Fecha de recepción: 24 de febrero de 2024
Fecha de aceptación: 20 de febrero de 2025
DOI: https://dx.doi.org/10.14482/eidos.44.099.326
CUERPOS EXCESIVOS, CUERPOS REDUCIDOS: UNA CRÍTICA FILOSÓFICA A LA BIOPOLÍTICA DE LA DESCORPOREIZACIÓN
Excessive Bodies, Reduced Bodies: A Philosophical Critique of the Biopolitics of Disembodiment
Isabel Ríos Gómez
Universidad de Granada (España)
ORCID ID: 0009-0003-1902-9129
Ester Massó Guijarro*
Universidad de Granada (España)
ORCID ID: 0000-0002-4535-4748
Resumen
Este artículo pretende ofrecer un marco conceptual que permita ahondar en la comprensión de aquellas biopolíticas que caracterizaremos como orientadas a la reducción del cuerpo. La argumentación tendrá como objetivos: (1) mostrar que esta biopolítica está fundada en el arraigado prejuicio acerca de la comprensión excluyente entre mente y cuerpo; (2) distinguir dos tipos generalizados de corporalidad que se construyen a partir de esta dicotomía de base, tipos que denominaremos "corporalidades excesivas" y "corporalidades reducidas"; y (3) presentar la estructura social que se crea a partir de esta división como atravesada por un imperativo de reducción de los cuerpos, imperativo que engendra, mediante una violencia más o menos explícita, una periferia social de cuerpos excluidos y una élite de sujetos descorporeizados. Concluiremos aludiendo a la posibilidad de oponer resistencia a estas biopolíticas mediante la recuperación de la exuberancia del cuerpo y la restauración de su habitabilidad.
Palabras clave: corporalidad, dicotomía "mente-cuerpo", biopolítica, interseccionalidad, discriminación, violencia obstétrica.
Abstract
This article aims to provide a new conceptual framework that allows for a deeper understanding of those biopolitics that we will characterize as oriented towards the reduction of the body. The argumentation will have the following objectives: (1) to show that this biopolitics is based on the ingrained prejudice about the exclusive understanding between mind and body, (2) to distinguish two generalized types of corporeality that are constructed from this foundational dichotomy, types that we will call "excessive corporealities" and "reduced corporealities", and (3) to present the social structure created from this division as crossed by an imperative of body reduction; this imperative generates, through more or less explicit violence, a social periphery of excluded bodies and an elite of disembodied subjects. We will conclude by alluding to the possibility of resisting these biopolitics, reclaiming the exuberance of the body, and restoring its habitability.
Keywords: corporeality, mind-body dichotomy, intersectionality, biopolitics, discrimination, obstetric violence.
"Las injusticias no son males abstractos, sino heridas concretas que lastiman
cuerpos vivos que respiran"
(García Puig, 2023, p. 98)
Introducción
El principal objetivo de este artículo es ofrecer un marco conceptual desde el que ahondar en la comprensión de la biopolítica imperante en las sociedades habitualmente denominadas "occidentales", entendiendo este calificativo no en un sentido esencialista, sino más bien como indicativo del imaginario hegemónico en el mundo contemporáneo globalizado. La motivación de esta propuesta es doble: en primer lugar, pretende ofrecer una serie de conceptos que permitan englobar distintas prácticas corporales socialmente instituidas bajo un mismo proceso de descorporeización, que si bien difieren en las formas e incluso pueden parecer en ocasiones contrarias en apariencia, defenderemos que responden al mismo objetivo de reducción de la corporalidad.1 En segundo lugar, y en estrecha relación a esto, se busca cómo la presencia de este ideal de reducción de la corporalidad ejerce un potente impacto normativo y coercitivo sobre las personas, condicionando así de manera crucial la forma en la que estas perciben, se relacionan y habitan la corporalidad tanto propia como ajena. Este ideal coercitivo será denominado "imperativo de reducción", puesto que hablar de una eliminación del cuerpo oscurecería el hecho de que nunca se alcance ni sea conveniente alcanzar la consumación plena y radical de este ideal. El cuerpo, aun bajo esta constricción, seguirá siendo útil, tanto a nivel simbólico en el plano social, como a nivel material en el plano económico.
La argumentación, por tanto, perseguirá los siguientes objetivos : en primer lugar, mostrar que la biopolítica y nuestra comprensión general del cuerpo están fundadas en un prejuicio con fuerte arraigo acerca de la dicotomía excluyente que enfrenta lo mental con lo corporal. En segundo lugar, mostrar cómo a partir de esta dicotomía "mente-cuerpo" se construyen dos tipos generalizados de corporalidad, tipos que denominaremos "corporalidades excesivas" y "corporalidades reducidas", siendo cada uno de ellos representante de uno de los extremos de la dicotomía y, por tanto, estando excluidos de su contrario: cuerpos sin mente y mentes sin cuerpo, respectivamente. En tercer lugar, presentar la estructura social que se crea a partir de esta división de los cuerpos. Mostraremos que esta estructura está atravesada por el ya mencionado imperativo de reducción, con lo cual los dos tipos de corporalidad revelarán su fuerte carga normativa: la percepción de los cuerpos como pertenecientes a uno u otro grupo determinará que ciertos comportamientos hacia ellos se consideren totalmente justificados, con lo cual esta división se encarnará en otra división de tipo social, tanto simbólica como literal, que, a partir de prácticas violentas más o menos explícitas, engendrará, por un lado, una periferia social de cuerpos excluidos y, por otro, una élite de sujetos descorporeizados. La argumentación se realiza desde un enfoque interseccional, usando el término de Kimberlé Crenshaw (1989), dado que defenderemos que determinadas categorías sociales en las que se inserta a las personas están fuertemente asociadas a lo corporal, con lo cual la intersección en la que alguien se sitúe condicionará el grado de violencia que se ejerza contra su cuerpo, así como las formas que esta adopte.
A partir de esta exposición, se desarrolla una propuesta que, tras señalar qué elementos han sido desterrados de los cuerpos en el marco de estas biopolíticas, ofrezca caminos de resistencia y, por tanto, de reversión del imperativo de reducción de los cuerpos. Así, hablaremos de una recuperación de la exuberancia, en oposición a lo excesivo, que implica la connotación negativa de algo que ha de eliminarse; y hablaremos de la recuperación de la habitabilidad de los cuerpos, de la cual se ven privadas las personas a medida que el imperativo de reducción recae con mayor fuerza sobre ellas. Concluiremos que la recuperación de estos dos valores significa una recuperación de los cuerpos mismos, y, por tanto, supone un ejercicio subversivo contra el carácter opresor de estas biopolíticas reductivas.
La dicotom�a "mente-cuerpo": déficit racional, exceso corporal
Cuando hablamos de biopolítica, hablamos de una política que escoge los cuerpos como medios a través de los cuales realizarse y reproducirse. En este apartado analizaremos cómo las bases de la biopolítica contemporánea se construyen sobre un prejuicio acerca de la incompatibilidad entre mente y cuerpo. Esto implica que los atributos históricamente asociados a la razón le son negados a lo corporal y que, por consiguiente, la percepción de ciertos excesos corporales justifica la atribución de una menor racionalidad y la perpetración de injusticias epistémicas.
