Fecha de recepción: 9 de abril de 2024
Fecha de aceptación: 6 de marzo de 2025
DOI: https://dx.doi.org/10.14482/eidos.44.150.986
Del miedo al tedio: pasiones y educación en el pensamiento de Eric Weil
From Fear to Boredom: Passions and Education in Eric Weil's Thought
Roberto Saldías
Universidad Alberto Hurtado (Chile)
orcid id: 0000-0002-1555-313x
Resumen
Varios representantes del pensamiento filosófico político contemporáneo han desarrollado una importante contribución en torno a los vínculos que pueden establecerse entre el problema de las pasiones (afectos, emociones, sentimientos, etc.) y el terreno de la acción humana (moral, social y política). En dicho contexto, el presente estudio da cuenta del aporte, por cierto, no del todo conocido en el ámbito hispano parlante, del filósofo franco-alemán Éric Weil. A partir del trabajo propuesto por Weil respecto de la comprensión del problema de la pasión o las pasiones en los individuos, y del modo como hay que enfrentar el ejercicio de su educación, se propone aquí una mirada más directa hacia los afectos-pasiones del miedo y del tedio, y de su repercusión en la vida moral, social y política contemporánea.
Palabras clave: Éric Weil, pasiones, educación, miedo, tedio.
Abstract
Several representatives of contemporary political philosophical thought have made an important contribution to the links that can be established between the problem of passions (affections, emotions, feelings, etc.) and the field of human action (moral, social, and political). In this context, the present study considers the contribution of the French-German philosopher Éric Weil, who is certainly not entirely known in the Spanish-speaking world. Based on the work proposed by Weil regarding the understanding of the problem of passion or passions in individuals and how to face the exercise of their education, a more direct look is proposed here at the affects-passions offear and boredom and their impact on contemporary morals, social, and political life.
Keywords: Éric Weil, passions, education, fear, boredom.
Introducción
Existen varios estudios filosófico-políticos que se han esforzado por rehabilitar la consideración del terreno pasional (afectos, emociones, sentimientos) al momento de pensar la acción moral y política. Autores como Chantal Mouffe (2000, 2005, 2016), Remo Bodei (1995), Martha Nussbaum (2001, 2013, 2018), Corey Robin (2004), Michael Walzer (2004), entre otros, rescatan el rol de las pasiones al momento de pensar los problemas de los Estados y de las sociedades contemporáneas; prestan especial atención a las ambigüedades, conflictos y tensiones discursivas que las pasiones involucran por tratarse, precisamente, de un ámbito, en gran medida, inaccesible a la reflexión y al discurso racional. Pues bien, en el intento de ordenar lo que Eric Weil1 desarrolla sobre las pasiones, nos encontramos con un pensamiento sistemático que aporta positivamente al debate. Sin entrar en los detalles de su obra, nos contentaremos aquí con el desarrollo de algunos aspectos de la reflexión weiliana que permiten mostrar, en el contexto filosófico político contemporáneo, su actualidad y pertinencia.
Nos parece importante, con todo, atender a un elemento clave al momento de acercarnos a la obra de este autor. Es un hecho el que Weil no ha tenido ni en Europa, ni en América Latina, el interés que, a nuestro parecer, merece. Esto se debe, en buena medida, a la opción por una filosofía sistemática, muy inspirada en Kant y en el sistema hegeliano, elaborada en un contexto (años 1950 y 1960) donde los discursos filosóficos �especialmente en Francia, donde Weil desarrolló lo esencial de su pensamiento� optaban por abandonar el sistema e, incluso, por rechazarlo expresamente.2Ahora bien, tomando en consideración esta realidad, que hace que el tema que nos ocupa no haya sido directamente tratado, constatamos, a partir de sus escritos sobre moral y política, que Weil piensa al ser humano como un ser de pasiones, de deseos, de inclinaciones naturales y, en esa medida, que nada razonable es posible, primero, sin que se considere la presencia de estos componentes irracionales y, segundo, sin que el individuo se vea impulsado a ejercer control sobre ellos. En esta perspectiva, un adecuado desarrollo moral no debiera estar únicamente dado por la imposición o el aprendizaje irreflexivo de normas o principios, sino por el ejercicio de tomar en serio ese conjunto complejo de aspectos que configuran la individualidad y la pasividad humana. Por cierto, Weil nos recuerda que un ser sin pasiones no necesita moral, pues no sería humano, sino un animal o un dios (LP, p. 416-417).3 En otros términos, Weil reconoce que la voluntad que busca el acuerdo del individuo consigo mismo y con el mundo está fundada en "el reconocimiento del desacuerdo y de la sinrazón de un ser moral-inmoral: que es moral porque es inmoral, y si no tuviera pasiones que combatir, su moral sería inútil" (pp, p. 30). Asimismo, si estuviera abandonado a las puras pasiones, si no existiera educación, este ser estaría, al parecer, condenado a su desaparición. Desde estas primeras notas, Weil elabora un modo de concebir la educación de las pasiones que podría considerarse secundario en el conjunto de su obra, pero que, en nuestra opinión �y esta es nuestra hipótesis�, es uno de los puntos focales que permiten pensar la relación entre moral y política en la configuración de un Estado razonable, es decir, de una organización comunitaria y social capaz de contener la violencia y de mantener el control sobre esta. Para desarrollar esto, en lo que sigue proponemos cuatro momentos. Primero, a partir de un lugar preciso de la Philosophie politique, desarrollaremos la comprensión global que hace Weil de las pasiones; segundo, veremos en qué sentido habría entonces que entender la afirmación weiliana de que la pasión es el "único" medio de educación de la individualidad; tercero, exploraremos el vínculo que esta reflexión podría tener con el lugar especial que Weil le otorga al problema del miedo, en cuanto pasión a educar; y, cuarto, presentaremos el desplazamiento que se opera, en los últimos años de su vida intelectual, hacia el problema del tedio (l'ennui), entendido como ese sentimiento-afecto que sitúa, desde el individuo contemporáneo, tanto a la moral como a la política en un nuevo escenario de reflexión.
