Eidos. Revista de Filosofía de la Universidad del Norte

ISSN electrónico 2011-7477
n.° 20, enero-junio de 2014
Fecha de recepción: 15 marzo de 2013
Fecha de aceptación: 02 octubre de 2013
DOI: http://dx.doi.org/10.14482/eidos.20.5905



ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN / RESEARCH ARTICLE


Escenarios de violencia.
Una mirada desde Grecia antigua*

Leticia Flores Farfán
Universidad Nacional Autónoma de México (México)
leticiafloresfarfan@gmail.com


Resumen

Este texto busca escudriñar en los escenarios en que la violencia comparece en Grecia antigua, para poner de manifiesto que el propósito de visibilizar la violencia en el teatro trágico, como afirma Jacqueline de Romilly, es dar una lección a los hombres a través de relatos extraordinarios, de acciones que acaecen en el límite, en un mundo simbólico que habla para las "generaciones de los hombres", como se nos dice en Edipo Rey (1186) y donde se relata un destino que sirve de ejemplo a la condición humana. Su análisis sobre la violencia en Grecia antigua le permite a la autora hacer una contrastación con la forma en que se representa la violencia en el mundo contemporáneo. Establece con claridad que la visualización "sin mediación" de la violencia provoca una fractura en el lazo intersubjetivo, es decir, en el vínculo simbólico de la articulación política.

Palabras clave

Escenarios, violencia, tragedia, griegos, visibilidad.


Abstract

This text studies the scenarios in which violence appears in ancient Greece, to demonstrate that the purpose of the visibility of violence in the tragic drama, as Jacqueline de Romilly says, is to give a lesson to men through extraordinary stories, that occur in a symbolic world, that speaks to the "generations of men", as we are told in Oedipus Rex (1186), and a destiny where exemplary human condition is reported. The analysis of violence in ancient Greece done in this paper, allows a contrast with the way violence is represented in the contemporary world. The author states that the "unmediated" visibility of violence produces a fracture in the intersubjective link, that is, a fracture in the symbolic link of political articulation.

Keywords

Scenarios, violence, tragedy, greeks, visibility.


Quién puede dudar de que habitamos en la violencia si el principio que rige la existencia humana es el de matar o morir? La muerte como destino signa la vida mortal de aciaga finitud y aterradora incertidumbre. Nada más violento que la precariedad de la vida. Somos una nada, un vacío, una incompletud que se afana, quizá inútilmente, por construir anhelos y aspiraciones que nos permitan dar sentido a nuestras obras, explicar nuestras decisiones, justificar nuestros desatinos y hacer nuestra futilidad más respirable. "¿No sabes, pregunta Océano a Prometeo [...], que para un temple enfermo los únicos médicos son las palabras?" (Esquilo, 2006, 378-379). Los hombres construimos e inventamos historias y narraciones que nos permitan encarar con entereza, y aun con alegría, el paso de los años, el decaimiento de nuestras fuerzas y nuestras carnes, la enfermedad, la ausencia de nuestros seres queridos, el amor triunfante y su sinnúmero de fracasos.

Aprisionado en el palacio de la ninfa Calipso, rodeado del paisaje más extraordinario, que asombra incluso al divino Hermes, amado por una divinidad a la que no puede igualarse en belleza mujer alguna, el desdichado Ulises no deja de llorar y lamentarse por estar lejos de Penélope, su fiel esposa, pues es propio de la frágil condición humana preferir el amor mortal de una mujer destinada a envejecer al inmutable esplendor de una diosa (cfr. Nussbaum, 1986). El amor, la compasión, el temor son sentimientos que emergen ante la fragilidad del amado, del doliente, del acosado. ¿Podríamos llorar y compadecernos del dolor de Jesús si la pasión no fuera más que un simulacro de un dios al que nada le duele y a nada le teme? Si sentimos en carne propia su martirio es porque la Pasión se arma en el sufrimiento, el dolor, la violencia, el anonadamiento y el reclamo de respuesta al grito desgarrador de "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" (Marcos, 15: 46) que levanta el Crucificado hacia su Padre. Y así como entramos en complicidad con el Crucificado, imposible permanecer impávido ante los gritos de sufrimiento desesperado de Prometeo, quien a pesar de ser un dios ha sido condenado a un martirio igual o peor que el de un infeliz mortal. Así nos lo hace ver Esquilo cuando cuenta en Prometeo encadenado que el titán fue atado, por orden de Zeus, en lo más alto de un precipicio inexpugnable y de escarpadas rocas para hacerle pagar su osadía de haber inclinado sus afectos hacia la humanidad al entregarles a estos seres efímeros el preciado poder del fuego. Llevado hasta ahí por Kratos, la Fuerza, y Bía, la muda Violencia, Prometeo fue atado por Hefesto con cadenas de bronce irrompible para que sufriera por un tiempo de infinitos años el castigo, impuesto por el tirano Zeus (cfr. Esquilo, 2006, 225-226), de no morir y sufrir por siempre como destino, si seguimos la versión del poeta trágico (cfr. Esquilo, 2006, 753-755), o de vivir un perpetuo suplicio al poseer un hígado eterno que renacerá una y otra vez para ser devorado, tal y como narró Hesíodo en Teogonía. Prometeo, según narra Esquilo, vivirá un tormento inacabable por impedir que la raza humana fuera aniquilada por los dioses y por liberarla de "andar pensando en la muerte antes de tiempo" (Esquilo, 2006, 248-250), otorgando a los hombres las "ciegas esperanzas" (Esquilo, 2006, 248-250) que les permiten ser "señores de sus afectos" (Esquilo, 2006, 447); así lo relata el titán al corifeo cuando este le interroga por las causas de su suplicio. Y cuando Océano lo conmina a deponer su coraje y contener su altanera lengua, lo hace advirtiéndole de la posibilidad de un tormento mayor si Zeus lo escucha, pues el "jefe de los felices" (Esquilo, 2006, 98) es "severo y ejerce el poder sin necesidad de rendirle cuentas a nadie" (Esquilo, 2006, 324-325).