El término de "biopolítica" fue creado por Michael Foucault (1975) en 1975, y desde entonces ha demostrado ser un prolífico terreno desde el que pensar las dinámicas sociopolíticas de nuestros tiempos que se reflejan tanto en lo público como en lo privado. En la biopolítica, el uso de los cuerpos para crear una estructura social y un tipo de sujeto determinados no interviene únicamente en la materialidad de los cuerpos, sino que crea y refuerza construcciones simbólicas en torno a ellos. Todas estas prácticas, a la vez materiales y simbólicas, están al servicio del uso y manipulación políticas de los cuerpos. Por tanto, para entender cómo se elaboran y encarnan estas prácticas, es útil comenzar elucidando la construcción del cuerpo que se realiza a partir de su oposición con su principio antagónico: la mente.
Como punto de partida, es útil comenzar por esa idea que abunda en el imaginario social predominantemente occidental que concibe al cuerpo como el lugar de la irracionalidad: la racionalidad se gesta, crece y se expresa a pesar de lo corporal, y no gracias a ello. La oposición mente-cuerpo a la que ambos elementos pertenecen no es una mera herramienta para diferenciarlos, sino que sirve para definirlos negativamente con base en lo que el otro no es. El mecanismo de una dicotomía como esta, además, siempre funciona jerárquicamente, pues uno de los términos ocupa el lugar hegemónico y el otro queda en una posición subordinada (Grosz, 1994). En el caso que aquí nos ocupa, la razón es el elemento hegemónico, que se erige sobre la inferioridad de lo corporal, convirtiéndose el cuerpo en aquello que contamina el estado 'puro' �descorporeizado� de la mente perfecta. La contaminación de esta perfección, fruto del contacto o la dependencia con lo corporal, tendría el poder de romper la integridad de la mente (Grosz, 1994.), siendo así que la mezcla con lo corporal menoscabaría o anularía los atributos de la razón.
Esta situación de lo corporal, relegado al lugar de la irracionalidad, es compartida por otros muchos elementos que ocupan la posición subordinada dentro de sus respectivas dicotomías, siendo este el caso de lo animal o salvaje, lo emocional o pasional, lo femenino, lo senil, lo infantil, lo no-blanco, lo disfuncional... El hecho de que todos estos elementos ocupen el lugar subordinado frente a sus contrarios hace que en los imaginarios sociales se establezca un vínculo entre ellos: se concibe que todos los términos que detentan la posición hegemónica están relacionados entre sí y, de igual manera, que todos los que ocupan la posición inferior se acompañan unos a otros, es decir, que en presencia de unos podemos inferir, o al menos esperar, la presencia de otros. Por tanto, la irracionalidad no sirve únicamente para caracterizar lo corporal, sino que se contagia a todo rasgo que se asocie a ello, haciendo que estos también queden parcial o totalmente excluidos del pensamiento.
La atribución de una menor racionalidad a estos rasgos, relacionados con grupos sociales concretos, no es algo novedoso (Fricker, 2017). Dado que las características que se asocian a estos grupos sociales se oponen a las asociadas a la razón �mayor emocionalidad, animalidad, puerilidad, concupiscencia, etc.�, estos grupos se encuentran de antemano con una automática exclusión del ámbito de lo racional, exclusión que es justificada sobre la base de un prejuicio contra sus identidades sociales que los alinea con atributos que no solo se consideran, como hemos dicho, antagónicos respecto a lo racional, sino además obstáculos e interferencias de los procesos, capacidades y desarrollo intelectuales, morales o espirituales (Grosz, 1994). Este tipo de prejuicio contra la racionalidad de una persona en virtud de su pertenencia a un determinado grupo social es lo que Miranda Fricker señaló que se encontraba tras los casos de injusticia epistémica. La injusticia epistémica, tal y como la define la propia Fricker (2017), ocurre cuando una persona recibe una menor credibilidad de la que sería sensato otorgarle a causa de un prejuicio subyacente contra su identidad social.
Lo relevante de esto es que el cuerpo, en tanto antagonista subordinado de la razón, juega un papel muy relevante en los casos de injusticia epistémica, en los que el prejuicio contra la racionalidad de la víctima de dicha injusticia no puede, según defenderemos, desligarse del prejuicio hacia su corporalidad. Entender estos casos de exclusión del ámbito de lo racional es crucial para comprender qué pautas de percepción de los cuerpos adquirimos, y qué prescripciones sobre las actitudes deseables hacia lo corporal se derivan de estas.
Las dos corporalidades del prejuicio
Una vez analizado el prejuicio en el que se sustentan nuestras comprensiones de lo corporal, expondremos cómo este prejuicio nos lleva a clasificar las distintas corporalidades según las percibamos del extremo del cuerpo o del de la razón en dos grandes grupos, a los que nos referiremos como "corporalidades excesivas" y "corporalidades reducidas". Defenderemos que es la percepción de la corporalidad como perteneciente a uno u a otro grupo la que sirve como justificación de las prácticas perpetradas contra ellas y aplaudidas socialmente y enfocadas a su reducción, control y represión.
Corporalidades excesivas
La percepción del exceso
La exclusión de lo racional conlleva, a su vez, un movimiento de acercamiento al otro extremo: lo corporal. Racionalidad y corporalidad se entienden como dos atributos inversamente proporcionales, lo cual implica que poder señalar una mayor presencia de lo corporal será concebido como motivo suficiente para desconfiar de la racionalidad de alguien. Es relevante lo que narra Maya Angelou en un capítulo de su libro I know why the caged bird sings (2008), sobre el discurso racista dado a los graduados del instituto �todos negros� y las ideas en que se basa el elemento racista:
Él dijo que había hecho notar a personas a tan alto nivel que uno de los jugadores de fútbol de primera línea de la Universidad de Agricultura y Mecánica de Arkansas se había graduado en la Escuela de Formación del Condado de Lafayette. Siguió diciendo lo orgulloso que estaba de que "uno de los mejores jugadores de baloncesto de la Universidad Fisk encestó su primera canasta justo aquí en la Escuela de Formación del Condado de Lafayette".
Los niños blancos iban a tener la oportunidad de convertirse en Galileos y Madame Curies, Edisons y Gauguins, pero nuestros niños (las niñas no estaban incluidas) intentarían ser Jesse Owenses y Joe Louises.
Owens y Louis eran grandes héroes negros, pero ¿qué autoridad escolar en el reino blanco de Little Rock tenía el derecho de decidir que esos dos hombres debían ser nuestros únicos héroes? (traducción propia, p. 61)
Y, como conclusión:
"El mundo no pensaba que tuviéramos mentes, y nos lo hacía saber" (traducción propia, p. 62).
Desde la perspectiva occidental, las personas negras, por su identidad social, no solo sufren una automática atribución de menor �o nula� racionalidad, sino que esa irracionalidad es justificada apelando a su exceso de corporalidad. Las personas negras son consideradas puro cuerpo (esa "naturaleza piafante" que llegó a revisar duramente Fanon),2 algo de lo que se les permite sacar partido, pero que les impide aspirar a la racionalidad. Con este ejemplo queremos introducir la idea de que es una determinada percepción de la corporalidad, en concreto la percepción de que el otro posee una corporalidad excesiva, desproporcionada, la que lleva a considerar que esa persona merece una menor credibilidad, es menos competente en cualquier función intelectual y posee mayores dificultades para regirse por su parte racional.
La corporalidad, por sí sola, ya es concebida como la parte excesiva o sobrante del ser humano dentro de este imaginario que la opone a la razón, el alma o la esencia de la persona; dado que el prejuicio contra lo corporal, como vimos, se basa en considerarlo como un obstáculo para la expresión, el desarrollo y el perfeccionamiento de estos elementos "no corporales". Por este motivo, en tanto que todo sujeto es un sujeto encarnado, posee un exceso inherente contra el que será dirigido el imperativo de reducción de lo corporal del que hablaremos más adelante.