¿QUÉ SON LAS PASIONES? DETERMINACIÓN CONCEPTUAL Y AMBIVALENCIA
Una breve descripción de las pasiones se expone en las proposiciones 15 y 16 de la Philosophie politique (pp, pp. 44-49). Weil no propone una teoría ni un ordenamiento al modo de Descartes (Les passions de l'âme, at, xi, p. 327-497) o de Spinoza (Ética, III y IV), pero su discurso depende, en buena medida, de lo elaborado durante la época moderna. Inspirado en una tradición que remonta hasta Maquiavelo y que cristaliza especialmente en Hobbes (autores que, por cierto, Weil menciona explícitamente en algunos de sus artículos y trabajos),4 su atención se centra en el rol que tienen las pasiones en la formación de la voluntad moral y de la razón, en el ejercicio de la acción y, por consiguiente, en la creación y ordenamiento de sistemas morales y políticos. Para el autor, lo que llamamos pasión no es algo que de plano habría que negar o evitar; se trata de un terreno que se presenta �en su complejidad y, hasta cierto punto, en su imposibilidad de acceso reflexivo� como una exigencia para todo aquel que quiere pensar y actuar. Si bien las pasiones pueden ser obstáculos para la acción, son también fuerzas operantes que colaboran en la construcción y en la perfección de lo humano. De un modo que recuerda, en parte, a Rousseau, para Weil toda pasión es un indicador del hecho que el ser humano puede y debe desear más de lo que la naturaleza le da. Hay, por lo tanto, un vínculo fundamental entre pasión y conocimiento, entre pasión y voluntad, vínculo que, para el filósofo, termina siendo esencial para la comprensión de la vida, de la acción y, por lo mismo, una fuente primordial de educación.
Ahora bien, la primera delimitación de la noción de pasión tiene lugar cuando Weil inaugura el periplo de la Philosophie politique, mediante una penetrante reflexión sobre la moral en el contexto de la organización del Estado.5 Allí el autor nos dice que la pasión es "la determinación pasiva (pasión) del individuo empírico mediante sus características empíricas" (PP, p. 27).6 La pasión pertenece entonces al terreno de la individualidad y, por estar vinculada directamente con la experiencia concreta que el individuo hace del mundo desde su pura individualidad, remite a ese lugar pasivo que, por serlo, se encuentra necesariamente sometido a inclinaciones naturales. Dicho de otro modo, la pasión indica el ámbito donde el individuo se encuentra instalado antes de cualquier posibilidad de acción y que, por lo mismo, es determinante para todo aquello que motiva y lleva adelante la acción. Por lo tanto, la pasión no es contraria al querer, sino anterior a todo querer.
A pesar de su clausura en el terreno de la particularidad individual, que permanece sin conciencia de universal, la pasión, de alguna manera, se manifiesta y puede ser reconocida: el individuo la resiente como algo que, en el corazón mismo de su individualidad, se le opone y que es preciso superar. De allí se sigue la definición que Weil dará de la acción moral:
La acción moral es acción del ser razonable que quiere ponerse de acuerdo consigo mismo. Pues bien, esta voluntad de acuerdo es por sí misma el reconocimiento del desacuerdo y de la sinrazón de un ser moral-inmoral: moral porque es inmoral, y si no hubiese pasiones a combatir, su moral no tendría utilidad. (pp, p. 30; ver también pm, p. 103)
Sin embargo, existe cierta ambigüedad en esta presentación: la pasión es anterior a la acción, es la pasividad del individuo, pero también es a combatir. ¿Por qué "a combatir"? ¿Qué aspecto de lo pasional debe ser objeto de un combate?
Si nos situamos en la perspectiva de un pensador que quiere, de manera concreta, actuar moralmente, la pasión es, en primera instancia, un mal que hay combatir. El pensador moral, afirma Weil, "sabe cuál es el mal que debe ser combatido y vencido de manera que el bien se haga real: es la pasión, es la violencia del hombre natural, lo que este llama su interés personal, su voluntad natural" (PP, p. 45). Pues bien, este combate es importante, a tal punto, que sin él no habría moral. Si la moral tiene lugar en el mundo es porque existe (y siempre existirá) un enemigo a enfrentar. Esta mirada negativa de las pasiones recuerda, en parte, la perspectiva kantiana de la Antropología en sentido pragmático. Entre las disposiciones del alma que dependen de la facultad de desear, la pasión es para Kant "la inclinación que impide a la razón compararla, en la perspectiva de cierta opción, con la suma de las otras inclinaciones" (Kant, 1798/1973, aa 07 §80: 265; 1991, p. 203; § 74: 252-253; 1991, p. 185-187); es una "enfermedad que rehúsa toda medicina" (aa 07 §80: 266; 1991, p. 204); una suerte de cáncer para la razón pura práctica que tiene la particularidad de coexistir con las sutilidades de la razón, al punto que constituye el mal más grande para la libertad (aa 07 § 81: 266-267; 1991, p. 204-207). De allí se sigue que, en el terreno de la educación práctica, si la moralidad �que constituye en Kant el tercer nivel de esta educación, después de la habilidad y de la prudencia� debe formar el buen carácter del hombre, "es necesario suprimir las pasiones" (Kant, 1803/1962, aa 09: 487; 2003, p. 80).
