Eidos. Revista de Filosofía de la Universidad del Norte

ISSN electrónico 2011-7477
ISSN impreso 1692-8857
n.° 26, enero-junio de 2017
Fecha de recepción: diciembre 1 de 2015
Fecha de aceptación: julio 23 de 2016
DOI: http://dx.doi.org/10.14482/eidos.26.8547


Reflexiones críticas sobre la violencia en México desde la injusticia: proyectar imaginativamente para construir la paz*

Critical Reflections on Violence in Mexico from Injustice: Imaginatively Project to Build Peace

Dora Elvira García-González

Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey

dora.garcia@itesm.mx


Resumen

En este artículo se propone una reflexión sobre los requerimientos —éticos y teóricos— para la factible superación de situaciones violentas. Situaciones en las que la realidad se impone de manera indefectible y agresiva, bajo las que difícilmente se pueden generar espacios de justicia, dado que en ellos prevalece la desigualdad y marginación social. La persistencia de injusticias constituye el caldo de cultivo para la violencia. El caso específico de este tipo de circunstancias es la matanza de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural en Ayotzinapa (Guerrero) el 26 de noviembre de 2014. En estos contextos, para formular alternativas en que la paz sea un horizonte viable, se parte de la reflexión sobre la injusticia real, principalmente, desde la teoría de Luis Villoro. A partir del reconocimiento de esta condición se posibilita la imaginación colectiva de alternativas en pro de la superación de la violencia y el alcance de la paz.

Palabras clave:

injusticia, violencia, imaginación, ética, filosofía política, realidad.


Abstract

This article proposes to reconsider the feasibility of overcoming violent situations. Situations in which reality imposes itself in an indefectible and aggressive manner and in which it is hard to generate spaces of justice, since in them, social inequality and marginalization prevail. The persistence of injustice is the breeding ground for violence. An explicit case of such conditions was the massacre of 43 students of the Rural Teachers' College in Ayotzinapa (Guerrero) on November 26, 2014. Under these circumstances, and, in order to formulate alternatives where peace becomes a viable horizon, this paper assumes the perspective about real injustice developed by Luis Villoro. Based on the recognition of this condition, the collective imagination of alternatives for overcoming violence and achieving peace becomes possible.

Keywords:

injustice, violence, imagination, ethics, political philosophy, reality.


Reflexiones críticas sobre la violencia en México desde la injusticia: proyectar imaginativamente para construir la paz

Este texto propone trazar reflexivamente la factible superación de situaciones violentas en sociedades como la mexicana. El supuesto en el que se fundamenta a la base nuestra reflexión comprende la violencia como situación no inamovible. Se respalda la idea de que es posible construir una prospectiva que nos permita vivir de una manera más humana, y sortear los conflictos propios de nuestra realidad. Así, la hoja de ruta se ubica en la formulación de alternativas para erigir la paz como viable. La paz es comprendida como el proceso de transformación de la realidad, la resolución y la trascendencia de la violencia y de los conflictos, como marcos realizables mediante la proyección imaginativa desde marcos éticos.

Esta trascendencia y la transformación de las situaciones de violencia, que se consigue cuando opera la imaginación colectiva, generan cauces viables orientados desde lo deseable éticamente, y enmarcados en un ámbito de lo posible, i.e., la esfera política. Con el propósito de posicionar la plausibilidad social de aquello éticamente deseable, nuestra argumentación retoma algunas reflexiones críticas sobre la injusticia real como detonante de la violencia, a partir de planteamientos afines al marco teórico filosófico apuntalado por Luis Villoro. Con esta orientación analítica se pretenden identificar los medios para alcanzar la posible justicia enlazada con la paz en un contexto dominado por la injusticia: esta circunstancia hace imperativa la tarea de "recobrar la lucidez ante la actualidad de horror consentido y ejercer la libertad de transformar lo aciago"1 (González, 2015, p.13.) De no ser así, continuaremos reproduciendo la misma realidad que indigna por su amenaza y su violencia.

Para discernir y reconocer los mecanismos de reproducción y consentimiento del horror es prerrequisito construir un cuerpo de conceptos claves para tipificar e interpretar los procesos de transformación de la violencia y la injusticia. Con este propósito es fundamental precisar los referentes de cada categoría. Si, como lo enfatizamos anteriormente, lo político constituye el ámbito de lo posible para la imaginación ética, la organización de los temas en este artículo inicia a partir de los debates sobre lo político y la política. Fundamentalmente, desde la apreciación de lo político como un espacio traicionado por la política2, en donde, en vez de alcanzar la realización organizada de lo humano, se traicionan las bases planteadas por la justicia y la inclusión3. Seguidamente nuestra reflexión se orienta hacia el discernimiento de alternativas —que a partir del reconocimiento de la injusticia experimentada— viabilicen una justicia plural favorable al bien común y a la concordia. Para ello se discurre por medio de un pensamiento disruptivo que busca trastocar ese orden injusto de la realidad.

Deserción de la justicia en el espacio de la política

Carlos Fuentes (2012) en un artículo periodístico comenta el libro ¿Por qué fracasan los países? (Acemoglu & Robinson, 2012). En su comentario coincidía con el argumento central del libro: México constituye una forma social del tipo extractivo, que concentra el poder en pocas manos y crea instituciones cuya pretensión es proteger ese poder minoritario. Las sociedades extractivas son excluyentes, en oposición a los modelos sociales inclusivos, que extienden los derechos a gran parte de la comunidad (Fuentes, 2012). En el mencionado artículo Carlos Fuentes destaca la relevancia de la herencia colonial vinculada a una economía extractiva, que en México posteriormente resultó en una organización latifundista de la producción4.

El período representativo por excelencia de la modalidad extractiva y la reivindicación de la hacienda como enclave latifundista fue el Porfiriato, que instauró la articulación entre los grupos con poder económico y el Estado como mecanismo para transferir la riqueza hacia los segmentos más aventajados de la sociedad. El eje fue la atracción de recursos extranjeros para estimular la modernización de la economía nacional, directamente hacia las actividades productivas.

La forma estatal que se desarrolló en México a finales del siglo XIX se ajustaba a las exigencias del proceso de modernización capitalista. Inicialmente la entrada del capital externo fue inusitada y justificó formas despóticas en que la autoridad política respondía al conflicto social. Los propósitos del nuevo régimen, "imponer la paz y promover los intereses legítimos", fueron aspiraciones profundamente sentidas por todos los círculos que dominaban en la sociedad mexicana. Porfirio Díaz fue coherente con esos propósitos al someter todo brote de disidencia o inconformidad.