La violencia que implica este imperativo es, por consiguiente, algo generalizado, pero es preciso matizar el uso del término "corporalidad" porque, en primer lugar, no existe algo así como "la corporalidad" en abstracto, ni una forma universal de definirla, sino solo corporalidades concretas, con vivencias y determinaciones específicas e irrepetibles. Y, en segundo lugar, porque todas estas determinaciones no son en absoluto irrelevantes para comprender la presión que es dirigida contra la corporalidad de una persona. Esta presión es tanto cuantitativa como cualitativamente diferente si hablamos de una corporalidad femenina, no-blanca, de baja clase social, gorda, gestante, lactante o que presente alguna diversidad funcional.
Esto muestra la necesidad de un enfoque interseccional del problema, término propuesto en 1989 por Kimberlé Crenshaw (1989; Esquivel Rodríguez, 2020), es decir, un enfoque que tenga en cuenta que aquello que concebimos como la identidad social de una persona se construye a partir de la intersección de diferentes categorías, tales como la raza, el género o la clase, que condicionan los grados de discriminación sufridos y las formas concretas que adopta esa discriminación (Esquivel Rodríguez, 2020). Esta puntualización es relevante porque son aquellas corporalidades insertas en las categorías mencionadas o en su intersección, sin que esto haya de entenderse como una suma aritmética (Esquivel Rodríguez, 2020),3 las que, por un lado, han sido tradicional e históricamente excluidas de la élite social 'descorporeizada' y a las que se les han negado tanto libertades como derechos, y, por otro, las que, al tratar de salir de esa periferia sociopolítica, han visto la presión y el control sobre sus corporalidades de crecer hasta límites extremos, colarse en cada resquicio de piel e inmiscuirse en cada movimiento de sus miembros. Por tanto, si bien la somatofobia (Grosz, 1994)4 atraviesa y define la relación con lo corporal predominante en las sociedades occidentales, está dirigida de forma sistemática y con mayor fuerza a estas corporalidades, dejándolas en una situación de vulnerabilidad desproporcionada que es preciso resaltar. Las corporalidades de estos sujetos que están en la periferia �sin olvidar la heterogeneidad y diversidad de la misma periferia� son el exceso que la sociedad busca reducir: el imperativo de reducción no es, para ellas, una idea vaga, sino el estado perpetuo en el que se las obliga a habitar.
En este sentido, en tanto que, incluso la corporalidad hegemónica sufre el imperativo de reducción porque sigue siendo un cuerpo que se opone a la razón, que la obstaculiza con su desgaste natural, sus exigencias y su vulnerabilidad, existen factores sociales que predicen tanto un mayor o menor nivel de presión sufrido como a los rasgos concretos a los que se dirige dicha presión (Frederick, 2022). Por ejemplo, muchos análisis muestran que los hombres suelen vivir sus cuerpos con mayor libertad, fluidez y poderío, mientras que en el caso de las mujeres el cuerpo suele ser fuente de inseguridades, tensiones y restricciones (Cohen Shabot, 2016; Frederick, 2022a; Weitz, 2014; Young, 1980). Las exigencias que una corporalidad excesiva debe cumplir para salir de su situación son mayores si esa corporalidad parte de una condición social considerada defectuosa. Es decir, la corporalidad de por sí ya es vista como el elemento animal, incontrolado e inferior de la persona, pero los 'defectos' inherentes a la identidad social de una persona se cruzan a los de su corporalidad. Mientras que los 'defectos' de la corporalidad se definen con base en las diferencias que presenta respecto a la razón, los de las corporalidades concretas se definen de acuerdo con las diferencias que presentan respecto a la corporalidad ideal del hombre blanco, atractivo, sano, heterosexual, adulto y rico (Weitz, 2014).
En el caso de la mujer la emancipación ha buscado a menudo 'librarse' de aquellos aspectos 'femeninos' de su corporalidad �es decir, aquellos no compartidos por el hombre�, los cuales eran presentados como los obstáculos para su liberación. Es el caso de la maternidad o la lactancia. No tener que dar el pecho ciertamente libera a la mujer de ataduras incompatibles con el sistema en el que está inmersa, pero quizás la mujer en vez de querer librarse de su corporalidad preferiría librarse de una estructura social que no sustenta este tipo de actividades y necesidades. Esta asimetría es clara si comparamos la forma en que se restringen las funciones corporales según de qué cuerpos hablemos. Por ejemplo, una corporalidad femenina que quiere ser reconocida como emancipada se encuentra con que esto le exige desvincularse de esa actividad profundamente corporal �y específicamente femenina, lo cual la hace doblemente corporal� a la que se la percibe como atada (Massó Guijarro, 2013). No obstante, no ocurre lo mismo con una corporalidad hegemónica como sería la masculina, a la que no se le exige, por ejemplo, una restricción de sus impulsos sexuales para que estos no roben tiempo al trabajo. Los excesos de la corporalidad que se ven como obstáculos, que se castigan y se reducen son, no azarosamente, aquellos de los que carece la corporalidad hegemónica.
Deshumanización, fracaso, vergüenza y culpa
El motivo por el que es importante resaltar la definición de lo corporal en oposición a lo racional es que este mecanismo dota de una fuerte carga normativa al prejuicio contra lo corporal, pues la razón no solo es el elemento superior y privilegiado respecto al cuerpo, sino que es un atributo asociado con la humanidad, es decir, con aquello que nos permite diferenciarnos y trascender �'superar'� nuestra parte animal. La atribución de escasa racionalidad a una persona, por tanto, no solo implica atribuirle una menor dignidad humana, sino excluirla de actividades específicamente humanas, por ejemplo, intercambios lingüísticos, culturales e intelectuales para los que no se la considera apta. De esta forma, se justifica la violación sistemática de los derechos de distintos grupos humanos y la retirada de libertades que se considera que no merecen por no estar capacitados para darles un uso "productivo", aduciendo explícita o implícitamente esa falta de racionalidad plena.
La envergadura de este prejuicio explica también la fuerza con la que toma arraigo: tener una corporalidad calificada como excesiva produce vergüenza a un nivel muy profundo, dado que degrada a la persona y señala un fracaso en la 'superación' de su naturaleza y una infracción de los límites de lo adecuado. La vergüenza posee un enorme poder paralizante (Cohen Shabot y Korem, 2018) porque ahonda en la idea de que algo está mal, no es como debiera ser, y de que la persona misma es culpable de ello (Costa, 2008, citada en López-Barajas, 2022).
La corporalidad fuera y dentro de los límites del exceso
Fricker ya aludió a la idea de que el prejuicio contra la racionalidad de un determinado grupo social puede acabar provocando un socavamiento de esa misma racionalidad que acusaba, no porque efectivamente esa identidad social posea esencialmente una racionalidad menor, sino porque la aplicación sistemática del prejuicio sobre ella provoca su exclusión de ámbitos, relaciones y recursos culturales, sociales e intelectuales que contribuirían a desarrollarla. De esta manera, el prejuicio por sí mismo tiene la capacidad de provocar su propio cumplimiento y usarlo para justificarse a sí mismo, por más que las causas de dicho cumplimiento se tergiversen. Es lo que Miranda Fricker especificó, dentro del concepto de injusticia epistémica, como injusticia hermenéutica (Fricker, 2017). Con lo corporal ocurre algo análogo: si la atribución de racionalidad e incluso de humanidad plena a una persona está condicionada por la corporalidad que posea y los rasgos de esta que se perciban o no como excesivos, el cuerpo se revela como un obstáculo real para obtener ciertas formas de reconocimiento social. En tal sentido, la exclusión a la que puede obligar una corporalidad excesiva, así como el reconocimiento que puede otorgar una corporalidad reducida no son ficciones, sino efectos que se pueden esperar de una u otra situación. Así, la identidad social acaba siendo un factor que mengua la capacidad intelectual o el conocimiento de una persona dentro de un ámbito, aunque no por las razones que aduce el prejuicio, sino por su aplicación sistemática. De igual manera, en el reconocimiento de la humanidad propia, lo corporal se convierte en un impedimento real para obtenerlo cuando rompe los límites de lo 'adecuado'.