Ahora bien, para la moral concreta hay un lugar de la pasión que hay que combatir, vencer o eliminar, sin embargo, para el filósofo moral, la pasión es, al mismo tiempo, fuente y energía de toda acción moral: "todo individuo está llamado a la libertad, a la razón, a la moral, pero por la libertad, la razón, la moral en él" (PP, p. 27). Es entonces fundamental reconocer la pasividad que siempre permanece en el individuo, la cual se hace efectivamente consciente al momento que este atiende a una suerte de movimiento interior que lo impulsa a salir de su yo empírico; movimiento que, por cierto, se manifiesta de manera violenta: la pasividad hace sufrir al hombre de sí mismo (PP, p. 47), ya que le indica que hay algo de sí que está fuera de sí. Solo desde allí, desde la misma pasión, el ser humano podrá vislumbrar la transformación del sufrimiento y, por lo mismo, su posible liberación.
Sin ir más lejos, en la proposición 39 de la Philosophie politique, cuando el autor analiza los problemas del Estado moderno, encontramos un referente político de esta misma situación de orden moral. Al momento de desarrollar el problema de la prudencia, que es requerida para un verdadero hombre de Estado, Weil afirma: "Él bien sabe que los hombres siempre han actuado por pasión y que, por decirlo así, han actuado hacia la razón, no por razón" (p. 197). En esa distinción, que Weil subraya, entre el "hacia" y el "por" vemos, en efecto, la positividad que la pasión tiene en su movimiento hacia la razón. Es la pasión, solo ella, la que a la larga engendra la acción razonable.
La fuerza moral de la pasión no implica entonces su negación ni el puro combate, sino más bien la presencia de un conflicto que, dándose al interior de esta misma, origina un movimiento que lleva de lo puramente particular a algo que podríamos reconocer como fuente razonable de lo universal. La pasividad puede así salir de su clausura y pasar de su pretensión puramente individual de universalidad a una real voluntad de acción universal. Esto se comprende mejor cuando miramos la última proposición de la Philosophie politique, donde Weil vuelve a pensar el individuo, pero estando ahora consciente de su pertenencia a una comunidad histórica y organizada. En efecto, allí el autor reconoce dos tipos de pasiones (o caracteres de la pasión), según el resultado que provocan. Por un lado, existe la "pasión actuante" (agissante) o efectiva, es decir, una pasión abierta a la transformación, que permite que el ser humano pueda pensar el mundo y pensarse en él. Por otro lado, toda pasión, por ser pasión, es decir, determinación pasiva anterior a todo querer, correrá siempre el riesgo de volcarse a la pura individualidad, sin permitir cambio ni control alguno. En este caso y, dado que evita la lucha contra sí misma, emprenderá la lucha contra otra pasión, transformándose en potencia destructora de individualidades. A este otro ámbito de lo pasional, Weil lo denomina "pasión ciega" (aveugle), que se identifica, sin más, con la pura necesidad natural, incapaz de ver al otro y que, de hecho, renuncia a verlo. Es "el rechazo de la racionalidad y de la razón" (PP, p. 254; pp. 259-260). En términos políticos, por ejemplo, Weil ve que esta confrontación de pasiones corresponde a la lucha anárquica que podría llevar a la disolución de un Estado (PP, p. 158-159). En el artículo "Propagande, vérité et 'mass media" nos encontramos con un propósito similar: "Cuando los intereses privados, la simple y sola tradición o la pasión ciega dictan su conducta a la mayoría de los ciudadanos, ningún gobierno, cualesquiera sean sus convicciones, podrá asentar decisiones responsables por sobre las opiniones de los ciudadanos" (Weil, 1991b, p. 360).
La pasión como herramienta de educación
Si hay entonces una tarea fundamental a cumplir, esta sería precisamente la de vencer las pasiones para liberar al individuo de su pura individualidad; vencer, por lo tanto, no a la pasión misma, sino su carácter ciego. Pues bien, la herramienta fundamental de este tipo de acción educativa, el "único" medio (PP, p. 47), nos dirá Weil, es la misma pasión.
Recapitulemos algunos elementos. La pasión existe porque el individuo humano no es universal, pero quiere serlo. Esta no-universalidad es la que una moral comunitaria concreta determina como un mal que es preciso reconocer, transformar y vencer. La acción será entonces universal cuando el individuo moral sea capaz de actuar reconociendo lo que hay de malvado (méchant) en él (PP, p. 44). El individuo entra en el terreno de la moral cuando sabe entonces que ese mal, su mal, puede ser transformado. Sin ir más lejos, esta transformación constante (histórica) es lo que podría reconocerse globalmente como la moral.
En otros términos, lo que lleva a actuar al ser humano es aquello que le produce problema. El punto de partida de la acción reside así en la pasividad que este ser resiente cuando enfrenta la realidad que lo rodea. En un primer momento, será la comunidad la que le indica la acción, asumiendo, junto a él, cierta posición frente a ese mal, frente a ese aspecto no universal que es preciso vencer. Es allí donde se encuentra el lugar fundamental que interesa a una educación que se quiere moral; no es tanto, para Weil, el bien adquirido, pues este bien, lo que hace, en principio, no es más que indicar la negatividad de dicha pasividad. El único medio de conducir a ese bien es, por lo tanto, la misma negatividad, es decir, la reacción pasional que se activa en el encuentro del individuo con la propuesta universal de la comunidad.
