Fecha de recepción: 7 de diciembre de 2023

Fecha de aceptación: 18 de agosto de 2024

DOI: https://dx.doi.org/10.14482/eidos.43.456.987

Una aproximación a las formas barrocas como imaginación política1

An Approach to Baroque Forms as Political Imagination

Carlos Mario Vanegas Zubiría

ORCID ID: 0000-0001-8700-6365

Universidad de Antioquia (Colombia)

carlos.vanegas@udea.edu.co


RESUMEN

Este artículo ofrece una aproximación a las formas barrocas como mediación para cuestionar y reflexionar sobre la perspectiva del vencido en la historia de Latinoamérica. Para lograr esto, se explora la relación entre la experiencia colonial y las crisis actuales en la región, destacando la importancia de autores como Bolívar Echeverría, Bonfil Batalla, Serge Gruzinski, José Luis Romero, Pablo Casanova y Silvia Rivera Cusicanqui en la comprensión de la historia social de la Colonia. Asimismo, se analiza la emergencia de una vida social signada por el mestizaje, las disputas culturales y la coexistencia de códigos culturales en disputa que fueron apropiados por las formas barrocas. Además, se examinan las estrategias estético-políticas de la época barroca como posibles referencias históricas concretas que permiten imaginar otros modelos críticos y formas estéticas de intervención para prefigurar nuevas posibilidades de lo real en el presente. Este enfoque ofrece una perspectiva novedosa para comprender la crisis civilizatoria inherente de la socialidad colonial y sus implicaciones en la sociedad contemporánea.

Palabras clave: formas barrocas, imaginación política, experiencia colonial, mestizaje, crisis actuales, Latinoamérica.


ABSTRACT

This article offers an approach to baroque forms as a mediation to question and reflect on the perspective of the vanquished in Latin American history. To achieve this, it explores the relationship between the colonial experience and the current crises in the region, highlighting the importance of authors such as Bolívar Echeverría, Bonfil Batalla, Serge Gruzinski, José Luis Romero, Pablo Casanova, and Silvia Rivera Cusicanqui in the understanding of the social history of the Colony. It also analyzes the emergence of a social life marked by miscegenation, cultural disputes, and the coexistence of disputed cultural codes appropriated by baroque forms. In addition, it examines the aesthetic-political strategies of the Baroque era as possible concrete historical references that allow us to imagine other critical models and aesthetic forms of intervention to prefigure new possibilities of the real in the present. This approach offers a novel perspective for understanding the inherent civilizational crisis of colonial sociality and its implications for contemporary society.

Keywords: baroque forms, political imagination, colonial experience, mestizaje, current crises, Latin America.


Introducción: contradicción de la experiencia

La amplia tradición del pensamiento latinoamericano parece coincidir en un proceso concreto de nuestra historia desde la conquista hasta nuestros días: la perspectiva del vencido como objeto concreto de una experiencia americana, cuya matriz ha estado signada por la violencia y la catástrofe. En este sentido, el acercamiento a la experiencia colonial para pensar nuestras crisis actuales se presenta como un campo potencial que nos permite reflexionar diversas estrategias que confronten los valores impuestos por la modernidad triunfante, y que permiten imaginar otros modelos críticos y formas estéticas de intervención para prefigurar nuevas posibilidades de lo real en el presente de la región.

De esta manera, las diversas apuestas por conceptualizar los procesos regionales, desde la experiencia colonial hasta nuestros días, revelan las complejas historias de los fenómenos culturales y estético políticos que han ayudado a tejer y a consolidar la socialidad latinoamericana. En este sentido, intentamos encontrar resonancias conceptuales entre diversos autores que han desarrollado variantes de aproximación e interpretación para comprender las formas culturales que han constituido, y aún lo hacen, el amplio abanico de los gestos barrocos. Desde la tribuna de diversas disciplinas, estos autores han planteado ejercicios de interpretación de los imaginarios sociales regionales, han apostado por rescatar prácticas y operaciones culturales a partir del diagnóstico de eventos, registros, historias y caracterizaciones que nos ayudan a entender, para el presente, las diversas formas de organización donde los gestos estético políticos que giran en la órbita de las formas barrocas son protagónicos para la comprensión de nuestros contextos socioculturales (Vanegas, 2024).

De tal modo que relacionamos posibilidades de análisis y comprensión dispares, pero que están atravesados por un momento histórico concreto, por la singularidad práctica, política y estética de los procesos sociales de la colonia y sus derivas históricas para el presente de la región. Así, encontramos puntos de encuentro y resonancias conceptuales entre autores como Bolívar Echeverría (2000, 2010), quien desde la filosofía de la cultura plantea las nociones de ethos barroco y estetización exagerada en las formas coloniales como el juego, la fiesta, o el arte, pues entiende que hacen parte de un comportamiento social que permite pensar los gestos y estrategias barrocas como formas de supervivencia que se manifiestan en la existencia concreta de la sociedad barroca. O el historiador Serge Gruzinski (2013, 2012), quién a través de la guerra de las imágenes, indaga sobre el papel y la configuración de la imagen colonial y barroca a partir de la pugna y contradicción con las condiciones del contexto imbricado colonial. Gruzinski encuentra en estas formas la resemantización de códigos culturales, la transfiguración de imágenes y el mestizaje de tradiciones y plasticidades como estrategia de reivindicación política, e interlocución de los sujetos oprimidos y marginados en los nuevos modos de la vida citadina.