El mensaje que se interioriza a partir de esta experiencia es que el reconocimiento como seres humanos exige el sacrificio de la corporalidad, puesto que la oposición que el prejuicio ha ido creando acaba fraguando la idea de que razón y cuerpo no solo se diferencian, sino que son incompatibles, es decir, que todo aumento de la corporalidad �algo que, como hemos visto, está ligado a la identidad social de la persona� va aparejado de la expulsión de un grado proporcional de racionalidad. Así, las refutaciones teóricas al dualismo no consiguen permear en el imaginario social, en el que la disminución de lo corporal sigue siendo un requisito para hacer prevalecer la racionalidad propia y conseguir que esta reciba reconocimiento. En esta encrucijada, o bien se cede al prejuicio y se asume que la corporalidad propia es un exceso vergonzoso que debe esconderse y olvidarse, asumiendo el puesto en la periferia que le está reservado a la corporalidad excesiva; o bien se abraza la compulsión por transformar la corporalidad propia y superar su condición excesiva,5 con el fin de eliminar las razones sobre las que el prejuicio se alimentaba. Si el exceso, por definición, es aquello que sobrepasa los límites, para revertirlo será preciso ceñirse a estos límites socialmente impuestos mediante la reducción corporal.
Corporalidades reducidas
Eliminar el exceso: la otra cara del prejuicio
El prejuicio que vincula una mayor corporalidad a una menor racionalidad da el mensaje de que el logro de una corporalidad que se oponga a todo lo que se concibe como exceso es premiado con el fin de la exclusión del ámbito racional. Dado que este exceso está asociado a determinadas identidades sociales, las formas de oponerse a él varían según cuál sea esa identidad. Por ejemplo, es abrumadora la presión sobre las corporalidades femeninas, en las cuales pocos rasgos se libran de ser objeto de escrutinio y de ser sometidos a ideales coercitivos. Estos ideales van dictando y tallando cada rasgo de la corporalidad femenina �cómo deben verse sus piernas, sus labios, sus pechos, su piel, su rostro, su cabello, su ropa, etc.�, pero también se aplican a otros elementos menos localizados o superficiales, tales como la forma en la que deben moverse, madurar, crecer e incluso respirar. Unos y otros rasgos se condicionan mutuamente, por lo cual la ropa puede ya marcar determinada forma y posibilidades de movimiento; o que los ideales sobre cómo debe verse la piel y el rostro femeninos influyen en la manera en que se vive el propio envejecimiento.
Lo que no se consiga adecuar a estos ideales se percibe como una derrota del cuerpo, que sucumbe a su propia tendencia al exceso. Por esta razón, el creciente énfasis en el cuerpo, lejos de ser una revalorización, no es sino otra forma de desorbitar la cantidad de disciplina que se considera que se puede y se debe aplicar a este: cuantos más rasgos corporales se hacen visibles y objeto de escrutinio público, más rasgos de la corporalidad se someten a esta exigencia de poder ser transformados, controlados y reducidos. El creciente énfasis en el cuerpo no es sino una forma de desorbitar la cantidad de disciplina efectiva que se considera que puede y debe aplicársele, así como la compulsión por transformar la corporalidad propia.6 No lograr alcanzar los ideales que se establecen como meta se considera una negligencia en la disciplina y un fracaso en la dominación del exceso: la vigilancia debe, por tanto, ser constante, ya que el éxito nunca está garantizado de una vez para siempre; ni a menudo está garantizado en absoluto, pues muchos de los ideales impuestos sobre los cuerpos son sencillamente imposibles de alcanzar y/o mantener.
Objetivación
El rechazo que provoca la corporalidad excesiva a nivel externo se produce a nivel interno respecto a la corporalidad propia: para liberarse de la primera, una persona debe distanciarse de la segunda, es decir, debe relacionarse con su propio cuerpo como si este fuera un elemento ajeno que no es fiable y que debe ser desoído. Esta actitud de distanciamiento es la que describe Chadwick cuando habla de casos de violencia obstétrica en los que la experiencia del dolor y del maltrato recibido es oscurecida por la idea socialmente impuesta de que el médico experto y sus recursos tecnológicos evitan y disminuyen el dolor, el peligro y el sufrimiento del proceso del parto (2021). La madre sensata es aquella que asiente a estas ideas, aunque para ello deba distanciarse de su propia corporalidad y negar su verdadera experiencia dolorosa,7dado que esta contradice aquellas ideas que se le exige que abrace.
Esta adhesión a ideas exógenas, posible solo a raíz de la pérdida de contacto con la propia corporalidad, hace que se desarrolle una desconfianza aún mayor hacia ella, puesto que parece que esta distorsiona la forma en que percibimos la realidad y que va en contra de cómo deberían ser las cosas. En consecuencia, las exigencias de la corporalidad, que son de cuidado propio y de los demás, se comienzan a ver como formas de sabotaje que la propia corporalidad impone, como si en vez de ser algo constitutivo de la persona fuera un elemento hostil aferrado a ella. Estas ideas de lo corporal como esencialmente hostil van provocando esta actitud de desconfianza hacia lo que el cuerpo exige, hasta tal punto que se llega a una ceguera epistémica, pero también física y emocional respecto a abusos perpetrados contra la corporalidad propia que no se perciben plenamente como tales.
Se necesita una profunda desconexión respecto a las demandas de la corporalidad y una transfiguración de estas en una especie de trampas contra las que conviene precaución para que se den situaciones en las que demandas tan básicas como la de alimentarse se perciban como caprichos maliciosos del cuerpo a los que hay que sobreponerse, o para que en situaciones de maltrato corporal estas no se perciban como tales. Así ocurre, por ejemplo, cuando formas de violencia obstétrica son presentadas como prácticas que se hacen por el bien de la madre y los deseos de esta son desoídos como caprichos irracionales e incluso peligrosos, tal y como ocurriría con el deseo de estar en contacto piel con piel con la criatura de forma inmediata tras el parto, una "demanda corporal" cuya desestimación ahora empieza a revelar los daños profundos que conlleva sobre numerosos ámbitos de la salud y el desarrollo tanto de la madre como de la criatura (Massó Guijarro, 2024).
La corporalidad, empero, no es únicamente un objeto del que alejarse, sino una posesión que debe poder ser moldeada y transformada a voluntad. Nuestra parte corporal no debe tomar decisiones ni jugarnos "malas pasadas" siendo como no queremos que sea, sino que en todo momento debe ser lo que decidamos que debe ser, aunque en torno a esa decisión haya una presión social que la hace difícilmente 'nuestra'. La persona es responsable �y culpable� de su propia corporalidad 'descontrolada', pues ante el alejamiento del cuerpo del ideal que la sociedad ofrece no cabe resignación impune, sino que esta desviación debe ser vigilada y revertida, a través de, por ejemplo, el ejercicio, la restricción de la alimentación o incluso la cirugía estética8 y, mientras tanto, se debe evitar la exposición visual de ese cuerpo aún imperfecto (Holland, Silver, Cipriano y Brock, 2021; Watson, Broadbent, Skouteris y Fuller-Tyszkiewicz, 2016).
