Eidos. Revista de Filosofía de la Universidad del Norte

ISSN electrónico 2011-7477
ISSN impreso 1692-8857
n.° 24, Enero-Junio de 2016
Fecha de recepción: 30 de mayo de 2015
Fecha de aceptación: 8 de septiembre de 2015
DOI: http://dx.doi.org/10.14482/eidos.24.7921


FIN DE LOS TIEMPOS, COMIENZOS DE LA LITERATURA

Julio Premat
ju.premat@wanadoo.fr


Resumen

El objetivo de este artículo es reflexionar sobre las posibilidades y posiciones de la producción literaria en un momento histórico en el que pululan los discursos apocalípticos sobre toda una serie de finales diferentes. Ante las especificidades de los imaginarios temporales contemporáneos, ¿cómo pensar la literatura y las posibilidades de «empezar» o de repetir el gesto de comienzo? después de recorrer algunas posiciones de la crítica (sobre ese «fin» en la crítica francesa o la «incompletud» de la literatura para la crítica cultural) se proponen algunas características de respuesta o de resistencia por parte de los escritores; relatos de filiación, visión del pasado como novedad, anacronismo voluntario, inversión o digresión frente a las obsesiones memoríales, serían algunas de estas posibilidades. En todas ellas habría una defensa de lo literario ante una percepción degradada de su función colectiva y de sus capacidades para narrar lo social.

Palabras clave: contemporáneo, literatura, comienzos de escritura, crítica literaria.


Abstract

This article considers the positions in literary production at an historic time characterized by a proliferation of apocalyptic discourse. Taking into account specific contemporary conceptions of time, how does one think about literature and the strategies for "beginning"? After a review of various critical approaches about "la fin de la littérature" in French criticism, or the incompleteness of literature in cultural critique, we propose an examination of the characteristics of the authors' responses to or their resistance to this proliferation. Genealogies, visioning the past as novelty, voluntary anachronism, inversion or regression in the face of the obsession of memory are, for example, some of the possibilities. In all of these there would seem to be a defense of literary work in light of the degraded perception of its collective function and its capacities for talking about society.

Key words: contemporary, literature, beginnings, literary criticism.


Fin de los tiempos, comienzos de la literatura

¿Dónde ahora?¿Cuándo ahora? ¿Quién
ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin
pensarlo. Llamar a esto preguntas, hipótesis.
Ir adelante, llamar a esto ir, llamar a esto
adelante... Esto pudo empezar así.
Samuel Beckett, El innombrable (1953).

Esa vinculación es de 1857;
ochenta años de olvido equivalen
tal vez a la novedad.
Borges, «La Creación y P. H. Gosse»

En las primeras páginas de Gramáticas de la creación Georges Steiner (2001, p. 10) evoca los tiempos crepusculares en los que vivimos. La expresión es una de las muchas que recorren la bibliografía sobre historia, sociología, filosofía o literatura: estaríamos en un tiempo a su manera terminal, en el fin de los tiempos, en el fin, en todo caso, de cierta concepción del tiempo (el postiempo, el posmundo, el postsujeto, etc.). A ojos vistas existe un estilo y un ambiente finiseculares: apocalíptico, hecho de agotamientos superpuestos, de presentismos, tecnologías voraces, con ideologías y creencias en retirada, recapitulador de los horrores del pasado sin confianza en un avenir brumoso. Un tiempo que se definiría por una «crisis del futuro», y por lo tanto, por un descreimiento sobre la posibilidad de un principio. Crisis ante una disyuntiva irresoluble: es imposible continuar (somos los que llegamos tarde), es imposible comenzar (no hay futuro concebible: la esperanza de vida, escribe también Steiner, hoy no es más que una cuestión de estadísticas demográficas).

Si tomamos al pie de la letra estos discursos, no es un estado de vacío que promete el surgimiento de algo —la nada y el ser son después de todo indisociables—, sino un nuevo caos, una atiborrada acumulación de restos y fragmentos que no dejarían más posibilidad que la nostalgia, la evocación, el recuerdo, pero un recuerdo hecho de discontinuidad, cambios constantes, dispersión, desaparición de la experiencia transmisible. Después del fin de la unicidad del universo, hoy pluriverso, y ante la ampliación desdibujante de la noción de lo humano, nuestra realidad sería caosmos y nuestro saber caología (Martin, 2010).

Ante el fin de los tiempos y la vertiginosa fragmentación de la realidad, solo nos quedaría la experiencia personal, la esfera íntima, cuando no un revival de la ideología cientificista que se cristaliza en el poshumanismo. Todo lo cual no es una novedad, pero el proceso ha cobrado una importancia y una visibilidad inéditas en el fin de siglo que acabamos de vivir. Ambiente apocalíptico y desaparición del futuro (o la impresión de que el futuro solo traerá catástrofes) que pueden leerse también como una resaca del siglo recién terminado, con millones y millones de muertos en una barbarie política sin precedentes.