La vulnerabilidad es propia de los héroes. Gracias a esa condición podemos reconocernos en ellos, se puede lograr la identificación del auditorio y los espectadores con los personajes de esos tristes avatares. Nada humano podría reconocerse en la perfección moral, en la dicha plena, en la infalibilidad inalterable; la empatía es posible gracias a que los héroes son susceptibles de error, de dolor, de fracaso, de sufrimiento, es decir, en tanto que aparecen como nuestros semejantes y podemos entrar en complicidad con ellos. Atenea puede reírse de la locura y el desatino que le provoca a Áyax cuando lo induce a matar un rebaño de bueyes haciéndole creer que asestaba su espada contra el ejército argivo, porque no hay risa más gratificante, dice la diosa, que la que se produce por la desgracia de un enemigo (cfr. Sófocles, 2002,79) y porque ella, como todos los dioses, tiene el poder para lograr lo que desea, ya que "todo puede suceder si lo maquina un dios" (Sófocles, 2002, 86); Odiseo, sin embargo, no comparte la risa de su más querida deidad, sino que se compadece de su enemigo, quien, como él, está "amarrado a un destino fatal" (Sófocles, 2002, 124-126), pues cuantos vivimos, nos dice el prudente héroe, nada somos sino fantasmas o sombra vana (cfr. Sófocles, 2002, 124-126). Y al igual que la compasión que produce el delirante Áyax, compartimos la cólera de Aquiles al ser despojado de sus trofeos por la violencia del poder real de Agamenón; lloramos con "el de los pies ligeros" (Homero,1997, 40-41) por la muerte de su amado Patroclo y nos invade una profunda tristeza e indignación cuando el de cabellera dorada, "quien no tiene mentes justas ni pensamiento plegable en su pecho, y, como un león, lo salvaje conoce" (Homero,1997, 40-41), no solo da fin a la vida del valiente Héctor, sino que ultraja vilmente su cadáver arrastrándolo sin pudor y piedad para borrar del cuerpo extraordinario del héroe troyano la belleza y el valor viril que en vida lo caracterizaron.

La compasión y el temor, como afirma Aristóteles en Poética (1990, 1449b, 27-28), posibilitan la katharsis que la acción trágica persigue. El sentimiento compasivo está íntimamente ligado a la creencia de que, al igual que el personaje sufriente, uno también es susceptible de padecer el mismo dolor, uno también es vulnerable. La compasión se produce porque, entre quienes padecen y quienes miran, existe una comunidad de sentimientos que permiten producir una misma respuesta física y emocional ante el dolor, el miedo narrado o representado. "[...] cuando yo recito algo emocionante, dice Ión en el diálogo platónico que lleva su nombre, se me llenan los ojos de lágrimas; si algo es terrible o funesto, se me erizan los cabellos y palpita mi corazón" (Platón, 2008, 535c). Sentir compasión implica darse cuenta tanto de la fragilidad de nuestras empresas como de qué es lo que realmente importa en la vida humana. Unido a la compasión se encuentra el temor, pasión penosa que nace de la posibilidad de que uno pueda sufrir en el futuro no lejano un daño o un dolor que no nos es posible evitar (cfr. Aristóteles, 1990, 1382a, 21 y ss.).

Tememos a lo que no podemos controlar: la fortuna, el destino, los sucesos y circunstancias que provocarán en nosotros un terrible sufrimiento sin que podamos hacer algo para oponernos. Nada teme el que cree que es autosuficiente, el que piensa que las circunstancias externas en nada pueden afectarle; así como lo creyó Platón, quien insistió en el Fedón en que la situación en la que se encontraba Sócrates no debía mover a compasión porque los males que le aquejaban solo afectaban su cuerpo y no su alma, naturaleza verdadera de lo que él realmente era.

La poética aristotélica marca como uno de los aspectos fundamentales de la tragedia la reacción del espectador ante lo sucedido al personaje, la identificación que se tiene con el sufriente que se exhibe ante nosotros, abriendo así la posibilidad de evaluación ética de los acontecimientos sucedidos. La poesía es una valiosa fuente de sabiduría práctica porque habla de lo que puede suceder a ciertas personas con las que podemos tener importantes similitudes (cfr. Aristóteles, 1990, 1451b, 4-11) y construir cercanía. El héroe trágico debe ser, entonces, un personaje con el cual el espectador pueda reconocerse, y para ello es necesario que no posea una "excelencia que está por encima de nosotros", como se señala en el libro VII de Ética a Nicómaco. El placer trágico que se produce por la compasión y el temor no se logra si el héroe es más que humano o si cae en desgracia por su propia perversidad; los personajes trágicos pueden ser "mejores" que nosotros pero no tan perfectamente buenos y excelentes que se imposibilite que nos reconozcamos como afines a ellos.

Una tragedia carece de valor si se limita a representar caracteres y se olvida de mostrarlos en acción, en comportamientos en los que los hombres realizan elecciones, en donde la eudaimonía, el vivir bien, puede concretarse (cfr. Aristóteles, 1990, 1450a 1523). La tragedia enseña que la eudaimonía es una praxis, porque no hay tragedia sin acción, no hay amor sin amantes, no existe un buen ciudadano sin una comunidad política donde ejercer la ciudadanía. El théatron, o "espacio desde el que se mira", era la escena de exhibición donde se presentaban a la valoración de todos y bajo una forma mítica los mismos problemas que se ventilaban y debatían en la Asamblea ciudadana (cfr. Rodríguez, 1997): las tensiones entre libertad y tiranía, entre el poder político y la ley religiosa tradicional, los conflictos provocados por el establecimiento de los límites del poder y todos los problemas que interesaban a una ciudad que tenía la libertad como valor máximo. El teatro trágico era un espectáculo cívico en los que se sometía a indagación crítica tanto los límites de la condición humana como las leyes que regulaban tal condición en el contexto ciudadano. Y con ello cumplía una función educativa fundamental porque fomentaba la unidad de los ciudadanos al procurarles una identidad social, necesaria para la consolidación de cualquier sistema político-social. La amistad civil se consideraba la armadura simbólica de la identidad ciudadana, pues, como afirmó Aristóteles (2000, 115a, 22-27), "mantiene unidas a las ciudades" tal vez con mayor fuerza que la justicia; y si ello es así es porque para los griegos de la Antigüedad, la ciudad no se constituye por un conjunto de murallas o naves vacías, parafraseando a Tucídides (2000, 77, 7), sino por hombres que viven juntos porque identifican sus propios intereses con la ciudad a la que pertenecen. El mayor bien para la ciudad será, entonces, nos dice Platón en República (462b), lo que la agrupa y la aúna, y esta unidad se logra no por una participación reflexiva, sino entretejiendo diversas experiencias emocionales que permitan que los hombres que conforman esa comunidad se regocijen y se entristezcan por las mismas cosas.