En esta línea de pensamiento sobre el espacio urbano colonial, rebosante de experiencias festivas y rituales en los cuales se negociaba la socialidad moderna, el historiador argentino José Luis Romero (2023; 2009) entiende que la ciudad barroca es dual: está constituida por grupos dominados y dominantes que interactúan y escenifican en los procesos cotidianos una violencia estructural, una que termina por dar matices al espacio urbano como escenario en pugna. Por ello, para Romero hay procesos de teatralización y encubrimiento que ponen en entredicho las formas culturales dominantes, cuya "vocación por el espectáculo" generó estrategias que posibilitaron responder a las situaciones inéditas propias de su historicidad y sobrellevar la dura realidad (2023, p. 335). Igualmente, González Casanova con su colonialismo interno (2009) entiende el proceso colonial como una experiencia singular atravesada por una violencia estructural, en el cual emerge el sujeto moderno y concreto del sufrimiento: el indio y el marginado.

La interpretación de este sujeto concreto de la socialidad colonial permite pensar otros modos de vida que fueron arrasados, olvidados o marginados en los procesos de configuración social y cultural. Sin embargo, estas apuestas, al igual que la planteada por el antropólogo Bonfil Batalla entre el México profundo y el México imaginario, nos permite vislumbrar una situación colonial caracterizada por la dualidad antagónica y contradictoria de lo dominado y lo dominante, y, a su vez, emprender posibilidades de interpretación regional en las cuales se establezca una revitalización y revaloración de diversas formas cualitativas de la cultura que se empeñan en no ser reducidas en las tensiones y pugnas de los procesos históricos de la región. En este horizonte el concepto de lo ch'ixi entra en resonancia con las apuestas de los autores señalados. Rivera Cusicanqui lo entiende como potencia imaginativa de interlocución, para interpretar la región andina como una historia atravesada por la condición de opresión desde la colonia y cómo pueden pensarse desde esta precariedad acciones estéticas y simbólicas para transgredir la imaginación social.

Así, los encuentros y cercanías entre estos autores nos permiten pensar las formas barrocas como fenómenos históricos circunscritos a situaciones históricas deficitarias, muchas veces reduccionistas de la diversidad cultural de la región, a través de los cuales pensar la coexistencia de códigos culturales dañados. Sin embargo, en su revés, aparece su rostro potente que nos permite interpretar los gestos concretos y de ruptura que hacen visibles las relaciones de violencia y exterminio que invisibilizaron procesos heterogéneos de imaginación política, así como la configuración espacial en la que hubo fricción, tensión, entre las formas de dominio y las estrategias de resistencia.

De esta manera, la diversidad disciplinar que hemos relacionado nos permite indagar la experiencia colonial, aun superviviente en múltiples dimensiones de la socialidad de nuestro presente, como una especie de mediación que permite cuestionar y reflexionar lo concreto de la perspectiva del vencido, a través de las nociones operativas del mestizaje, lo barroco o la colonialidad. Y es en esta singularidad del análisis que podemos pensar en modos de praxis política como formas en que los sujetos atravesados por la violencia han podido refugiarse ante las circunstancias materiales invivibles e insoportables, además de poder defenderse, así sea imaginariamente, para poder sobrellevar las condiciones deficitarias de su época.

En esta perspectiva, el interés de esta investigación es partir de un diálogo teórico que permita una aproximación a algunas estrategias de la época barroca (siglos xvi, xvii, xviii), como la imagen y el culto de la Guadalupe, la figura de la Malintzin o la ciudad moderna como escenario saturado. Estas estrategias se entienden como gestos oblicuos y precarios �en el plano secundario de la forma plástica�, donde aparece y se da visibilidad a lo negado en la violencia estructural, y que nos revelan la crisis civilizatoria profunda e inherente de la socialidad colonial. A su vez, nos interesa mostrar que en este amplio espectro histórico se gestaron prácticas de resistencia y alternativas estéticas que confrontaron, a pesar de su derrota, los falseados valores que fueron utilizados para subsumir la diferencia cualitativa de la cultura.

Estas prácticas y acciones de la vida cotidiana permiten pensar nuestras crisis actuales y sospechar, como lo hicieron los sujetos concretos de la experiencia colonial, de los valores modernos impuestos como universales, pues ha sido ampliamente documentado que, en la trágica experiencia americana, estos valores e ideales han sido falseados a través de la represión y la aniquilación de lo heterogéneo indígena, así como todo vestigio plural de socialidad que no quiso ni quiere ser reducido a los márgenes cuantitativos del capital (Puerta Domínguez, 2021). Una apuesta contemporánea de esta idea aparece en las obras del artista y fotógrafo guatemalteco Luis González Palma, quien indaga el autosacrificio de las comunidades marginadas y del indio como sujeto concreto del dolor, a través de la representación íntima y frágil de ciertos aspectos festivos y lúdicos de la vida cotidiana.

A lo largo de las obras que datan de 1989-2012 como Ofrenda (imagen 1), Retrato de niño (imagen 2), o Lotería ii (imagen 5), apreciamos un proceso creativo en el que se mezclan códigos en disputa, entre el rostro indígena y los rituales religiosos católicos, entre la mirada del oprimido y la exaltación de la fiesta religiosa que lo hace partícipe de una socialidad desigual. Y así, las obras de González Palma operan de manera soterrada, oblicua, al integrar elementos dispares, yuxtaponer historias de procesos olvidados o reducidos, o desfigurar jerarquías de la mirada e imágenes culturales que insisten en sostener una sociedad dual, para desestabilizarlas en la imaginación creativa donde esas identidades que fueron reprimidas en el proceso histórico de constitución regional aparecen sin pretender ni suponer que haya un regreso o un retorno a situaciones históricas en las cuales los códigos originales funcionaron en su efectividad. Al contrario, sus obras nos muestran el abigarramiento de formas que acarrean procesos sin retorno, y cuyo aparecer no devela que sean instancias o estrategias resolutorias de la fricción de la cultura.