Los melancólicos temen un derrumbe psíquico, que de hecho ya ha tenido lugar (Winnicott, 1992); pareciera que el cierre del futuro y el temor del hundimiento definitivo de la cultura fuesen también un eco de lo ya sucedido, de ese pasado traumático que regresa como un espectro velado o como una obsesión por la memoria, una memoria polifacética, volátil, siempre frustrada, sin objeto ni sentidos definitivos.

Época de crisis por lo tanto o, podría decirse, esas son las coordenadas de la percepción de nuestra época como época en crisis. Porque Franz Kermode (2000) en El sentido de un final afirma, como muchos otros, que el sentimiento de crisis es inherente a las representaciones humanas del presente, en el sentido de que, a partir del relato bíblico, estamos separados del origen que determina y del desenlace, apocalíptico, que cierra el proceso, trayendo castigos temidos y eternidades esperadas. El tiempo, cronológico, ineluctable, aleja al hombre de ese Paraíso apenas entrevisto, hace de él un desterrado de su propio origen, un condenado a errar (en el sentido de deambulación y de equivocación) (pp. 35-36). Esta idea debería impedirnos caracterizar a nuestra época como una época de crisis, ya que en sí dicha caracterización sería redundante o superflua, porque no daría cuenta de las especificidades de lo que se intenta describir. Habría, así, que ir más lejos y plantearse, explícitamente, crisis de qué, crisis en qué sentido y con respecto a qué.

Una respuesta a estos interrogantes es la que propone el sociólogo Harmut Rosa (2013) subrayando que la especificidad de nuestra impresión de «crisis» es que la crisis atañe al tiempo en sí: nuestra crisis es una crisis del tiempo por una desincronización entre tres tiempos que constituyen socialmente un horizonte social estructurante: el tiempo de la vida cotidiana, el tiempo de la biografía humana, el tiempo de la historia. Así, Rosa (2013) postula una no coincidencia, cada vez mayor, entre los tres horizontes temporales que guían a los actores en la sociedad capitalista contemporánea; es decir, la divergencia entre, por un lado, las perspectivas de las experiencias inmediatas, del día a día, por el otro, las proyecciones o los recuerdos que abarcan toda una existencia y la inserción de una vida en el Gran tiempo de devenir humano. Estos tres horizontes funcionan de manera autónoma, se han vuelto irreconciliables, lo que explicaría la impresión de que «nuestro tiempo» está «alienado» (p. 32). Perdemos así la capacidad de integrarnos, gracias al relato de una existencia personal, en un pasado rico en puntos de referencia y en un futuro auspicioso de sentido. Las acciones humanas carecen de orientación y de una mínima estabilidad. Las dificultades para pensar fenómenos culturales contemporáneos no son ajenas, seguramente, a la falta de inteligibilidad de un tiempo que resulta ser múltiple en sus valores, desincronizado en su funcionamiento, contradictorio en sus manifestaciones.

Esta tensión, representación paradójica y desincronización, también pueden explicarse aludiendo a tres grandes características del imaginario temporal actual: por un lado, el predominio del presente, de un presente diferente de otros presentes del pasado, un presente omnipresente, perpetuo, autárquico: «nuestro tiempo violento, cuyos escombros no tienen más tiempo de volverse ruinas» (Hartog, 2003, p. 278); por el otro, frente a ese tiempo panóptico, aceleración, inherente a la modernidad, pero ahora exacerbada; una aceleración que no parece dirigirse a ninguna parte, sino que patalea en el mismo lugar con un ritmo de transformación elevado. Todo lo cual no solo atañe a un futuro que no cesa de llegar o de anunciarse, sino que la rapidez de los cambios tiende a convertir lo presente en pasado: fugacidad en vez de revolución. El pedido masivo de memoria, tercera idea, puede interpretarse como un fenómeno reactivo frente lo que antecede. El anhelo por la memoria es una respuesta, aunque la memoria de la que se trata sea una memoria construida y transmitida compulsivamente (Huyssen, 2007, pp. 13-39). Pierre Nora (1984) señala la presencia ambigua de esa memoria, ya que su carácter obsesivo revelaría su desaparición, digamos, funcional. La memoria tiende a perder su misión de cohesión colectiva y su función social de regulación de comportamientos para convertirse en un asunto privado, con una nueva economía de la «identidad del yo»: el pasado es discontinuo y arbitrario, el tiempo es mi tiempo, lo contemporáneo es lo que percibo y construyo como tal, y no tanto un marco colectivo de organización simbólica y semántica o una estructuración del mundo transmitida espontáneamente (pp. XVII-XIX).

