ISSN electrónico 2011-7477 |
Derechos y cambio económico
Rolf Kuntz
Universidade de São Paulo, São Paulo, Brasil
rolfkuntz@yahoo.com.br
Trad. Pedro P. Serna (Universidad del Norte)
Resumen
El autor aborda la tendencia del crecimiento del capital por encima de la expansión económica, que ha generado una excesiva desigualdad, mostrando que esto además ha coincidido con el retroceso en el estado de bienestar, incidiendo en las políticas nacionales y por ello generando una transformación del estatus de ciudadano hacia un productor de bienes y consumidor. Los argumentos se dirigen a mostrar cómo esta situación contradice los principios de protección de las mínimas condiciones sociales y económicas esgrimidos por la declaración universal de los derechos humanos y el modo como el capital internacional incide en las decisiones políticas transformando el concepto tradicional de soberanía y de ciudadanía.Se evidencia pues una necesidad de decisiones que, en términos políticos impongan cargas económicas al capital, sobre todo al internacional.
Palabras clave: derechos, cambio económico, globalización, Estado de bienestar, filosofía política.
Abstract
In this paper, I will show how the tendency to a bigger growth of capital than the one of the overall economy has generated an excessive inequity. I will also show how this is linked to a regression in the welfare state and the transformation of the citizen into a producer of goods and a consumer. I will try to show that this situation contradicts the principles of protection of the social and economic minimal conditions stated by the Universal Declaration of Human Rights and how international capitals influence political decisions and how it helps to transform the traditional concepts of sovereignty and citizenship. It is then evident that it is necessary to make political decisions to impose taxes to capital in particular to the international one.
Keywords: rights, economical change, political philosophy, globalization, State of Wellbeing.
Thomas Piketty, autor de El Capital en el siglo XXI, realizó la hazaña de convertir un estudio de la historia económica en un best-seller debatido por importantes figuras del mundo académico, discutido y criticado en la prensa y devorado por miles de lectores sin formación de economistas. El libro contiene una advertencia sombría: si la tasa de rendimiento del capital continúa superando en gran medida el ritmo de crecimiento económico, la desigualdad seguirá aumentando en las próximas décadas. La tasa de rendimiento del capital en forma de beneficios, intereses y rentas ha sido equivalente a tres o cuatro veces la tasa de expansión económica. Pero el libro se cierra con una nota de optimismo: es posible controlar esta tendencia. La solución es política, incluirá un impuesto progresivo de la riqueza, y para producir resultados tiene que ser adoptada internacionalmente.
Durante algunas décadas de oro en el siglo pasado, la marea de la prosperidad se extendió a todas las clases en muchos países, y las disparidades económicas disminuyeron. Pero la desigualdad volvió a crecer a partir de los años 70, y este movimiento, según Piketty, aún se mantiene y puede prolongarse por las próximas décadas.
Políticamente, esta tendencia coincidió, en Occidente, con el retroceso del Estado de Bienestar, un movimiento muy fuerte en las dos últimas décadas del siglo XX y aún presente en la vida pública de muchos países. Desde el comienzo de la Gran Recesión en 2008 se intensificó el debate sobre las reformas necesarias —las leyes laborales, por ejemplo— para hacer las economías más flexibles y más dinámicas. La discusión se presenta generalmente como vinculada a la crisis internacional, pero la mayoría de las cuestiones se habían dado mucho antes de la recesión iniciada hace seis años con el estallido de la burbuja financiera e inmobiliaria.
Cuando tomamos distancia y examinamos el debate a partir de finales del siglo pasado, nos encontramos con un escenario paradójico. Nunca hubo tantas organizaciones participando en la propagación de la idea de los llamados derechos humanos. Los nuevos derechos, como vivir en un medio ambiente sin polución, vienen siendo exigidos con mayor vehemencia. Al mismo tiempo, los derechos hasta hace unos años considerados indiscutibles han sido puestos en tela de juicio, tanto en el mundo desarrollado como en sociedades en desarrollo. Son los llamados derechos sociales o de segunda generación, positivizados principalmente por las normas laborales y de seguridad social, y también por una serie de reglas que definen las obligaciones del Estado. Estas obligaciones pueden variar de una sociedad a otra, pero a menudo incluyen la protección de los desempleados, las normas mínimas de atención médica y el acceso por lo menos a los niveles de educación básicos.