La responsabilización de la persona es clara en el caso de la gordofobia, en el que la culpa �a menudo disfrazada de agencia y empoderamiento (Meaney, 2017)� juega un papel muy importante en la estigmatización de las personas gordas, que son castigadas por no adecuarse al ideal (Jiménez, 2020). Cuando las personas gordas son culpadas por su peso, la culpa no está realmente dirigida contra una fisonomía específica, sino contra la actitud errónea que se supone como subyacente. La superioridad que se otorga a la delgadez no se debe a un criterio médico o estético, responde a la asociación de la delgadez con la disciplina y el control (Piñeyro, 2019, citada en López-Barajas, 2022) sobre lo corporal, sus deseos y necesidades. Se piensa que las personas delgadas son más saludables, deportivas, inteligentes, decididas y bellas (Jiménez, 2020); más civilizadas, más 'humanas' y con un mayor estatus social (Stoll y Egner, 2021) y se las relaciona con una mayor competencia, autocontrol e inteligencia (Bordo, 1995).
En esta enumeración de asociaciones puede verse que muchas de ellas hacen referencia a la racionalidad de la persona: inteligencia, competencia, decisión y autocontrol. En el caso de la gordofobia, la percepción simbólica del cuerpo como excesivo parece ir acompañada de una literal, puesto que el cuerpo desborda los límites de lo considerado adecuado, pero el problema real no es el tamaño, sino la actitud que se asocia a ese tamaño (Piñeyro, 2019 citada en López-Barajas, 2022). De esta forma, las asociaciones entre tipos de corporalidad y grados de racionalidad hacen que aquella se convierta en un indicativo fiable de esto último: se considera sensato leer en el cuerpo de alguien el grado de humanidad y el estatus que merece.
El imperativo de reducción
En este apartado mostraremos cómo este prejuicio contra la corporalidad provoca una división en la sociedad entre una masa de meros cuerpos, carente de los recursos para reducir y modelar su corporalidad �pues el cuerpo ideal suele ser un privilegio de clase (Olea, 2017, citada en López-Barajas, 2022)�, y una élite descorporeizada. Ambos grupos están sometidos a un imperativo de reducción, simbólica o literal (Bordo, 1995), aunque en distintos sentidos. El primer grupo, identificado con las corporalidades excesivas, experimenta este imperativo mayoritariamente de manera externa, en la forma de instituciones, formales o informales, explícitas e implícitas, que se encargan de excluirlas de derechos y libertades, y de gran parte de la esfera pública y política, relegándolas a una periferia en la que conforman una masa corporal que es usada como mera fuerza de trabajo o abandonada como deshecho. Para salir de esta periferia, es preciso pertenecer al segundo grupo, el de las corporalidades reducidas, el cual experimenta también este imperativo de reducción, pero no tanto externamente en forma de exclusión, sino por medio de comportamientos y actitudes interiorizadas de eliminación de la corporalidad.
La división, por supuesto, no es pura en la realidad: una mujer, por ejemplo, puede encontrarse en una situación de explotación en la que se la tome por un mero cuerpo al servicio ajeno, pero simultáneamente recibir con fuerza imperativos estéticos con los que denotar el control sobre su corporalidad propio de la élite. En cualquier caso, la conclusión es que la corporalidad que se vincula al sujeto justifica su deshumanización, y con ello su explotación y maltrato; mientras que la conservación de la humanidad propia exige el sacrificio de la corporalidad.
El objetivo de este apartado, por tanto, es mostrar cómo se encarna y articula esta división social de los cuerpos, así como dilucidar los efectos políticos que posee. Por esta razón, comenzaremos analizando cómo se inserta esta división en el contexto del mercado, viendo cómo la división hace que unos cuerpos conformen la mano de obra que sustenta el funcionamiento del mercado, mientras que los otros quedan insertos en las dinámicas de consumo que reducen su identidad a la de consumidores y a la de productos, simultáneamente. En segundo lugar, es preciso analizar las consecuencias políticas de esta división de los cuerpos, dado que la creciente imposibilidad de habitar el propio cuerpo por las presiones sociales para salir de él constituye una forma de incapacitación para la vida y participación políticas.
El imperativo de reducción como arma política: cuerpos para el mercado como mano de obra o posesión
Al imperativo de reducción subyace a la idea de que el cuerpo es aquello que ensucia la parte más "elevada" de la persona. Por un lado, esta idea justifica la exclusión de las corporalidades excesivas, de las cuales nada de valor puede salvarse más que su fuerza de trabajo �otorgarles un mayor espacio en la sociedad es arriesgarse a 'contaminarla'�. Por otro, siembra las semillas de hostilidad en las corporalidades reducidas que requieren que el control corra a cargo de la propia persona, la cual queda obligada a permanecer en un estado de autovigilancia constante, en el que los deseos, necesidades y desarrollos de la corporalidad propia son desoídos, ignorados y menospreciados. Una persona puede así llegar a avergonzarse de la maduración de su cuerpo, en tanto que esta la va alejando del ideal del cuerpo joven (Marques, Paxton, McLean, Jarman y Sibley, 2022), o incluso de necesidades tan básicas como la de alimentarse (Bordo, 1995), y esta vergüenza no es mera timidez, sino un rechazo total que raya lo patológico. Lo corporal queda convertido en un enemigo al que hay que arrebatarle el mayor territorio posible.
Berger y Luckmann hablan de la doble situación de ser y tener un cuerpo en la que nos movemos (2003). El exceso de corporalidad se concibe como la condición de solo ser el cuerpo, de serlo hasta tal punto que no se consigue tenerlo, es decir, de estar bajo su dominio y que sea imposible cualquier tipo de distanciamiento y, por supuesto, de control. El que una persona solo sea su cuerpo y no pueda tenerlo, algo que se decide basándose en su identidad social, permite su despersonalización, lo cual recubre de impunidad los abusos cometidos contra ella.
La historia de la explotación está escrita en corporalidades de migrantes, mujeres, infantes, personas disfuncionales, de baja clase social y de raza no blanca. La inferioridad con que se perciben sus corporalidades excesivas lleva a verlas exclusivamente como mano de obra para uso del capital (Federici, 2020). A las personas así desposeídas de sus atributos humanos se les niega el respeto por sus derechos, libertades, necesidades, demandas o capacidades. En esta situación, perder la capacidad de ser útil como parte de la materia que sustenta la maquinaria capitalista es perder todo el interés para la sociedad: más allá de estos meros cuerpos no hay nada, puesto que ya se les ha negado su humanidad, de modo que, si el cuerpo deja de ser funcional, no tiene sentido cuidar ni mantener a la persona, y lo más rentable es eliminarla, como se elimina un excedente, o abandonarla a su suerte, a la indigencia.