Hannah Arendt (1995), en un contexto muy diferente del actual (ella escribe a partir de los efectos de la Segunda Guerra Mundial), cita una frase de René Char: «Nuestra herencia nos fue legada sin testamento alguno», y la comenta poniendo de relieve los traumas de filiación y de transmisión en ese entonces:

El poeta alude al anonimato del tesoro perdido cuando dice que nuestra herencia nos fue legada sin testamento. El testamento, al decir al heredero su legítima voluntad, lega las posesiones pasadas a un futuro. Sin testamento o, para resolver la metáfora, sin tradición —la cual selecciona y nombra, transmite y preserva e indica dónde están los tesoros y cuál es su valor— parece no haber ninguna continuidad legada en el tiempo y por lo tanto, humanamente hablando, ningún pasado ni presente, sólo un sempiterno cambio del mundo y del ciclo biológico de los seres vivos. (p. 77)

Nuestro tiempo, situado después de otro «fin de los tiempos», sería análogo; un tiempo que hereda sin testamento, construye y reconstruye sus tesoros, recuperando el pasado en conmemoraciones que intentan fijar un presente y pensar un futuro más allá del apresurado presentismo.

El conjunto de lo dicho: el presente, centro de un régimen de historicidad sin perspectivas ni modelos, y categoría cardinal de la experiencia temporal (Delacroix, Dosse & García, 2009, p. 35); la relación con el futuro y el pasado que se deduce de ese presentismo; la diseminación y la subjetividad de la memoria; la parcialización y la multiplicación de los relatos sobre el pasado; el auge del acontecimiento y el del individualismo; la fugacidad y la inestabilidad de las experiencias humanas, todas estas ideas permiten delinear entonces un presente diferente de los anteriores —de los otros presentes del pasado—, en el que la historia se vuelve subjetiva, múltiple y el porvenir se desdibuja en una repetición de lo mismo o aparece, dijimos, bajo los terroríficos oropeles del Apocalipsis.

¿Y la literatura? ¿Cómo integra esta crisis del tiempo?, ¿cómo reacciona ante ella? ¿La ilustra? ¿La ejemplifica? ¿Busca integrarla en modelos estéticos? Después de la defunción anunciada del modelo vanguardista y la de la innovación proyectada hacia el futuro, después de la supuesta estética posmoderna de regresos indiferenciados y paródicos al pasado, ¿cómo se percibe el milenarismo en la evaluación de la literatura? ¿Cómo piensa la producción crítica a la literatura hoy?

Del lado de la crítica, entonces, una primera posibilidad, la de una cultura de «gran» literatura y de una institucionalización dominante: Francia. En un libro colectivo reciente, que estudia uno de los grandes fenómenos de la producción contemporánea, los compiladores empiezan con una broma, una paráfrasis del Diccionario de lugares comunes de Flaubert, imaginando en él una entrada que diría: «Novela francesa: muerta» (Asholt & Dambre, 2011, p. 11). El fin de la literatura ha sido, cierto es, mil veces decretado, y ese fin concierne, ante todo, a la literatura francesa; por ello, los escritores de hoy deben comenzar o continuar cuando todo está terminado.

En otra compilación de artículos se cita a dos autores reconocidos que retoman el diagnóstico. Jean Echenoz, en Cherokee: «Todo el mundo está muerto, dijo Ripert con una voz quejosa, los herederos murieron sin dejar herederos. No hay más familia, la casa está vacía, los archivos se quemaron, se fue todo al carajo». Es el final del final. Pierre Bergounioux: «Alcanzamos el final de un mundo sin relevo» (Vercier & Viart, 2008, p. 25)1.

Por supuesto, el contexto y la historia literaria reciente son diferentes que en América Latina: Francia es la cultura que con más vehemencia adhiere a la institución literaria y a sus valores de discurso, mientras que el entretejido entre literatura, ideología y actualidad social es mucho más denso del otro lado del Atlántico. Notemos, en todo caso, que en lo que se ha dado en llamar la literatura del «contemporáneo extremo» (término que sugiere, en sí, la proximidad del abismo o el agotamiento definitivo del tiempo) reina un ambiente de catástrofe; o que, en todo caso, el pesimismo domina la bibliografía crítica. Un pensamiento todavía convaleciente de las destrucciones conceptuales y la dilución genérica heredadas del Nouveau Roman y de la crítica de los sesenta (muerte del autor, sacralización del texto móvil, desaparición de la novela, de los géneros, de la noción de obra, incertidumbre y proliferación como protocolo de interpretación).

A vuelo de pájaro, recorriendo una sección de la biblioteca de mi universidad, los títulos varían entre el diagnóstico de un cataclismo y la reivindicación desilusionada. Del lado del pesimismo: La literatura sin estómago (Pierre Jourde), ¿Quién le tiene miedo de la literatura? (Jean-Philippe Domecq), Desencanto de la literatura (Richard Millet), ¿Qué les pasó a los escritores franceses?