Para la década de 1930 iniciaría la inflexión que se posicionó como la contraparte de los arreglos antecedentes. Si bien es cierto que la articulación corporativa construye un tipo específico de ciudadanía que opera bajo el modelo dar y tomar —factor que organiza las bases sociales del proyecto político en sectores de interés—, también permite descentrarse de una concepción que reduce el ejercicio de la ciudadanía a un simple conjunto de procedimientos, permite observar el pacto colaboracionista como un tipo de incorporación de los ciudadanos más allá del ámbito legal (Vargas, 2012).

Hoy día, las instituciones públicas no se han adecuado a los cambios, en la estructura social y económica vinculados al proceso de transnacionalización del mercado interno. Este desacoplamiento se explica por la persistencia de formas históricas de articulación —entre el Estado y la sociedad— como modalidades que no consiguen actualizarse y terminan por perpetuar instrumentos caducos de asignación de beneficios. Estos rezagos, sumados a determinantes históricos de precariedad y marginación, generan acciones que se formulan como reclamos violentos en aras de superar la situación de exclusión. La política deserta de sus objetivos centrales y abandona sus pretensiones fundamentales.

Una verdadera regulación económica, orientada a disminuir los impactos negativos del capital en diferentes ámbitos de las esferas humanas, es imperativa. La ausencia de una política para la regulación económica favorece el incremento en las des-igualdades5, el cinismo insolente de la corrupción que deviene directamente de la desvinculación de las responsabilidades del Estado y la desocupación laboral. Estas condiciones son el germen de la crítica que enarbolan los movimientos de los indignados en los últimos años. "La palabra corrupción es insuficiente para abarcar la magnitud de este mal" (González, 2015, p.62). Este movimiento es una expresión de quienes han sido víctimas de la injusticia social, especialmente sentida en nuestros países porque se manifiesta en formas de intensa degradación.

En definitiva, este es un ciclo perverso generador de violencias estructurales que irremediablemente derivan en el aumento de delitos como el narcotráfico, y de las actividades que se le asocian, específicamente de fenómenos como la trata de personas. A pesar de la gravedad de estos problemas, se han ido instaurando como un negocio muy redituable, lo cual evidencia profundas transgresiones a los límites de la justicia. La injusticia vuelve a mostrar con inmensa fuerza su faz más macabra: indígenas excluidos y criminalizados, mujeres y niñas explotadas sexualmente a través de la prostitución obligada, la servidumbre y los matrimonios serviles, varones explotados mediante trabajos forzados y las continuas desapariciones. Este panorama de degradación humana es el resultado de la intrincación entre el delito como actividad económica y los intereses bastardos de un desgobierno que terminan por vincularse con el crimen organizado6.

En este punto de nuestro artículo es indiscutible la exigencia ética de repensar las formas políticas existentes, con el propósito de identificar las situaciones que generan violencia7. Solo a partir de este discernimiento es posible prevenir la reproducción de modelos autoritarios que pasan por alto la ley, multiplican el dolor, la exclusión, la muerte, la injusticia y la vejación. La diseminación de las situaciones de violencia nos demanda también por la reflexión sobre los marcos políticos en los que se genera la justicia. Básicamente porque "la dimensión política está implícita, y de hecho viene exigida, por la gramática del concepto de justicia" (Fraser, 2009, p. 41).

Esta comprensión de la justicia incorpora diversas dimensiones que incluyen la redistribución como factor relevante pero no exclusivo. Tal como se ha demostrado en los países con altos índices de asignación y reparto de recursos, la redistribución puede articularse con formas de reconocimiento orientadas a superar figuras discriminatorias otrora prevalecientes. Consecuentemente, la redistribución y el reconocimiento han de conjuntarse de manera tridimensional en el espacio político, como campo en que se define "quién está incluido y quién excluido" (Fraser, 2009, p. 37). Es en el ámbito político donde corresponde dirimir las disputas económicas y culturales. Es la esfera en que resulta concerniente identificar —limitaciones y potencialidades—, enunciar, considerar y procurar alternativas tendientes a la consecución de una justicia contextualmente plausible. Y esto es así porque lo político es el entorno en que se hace evidente, y fundamentalmente, en el que es posible resolver la injusticia básica y transversal que inhibe "la paridad en la participación [con todo y] los obstáculos que dejan fuera del alcance algunos aspectos importantes de la justicia"8 (Fraser, 2009, p. 37).

De manera consecuente, en concordancia con la interpretación que a este respecto ha posicionado Luis Villoro en la filosofía mexicana (2007, p. 16), una teoría de la justicia acorde con la realidad requiere partir de la injusticia en tanto situación fáctica e innegable. En este sentido, la reflexión filosófica debe iniciar desde la cotidianidad de una injusticia prevaleciente que se manifiesta en la negación del bien común, en la exclusión, en la falta de reconocimiento de los demás y en la ausencia de consensos primordiales —estos consensos se refieren a los acuerdos sociales elementales, en los, y de los que, deben participar los agentes sociales—.

Es ante este discernimiento de las condiciones contextuales y su relevancia que Villoro propone una aproximación al conocimiento sobre la justicia desde una vía negativa. Su comprensión se erige como alternativa a las teorizaciones de la filosofía política, elaboradas en latitudes y circunstancias disimiles, que conceptualizan la justicia como categoría abstracta cimentada en presupuestos inexistentes o inoperantes en sociedades como la nuestra9. Un razonamiento equivalente, en el ámbito internacional de la discusión sobre la justicia, fue elaborado y difundido a través de la obra del economista y filósofo Amartya Sen, quien enfatiza, como precondición para pensar una teoría de la justicia, la necesidad de advertir la existencia y los determinantes de la pobreza.

En países como el nuestro, el sistema político —en su faceta de organización institucional para la gestión del orden colectivo— claramente no ha logrado reivindicar una estructura redistributiva justa, y tampoco un reconocimiento cabal de quienes conforman la sociedad (Fraser, 2009, p. 31). Con ello, lo económico, lo cultural y lo político apenas si aparecen en el horizonte, con las consecuencias que conocemos. Lo político se define, entonces, por la ausencia de un marco organizador adecuado (la política). Esta carencia favorece la flagrancia de las injusticias, y allí "en donde hay injusticia hay violencia y hay víctimas en el sentido moral del término" (Etxeberria, 2011, p. 5); este es el razonamiento tras la incumbencia de la filosofía en el campo de esta problemática.

