ISSN electrónico 2011-7477 |
ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN / RESEARCH ARTICLE
¿Es la contra-cultura cínica una negación de las Bellas Artes? Una provocación moderna cara al filósofo-artista
Frangois Gagin
Universidad del Valle (Colombia)
frgagin@hotmail.com
Resumen
Es bien conocida esa extrañeza que desde la Antigüedad provocan, en relación con el quehacer filosófico, el gesto y el verbo cínicos; además de convocar intelectualmente en un modo moderno a esa escuela o esa manera de vivir filosóficamente, se cuestionará la noción de cultura y la de lo bello, para así provocar un ejercicio crítico del pensamiento y revelar la figuración viva y actual de un modo de filosofar artísticamente, por lo menos desde el verbo escrito en su modalidad literaria y filosófica. Esa provocación se entenderá irónicamente en una doble figuración: la que opera, ciertamente, el cinismo al valorar una ascesis del cuerpo en su ponos frente a la institucionalización escolar de la filosofía, y la que operamos en tanto que el cinismo se vuelve un sujeto de la prueba crítica de nuestro pensamiento.
Palabras clave
Modernidad, escuela filosófica, arte, cinismo, cuerpo.
Abstract
The strangeness caused by the cynic gesture and verb is well known since ancient times regarding philosophical praxis. This paper will challenge, in cynical terms and according to his way ofliving and thinking, the notions of culture and beauty, but from a modern reading of such school, producing a critical thinking exercise. As a result, a current and lively mode of artistic philosophizing will be revealed, at least as written verb in a literary and philosophical way. This challenge can be ironically understood in two ways: the one that the cynics apply when valuing corporal ascesis in its ponos in contrast to institutionalized philosophy schooling; and the one that we apply when the cynicism becomes a subject of the critical proof of our thinking.
Keywords
Modernity, philosophical school, art, cynicism, body.
Ahora veo que el dolor, al ser la emoción suprema de que es capaz el hombre, constituye al mismo tiempo el arquetipo y la piedra de toque del gran arte. El artista busca siempre ese modo de existencia en el que el cuerpo y el alma sean uno e indivisible y en el que lo exterior sea expresión de lo interior: en el que la forma se revele. Tales modos de existencia son muy variados: la juventud, y las artes que se interesan por la juventud, pueden servirnos como modelo en un momento concreto, en otros podemos pensar que, en su sutileza y en la sensibilidad de su expresión, en su insinuación de que existe un espíritu que habita en las cosas externas y constituye por igual el ropaje de la tierra y el aire, la niebla y la ciudad, y en la enfermiza compasión de sus estados de ánimo, tonos y colores, el paisajismo moderno está haciendo pictóricamente para nosotros lo mismo que los griegos llevaron a cabo con tanta perfección plástica. La música, en la que todos los sujetos se ven absorbidos por la expresión y no pueden separarse de ella, es un ejemplo complejo, y una flor o un niño son un ejemplo sencillo de lo que digo: en cualquier caso, el dolor es el arquetipo definitivo tanto en la vida como en el arte.
Oscar Wilde, De Profundis.
Hoy, son unos cuantos los que lo saben, y muchos los que presienten, que la filosofía es menos una ciencia que un arte. Ahora bien, el arte es la expresión la más alta, la más viviente de la vida.
H. von Keyserling, Sobre el arte de la vida.
Prólogo y breve justificación de un método
Cualquier pregunta que se formula con pretensión filosófica y con la cual se inicia un discurso —poco importa en un primer momento la modalidad de ese discurso— implica la disposición de un estado de asombro que uno provocó en relación consigo mismo, desde la interioridad del pensamiento hasta la exterioridad de lo que adviene a la consciencia bajo el aspecto de la presencia de un mundo (lo cual indica, por otro lado, que ese mundo bien podría revelarse como inmundo). Uno no nace al discurso, pero adviene a un contorno del fraseo porque está atravesado por el lenguaje y la cultura antes de tener la osadía de pretender apropiárselos; con ello queremos significar que no existe un comienzo perentorio e ingenuo en postular una pregunta (o una afirmación, es lo mismo) filosófica que marcaría inevitablemente el despliegue de una lógica del pensamiento (de cara a la pregunta formulada) y el telos del mismo. Si las dudas y las circunvalaciones del pensamiento no se expresan, esto sin desatender un ordenamiento y una coherencia del discurso, la aptitud filosófica reveladora de una inquietud podría ser muy justamente cuestionada. Y si no se intenta asumir por lo menos la expresividad crítica y reflexiva del pensamiento, no habría razón para que el lector pierda su tiempo en detenerse en la apariencia falaz de un objeto académico, bajo el pretexto de que nada de lo humano le es extraño.
Ahora bien, la pregunta formulada viene de la persona que la formula, lo cual implica resaltar los datos que conforman una historia intelectual. En verdad, la pequeña historia del profesor universitario de turno se mezcla con una idea de la historia de la filosofía. La revalorización de la filosofía antigua como praxis, esa idea sencilla de que la filosofía es disciplina en tanto que es un compromiso efectivo con la realidad concreta, incita a detenerse en unas conductas y prácticas opacadas por la imposición de los socráticos mayores en los manuales de filosofía desde el supuesto culmen de la civilización griega, en el siglo V en Atenas; las reapropiaciones del llamado a conocerse a sí mismo y de un cuidado de sí han sido explorados en relación con la filosofía helenística —propiamente desde la Stoa y el Jardín—, por lo que hemos conservado amplios escritos que inciden sobre la formación filosófica —en su doble registro, el terapéutico y el estético— en su intento por concretar un vivir feliz y vivir libremente el presente al aliviarse de las pasiones y del temor de los temores: el enfrentar la muerte. Si una actualidad de esos temas filosóficos inquieta en un modo personal —y no por ello memos académico—, el énfasis de la vivencia filosófica se vuelve patente; la puesta a prueba de modo efectivo de filosofar cada vez que se teatraliza la existencia se inquieta por el carácter ilustrativo de ese modo precisamente; en esa suerte de ideas, importa tanto la modelación teórica de las almas y de los cuerpos como la figuración viva de la conversión filosófica. Vía los materiales escritos y vía la expresividad de una literatura filosófica, el símbolo cínico se impone como una presencia nodal en la que convergen una disponibilidad somática renovadora del acto filosófico y la inscripción del margen y del límite de eso que es la filosofía —en el caso del cinismo, la cuestión versará sobre la confluencia o no del mismo en los límites instituidos (arquitectónicamente) de la escuela.