(Jean Bessière), El adiós a la literatura. Historia de una desvalorización (William Marx), Contra Saint-Proust o el final de la literatura (Dominique Maingueneau), La literatura en peligro (Tzvetan Todorov), Les escritores contra la escritura (Laurent Nunez), El ocaso de la escritura (François Laruelle), Tumbas para la literatura (revista en línea LHT), La literatura del agotamiento (Dominique Rabaté), Fines de la literatura (dos tomos), El infierno de la novela (Richard Millet). Y del lado de la resistencia: Leer, interpretar, actualizar. Para qué los estudios literarios (Yves Citton), El futuro de las humanidades (Yves Citton), ¿Para qué estudiar a la literatura? (Vincent Jouve), La Literatura, para qué (Antoine Compagnon), Pequeña ecología de los estudios literarios. ¿Para qué y cómo estudiar la literatura? (Jean-Marie Shaeffer). Por lo tanto, solo quedaría, en la literatura, la fascinación por lo arqueológico (desenterrar los restos) o el tremendismo de la catástrofe (la escritura de lo apocalíptico).

Otra manera de juzgar el fenómeno, según varios críticos, es decir que no es la literatura, en tanto producción y recepción, la que está en crisis, moribunda, perdida en un mundo tecnológico desmemoriado, sino la institución literaria que la simboliza en ciertas esferas sociales (la educación, la edición, el periodismo, la producción crítica). Si seguimos esta hipótesis, la crisis y el agotamiento concernirían, entonces, a la transmisión de valores literarios (la literatura como lugar de cultura y de buen gusto, en un sentido discriminante socialmente), los estudios cognitivos de los hechos literarios (los instrumentos y la pertinencia de ese tipo de pensamiento) y la formación de estudiantes en literatura (la literatura como «carrera»). Es lo que postula Jean-Marie Schaeffer (2011, pp. 6-27); y agrega que si la escritura y la lectura no ocupan el mismo lugar que otrora, no por eso ocupan un lugar menor, sino, más bien, un lugar diferente. Ese es el desplazamiento que la institución y sus discursos solo pueden percibir bajo el signo del ocaso.

Porque la «crisis» de la producción se prolonga desde el comienzo del siglo XX: autónoma (arte por el arte) y crítica (hiperconciencia, suicidio del texto, desconfianza por las palabras, tendencia al silencio); hoy de lo que se trataría sería de un fenómeno de los estudios sobre la literatura y no de sus prácticas. Afirmación tajante y discutible, que presenta, sin embargo, la ventaja de trazar una trayectoria en forma de boomerang entre, por un lado, los discursos milenaristas y los diagnósticos sobre el agotamiento de la producción literaria y, por el otro, las certezas de quienes proferimos esos juicios desde la academia o los medios sin revisar nuestros propios principios, fines, agotamientos y creencias. Sea como fuere, es importante no confundir la desorientación y la pérdida de credibilidad de los críticos literarios con una supuesta esterilidad y vaciamiento de la creación. No es descabellado postular que el alejamiento progresivo de la escritura por parte de las instituciones críticas tiene que ver con tensiones internas de esas mismas instituciones, tensiones ajenas a la literatura en tanto que producción y recepción: una autonomía ignorada por aquellos mismos que evalúan el grado de autonomía de los autores.

Schaeffer retoma inclusive la célebre comparación propuesta por Tony Becher para describir la vida de la investigación científica: la de una vida tribal. Cada ciencia sería una tribu y sus modos de funcionamiento dependerían del tipo de territorio ocupado. Las ciencias duras vivirían en un terreno fuertemente poblado, interconectado, lo cual da lugar a una competencia permanente y a un control máximo de los resultados. Las ciencias humanas, al contrario, estarían situadas en un espacio rural, con una gran dispersión demográfica en diferentes valles, muchas veces aislados o difícilmente comunicados. En esas condiciones, cada tribu funciona, no a partir de la competencia por el saber, sino de la autoprotección: se recurre al encierro, al aislamiento, a la defensa del territorio colectivo y de la subsistencia en tanto que grupo, con escasos mecanismos de control de resultados. Eso explica, por un lado, la fuerza de ciertas tradiciones teóricas nacionales y el lugar sobredimensionado que se les atribuye a los sistemas literarios de tal o cual país para pensar cualquier fenómeno (sin ir más lejos: una literatura francesa vista como sinónimo de toda la literatura; una literatura argentina que se concibe a sí misma fuera de todo intercambio y porosidad con el resto de las literaturas latinoamericanas). Por otro lado, así se justifica que las relaciones y necesidades de la tribu, y sus arduas conexiones intertribales, puedan ser más importantes y dominantes que la relación con el objeto de estudio: no solo falta de apertura a otras literaturas, sino divorcio progresivo con los procesos de creación o con las especificidades de lo literario, prefiriendo jerarquías, prácticas hermenéuticas y discursos que refuercen una posición tribal constantemente amenazada.