Es fundamental reflexionar acerca de cómo lo político se desmiembra y normaliza la violencia ante la indolencia de las instancias políticas responsables y de la sociedad misma. Ese mal permitido, el mal social y público que es causado por individuos dotados de poder político o económico, requiere: "a muchos más que lo consientan, es decir, a quienes colaboran con aquellos daños mediante su abstención, [y con ello] adquiere la forma de indiferencia, de silencio" (Arteta, 2010, p. 43).

La exclusión, causante de la afrenta y generadora de violencias

Las estructuras preponderantes en que se dispone nuestra convivencia cotidiana contienen y promueven diversas formas de violencia, equivalentes a relaciones injustas que afectan a los grupos más excluidos: quienes sufren la humillación sistemática, la falta de accesos y la insatisfacción de necesidades básicas que derivan en condiciones de marginación y pobreza sobre un subsuelo de injusticia.

Esta situación no es más que la manifestación de la contravención sobre los acuerdos sociales mínimos, en cuya concertación los agentes sociales no participan en condiciones de igualdad (Fraser, 2009, p. 50). En la coyuntura actual de México es prioritario re-posicionar la justicia igualitaria como medio para la participación y la reflexión crítica sobre las injusticias sufridas. Bajo la égida de la globalización y el desarrollo, lejos de resolverse los problemas vitales de la humanidad, se han agudizado (Hessel & Morin, 2012, p. 15) precisamente porque no se develan las injusticias constitutivas de los modelos dominantes.

Los grupos más lesionados por violencias culturales y estructurales son los que sistemáticamente están en la peor situación; son ellos en quienes se explicita la violencia más cruda, aquella que evidencia la ruptura ética. Esos cuerpos sí importan porque son cuerpos valiosos, dignos y visibles (Butler, 2005), no son abyectos ni desechables. Las injusticias que recaen sobre los grupos más vulnerados se sitúan y hacen parte de los mismos espacios en donde han de configurarse las formas y procesos sobre cómo se llevará a cabo la presencia de los términos democráticos (Fraser, 2009, p. 47). Las "luchas por la justicia en un mundo globalizado no pueden tener éxito a menos que se liguen íntimamente a luchas a favor de una participación implicada en los procesos de decisión de quienes participan" (Fraser, 2009, p. 48). La política, y quienes la manejan, tienen una responsabilidad sustantiva, asegurar la justicia para y entre los miembros de la sociedad que gobiernan; y tal responsabilidad10 ética es fundamentalmente estructural (Young, 2011, p. 69). Algo falla moralmente cuando la tarea encomendada a quienes están en los espacios de la política no ha sido cumplida, además, de la culpa manifiesta en expresiones claras de faltas que pueden incriminarse (Young, 2011, p. 89).

En estos escenarios, en donde lo político ha sido desbordado por la dominación, el silenciamiento y la mercantilización, el mundo humano ha sido sacrificado, y por ello "todo es posible" (Arendt, 1987, p. 656). Esta apertura extrema es una amenaza radical a la humanidad. Todos estos factores configuran un entorno que hasta ahora nos resultaba completamente desconocido: el terreno donde "todo está permitido"(Arendt, 1987): son limbos o tierras de nadie en donde lo que campea y domina es la violencia explícita y la ilegalidad, y en donde las autoridades están más allá de las mismas leyes —quitándolas y poniéndolas a su antojo (Agamben, 1999, pp. 27, 31)—, son intersticios donde la mentira se vuelve moneda de cambio. "Las posibilidades de que la verdad factual sobreviva a la embestida feroz del poder son muy escasas; siempre corre el peligro de que la arrojen del mundo no solo por un período, sino potencialmente para siempre" (Arendt,1968, p. 243) .

Son pocas las posibilidades de que un hecho de importancia, olvidado o deformado, se vuelva a descubrir algún día (Arendt, 1968). Por ello los reclamos por no olvidar Ayotzinapa, que el Gobierno ha querido acallar y relativizar, siguen presentes. Y en este sentido, "acallar ese aliento es perverso, querer ocultarlo, querer relativizarlo mediante falacias comparativistas, o manipuladoras de cifras, significa una política de barbarie desde las instituciones" (González, 2015, p. 70).

La pobreza que estructuralmente11 es causante de la indignificación de las personas y sus cuerpos se asume como una violencia arraigada en las formas de vida social y cultural, debido a lo cual se generan violencias estructurales y culturales. Bajo este argumento, el caso Ayotzinapa no es aislado. Las escuelas normales rurales tienen como común denominador la presencia de pobreza, injusticia, escasez y sometimiento. Estas condiciones explican que las escuelas normales se organizaran orientadas por la autarquía como principio, y que históricamente se establecieran en su interior focos subversivos. Guerrero —entidad federativa en que se ubican los municipios de Iguala y Ayotzinapa— está entre los tres estados más pobres del país. En 2014, el 65.2 % de la población en Guerrero se encontraba en situación de pobreza12.

Ayotzinapa no es un evento excepcional, por ello la indignación es nacional. "Dada la vasta impunidad que impera en el país, cualquier persona es víctima real o potencial de algún abuso"13. Y el miedo que se vincula a este riesgo ha sido determinante para que el crimen organizado se haya extendido a niveles alarmantes por exorbitantes14.

La generalización de los ilícitos se suma a los constructos o estereotipos culturales que, en muchas ocasiones, profundizan la opresión hacia ciertos grupos, favoreciendo la perpetración de fenómenos deplorables como la trata de personas. Esta realidad se recrudece cuando convergen factores que favorecen e intensifican el riesgo potencial de convertirse en víctimas de la trata de personas por parte del crimen organizado, tal como se demarca a través del Índice Mexicano Sobre la Vulnerabilidad ante la Trata de Personas15.

Los términos en que actualmente se justifica el sometimiento y la esclavización16 se "centran en la debilidad, la credulidad y la penuria" (Bales, 2000, p.12). En el marco de una lógica del imperio del poder gubernamental, por un lado, y del capital, por el otro, las personas se utilizan como meros instrumentos, en un ámbito de acatamiento y sujeción. Esta presunción se remonta a la idea decimonónica de un mercado que se autorregula, fundamentada en la ficción de una esfera de actividad económica aislada del orden social, que funciona por móviles económicos distintivos. Los factores de producción —trabajo, tierra y dinero— se identificaron como mercancías —objetos producidos para la venta en el mercado— (Polanyi, 2006). Este es el germen histórico que ha degenerado en fenómenos como la trata de personas, que a través de la explotación y esclavitud —entre otros delitos— obtiene beneficios económicos mayúsculos, dado que los cuerpos se usan una y otra vez, introduciéndolos en una dinámica mercantil. Con ello esos cuerpos rotos se ignoran, se aíslan, se desechan y se reifican17. No son más que materia prima para generar plusvalía.