Incluso se habla del derecho al empleo y al desarrollo en los documentos de las Naciones Unidas (ONU). El primero, tomado literalmente, implicaría la obligación del Gobierno a adoptar políticas para mantener el pleno empleo. El segundo implicaría obligaciones no solo para los gobiernos directamente involucrados en la búsqueda del desarrollo de sus ciudadanos, sino también para la comunidad internacional. Las instituciones financieras multilaterales como el Banco Mundial han intentado, no siempre con éxito, financiar programas de desarrollo y contribuir a la formulación e implementación de políticas. Pero su desempeño, así como el de otras entidades internacionales, ha sido criticado por grupos con diferentes orientaciones ideológicas.
En general, los llamados derechos de segunda generación se articulan en los artículos 22 a 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), o son ramificaciones de esos enunciados. Son típicos de la era del capitalismo industrial y podemos entenderlos históricamente como productos ideológicos de un siglo y medio de conflictos de clase. Introducen nociones como las del derecho al trabajo y a igual salario por igual trabajo, de la remuneración "justa y satisfactoria", suficiente para garantizar al trabajador y su familia "una vida acorde con la dignidad humana." Esta remuneración, de acuerdo con el texto, debe ser completada "por todos los otros medios de protección social". Estos artículos también mencionan la libertad de organizar sindicatos y unirse a ellos, la limitación de las horas de trabajo, el derecho al esparcimiento, protección de la maternidad y el derecho a la educación, entre otros.
Estos derechos, sin embargo, implican la regulación de los mercados de trabajo y exigen que el Estado, además de la producción de normas para este fin, adopte un conjunto de tareas de protección. Si queremos una descripción estilizada, podemos decir que se diferencian de los derechos de primera generación debido a que estos se caracterizan principalmente por una serie de restricciones al poder del Estado, garantizando los derechos de culto, de expresión, de reunión y de organización política y, por supuesto, de propiedad.
Los derechos sociales van más allá porque definen derechos económicos que limitan la acción individual y regulan las competencias relativas a la propiedad. Al proclamar el derecho a la providencia, el artículo 22 la describe como "creada para [la persona] obtener la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a la dignidad y al libre desarrollo de su personalidad, gracias al esfuerzo nacional y a la cooperación internacional, teniendo en cuenta la organización y los recursos de cada país". Estos artículos, por lo tanto, dan una nueva dimensión a las ideas de libertad y de igualdad que se presentan en el artículo 1 de la Declaración y que son desarrolladas a lo largo del texto. Es importante hacer hincapié en este punto porque la enunciación de estos derechos propone un sentido concreto a estas nociones y presenta la igualdad como un valor tan importante como la libertad individual.
Hago hincapié en este punto también porque los cambios ideológicos y económicos observados en las dos últimas décadas del siglo XX vienen poniendo en jaque, implícita o explícitamente, precisamente las estrategias de promoción de la igualdad de los mercados y la asignación de obligaciones positivas al Estado —positivas porque son obligaciones de intervenir y no de abstenerse, como cuando se requiere el respeto a la libertad de expresión o de culto.
Varios de esos derechos se habían incorporado a las leyes de los países desarrollados y en desarrollo. Muchos no eran nuevos conceptualmente. La novedad consistía, en primer lugar, en la forma de abordaje de la cuestión. En el preámbulo, el "reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e inalienables" se presenta como "el fundamento de la libertad, la justicia y la paz en el mundo".
Ahora bien. Los derechos han sido presentados como universales y su reconocimiento, como condición de la paz mundial, pero su aplicación dependería, por mucho tiempo, especialmente de las políticas nacionales. Estas políticas serían desarrolladas en dos frentes. En uno de ellos habría una regulación de los mercados, definiendo, por ejemplo, las condiciones de contratación y despido de trabajadores. En otro, las funciones se llevarían a cabo directamente por el Gobierno, a través de una acción descriptible, en términos muy amplios, como la gestión de las finanzas públicas.
Quien estudió economía en los años 60 a 80 debe tener una cierta familiaridad con los escritos de Richard Musgrave. Su primer gran trabajo sobre el tema, The theory of public finance, de 1959, presenta el tema desde el principio como un territorio tanto económico como político.
El esquema de una teoría normativa de la economia pública depende de los valores políticos y sociales de la sociedade a que sirve; la implementación del plan presupustario óptimo depende de las relaciones funcionales que prevalecen en el sector mercado de la economía (Musgrave, 1959, p. 4).
Este libro proporcionó al filósofo político John Rawls la clasificación de las cuatro ramas de la acción de gobierno que se presentan en el capítulo 5 de A Theory of Justice1.