Esa habilitación cínica —¿acaso era necesario una rehabilitación?— sirve también, en un uso personal, para alimentar la tensión inherente al deseo de sabiduría, más prosaicamente, al deseo de perfilar unos contornos para la propia existencia en un mundo donde impera la autoridad deletérea de todos los comunitarismos que abren a unas multiplicidades de sentidos para con la existencia (colectiva o individual). Y si el sentido orientador de la vida concreta se da en una multiplicidad abierta e infinita, ello se resume en decir que el sentido se desvanece, otra manera de proclamar el reino del nihilismo. A la pregunta si es necesario ser cínico para filosofar, contestamos sí con énfasis. Un pensamiento filosófico que no fuera audaz en asumir las últimas consecuencias de las tesis que valora sería muy pobre y se tornaría fácilmente en doxa. En eso el cinismo es un gran recurso porque nos impide detenernos en las ideologías que contribuyen a instaurar un discurso moralizante y vulgar. Al anteponerse a los buenos sentimientos, el cinismo instrumentalizado permite dar razones de las diversas escuelas en vigor en la Antigüedad (el cinismo incluso) y socavar y sacudir unas razones, unos hábitos contemporáneos de manera a asumir plenamente eso que es la paradoja del pensamiento: un ejercicio crítico y reflexivo que no duda en regresar al punto inicial de la conversión, un regreso, como se sabe, que no coincide plenamente con el punto de partida y que hace que la filosofía deba abrazar reiteradamente la historia de la filosofía para hacerla suya.
Lo hemos comprendido, el énfasis de nuestro escrito tiene la intención —en verdad, difícil de concretar— de dialogar, por un lado, con el cinismo en tanto que es una de esas formas vivas en las que se precisa la filosofía como el arte por excelencia de vivir y, por otro, de vincular, en consonancia con ese diálogo, una exigencia del pensamiento que, mal que bien, valora las alterida-des no-filosóficas (entendemos, sobre todo, las representaciones figuradas del gesto y del verbo filosóficos), fuentes que alimentan el dinamismo y la tensión inherente del filosofar en intentar trascender su estatus a-tópico. Con ello esperamos reavivar la filosofía como un camino donde estamos acompañados simpáticamente (methodos) por la amistad de los clásicos y por una inquietud por ese compromiso radical que exige la filosofía, toda vez que pretende regular y perfilar la existencia humana.
Con el fin de facilitar la asimilación,—por parte del lector—, de las oleadas de ese probar cínico hemos demarcado los momentos de ese ejercicio crítico con un subtítulo, acomodándonos así a una cierta vulgata en materia académica que cree, por disponer de una formalidad en la presentación, competir en claridad positivista con las disciplinas científicas; de la reivindicación de una manera todavía muy nuestra de ser moderno al examen de la cultura que remite, precisamente, a un cultivo de sí, de la valoración de lo bello a la alteridad filosófica y somática, de la doxografía valorada a la figuración literaria de gesto cínico, he aquí el camino que nos proponemos trazar y recorrer.
- ¡Empecemos, pues!
- ¿Acaso ya no lo hicimos?
1. Nuestra modernidad: un estilo
¿Somos todavía modernos, nosotros que creemos ser desilusionados, nosotros que estamos hundidos en el tiempo de una emocio-nalidad mediática después de la supuesta muerte de la metafísica, del hombre incluso, después de la caída de las ideologías de la posguerra, arrojados nosotros hoy por el flujo de una moral deletérea? Añadamos en seguida a esa primera interrogación esta otra jovial y desdoblada: ¿es posible todavía el sentido crítico, está al orden del día? Respondamos firmemente, pues nos lo debemos, si no a nosotros, por lo menos a esos artistas de la vida y del pensamiento, próximos o lejanos en el espacio y el tiempo, de los cuales seríamos los herederos afables o desdeñosos. La mirada de esos hombres de genio y de melancolía, para otros, de esos locos de un absoluto divino, para otros, de esos voyants, ebrios de demasiada carne y enceguecidos por una tragedia solar, esa mirada, por lo tanto, iba más lejos que la de sus contemporáneos, y ella parece todavía interrogarnos. Nos es preciso, por lo tanto, contestar. Y la respuesta se dará en relación con una aprehensión de eso de ser moderno. Intentemos una definición —abierta forzosamente—con el fin de responder enfáticamente a las dos preguntas que se vinculan entre sí.
La modernidad (filosófica, se entiende1) es un estilo, una manera de ser cuyo soporte ontológico sería el sujeto filosófico, y quien dice "sujeto" convoca a postular una problemática desde y de cara al hombre. La humanidad es un llamado conceptual por parte de los filósofos —desde los griegos hasta nosotros—, quienes siempre requieren de una forma de alteridad para enunciar sus discursos y configurar sus prácticas; acompañando a la disposición amena y al ejercicio inquietante para con el filosofar está la posibilidad dada o implícita de una topología de lo humano si no de los caracteres (humanos). De acuerdo, mas no olvidemos que ese decir de la humanidad —su formulación vía una maestría y un uso artificial del lenguaje— es un proceso sujeto a cambios y devenires en consonancia con una visión exclusiva del entorno —que este se da en tanto que cosmos o mundo. Sin negar esas fluctuaciones de todo orden que podemos agrupar en la reflexión y en la meditación de índole histórica, recordemos, de hecho, la vigencia, cuestionada hace poco, de la presencia enjuiciada de un giro crítico, al iniciar con una interrogación que se valía más de la ironía con modales cínicos-socráticos que de un esprit de sérieux. No hemos salido de la expresión de ese individuo egotista que somos —¿o deberíamos decir "que soy"?— distanciado de un sí mismo que se deshace en el momento que se logra formular o postular: la modernidad, aun cuando la razón se socava a sí misma (en tanto que socava sus fundamentos, supuestos como tales) y desmienta así el despliegue juzgado en un momento falaz y presuntuosamente progresista en la Historia, es una proyección abierta a una meditación de los posibles —de lo humanamente posible— en una creatividad renovada; los porvenires perfilados mediante un ejercicio del pensamiento con expresiones excluyentes o inclusivas de un sufrir o de un gozo anímico y somático —he aquí una variedad y versatilidad ilustrativa que ofrece toda ciencia y toda disciplina2— se vislumbran y se asoman tanto en dirección de un mañana como de un ayer3. Esos horizontes, que no son sino una proyección ideológica y pasional4 —y, por ende, apasionante— requiere para asimilarlos, representarlos y confrontarlos que uno, cuestionando su condición —en tanto que hombre—, postula, aunque sea para negarlo en seguida, el sujeto filosófico y la antropología que deriva de esa autoafirmación5. ¿No es eso ya, para nosotros, el estado del filósofo un desarraigarse en una aventura intelectual bajo el modo autobiográfico, que se trate todavía de asombrarse o de librarse de tal sentimiento —¡sobre todo en materia societaria y política!— en una intimidad lograda con lo indecible, ese misterio de la vida? Si los modos de definir la filosofía y sus prácticas se matizan y se refundan desde el origen griego hasta nosotros, perdura, por lo menos, una inquietud que todavía no nos es ajena.