Esta perspectiva parece ser más hegeliana que kantiana. En el artículo "La moral de Hegel" (1991a, pp. 142-158), Weil ve que Hegel lleva adelante un propósito que es similar al suyo:
Hegel [...] no tiene una moral para proponer a los hombres; lo que les propone es realizar las condiciones en las cuales una vida moral, una vida sensata, es posible para todo hombre de buena voluntad, para todos aquellos que no quieren el mal, queriendo afirmarse contra todos y cada uno. (pp. 157-158)
En efecto, el lugar de una comunidad histórica organizada es ya fundamental para que este momento de la moralidad pueda ser realizado. Esto no significa que el bien concreto no tenga lugar y sentido en una comunidad. Pero la perspectiva weiliana busca más bien insistir, como lo hizo Hegel en su época, en que toda comunidad es histórica.7 Para un momento histórico determinado, ese bien es el bien que hay que vivir y defender; es el guardián eficaz de la comunidad en su lucha contra el mal y la violencia. Sin embargo, su rol es unir particularidades en su pluralidad si responde a los intereses de un tiempo o un momento determinado. En este sentido, es razonable pensar que una moral concreta será verdaderamente moral como proposición a voluntades libres, las que siempre están naturalmente volcadas hacia lo que individualmente desean. Es allí, en esa toma de conciencia, donde la pasión se transforma en el medio por excelencia de la educación moral. El educador moral es el que sabe que lo más original y evidente en materia de felicidad (bonheur) y de sentido en un individuo no está dado por lo que los otros quieren, buscan o proponen, tampoco por lo que una comunidad determinada establece como ley, sino más bien por lo que el individuo quiere de sí mismo y por sí mismo. El individuo, por cierto, quiere ser universal, pero no sabe, en principio, que este universal hay que realizarlo. Para que esta realización se haga efectiva, es preciso que pueda entonces vencerse a sí mismo; el único medio posible es el combate que se libra al interior de su particularidad contra todo lo que no es en él razonable, es decir, lo puramente individual, lo más pasivo de su pasividad.
Como ya se ha adelantado, esta pasividad se manifiesta de manera violenta. Es esta violencia la que la comunidad busca dominar: se trata de una violencia que niega lo que los otros afirman y que se expresa en el sufrimiento que el individuo padece de sí mismo cuando resiente que hay algo más allá de sí mismo. Así, este pathos es el medio que permite llevar adelante una y otra vez la lucha contra todo lo que se resiste al encuentro con el mundo y con los otros. Para el educador moral, quien ya, en principio, comprendió el proceso, se trata entonces del único medio que puede hacer del individuo su propio educador.
En este contexto, Weil distingue nuevamente dos tipos de pasiones: las que son "empíricamente agradables" y las que provocan "sensaciones dolorosas (pénibles)" (pp, p. 47). Como afirmábamos al inicio, Weil no se interesa mayormente en consignar u ordenar las pasiones, sino en el hecho de que existen.8 Ahora bien, si una pasión es agradable o dolorosa, depende de dos factores fundamentales: primero, de la evaluación puramente individual de los estímulos y, segundo, de lo que se activa en el individuo al verse confrontado a una moral concreta. Weil tampoco hace trabajo de psicólogo al respecto. Lo que quiere mostrar es que para el educador moral es esencial elegir la pasión como medio de educación de la individualidad, cualquiera sea el impulso que la hace manifiesta o el movimiento que activa. Se trata de una elección que pone al educador en el corazón del conflicto fundamental que se da entre individuo y comunidad, antesala del conflicto mayor entre moral y política (en este terreno de la moral, el problema fundamental de la política �a saber, el rol de las instituciones y del Estado� no se plantea aún de manera inmediata, pero ya se anuncia). Es una elección que obliga al educador a actuar en el corazón de la razón, ya que, para la moral, como hasta aquí hemos visto, es en la pasión donde la razón se hace presente y puede llevar a la acción:
[.] el corazón tiene sus derechos, pero es la razón la que los establece, el interés es legítimo, pero es la razón la que funda esta legitimidad, la pasión es fundamental en el hombre, pero es la razón la que construye sobre este fundamento y la que aprecia las construcciones que este suelo sostiene. (Weil, 1991a, p. 149)
Sobre el miedo: pasión política y filosófica
En la tradición filosófica moderna, hablar del miedo o del temor no es secundario para la filosofía, en general, ni para la ética y la filosofía política, en particular. En el Traité des passions, Descartes propone un análisis amplio y sistemático (at, xi, art. 58 y 59; art. 89, sobre el deseo que nace del terror; art. 165, sobre la esperanza y el temor; art. 174, sobre la cobardía y el miedo; art. 176, sobre el uso del miedo). En Spinoza, la reflexión sobre el miedo es central para pensar tanto la religión como la política (Ética, iv; Tratado teológico-político, xx; Tratado político, m y iv). Por cierto, conviene mencionar que, sobre este tema, Spinoza se considera explícitamente heredero del pensamiento de Maquiavelo (Tratado político, V, § 7 y X, § 1), quien, desde un punto de vista claramente político, aparece como el primer pensador que hace del miedo una pasión, por excelencia, política (Discurso sobre la primera década de Tito Livio, libro I; El príncipe, xiv). A la vez, el pensador florentino, en una óptica distinta a la de Spinoza, también es precursor del pensamiento de Hobbes, para quien el miedo cumple un rol crucial en todos los niveles de su teoría política, siendo, en efecto, el paradigma a partir del cual se edifica no solo una teoría del estado de naturaleza, sino también la evolución del individuo hacia el orden social: "The passion to be reckoned upon, is fear" ("La pasión que debe tenerse en cuenta es el miedo": Hobbes, 1966, p. 129). No nos detendremos en los diversos movimientos que ha tenido la pasión del miedo a lo largo de la época moderna. Baste, por ahora, reconocer que existen dos vías de pensamiento que consideran su presencia: por un lado, la que afirma que el miedo es una pasión necesaria; por otro, la que comprende que el miedo es una pasión a combatir y vencer.