La primera rama es la asignación de recursos. Su función básica es la provisión de bienes públicos, por lo general no ofrecidos o dados en grado insuficiente por el sector privado. La rama de la asignación de recursos puede también, a través de subvenciones y otros estímulos, inducir la producción de ciertos bienes.
La segunda es la rama de la estabilización. Su función es mantener, a través de la política macroeconómica, un nivel razonable de actividad, combinada con la estabilidad de precios y el equilibrio en la balanza de pagos.
La tercera, la rama de las transferencias, debe proveer aquel "mínimo social" no garantizado en el funcionamiento del mercado. Esa tarea puede incluir, por ejemplo, un complemento del ingreso de los ciudadanos o de las familias pobres.
La cuarta rama, la de la distribución, tiene como función corregir las inequidades causadas o agravadas por desgracia o por el mercado. Puede cumplir su función de varias formas: el Estado puede gravar de forma diferenciada la renta o el consumo de ricos y pobres y/o asignar recursos tributarios para el suministro de bienes y servicios especialmente importantes para las personas con menores ingresos. Es, como observan Richard y Peggy Musgrave, una de las funciones gubernamentales que generan más polémicas, atrayendo críticas tanto por los criterios de justicia adoptados como por la eficiencia de las medidas y por sus efectos distributivos.
Nunca fue unánime la opinión de que el sector público debería cumplir todas estas tareas, pero hasta los años 70 y parte de los 80 hubo un amplio apoyo político para esta visión. La consolidación del Estado de Bienestar, en las economías más desarrolladas, creó un modelo de capitalismo que podría funcionar como una alternativa a las propuestas del socialismo.
El socialismo existente en la Unión Soviética y Europa del Este se derrumbó a finales de los 80 y principios de los 90; pero cuando el Muro de Berlín cayó en 1989, la reacción contra el Estado de Bienestar había avanzado considerablemente en algunos países. Varios factores contribuyeron en esto y la llamada ideología neoliberal era solo un aspecto de este proceso. No voy a intentar aquí un análisis exhaustivo de las causas de los cambios importantes en las dos últimas décadas del siglo pasado, ni tengo la pretensión de clasificarlas de acuerdo con su importancia, sino llamar la atención sobre algunos factores indispensables para la comprensión de los cambios.
Un primer hecho relevante para aquellos que quieren reconstruir esta historia es la experiencia de la estagflación. En varias de las principales economías occidentales el crecimiento económico fue insuficiente en los años 70 y al mismo tiempo la inflación fue muy alta. El desempleo ha sido agobiante y mucha gente se preguntaba por qué debería seguir pagando altos impuestos para apoyar a gobiernos incapaces de crear prosperidad. En este entorno ganaron importancia las voces de quienes protestaban en contra de los gobiernos intervencionistas y, según los críticos, derrochadores. Fue el resurgimiento de una especie de individualismo que rechaza tanto la noción de igualitarismo como la política redistributiva que sirvió como base para el Estado de Bienestar.
Es difícil describir este proceso en pocas palabras sin el riesgo de simplificar demasiado. Pero se puede decir que dos figuras políticas, el presidente Ronald Reagan, de los Estados Unidos, y la premier Margaret Thatcher, de Gran Bretaña, han definido las grandes líneas de transformación que prevalecerían en las décadas siguientes: disminución de las funciones del Estado, la desregulación de los mercados, apertura de espacios para la competencia y la privatización del mayor número posible de actividades productivas.
En términos sintéticos, el principal objetivo fue la llamada despolitización de los mercados. Está claro que despolitización es un término incorrecto, porque ningún mercado funciona de manera adecuada sin un mínimo de reglas, preferiblemente coercitivas. Pese a la imprecisión conceptual, los cambios se procesaron y han sido anunciados triunfalmente como el retorno de las libertades que habían sido limitadas por el intervencionismo.
Estos cambios han producido consecuencias económicas, políticas y morales. La figura del profesional capaz pasar por encima de un colega para tener éxito nunca había sido un modelo, pero así se ha vuelto. Los ejecutivos fueron glorificados por la disposición para eliminar miles de puestos de trabajo a la vez.
Los derechos llamados de segunda generación no fueron liquidados de un solo golpe, ni se eliminaron por completo. Pero aun así, incluso en Europa, las presiones para el cambio eran tan fuertes que han afectado la agenda política e impuesto nuevos límites al el Estado de Bienestar.