Enzo Degani (1981) sostiene que las representaciones trágicas tenían una profunda función educativa porque

En un estado democrático como el ateniense, donde todos los ciudadanos podían participar en la cosa pública, pero donde todavía no existían escuelas regulares y el comercio de los libros estaba apenas en sus inicios o era inexistente y la adquisición de la cultura estaba particularmente ligada a la auralidad, el poeta cumplía una función civil preeminente. Era el principal educador de su pueblo y, naturalmente, la forma dramática era la más adecuada a esa función. El poeta trágico enseñaba a sus conciudadanos a liberarse de las pasiones violentas y funestas, a defender la libertad y combatir las tiranías, a venerar a los dioses y a los héroes. En una palabra, enseñaba a ser buenos ciudadanos. (pp. 464-465)

Y como escribe Jenofonte (1997) en Memorables, "un buen ciudadano [es aquel que] respeta la Ley" (I, 2, 41); entendiendo con ello no solamente el hecho de no violar el código o conjunto de leyes positivas que regulan la esfera pública de una ciudad, sino el respeto tanto a las leyes escritas como a las costumbres no escritas, las decisiones políticas, en resumen, la voluntad colectiva manifiesta en las instituciones ciudadanas (cfr. Jenofonte, 1997, IV, 4, 2).

Lo que se buscaba con la educación era inscribir el respeto a la ley de la ciudad en el alma de los ciudadanos porque la inquietud predominante era lograr la estabilidad social y evitar las revoluciones violentas; si los ciudadanos hacían suyas las normas, si las veían como reglas consentidas, la ciudad no tendría que dedicarse exclusivamente a crear barreras y vigilancias normativas que, a través de órdenes y prohibiciones, obligaran a que cada ciudadano hiciera lo debido. La moral cívica debía hacer que el deber habitara y modelara el alma de los ciudadanos porque, aunque la coacción fuera un instrumento útil para impedir que los individuos realizaran actos que disgregaran la unidad social, no era un mecanismo tan eficaz como la adhesión emotiva, tal y como lo destaca Platón (2008) en República cuando afirma que los individuos que han sido educados por medio de coacciones "disfrutarán sus placeres en secreto, escapando de la ley como niños de sus padres" (548b).

Los trágicos narraron las vicisitudes de los tiempos pasados, los males violentos provocados por la tiranía, la barbarie, las luchas civiles, la venganza, y con ello se permitieron reflexionar sobre la ciudad y sus instituciones democráticas y atajar los daños que pudieran provocarse al orden político con su aparición. Y así, por ejemplo, en los versos 441-581 de Antígona de Sófocles, en los que se enfrentan verbalmente Creonte y Antígona, el ciudadano ateniense se percata de que la oposición radical entre la esfera pública y la privada, entre la defensa del orden cívico y el de los valores de la tradición, es el núcleo supremo de un drama (cfr. Steiner, 2000). Antígona actuó, decidió, afrontó la responsabilidad de sus acciones y, con ello, asumió una actitud "masculina" que no le permitió a Creonte retroceder en el castigo por temor a que pudiera pensarse que ella era el hombre (Sófocles, 2002), como se dice en los versos 484-486. Y Hemón, en el verso 737, increpa a Creonte diciéndole que "no existe ciudad que sea de un solo hombre" (Sófocles, 1981), para resaltar los excesos de la tiranía, de todo aquel que desea ser un Giges (cfr. Platón, 2008, 359d-360d) con un anillo que lo haga invisible para poder hacer todo lo que le venga en gana.

La sinonimia entre violencia y tiranía se encuentra claramente expuesta en la tragedia esquiliana, Prometeo encadenado, cuando el titán le revela a Io todas las calamidades que aún le esperan por la voluntad de Hera y lanza, al terminar su relato, la pregunta retórica si "¿no os parece que el tirano de las deidades es por igual en todo violento?" (Esquilo, 2006, 737-738). Zeus se venga del titánide con toda la violencia de que es capaz un dios, sobre todo la de un nuevo amo cuyo reciente ascenso al poder le hace recelar de todos, ya que todavía no logra consolidar su mando.

Por otra parte, la contraposición entre tiranía y democracia aparece expuesta en el contexto del célebre debate sobre el régimen incluido en Las Suplicantes de Eurípides, donde Teseo, el héroe defensor de la democracia ateniense, expresa claramente el principio básico de la igualdad política. En esta obra, las madres de los héroes que se habían enfrentado contra Tebas se presentan en Atenas para rogar a Teseo que les ayude a recuperar los cuerpos de sus hijos retenidos por Creonte. Ante ellas, Teseo dará una primera lección de democracia precisando que, sin haber consultado previamente al pueblo ateniense, no tomará la decisión de amenazar a Creonte con un envío de tropas en caso de que no devuelva los cadáveres. Y dicha lección continúa cuando Creonte envía su respuesta al mensaje de Teseo con un heraldo que se expresa de modo tan desafiante como se muestra en este pasaje:

Heraldo —¿Quién es el tirano de esta tierra? ¿A quién tengo que comunicar con palabras de Creonte, dueño del país de Cadmo, una vez que ha muerto Eteocles ante las siete puertas por la mano hermana de Polinices?

Teseo —Forastero, para empezar, te equivocas al buscar aquí un tirano. Esta ciudad no la manda un solo hombre, es libre. El pueblo es soberano mediante magistraturas anuales alternas y no concede el poder a la riqueza, sino que también el pobre tiene igualdad de derechos.

Heraldo —Como en el ajedrez, en esto nos concedes ventaja: la ciudad de la que vengo la domina un solo hombre, no la plebe. No es posible que la tuerza aquí y allá, para su propio provecho, cualquier político que la deje boquiabierta con palabras. (Eurípides, 1995, 399-413)

La condena de los ciudadanos a la tiranía emana de la constatación de que el tirano no fortalece ni cobija las fuentes públicas de las decisiones, sino que apuesta por la defensa de su interés personal. Y al igual que Sófocles, Herodoto, con la respuesta de Demarato a la pregunta de Jerjes de si los griegos lucharían si no tuvieran un jefe que los empujara a la batalla a pesar de su inferioridad numérica, refuerza la idea de que la ciudad no es de un solo hombre cuando señala las diferencias entre los imperios cuyo orden recae en la persona del amo y las ciudades cuya regulación obedece a la ley1.