Esta circunstancia expone a la ciudadanía a un sistemático estado de excepción y de violencia. Este estatus de riesgo tiene su origen en los efectos de la falta de reconocimiento y la mala distribución de recursos. Pero quizás el gran problema es que las patologías sociales y criminales en torno al tema de la exclusión y la trata de personas no se perciben por el trasfondo invisible de su violencia sistémica o estructural. Y es por este motivo que muchas veces no se comprenden. Esta es una violencia que aparece desde ningún lugar y que puede emerger sin importar la ley porque esta se aplica y se desaplica sin criterio alguno. Por ello es similar a la violencia divina o pura de Walter Benjamin18, que está más allá de las personas, que se aplica o desaplica a voluntad de alguien (el soberano) y sobre la ley. En ese sentido coincide parcialmente con la biopolítica (Zizek, 2008, p.198). Categoría derivada de Foucault y Arendt, la vida como el lugar central en el ámbito de la política y sus estrategias. Se implica la vida natural de las personas en los mecanismos y en los cálculos del poder, y pasa a ocupar el centro de la política. Esta vulneración sistémica corresponde a la permanencia de un Estado fallido. En tanto, siguiendo la teorización seminal weberiana, el Estado moderno solo puede definirse a partir de un medio específico, que al igual que a toda asociación política le es propio: el de coacción física. Sin embargo, la coacción física no es el medio común o único del Estado, es la instancia última a la que debe apelar (Weber, 2008, p. 664).

La conjunción de elementos que se han constituido como formas históricas de violencia e injusticia, nos obliga a discernir los factores determinantes en este proceso, para no trivializar el dolor y la muerte. Las causas son claras y, no menos que los efectos, devastadoras para las personas entre cuyas vidas agobiadas, oprimidas y abatidas han transcurrido de manera permanente en situación de exclusión y violencia generalizada, al estar en juego en todo momento la vida misma.

Destruir lo humano, reduciéndolo únicamente a lo biológico, echa por tierra la conquista histórica de los derechos humanos. Entonces, la exclusión no regulada por lo político genera grupos a los que se les cancela "el derecho a tener derechos" (Arendt, 1987, p. 430); y por ende, constituye una forma de muerte política (Fraser, 2009), que se atribuye a quienes están privados de la posibilidad de formular reivindicaciones de primer orden, aquellos que se convierten en no personas respecto de la justicia (Fraser, 2009, p. 39). A estos segmentos sistemáticamente excluidos se les estigmatiza como quienes han introyectado la creencia de no tener derecho a nada, de estar a la deriva, dentro y fuera de la sociedad.

A pesar de su persistencia en el tiempo, de su transversalidad en la estructura social y de su retroalimentación viciosa con el modelo económico y con la desregulación política, esta situación no es inamovible. La filosofía ha de dar cuenta y reflexionar sobre las alternativas para pensar la justicia. La aproximación sugerida por Luis Villoro es especialmente valiosa en este sentido. Se parte de la realidad de injusticia para, desde allí, formular teorías que nos ayuden a visualizar y conseguir la construcción de situaciones más justas.

La injusticia, punto de partida

Luis Villoro (2007) reconoce el valor de los constructos teóricos en torno a la edificación de las teorías de la justicia, se contrapone a ellos (p.15) y se decanta por una teoría que "en lugar de partir del consenso para fundar la justicia, part[ir]e de su ausencia; en vez de pasar de la determinación de principios universales de justicia a su realización en una sociedad específica, part[ir]e de la percepción de la injusticia real para proyectar lo que podría remediarla"( p.16). Este acceso a la justicia se comprende como la "vía negativa"19, en respuesta a la injusticia. Esta vía depende de un contexto histórico determinado —México, por ejemplo—, en donde impera la desigualdad social, extrema y creciente, y en donde prevalece la exclusión y la marginación. En este entorno, el factor relevante no es el consenso —no existen las condiciones sociales o políticas para el acuerdo— el factor crítico corresponde a la reclamación desde la experiencia de la injusticia.

Consecuentemente, parece tener que reconsiderarse el punto de partida de las reflexiones en torno a la justicia. Es posible entrever un cierto "equívoco originario"20 que corroe las teorías de la justicia. En vez de pensar desde la justicia, reflexión que por cierto ha sido inoperante y no se ha materializado en cambios sustantivos, se debe partir de la vía del consenso racional desde una percepción negativa, esto es, desde la injusticia, comprendida como el mal radical.

Los pasos que seguiremos a partir aquí, parten del significado de la injusticia y las razones para buscar un proyecto que permita su superación, para desde allí reposicionar el argumento que entiende la disrupción como recurso necesario para alcanzar la justicia. Una situación es disruptiva cuando cuestiona lo violentado en una sociedad y lo confronta con la planificación de sus principios ideales. Esta circunstancia genera una discrepancia entre tales principios y el orden fáctico, incluyendo sus expresiones insuficientes. Y en el contexto de esta discrepancia, lo político se justifica cuando representa beneficios para la mayoría de los miembros y cuando implica el cumplimiento de valores (Villoro & Velasco, 2000, p.14) —valores y beneficios deben operar de manera conjunta—. "Por ello la ética disruptiva puede implementar una crítica incesante a la moral social reconocida y a la contingencia política dada desde la sociedad y postulada como deseable. El que sea "concreta", implica que los fines valiosos precisan de la destreza y técnica del poder político" (Durán, 2008, p. 32).

La disrupción, además, debe tener sentido en el horizonte de una construcción socio-política concreta, como contexto en que dichos valores se convierten en ideales, y detentan capacidad regulativa —en tanto medios para mejorar como seres humanos en el desarrollo de la justicia, la libertad la democracia, la pluralidad—. Reconocer las situaciones en las que se encuentran grupos excluidos y segregados, así como comprender razonablemente la opresión que sufren quienes son subestimados, nos permite reubi-car la reflexión que planteamos en este documento en el marco de los valores éticos postulados en la acción humana y en el entorno de una racionalidad valorativa que da cuenta y responde a necesidades sociopolíticas contextuales. Únicamente cuando el poder postula valores éticos puede decirse que reivindica éticamente su acción, en el marco de la experiencia colectiva y pública.