El efecto político más importante de este cambio fue la alteración del status del ciudadano. Este punto no ha sido suficientemente enfatizado. En la fase de consolidación de los derechos sociales, el ciudadano se convirtió en acreedor del Estado. Por supuesto, todo lo que el sector público podía proporcionar fue pagado por todos los contribuyentes. Podría haber un efecto de transferencia y redistribución de este proceso, pero la sociedad pagaba, y ciertos beneficios fueron inscritos, por así decirlo, en los activos de todos los ciudadanos, como si fueran cuentas por cobrar. Los principales beneficiarios, cuando el sistema funcionaba correctamente, eran los menos capaces de obtener esos bienes o servicios en el mercado.
Cuando se reducen o se eliminan las funciones del Estado de Bienestar, aquellos activos políticos disminuyen. Obligado a buscar en el mercado la atención de salud, la educación y la pensión, el individuo sigue siendo sujeto de derechos, pero de un tipo diferente: ahora tiene a su favor, para defenderse, las normas que rigen los contratos y las leyes la protección del consumidor. Sus derechos anteriores como acreedor de la atención del Estado eran esencialmente políticos. Sus nuevos derechos, frente a las empresas proveedoras de los servicios, son esencialmente económicos o mercantiles, típicos de quien participa en el mercado, y son políticos solo en un sentido restringido.
El cambio, sin embargo, puede ser más dramático. Esto es lo que sucede cuando los ciudadanos dejan de ser acreedores del Estado para convertirse en receptores de la ayuda voluntaria, proporcionada por organizaciones de asistencia, laicas o religiosas. En eso consiste la política del llamado conservadurismo compasivo, profesado por el presidente George W. Bush, por su gurú intelectual Marvin Olasky y por David Kelley, uno de los más vigorosos promotores del movimiento.
Tocqueville había subrayado la capacidad de los ciudadanos norteamericanos de buscar por su cuenta la solución de sus problemas, sobre todo a nível local, sin esperar la ayuda del Gobierno. La ayuda del Gobierno, según Olasky, es efectivamente una caridad que no contribuye a llevar a los ciudadanos a resolver sus problemas. "La tendencia de los americanos prósperos ha sido", según Olasky (2000), "la de transformar a los pobres en mascotas, dándoles comida y una palmadita en la cabeza de vez en cuando, pero sin motivarlos a ser todo aquello que ellos podrían ser" (pp. 17-18). Un ejemplo claro que usa es el de la adolescente que sabe que recibirá la ayuda oficial si tiene un niño, o el del drogadicto que puede recurrir a la medicina oficial en un momento de crisis pero sin perder la adicción.
David Kelley ofrece una descripción más detallada de los efectos indeseables de la "política social", como el estímulo a la dependencia de la asistencia pública y a la maternidad prematura e irresponsable. Su argumento se apoya con datos estadísticos, gráficos, y un cuidadoso análisis de la asignación de fondos a los distintos programas (Kelley, 1998, cap. 1). La exposición de Kelley no solo es relevante por sus propósitos. También los partidarios del Estado de Bienestar, en cualquiera de sus versiones, deben tener en cuenta la eficiencia de los programas, sus posibles efectos secundarios y otros temas relacionados con la estructura del presupuesto público. Los recursos son limitados y no hay concepción política o moral que pueda negar este hecho. Poner atención a este punto no es una opción ideológica. Es una simple manifestación del sentido común, rechazada con alarmante frecuencia en los debates políticos.
No hay mucho que decir en contra de los argumentos factua-les mencionados por David Kelley. El punto importante es otro: su argumento extrae conclusiones falsas o demasiado frágiles a partir de premisas verdaderas. Los problemas señalados por él pueden ocurrir, y de hecho ocurren —y no solo en los Estados Unidos—, pero la acción del Estado no se limita, efectivamente, a la prestación de una ayuda imprudente, irresponsable y poco interesada en el cambio de vida de los ciudadanos.
Es evidente que el pensamiento de Olasky refleja un moralismo que atribuye a una parcela de la sociedad, la satisfecha y saludable, la misión de salvar las almas que estén dispuestas a ser salvadas, incluso si es necesario trabajar con paciencia para despertar su deseo de la salvación. Si el individuo salvo tiene buenos sentimientos, deberá estar agradecido con sus salvadores, porque ellos no tenían ninguna obligación legal de ayudarlo, así como no tenían la obligación moral de dar su dinero al Gobierno por medio de impuestos destinados a programas paternalistas.