Entendemos que indagar acerca del proceso histórico colonial, donde el alienado emerge en medio de un proceso de subsunción que lo ha negado como otro, implica señalar que ha sido reducida su identidad al gesto prefigurado de los valores modernos del conquistador. Con esta posibilidad queremos ver algunos espectros de la crisis civilizatoria colonial como una apuesta oportuna que pueda imaginar formas de socialidad distinta: formas que no subsuman la diferencia cultural y que, a su vez, mantengan la tensión inherente de la experiencia concreta latinoamericana. Con este interés nos acercaremos al concepto moderno de lo barroco como una forma histórica propia de modernidad que, a pesar de su derrota, en su propia fuerza nos ofrece la posibilidad de la realización cultural.

En consecuencia, revitalizar y sobredeterminar un proceso colonial como el barroco implica la aproximación conceptual a una especificidad histórica que comprenda el carácter trágico de su contexto concreto, que no haga un borramiento ni eluda las disyuntivas, las discontinuidades, las contradicciones y los fenómenos irreconciliables que han constituido la vida sociocultural de la región. Por ello, aquí apostamos por una crítica de la vida histórica que no puede comprenderse desde los esquemas modernos de la continuidad histórica (Agamben, 2011, 2018; Rivera Cusicanqui, 2018; Koselleck, 1993), sino que toma conciencia de los procesos fragmentarios, inacabados y muchas veces en pugna, de la particularidad americana.

Al asumir reflexivamente una experiencia configurada por relaciones sociales inestables y conflictivas, interpretamos que hay resonancias conceptuales con proyectos actuales de diversa índole que iluminan las estrategias del sujeto concreto de la violencia: el indio y sus heterogéneos procesos históricos que están atravesados por la matriz de una violencia y drama estructural (Bonfil Batalla, 1990, pp. 41, 126-130; González Casanova, 2009, pp. 121, 126, 144; Echeverría, 2000, pp. 39, 47, 50, 165; 2010, p. 122; González Prada, 1976, p. 336; Rivera Cusicanqui, 2018, pp. 25, 27, 63). Este tipo de mediaciones conceptuales aprecian en los procesos indígenas, como el gestado en el barroco y el mestizaje colonial, estrategias posibles de resistencia y de refugio político inconformes ante la realidad dada. Junto a estos riesgos conceptuales entendemos que en las estrategias del vencido se pueden reivindicar y revitalizar modernidades potenciales que fueron parcial o totalmente borradas por la modernidad realmente existente (Echeverría, 2010).

De ahí que, a pesar de ser vencidas o derrotadas, no son irreales, sino que son posibilidades y alternativas de la vida cotidiana que fueron gestadas desde los propios elementos violentos del proyecto moderno. Por ello, tampoco entendemos en estas reflexiones que se deba rechazar el espectro violento que funda la socialidad americana (Romero, 2009; Gruzinski, 2013, 2012). No puede pensarse políticamente este tipo de procesos si excluimos de la mediación la violencia inherente a los mismos (Didi-Huberman, 2020). Al contrario, como pensaba Benjamin, la violencia es central en estas aproximaciones, en tanto permite entender las precipitaciones y crisis históricas que han ocurrido en la región. Igualmente, indagar sobre los procesos de representación coloniales como el barroco implica entender la violencia de sus formas e imágenes porque permitió que la socialidad colonial estableciera compromisos y asumiera riesgos para la supervivencia cultural.

Estrategia de lo deficitario

Emprender una aproximación a este tipo de estrategias barrocas implica cuestionar la práctica de la violencia en la historia para poder apreciar el carácter potencial y real de las experiencias de ruptura y de peligro que el vencido puso en acción. Aprovechar esta tensión propia es un modo de representar críticamente formas concretas pasadas que fueron puestas en suspenso, o que fueron borradas por otras formas victoriosas. Y, a su vez, es un impulso conceptual cuyo carácter y fuerza se manifiestan en la corrección constante ante lo dado y en traer al presente el recuerdo persistente de nuestra insatisfacción ante la realidad.

Con esto queremos decir que no se elude la violencia en el proceso colonial. Al contrario, vemos que en las estrategias como la barroca, surgida del aniquilamiento y la derrota, hay un potencial crítico que permite pensar formas distintas de socialidad, concreciones diversas que están en contradicción con su propia modernidad y que apuestan por hacer pervivir la pluralidad cultural, como lo entiende Echeverría con su noción de ethos barroco (2000). En definitiva, es asumir que, en estas formas y estrategias, a pesar de su débil fuerza o su escasa presencia en los registros de la historia, perviven formas imaginarias con las cuales pensamos nuestro pasado para asumir el compromiso del presente. De ahí que aceptemos aquella cita, aquel compromiso que planteó Benjamin con el pasado (2010), para entender el carácter trágico de una estrategia que aún insiste en recrear y transfigurar su realidad deficitaria para hacer supervivir la diversidad de nuestra imbricación cultural.

Como ya hemos señalado, el periodo colonial ha sido un proceso histórico caracterizado por una crisis civilizatoria, en la cual estaban en pugna códigos y valores contradictorios e inestables (Echeverría, 2000, pp. 21-23, 81, 139; 2010, pp. 190, 194; Gruzinski, 2013, pp. 71, 171). En este amplio marco sociocultural diversos autores han señalado cómo las estrategias barrocas, vinculadas concretamente a la esfera de la vida cotidiana en sus festividades, sus rituales y sus modos de comportamiento son fenómenos de ruptura y refugio que manifiestan la capacidad y la potencia de afrontar los vericuetos de la vida social en pugna, algo característico de este periodo americano (cfr. Romero, 2023; Bonfil Batalla, 1990). En este sentido, la potencia de sus manifestaciones implica un refugio ante los tormentos y violencias a los que fueron sometidos los sujetos vencidos: los indios.