No, no nos es ajeno ese discurrir filosófico, sea que nada de lo humano nos es extraño, sea que somos en tanto que advenimiento de unas estructuras lingüísticas; y esa ajenidad ocupa a algunos y preocupa, reconozcámoslo6. La modernidad, una cuestión de estilo, decíamos, no en tanto que uno se acoplaría a un estilo ya dado sino que lo provocaría porque lo inventaría apoyándose en la voluntad firme y heroica del pensamiento. De hecho, el gesto que consiste en pensar por sí mismo requiere de una osadía, de una valentía que quisiéramos desde ya calificar como cínica, al negar(se) así a la repetición, a las costumbres, a los hábitos, al argumento de autoridad, en suma. Esto requiere del cultivo de una soledad ociosa, que parece ser desentendida a la hora de esa revolución informática que no estamos todavía en posibilidad de analizar7. La modernidad es también una estética de la creación, una manera de ser, esto es, la moda (cfr. Baudelaire, 1994). Existe una profundidad en el parecer, pues la moda es la modalidad de una cosa, el modo como se manifiesta y aparece. Con ello se valora el parecer, la superficie de los cuerpos en presencia. Lo que hay de más profundo en mí es mi piel. ¿Y la creación no consiste precisamente en hacer que algo de lo escondido aflore a plena luz, a la superficie? La modernidad es luminosa. Añadamos que es una abertura en y al movimiento, actitud que es constitutiva de un ser libre, pues toda creación implica un renacer, un renovar —y por ende, también un conocimiento, una conformación de un pasado (fijado)— es decir, una vez más, un movimiento. ¿No empieza la vida en el bullicio de las cosas tal como se (nos) dan en sus superficies?
La modernidad es ser moderno, y ser moderno es tener un sentido agudo de la vida gracias a una atención hacia sí mismo —no somos ajenos a ese misterio de la vida—, gracias a la vivacidad de una mirada cultivada; de ese modo somos modernos en tanto que participamos de esta afirmación con carácter paradójico, puesto que la modernidad se renueva sin cesar. De ahí, para nuestro propósito, el uso inevitable, en la interrogación (en el título: contracultura, Bellas Artes), de términos o de expresiones aparentemente demasiado modernas o que remiten poco a un uso semántico antiguo, si se quiere8.
2. El cultivarse
La primera expresión remite a un uso latino; he ahí la acción del colere y del sustantivo que deriva del verbo. La cultura animi no difiere del epimeleia eauthou o del gnôthi seauton griego9. La cultura filosófica es eso, cultivo —quizás excesivo— de la parte racional del alma; el alma grecorromana, tan extraña a nosotros los modernos, es un cuerpo-espiritual contenedor moldeable que está en posibilidad de recibir y de ajustarse a los discursos, sobre todo si esas prácticas discursivas, las de los filósofos, derivan de una elección radical de vida que compromete —somática y anímicamente— a quien la abraza10. Siento en mí un alma, diría un griego o un romano, mas jamás, tal como ya lo dirá San Agustín: "Soy mi alma", anticipación, se sabe, del cogito cartesiano. Para el obispo de Hipona, otro moderno, la cuestión tradicional de la inmortalidad del alma se convierte en el asunto de la inmortalidad de su alma. Tengamos en cuenta, al contrario, la plasticidad formal del alma de los filósofos antiguos y podremos configurar que, para ellos, el methodos y el deseo de sabiduría se traducen y se viven sobre el modo de una techné tou biou o de un ars vivendi.
Pero los filósofos, en la Antigüedad, no fueron los únicos poseedores de la cultura, de una excelencia aristocrática en la cultura. La cultura remite también al ejercicio de un lenguaje11 —logos o ratio— que se inscribe forzosamente en el seno de lo político, de eso, para hablar como un griego, que sería la politeia. Para nosotros, la cultura remite a lo societario, a lo mundano, a las expresiones creativas populares, y aunque pareciera ser contradictorio, con esa manifestación común, a una idea soberbia y perenne, la de las Bellas Artes, por ejemplo12. Y si todavía somos animales políticos, no es tan inapropiado ese uso del término cultura cuando remite, en la Antigüedad, a la ascesis filosófica13. Antes de intentar aprehender la cultura filosófica antigua y su marginalidad (en caso de los cínicos) justifiquemos brevemente —como lo acabamos de hacer en un primer, mas no último, momento en relación con el término cultura— nuestro uso (en el cuestionamiento) de Bellas artes. En primer lugar, ya se lo habría sospechado, ese compendio de saberes y disciplinas artísticas serviría como (primera) aproximación a la estética (filosófica) antigua14, si es verdad, tal como lo decía Camus (2008a), que nosotros hemos exiliado a la Belleza, cuando los griegos, al contrario, luchaban manu militari por ello. Más acá de la expresión de Bellas Artes —nomenclatura que se establece durante los siglos XVII y XVIII— están las palabras techné y ars, que designan de manera equívoca unas simples técnicas que pertenecen al orden de los oficios —métiers— como la actividad creadora en el orden estético; en el caso de la filosofía, ellas requieren de un conocimiento, una disciplina intelectual, un saber-hacer, que es, en definitiva, un saber-vivir si tenemos presentes que el sabio se vuelve un crítico de arte y un artista, caso patente en la Stoa15. Sin detenernos en la historia rica, tanto semánticamente como desde el punto de vista de los usos y de los fines, de la formación del sentido moderno en la expresión bellas-artes, entendemos, hoy, que esa expresión o ese término designa el conjunto formado por la arquitectura y las artes plásticas —pintura, escultura—, a las cuales se les añade, a menudo, el grabado, la música y el baile. Todas esas artes son relativas a unos usos culturales, y aunque los antiguos desconocían la expresión, se ejercitaron en esas disciplinas que acompañaban unas reflexiones y unas meditaciones del orden de lo mimético. Como se sospechaba —lo esperamos— lo que nos ocupa aquí es la figuración literaria16, que provoca —¿a sabiendas o no?— la hybris cínica inspirada por Sócrates, donde poesía y tragedia participan de la teatralización de un vivir según el logos, de un vivir bellamente. La estetización es un ajustarse humanamente a la inmanencia de lo dado físicamente.