Mientras que el ser el cuerpo recibe menosprecio y está sujeto a formas de explotación que se perpetran bajo una arraigada ceguera legal, el ideal se centra en tener un cuerpo. Para "tener" un cuerpo en vez de serlo, es preciso desvincularse de él y cambiar la identificación de la persona con su corporalidad con la de la persona con el sujeto que debe luchar contra su corporalidad. Para salir de la prisión del cuerpo que implicaría identificarse plenamente con él �ser un cuerpo�, por tanto, es preciso salirse de él y únicamente "tenerlo". La "salida" del cuerpo, exige que lo objetivemos, es decir, que nos relacionemos con él desde una perspectiva externa, como si fuera un objeto ajeno que debemos vigilar (Frederick, 2022b). Si el cuerpo no se es, y simplemente se valora como posesión por su deseabilidad mercantil, sus funciones quedan reducidas a la venta �del cuerpo propio� y al consumo �del ajeno�. Las personas que no consiguen aplicar la disciplina requerida y no logran el cuerpo prescrito, se encuentran con que sus cuerpos son tomados como productos irrisorios y malogrados no aptos para el mercado, lo cual los excluye de la posibilidad de ser aceptados, deseados y respetados. Esto hace que la disciplina deje de parecer un sacrificio, puesto que la recompensa que promete es la condición misma de posibilidad para estar en sociedad.
El imperativo de reducción como arma política: incapacitación política y el robo del cuerpo
Este imperativo lleva a una encrucijada: a medida que se gana territorio dentro de lo público, logrando y exigiendo mayores derechos y libertades políticas, la presión sobre el cuerpo va aumentando (Wolf, 2020): el poder exige el sacrificio �la reducción� de la corporalidad, y así queda de manifiesto que el ideal del cuerpo reducido, antes que un mero temor a lo corporal, constituye la perpetuación de una forma de control e incapacitación política muy efectiva. O bien se es un mero cuerpo, pura materia para explotar, carente de representación pública, o bien se renuncia al propio cuerpo y se abrazan las delirantes prácticas establecidas para ello que consumen y desgastan a la persona. Sea cual sea el resultado, el cuerpo se vuelve inhabitable, y la compulsión por salir de él solo refuerza esta inhabitabilidad.
Incapacitación política: exclusión e inutilización
Las consecuencias políticas de la reducción de la corporalidad se materializan con claridad en el caso de la corporalidad femenina: tras siglos de explotación corporal, de haber estado ligada y amarrada a su cuerpo para ser controlada y usada como mero objeto para el trabajo doméstico, la satisfacción sexual masculina o mano de obra (Federici, 2020), la progresiva salida de la mujer de esta periferia ha hecho que la atención se dirija a otros aspectos de su corporalidad. Una mujer que comienza a dejarse oír y ver, se encuentra con que no solo son su peso y sus formas las que comienzan a caer bajo un compulsivo imperativo de pequeñez, sino también el espacio que ocupa, la libertad de su movilidad o la potencia de su voz. La mujer que controla su cuerpo consigue mantenerlo pequeño (léase delgado), invisible y subordinado (Weitz, 2014), a lo cual apuntan los cánones de 'buena femineidad' y de 'belleza' con los que son bombardeadas. De hecho uno de los miedos que subyace a la gordofobia es precisamente el miedo a aceptar a una mujer que ocupa más espacio y más recursos de los que se consideran adecuados (Brown, 1989, citada en Weitz, 2014).
Las políticas racistas de segregación son otro ejemplo de la aplicación del imperativo de reducción orientado a reforzar una injusticia sistemática mediante el control y la restricción de la libertad de los cuerpos. El 'peligro' de que estas corporalidades excesivas se mezclasen con las corporalidades blancas y las contaminasen lleva a justificar toda una delirante división del espacio público e incluso de la vida privada. Esta división buscaba mantener la posición periférica y subordinada de la corporalidad negra, que permitía su subordinación política y que contribuía a deshumanizar a este grupo social para que así las violencias y abusos en su contra quedaran justificados. La reducción del espacio a ocupar para ciertas corporalidades, lejos de ser una mera restricción física, conllevaba la reducción de posibilidades intelectuales, políticas, culturales y sociales. Esta forma de eugenesia social, al igual que otras como la esterilización involuntaria (Federici, 2020), muestra la situación de las corporalidades excesivas, que son necesarias para el funcionamiento de la sociedad, puesto que constituyen gran parte de su mano de obra, pero que no tienen permitido salir de su 'puesto', so pena de ser castigadas.
El robo del cuerpo: la corporalidad inhabitable
El imperativo de reducción vuelve la corporalidad propia inhabitable, bien porque no permite vivir de forma plena y obliga a la mera supervivencia, o bien porque no permite vivir dentro de la corporalidad propia y obliga a la alienación. Se dirige contra aspectos que son cruciales para la autonomía, el desarrollo y la felicidad de las personas, dado que lo que cae bajo la mirada hostil del sujeto vigilante son la libertad, la maduración, las necesidades, la sensibilidad, la expresión y el placer de la propia corporalidad o de la ajena. El verdadero objetivo de este imperativo es la restricción de la libertad. Externamente, estas biopolíticas buscan la exclusión, mientras que internamente se dirigen a la construcción de una determinada conducta (Wolf, 2020).
Los cuerpos son habitados con miedo, miedo a la vulnerabilidad que introducen frente al abuso o frente al cambio, miedo a necesitar o desear aquello que no pueden o no deben satisfacer, miedo a su propio desarrollo, a perder la utilidad, perder la belleza o la forma, y ser desechados; miedo, en definitiva, a vivir en un infierno del que no hay verdadera forma de salir. Tal y como dice Wolf, toda esta tiranía impuesta sobre lo corporal impide que el cuerpo se habite por entero (2020): el deseo de salir del cuerpo es justificadamente cada vez mayor. Y las formas que la sociedad ofrece para supuestamente escapar de esta situación a menudo solo introducen a la persona en dinámicas de explotación más sutiles, pero igualmente alienantes (Moreno Pestaña, 2016).
Propuestas de ruptura y subversión: recuperación de la exuberancia y de la habitabilidad
Gran parte de las actitudes hegemónicas que socialmente se promueven respecto a lo corporal son formas de violencia, fruto de una sociedad arraigada en una profunda y no superada tradición de somatofobia. Esta violencia crece cuanto más nos alejemos de la corporalidad normativa, de la cual quedan excluidas las corporalidades periféricas, cuya subordinación corporal es continuación y condición de su historia de subordinación política. Esta subordinación roba algo crucial para la integridad de las personas: la exuberancia propia de los cuerpos, denominada "exceso" y aceptada como tal a través de la vergüenza y el miedo a la corporalidad en los que se educa a las personas. El robo de la exuberancia y su sustitución por sentimientos de hostilidad, vergüenza y desprecio hacen que los cuerpos se vuelvan inhabitables, con lo cual se obliga a las personas a vivir fuera de ellos. En esta última sección defenderemos que la recuperación de estos dos valores expropiados es clave para oponer resistencia y revertir el imperativo de reducción bajo el que se ahogan los cuerpos.
Recuperar la exuberancia
Tomamos el término de "exuberancia" de Cohen Shabot (2016, p. 244), quien lo refiere a las corporalidades que dan a luz, dado que estas son disruptivas, traspasan y rompen las normas de femineidad de pequeñez, quietud y sumisión, dejando salir su corporalidad más ruidosa, visible y bella. El temor a la exuberancia de la corporalidad de una mujer dando a luz, que es doblemente 'excesivo' �por ser femenino y por estar involucrado en una actividad exclusivamente femenina�, motiva la violencia obstétrica ejercida de manera sistemática sobre él. El parto, por ser una actividad profunda y radicalmente física, es un gran ejemplo de exuberancia corporal, pues el cuerpo rompe su pasividad para entregarse con vigor a una actividad en la que la corporalidad pone de manifiesto su fuerza vital, sacando a la luz una forma de sexualidad carente de pasividad y ocupando ruidosa y abiertamente su espacio. Hasta el punto de que esta fenomenóloga feminista ha descrito cómo la imposición del silencio ("cállate") a la mujer parturienta forma parte de la domesticación patriarcal, la injusticia epistémica básica contra la experiencia fisiológica, llegando a comparar la violencia obstétrica con la violación (Cohen-Shabot, 2016, p. 240). Consideramos, no obstante, que dicha exuberancia es el estado natural de todos los cuerpos, entendida como lo opuesto al estado de explotación deshumanizadora, temor paralizante, tensión y autorrepresión, que anula la capacidad para ejercer la propia libertad.