Porque aunque libres, no lo son completamente porque tienen como amo a la ley que temen más que a ti tus vasallos. Porque hacen lo que ella les manda y ella les manda siempre lo mismo: nunca volver las espaldas en la batalla por numeroso que sea el enemigo. Sino que permaneciendo en su puesto, vencer, o morir. (Herodoto, 2000, VII, 104)

La sinonimia entre ciudad y ciudadanos obliga a no perder de vista que los espacios públicos son los ámbitos en los que cada uno de los miembros, de manera individual, se expondrá ante la mirada de los otros con el fin de articular propuestas que la comunidad acoja como suyas, con el objetivo de defender a la ciudad del ataque enemigo luchando hombro a hombro con los otros conciudadanos que en conjunto hacen posible la ciudad.

En un mundo donde la guerra y la política son las actividades más relevantes y de mayor estimación pública, la violencia es inevitable. Ambas implican rivalidad, lucha, competencia, enfren-tamiento. Y en las dos lo que importa es ser el mejor, demostrar sin reparos que se está presto para el combate, que se lucha en primera fila para defender la ciudad, para derrotar al enemigo. La fama ganada por la valentía y el heroísmo alaba las acciones que dieron muerte a los atacantes, que permitieron exterminar la amenaza del invasor. Las oraciones fúnebres que el Estado pronuncia por los caídos en la guerra, la poesía épica de Homero o la elegíaca de Tirteo de Esparta son loas y alabanzas de una violencia que se considera aplaudible porque es producto de la legítima defensa de una ciudad contra sus enemigos. ¿Quién sería tan insensato como para condenar el uso de la violencia física directa si ella puede liberarnos del infame destino de caer en esclavitud? Esquilo (2006) no deja lugar a dudas, en Los siete contra Tebas, respecto al repudio que siente por la condición miserable del cautiverio al que está condenado el botín de mujeres cuando hace decir al coro:

Antístrofa 2a

Es causa de llanto para las que son apenas muchachas [...] emprender el camino de odiosas moradas.

Sí. Pronostico que el que ya ha muerto tiene mejor suerte que ellas, porque innúmeros infortunios ocurren cuando una ciudad [...] es conquistada: éste hace a aquél prisionero; el otro, asesina; el otro, incendia, y la ciudad entera se mancha de humo, y en los que están enfurecidos sopla, homicida, Ares, mancillando toda piedad.

Estrofa 3a [...] Antístrofa 3a

[...] Hay cautivas (jóvenes) víctimas de un mal que desconocían (con el sufrimiento) de un lecho de esclava, el de un soldado de buena fortuna, con el temor de que a reforzar sus dolores dignos de llanto venga el tributo nocturno a un enemigo más fuerte que ella. (330-365)

El escenario de la guerra es siempre devastador, tal y como podemos sentirlo con la descripción descarnada que hace Esquilo en Los persas de "la carnicería de marinos muertos", de los gemidos y la desesperación de la armada bárbara ante el ataque vigoroso de los griegos que dejó a Persia sin ningún joven guerrero. La guerra, aunque necesaria, no es deseable porque su emergencia conlleva violencia, terror, destrucción, muerte y crisis de valores, según hizo notar con énfasis Tucídides (2000) cuando afirmó que: "La guerra es maestra de violencias porque al quitarnos el bienestar cotidiano hace que los hombres amolden sus pasiones a las circunstancias imperantes" (III, 82, 2). Y al igual que Tucí-dides, Herodoto (2000) también esgrimió argumentos contra la guerra, como cuando señala que "[...] no hay hombre tan necio que prefiera la guerra a la paz; pues en la paz, los hijos entierran a los padres, mientras que en la guerra los padres entierran a los hijos" (I, 87).

La conciencia que los griegos tuvieron de la precariedad de la vida humana y de la fragilidad de sus convenciones, los dispusieron hacia una actitud vigilante en contra de todas las formas de violencia que pudieran dar al traste con el entramado cívico, que con la ley había posibilitado detener el ciclo de las venganzas y someter la restitución de los daños al ámbito de los tribunales de justicia. La importancia de este desplazamiento queda registrada en la Orestíada, tragedia en la que Esquilo (2006) relata los esfiier-zos de Atenea para convencer a las Erinias de que no desaten su furia contra Atenas, acepten renegar de su ira y velar al pie del Areópago a cambio de que los atenienses les rindan culto. Hay que detener el ciclo infernal de las venganzas para que

[...] jamás ruja en esta ciudad [Atenas] la discordia civil, siempre insaciable de desgracias [...] ¡Que no vaya el polvo, llevado de su irritación por haber bebido negra sangre de ciudadanos, a exigir represalias que son la ruina de la ciudad! Antes, al contrario, que unos a otros se ofrezcan ocasiones para la alegría, mediante una forma de pensar impregnada de mutuo amor y que, si odian, lo hagan también con espíritu de unidad, pues, entre los mortales, tal proceder es el remedio de muchas desgracias. (690-693; 700706; 889)

La búsqueda de la unidad civil, la necesidad de fortalecer los lazos cívicos es motivo para advertir en las tragedias del peligro que acecha a la ciudad si se permite el libre curso a la emotividad sin control del ámbito femenino, a la violencia vengativa de una mujer. Debemos tener presente que en el acontecer de la vida cotidiana, la mujer, la buena mujer, era invisible. Su espacio de acción era el doméstico y claramente orientado a cumplir con la función de esposa-madre (cfr. Pomeroy, 1995). Cuando la mujer salía del espacio privado en la lamentación fúnebre, sus expresiones de duelo contaminaban el espacio público habitado por los varones. Es por ello que en la legislación del siglo VI, según relata Plutarco, Solón estableció una reglamentación muy precisa con relación a los rituales de duelo para contener a toda costa el desorden y los excesos de las mujeres en los lamentos fúnebres. Platón, en Leyes, XII (960a) precisó que durante el cortejo fúnebre el cadáver debía estar perfectamente cubierto y no debía emitirse ningún grito ni ninguna lamentación. Estas restricciones son las que marcan la interpretación que el mensajero hace en Antígona de la salida silenciosa de Eurídice al anunciarse la muerte de Hemón: "Pero alimento esperanzas de que, enterada de las penas del hijo, no considere apropiados los lamentos ante la ciudad, sino que, bajo el techo, dentro de la casa, impondrá a sus criadas un duelo íntimo. Pues no está privada de juicio como para cometer una falta." (Sófocles, 2002, 1245-1250).