3. Lo bello y el filosofar
La búsqueda de lo Bello y del Bien es una de las intenciones que caracteriza al ímpetu griego, y ello desde la aprehensión moderna que tenemos en relación con el ejercicio antiguo de la filosofía17. La belleza es, de este mundo, y se dice sobre un modo griego —o grecorromano—, pero no es una belleza diáfana, serena o romántica, o aún más, extrañamente abstracta en correspondencia con nuestra sensibilidad, sino, al contrario, una belleza trágica, porque está asociada a una verdad humana circunscrita en el marco de un universo ordenado que, "el mismo para todos" (Heráclito, B, xxx), hombres y dioses, no conoció ni principio ni conocerá fin alguno. Es así como la estatuaria griega revela que desde los kouroi hacia la plasticidad clásica, la búsqueda del ideal apolíneo de la belleza y del equilibrio de las formas marca una constancia que suele ser un eco de la armonía cósmica. Ahora bien, era natural que el pensamiento fuera alimentado por las fuerzas presentes dentro de una physis dinámica y viva y que si hubiera un cuidado y una formación del alma —o por lo menos de su parte racional— era porque existía un alma del mundo con la cual se podía entrar en consonancia. La analogía del macrocosmos con el microcosmos (y viceversa) es bien conocida y se remonta al origen de la filosofía, lo que implicaba, sin ninguna duda, un esfuerzo de mimesis; se trataba, además, de dar cuenta, racional y universalmente, de los fenómenos naturales y de aspirar, así, a vivir su vida y no sufrirla. De hecho, en la Antigüedad, no se trata de un vivir azaroso, de manera irresoluta o insuficiente, podríamos decir, de un vivir que no estaría calificado éticamente, de un vivir incierto y fluctuante, a merced de los humores individuales o colectivos, que son a menudo el reflejo de acontecimientos políticos, sino del vivir bien (cfr. Platón, Critón, 48 b). Por cierto, el arte de imitar con medida (con y a la justa medida) es una constante que, desde los socráticos mayores, se vuelve a encontrar en el giro helenístico hasta sus prolongaciones romanas, de la República al Imperio. Además, la imitación no es solamente un asunto de participación platónica o de representación poética interna a esos dos sistemas; es también una cuestión externa que toca la relación que entretejen entre ellas todas las escuelas filosóficas. El punto de adhesión es la intención de abrazar, lo más cercano posible, las andanzas de la excelencia socrática en su singularidad, que desborda el campo de la historicidad; pero podríamos sugerir, en modo muy opuesto a lo que se acaba de afirmar, que las escuelas se exceden por revelar una excelencia que Sócrates no pudo expresar. Si es así, entonces, la afirmación platónica de que Diógenes es un Sócrates vuelto loco debería interpretarse positivamente: al acortar el camino hacia la virtud, el cínico debería ser considerado como el canon desde el cual la intención filosófica siempre debería dirigirse y juzgarse. Pero, según los academicismos históricos, se desprende que la imitación de la irreductibilidad de la persona socrática no es exitosa y que las tentativas de imitación son unos tantos fracasos que producen, sin embargo, unas interesantes desviaciones en relación con la copia original: ellas son esas "elecciones de vida" de las escuelas filosóficas que la doxografía y que la nosografía —¿por qué no sugerirlo?— presentan enfáticamente.
4. La alteridad somática
En la Antigüedad, nadie nacía siendo filósofo —menos sabio, la sabiduría siendo el telos de la filosofía— sino que se llegaba a serlo gracias a un encuentro: el encuentro fortuito o no con un maestro, un guía espiritual, o con sus palabras en la compilación escrita de sus obras; digamos, de paso, que esa casualidad del encuentro cobra una significación; es interpretado y estimado en la biografía del filósofo, de suerte que el encuentro, por ser valorado —¿excesivamente valorado?— a la altura de tal o cual elección de vida sobresale de su ajenidad en relación con el filosofar, y de fortuito se vuelve ineludible. Ese encuentro también compone, hace cuerpo, con la vida filosófica. Con todo, si quisiéramos precisar el fenómeno de la conversión, habría que empezar por el hecho que se presenta una doble y necesaria alteridad en quien emprende el largo y arduo camino hacia la sabiduría; en primera instancia, la alteridad de uno con uno cuando, en nombre del árbitro de una razón trascendente (y presente a uno mismo), se toma distancia sobre los elementos secundarios, impropios, relativos mas no esenciales, que hace nuestro ser social para acceder a lo que entenderíamos como el verdadero yo (tal como adviene en el diálogo con el hegemonikon que emprende por sí mismo Marco Aurelio en sus Meditaciones); y, luego, la presencia alterna, somática y anímica, de quien participa y acompaña ese proceso (discípulo, compañero o amigo). No obstante, afirmar lo anterior es condenar al filósofo a una suerte de aislamiento; y es precisamente en nombre de esta especificidad filosófica que leemos, en el marco rígido y también riguroso de exposición cronológico de los sistemas y de sus autores, una tradicional historia de la filosofía antigua. En realidad, nos olvidamos de otra alteridad, de un tercer punto de vista, que posibilita y facilita una comprensión —y es de esperar una aprehensión— del modo de vivir filosóficamente; si, de hecho, la filosofía no elide sino que reivindica la esfera de lo público y lo político, por lo que su advenimiento es constitutivo del nacimiento de la polis, el filósofo, entonces, sabrá componer con su propio cuerpo y regular o eliminar —intentarlo, por lo menos— las pasiones propias y ajenas. Los otros, los no-filósofos, espectadores de los gestos y declamaciones de los proclamados filósofos, los observan, los juzgan, los esquematizan, insuflan con sus técnicas y opiniones, aunque estas sean consideradas como unas pobres opiniones o unas técnicas serviles en relación con el arte de vivir bien, una tensión vital a la vida del filósofo. Cuerpo contra cuerpo, emociones contra pasiones, representaciones contra figuraciones, es a este antagonismo y a esta alteridad que la filosofía debe su proseguir. El (tercer) otro —desde la perspectiva del filósofo, este otro son los demás, o esto que los romanos encubrían bajo el término de negotia y que infortunadamente designamos como si fuese la sociedad— acompaña los fines propagandistas de la filosofía. Dos categorías de individuos nos parecen ser altamente representativas en esa personificación y encarnación del decir y del actuar del filósofo: los doxógrafos y los artistas.