Por su parte, Watson et al. recogen algunos testimonios de mujeres embarazadas en relación a su imagen corporal: algunas declaraban estar "bastante horrorizadas" por el tamaño de sus cuerpos (2015, p. 75), tamaño solo soportable como indicativo del buen crecimiento del bebé, pero por sí solo "indeseable" (Watson et al., 2015, p. 76); que sentían una gran presión para perder peso una vez hubieran dado a luz (Watson et al., 2015), es decir, de que no quedara ningún vestigio de aquello visto como un exceso. Y no solo su peso o su forma, sino los sonidos y gemidos emitidos durante el parto, el dolor expresado, e incluso el placer: todo ello entra bajo la calificación del exceso, lo inadecuado, la exageración o incluso la perversión. De igual manera, Cohen y Korem (2018) recogen algunos testimonios de mujeres que no querían que sus maridos las vieran mientras parían, pues temían que eso les hiciera perder todo su atractivo sexual frente a ellos. La ruptura de muchos de los ideales de "femineidad" que se produce en el parto, esa exuberancia antes aludida que contradice la construcción de lo femenino como débil, pasivo y reducido, era vista por estas madres como una ruptura de lo que deberían ser sus cuerpos. En otros términos, la exuberancia era percibida como exceso: por tanto, como algo a controlar, eliminar o, al menos, ocultar.
Asimismo, una persona con un trastorno alimentario renuncia a la satisfacción de deseos y necesidades muy básicos, renuncia a su salud y a tener fuerza para vivir, porque ha aprendido que la exuberancia de un cuerpo sano, en armonía con sus necesidades y capaz de disfrutar con la satisfacción de estas, es algo vergonzoso, cuando no monstruoso (Jiménez, 2020). Es un exceso del que es preciso deshacerse a cualquier precio. También en discursos en los que se alienta a la pérdida de peso para lograr una vida sexual y romántica satisfactoria �en la cual se asume que los cuerpos gordos no pueden participar� se obvia que la actitud de autovigilancia, vergüenza y tensión de una persona preocupada por su peso, forma y aspecto mengua considerablemente su capacidad para relajarse, sentir placer o crear intimidad (Holland et al., 2021; Pujols, Meston y Seal, 2023).
Recuperar la habitabilidad
Así pues, nos encontramos con corporalidades que han perdido su derecho a alimentarse, bien por no tener qué llevarse a la boca o bien por haber sido adiestradas en el pánico a engordar; que han perdido su derecho a reproducirse en condiciones justas y humanas, bien porque se las esteriliza sin consentimiento o carecen de recursos para mantener sus criaturas, o bien porque reciben un sistemático abuso de sus corporalidades gestantes, que rompen la 'buena femineidad'; que han perdido su derecho a una sexualidad sana y satisfactoria, bien porque están sometidas a diversos tipos de explotación sexual, doméstica o laboral, contra los que no tienen medios para huir, o bien porque el grado de objetivación y tensión ejercidos contra ellas es tan grande que impide una mínima satisfacción sexual; que han perdido su derecho a la participación y la contribución en la vida pública, bien porque la exclusión sufrida impide que se les considere como seres humanos con plenos derechos, o bien porque están inmersas en una batalla incesante contra sí mismas, que las atrapa en una concepción de las metas personales profundamente empobrecida y que no deja tiempo ni energía para pensar una sociedad diferente.
Existe, por tanto, un tipo de violencia ejercida contra la corporalidad. Como señala Chadwick (2021) en relación al término de "violencia obstétrica", denominar "violencia" a un fenómeno normalizado es útil para despertar la conciencia sobre él, y para provocar una quiebra de esta normalización. Si se toma conscien-cia del estado de tensión en que los cuerpos respiran, se percibirá el escrutinio externo e interno al que están sometidos y la forma en que este permite que los castigos, abusos y humillaciones sufridos sean soportados por la persona como si fueran algo normal o incluso deseable cuando el prejuicio contra la corporalidad se ha interiorizado lo suficiente.
La corporalidad exuberante �frente a la excesiva, que ha sucumbido y asentido a la vergüenza� no es fácilmente subyugable, ni puede resignarse a una parcela de espacio, aire, sonido, sensibilidad, movimientos, pensamiento, recursos, placer o libertad reducida. Recuperar esta exuberancia puede ser fruto de una toma de conciencia de la situación aquí presentada, pero no pueden ponerse todas las esperanzas en una experiencia individual, sino que necesariamente tiene que suceder una transformación de las condiciones materiales que permiten la perpetuación de estas biopolíticas, transformación sin la cual es ingenuo esperar que el cambio se produzca por sí solo. Dice Federici: "No podemos recuperar nuestro cuerpo sin cambiar las condiciones materiales de nuestra vida" (2020, p. 50). Unas condiciones materiales cercanas a la miseria o que involucren un alto grado de explotación hacen que el reconocimiento de la exuberancia propia sea inservible, pero tampoco sirve una situación de desahogo y autonomía económicos si la interiorización del odio a la corporalidad propia hace que la situación de alienación acompañe en todo contexto a la persona que la sufre. El problema del cuerpo remite a una cuestión estructural que pone en marcha una serie de dinámicas tanto de exclusión como de reconocimiento que se refuerzan unas a otras, y que acaban instituyendo y normalizando prácticas en las que el cuerpo es arrebatado y reducido.
Por esta razón, la recuperación del cuerpo y de su exuberancia, es decir, la recuperación del individuo pleno es, como indicaba Marcuse, "algo que todavía tiene que ser creado, y que puede ser creado solo mediante el desarrollo de relaciones e instituciones sociales cualitativamente diferentes" (1989, p. 10). La capacidad de rebelión y subversión de esta biopolítica en el marco del capitalismo es una cuestión espinosa que aún debe ser analizada en profundidad, con la muy plausible conclusión de que ambas cosas �el capitalismo y la recuperación de los cuerpos� se revelen incompatibles.
Las biopolíticas aquí analizadas producen un discurso, una narrativa, de una 'verdad' a través de la cual crean una realidad determinada. Hemos indicado la dificultad de provocar rupturas significativas en esta 'realidad' construida, pero la dificultad de lograr dichas rupturas no disminuye el potencial de estas cuando logren producirse. Provocar quiebras en este discurso puede permitir poner límites a la violencia permitida y justificada contra la carne propia y ajena, para así dar un paso contra el sometimiento político al que fácilmente son conducidos los cuerpos con la sensibilidad entumecida, la salud menguada o destrozada, la vitalidad sofocada, el placer perdido, la libertad coartada por el miedo o la vergüenza, la autoexpresión castrada y el floreciente desarrollo inutilizado y canalizado hacia fines impropios y empobrecedores. La terminación de estas políticas de violencia contra la corporalidad puede conseguir volverla de nuevo habitable. Y habitar la corporalidad, aun estando bajo las presiones para abandonarla, es un acto subversivo: debemos luchar porque esta posibilidad expropiada vuelva a estar abierta.