La tragedia pone en escena las dos caras de la violencia: se aplaude la violencia que libera pero se deja siempre sentir sus devastadores efectos para que no olvidemos la obligada compasión por sus víctimas; se visibiliza la violencia para condenarla, para lograr una empatía entre el espectador y el personaje que articule una enseñanza que reniegue de esa violencia que impide encaminar las acciones hacia la paz y la consolidación de una vida ciudadana. Es este el espíritu que explica la censura de la tragedia La toma de Mileto y la multa que le fue impuesta al poeta trágico Frínico por haber montado la representación. Herodoto cuenta en VI, 21 que "el teatro se deshizo en llanto" porque se les presentó en escena una "calamidad de carácter nacional": Atenas, narra el historiador en V, 97, 3, solo envió 20 naves en apoyo a la lucha de los milesios contra los persas, retirándolas al poco tiempo y dejando a los sublevados a su suerte; los atenienses quedaron involucrados con esa derrota y por más que el teatro trágico se caracterizaba por una actitud crítica con la tradición, no podía permitir "recordar las desgracias" porque los atenienses no quisieron verse como perdedores, hombres incapaces de articular y fortalecer la ciudad. La borradura de un acontecimiento que no debe ser recordado forma parte de esa política del olvido que defendió Atenas y que queda plenamente ejemplificada con la promulgación de la "ley de amnistía" contra los participantes en la rebelión oligarca en el recuento de los hechos de Corcira; con dicha ley se buscaba defender el interés general de la ciudad y evitar la stasis, la lucha civil, que desmoronaría la fortaleza de la democracia ateniense, como se aprecia en Constitución de los atenienses cuando se dice:

Por el contrario, los atenienses demostraron, tanto en público como en privado, de un modo admirable y lleno de sabiduría política, que habían aprendido como nadie la lección de las desgracias anteriores. En efecto, no sólo olvidaron las acusaciones por lo sucedido anteriormente, sino que incluso devolvieron en común a los lacedemonios los fondos que habían recibido los Treinta con destino a la guerra —pese a que los tratados obligaban a que cada uno, los de la ciudad y los del Pireo, pagara por separado—, convencidos de que éste debía ser el primer paso para la reconciliación. (Aristóteles, 2005, 40,3)

Prohibir "recordar las desgracias" era un acto necesario para evitar el desorden en la ciudad; la prohibición funcionó, afirma Loraux (1998, p. 32) siguiendo a Aristóteles en Constitución de los atenienses, como un muro de contención contra las venganzas, es decir, contra los posibles procesos judiciales que se quisieran abrir por los actos cometidos durante la "lucha civil". Y aquí hay que destacar un elemento fundamental: la prohibición es contra una memoria ofensiva, contra el recuerdo hostil que clamaría por represalias contra los que atentaron contra la paz de la ciudad, que se cuestionaría sobre las razones que permitieron que el crimen fuera posible; hay prescripción para los actos sediciosos porque lo que se quiere es reconstruir un estado de cosas como si nada hubiese ocurrido, como si existiera una continuidad sin fractura entre el antes y el después de la dictadura oligarca (cfr. Loraux, 1998, p. 32). Borradura del 403, amputación de lo acaecido, defensa simbólica y material de la memoria colectiva y la identidad cívica:

Borrar es destruir por sobrecarga: sobre la tablilla oficial blanqueada a la cal se vuelve a pasar otra capa de cal y, una vez tapadas las líneas condenadas a desaparecer, ahí está listo el espacio para un nuevo texto [...] (Loraux, 1998, p. 33)

Evitar la guerra, fomentar la concordia y la amistad entre los miembros de una misma comunidad fue el objetivo fundamental de esa institución del olvido o "ley de amnistía" decretada por la democracia restaurada; si alguien deseaba "recordar las desgracias" y, con ello, abrir la posibilidad de que el "amigo" se convierta en "enemigo", sería condenado a muerte por promover una "memoria ofensiva" que ponía en riesgo la fortaleza de los lazos ciudadanos. La amnistía aparece entonces como una estrategia del olvido para legitimar la historia cívica. Los atenienses no permitieron que se les presentara en escena ninguna tragedia realmente acontecida porque no querían mantener en la memoria aquello que les afectaba dolorosamente: "[...] los trágicos, [...] sabrán evitar los argumentos demasiado actuales, a menos que ese presente sea duelo para los otros, un duelo infatigablemente convertido, como en Los persas, en himno a la gloria de Atenas" (Loraux, 1998, p. 29).

Olvido y perdón van de la mano porque no se trata solamente de dejar fuera de la memoria el agravio que otro nos haya hecho, sino borrar la ira o la cólera que ese mal ha causado en nosotros. Y gracias a ese olvido, considerado por la ciudad como un olvido beneficioso porque funciona como un pharmakon contra el dolor de las heridas sufridas, la política se constituye en el ejercicio efectivo del consenso moral de la comunidad que debe privilegiar el diálogo sobre la violencia; esta idea de la política como comunidad afirma que la ciudadanía consiste en asumir un compromiso con los demás en beneficio de todos los que la conforman. Y así, en Atenas, al ciudadano se le enseñaba que ante cualquier disensión interior, la única lealtad que obliga gravemente es la de la ciudad; por ello, la moral, la virtud cívica, aparecen como una exigencia, como un compromiso al cual deben adherirse para poder garantizar y fortalecer la vida común: fuertes lazos simbólicos y estrictas normativas formales vigilan y resguardan así los vínculos de pertenencia social.