5. La doxografía valorada
Los doxógrafos y los artistas —en especial el arte de la pintura y de la estatuaria— escenifican el cuerpo, como lo hacen asimismo los filósofos, de un modo que puede ser muy abierto, democrático, hasta muy exclusivo y aristocrático. Cuanto más el régimen político favorece lo que entendemos nosotros como las Bellas artes, más filósofos y artistas tendrán que rivalizar prospectivamente en los ideales de vida, esto es, en la conformación minuciosa y desdibujada del ideal de sabio; cuanto más la escuela filosófica tenga fines políticos y medios protrépticos, más se expondrá a los favores y al enjuiciamiento de los artistas. Un caso, dentro de muchos, es revelador y ejemplarizante de esa concomitancia entre los modos de representación y de ejecución de la filosofía: el cinismo. Caso referencial, decíamos, ya que en los que escogen vivir según una vida perruna se confunde la invitación a filosofar con la filosofía misma —cuando todas las otras escuelas distinguen claramente la metodología de estas dos fases, la consecuencia es que en ningún otro momento la filosofía se encarnará mejor y más radicalmente en el cuerpo vivo del filósofo; y es ahí que la doxografía (cfr. Dió-genes Laercio, VI) deja de ser simple narración recreada de la vida (del modo de vida) y de las doctrinas de unas escuelas representativas de una época o de un medio cultural y se convierte en un espejo de la filosofía, para no decir en la filosofía misma. En efecto, las anécdotas relativas a los cínicos, que agradan o confunden al simple aficionado de filosofía, mas no al filósofo o al estudioso de la filosofía, no son meras anécdotas. Lo que está en juego en esa narración doxográfica es la expresión (viva) de la filosofía, por lo que el cínico heroiza, por así decirlo, a la vida misma, hace de su cuerpo la manifestación de la virtud a los ojos de todos. El camino corto que lleva a la virtud es el cínico, mientras que el largo es el estoico, se decía ya en la Antigüedad. Esto bastaría para darse cuenta del compromiso que adquiere para sí mismo y para con los otros el filósofo al exigir que uno se vuelva el actor de su vida en vez de sufrirla pasiva y servilmente. Las anécdotas que encontramos en Diógenes Laercio no son tan solo una figuración del gesto y del verbo de los cínicos, sino una puesta en situación y un efecto terapéutico —una terapia de choque y chocante— de una filosofía inspirada y provocada por el hombre a la figura de Silene. Se confunden el arte de decir (y representar) estilísticamente la filosofía, bajo su forma prosaica, con el modo de ser filósofo o el arte de vivir despojado de las convenciones artificiosas y libres de los deseos, aunque teóricamente (y conceptualmente) se puedan distinguir esas dos technai, tal como lo hicimos en el marco de esta exposición. Una vez más es preciso leer esas anécdotas a la vez como una invitación a vivir con naturalidad —invitación dirigida a quienes (la mayoría de los hombres) viven una vida de convención, una vida prestada— y como la expresión efectiva, real y dinámica de esta filosofía, de tal suerte que el cinismo no es un decir a propósito de lo que supuestamente él es, sino que el decir del cinismo, vía las anécdotas, es precisamente, y sin ninguna distancia, el cinismo mismo. Lectura de los cínicos que, para evitar una oratoria inspirada del intelectualismo socrático-platónico nos permite acceder —hasta la osadía de decir que sin mediación alguna (por lo menos meramente intelectual)— a una presencia filosófica que nos inclina a romper los puentes establecidos entre ese pasado y nuestro presente y que nos confronta, por un corto momento, a un hacedor de hombre, a una humanidad alterna. Infortunadamente, el momento apenas inscrito y glorificado es trascendido desde el instante mismo de su formulación, porque para haber llegado a esta intensidad viva de la filosofía nos vimos y tenemos que vernos abocados a comentarla, es decir, no pudimos ni podemos realmente hacer nuestra la primacía de la praxis sobre la theoria. La alteridad invocada tiene, así, la levedad pasajera de un fantasma.