De esta manera, pensamos en obras como Historias paralelas (Imagen 4), Virginal (Imagen 6) o La mirada crítica (Imagen 3) de González Palma, cuyos gestos barrocos revelan, en sus despliegues sociales y cotidianos, estrategias representacionales de resistencia y de supervivencia que consignan la condición vencida y neutralizada de manera imaginada y prefigurada. Con esta afirmación señalamos que, en los rostros indígenas frontales, mirando al espectador, en los suplementos textuales que refieren a eventos de la socialidad cotidiana, y en los diversos elementos, objetos y archivos que se yuxtaponen para apelar a contextos singulares de lo sagrado y lo profano, no se anula la realidad deficitaria, ni la violencia aniquiladora de los códigos vencidos por los valores del conquistador. Al contrario, las estrategias barrocas, como las que apreciamos en las obras de González Palma, son formas que recrean y rehacen la realidad a la que están sometidas. Al entender que surgen y confrontan las formas de la realidad dada, las formas barrocas reconocen la pugna y la crisis civilizatoria para teatralizar la vida cotidiana insoportable.

Con esta operación el barroco disloca la realidad que duele, atravesada por la violencia, para transfigurarla en la representación como una puesta en escena que pone en entredicho la legitimidad de los valores victoriosos e imaginar una realidad diferente. Lo que implica que las formas barrocas surgen por el aniquilamiento de la heterogeneidad cultural que realizó la modernidad victoriosa del conquistador, para mostrarse a sí misma como aquello que aún no ha sido resuelto. En otras palabras, las diversas estrategias barrocas teatralizan la vida reducida que impuso la modernidad y aparentar que no hay una homogeneidad total. De hecho, manifiestan en su proceder la contradicción de la violencia y la destrucción, y al ponerla en escena, imaginan en la representación la posibilidad de otra dimensión de la diversidad sociocultural. Lo que estas operaciones creativas buscan, y, quizá, logran, es prefigurar imaginativamente otras situaciones, otros modos donde se suspende el movimiento violento y aniquilador de la modernidad vencedora (Puerta Domínguez, 2021). Es en esta perspectiva que se ha entendido el barroco como un proceso o ethos social que (Echeverría, 2000; Blackburn, 2015; García Conde, 2015), en tanto refugio, desnaturalizó y descentró lo que la modernidad y el capitalismo había naturalizado.

La llamada teatralización del mundo implicó la consciencia y la denuncia de que se había mitificado lo naturalizado como verdadero, y que este proceso de encantamiento reducía y olvidaba lo vencido y oprimido. Por este motivo, la teatralidad del barroco invierte este proceso social y, a la par, señala que el mundo legal es igualmente cuestionable en tanto su mistificación es, asimismo, una escenificación (Echeverría, 2000, pp. 95, 205; Puerta Domínguez, 2021, pp. 222, 232). En sus formas y dislocaciones de sentido, las formas barrocas intervienen lo dado para mostrar que no es algo natural, que no se trata de un proceso automático de la esencia humana, sino que restaura imaginativamente su carácter cuestionable y transformable.

En consecuencia, las formas barrocas representan una experiencia de ruptura, desde que se hace una puesta en escena de diversos modos en la existencia festiva, en la que se intervienen y cuestionan los valores establecidos por la violencia colonial. Ruptura que implica la manifestación, soterrada y muchas veces subterránea, de la inconformidad ante las condiciones de vida que se sufren, así como de la reivindicación de la diversidad humana y sociocultural ante los esquemas de la violencia moderna. Es por ello que, como señalan Echeverría (2000, pp. 39, 99), Lezama (2017) o Rivera Cusicanqui (2018, p. 44), las formas estético-políticas del ethos social barroco fueron un pilar fundamental para la configuración de la vida cotidiana, ya que fueron elaboradas e imaginadas por las clases marginales y vencidas de las nacientes ciudades mestizas de los siglos xvii y xviii.

Tales formas fueron fundamentales porque con estas se configuró un modo de supervivencia como estrategia de integración de los sujetos vulnerados y oprimidos en medio de una situación hostil de vida. De donde se infiere que su potencia es transgresora y establece una experiencia de refugio ante las condiciones hostiles de la sociedad deficitaria. Por todo esto, ha sido la imagen del arte el fenómeno barroco por excelencia, pues a partir de esta se ha interpretado la dimensión crítica que descentraliza las representaciones naturalizadas (cfr. Lezama, 2017; Richard, 1994), como podemos apreciar en las obras Untitled (terra nova) (2020) o Untitled (A Correct Chart of Hispaniola with the Windward Passage) (2020) de la dominicana Firelei Báez, cuya intervención de cartografías y mapas con figuras humanas distorsionadas, en su volumen y formas, acusan los tránsitos de esclavitud y la violencia del colonialismo; o en las obras Olvido (1987) de Cildo Meireles, que desde la codigofagia cuestiona los discursos globales como situaciones de opresión y aplastamiento de la población amerindia; o Retratos criollos iii (2009-2011) de Joscelyn Gardner, donde se superponen instrumentos de castigo y esclavitud, nombres olvidados en archivos históricos obliterados en peinados y diversas especies botánicas que sirven para el aborto. Todas estas son estrategias creativas con las cuales se disciernen y se cuestionan las condiciones reales de la alienación y la opresión de los individuos (cfr. Sarduy, 2013; Didi-Huberman, 2020; Taussig, 1993).

En consonancia con esta idea, las imágenes del arte se han entendido como formas sensibles en las cuales se teatraliza el sufrimiento. En ese sentido, en obras coloniales como la poesía de Sor Juana (Lezama, 2006, pp. 521-522; Paz, 1985, pp. 35, 44) o en la configuración de la imagen y el culto a la virgen de Guadalupe a partir de la refuncionalización de códigos e imágenes (cfr. Echeverría, 2010, pp. 194, 198, 204; León-Portilla, 2000, p. 88; Gruzinski, 2012, p. 193 yss), la figura de sospechosa, soterrada y alterada de la interprete Malintzin como prefiguración crítica (Echeverría, 2000, pp. 21-25; Gruzinski, 2012, p. 51; Paz, 2009, p. 125; Rivera Cusicanqui, 2010, p. 59), o la espacialidad retórica de las nacientes ciudades modernas con sus alamedas y zócalos (Argan, 1964; Gruzinski, 2012; Lezama, 2006; Romero, 2023), aparecen como una mediación del pensamiento que transfigura la pérdida y el sufrimiento en potencia crítica, cuya capacidad imaginativa ha pensado la extrema negatividad y la precariedad constitutiva de la sociedad americana.