En general, todos los valores fungen como ideas regulativas que emplazan la tensión que se genera con la realidad a través de formas de acción colectiva. Esta orientación valorativa no se extingue, es ilimitada, y su vigencia tiene un carácter perentorio, de tal modo que "la postura ética puede mantenerse si el orden de valores proyectado opera como una idea regulativa de la acción política que nunca puede cumplirse cabalmente"(Villoro, 1997, p. 245) . Es una acción asintótica que se acerca pero nunca se alcanza. "La actitud ética supone orientación hacia el valor objetivo y, a la vez, aceptación de una realidad carente"(Villoro, 1997, p. 245).

El interés común radica en buscar trascender las situaciones de injusticia y violencia inaceptable, a través la ética y la racionalidad disruptiva, mediante un proyecto reconstituido de la sociedad rota. Este proyecto integra sus voces en una misma dirección: la del contrapoder (Villoro, 2007a, p. 52), siempre con un carácter plural, y por ende, democratizante. De este modo, y como lo apunta Villoro, si poder y valor no confluyen de manera apropiada en la realidad, entonces el poder actuará estratégicamente sin sentido, sin fin. Y, a su vez, si del otro lado no hay acción, los valores se quedan en el limbo, sin posibilidad alguna de realizarse, o incluso discernirse, activa y fácticamente. A ellos se apela de una manera poco realista, y sin posibilidad de materializarse, pueden terminar funcionando como "señuelos ideológicos, de alto riesgo para la convivencia práctica interhumana" (Durán, 2008, p. 39). Cuando se generan ideologizaciones se encubre la realidad, se ocultan las injusticias y las posibilidades de la convivencia se reducen. Estos señuelos ideológicos distancian la viabilidad del bien común y, por ende, de la justicia. Son artificios sin correlato en el horizonte de sentido contextual, minan incluso la capacidad de reconocer la propia precariedad.

En una realidad como la que vivimos en México es posible comprender la justicia únicamente a partir de su ausencia; por ello la vía negativa, porque la injusticia es lo que más nos impacta desde el conocimiento personal del mundo que nos rodea. Villoro (2007) sostiene que "solo cuando tenemos la vivencia de que el daño sufrido en nuestra relación con los otros no tiene justificación, tenemos una percepción clara de la injusticia" (p.16).

El carácter ético de la teoría de la justicia que parte de la injusticia, es decir, el equilibrio que implica una racionalidad orientada a valores objetivos y comunales, como contrapeso al cálculo utilitario de la gestión política, permite escapar de la sujeción y de la injusticia. Se formula a través de tres momentos o fases en el desarrollo de un orden moral que integra una concepción más racional de la justicia a partir de su ausencia. Estos tres momentos corresponden a: (i) la experiencia de la exclusión; (ii) el equiparamiento con el excluyente; (iii) el reconocimiento del otro. El primer momento, la experiencia de la exclusión,, alude a una carencia que da cuenta de una sociedad que está dañada. Tal percepción tiene impacto en la moralidad vinculada al espacio público, y en este caso aparece como una situación de falta que impacta en la construcción de la identidad y en la conciencia personal de exclusión. En este entorno, el daño aparece como exclusión forzada de la pertenencia a una comunidad, por la invalidación de su condición como interlocutores en la construcción de convivencia a partir de la diferencia. Por ello es fundamental —con Fraser— considerar los tres ámbitos de distribución, reconocimiento y participación política que implica inclusión, porque van entrelazados. De manera consecuente, "la exclusión es la marca de la injusticia" (Villoro, 2009, pp. 35-36).

En el segundo momento —elequiparamiento con el excluyente— la marginación manifiesta como injusticia puede tomar la forma de actitud pasiva, o bien, materializarse en la discrepancia a través de la rebeldía ante la injusticia. La marginación de los bienes de diversa índole generan una carencia en la justicia y se expresa como una injusticia. Hay una conciencia de equivalencia con los otros que dominan —que constituye el segundo momento para escapar de la injusticia—, y por ello, ese "daño se toma como un desafío" (Villoro, 2007, p. 24) o interpelación a una condición debida pero negada, como la llama Enrique Dussel y que se expresa en el imperativo del disenso y de la disidencia expuesto por Muguerza. Esta alternativa del disenso evidencia la carencia de lo debido, la negación de los individuos, las sociedades y la universalidad de los derechos humanos. Sin embargo, Villoro considera que la disidencia dependería —siguiendo a Garzón Valdés— de un previo consenso y "la relevancia moral tanto del consenso como el disenso, si está basada en razones, conduce a la afirmación de los derechos universales del hombre, sea por una vía afirmativa o por un camino negativo"21.

Tanto el consenso como el disenso deben justificarse a partir de alguna idea regulativa o punto de vista moral. Aquí la universalidad es el horizonte pertinente. El disenso fundamenta la validez universal de los derechos humanos -como el coto vedado de Garzón Valdés22— y exhorta a la voluntad moral a llevar a cabo tal universalidad en la práctica. Esta es una "ética política porque considera las circunstancias y las relaciones de una acción singular en su contexto y las posibilidades reales para la aplicación de las normas" (Villoro, 1997, p. 124), siempre vislumbrando el imperativo de la universalidad de carácter moral.

El tercer momento, el reconocimiento del otro, sigue siendo un proceso irresuelto derivado del remanente de las estructuras, profundamente discriminatorias, características de la organización colonial. El atributo de la exclusión en la colonia pasaba por la estigmatización de la población nativa: "la cultura india es [fue] lo nunca visto, el otro radical"23. Ese desprecio se deriva de la incomprensión cultural, en la medida en que "no puede traducirse a la nuestra, solo puede ser demoníaca" (Villoro, 2008, p. 248). La racionalidad tras la marginación por el prejuicio de la inferioridad de otras formas comunitarias sigue estructurando condiciones excluyentes, aunque los criterios de la segregación sean diferentes (la condición de género, la pobreza, la disidencia y heterodoxia).

La reivindicación del excluido puede conducir a la promulgación de normas universalizables, desde el camino negativo, a través de la crítica a las tentativas de imposición de valoraciones que excluyan a las demás. Este "criterio de universalización por la no exclusión es compatible con el mantenimiento de las diferencias que surgen de las situaciones distintas de los sujetos sociales" (Villoro, 2007, p. 34). Los excluidos pretenden tener acceso a un valor del que carecen y cada grupo excluido tendrá su propia carencia, lo que los hace diferentes. Su reclamo, si bien puede considerarse exclusivo, en tanto difiere de otros grupos, enarbola un valor reclamado que resiste el criterio de no exclusión, es decir, que puede ser exclusivo pero no excluyente. De este modo, la disidencia puede conformar un nuevo consenso y "el consenso no es un criterio para llegar a la universalización del valor" (Villoro, 2007, p. 35), sino es, más bien, la consecuencia posible de una argumentación que da cuenta del carácter no excluyente de los derechos reivindicados por un grupo.