Epilogo. El cínico figurado literariamente
Esa filosofía atlética y heroica (la de los cínicos o del cinismo) debe entenderse como una desviación inventiva de la tradición arcaica puesta al servicio del individuo18. De hecho, si el filósofo interpela ya no al ciudadano sino al individuo, entonces con el cinismo asistimos a una (re) definición de la filosofía. Su exhortación bien podría ser la primera en confortar que existe un malestar en la cultura en tanto que el hombre no despliegue las posibilidades que están inscritas en él, toda vez que se postula la existencia de una naturaleza humana19. Su conocido anti-prometeismo se presenta sobre el modo de una condena de la civilización, o, más bien, de unas ciertas formas civilizadas, responsables de los males humanos. ¿Pero cómo entender ese gusto que tiene por la literatura, tal como se revela en la doxografía (cfr. Diógenes Laercio, VI, 73; Goulet-Cazé, 2001, pp. 85-90)? Su rechazo de la cultura no es sino parcial; por consiguiente, se entiende que Diógenes recibe unos golpes (en particular por parte de Platón) tanto como los da. Así como no se filosofa a partir de nada, uno no edifica una transvaloración de la cultura a partir de nada, sino precisamente a partir de algunos de los elementos que la constituyen. Ya hemos dicho que esa cultura grecorromana es, desde muchos puntos de vista, filosófica. Si el cuerpo y su figuración viva confortada por la transcripción artística de pintores y poetas y doxógrafos es, a la vez, el signo de una invitación a filosofar, un efecto protréptico y terapéutico, si ese cuerpo filosófico es methodos y es la filosofía en acto, entonces el cínico estaba atrapado en el juego semi-serio20figurado en el intento de su configuración; respecto al género literario serioburlesco, afirma José Martín García (2008):
Hemos visto los rasgos generales y las formas literarias ya existentes que adopta el género serioburlesco tanto en prosa o prosímetro como en poesía. Entre ellas están las más comunes o generales de la diatriba filosófica, la parodia, el mimo, el simposio, el diálogo, la epístola y el epigrama. Y debemos agregar el aínos, tipo cuento, apólogo moral o fábula, como las de Esopo, y recordar su similar y más usual chreía o chria, la entretenida y pedagógica anécdota ya mencionada de los más conspicuos exponentes de esta filosofía, denominada apophthegma o apotegma, cuando adoptaba la concisión del dicho laconio. Ambas se insertaban en la exposición diatríbica, junto con las gnómai griegas, constituidas bien por las sabias y capitales máximas o aforismos, que no requieren la adscripción a un autor determinado y tienen un valor universal, o bien por las sentencias de autores concretos que condensaban perfectamente su ideario ético y que arrancaban de las tradicionales ya citadas de los siete sabios. También era usual la inclusión del proverbio o paroimía, por su índole popular equivalente a nuestro refrán de hecho estaba condenado a un empobrecimiento histórico, si consideramos que la representación artística de la filosofía es una mera caricatura que no denota un proceso de conversión. (pp. 76-77)
Mas la pregunta que debemos hacernos es: si la contra-cultura se presenta, en caso del cinismo, como la falsificación de la moneda (cfr. Goulet-Cazé, 2001), por qué el cínico gusta (dentro de lo que nosotros entendemos como Bellas artes) de la literatura y de la poesía, puesto que algunos realizan unas obras, lo cual no significa, de manera paradójica, que el cínico denuncia la invención técnica de la escritura (cfr. Daraki, 1989, p. 48). Sugerimos que la teatralidad de la filosofía y el ejercicio muy público y político del cínico (cfr. Goulet-Cazé, 2003), el esfuerzo atlético (ponos) que manifiesta cada vez que la ocasión se le presenta (cfr. Goulet-Cazé, 2001; Hadot, 1998, p. 125) requerían para los no-filósofos de un material que pudieran consultar a menudo, mientras no asistían a los sarcasmos vivos de los cínicos. Se sabe que son dos los tipos de hombres a los cuales se dirigen los cínicos, la mayoría que, arropados por la doxa, no viven a la altura del logos, y los que podrían considerarse como unos iguales, aquellos, unos pocos, en los que hay una maestría del logos (cfr. Diógenes Laercio, VI, 24). De todos modos, si tenemos en cuenta el efecto público y publicitario de la filosofía, desde sus inicios griegos (cfr. Vernant, 2000), los cínicos, que juegan entre lo protréptico y lo terapéutico, requieren multiplicar el acto cínico, que es, por definición, relativo a su individualidad. Y la multiplicidad se genera en razón de la alteridad que procura la doxografía, la literatura, en suma, la pintura y la estatuaria. Sospechamos que a consciencia o intuitivamente, el cínico, en el inicio de la escuela, supo advertir el propio límite que provocaba su alterna actitud (en tanto que éthos): uno no puede, de manera impune, abatir los dogmas de las escuelas tradicionales y repensar una politeia sin arriesgarse a volverse ridículo si su proyecto (filosófico) no encuentra feliz término.
¿No sabía, de antemano, el cínico que su actitud justificaba así la cultura (política y filosófica) contra la cual quería anteponerse? La historia nos revela que el cínico bien podía tornarse en un amaneramiento filosófico que no tenía sino la apariencia de un vivir perruno; así nos lo cuenta Juliano (2002):
En verdad muchas cosas ocurren en un largo período de tiempo". Este verso de la comedia, que yo conocía, estuve hace poco a punto de soltarlo cuando fuimos invitados a escuchar a un perro que ladraba sin claridad y sin nobleza y que, como las nodrizas, contaba cuentos que, además, ni siquiera sabía disponer adecuadamente. Estuve a punto de levantarme inmediatamente y de disolver la reunión, pero, ya que tenía que escuchar como en un teatro a los actores que se burlan de Heracles y de Dioniso, permanecí quieto no por respeto al orador, sino a los reunidos, y sobre todo, si hay que hablar con más atrevimiento, por nosotros mismos, para no dar la impresión de que actuaba más por superstición que por un pensamiento piadoso y reflexivo, si levantaba el vuelo como las palomas azuzado por sus palabras. Me quedé, recitándome aquel verso:
Aguanta, corazón, que ya aguantaste antes
mayores perrerías,soporta también, durante una pequeña parte del día, a un perro charlatán, que no es la primera vez que escuchas blasfemar contra los dioses, ni llevamos tan bien los asuntos públicos, ni es tan grande nuestra prudencia en los privados, ni somos tan afortunados como para mantener nuestros oídos puros o para que nuestros ojos, en fin, no se manchen con las impiedades de todo tipo de esta raza de hierro. Y como si estuviéramos faltos de tales males, este perro ha venido a colmarlos con impías palabras, al nombrar al mejor de los dioses como ojalá nunca lo hubiera él dicho ni nosotros lo hubiéramos escuchado. (pp. 31-32)
El remedio contra la desnaturalización del gesto cínico pasaba por doblar la estilización somática con una artística. Apostemos que el gusto de algunos cínicos por un obrar artístico (vía algunos géneros literarios) anticipaba su deseo de rivalizar con el canon estético-moral socrático, infundido en gran medida por los diálogos platónicos. Que gustemos de ello o no, reconozcamos que su figuración se asienta en la literatura y la pintura a lo largo de los siglos (cfr. Bracht Branham & Goulet-Cazé, 2000); el devenir cínico se volvió su parecer, y esos individuos, por ello, son modernos, y bien haríamos en figurarnos literariamente —mas no anecdóticamente— su presencia en el vigor aristocrático del Dandi en la inmanencia de su filosofía.
Notas
1 Sin negar las condiciones histórico-culturales inherentes al hecho de ser moderno, haremos hincapié en el valor filosófico de la modernidad en vista de convocar al cinismo.