Dejando de lado las comparaciones antropológicas, Schaeffer también postula que en lo "contemporáneo extremo" de lo que se trata es de una demolición y una redefinición del campo literario y de sus discursos; una demolición que forma parte del discurso moderno en sí mismo, en el sentido en que integra el renacimiento en ese derrumbe. Para poder volver hay que haber salido, terminado, enterrado eso que se va a añorar y reinventar el apocalipsis como cambio: la pérdida de la hegemonía de la institución literaria no sería ajena a la posición menor de la literatura, lo cual tendría virtudes y valores explotables. El fin de la hegemonía anunciaría el principio de algo.

Otro contexto, otro síntoma, muy alejado y sin embargo simétrico, se vuelve más comprensible después de lo afirmado: el de las orientaciones críticas de la academia estadounidense y, por contagio, las de algunas latinoamericanas, en una amplia corriente derivada de los Cultural studies. En algunos casos, como en el de Argentina, esta perspectiva actualiza lateralmente una tradición fuerte de puesta en duda de la autonomía de la literatura, en nombre de cierta concepción de la politización (desde Boedo al «deber de memoria», pasando por el grupo Contorno y el compromiso de los 60-70). En ese caso constatamos un alejamiento explícito del texto literario. En algunos ejemplos, inclusive, las obras aparecen como soportes-pretexto para desarrollos ideológicos, políticos o sociológicos, cuando no ecológicos: una base de casos para ir hacia otra parte, un terreno de observación de fenómenos sociales. Nadie puede poner en duda que la literatura piensa —y construye— a su manera la ideología, la identidad sexual, la marginalidad o la memoria, al contrario, pero la literatura funciona aquí como espacio de validación de protocolos elaborados en otros campos, ajenos a la dinámica de los textos. Los resultados pueden ser más o menos fértiles, sugerentes o novedosos, pero en todo caso la posición interpretativa que los sustenta ocupa un lugar abusivamente dominante y excluyente.

De manera más sutil, y entorno a esa misma producción, un corpus teórico y crítico imponente se concentra en destacar como figura hermenéutica central lo que está entre dos cosas, entre dos temas, entre dos posiciones, entre dos posibilidades. Buscar sentidos es señalar una indeterminación: entre el objeto y el sujeto, entre culturas, entre identidades, entre géneros literarios o sexuales. Otra vez: a pesar de la presencia de excelentes y matizados estudios de este tipo, cierta constante, paradójicamente finalista, tiene a instaurar un automatismo crítico. Se revela así una fascinación por lo indefinido, por lo imposible de detener o de constituir en tanto que sentido que es, a su manera, una herencia de la anulación del sentido, la deconstrucción y los proliferantes rizomas de algún momento glorioso de la filosofía francesa y/o un síntoma de la fragmentación de nuestro universo en pluriverso, como vimos.

En estos casos, salvo en ejemplos excepcionales, se constata, no una nostalgia idealizante, como en Francia, sino una desconfianza por lo literario. A su manera, el gesto sistemático de llevar las disciplinas de estudio de la literatura hacia otros horizontes epistemológicos (los textos cristalizan hipótesis sociales, sexuales, poscoloniales, culturales) y hacia el terreno de lo indiscernible revela también una idea de que algo de lo que fue la literatura se ha terminado, ha muerto y solo puede leérsela o entendérsela en esas direcciones, a un tiempo nuevas y digresivas. La literatura necesitaría, de hecho, suplementos de sentido o agregados para poder funcionar en tanto que discurso socialmente representativo. Se trata, entonces, de una variante del mismo discurso apocalíptico o postapocalíptico, aunque sus contenidos sean aparentemente opuestos. En ambas posiciones es el discurso crítico el que parece haber agotado sus recursos de innovación y variación sobre el texto literario, y se han refugiado en una visión nostálgica (el objeto ya no existe) o en una distanciación descreída (el objeto ya no sirve).

¿Cómo se inscriben los escritores ante este horizonte de recepción? Y más allá, ¿cómo se integran los escritores en un presentismo que desdibuja el valor de la tradición y que supone un apocalipsis ineluctable, un final inminente, cuando no ya sucedido? ¿Cómo empezar en estas condiciones?

Respondamos sin tratar de identificar características plenas, absolutas, lo que de por sí sería imposible. Si existe algo estable y dominante en un período dado de la literatura, quizás se encuentre en el cruce entre diferencias y oposiciones, y no en privilegiar lo que resulta más «actual». No lo repetido por idéntico sino recurrente en la variante, sabiendo que lo inactual corre el riesgo de resultar, a pesar de las apariencias, el común denominador de lo que denominamos, perezosamente, lo actual.