Este es el camino para acceder a la experiencia personal de un nuevo sentido de justicia, y es en este proceso histórico de la justicia social que se van suprimiendo las diferencias excluyentes. Las diversas experiencias de exclusión, derivadas de distinciones que se definen en el campo de las relaciones sociales, son el medio para oponer a la comunidad de consenso una idea de sujeto moral que no rechace las diferencias específicas en este ámbito particular. Incluso, la idea de sujeto moral puede comprender otros rechazos de otras diferencias, que se pueden hacer patentes en experiencias sociales posteriores. Con ello la "idea de justicia se va enriqueciendo al tenor de la progresiva conciencia de las injusticias existentes" (Villoro, 2007, p. 37). De esta forma, cada demostración de injusticias lleva a proyectar, intersubjetiva e interculturalmente, un orden social más justo, porque parte de una disrupción del consenso fáctico anterior, y se justifica en el conocimiento personal sometido a la crítica de una injusticia sufrida. Este proceso lo explicaremos a continuación.

Villoro ejemplifica, en el decurso histórico, cómo se fueron ampliando los ámbitos de la justicia, aun cuando se siguen manteniendo otras formas de exclusión que antes estaban desvanecidas. Entre estas formas de exclusión Villoro expone el caso de la intolerancia religiosa, como un proceso que requirió superar la exclusión por razones religiosas, pero en el que persistieron otras discriminaciones —entre ellas las vinculadas con la propiedad o la ascendencia—. Otro caso histórico es la exclusión política contra los revolucionarios del siglo xviii, ejercida por el poder político del Tercer Estado. Aquí la construcción del nuevo agente moral —en tanto sujeto universal de derechos humanos— exige la equidad entre sus miembros. Esta nueva idea de justicia incluye los derechos individuales de todo ciudadano, pero admite la exclusión de grupos por diferencias económicas y culturales. Así, sucesivamente, en el proceso histórico, cada nueva idea de justicia dará lugar a nuevas exclusiones, y estas, a su vez, a nuevas disrupciones emanadas del reconocimiento social de la injusticia.

Construir la justicia plural para el bien común a partir de la disrupción: superación de la violencia

Villoro construye y posiciona su teoría de justicia a partir del análisis sobre el modelo normativo de John Rawls. En el modelo rawlsiano la justicia se sustenta en principios generales que aplican a todos por igual, y en un acuerdo hipotético entre sujetos —que se suponen— racionales, libres e iguales. Villoro cuestiona el carácter abstracto de tal libertad e igualdad, es decir, su falta de concreción en alguna sociedad real. La cualidad indeterminada de estos valores puede traducirse en injusticias efectivas difícilmente superables en las sociedades reales.

La concepción política de la justicia en Rawls entiende el Estado como un actor neutral, en medio de concepciones plurales sobre lo que debe ser objetivamente valioso. Para Villoro, esta supuesta neutralidad del Estado, que deriva de la también supuesta independencia doctrinaria de la justicia, es una interpretación insuficiente y oculta un valor social fundamental: el fomento de las virtudes cívicas dirigidas a fines comunes. Esta es una cuestión determinante para posibilitar la solidaridad y la fraternidad en una comunidad. Sin la idea de un fin o un bien común, la carencia de vínculos y de sentido como horizonte para la solidaridad termina por favorecer la exclusión de quienes resultan ser los más necesitados.

Las dos corrientes políticas que Villoro procura articular son también rasgos emblemáticos de su perspectiva: un libertarianismo que va contra cualquier autoridad opresora y un comunitarismo que busca disolver el egoísmo de los individuos. "Las posibles tensiones entre estas dos corrientes son bien conocidas: por un lado la hegemonía de la comunidad puede aplastar a la persona, y por el otro, la defensa de los derechos individuales pone un límite al predominio de lo común" (Hurtado, 2008, p. 19). Así, a pesar del presunto antagonismo entre dichas corrientes, para Villoro (2008) el presupuesto de cualquier acuerdo es: el reconocimiento de la diferencia entre las personas y las culturas (p. 226), y la articulación —en continua tensión— entre lo individual y lo común.

La justicia y su opuesto, la injusticia, definen el sentido de la acción de las culturas, cuyas prácticas se orientan por lo que es considerado justo o injusto. El sentido de la justicia se compone de las concepciones sobre lo que es el mundo en relación con las personas de una comunidad. En "el concepto de justicia, el valor que se concede, está condicionado por el marco valorativo de la figura del mundo de una cultura" (Villoro, 2007, p. 104). Desde esta perspectiva es discernible una idea de justicia como equidad, estimable para cualquier miembro de cualquier cultura. Esto es así, aunque la idea de justicia se concrete en cada cultura a través de variantes específicas.

Ahora bien, de cara a los requerimientos para resguardar la autonomía cultural y específica de los grupos —por ejemplo, grupos que han sido y se sienten excluidos, como en el caso de las normales rurales—, pueden seguirse dos criterios, como propone Villoro. Uno en que la idea de justicia —en su proceso temporal— se comprenda como cambiante; el otro, en que la justicia discurre a partir de su negación, i.e., la injusticia y su reclamo disidente, en aras de la no exclusión, en tres sentidos: en la pluralidad de las culturas, la no exclusión del bien común y la no exclusión en el cumplimiento universal de lo debido (Villoro, 2007, p. 113).

De esta manera, el consenso disruptivo e intersubjetivo en una sociedad puede ser el germen de su propia transformación, al generar otro consenso divergente que, ya sea de modo parcial o de manera total, permite proyectar otra forma de ser de la sociedad —con consecuencias en su orden normativo—. El disentimiento es el mecanismo que detona el cambio, que permite nuevas concepciones de justicia, y da cuenta de un orden que no es permanente —un orden que corresponde, más bien, a una construcción procesal de la historia. Como actor inmerso en este proceso, el sujeto moral está situado también en una sociedad en transcurso, pero a la par, debe ser capaz de enfrentar a su situación concreta, principios universalizables abstraídos de la concreción misma (Villoro, 2007, p. 109).