2 En tanto que es experimentada como una ascesis.
3 El pasado es, como el porvenir, una construcción narrativa —poco importa el soporte material de esa narración— ante y sobre todo si nos enfrentamos a la problemática de la (nuestra) identidad; por lo anterior, el pasado jamás es plenamente objetivable o neutral (moralmente hablando): es negado, apropiado, idealizado, si se quiere, pero jamás ignorado. Digamos lo mismo del futuro y de la actualidad, la cual pareciera ser más fácilmente conceptualizable que, por ejemplo, la exhortación, eso sí, muy mediática y para-médica en vivir (y disfrutar) del (y de su) presente.
4 Calificativos de "ideológico" y "pasional" que no son forzosamente una negación de los valores morales ni tampoco la constatación desalentadora que nuestro entendimiento, naturalmente limitado, no podría acceder a alguna verdad (más allá o más acá de los límites de la experiencia y de la existencia humana), aunque se proclame que en vez de hechos concretos, reales, tangibles y visibles —por el ojo, órgano de la visión y del alma—, no existen sino (sus) interpretaciones.
5 Por supuesto, la derivación investigativa del sujeto filosófica deviene, de manera general, en el compendio de las denominadas ciencias humanas.
6 Ese reconocimiento pareciera darse aún en la institucionalización universitaria de la filosofía, aunque en un modo meramente formal.
7 Si, tal como lo piensa Hegel, Descartes (2010) es el héroe (o el padre) de la modernidad, convendría, a propósito, recordar el inicio de sus meditaciones, donde el ocio y la libertad acompaña el filosofar en su método, al responder a la pregunta implícita si existe en el mundo un punto fijo a partir del cual uno podría asegurarse:
Ya hace algunos años que he tomado conciencia de la gran cantidad de cosas falsas que, con el correr del tiempo, he admitido como verdaderas, así como lo dudoso que es todo lo que sobre ellas construí posteriormente, y que, por lo tanto, había que derribar todo ello desde sus raíces una vez en la vida, y comenzar de nuevo desde los primeros fundamentos, si deseaba alguna vez establecer algo firme y permanente en las ciencias; pero parecía ser una obra ingente, y esperaba aquella edad que fuera tan madura, que ninguna siquiera luego que fuese más apta para lograr esos conocimientos. Por lo cual la he aplazado tanto tiempo, que en adelante me hallaría culpable si consumiera en deliberaciones el tiempo que me queda para obrar. Oportunamente, por lo tanto, he liberado hoy mi mente de toda preocupación, me he procurado un ocio seguro, me retiro solitario y me dedicaré por fin seriamente y con libertad a esta eversión general de mis opiniones. (p. 69) (Las cursivas son nuestras)
8 Somos modernos; el uso del pronombre personal en primera persona del singular o del plural en la pregunta inicial ya lo denotaba con evidencia, tal como lo advierte Jean-Michel Besnier (1999):
Chez les Modernes que nous sommes, la sagesse s'exprime volontiers á la prendere personne. Elle appelle le récit des étapes qui ont conduit l'individu á se réconcilier avec lui-méme et le monde -c'est-á-dire á pouvoir dire «je», sans for-fanterie ni arrogance. Montaigne reste pour nous un modele, lui qui commenfait les Essais, en annonfant: «Ce sont mes gestes que j'écris, c'est moy, c'est mon essence. <Michel de Montaigne, Les Essais, La Pléiade, Gallimard, 1965, II, 6.> Le statut accordé á la subjectivité en Occident justifie le style d'énonciation du sage. (p. 9)
9 En ese sentido adherimos a la presentación de Paul Veyne (2005), quien asegura que el Imperio romano era en realidad "greco-romano", visión que se antepone a la distinción entre "Grecia" y "Roma" que deriva, en la Universidad francesa, de la separación de las cátedras de griego y latín; si bien existe un modo romano de filosofar en latín, ese modo es una traducción interpretativa de su origen griego, lo cual no justifica la calificación de menor, decadente o meramente moral aplicada por algunos historiadores y filósofos a la filosofía romana; Lucien Jerphagnon (2012) retoma esas consideraciones cuando afirma:
Les sociétés n'aiment guere qu'on bouscule leur maniere de penser et de vivre le quotidien, redoutant les possibles répercussions sur le politique, le religieux, ou sur les deux mélés. Comme si l'idéal était, en somme, l'exacte comcidence de toutes les consciences collective, elle inspirée, sinon modelée, par l'axiologie des pouvoirs en place. Bref, il faut penser poliment. C'est tout juste ce que Marcel Aymé appelait le «confort intellectuel»; c'est aussi ce qu'on met de nos jours sous le concept de «politiquement correct». Dans cette optique, le fait méme que la philosophie naisse de l'étonnement, comme nul ne le conteste depuis Platon et Aristote, entraine nécessairement des mutations dans la fafon de penser de ceux á qui advient cette surprise. Du coup, la nouvelle vision du monde née de cet imprévu va déranger plus ou moins celle qui avait cours jusque-lá, et qu'on regardait comme allant de soi. D'oü le risque auquel s'expose le bénéficiaire de cette révélation, pour peu qu'il s'avise de la diffuser, voire de la próner comme la bonne fafon de voir le monde et les hommes. Il est toujours difficile, souvent périlleux, de naviguer vent debout, ou simplement á contre-courant. Ce fut, bien sür, le cas lorsque l'extension territoriale de Rome fit se rencontrer deux cultures dont un ouvrage de Paul Veyne a précisé les spécificités respecti-ves, et suivi les relations au cours des siecles qui aboutiront á un «empire gréco-romain». Fascinant affrontement de deux consciences collectives! [...] Heureux face-á-face entre deux complexes de supériorité, dont chacun des partenaires saura tirer le meilleur parti. Cóté Grecs, une stabilité politique dont Plutarque, Épictete Aelius Aristide ont bien vu les avantages. Cóté Romains, la progressive conquéte du conquérant par le conquis, comme l'a dit Horace, puisque c'est Rome hellénisée qui hellénisera l'Occident. Lá oü Rome régnera, Athenes rayonnera.
Le génie romain de l'adaptation avait tót compris que s'helléniser n'était pas s'aliéner, mais devenir soi-méme. (pp. 21-22)
10 Compromete también a los espectadores (activos o sufridos) de esos filósofos. Insistiremos en la participación de los artistas en la configuración atópica del quehacer filosófico más adelante, en este escrito.