En términos de principios, el argumento de Kelley se basa en una crítica de la noción del derecho al bienestar. Esta idea, según él, es históricamente una consecuencia de una alteración del concepto de libertad. "En la concepción clásica, la libertad significa la ausencia de intervención coercitiva en las acciones de una persona. Una persona libre es capaz de elegir entre las diversas oportunidades que le son abiertas. La naturaleza de estas oportunidades, sin embargo, está determinada por su capacidad y por las circunstancias y no es una cuestión de libertad" (Kelley, 1998, p. 57).
La bandera política de Kelley es la restauración de esta noción clásica de libertad como fundamento del orden social. Solo la sustitución del concepto tradicional de libertad permitió, según él, el surgimiento de la "idea de que la gente tiene derecho a ciertos bienes provistos por la sociedad". Históricamente es un argumento sólido. La pregunta es si el concepto tradicional (libertad negativa) es suficiente para dar cuenta de los valores históricamente asociados a las sociedades occidentales modernas (como el de la igualdad y la participación en las decisiones políticas). El esfuerzo por revisar las funciones "sociales" del Estado coincidió con la expansión de los denominados programas de responsabilidad social de las empresas. Muchos de estos programas han producido cambios importantes cuando han sido bien diseñados y mantenidos por períodos razonablemente largos. Las escuelas primarias mantenidas por las empresas para los hijos de sus empleados pueden ser mejores en Brasil que las dependientes del sector público. El trabajo útil de la "responsabilidad social" se puede desarrollar en múltiples campos, y uno de los más importantes ha sido la preservación del medio ambiente.
Pero yo no veo cómo la responsabilidad social pueda reemplazar la responsabilidad legal del Estado en la creación y mantenimiento de una red de seguridad social o en la realización de políticas de equidad en el sentido rawlsiano. Es evidente que nuestro comportamiento no está todo controlado por las normas legales. No dejamos de agredir al prójimo o de estacionar en la entrada a la sala de emergencias solo porque la ley establece castigos por estos actos. Ninguna sociedad podría funcionar si la cooperación y la paz entre los individuos dependieran solamente de la responsabilidad legal. Nuestra responsabilidad es de hecho principalmente moral, porque es parte de los vínculos y de los códigos que dan sentido a las acciones en la vida colectiva. Pero al mismo tiempo, no veo cómo los sentimientos y las presiones morales puedan, en una sociedad compleja, marcada por muchos conflictos de intereses, sustituir las leyes y derechos legalmente definidos.
Para completar este punto, haré una observación más sobre el cambio de status del ciudadano cuando pasa de la condición de portador de derechos políticos a la situación de consumidor de bienes y servicios ofrecidos por el sector privado. Solo tiene sentido hablar de estos derechos cuando su objeto es un conjunto limitado de productos y servicios, clasificado por John Rawls como "bienes primarios". Este conjunto incluye elementos básicos como la educación de calidad, la atención médica y, cuando sea necesario, una renta básica como protección contra el desempleo. Es difícil, si no imposible, circunscribir con precisión esta clase de bienes, pero podemos describirlos como los esenciales para la adquisición de todos los demás, en un ambiente donde el individuo sea responsable por la mayor parte de sus acciones. La eliminación de esos derechos limita las condiciones de equidad y desnivela las condiciones básicas de la acción de los individuos.
En general, no hay ese riesgo cuando se privatiza un proveedor de bienes producidos normalmente por el mercado. La privatización de una siderúrgica, de una compañía de telecomunicaciones o de una empresa minera no afecta, en principio, los derechos del ciudadano. No disminuye sus capacidades políticas y morales en relación com el poder público. Se puede discutir si el sector público debe ejercer esta o aquella actividad o dejarla en manos privadas, pero el debate en este caso es relativo a cuestiones de conveniencia, eficiencia económica e intereses estratégicos. Es una cuestión muy diferente de la anterior, pero en algunos países los críticos muy raramente tuvieron en cuenta la distinción.
Nada de lo que fue afirmado hasta aquí invalida política o moralmente la discusión sobre la reforma de las pensiones y sobre la manera de financiar la educación superior. El derecho a una pensión pagada por el Estado no debe confundirse con el derecho a jubilarse a los 40, 50 o 60 años, o con el derecho a jubilarse de acuerdo con tal o cual plan de contribución. No hay forma de discutir estos temas sin tener en cuenta los factores demográficos, detalles jurídicos, las restricciones de las finanzas públicas y la distribución de las cargas entre las generaciones. Del mismo modo, es difícil defender la idea de que la educación superior es un bien primario en el mismo sentido que la educación básica, especialmente en una economía en desarrollo. También en este caso el enfoque y la eficiencia en la asignación puede ser esenciales para la promoción de la equidad, como lo indica la experiencia de otras economías en desarrollo con políticas educativas y de empleo exitoso.