Hay sucesos que deben ser olvidados, calamidades que no deben recordarse ni mucho menos representarse. Así lo creyeron los griegos, y así también lo ha creído más de un pueblo a lo largo de la historia de la humanidad. Borrar de la memoria es quizá una estrategia que reclama más de un argumento para apropiársela sin resistencia. No así la prohibición de visibilizar la crueldad, la más terrible violencia, el terror descarnado, la violencia contra natura. "Ha muerto la divina Yocasta" son las palabras con las que el mensajero inicia el relato del suicidio por ahorcamiento de la madre-esposa de Edipo, el hijo asesino, hasta rematar con el devastador momento en el que, privado de sensatez, arranca los dorados broches del vestido de Yocasta y se saca con ellos los ojos. Se abren entonces las puertas, queda ante el público el terrible espectáculo de Edipo con la cara ensangrentada y caminando a tientas, y un coro que grita: "¡Oh sufrimiento terrible de contemplar para los hombres!", a tal grado terrible, a tal grado insoportable que el coro renuncia a preguntar, a saber más por el horror que inspira. Ni el suicidio de Yocasta ni la violencia ejercida por Edipo contra sí mismo al sacarse los ojos son puestos en escena; ambos son narrados por un tercero para instalar la distancia que permita hacerlos soportables. La escenificación de la muerte de Áyax al lanzarse hacia la espada pareciera contradecir el principio de no visibilidad de la violencia cruel que la tragedia defiende de no ser porque se señala en la acotación teatral que Áyax quedará oculto tras la maleza, lo que impide que el público se confronte con la lenta agonía de aquel que ha atentado contra sí mismo. Y así como Esquilo y Sófocles no permitieron que se exhibiera esa violencia extrema que borra todo rastro de humanidad, tampoco Homero aprobó la furia de Aquiles contra el cuerpo inerte del valiente Héctor e hizo evidente el desacuerdo de los dioses hacia la acción cruel del hijo de Temis al narrar el momento en que Apolo se apiada del cadáver del hijo de Príamo y lo cubre con su áurea égida, impidiendo así que el arrastre contra el polvo lo desfigurara y convirtiera en despojo, alimento de aves de rapiña sobre el cual no podrían realizarse los honores fúnebres dignos de un guerrero y de quien fuera el príncipe heredero al trono de Troya (cfr. Homero, 1997, XXIV).

La mitología inscrita en el drama trágico está plagada de relatos de adulterios, parricidios, incestos, canibalismos e infinidad de crímenes salvajes y aterradoras abominaciones cometidas tanto por hombres como por dioses. Baste recordar a un personaje como Cronos, quien no se contenta solamente con castrar a su padre Urano con una hoz de agudos dientes, sino que devora a sus propios hijos para evitar que lo quitaran del trono; o a otro como Atreo, quien da a comer a su hermano Tiestes los cuerpos despedazados de sus propios hijos; o el relato desgarrador de la venganza de Clitemnestra, quien da muerte a su esposo Agamenón por haber sacrificado a Ifigenia, "la niña de sus entrañas", para después ser ella misma asesinada por su hijo Orestes; y tantas otras historias de guerras y traiciones para que creamos que los griegos gustaban morbosamente de la exhibición de la violencia, que se deleitaban con el espectáculo del dolor y la muerte. Nada más alejado de la verdad. Como afirma Jacqueline de Romilly (2010), la tragedia griega no pretende ser realista; es un espectáculo mimético2, la representación de un mundo ilusorio creado por actores enmascarados que daban vida a ciudadanos, extranjeros, mujeres, varones, bestias, hombres, reyes, héroes y dioses en una atmósfera llena de emoción y profundamente sobrecogedora pero que no hace referencia a acontecimientos sucedidos, sino que ficciona escenas posibles, situaciones a las que podría enfrentarse un hombre o una ciudad. La historiadora quiere poner en claro que los asesinatos de padres a manos de sus hijos o de los hijos a manos de sus padres y el sinnúmero de crímenes monstruosos de los que la tragedia da cuenta no son acontecimientos reales ni sucesos que fueran comunes en la vida cotidiana de los griegos. En esta línea de interpretación, Michela Marzano (2010) afirma que:

Las tragedias clásicas [...] escenificaban situaciones sin salida, que provocaban en el espectador una interrogación sobre sus propios valores, o también sobre el significado de la existencia. Sin embargo, al apoyarse sobre la imitación y el ritual, la tragedia permitía establecer cierta distancia entre el espectáculo y el espectador. Los combates de gladiadores, en cambio, muy valorados en la Antigua Roma, invitaban a los espectadores a participar directamente en la acción, a embriagarse ante la sangre derramada, a decidir la suerte del perdedor, a mostrar su valor y su indiferencia ante el sufrimiento. La actitud valorizada en este caso era la impasibilidad gozosa ante el rostro del gladiador mientras expiraba —actitud que podía ir de la fascinación, como la del emperador Cómodo, al sadismo, como la del emperador Claudio. Incluso Marco Aurelio, conocido por su moderación estoica, después de haber mandado acabar con un gladiador que su mujer encontraba deseable, no vaciló en hacer bañar a la desgraciada en la sangre del muerto y después reunirse con ella en el lecho conyugal empapado en la misma sangre. (pp. 71-72)

Pero Grecia no es Roma. Es obligado y justificado que los poetas épicos y trágicos den cuenta de la violencia que fue ejercida en una guerra, especialmente si esta se origina por defender la ciudad. No es legítimo, sin embargo, regodearse con la violencia cruel, con la acción despiadada cuya voluntad está encaminada a hacer el mal deliberadamente. Tanto Platón en el Gorgias como Aristóteles en la Ética a Nicómaco implicaron crueldad y barbarie y las ubicaron fuera del campo de lo humano. La crueldad atenta contra las bases civilizatorias y, por ello, asumirse como humano significa aceptar la autoridad de las convenciones que viabilizan la vida social, respetar el pacto que asume la alteridad como escenario, proteger la empatía como sentimiento solidario entre los que nos reconocemos como semejantes, y rechazar toda aquella descarnada violencia cruel que encuentra placer y satisfacción en infringir daño y dolor a un otro. Si Apolo no hubiera protegido el cuerpo del príncipe troyano para que no se desfigurara y perdiera la belleza que lo caracterizó en vida (cfr. Homero, 1997, XXIV), y si Aquiles no se hubiera compadecido de las súplicas de Príamo para recuperar el cadáver de su hijo Héctor, el héroe troyano hubiera quedado insepulto, devenido despojo para el festín de las aves de rapiña, y habría sido condenado a una inhumanidad radical porque no habría dejado rastro ni seña de su existencia. Junto al relato de Héctor encontramos también en el canto XVI de la Ilíada el que Homero hace de la lucha de Glauco y sus leales combatientes para evitar que los mirmidones despojaran de su armadura e insultaran el cadáver del licio Sarpedón, quien cayó abatido a manos de Patroclo. El combate fue sangriento, nos dice el poeta épico, ya que el cadáver de Sarpedón quedó irreconocible y cubierto por los dardos, la sangre y el polvo. Zeus ordenó a Apolo que lo rescatara, le limpiara la negra sangre y lo llevara a un sitio lejano para bañarlo en las aguas de un río, ungirlo en ambrosía, vestirlo con ropajes olímpicos y entregarlo a Hipnos y Tánatos para que lo transportaran a Licia, su pueblo natal, donde recibiría sepultura y se le rendirían los debidos honores. Los dioses olímpicos protegen a los héroes para que sus cadáveres no terminen en la repugnante descomposición, sino que permanezca en ellos el valor viril y la belleza que por siempre deberá caracterizarlos (cfr. Flores Farfán, 2008). La narración pone un límite a la escenificación de la violencia y la muerte porque el recuerdo de esos terribles acontecimientos no busca fascinar al público con la crueldad ni regodearse en una violencia que, alejada del orden de lo humano, provoca un sentimiento de distancia e indiferencia ante el dolor ajeno.