La reflexión weiliana sobre el miedo es heredera de esta tradición y reconoce este doble movimiento. Por cierto, el miedo es de las pocas pasiones o afecciones a las que Weil hace explícitamente alusión en su obra y se vincula, de modo muy concreto, a su mirada global de las pasiones y al rol que la educación tiene al respecto. En efecto, si la educación a la acción razonable pasa necesariamente, según Weil, por la toma de conciencia del conflicto permanente entre el individuo particular y el deseo de universalidad, su reflexión sobre el miedo nos pone nuevamente en el corazón de este conflicto. El individuo, en el fondo, le teme a la universalidad, la que se expresa en el otro y en todo aquello que excede su particularidad. Para la reflexión se trata de una doble presencia. Por un lado, es una pasión que hay que transformar y vencer y, para ello, el rol educativo, tanto del filósofo, como del político es esencial; hay que transformar y vencer el miedo, porque solo así el individuo podrá desear lo único que legítimamente se puede desear (si no quiere optar por la violencia): la razón y la felicidad. Pero, por otro lado, es también la pasión que el filósofo, el educador moral y el político saben que no será del todo eliminada y que incluso ellos mismos la padecen. En otros términos, todo ser humano, por muy razonable que sea, tiene miedo de sí mismo, tiene miedo de la violencia que lo habita, de esa individualidad pasional que permanece para siempre y de la que es imposible escapar. Si el filósofo habla, educa, escribe, y si el político actúa, es también para vencer sus propios miedos.
Al momento de introducir e interpretar el problema kantiano del mal radical en su filosofía política, Weil, respecto del ser humano moral, es decir, del virtuoso que hace todo para evitar un acto inmoral y que, en principio, quiere estar siempre de acuerdo con el bien, se interroga: "¿cómo sabe [este individuo humano] si actúa por respeto a la ley y no por miedo a las consecuencias, por cálculo interesado, siguiendo la pendiente de su naturaleza empírica?" (pp, p. 20). En otros términos, ¿cómo el ser moral puede estar seguro si su acción es verdaderamente moral o si depende más bien de su pura individualidad y de sus inclinaciones naturales? Weil, en parte, sigue aquí el pensamiento hobessiano sobre el miedo, cuando este considera que se trata de un medio fundamental para la moral y la vida política. Hobbes, como sabemos, cuenta con el miedo en todas las relaciones intersubjetivas del individuo y, especialmente, en los contratos civiles y en el vínculo que el individuo tiene con el Estado. Si Leviatán existe y puede perpetuarse, es porque provoca y debe seguir provocando el miedo. El cálculo de intereses que subyace a los contratos de unos con otros no elimina el miedo y es el Estado el responsable de su permanencia. Es un miedo que remite, por lo tanto, a la clausura del individuo en su propia individualidad y, a la larga, lo encierra en el terreno de sus pasividades y de sus deseos particulares. Pues bien, es precisamente aquí donde Weil se separa de esta perspectiva hobbesiana.
El miedo está ciertamente vinculado a las inclinaciones naturales del individuo y lo vuelca constantemente hacia ellas, pero para Weil es necesario vencerlo o, al menos, controlarlo. De lo que realmente se trata en la vida moral (y, por lo mismo, en la política) no es conducir al individuo a su interés o a su voluntad estrictamente individual, sino hacer que ese interés se revierta en la búsqueda del universal que todo individuo quiere o desea por sí mismo; en otros términos, se trata de buscar que el universal no sea temido, sino que se transforme en un objeto real del deseo, que conduzca a la acción y que esta se haga efectiva. En esto, la educación tiene nuevamente un rol fundamental: su función es transformar el miedo del individuo en un deseo por aquello que, en el terreno de la pura individualidad, siempre será objeto de temor. Las consecuencias políticas de esta acción se dejan ver en la última proposición de la Philosophie politique,, donde Weil ve con claridad que, si el Estado "es el órgano en el cual una comunidad se piensa", esta comunidad solo puede pensarse, a condición de que sus miembros no vivan con miedo (pp, p. 246). Es una tesis que, por lo tanto, remite más bien al pensamiento de Spinoza, quien al finalizar el Tratado Teológico-Político [ttp] sostiene que el fin último del Estado:
[...] no consiste en dominar ni retener a los hombres mediante el temor (nec homines metu retinere) o someterlos al derecho de otros, sino, por el contrario, en liberar a cada uno del temor, para que viva lo más que se pueda en seguridad, es decir, que preserve lo más posible su derecho natural de existir y actuar sin peligro para sí mismo ni para los demás. (ttp, xx, [6])