Así que, aun y a pesar de todas sus peculiaridades, una cultura debe estar en posibilidad de "aceptar valores objetivos que sean comunes a todas ellas" (Villoro, 2008, p.193). La pluralidad implica que no hay una racionalidad única y absoluta. Así que, para una interacción viable en medio de esta diversidad de racionalidades, es necesaria la comunicación, ¿e., la comprensión del otro desde su perspectiva. Solo a través de esta ruta es factible la instauración y operatividad de los derechos humanos —en tanto respuestas desde la racionalidad práctica— para la gestión de un nuevo orden que supere la violencia y la injusticia. La evidente pluralidad, el reconocimiento, la distribución justa y la organización política dan pie a un Estado no opresivo, sino respetuoso y plural (Villoro, 2008, p.199), que así como reconoce la diversidad, también convoca la unidad. Este Estado exige equidad para todos los grupos, a pesar de sus diferencias, y demanda, a su vez, el reconocimiento de todos en tanto sujetos morales. El reconocimiento mutuo está a la base de la solidaridad, como fin de la democracia y de la misma política.

En última instancia, el reconocimiento de la otredad y el Estado plural son planteamientos de carácter ético, político y jurídico que obligan —para superar la barbarie— a considerar y reparar en el otro; y por esta vía crea un nuevo orden de justicia incluyente, "en un mundo plural cualquier sujeto es el centro" (Villoro, 2008, p. 261). El nuevo orden ha de apelar a una política de la equidad de derechos, al reconocimiento recíproco y a la responsabilidad sobre las injusticias llevadas a cabo por unos poderosos y sufridas por otros subyugados de manera ignominiosa24. Este es el único camino para trascender la violencia proyectando una aproximación a la paz. El proyecto sociopolítico de cambio será razonable solo cuando esté al servicio de la vida (Villoro, 2008, p. 222), y si se adecua a las circunstancias cambiantes de la realidad, en aras de la concordia y de la posibilidad de una sociedad pacífica, en tanto justa.

Conclusiones

Frente a las problemáticas que el mundo contemporáneo vive en los últimos tiempos han surgido gran cantidad de reflexiones en torno a la justicia, sus caracterizaciones y sus fundamentos. Estos estudios han provenido desde variados flancos, pero principalmente desde sociedades desarrolladas en las que —al menos hace varias décadas— habían prevalecido alternativas para superar injusticias económicas y sociales, así como las formas dictatoriales y tiránicas. Tales teorías en sus marcos históricos han servido de expresión de sus conformaciones sociales, económicas y políticas, sin embargo, existe gran distancia entre tales realidades y las de las sociedades en las que prevalecen situaciones de generalizada injusticia económica y social, y en las que los procesos democráticos son todavía inmaduros. La brecha que existe entre los ámbitos de los que han emergido las teorías de la justicia señaladas y otros muchos —como los que vivimos en Latinoamérica— son amplísimos. El surgimiento de voces críticas que emergen a partir de espacios y tradiciones divergentes se hizo inminente. Esta es la circunstancia en que se resuena el pronunciamiento teórico de Luis Villoro: es a través de la vía negativa que en vez de partir de equívocos como el consenso dado, parten de la desigualdad y la injusticia. Por ello es que cuando Villoro plantea los retos de una sociedad por venir estos se conforman por ideales regulativos que reivindican la justicia desde la injusticia, zanjando situaciones de violencia a partir de la igualdad, la justa distribución de recursos básicos y la operatividad de un Estado de derecho.

Esta es la vía para solventar las cuentas pendientes —que históricamente se tienen con personas y grupos— en el curso hacia la superación de la violencia. Como deriva de este proceso, la justicia, más que un derecho universal, se restaura como ejercicio de la no exclusión, en el marco de una democracia comunitaria y consensual. Y desde ahí es posible superar la violencia y plantear la viabilidad de la paz al alcanzar un acercamiento a la justicia desde la imaginación ética como lugar para proyectar ideales afincados en nuestra realidad en torno al bien común, la inclusión y la igualdad.

En suma, y para terminar, es importante decir que desafectarnos, o mantener una actitud contemplativa, frente a los desastres existentes equivale a traicionar la urgencia de hacer algo sobre los horrores que se viven. En este sentido, hemos de "arriesgar lo imposible" (Zizek, 2006), para resarcir la obligada tarea de la política y para evitar la normalización de la violencia en las sociedades donde vivimos. Este reto, particularmente urgente en nuestra sociedad, se hace manifiesto —como también son manifiestas las dificultades para su consecución—, y sin embargo, como hemos aproximado en este escrito, algo sabemos de lo que no queremos y no debemos hacer para proyectar un posible logro de la paz, pero también de lo que podemos y debemos realizar como sociedad.


*El artículo que se desarrolla a lo largo de este manuscrito procede de las notas para la Conferencia Magistral que dio apertura a los cursos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada (15 de octubre de 2015). En este proceso reconozco la valía de revisiones, apuntes y sugerencias formuladas por mi investigadora postdoctoral asociada, Dra. Natalia Vargas Escobar.

1Sergio González ha sido uno de los periodistas escritores más críticos de la violencia en México. Fue galardonado como periodista culto en diversos escenarios, como la FIL de Guadalajara (2015).

2 Sobre este punto se entiende lo político como espacio de libertad y deliberación pública. En términos arendtianos, lo propio de lo político es su condición como espacio de acción. Por su parte, la política se entiende como la organización para la administración de lo político. Al destruirse lo político se genera una política, y en consecuencia, una acción destructiva de lo humano.

3 La organización para la administración de lo político ha tomado la forma histórica de la institución estatal. Sin embargo, el Estado no es una instancia acabada desde la que se ejerce una autoridad de manera coordinada y coherente, denota, más bien, un proceso que históricamente se manifiesta de formas más o menos distinguibles. El Estado, el mercado y los demás actores en una sociedad son parte de la misma organización, jerarquía y del mismo hábito que deviene de la experiencia colectiva que los conjuga. Ver en Vargas (2013).

4Una estructura de producción que se basa en recursos naturales o en mano de obra barata genera un comportamiento orientado a la búsqueda de renta, refuerza la exclusión y es resistente al cambio estructural (Cimoli & Rovira, 2008).

5Con el cambio de modelo económico la desigualdad, estimada a través del índice de Gini (concentración de la distribución del ingreso), no ha logrado mermarse: pasó de 0.543 en 1992 a 0.530 en 2008. Ver en Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (octubre de 2010).