En todo caso, para el escritor que empieza hoy no se trata solo de enfrentar la página en blanco en una perspectiva del tradicional «todo está escrito», sino también de situarse en las encrucijadas de la nostalgia y de una percepción del presente como degradación, en la desorientación del valor, en una memoria intrusiva, opresiva, múltiple, en la transformación de la recepción y de la edición, y por qué no decirlo, en un circuito de management cínico de la carrera de los autores.

Empezar situándose, aunque se haya llegado después, demasiado tarde; situarse afirmando al mismo tiempo que no se está del todo acá. Estar y no estar, lo que tiene que ver con el gesto en sí de escritura —estar en otra parte, en el texto—. No cómo empezar algo nunca visto, sino cómo delinear una singularidad, que pasa hoy por combinar gestos de resistencia a la presión de lo actual y operaciones de intercambio con un pasado omnipresente, dictatorial, asfixiante. Cómo alejarse de lo actual para reestablecer la mediación y proponer un sentido. Cómo asumir el desgaste y la pérdida del valor de la palabra literaria; cómo empezar desde el final, después del final.

Digamos que sin ser ajenos o indiferentes a las constataciones pesimistas que preceden, los escritores resistieron o resisten. No en el sentido de que podamos situar, heroicamente, a los escritores en una autonomía autárquica, fuera del mundo literario y ajenos a las tensiones que movilizan a las instituciones académicas o periodísticas, sino en un espacio regido por sus propios objetivos, deseos y modos de funcionar. Quiero decir que, aun tomando al pie de la letra las lecturas sociológicas de la literatura, es evidente que los escritores reaccionan, responden, con otros objetivos, interviniendo a su manera en los debates institucionales, desde otro lugar y en perspectivas diferentes a las de la tribu de la crítica.

Así, resistieron en su momento a la dictadura del texto, restituyéndole a la palabra literaria una capacidad de hablar de lo histórico o de lo social, recuperando lo «novelesco», o le dieron vuelta a la muerte del autor poniendo en el centro del escenario a la subjetividad, la biografía, la intimidad muchas veces fantasmá-tica del hombre que escribe. Hoy, resisten con un uso repetido del anacronismo, una restauración de la tradición, una reinvención del escritor como aquel que lee, prolonga y propone variantes sobre su biblioteca. Escriben «fuera de su tiempo», lo que después de todo es una característica constante y dominante de la creación. O, más prosaicamente, vemos que se acentúa una escritura inactual, desde una posición que revitaliza los valores de esa biblioteca leída, rechazando lo ineluctable del final. Una relación singular con el pasado, con la tradición, con lo que se considera actual o nuevo, se define en la creación contemporánea, así como una profusión de escrituras sobre antepasados, infancias, orígenes y familias. El anacronismo en términos de tradición y la filiación como temática recurrente es, así, una característica fuerte.

Porque el retorno del relato que se produjo después del agotamiento de las neovanguardias y de las revoluciones teóricas de los 60-70 se llevó a cabo, en buena medida, alrededor de la intimidad, lo autobiográfico y autoficcional, así como de la expansión de evocaciones de la infancia, las generaciones precedentes, la nostalgia por tiempos recientes y sin embargo tan alejados, todo lo cual resulta revelador de los conflictos de lo contemporáneo, multiplicando e intensificando las figuras de lo perdido y los emblemas de lo obsoleto. En muchas ficciones actuales el sujeto se piensa a contramano de un tiempo que lo priva de herencia y de transmisión. Archivar las vidas pasadas, inventar e inscribir repertorios de genealogías propias y ajenas es la tarea a la que se dedicó la melancolía de nuestro fin de siglo (Demanze, 2008, p. 11). Todo lo cual sería, entonces, una reacción a la crisis del tiempo: volver a tramar filiaciones, filiaciones imaginarias, necesarias para poder recomenzar; fabricar memorias y orígenes frente al hundimiento social de la transmisión. Las temáticas de filiación son una manera de situarse ante el pasado, ante los antepasados: ante la biblioteca, ante los padres literarios o biográficos, ante la pertenencia o no a una generación que vivió paroxismos de violencia, frente a heridas memoriales.

Este modelo ha sido denominado «relato de filiación», a diferencia de las «novelas de genealogía» (Viart, 1999). Las novelas de genealogía narran la fundación de un linaje y su devenir: Cien años de soledad sería, desde este punto de vista, un ejemplo canónico. Por eso mismo, las novelas de genealogía incluyen una perspectiva temporal progresiva: desde el comienzo hacia su después, como es el caso en las novelas de iniciación. Las novelas de filiación, en cambio, parten de otra perspectiva temporal: desde el ahora de la enunciación interrogan el pasado, buscando establecer lazos y relaciones que incluyan al sujeto en una continuidad histórica con las generaciones anteriores, ya que el sujeto se vive como huérfano, como un bastardo, un desheredado.