Ahora bien, si la labor de la filosofía, de la moral y de la política es educar el miedo, esto solo es posible, como hemos adelantado, si tanto el filósofo como el político son capaces de combatir y de vencer su propio miedo. En efecto, todo ser humano tiene miedo y todo lo que hace, dice o piensa está destinado a eliminar o calmar este miedo. Se podría decir entonces que el individuo, en su condición de filósofo y político, "tiene, sobre todo, miedo al miedo" (LP, p. 19; expresión que probablemente se inspira del ensayo sobre el miedo de M. de Montaigne). No le teme al deseo, no le teme, ni siquiera, a la necesidad: tiene "miedo al miedo". Es por eso que el miedo, más que cualquier otra pasión, puede llevar al hombre de razón (y al hombre de la acción razonable) a perder el dominio de sí mismo. Miedo al miedo equivale a decir, afirma Weil, "miedo a la violencia" (p. 20), al hecho que ella siempre es posible; pero no solo a una violencia de carácter espectacular o exterior, sino, sobre todo, a aquella que todo ser humano lleva dentro de sí mismo. Es cierto que el filósofo ha decidido aceptar la violencia, padecer todo lo que puede sucederle, incluso, poniendo en riesgo su propia vida. Pero es, al mismo tiempo, individuo humano; mantendrá siempre consigo la animalidad del ser vivo, esa que le impedirá ser sabio, buscar la sabiduría y actuar en pos de ella, y, asimismo, lo acompañará, hasta el final de sus días, la necesidad de mantenerse en vida, de perpetuarse. Es preciso, por lo tanto, que el mundo humano sea tal que la pasión del miedo ya no tenga lugar, que su fuerza negativa sea formada o transformada de tal manera que el individuo no caiga, una y otra vez, en el lado ciego de su pasividad. Cuando todos sean felices, cuando ya nadie, a causa del miedo, busque la pura satisfacción individual, seduzca o amenace a otro; cuando todos estén dispuestos a socorrer a quien sufre de sus pasiones, entonces, solo entonces, el filósofo y el político podrán vivir sin miedo al miedo, pues "la razón habrá penetrado toda la existencia del hombre y de la humanidad" (p. 20).
La irrupción del tedio: el inquietante resultado de una sociedad técnico-racional
El tedio, a lo largo de la historia, se presenta como un sentimiento de disgusto, molestia y fastidio. Es un afecto vinculado muchas veces al vacío, al fracaso, a la decepción y que remite a una serie de situaciones contextuales e históricas: el mal du siècle de ciertos románticos decimonónicos; la melancolía y la hipocondría, causadas por la atrabilis (Starobinski, 2012), que, por cierto, ya había sido descrita en la Antigüedad por autores como Homero (Ilíada, canto VI, 200-203: "Cuando Belerofonte se atrajo el honor de los dioses, solitario vagaba a través de los campos de Aleo torturando su ánimo lejos de todos los hombres") o Hipócrates ("Cuando el temor y la tristeza persisten por mucho tiempo, es un estado melancólico", Aforismos, sección VI, 23). El tedio fue también considerado por algunos como una de las tantas expresiones fundamentales de la condición humana: "Echar el tedio a toda costa es vulgar, es como trabajar sin placer" (Nietzsche, Gaya Scienza, § 142). Si, por un lado, comporta una carga negativa en tanto símbolo de rechazo a la libertad, por otro, se percibe como una fuerza que implica cierta responsabilidad del individuo respecto del sentimiento mismo y de sus consecuencias (ver, por ejemplo, Pascal, Pensées, sección II, pp. 139-143).
Durante el siglo XIX, el problema del tedio fue en buena medida tematizado por Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche, entre otros. Fuera de la filosofía, fue también tema de estudios médicos (Alexandre Brierre de Boismont, De l'ennui, taedium vitae, 1850), sociológicos (Durkheim, quien trata el tema, principalmente, en su obra sobre el suicidio de 1897) y, por supuesto, estuvo presente en la literatura, donde en un desplazamiento moderno desde el pathos creativo de la melancolía a la opacidad negativa del aburrimiento, aparece como un estado estético no solo de personajes, sino especialmente de muchos autores (Bartra, 2004). Tal vez, la primera tentativa más acabada en términos políticos la encontremos en Alfred de Musset, para quien esta afección remitía sobre todo a la profunda decepción producida por el fracaso revolucionario (La confession d'un enfant du siècle, 1836).
En 1929, a partir de pensamientos como los de Thomas Mann o Walter Benjamin, Heidegger realiza un análisis novedoso y, en cierta forma, opuesto a la tradición del mal du siècle y de su enfoque psicológico, político, social y antropológico. Heidegger, por cierto, nos propone un análisis que puede servir para salir del ámbito puramente antropológico. En Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad (2007), el autor analiza tres formas de aburrimiento (Langeweile): la primera consiste en estar aburrido por algo (pp. 111-142); la segunda, en aburrirse con algo (pp. 143-171); la tercera, en experimentar un aburrimiento profundo (pp. 174-204). Pues bien, se trata de tres fases de la condición del hombre en el mundo. Primero, el tedio es un sentimiento de soledad y de rechazo al mundo; segundo, es un intento por matar el tiempo antes que este surja; tercero, es un momento de malestar profundo ante el desgaste del tiempo.