Grecia construyó a lo largo de varios siglos un estereotipo del bárbaro como antimodelo cultural en donde quedaba contenida toda una gama de características censurables, tales como ser tiránico, extremadamente lujurioso, emotivamente desenfrenado, cruel, irracional, afeminado y servil. En un ánfora del 480 a. C. aparece dibujado Heracles a punto de matar al rey Busiris, y a su guardia, quien con engaños pretendió sacrificarlo. Lo interesante de la imagen, entre otros elementos que analiza Francois Lissarra-gue (2002) es que se destaca la crueldad y la actitud traicionera del egipcio con su altar del sacrificio, los rasgos negroides y el carácter afeminado del mismo porque, a diferencia del miembro viril de Heracles, el del egipcio está circuncidado y da la apariencia de un órgano femenino. Ejemplo paradigmático de la liga entre femineidad y barbarie lo encontramos en el relato trágico sobre Medea, la bárbara, que presa de locura asesinó a sus hijos. "¡Desdichada! Es que eres como una roca o un hierro, para haberte atrevido a matar con tu mano asesina el fruto de los hijos que engendraste!" (Eurípides, 1995, 1279), son las palabras que Eurípides pone en boca del corifeo para dar cuenta del infanticidio atroz cometido por Medea, la extranjera de Corinto, hija de Eetes y de Idia, para vengarse del abandono de Jason. Todas las vacilaciones de la hechicera Medea (cfr. Eurípides, 1995, 1021 y ss.) entre castigar por su traición al otrora amante fiel privándole de su descendencia o aceptar con resignación el destierro y abstenerse de llevar a cabo el crimen, no mitigan la violencia incomprensible de una madre que mata a sus hijos y marcan la zozobra que invade al teatro trágico cuando se bordean las fronteras de lo irrepresentable por inadmisible y reprobable. ¿Cómo poner en escena y ante los ojos de los ciudadanos el terrible espectáculo de una madre privando de la vida a los frutos de sus entrañas? Condenar la acción de una madre que reniega de su condición por venganza hacia los hombres es completamente necesario para reafirmar el imaginario masculino que inscribe a lo femenino en el papel de madres de ciudadanos; hacerlo poniendo ante la mirada de los espectadores el acto de crueldad extrema de una madre asesinando a sus hijos es un recurso que el espectáculo trágico busca evitar.

La tragedia griega inscribe la crueldad en el juego de lo visible y lo oculto y hace comparecer el acto cruel, la violencia abominable, el asesinato sin nombre de manera textual, a través de la narración de un coro que atestigua lo que no puede ser visto por insoportable, por inadmisible. El horror del momento del crimen de Medea, la irrespirable maldad que envuelve el asesinato de la propia sangre, quedan magistralmente hilvanados por Eurípides (1995) en los versos que anteceden a la exclamación del corifeo arriba citada y donde se dice:

Corifeo (estrofa 2)

  • ¿Lo oyes? ¿Oyes el grito de los niños? ¡Oh desventurada, oh infeliz mujer!

Niños (desde adentro)

  • ¡Ay de mí! ¿Qué hacer? ¿Adónde huir de las manos de mi madre?

  • No lo sé, hermano queridísimo. Estamos perdidos. Corifeo

  • ¿Debo entrar en la casa? Creo que hay que salvar a los niños de la muerte.

Niños (desde adentro)

  • Sí, por los dioses, salvadnos.

  • ¡Cuán cerca estamos ya del filo de la espada!

Corifeo

  • ¡Desdichada! ¡Es que eres como una roca [...] (1273 y ss.)

Solo cuando Jason grita a los criados de la casa que abran todas las puertas para que pueda atestiguar la pérdida de sus hijos y dar castigo a la culpable de su muerte, el escritor trágico hace aparecer en escena a Medea, "en lo alto de la casa sobre un carro tirado por dragones alados con los cadáveres de sus hijos" (1316)3. Ante la mirada del espectador quedan los muertos, pero no la muerte ni el crimen atroz porque una buena mujer no es capaz de semejante aberración, de tan abominable acto de venganza. ¿Cómo se defiende el imaginario griego masculino de este acto transgresor?

Masculinizando a Medea, y desde una masculinidad que reniega del lazo político y legal porque se le asimila al salvajismo de la extranjera bárbara. Medea, la bárbara, es capaz de violencias extremas, de pasiones desbordadas, de acciones reprobables para un mundo político y civilizado; por ello, niega su condición femenina porque habla como hombre, piensa como hombre y porque una verdadera madre sería incapaz de matar a sus hijos. Eurípides articula así una estrategia para narrar aquello que por aterrador y monstruoso se sale de la esfera permitida por las representaciones ciudadanas: por un lado, masculiniza al personaje para poder dar cuenta de un acto que ninguna buena mujer griega cometería y, por otro, hace comparecer la crueldad salvaje del infanticidio solo en el campo textual y no a la vista en la escenificación dramática. En Poética Aristóteles (1990) sostiene que

El temor trágico y la piedad pueden ser provocados por el espectáculo; pero también pueden surgir de la misma estructura y los incidentes del drama, que es el mejor camino y muestra al mejor poeta. La fábula debe ser pues tan bien ordenada, que aún sin ver lo que acontece, quien sólo oye el relato ha de sentirse lleno de horror y piedad ante los incidentes, que es por cierto el efecto que el simple recitado de la historia de Edipo produce en el oyente. Provocar este mismo efecto por medio del espectáculo es menos artístico y requiere la ayuda escenográfica. Sin embargo, aquellos que utilizan el espectáculo para colocar delante de nosotros lo que es simplemente monstruoso y que no produce temor, desconocen por completo el sentido de la tragedia; no se debe exigir de la tragedia cualquier clase de placer, sino sólo su propio placer [que, como sabemos, es el de producir el temor y la compasión] (1453b)