6 Sobre las particularidades, el escalamiento y la complejidad del crimen organizado en México, es indicativo el diagnóstico que identifica Valdés Castellanos (2014) sobre la trayectoria del fenómeno. El incremento y recrudecimiento exponencial de la violencia criminal se documenta a partir de 2008 en aumentos del 140 por ciento de muertes violentas con relación a las cifras registradas en los tres años anteriores. Y para 2011 la tasa de homicidios se duplicó con relación a los cometidos en 2008. Se prescindió de estas fuentes en tanto solo identificaban otros estudios relacionados, pero lo sustancial sobre nuestra postura y diagnóstico frente al fenómeno del crimen organizado en México queda cubierta con la tipificación al respecto en la primera parte de esta nota al pie.

7 Johan Galtung ha señalado tres tipos de violencia: la violencia directa, que es la explícita; la estructural, que es la que se ubica en las instituciones y en las estructuras sociales, y la violencia cultural, que se encuentra situada en los espacios de sentido, en los imaginarios simbólicos. Cfr. Galtung (2003, pp. 57 y ss. y 265 y ss.).

8Sobre el proceso y los factores constitutivos para alcanzar la justicia, Fraser propone considerar tres cuestiones imperativas: (i) la distribución y redistribución de los recursos materiales; (ii) el reconocimiento a las personas como tales por su dignidad y su valor, como indispensables en la construcción comunitaria de una sociedad sin segregaciones, exclusiones e inequidades; (iii) finalmente se requiere la operatividad del ámbito político, como espacio en que se ordenan y dirimen las repercusiones derivadas de las dos primeras cuestiones. Si la esfera política es operativa, se viabiliza la participación en términos igualitarios de los ciudadanos, quienes enfrentan y sortean obstáculos en el proceso de construcción de la justicia sin omitir ningún elemento debido en ella.

9Entre las posturas más representativas de la contraparte en la discusión sobre la comprensión de justicia que propone Villoro se cuentan los planteamientos de John Rawls y Jürgen Habermas (Villoro, 2009, pp. 14 y 20).

10Esta responsabilidad es compartida y a la vez personal.

11 Es importante señalar que las estructuras se vinculan de manera importante con los sistemas económicos, de estos dependen tales estructuras y las violencias que generan. La mala distribución económica produce violencia. Por ello es que Galtung insiste en que tal violencia se produce cuando no se satisfacen las necesidades básicas y estas en gran medida dependen de sistemas económicos injustos.

12 Según la última edición de la pobreza en Guerrero realizada por el Consejo Nacional de Evaluación del Desarrollo Social (CoNEVAL), del 65.2 % de la población en situación de pobreza, el 24.5 % se encuentra en condición de pobreza extrema. El promedio nacional de población en situación de pobreza es del 46.2 % y el porcentaje, también a nivel nacional, de población en situación de pobreza extrema es del 9.5 %. Ver en Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, 2014.

13 En Iguala (Guerrero) en 2013 la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes es 210 % mayor que la del índice nacional (González, 2015, pp. 63,132).

14 México, y en concreto Guerrero, se ha convertido en el segundo productor de heroína en el mundo, además de ser paso y trasiego de la cocaína desde América del Sur (González, 2015, p. 64). El control de la exportación, por parte de los grupos del crimen organizado, de mineral de hierro y del contrabando de uranio hacia la China son ilustrativos del poder económico del narcotráfico en Guerrero y Michoacán (González, 2015, p. 69).

15 En este documento se puntean los factores que estimulan la trata, los que a nivel individual aluden a aspectos personales tales como: la baja autoestima y autocontrol, niveles de educación deficiente, falta de información, pobreza y carencias económicas, hogares con numerosos miembros o hacinamiento, hogares con presencia de violencia doméstica, hogares con presencia de discriminación y violencia de género. Asimismo, se consideran los factores estructurales del entorno social, como son la falta de oportunidades de empleo digno, urbanización creciente y migración, ambiente social de discriminación racial y género, fenómeno de turismo sexual y alta demanda por personas de servicio doméstico, existencia de redes de tráfico de personas con métodos de reclutamiento muy sofisticado, falta de eficiencia en autoridades judiciales y corrupción, entre otros. (Centro de Estudios e Investigación en Desarrollo y Asistencia Social, 2010, pp. 9-10).

16 Las formas tradicionales de esclavitud mostraron invariablemente un trato inhumano; por ello surgieron diversas formas de resistencia que los esclavos empezaron a implementar, y que desembocaron en el intento de la abolición de la esclavitud. Esta abolición hizo que tal esclavitud, de ser una forma de trabajo legal, pasara —en teoría— a no serlo, es decir, a convertirse en una actividad ilegal. Sin embargo, esto no evitó que su presencia en la práctica desapareciera. La servidumbre forzada, las diversas formas de trata clandestina, las variadas formas de explotación, así como la gran cantidad de prejuicios que se le asocian, no se cancelaron con la abolición.

17 Young (2011, pp. 160 y ss.) Young lleva a cabo una reflexión sobre la reifi-cación —como cosificación— basándose en Marx , Lukács y Sartre (pp. 161 y ss.).

18Esta violencia divina exculpa (Benjamin, 2010, p. 40).

19Es relevante apreciar cómo esta inclinación de Villoro por la vía negativa se encuentra presente desde sus textos más antiguos, como en su texto "La significación del silencio", que versa en torno al lenguaje y su contraposición, el silencio. Se pregunta al final de este texto "¿cómo es posible que la negación, en general, signifique? Asimismo, en otro escrito, "Una filosofía del silencio: la filosofía de la India", vuelve a plantear cómo "para comprender al Brahma, el filósofo indio... [efectuaba] esa operación [que] es la negación. La vía negativa, que en occidente solo adquiere carta de naturalización en la teología de Plotino y del pseudo-Dionisio, constituye en la India, desde los Upanishads, el método filosófico por excelencia". Ver en Villoro (2008, pp. 69 y75).

20Así es como le nombra Reyes Mate, 2011, p.10.

21 Villoro (2007, p. 29). Esta discusión la retoma Villoro de Javier Muguerza (1998, p.100).

22 El coto vedado es el núcleo consensual de valores por las que las partes de un acuerdo se asocian. Este núcleo "está "vedado" a toda discusión que pudiera recusarlo, es inviolable", "son las condiciones mínimas para que se dé", en "El derecho de los pueblos indios a la autonomía", en Villoro (2008, p. 211).

23"El derecho de los pueblos indios a la autonomía", en Villoro (2008, p. 246).

24La relación con los otros constituye un encuentro vital para Villoro, es la fuente de la moral y del sentido de nuestras vidas. La idea de lo otro es central en Villoro y constituye el hilo conductor que vincula todas sus reflexiones.


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