El tedio (aburrimiento) es para Heidegger interesante, porque describe la manera mediante la cual el ser se devela en el tiempo. Generalmente, buscamos vivir en el mundo cotidiano como si este fuera el fundamento último para la aparición con sentido de cosas, eventos y acciones, pero de hecho no lo es. Sobreviene así un sentimiento de vacío. La acción humana consiste precisamente en querer eliminar el vacío por el vacío, ya sea mediante un vacío que remite a la superficialidad, o mediante uno que logra profundidad. El tedio, en Heidegger, nos lleva así a una práctica creadora del vacío, en el preciso sentido de la liberación respecto del mundo cotidiano y de sus ilusiones. En otros términos, el tedio es una paradoja que nos lleva lejos, a lo más profundo de nosotros mismos. En ese tiempo que de golpe parece terriblemente grande, accedemos a la conciencia de la brevedad de nuestra vida. Heidegger indica, de esta manera, que el tedio nos revela el tiempo que se escurre, porque hay algo que no acontece. Al ser una filosofía del acontecimiento, además de la angustia, el tedio, en Heidegger, representa el otro gran acontecimiento del vacío. La constatación que hay de fondo es brutal: detrás de todo esto, no hay nada.
La experiencia de tal "nada" no es meramente la experiencia de que nada de lo habitual mitigará el tedio, sino, por un lado, la experiencia de la diferencia entre las cosas y las posibilidades de acción orientadas hacia las cosas y, por otro, la pura posibilidad de ser uno mismo, fuera de relaciones instrumentales. Del vacío, del quiebre de los nexos de sentido instrumentales habituales, nace la libertad. Heidegger nos ofrece así una pista de reflexión positiva que le da una vez más al hombre la posibilidad de elegir y la responsabilidad de conducir su vida mediante sus actos.
Es aquí donde conviene destacar el aporte de Eric Weil. Sin hacer alusiones directas a Heidegger, Weil analiza tanto las causas, como las consecuencias políticas de este sentimiento de vacío y de profunda insatisfacción (ver Ganty, 1997). El tedio es, en esta perspectiva, la expresión subjetiva respecto de la insuficiencia del lenguaje técnico y racional del mundo moderno en su lucha por el dominio de la naturaleza. Si el miedo, como hemos visto, colabora en la instauración de un mundo político que pretende orden y libertad, el tedio es el sentimiento contemporáneo de ciertas élites de individuos y sociedades que resienten la falta de espesor de lo que la historia ha construido. En efecto, el tedio es el sentimiento fundamental que el lenguaje instrumental y objetivante despierta, cuando no deja lugar al concepto de un ser que, si bien es para otro, se sabe y se quiere también para sí mismo. Para Weil, este sería el problema fundamental del mundo contemporáneo, a saber, que el tedio no solo puede ser algo individual, sino que podría llegar a ser un afecto de orden colectivo e implicar así al conjunto de la vida social y política (pp, p. 94). El individuo está arrojado a su vida privada, es decir, a una vida que no solo es individual, sino que se ve privada de todos esos valores que la sociedad moderna reconoce como tales: el trabajo, la eficacia, el rendimiento económico, entre otros (Weil LP, proposición 27, pp. 413-431; 2003, pp. 303-304). Tal vez, las nuevas formas de violencia de las que somos testigos se deban a esta inquietante situación que conviene citar in extenso:
[...] el tedio podría transformarse en algo extremadamente serio si una civilización entera lo padece, pues, en ese caso, ya no habría nadie que pueda decir a los otros por qué se aburren y lo que habría que hacer para ponerle remedio. Cuando todos hayan obtenido lo que podían razonablemente pedir, y cuando todos compartan el mismo sentimiento de insatisfacción, entonces podría recurrirse a cosas irracionales. Se podría estar de acuerdo en un punto, en uno solo, a saber, la violencia es el único pasatiempo. (Weil, 2003a, p. 303)
Pues bien, es esto lo que lleva al autor de Philosophie politique a defender una tesis que atraviesa no solo el conjunto de su pensamiento político, sino también la comprensión que él mismo hace de los cambios que ha tenido el discurso filosófico a lo largo de la historia (que es lo que intenta precisamente ordenar su obra Logique de la philosophie):
La sociedad humana �afirma Weil� es superior a la sociedad animal que, naturalmente, es más perfecta, pues el hombre no está totalmente socializado, el deseo de los individuos y de los grupos puede llegar �y de hecho ha llegado� más allá de lo necesario. Bajo este aspecto, lo que caracteriza al hombre no es, en primer lugar, el don divino de sorprenderse (aunque toda cultura intelectual tenga allí su origen), sino el de aburrirse, de estar descontento. (pp, p. 64)
Conclusión
En un contexto contemporáneo donde el tratamiento del miedo, tanto en filosofía como en política, sigue estando fundamentalmente ligado a una lectura de orden histórico (ver, por ejemplo, Bodei, 1991; Robin, 2004; Svendsen, 2008) y con un fuerte acento puesto en el modelo hobbesiano, la tesis weiliana del "miedo al miedo" que padece el mismo filósofo en su trabajo y que confluye en la acción educativa del político, parece tener pertinencia. Esta no solo muestra el desplazamiento que hace Weil del problema de un miedo de orden estructural (o institucional) a una pasión de orden individual que nos introduce en el conflicto constante del individuo consigo mismo, sino también, llama la atención sobre la importancia que tienen las pasiones como medios fundamentales (los únicos, a la larga) de la educación moral del individuo. Algo que, si bien se anuncia en autores como Arendt (1958, 1963), Walzer (2004), Nussbaum (2001, 2013) y, en parte, Taylor (2006), sigue estando bajo una perspectiva que considera la pasión como una fuerza externa a la razón y no como aquel impulso que compromete tanto su existencia como su actividad. La tesis weiliana permite entonces pensar que tanto la filosofía como la acción política se fundan precisamente en el conflicto interno permanente que padece la razón consigo misma.