De igual manera apreciamos esta potencia crítica del barroco en una serie de yuxtaposiciones formales y conceptuales de las obras de González Palma, como en Lotería ii (imagen 5), donde sugiere alegorías de un juego colonial con el cual se pretendía enseñar a escribir y leer castellano a los indígenas. En esta obra están los signos que representan aquellas miradas de dolor que se dirigen al vacío, típicas de la imaginería religiosa, como en virginal (imagen 6); los personajes nos miran y se muestran, pretenden reinstaurar la memoria y reactualizar la historia negada, donde el dolor y la tragedia no se llevan al paroxismo del espectáculo; no hay drama, toda vez que se elevan en medio del tropo retórico de la alegoría. En Lotería González Palma despliega la mirada íntima sobre la realidad guatemalteca, buscando el arquetipo, lo mitológico, a través de transfiguraciones de sentido, transposiciones semánticas, desviaciones de significado, proliferación de artificios, iconofilia e iconoclasia religiosa. Estrategias y representaciones oblicuas de la imagen del arte contemporáneo latinoamericano que se aprecia en las reflexiones y creaciones literarias de Severo Cobra de Sarduy, Paradiso de Lezama Lima, Concierto barroco de Alejo Carpentier, Cabrera Infante o La tejedora de coronas de Germán Espinosa; en las artes visuales de los cubanos René Portocarrero y Amelia Peláez, de los colombianos José Alejandro Restrepo y Olga de Amaral, y del mexicano Daniel Lezama; o como los procesos y actividades de la semana moderna brasilera de 1922, el manifiesto antropófago de Oswald de Andrade, las pinturas y las creaciones vanguardistas de Wifredo Lam, la Bienal de Sao Pablo de 1998 sobre la antropofagia o en el cine de Leopoldo Torre-Nilsson o Glauber Rocha.

En definitiva, la imagen ha sido preponderante como experiencia de refugio y espacio crítico donde lo que fue borrado hace presencia en sus estrategias oblicuas e imaginarias. Porque en este carácter radica el rendimiento de la imagen: que en tanto precaria y contingente, la imagen tiene la potencia paradójica de no adaptarse a las generalidades de lo universal y homogéneo que buscan reducir la diversidad cualitativa de la vida (Puerta Domínguez, 2021); en su fragilidad mantiene las polaridades nunca resueltas y desafía, en su exuberancia creativa, las reglas y los sometimientos del pensamiento homogeneizador (Lezama Lima, 2017). Porque sus estrategias son confrontaciones, insubordinaciones desplegadas en la vida cotidiana de ese terreno conflictivo que es la cultura (Didi-Huberman, 2020; Echeverría, 2017).

Espacio de representación y FORMA URBIS

Indiscutiblemente, el plano estético ha sido el ámbito privilegiado para la filosofía latinoamericana de las últimas décadas, pues se han interpretado sus fenómenos como actos estético-políticos que representan la diversidad regional y el comportamiento activo y heterogéneo en la tensión y negociación de la vida cotidiana. Por este motivo, su función es crucial en los imaginarios colectivos, ya que en este ámbito se puede observar la consolidación de diversos procesos de representación cultural. En consonancia con esta capacidad crítica, hemos nombrado a las formas barrocas como estrategias de supervivencia, en cuyo proceso de codigofagia se preservan los códigos culturales en disputa que, en el caso americano, son los del vencido indígena y el vencedor colonizador, como ampliamente han analizado Serge Gruzinski (2013, 2012) y Bolívar Echeverría (2000).

Como se ha afirmado hasta aquí, entendemos que en las imágenes barrocas se manifiestan estrategias de representación y tensiones sociales que configuran la socialidad de la región. Es en estas formas que se expresa la supervivencia de aquello que no fue destruido totalmente de nuestra historia. Al contrario, ellas son el vehículo donde el derrotado y el marginado de los procesos sociales aparece de manera teatralizada, en gestos oblicuos que permiten reconfigurar y reactualizar el relato de la región, con lo cual se logran formas distintas de relacionarnos con los procesos de colonización que perviven hasta la actualidad (Vanegas, 2022). Creemos que en esta última apertura radica una de las grandes potencialidades del plano imaginario de las estrategias barrocas, con estas se han revalorizado aquellas formas que han sido invisibilizadas o borradas de los márgenes de la historia; además, su indagación abrió la posibilidad de establecer y profundizar en otras perspectivas sobre la configuración de nuestros procesos de sociabilidad. En este sentido, ha permitido considerar los diversos relatos que intentan fijar las fronteras de nuestros contextos imbricados (Reyes, 2004; Rivera Cusicanqui, 2019); ha revitalizado en las discusiones actuales las condiciones propias de la experiencia americana de la vida, de igual modo ha reactualizado los enfoques sobre los sujetos subalternos y marginados producidos por el proceso colonial, como lo han planteado Manuel González Prada (2009) y Mariátegui (1995).

De ahí que la imagen barroca ha instaurado ámbitos de reflexión sobre nuestros procesos políticos, entre los cuales destaca todo el proceso de mestizaje y los rendimientos de la imaginación en la urdimbre de la cultura popular. Esto implica que en la imagen hemos encontrado una estrategia práctica para pensar nuestro presente, a partir de la mirada en retrospectiva sobre nuestro pasado, y dar cuenta de los complejos procesos y problemas que han constituido nuestra historia específica. Esto ha hecho que apreciemos las formas barrocas y sus incidencias en el comportamiento social como representaciones y fenómenos simbólicos que, continuamente, desnaturalizan aquello que, sospechosamente, se ha privilegiado como naturaleza o como proceso ineluctable del progreso cultural (Echeverría, 2000; Blackburn, 2015; Puerta Domínguez, 2021).