La competencia global
Los cambios políticos discutidos hasta ahora habrían producido efectos menos evidentes, muy probablemente sin los cambios en los sistemas de producción y comercio rotulados como glo-balización. Las nuevas pautas de la competencia internacional han impuesto a las empresas nuevas necesidades en términos de eficiencia. Esto ha afectado las políticas de recursos humanos y la organización de las actividades de un modo nunca visto en ningún otro momento. No solo las compañías se han convertido en multinacionales. Sus productos también, y ese fue uno de los cambios más importantes ocurridos en las últimas décadas.
Un automóvil puede ser resultado de actividades productivas, financieras, administrativas, etc., desarrolladas simultáneamente en varios países, de acuerdo con las capacidades, beneficios comerciales y los costos encontrados en cada uno. No hay, por tanto, manera de discutir la cuestión de los derechos sociales a principios del siglo XXI sin tener en cuenta el comercio global. Consideremos, por ejemplo, los efectos de la participación de China y otros mercados internacionales emergentes. China exportó en 2013 el equivalente de 2,2 billones de dólares y los bienes importados sumaron un total de 1,95 billones de dolares. Su mejor resultado fue en los intercambios comerciales con los Estados Unidos, con exportaciones de 440,4 mil millones e importaciones de 122 mil millones de dólares. Los gobiernos más poderosos del mundo capitalista vienen presionando a Beijing desde hace varios años para dejar que fluctúe y se valorice el yuan. La liberación parcial de la moneda china, en julio de 2005, solo resulto en una valorización insuficiente para afectar las condiciones de competencia.
Pero el extraordinario poder de la competencia de China y de algunas economías dinámicas de Asia oriental ha dependido solo parcialmente del cambio depreciado. En el caso de China, la alta tasa de inversión, más del 40 % del Producto Interno Bruto (PIB), ha sido un factor mucho más importante en el largo plazo. Pero además de la expansión y modernización de la capacidad productiva, los exportadores de estos países han tenido a su favor, por mucho tiempo, bajos costos de mano de obra —algunos de los más bajos entre las economías emergentes.
La combinación de un rápido crecimiento económico y bajos costos laborales en Asia y en otras regiones en desarrollo no solo afecta el comercio mundial. Sus efectos también se notan en la reorientación de los flujos de capital y de producción. La ministra de Economía de Argentina, Felisa Miceli, enfrentó esta cuestión con vigor en un discurso en la reunión del Fondo Monetario Internacional (FMI) en Singapur en septiembre de 2006: "Vemos el cumplimiento de las normas laborales básicas no sólo como un imperativo ético, sino también como necesario para evitar una carrera para abajo en busca de inversión", dijo. "La inversión busca, naturalmente, la maximización del beneficio, y los países que no cumplan las normas básicas de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) tienen una ventaja competitiva injusta sobre los que lo hacen", agregó. "Esto es inaceptable, y el Fondo no debe ser una herramienta para esto. En lugar de abogar por una mayor "flexibilidad" laboral (a menudo solo una forma elegante de pedir menos protección y retribución a los trabajadores), los directivos del Fondo deberían tener en cuenta la observación de las leyes laborales internas (una cuestión de "buen gobierno") y consultar a la OIT".
No solo las economías más desarrolladas se han visto afectadas por esta competencia. Países de ingresos medios, como indicó la preocupación de la ministra Miceli, también sufren los efectos de los bajos costos de mano de obra en otras economías. Con la formación del Área de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), las operaciones de muchas empresas de los Estados Unidos fueron trasladadas a México. Los sindicatos estadounidenses protestaron. Algunos años más tarde, varias de estas empresas decidieron trasladar fábricas al Este, atraídos por salarios más bajos que los pagados a los trabajadores mexicanos.
El mercado de la confección europea ha sido abastecido en parte por fábricas del norte de África (una tendencia frenada, en los últimos tiempos, por la competencia oriental). Del mismo modo, el capital norteamericano instaló confecciones en los países del Caribe y América Central. Los acuerdos comerciales que permiten el libre acceso a los grandes mercados han acelerado la transferencia de industrias para las pequeñas economías, que ahora compiten con los países de tamaño medio, como Brasil y México, más industrializados pero con mayores costos laborales.