La imitación de la violencia escenificada en la tragedia posibilita la distancia ficcional necesaria para hacer soportable su aparición. Nada suplementario se obtiene de hacer aparecer la muerte descarnada, la "realidad-horror" sin mediación de la que da cuenta Marzano cuando analiza las implicaciones éticas de la difusión de la violencia en Internet. Los más de un millón 490 mil resultados de "videos de ejecuciones" que se pueden googlear en la Red se enmarcan en una estética de la crueldad en la que se rompe todo vínculo de empatía entre el observador y la víctima, dando lugar a la peor barbarie, la de la indiferencia ante el sufrimiento de un semejante y al desprecio de la humanidad del espectador y de la víctima (Marzano, 2010). Nuestro mundo actual goza de la vocación pornográfica de visibilizarlo todo, de mostrar hasta el último orificio penetrable en una película de adultos, el más diminuto detalle de un asesinato atroz en el cine gore, las arcadas sangrientas de un degollado filmado en tiempo real y exhibido en los noticieros nocturnos. Pareciera que el quiebre radical que está sufriendo la noción de comunidad, que la puesta en cuestión de los lazos de pertenencia social por los que atraviesan las sociedades contemporáneas se pone de manifiesto de forma descarnada en la pérdida de la capacidad de conmovernos ante el sinfín de cadáveres y retacería de cuerpos que nos exhiben sin pudor en las pantallas de televisión; nos hemos habituado a su aparición reiterada, los hemos despojado de las historias que habitaron y los hemos objetivado a tal punto que no hay empatía ni piedad posibles. Denunciar la "objetualización" en la que habitamos, hacer visible la pérdida de los vínculos de humanidad que deben cruzar entre los hombres para no ser tratados como cosas es uno de los efectos atribuibles a la instalación Ritmo 0 de Marina Abramovic, quien en 1974 quiso explorar la dinámica de la agresión pasiva al ponerse a la disposición del público colocándose en una mesa junto a una serie de objetos que podían producir placer o dolor (una pistola, una bala, una sierra, un hacha, un tenedor, un peine, un látigo, un pintalabios, una botella de perfume, pintura, cuchillos, cerillas, una pluma, una rosa, una vela, agua, cadenas, clavos, agujas, tijeras, miel, uvas, tiritas, sulfuro y aceite de oliva) y un letrero en la pared que decía: "Hay setenta y dos objetos en la mesa que pueden usarse sobre mí como se quiera. Yo soy el objeto" (Abramovic, 1974). La timidez inicial de los espectadores no tardó en escalar hacia una violencia extrema en la que el cuerpo de la artista fue decorado, pintado, cortado, sangrado, hasta el punto que un espectador puso en la mano de Abramovic la pistola cargada para ver si ella se disparaba. La pasividad de la artista la equiparaba a un objeto más a disposición de los otros y demostró lo fácil que es deshumanizar a una persona que no se defiende o no puede defenderse. La confrontación con la humanidad de aquella que había sido equiparada a objeto se produjo en el momento en que Abramovic se levantó y comenzó a caminar hacia la gente lo que causó que todos se dirigieran rápidamente hacia la puerta de salida como queriendo escapar de la evidencia de que aquello sobre lo que habían ejercido tal violencia era un otro semejante a ellos, un prójimo.

Esta deshumanización y desmoralización propia de nuestras sociedades que se deleitan con los reality-shows queda también expuesta por Marzano (2010) cuando interroga, de manera por demás devastadora, si "el que está tumbado en el suelo, con los ojos vendados, esperando a ser degollado, ¿es un hombre? Sus verdugos, ¿son hombres? Y los que miran esos vídeos con indiferencia o con placer, ¿son hombres?" (p. 93).

Más cerca de Roma que de Grecia, el mundo contemporáneo apuesta por la visibilización de la violencia no para hacer patente la fragilidad de la condición humana, ni para crear un vínculo de solidaridad entre los hombres. A diferencia de la máxima de Terencio ("Nada humano me es ajeno"), hoy por hoy pareciera que nos hundimos en la terrible indiferencia ante el dolor y el sufrimiento de los otros hombres, en el egoísmo extremo del ajetreo cotidiano, en la distancia radical entre el yo y los otros que hace imposible dotar de erotismo las lágrimas que de placer o dolor derramamos los hombres. Visibilizar la violencia para paralizar la acción, hacer patente el dolor para inmovilizar de miedo, poner reiteradamente en escena la crueldad para que la asumamos como un hecho cotidiano irremediable y, quizá, intrascendente parece ser la estrategia de las sociedades contemporáneas. ¿Hasta cuándo vamos a habitar el mundo como un objeto más en la mesa instalada por Abramovic? Luchemos por estar más cerca de Grecia, más lejos de Roma.


Notas

* Un primer acercamiento a este tema puede verse en Flores Farfán (cfr. 2013, pp. 99-111).

1 No hay que perder de vista la idea de que no es la comprensión simple de la ley positiva, sino el respeto a la legalidad, como igualdad común entre los hombres emanada de la voluntad colectiva, lo que diferencia a la civilización de la barbarie cfr. Platón, 2008, 320d-322d).

2 La imitación no se opone a la creación, ni la excluye. Y así en Poética, en la que se habla de la diferenciación de las artes por los objetos imitados, Aristóteles (1990) afirma que

[...] puesto que los que imitan a hombres que actúan, y éstos necesariamente serán esforzados o de baja calidad (los caracteres, en efecto, casi siempre se reducen a éstos solos, pues todos sobresalen, en cuanto al carácter, o por el vicio o por la virtud), o bien los hacen mejores que solemos ser nosotros, o bien peores o incluso iguales, lo mismo que los pintores (1448a).

Y en este sublimar o degradar, idealizar o deformar los objetos, aunque sin alejarse de la verosimilitud, libera al arte de "reproducción servil" y concilia imitación con creación.

3 esta es la acotación que se hace para la representación teatral en Medea.


Referencias

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