Conclusión
En el presente trabajo hemos buscado señalar que la biopolítica imperante en Occidente está orientada a la reducción de la corporalidad. Este imperativo de reducción, sustentado en el prejuicio sobre la incompatibilidad entre mente y cuerpo, ha servido para (1) excluir a determinados grupos sociales, asociados con lo corporal, de posibilidades sociales, políticas e intelectuales, obligándolos a pertenecer a una periferia que los deshumaniza y que justifica la retirada de derechos y libertades y la impunidad frente a los abusos y maltratos a que son sometidos; y (2) para establecer como condición de escape de esa periferia la descorpo-reización, de tal modo que todo intento de aproximarse a la élite exija un sacrificio de la corporalidad propia, que no tiene cabida en este espacio privilegiado, el cual, por tanto, es solo ocupado por sujetos sin cuerpo.
De nuevo recalcando que estas categorías de corporalidad excesiva y reducida no se aplican de manera tajante y bien definida en la realidad, lo importante de estas es que en ambas encontramos una relación de hostilidad respecto a la corporalidad propia. El exceso es la categoría que ata a la persona a su cuerpo, convirtiéndose este en un lastre que, al deshumanizarla, impide que le sean reconocidos ciertos derechos y la excluye de diversas libertades. Su corporalidad excesiva es usada como justificación de su supuesta inferioridad, con la que se recubren de impunidad los abusos ejercidos. La reducción, por su parte, otorga el reconocimiento negado a las corporalidades excesivas, pero este es un reconocimiento precario, que se mantiene solo mientras se pueda seguir manteniendo al cuerpo en ese estado de reducción contra el que, inevitablemente, este se rebela. Por eso, la reducción, a pesar de ser socialmente premiada, es una forma de volver inhabitable la propia corporalidad: desde que insiste y no se deja reducir, la persona se ve envuelta en una batalla constante e infructuosa contra su propio cuerpo.
En ambos casos, la corporalidad se vuelve inhabitable, de modo que, manteniendo intactas las jerarquías sociopolíticas, la biopolítica reductivista provoca y garantiza la continuación de una profunda incapacitación política. La violencia de estas prácticas y sus nefastas consecuencias revelan la urgencia de pensar formas disruptivas de regresar a la corporalidad que acaben con la condición de inhabitabilidad que ha sido impuesta. Al exceso y la reducción de la corporalidad proponemos la recuperación de la exuberancia, que rompa con la percepción de lo corporal como algo vergonzoso e inferior que es preciso ocultar, y de la habitabilidad, que permita una actitud de escucha respecto a las demandas del cuerpo y que ponga fin a la negligencia respecto a estas. Lo anterior necesariamente exige una apropiación de las condiciones materiales en las que la persona se ve inmersa, así como una transformación cualitativa del sistema para que deje de conducir al forzado exilio del propio cuerpo.
* Financiación: Proyecto POyÉTICAS (PID2023-148517NB-I00); Red Temática de Investigación "ESPACyOS. Ética de la Salud Pública" (RED2022-134551-T); ATLAS Bioethic Center; Grupo de Investigación "Bioética y éticas aplicadas" de la Universidad de Oviedo (GR-2023-00010); Proyecto European Union's Horizon-Marie Sklodowska Curie Action-2022-Staff Exchange, bajo el Grant Agreement no. 101130141 IPOV-RESPECTFULCARE Project: https://respectfulcare.eu/
1 Preferimos "corporalidades" a "cuerpos" (Massó Guijarro, 2013), porque el primer término contiene y enfatiza la dimensión intrínsecamente relacional de "lo corporal", que siempre implica un habitar entre vínculos e interdependencias, trascendente de la concepción individualista del cuerpo como mónada autónoma.
2 Cf. Massó Guijarro (2005: 1). Aunque esto excede los límites y objetivos de este trabajo, conviene no olvidar que aquella reificación o esencialización de lo que habían sido las "personas negras", constituyó asunto central del contencioso civilizacional clave que asumieron el panafricanismo y la negritud como movimientos contraculturales durante los años sesenta y setenta del pasado siglo, ligados a los procesos de descolonización. El concepto de injusticia epistémica, de hecho, no es para nada ajeno a la crítica fanoniana de la neurosis colonial, entre otras (como no lo es a cualquier forma de feminismo). No en vano, otra de las diatribas clásicas fue la de si existía una filosofía puramente africana, ya que estaba en entredicho que el paradigma de "lo racional" entendido en su forma más occidental hubiera existido como tal en África, frente a la preponderancia de "lo emocional" (cf. Massó Guijarro, 2005), asumiéndose sin ambages la espuria dicotomía.
3 Cf. también Spelman (1988) y Hancock (2007), entre otras posibles, ya que la bibliografía con enfoque interseccional es ya legión.
4 Este término, tal y como es definido por Elizabeth Grosz (1994), hace referencia al temor del cuerpo que ha sido un continuo en la historia del pensamiento. El miedo que suscita el cuerpo se debe precisamente a que se le considera un peligro para las operaciones de la razón, lo más elevado de la persona, ideas que fácilmente derivan en la persecución, castigo y control de lo corporal.
5 Cabe una interpretación según estas ideas de los desórdenes alimenticios, más cuando estos son fuertemente propiciados por ideales corporales de extrema delgadez, es decir, reducción. En estos casos, la persona puede alternativamente sentirse desbordaba por el impulso básico de alimentarse que ha aprendido a odiar en sí misma e incapaz de oponer resistencia a este, y también puede alcanzar el rígido extremo de la negación absoluta de tal impulso y ejercer medidas drásticas �en ocasiones, mortales� con tal de no ceder a él y "superarlo".
6 Sobre todo, en el caso de las mujeres, la forma en la que se exige que el trabajo sobre el propio cuerpo se interiorice con naturalidad y sin esfuerzo a la rutina puede llevar a normalizar la enorme presión que supone y a menguar la percepción de la cantidad de recursos tan ingente que supone tanto de tiempo, dinero e información como recursos psicológicos y emocionales. Algunos estudios que tratan la forma en que se naturaliza esta delirante relación con el propio cuerpo y los efectos nefastos que tienen sobre la persona que la sufre pueden encontrarse en Moreno Pestaña (2016) o Wolf (2020).
7 Al respecto, conviene recordar la distinción utilísima de Judith Butler (2017) entre aprehensión (a menudo prerracional, intuitiva, no explícita, incluso inconsciente) y reconocimiento; puede darse la primera y no la segunda, sobre todo en este tipo de dinámicas que analizamos: muchas mujeres tras el parto expresan en distintos grados (desde el más leve hasta el síndrome de estrés postraumático), de modo más implícito que explícito �desconociendo el término "violencia obstétrica" incluso�, malestar y desazón, sensación emocional poderosa de que algo no ha ido bien, no ha sido como debería; esto lo llegan a narrar décadas después de haber sido violentadas, con frecuencia incluso ancianas. Esa es la aprehensión que a menudo (no siempre es posible) precede al reconocimiento, más explícito, lingüístico, racional, pero también simbólico y político, de haber sido víctimas de una violencia, de un trato inadecuado en grado sumo.
8 Al respecto, destacan los análisis comparativos críticos, desde feminismos interseccionales, de las intervenciones sobre los genitales femeninos entendidas como cirugía estética, de un lado, y de carácter ritual-religioso (lo que suele llamarse "mutilaciones"), de otro, así como las peculiares y notorias similitudes que presentan en términos ejecutivos (cf. La Barbera, 2010), aunque su hermenéutica cultural sea claramente divergente.
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