Desde el punto de vista de los trabajadores del mundo rico, la cuestión es muy simple: sus puestos de trabajo se están exportando a países con salarios más bajos y menores beneficios y derechos laborales y pensionales. Pero esta evaluación es incompleta e insuficiente para una discusión sobre los derechos. A pesar de la explotación, la industrialización de China, desde los grandes núcleos orientados al mercado internacional, ha permitido la urbanización y el aumento de la renta de millones de personas.
Entre 1998 y 2006, según el Banco Mundial, más de 300 millones de personas en el este de Asia han salido de la pobreza, definida por el gasto per cápita de menos de USD 2 por día. Más de dos tercios de los habitantes de la región han pasado a vivir por encima de ese límite. En 1990, solo un tercio disponía de USD 2 o más por día, según el mismo informe. La inversión extranjera, el cambio tecnológico y el comercio fueron los principales impulsores de este cambio, lo que se refleja no solo en la elevación de patrones de consumo y comodidad, sino también en el florecimiento de nuevos valores políticos.
Las personas que han salido de la pobreza —y esto incluye a gran parte de la creciente clase media en esos países— solo han podido cambiar sus vidas porque las inversiones han cambiado el panorama económico e impulsaron el crecimiento de la actividad. En general, han seguido trabajando duro, ganando con modestia y disfrutando muy raramente de vacaciones. Pero ¿habrían preferido continuar en la situación anterior, dependiendo de una agricultura de bajo rendimiento o en viejas industrias controladas por el sector público?
Más de dos mil millones de personas en 2030 se unirán a la clase media global, ampliando el grupo de personas con ingresos, a precios corrientes, de $ 6000 a $ 30000 por año, según los economistas Dominic Wilson y Raluca Dragusanu, del grupo financiero americano Goldman Sachs (Wilson & Dragusanu, 2008). La mayoría de estos nuevos consumidores será originaria de las grandes economías emergentes, según las previsiones. Este grupo ya está creciendo a un ritmo de 70 millones por año. Este cambio tiende a producir un mundo más equitativo en términos distributivos, pero el surgimiento de estos grupos —así como su urbanización— genera una gran cantidad de desafíos. La creciente presión sobre los recursos naturales finitos y sobre el medio ambiente es una de las consecuencias más evidentes. Pero la incorporación de estas personas al mundo productivo moderno es parte de una gran transformación en el panorama económico mundial y en las condiciones del comercio. El crecimiento económico de países como China, India e Indonesia afecta a los patrones de competencia y genera presión sobre los mercados de trabajo en el mundo occidental. Esto incluye a Brasil, Argentina, Colombia, México y otros países con leyes laborales y los sistemas de seguridad social diseñados en el mundo capitalista en los siglos XIX y XX.
Para los estándares occidentales, la expansión de las oportunidades de empleo y las condiciones creadas por la urbanización, como la educación, la salud y un mayor consumo, corresponden a la materialización de los derechos. Pero el camino hacia el paraíso, para los millones de trabajadores urbanizados en Oriente, está lejos de ser suave. La creación de empleo se ve facilitada por la gran oferta de mano de obra, los salarios inicialmente muy bajos y por modelos contractuales muy diferentes de los consagrados en la economía occidental.
El poder de la competencia de países emergentes como China, India y muchos otros emergentes, como ya se ha señalado, no puede ser explicado solo por el bajo costo de la mano de obra, una ventaja cada vez menos relevante en el caso de China, pero, de todas formas, esto ha sido un factor de gran importancia, especialmente en las primeras etapas. Para los empresarios obligados a enfrentar esta competencia, y especialmente para sus empleados, la fuerza de las nuevas economías se basa principalmente en el uso de dumping social. La respuesta a este desafío ha adoptado tres formas principales: 1) creación de barreras comerciales a los productos originarios de las economías de mano de obra barata; 2) traslado de fábricas hacia esas economías o delegación de ciertas funciones (tales como los servicios de nformática transferidos a los indios); 3) estrategias de reducción de los costos de mano de obra directa e indirecta en todos los países afectados por la nueva competencia. ¿Cómo describir esta situación en términos de derechos?
No hay una respuesta simple. Para los beneficiados por las nuevas oportunidades de empleo, los derechos se amplían, aunque a costa de sacrificios incompatibles con las nociones de derechos sociales dominantes en la mayoría de las economías avanzadas. El conflicto en este caso no es solo entre Oriente y Occidente. Sindicalistas estadounidenses han protestado muchas veces contra el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), denunciando la pérdida de puestos de trabajo, asignados a México. Pero México perdió en poco tiempo cientos de miles de estos puestos cuando la industria americana decidió ir en busca de mano de obra aun más barata. Para los perjudicados por la competencia, las condiciones de trabajo en las economías emergentes, principalmente las orientales, no pasan de una simple e indefendible violación de los derechos, y punto. Un buen desafío es explicar este punto de vista a un obrero de Shangai recién llegado del campo, recién entrenado y con acceso por primera vez en su vida a un pequeño apartamento con aparatos electrónicos.