El tedio, por su parte, es aún menos explorado en el contexto contemporáneo. Hacíamos notar la presencia importante que tuvo Heidegger al respecto y, tal vez, el vínculo posible de Weil con un pensamiento al que evita hacer referencia directa por razones estrictamente políticas (Weil, "Le cas Heidegger", escrito en 1947 y reeditado en 2003b, pp. 255-266). Más recientemente, conviene destacar el trabajo de Lars Svendsen (publicado por primera vez en 1999 en noruego, y reeditado desde 2005 en inglés y otros idiomas), quien afirma la actualidad de aquello que Weil, en su tiempo, veía como una posibilidad para el conjunto de la civilización occidental: "Vivimos en una cultura del tedio" (Svendsen, 2008, p. 7), situación que, al no tener solución, transforma este sentimiento en un verdadero problema filosófico y ético. La perspectiva weiliana es radical, no tanto por el análisis mismo, sino por los vínculos que se pueden establecer con el miedo, con el desafío constante de la educación y, desde allí, con el conjunto de nuevas figuras de violencia que convendría reconocer y comprender:
El resultado, un resultado ya visible, es el tedio del progreso infinito e insensato, el tedio de un lenguaje que actúa, pero que no significa para el individuo y, en última instancia, para los individuos; un tedio al cual solo se escapa mediante la violencia desinteresada, interesada solo por la posibilidad de afirmarse como individuo contra otros individuos, violencia que es retorno a aquella de los señores y que no tiene otra perspectiva que hacer olvidar lo insensato de los intereses que la sociedad satisface � una vez que esos intereses están satisfechos�. (Weil, 1987, p. 29)
Así las cosas, si el miedo es la pasión que impulsa a las sociedades hacia una propuesta de educación al universal, esta deja de ser verdadera si el educador, el filósofo y el político olvidan o evitan confrontarse con sus propios miedos, con el miedo al miedo, con el miedo a la violencia, siempre posible, de todo ser humano. Si esto sucede, o es por insensatez o es porque estamos adhiriendo a logros técnico-racionales que satisfacen, sin duda, intereses inmediatos, pero que no nos preparan para aquello que se inició en el terreno mismo de la pasión: queremos liberarnos de la necesidad y de la coacción exterior, es cierto, pero nada tendrá sentido, y nos volcaremos a un profundo aburrimiento, si no nos preparamos en el ámbito de la individualidad, así como en el de la vida moral y política, a dar contenido a nuestra libertad.
1 Nace en Parchim (Alemania, 1904) y fallece en Niza (Francia, 1977). Filósofo de origen alemán, naturalizado francés en 1938. Fue estudiante de E. Cassirer y, ya establecido en Francia, ejerció como profesor en las Universidades de Lille y Niza. Para acceder a una presentación completa de Weil, así como de su bibliografía, conviene visitar el sitio web del Institut Éric Weil, alojado en la Universidad de Lille III: https://institut-eric-weil.univ-lille.fr/accueil/eric-weil
2 En este escenario, nos parece importante destacar, en Francia, el trabajo de Gilbert Kirscher (1989; 1992; 1999), Patrice Canivez (1993; 1999), Francis Guibal (2009), Etienne Ganty (1997), entre algunos otros; en América Latina, tenemos, en Brasil, un importante estudio de Marcelo Perine (1997) y, más recientemente, los trabajos de Evanildo Costeski (2009) y de Judikael Castelo Branco (2021). En castellano, contamos con la traducción de una serie de estudios de Francis Guibal (2002), realizada en la Pontificia Universidad Católica del Perú, además de los artículos de Valeria Campos Salvaterra (2012) y Roberto Saldías (2013; 2014; 2015). En cuanto a traducciones de Eric Weil en castellano, disponemos únicamente de tres de sus escritos: una traducción, ya sin distribución, de Hegel y el Estado (1970); la traducción de la "Introducción" a la Lógica de la filosofía, como texto autónomo, realizada por Francisco Sierra Gutiérrez (2002) y la de Problemas kantianos (2008).
3 Para las referencias a las tres obras principales de Weil, que configuran lo que podríamos llamar su propio sistema filosófico, utilizamos la siguiente nomenclatura: LP= Logique de la Philosophie (Vrin, Paris, 1950); PP= Philosophie politique (Vrin, Paris, 1956); PM= Philosophie morale (Vrin, Paris, 1961).
4 Por ejemplo, sobre Maquiavelo, ver "Machiavel aujourd'hui", artículo escrito publicado originalmente en la revista Critique, VII (1951, pp. 233-253), y reeditado en Weil (1971, pp. 189-217); sobre Hobbes, ver "Hobbes", en Weil (2003, pp. 181-183).
5 Como ya se ha indicado, años más tarde, Weil elabora también una reflexión más pura y sistemática sobre la moral en su obra Philosophie morale (1961).
6 Esta definición de la pasión en referencia a la acción, recuerda algo que ya encontramos en Descartes (Les passions de l'âme, AT, XI, art.1) y en Spinoza (Ética, III, proposición 2; ver también Tratado político, I).
7 Para comprender, en parte, este vínculo de Weil con Hegel, remito al lector a dos trabajos anteriores: Saldías (2013, 2015).
8 Con todo, esta tipología recuerda, en parte, los apetitos y las aversiones de Hobbes (Leviatán, VI).
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