Si la crisis del tiempo es una crisis de futuro, dicha respuesta, más allá del supermercado de la memoria y sus variopintos, fugaces productos, funda un diálogo de apropiación y linaje, no solo con las historias familiares sino, más ampliamente, con la literatura del pasado. Las obras interrogan los secretos y los enigmas de lo ya sucedido, buscando allí el sentido del que carece lo actual; se rastrean en el pasado modelos de singularidad y de originalidad para situarse en el presente. Se dramatiza, así, la cuestión de esa transmisión, perturbada en varios niveles, que se intenta subsanar, reconstruir, imaginar, o inclusive delirar. Lo que no implica un visión «clásica» o incluso estéticamente «dócil»: entre las tradiciones que se convocan, entre las canteras que se excavan y exploran también está la gran filiación vanguardista: Raymond Roussel, Marcel Duchamp, Andy Warhol, la «mala escritura», son convocados y reivindicados, una y otra vez, por muchos escritores actuales (sin ir más lejos: Bellatín y Aira). En estos casos, la repetición de lo ya escrito abre hacia lo inesperado o lo irreverente.

Al respecto, y en términos de reacción, podemos ver en todo esto una restauración del Deseo de escritura, en tanto que lo inactual, es decir, en inadecuación estructural entre la actualidad acuciante para el escritor (el deseo de escribir) y la actualidad del mundo que lo rodea. En La preparación de la novela Barthes (2003) supone que la literatura es siempre «arcaica» o conlleva un proceso de inclusión de lo arcaico. La actualidad ejerce un «chantaje permanente» sobre el Deseo de escritura, que sin embargo no renuncia a su arcaísmo, porque el deseo en sí surge de zonas ocultas, no «cultas» del yo, es pueril o al menos adolescente. Por lo tanto, el deseo resiste a las presiones de la actualidad y surge, vuelve, irrumpe, siempre vivo (p. 352 y ss.). Así, la literatura del presente sería, también, el espacio en el que el deseo se entremezcla con los actos y discursos humanos, mientras que lo actual debe pensarse como un ruido. Lo actual es una forma surgida de un proceso de racionalización de la realidad, con el objetivo de erosionar las contradicciones y simplificar su complejidad (Bonnet, 2013, p. 289). Actuales serían los acontecimientos literarios y los relatos que tienden asintomáticamente a ser sincrónicos del devenir del mundo, e inclusive a fusionar con el instante de su aparición, en una inmediatez que destruye la posibilidad de desplegar variantes, instalando a la experiencia en un punto focal homogéneo y preestablecido. El texto literario, cuando no cede a la fascinación del acontecimiento, busca preservar, y hasta desplegar, el abanico paradigmático de los posibles.

Ya en 1980 Barthes, premonitoriamente, suponía que el deseo de literatura se refuerza con la impresión de que la literatura está decayendo, de que su valor se está aboliendo: ponerse a escribir manifiesta un amor penetrante, patético, irrazonable, como el que se tiene por algo que va a morir. Barthes sitúa la escritura en un desfase frente a los principios ideológicos de la creación. Al fenómeno lo llama la désuetude (lo obsoleto; también podría haberse dicho lo «anticuado», lo «fuera de moda») (Barthes, 2003, p. 353). Lo que otrora era usual cayó en desuso. La resistencia de la que hablábamos es volver a usar aquello que se señala insistentemente entonces como perimido. Hoy, siguiendo a Didi-Huberman (2005), llamaríamos «anacrónico» a lo obsoleto.

Sin embargo, muchas voces recuerdan que la tentación por lo informe, la fascinación por lo arcaico y por la anulación, visible en estas posiciones, forman parte de la tradición moderna o de sus obsesiones recurrentes. La deconstrucción de los modelos, la anulación de las autoridades, el borrado del futuro en el que se puede proyectar una obra diferente suponen también, según Georges Steiner, un movimiento reactivo tan poderoso como la deconstrucción, un movimiento de creación en el sentido directo, una búsqueda frenética de la «originación» en tanto que respuesta. Y aunque la muerte de la literatura, tan temida, haya tenido lugar, quedaría el trabajo con los restos, el comienzo a partir del desenlace, ese lugar en el que el nudo se deshace y otras posibilidades se abren; incluso después de una muerte quedan herederos que rechazan su época o viven con fantasmas obsesivamente presentes. Los espectros son también un origen, un mito de comienzo (Ruffel, 2005, pp. 101-102).