Al seguir esta perspectiva, desde diversas posturas intelectuales del siglo xx y xxi se interpretan los fenómenos barrocos como un proceso histórico que aporta a la imaginación política (Gandler, 2007). Esto se debe a que se aprecia en sus acciones respuestas e inquietudes a la situación confusa y problemática de la sociedad colonial, ya que sus fenómenos fueron estrategias que, de algún modo, anticiparon o prefiguraron rutas y posibilidades de acción, aperturas creativas que planteaban posibles situaciones de transgresión y, por ello, praxis y reflexión sobre las condiciones inestables del presente. Esta efectividad que los diversos críticos han visto en las formas barrocas se debe a lo que ya hemos señalado aquí: son procesos estético-políticos cuya praxis y pensamiento responde a condiciones concretas de la cultura que, para nuestra historia, está determinada en el sufrimiento concreto de los sujetos vencidos y dominados.

Como se afirmó arriba, una reflexión y creación como la barroca parte de lo concreto. Y con ello asume la crítica ante las circunstancias dominantes que desean reducir la pluralidad de las concepciones de vida (Puerta Domínguez, 2021), los heterogéneos procesos y las diversas disputas de un momento histórico regional como el colonial. Autores como González Casanova (2009), Gruzinski (2012), Romero (2023) o Bonfil Batalla (1990) han centrado su indagación en la comprensión de la historia social de la Colonia, de su violencia estructurante, de su carácter dualista que se representaba en el espectáculo público, toda vez que será el naciente e inestable sujeto moderno indio el paradigma del colonialismo y del sufrimiento estructural que padece América Latina. De ahí que estos autores entiendan que es el indio el sujeto concreto que ha sido subsumido por los procesos modernos de dominación (González Casanova, 2009, pp. 96, 360, 365).

Partir de la situación colonial y la configuración social de un nuevo sujeto citadino implica reconocer una condición antagónica y dual de nuestra realidad que, por supuesto, aún no ha sido superada. En esta perspectiva, Bonfil Batalla (1990, pp. 47, 175) entiende la coexistencia de códigos culturales en disputa que, como hemos indicado, fueron el material apropiado por las formas barrocas: una dualidad no superada del indio (México profundo) y el dominante (México imaginario) en la que sus códigos pervivieron dañados luego de la conquista. De ahí que la naciente ciudad moderna, como la de Ciudad de México, sostuvo una tendencia conservadora: mantener el privilegio de la élite y los códigos culturales vencedores para evitar que su legitimidad quedara en entredicho y, asimismo, sostener la desigualdad entre los sujetos en disputa para preservar el dominio y la explotación sobre los grupos heterogéneos (Puerta Domínguez, 2021).

En este mismo sentido, José Luis Romero presenta el carácter antagónico de la ciudad colonial. Para el argentino, las élites intentaron responder a las nuevas situaciones y a la pluralidad cultural que se fue incorporando a la ciudad. En esa medida realizaron un proceso de reproducción de estructuras de la metrópolis para sostener la imposición sobre los grupos marginales, y así establecer una jerarquización social cerrada, que se pretende escindida y polarizada entre los privilegiados y la población sometida a las condiciones de desigualdad social (Romero, 2023, p. 82, 87). Esta es una visión teatralizada de la ciudad, donde la parte hidalga ofrece el espectáculo y los indios lo miran sin acceder a este (Romero, 2009, pp. 86, 269, 326). De esta manera, la nueva situación social es configurada por la incompatibilidad de formas de vida contrapuestas, por la fragilidad de la forma de vida vencida, y por su inconformidad ante la ostentación y la dominación del vencedor.

Lo que ocurre en medio de este antagonismo es la gestación de una sociedad mestiza inestable en la que no prevaleció el código vencedor (Echeverría, 2000, p. 26; Gruzinski, 2013, p. 260; Romero, 2023, p. 93). Al contrario, y esta es la circunstancia histórica en la que surge la forma barroca y la Forma Urbis como fenómeno barroco, se gestó en la praxis una subrepticia mezcla de los dos códigos dañados y contrapuestos. Los subsumidos, ignorados y violentados asumieron su derrota a partir de sostener y recrear la tensión inherente de su vida social. Y con ello, su proceso de mestizaje fue el refugio, la estrategia imaginativa y concreta con la cual afrontaron las contradicciones de la vida cotidiana que los sometían a formas sociales cerradas y rígidas.

En este horizonte de una experiencia moderna sufrida y padecida por la población dominada, los marginados y vencidos prefiguraron y gestaron, desde la creatividad y la puesta en acto estética, diversas manifestaciones de inconformidad, estrategias plásticas diversificadas donde superviven, de manera desviada y oblicua, sus códigos dañados; y lograron apropiaciones culturales que dieron como resultado la yuxtaposición de códigos de las formas barrocas. Todas estas operaciones reflexivas y prácticas que se desplegaron en el nuevo mundo de la Colonia constituyeron un proceso cotidiano que configuró una nueva socialidad, en la cual las formas barrocas se erigieron como estrategias de resistencia ante la forma dominante de la modernidad.

