaciones futuras. Avatar de las utopías de antaño, esta tendencia por frenar, incluso revertir, el crecimiento del impacto humano sobre el medio ambiente promete no una felicidad eterna cuanto la supervivencia del planeta y de los intelectuales.

9 Trousson es categórico: "La contradicción fundamental de la utopía es entre felicidad colectiva y felicidad individual" (1995, p. 223).

10 Si las teorías de Schopenhauer rechazaban toda escatología, las de Hartmann, su discípulo más célebre en Francia, se prestaban a ella sin vacilar al proclamar la proximidad del fin de la humanidad. La apelación a la nada universal proclamada por los discípulos más radicales fue erróneamente atribuida al pensamiento del maestro por los traductores franceses. No extraña que Zola condujera su trama por los caminos de la utopía negativa.

11 Las expresiones "el viejo cínico" y "la alegría de vivir" aparecen en la lista de nueve títulos previstos por Zola en sus notas manuscritas.

12 Recordemos que "la bestia humana" es el título elegido por Zola para el decimoséptimo volumen de Rougon-Macquart. Es con esta fórmula oxímoron que designa la alteridad interior que hoy llamamos inconsciente y cuyo hallazgo, a mediados del siglo XIX, fragmentó el suelo que cimentaba el edificio de la modernidad.

13 Esta satanización es el elemento más evidente entre los que podrían acreditar la idea de que La alegría de vivir pretendía ser una acusación contra Schopenhauer. Sin embargo, ni la crítica de la época, ni trabajos más recientes lo han planteado. Mucho se ha dicho sobre los dos protagonistas; se ha demostrado sin dificultad que "Lazare no es, de hecho, un schopenhaueriano de estricta obediencia" y que es Pauline, la fiel discípula de un Schopenhauer, como lo señala Colin (1979, p. 171).

14 Esto confirma la comprensión que Zola adquirió de las tesis de Schopenhauer, a pesar de la incomprensión general de los franceses, que se sentían amenazados por este ateo y hostil alemán, en su vieja y "buena" moral cristiana. Porque Schopenhauer no rechaza de entrada todas las formas de vida, contrario a la creencia popular. Según su teoría, la de Pauline le habría parecido la más meritoria y envidiable.

15 Algo tan antiguo como los diálogos platónicos, aunque en sentido más concreto, esta relación florece bajo la escritura de Voltaire o Jonathan Swift. En las primeras décadas del siglo XX autores tan diversos como Mann, Hesse, Sartre o Camus, o escritores distópicos como Huxley u Orwell, llevaron la ficción a su más elevado desarrollo. En la narrativa española, Unamuno, Baroja o Azorín abren el camino, y Borges lleva el género de la ficción a una de sus cimas más importantes y abstractas. Incluso la novela de ciencia ficción (Lem, Clarke o Asimov) introduce ideas filosóficas.

16 Se pueden ver al respecto las obras de Macherey (2003) o Marquet (1996).

17 Se puede citar el artículo de Ruiz (2007) donde trata el concepto de "conciencia mejor" como base de la teoría de la redención schopenhaueriana, pero sobre todo son claves los artículos de Slaymen Bonilla (2019; 2020) y, claro, su tesis El Mundo como vacuidad y Mythos (2021).


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