Postulamos, y sería fácil demostrarlo, que escribir hoy implica no solo integrar ritmos y tecnologías inéditos, o buscar formas de diálogo entre diferentes códigos de representación, sino ante todo lidiar con ese anacronismo, con lo obsoleto. Es decir, tomar posición ante el pasado, buscar en el pasado el fundamento, deshacerse de los imperativos del pasado, o transformarlo en proyección rupturista hacia el futuro. Los escritores, como nuestro presente, tienen el rostro vuelto hacia atrás, lo cual tampoco es excepcional en la historia de la literatura. Nacidos demasiado tarde o, en los episodios más rabiosamente modernistas del siglo XX, demasiado pronto: los escritores nunca son de «su tiempo», siempre trabajan en la brecha entre dos tiempos, entre dos plenitudes, una perdida, la otra inalcanzable. Pero seguramente algunas especificidades de nuestro presentismo agudizan el funcionamiento, planteando interrogantes sobre el valor de lo contemporáneo, sobre el lugar de la tradición (el pasado canónico) y de la vanguardia (el pasado transgresivo) en la producción actual o, mejor, en las maneras de delimitar nuestra inactualidad, es decir, la manera en que los escritores de nuestro tiempo buscan situarse fuera de la tiranía de lo actual.

De manera previsible, es en Francia en donde encontramos ecos abundantes y explícitos de esta posibilidad. A una pregunta sobre la posibilidad de que sea considerado como un «adelantado» de la corriente posmoderna, Pascal Quignard contesta: «no somos postmodernos. Somos preoriginarios. Pienso inclusive que somos antearcaicos» (Bonnet, 2013, p. 287). Y Jean Rouaud (2011) comienza con una declaración programática sobre lo inactual:

Nos empujan a movernos, se corre por todos lados. En el instante preciso en que algo es creado, ya se lo juzga fuera de moda. Nuestra época no está más dispuesta a esa paciencia, a esa lentitud, a esa atención a las cosas, a esos personajes de otros tiempos como mi vieja tía Marie recitando sus rosarios sin pausa. ¿Cómo parecer moderno con la tienda de antigüedades que es mi infancia? ¿Sabes lo que se le pide a un autor, hoy, en este último cuarto del siglo XX, para seguir el ritmo del mundo y estar en armonía con él? Escribir rápido, precipitado, entrecortado, con elipsis y suspensiones, factual y concentrado. Se acabó el gran estilo, las metáforas extravagantes, las expansiones líricas. La frase debe reducirse a sujeto, verbo y complemento en opción, si realmente no hay modo de evitarlo. Lo que le da a la lectura el sentimiento de estar en un embotellamiento, de avanzar a los sacudones, de detenerse por todos lados cada tres palabras, sin poder nunca lanzar grandes movimientos. Tratándose de velocidad, es al menos mi opinión, me parece que mucho no se avanza. (p. 15)

La resistencia, la innovación, lo subversivo es aquí el pasado; el escribir bien, la tradición canónica.

Comienzos de siglo y de milenio, los nuestros, que podrían significar, por qué no, una refundación de la literatura, o al menos de la novela, en tanto que paradigma de relato íntimo y colectivo que plasma conflictos sociales e imaginarios. Esa refundación sería simétrica a la que ya se produjo a comienzos del siglo XX, pero iría en un sentido opuesto. No la novedad desde la destrucción y la búsqueda de lo nunca visto, sino la construcción desde restos y relecturas del pasado, de un pasado que sería lo inédito, lo todavía explorable: por lo tanto, un retorno en los antípodas de lo posmoderno. Lo nuevo, entonces, encontraría su fundamento en evocaciones de fantasmas, de viejos nombres, de fórmulas a veces polvorientas. Después de todo, no sería esta la primera vez que el pasado sirve para legitimar la invención y para darle un espesor semántico a lo que acaba de surgir. Eso fue lo que los jóvenes nacionalismos del siglo XIX llevaron a cabo fundamentando su existencia en tradiciones supuestamente inmemoriales (Hobsbawn & Ranger, 2005). La constante «invención de la tradición» (es decir, esa creación desde, con y gracias al pasado) podría ser el camino que eligen los escritores hoy. Con el pasar de los años, apocalipsis y catástrofe, final de los tiempos o agotamiento serán tal vez los rasgos definitorios de la literatura de nuestra época (una literatura postapocalíptica y prehistórica, arqueológica o «espectral», en la medida en que está poblada de espectros —formas, obras— de otro tiempo) (Fortin & Vray, 2013; Lantelme, 2009). O, pero es lo mismo, lo serán las literaturas del origen, del comienzo, de un retorno distinto a la tradición.

Un buceo en el pasado, una posición de creación voluntariamente anacrónica, una distorsión refundante de la memoria y una exploración en filiaciones reales o fabuladas son quizás algunas coordenadas de un comienzo, de un nuevo comienzo, el de la literatura en este joven y angustiado milenio.


Notas

1 Cuando las citas corresponden a una bibliografía en francés, las traducciones son mías.


Referencias

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