11 Es una verdad universal —mas no atemporal— que para cada civilización, momentos o procesos históricos la cultura es la expresión viva de una lengua, la cual denota siempre una visión determinada del mundo; es así como la lengua soporta y expresa una ideología (política, societaria, antropológica, etc.); los filósofos, que muy a menudo se encuentran en un desajuste con la condición política rectora de la conducta de sus contemporáneos, provocan el uso del lenguaje en su canónica gramática y sintaxis; el filósofo es artista y poeta en sus asumidas invenciones conceptuales.
12 Un músico guitarrista, versado en música clásica y popular, me decía hace poco que su placer y su recompensa consistía en que, al tocar, los asistentes bailaran. La complejidad rítmica se conjuga, entonces, con la expresión viva del folclor.
13 Léonce Paquet (1976, p. 303) no duda en su índice temático en referirse a la noción de "contra-cultura"; en su introducción valora ampliamente, de manera didáctica, la originalidad de esos filósofos.
14 En particular a la cínica; el método que emprendemos se acompaña de una aprehensión viva del ejercicio filosófico (en la Antigüedad), toda vez que son escasos los estudios críticos que se inspirarían en una estética perruna; la Historia de la estética de W. Tatarkiewicz (1987), a pesar de su exhaustividad en esa materia, no menciona la escuela de Diógenes; tampoco lo hace M. A. Zagdoum (2000) en su estudio minucioso de la Stoa, a pesar de que el lector, aunque fuese a manera de introducción, lo esperaría. Entendemos que esa carencia se debe, primeramente, a la escasez de un corpus suficientemente extenso para considerar esa cuestión. Por otra parte, se plantea la cuestión de saber si estamos en derecho de hablar de cinismo o solamente de las actitudes de tal o cual cínico, a pesar de que la doxografía, la de Diógenes Laercio en particular, provoca una continuidad escolar entre los cínicos y la Stoa. La cuestión se resuelve favorablemente en favor, si no de una conceptualización y teorización de esas prácticas audaces (en el marco de lo público), por lo menos de una formalización escolar si se toma la precaución de analizar los términos hairesis y scholé en relación con el quehacer filosófico. Tengamos también en cuenta que la imitación de la vida (filosófica) de Sócrates asegura, para nosotros, la posibilidad de circundar el gesto cínico en el marco de un pathos filosófico.
Recordemos que airesis designa la acción de tomar, una elección, una preferencia, un designio, un proyecto. Las mismas definiciones se aplican para el término scholé, esto es, en definitiva, la conformación de un tiempo y espacio de libertad para la libre expresión de un pensamiento, vale la redundancia. A diferencia de airesis, scholé supone la realidad material de la escuela (cfr. Diógenes Laercio, I, 20). El primer término se aplica perfectamente al gesto y la actitud cínicos. Se podría considerar también que los cínicos constituyen una escuela en el sentido en que el cuerpo es esta realidad material, expresión viva de una manera de ser filosófica.
15 Del conocimiento artístico, aun puramente especulativo, se deriva la conformación (precientífica) de las artes liberales, que desde el siglo V d. C. hasta toda la Edad Media son: la gramática, la retórica, la dialéctica, la aritmética, la geometría, la música, la astronomía. Bajo la influencia de Boecio se conformará universitariamente el trívium, el primer ciclo de estudios con énfasis en los estudios literarios, y el qua-trivium, con énfasis científico. El arte en ese sentido es vinculado directamente a la estética directamente, puesto que lo que llamamos hoy "estética literaria" era una de las artes, el arte retórico. La enseñanza literaria, que se producía mediante la práctica sistemática de la explicación de texto, conllevó a pensar el hecho literario en sí mismo, y, sobre todo, el valor estético del estilo; esa toma de conciencia y esta reflexión influenciaron, a su vez, la creación literaria.
16Preferimos emplear la expresión "figura literaria" en vez del término "literatura" por no proyectar demasiado nuestra prevalencia del escrito y de una lectura silenciosa. En contraste con nuestros modos modernos, la literatura escrita era siempre un soporte para la oralidad o cultura festiva y cálida; Florence Dupont (1998) lo precisa del modo siguiente:
L'invention de la littérature, au sens historique du terme "invention", c'est pré-cisément cela : écrire des textes qui non seulement exigent d'étre lus - car toutes les inscriptions destinées á faire parler les choses muettes ont la méme exigence - mais qui mettent le lecteur en situation d'étre le sujet de l'énonciation, et non l'instrument d'une oralisation. Le lecteur devenant le pere de l'écrit lu est capable de le défendre, de le commenter, il a la maitrise de la langue qui le produit, et donc de son sens. On comprend que tout autre modele de lecture manque cet effet littéraire, et c'est ce que ce travail nous conduira á constater : les Anciens ont connu bien des fafons de lire un livre, mais jamais cette lecture littéraire, semble-t-il, sinon sous la forme d'une réécriture, ce que nous appelons un remake. Écrire L'Énéide était sans doute pour Virgile la seule lecture littéraire possible d'Homere, la seule fafon pour lui de se placer en sujet d'énonciation. (p. 16)
17 El acercamiento a la Antigüedad, cualquiera que sea la disciplina o el saber convocado, no se realiza sino desde la experiencia del presente que vivimos, presente que al mismo tiempo y paradójicamente nos acerca y nos aleja de los antiguos.
18 Recordemos la referencia a Hércules y Ulises; la desviación es inventiva porque al lado del modelo heroico se postula el del animal.
19 Aunque tal postulación no está de moda, Albert Camus (2008b) en más de una ocasión la sugiere, particularmente en su ensayo filosófico sobre la rebeldía:
L'analyse de la révolte conduit au moins au soupfon qu'il y a une nature hu-maine, comme le pensaient les Grecs, et contrairement aux postulats de la pensé contemporaine. Pourquoi se révolter s'il n'y a pas, en soi, rien de permanent á préserver ? C'est pour toutes les existences en méme temps que l'esclave se dresse, lorsqu'il juge que, par tel ordre, quelque chose en lui est nié qui ne lui appartient pas seulement, mais qu'il est un lieu commun oü tous les hommes, méme celui qui l'insulte et l'opprime, ont une communauté préte. (pp. 73-74)
20 Se sabe de la invención de un modo serio-burlesco (spoudogéloion) por parte de algunos cínicos (cfr. Diógenes Laercio, VI, 83).
Referencias
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