Sería irrealista imaginar que esos trabajadores, mirando hacia atrás, lamenten el cambio. Su próximo paso es lograr condiciones más cercanas al empleo estándar occidental, pero para eso serán necesarios nuevos cambios políticos y legales. Los hechos mencionados hasta aquí ayudan a entender la complejidad de la discusión de las llamadas cláusulas sociales en los acuerdos comerciales internacionales. La diplomacia brasileña ha sido cautelosa frente a estas propuestas. Mal formuladas, podrían servir para el proteccionismo en los países avanzados. Después de todo, el costo de la mano de obra es una ventaja comparativa de muchos países en desarrollo. Esta ventaja refleja la disponibilidad relativa de factores y, desde este punto de vista, no implica deslealtad comercial. Defender los derechos laborales de acuerdo con los estándares de los países ricos simplemente puede limitar la creación de puestos de trabajo en estas economías. En este caso la palabra "derechos" no tendrá gran importancia práctica en los países pobres o de ingresos medios. Carecen de la base concreta de todos estos derechos: la creación de empleos asociada a la posibilidad de crecimiento económico.
Pero la renuncia a cualquier claúsula de protección social también puede ser peligrosa, especialmente cuando se necesita competir con economías en las que los derechos laborales son muy escasos y, en algunos casos, casi nulos. No se trata, conviene repetir, solo de la competencia comercial, sino también de la competencia por el capital. ¿Habrá un punto de equilibrio que permita una cierta protección de los derechos sin anular la ventaja competitiva que representa el costo de la mano de obra?
La ministra Felisa Miceli se refirió a los estándares básicos establecidos por la OIT y aceptados formalmente por muchos países. La libertad de asociación, la abolición del trabajo forzoso y del trabajo infantil y la limitación de las horas de trabajo son algunas de las reglas más conocidas en Occidente. Sin embargo, son poco respetadas en varias economías que participan en el comercio internacional. Criterios como estos, cuidadosamente delimitados, podrían tener sentido en los acuerdos comerciales, sin poner en peligro las ventajas comparativas consideradas legítimas.
La propia OIT, establecida en 1919, surgió para satisfacer la seguridad comercial de las potencias europeas. Los trabajadores europeos, organizados en sindicatos, venían conquistando mejores condiciones de contrato desde el siglo anterior. La expansión del movimiento socialista y la victoria de la Revolución rusa han hecho inevitable la concesión de derechos a la masa trabajadora en las economías más industrializadas. Los costos de producción, por tanto, tenderían a crecer en estos países. El papel de la OIT facilitaría la difusión de las normas laborales más avanzadas, para evitar un nuevo desequilibrio en las condiciones de comercio. La entidad cesó sus actividades durante la Segunda Guerra Mundial y se reactivó después. En cierto modo, la sugerencia de la ministra argentina —consultar a la OIT— refleja motivaciones semejantes a las que llevaron a la creación de la entidad poco después de la Primera Guerra Mundial.
Una discusión más amplia sobre la transformación de los derechos y el retroceso del Estado de Bienestar implicaría una reflexión sobre los modelos de las políticas fiscal, monetaria y cambiaria que se han impuesto en el último cuarto de siglo, y que resultaran, en gran parte, del cambio en las condiciones globales de producción y de comercio. Pero creo que podemos, por ahora, cerrar aquí esta reflexión.
Notas
1 Ver, en el capítulo 5 de Rawls (1999), la sección titulada "Background Institutions for Distributive Justice" (pp. 242-258).
Referencias
Kelley, D. (1998). A Life of One's Own. Individual Rights and the Welfare State. Washington, D. C.: Cato Institute.
Musgrave, R. (1959). The Theory of Public Finance. New York: McGraw-Hill.
Olasky, M. (2000). Compassionate Conservatism. New York: The Free Press.
Rawls, J. (1999). A Theory of Justice. Cambridge, MA: Belknap Press.
Wilson, D. & Dragusanu, R. (2008). The Expanding Middle. The Exploding World Middle Class and Falling Global Inequality. Global Economic Papers, 170, 1-23. Recuperado de http://www.ryanallis.com/wp-content/uploads/2008/07/expandingmiddle.pdf
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