Desde este punto de vista, estamos planteando la simbiosis estructural de la sociedad barroca, como tan bien ha sido definida por Romero (2023, pp. 86-93) o Gruzinski (2012, p. 120). El rostro que hemos perfilado hasta aquí manifiesta cómo los procesos constitutivos de la socialidad barroca implicaron la aparición de la diferencia que fue reprimida. Una apariencia que en fenómenos estéticos y en experiencias de la vida cotidiana es revalorizada como aquello que hace parte o es parte de la misma modernidad que lo infantilizó (Puerta Domínguez, 2021, p. 285). Así, a través de las ceremonias, la figura paradigmática de la virgen de Guadalupe, las inversiones teológicas en los rituales religiosos, la apropiación y desviación estética del gongorismo y de los conceptos europeos, o la obliteración de significados y significantes en la arquitectura y la estructura espacial de la ciudad, donde se alcanza una especie de autonomía donde lo reprimido y vencido se presenta, desde el ámbito de la imaginación y la representación, como transgresor que ha hecho propios códigos que le eran ajenos.

Con estas nociones operativas, la constitución de la socialidad barroca despliega artefactos y teatralizaciones que, por un lado, insisten en la presencia de lo reprimido y violentado en los procesos de conquista y modernización de la región; y, por otro, traen de nuevo los residuos de la catástrofe y los reactualizan como posibilidad reflexiva para el presente, que no niega a la pluralidad cultural ni resuelve el conflicto social. Este comportamiento social es lo que Echeverría ha conceptualizado como ethos barroco. Un modo de comportamiento que procura soportar la contradicción que la propia violencia moderna y capitalista introdujo (2000). Bajo esta paradoja, el ethos barroco es una fuga de la opresión al asegurar la existencia a pesar de lo soportable e invivible de la situación social. De ahí que, como hemos señalado, se planteen las formas barrocas como una especie de refugio ante las situaciones invivibles que, con la imaginación, permiten confrontar su época. Por supuesto, los autores que dialogan aquí coinciden en que este proceso no se trata de una actitud social de celebración o de superación de la contradicción y la polaridad de la socialidad colonial. Al contrario, presentan opciones y aperturas de sentido ante esa propia contradicción moderna que los sitúa en una constante condición de ambigüedad.

Si no se trata de una actitud celebratoria, ni se define o determina la forma barroca como una resolución del conflicto, es porque su estrategia es resistir a la propia homogeneización de la que surge. Prefiere, como afirma Lezama Lima (2017) y Sarduy (2013), mantener su ambigüedad, el enmascaramiento de sus elaboraciones y la obliteración y yuxtaposición de sentidos y significantes de los que se apropia. Por ello, no busca una reconciliación con la realidad, ni busca interiorizar de manera pasiva la violencia y represión moderna. De hecho, al no identificarse con la estructura moderna, busca refugio al crear y revalorizar un tercero imaginario posible, que es la apertura ante la ausencia de sentido que instauró la violencia moderna.

Este tercero, que León-Portilla ha llamado nepantle o Rivera Cusicanqui lo ch'ixi, es lo que debe ser imaginado y representado en las formas barrocas. Por eso, hemos llamado la atención aquí en las nociones de teatralización y puesta en escena, que han puesto en juego Gruzinski (2013) y Echeverría (2000), y que se despliegan en la elaboración de inconformidad que caracteriza al mestizaje americano. Es en la forma barroca donde se expresan las prefiguraciones de un tercero que mantiene en tensión la supervivencia de lo indígena que no ha sido borrado totalmente y el código del vencedor. De ahí que la socialidad barroca, en sus representaciones del arte, el ethos y la ciudad como espacio de agenciamiento, sea expresión del conflicto y de la situación contradictoria de un momento histórico en crisis.

Y hacemos énfasis en la prefiguración de un tercero, un resultado creativo que no es unilateral, porque es en él donde aparece lo irresuelto de la cultura. Es en sus gestos y elaboraciones donde se revaloriza lo vencido sin hacer el uso instrumental de la violencia moderna que quiere sacrificarlo; es en sus despliegues festivos que las formas barrocas traen una especie de recuperación de aquello que ha sido olvidado. Y esta recuperación, insistimos, es de contraconquista, como afirmó Lezama Lima (2017), pues se ofrece mediatizada en la representación, que es el lugar donde aparece la supervivencia de aquello que fue derrotado (cfr. Puerta Domínguez, 2021; Echeverría, 2000).

Por todo esto, la Forma Urbis barroca es el terreno de un proceso de mestizaje que confronta y asume los dos mundos contrapuestos que entraron en crisis a partir de la conquista, y cuyo rendimiento reflexivo nos ha ofrecido el riesgo imaginativo de asumir la derrota y hacerse cargo del mundo y los valores perdidos por la catástrofe para revalorizarlos y afrontar críticamente la crisis de la vida cotidiana.

Una posibilidad imaginativa

Por todo lo anterior, podemos afirmar que la ciudad barroca es el entramado donde se negocian compromisos de supervivencia y se establecen las posibilidades de una identidad regional, sin negar la periferia o la condición marginal a la que fueron sometidos los diversos grupos culturales prehispánicos. De ahí que las estrategias de la forma barroca insistan en la exageración formal, en la estetización o decoración de la vida cotidiana, en los desvíos esteticistas que confrontan la mistificación del mundo, en la recreación y confrontación del orden afirmativo del mundo para con ello asumir en la representación la experiencia concreta que se desenvuelve en constante tensión.

En este mismo horizonte interpretativo, Lezama Lima entiende la socialidad barroca. A partir de su noción de contraconquista, el cubano presenta líneas que resuenan en lo elaborado hasta aquí. Por una parte, entiende que las formas barrocas son mestizas, cuya estructura formal privilegia modos de acción política de carácter indirecto, subterráneo, oblicuo (2017). Por otra parte, entiende que esta simbiosis entre proceso histórico y formaciones simbólicas en la ciudad barroca permitió la expresión de una experiencia regional que daba cuenta de un comportamiento o ethos heterogéneo y diverso. Lezama Lima, al igual que Gruzinski (2013), van a ver en las formas barrocas el proceso de un mestizaje en el que cohabitan las tensiones, los entresijos y los códigos, como hemos ya señalado, de las formas vencidas amerindias y los modos vencedores europeos.

Es una cohabitación de formas, modos de comportamiento y códigos culturales contrapuestos y atravesados por la violencia del proceso histórico, cuya potencia radica en que aquello que fue negado y reprimido aparece en un lugar activo que se apropia del imaginario vencedor. De esta manera, negarse a desaparecer fue la actitud barroca que permitió la aparición de formas socioculturales que permanecían ocultas u olvidadas. Además, esta negación a permanecer oculto fue una acción constante e insistente que quiso dislocar y descentrar las imposiciones céntricas y jerárquicas que ordenaron la estructura regional. Así, tal obsesión e insistencia implicó imaginar una situación distinta, donde la diversidad negada fuera admitida como parte fundamental de la experiencia constitutiva de la región (Puerta Domínguez, 2021).

En definitiva, esta aproximación a la experiencia colonial como sociedad barroca ha implicado entender la concreción de espacios de la vida cotidiana donde se tejió la rutina y la urbanización colonial de los sujetos en reconfiguración. Una concreción política, práctica que, a pesar de ser asumida desde la posición de la derrota y la vulnerabilidad, implicó una suerte de compromisos y negociaciones para que fuera posible la presencia activa de lo aniquilado y dominado por la violencia estructural moderna. De donde se infiere que las formas de socialidad barroca implicaron acuerdos y formas de interacción que se manifestaron en la representación del mestizaje y la transgresión de modelos devenidos como naturales. Por eso hemos insistido en que estas estrategias barrocas son una puesta en escena, una apuesta imaginaria que permitió, desde la experiencia ritual, festiva y religiosa, la estetización de la vida cotidiana.

Es en este sentido que hemos señalado la simbiosis entre las formas barrocas del arte y la Forma Urbis, pues al entender el barroco como un modo de comportamiento se trata de un ethos que caracterizó la naciente sociedad colonial como un espacio de interacción y polarización cultural cuyo culmen y resultado fue la producción de una vida social signada por el mestizaje. Relaciones, enfrentamientos, desacuerdos, que hicieron posible que la ciudad barroca fuera un escenario exuberante y sobredeterminado de imágenes. Imágenes, gestos, modos de comportamiento, que en este teatro sobrecargado de discrepancias fueron apropiadas y desviadas por la población dominada para sobrellevar la contradicción (Echeverría, 2010; Puerta Domínguez, 2021). Como hemos explorado en este texto, fue el terreno de una experiencia inédita en la que emergió la apropiación religiosa en un tercero imaginado, como lo fue la virgen de Guadalupe y su forma mestiza; o la apropiación arquitectónica americana, con su opulencia y su carácter retórico y persuasivo (Lezama, 2017; Argan, 1964).

Como resultado de este prolífico proceso, la Forma Urbis barroca es la imagen de un momento histórico que se configuró en el plano imaginario y que totalizó todos los intersticios de la vida cotidiana a partir de la experiencia festiva, la diversa producción de imaginarios que intervenían todos los elementos incompatibles de la situación concreta colonial. Una estetización que se ha entendido como la irrupción de la imaginación política en el espacio humano de la rutina urbana, lo que conllevó la escenificación de lo social a través de una producción simbólica rebosante y exuberante que realizaba sobreposiciones, transposiciones, saturaciones de imágenes, sentidos, lugares, nombres e historias, para movilizar y constituir la inestable socialidad colonial.

En este "teatro espectacular de múltiples perspectivas" (Gruzinski, 2004, p. 141) fue posible una producción imaginaria que servía de refugio a los marginados. Y fue a través de su espacio que lo reprimido pudo alcanzar un papel activo en su propio proceso de integración. Esto quiere decir que las formas esteticistas y espectaculares de la sociedad barroca posibilitaron, de algún modo, la mezcla del tejido urbano. Asimismo, fue en ella donde la diversidad de códigos contrapuestos se puso en negociación y donde la construcción del sujeto oprimido, el indio, no fue sometida una vez más a la violencia instrumental del dominador. Por estos motivos, insistimos en este texto en resaltar la importancia de un proceso histórico tan complejo para nuestra actualidad, en el cual la dimensión cotidiana, el ámbito de la producción simbólica y la agencia política de los sujetos en disputa aún pervive en su insistencia de producir, transfigurar y parodiar imaginarios sociales; en confrontar y resistir a los embates de la reducción violenta de la diversidad cualitativa de la región.

Por consiguiente, creemos que las formas barrocas y sus prolíficas estrategias son una apuesta de la imaginación política que nos ayuda a seguir pensando, de manera crítica y reflexiva, nuestras formas culturales. He ahí su vigencia y legitimidad, pues en tanto proyecto humano, determinó las bases de nuestra compleja identidad, desplegó acciones reflexivas que constituyeron nuestro imaginario social y establecieron estrategias de supervivencia y resistencia con las cuales afrontó las condiciones insoportables de una vida dañada. Por tanto, el dispositivo barroco, como lo llama Gruzinski (2012, p. 149), fue un ámbito imaginario determinante de nuestros procesos históricos y culturales, con lo cual, como hemos señalado hasta aquí, nos ofrece rutas de acción y reflexión para considerar y debatir las posibilidades de nuestra región. En sus productos, gestos y estrategias, encontramos elementos que nos permiten intervenir críticamente nuestro presente e indagar sobre las posibilidades estético-políticas de la región, pues al encontrar las referencias históricas concretas, podemos imaginar otros modelos críticos y formas estéticas de intervención que prefiguren nuevas posibilidades de lo real, en este presente que se encuentra en constante tensión.


1 Este artículo es el resultado de la investigación postdoctoral "Imagen, gesto visual, y aparición política: estrategias para pensar el arte latinoamericano colombiano a partir de la ciudad barroca y el guadalupanismo" en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, dependiente de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Argentina (2023-2025).


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