ISSN electrónico 2011-7477 |
Nacionalismo y poder tras las premisas comunitaristas: una crítica desde el cosmopolitismo habermasiano
Mikel Arteta Arilla
Universidad de Valencia (España)
mikel.arteta@uv. es
Resumen
Con la intención de defender el potencial del cosmopolitismo juridico-político hemos emprendido un análisis critico de cuatro premisas comunitaristas sobre las que se apoyan sus partidarios: la premisa ontológica, la instrumental, la ética y la psicológico-moral (1). Tras ello, se ha prevenido de un comunitarismo que acostumbra servir de aval teórico para proyectos nacionalistas que luchan descarnadamente por defender intereses socioecómicos (2). Frente al comunitarismo se han ofrecido respuestas desde el cosmopolitismo moral. Pero hemos visto que este también resulta alicorto (3). En conclusión, y para que sirva de apertura, se argumenta que solo un cosmopolitismo juridico-político puede hacer honor al universalismo moral (4).
Palabras clave: Comunitarismo, nacionalismo, cosmopolitismo, Habermas, Taylor.
Abstract
In order to endorse political cosmopolitanism we will undertake a critical analysis of the main four premises that support communitarianism: the ontological one, the instrumental one, the ethical one, and the moral-psychological one (1). Then, we warn that communitarianism usually serves as support for nationalist theoretical proposals that just care about the socio-economic interests of their own countries (2). In response to communitarianism, we offer some answers from a cosmopolitan moral approach. However, we conclude that this approach is also insufficient (3). In conclusion, we argue that only a legal and political cosmopolitanism could honor moral universalism (4).
Keywords: Communitarianism, nationalism, cosmopolitanism, Habermas, Taylor.
Nacionalismo y poder tras las premisas comunitaristas: una crítica desde el cosmopolitismo habermasiano
En plena crisis de legitimidad democrática (desregulados y transnacionalizados los mercados, los Estados —nacionales— de bienestar se sumen en una carrera desreguladora por aumentar su productividad a costa de los demás; en consecuencia, además de tensarse la geopolítica, se viene degradando la legitimación del ejercicio del poder porque apenas pueden ya los gobiernos nacionales financiar las prestaciones sociales a las que tienen derecho sus ciudadanos) no faltan teóricos políticos que, como Jürgen Habermas1, defienden que la única salida digna es la integración de los Estados nacionales en grandes unidades jurídico-políticas, siempre que se implementen mecanismos democráticos de rendición de cuentas. Para afrontar los riesgos que hoy nos acechan a todos, el objetivo del cosmopolitismo político sería pacificar las relaciones internacionales mediante el cumplimiento de los derechos humanos más básicos, institucionalizar los conflictos globales y, sobre todo, volver a domesticar democráticamente los imperativos mercantiles que hoy maniatan a los gobiernos nacionales. Para lograrlo se requeriría transnacionalizar las relaciones políticas para ir tejiendo unapolítica mundial (evitando, eso sí, instaurar un gobierno mundial, un monopolio de la violencia detentado en unas únicas manos) que pudiese coordinar, en determinadas materias, una regulación cosmopolita capaz de canalizar las peores tensiones intergubernamentales. Así, un Derecho internacional cuyos sujetos políticos son hoy los Estados iría poco a poco democratizándose, es decir, ahormándose en una constitucionalización cosmopolita, cuyos sujetos políticos también serían los ciudadanos del mundo (Habermas, 2008, pp. 315-355; 2009, pp. 107-135; 2012).
Sin embargo, tampoco faltan teóricos recelosos de los anhelos cosmopolitas que abogan por preservar la estructura jurídica estatal (como estructura comunitaria) a costa incluso de abandonar proyectos de integración como el europeo. Aquí confrontaremos las tesis de los segundos para mostrar la mayor plausibilidad de los primeros.
1. Cuatro premisas perversas del comunitarismo
El comunitarismo heredero de G. W. F. Hegel advierte, frente al solipsismo metodológico, que el ser humano es siempre en relación con los otros y que tanto el mundo social, y su dimensión ética (MacIntyre, 2009), como el objetivo son aprehendidos desde categorías y visiones intersubjetivas. Sin embargo, como muestra la hermenéutica crítica (Conill, 2006), no es necesario llegar a esa conclusión desde el comunitarismo. Y como querríamos mostrar aquí, resultaría arriesgado extraer de sus erróneas premisas corolarios políticos que ahogarían la alternativa cosmopolita2.
1.1 La premisa ontológica: la inconmensurabilidad, las políticas del reconocimiento y la tesis del no demos
En 1991 Charles Taylor (1994) reivindicaba una forma original del yo que encuentre "su propia medida", pero ligándolo dialógicamente:
(...) nadie adquiere por sí mismo los lenguajes necesarios para la autodefinición. Se nos introduce en ellos por medio de los intercambios con los otros que tienen importancia para nosotros, aquellos a los que George Herbert Mead llamaba 'los otros significativos' (pp. 68 y ss.)
Tras advertir la sociabilidad del ser humano, y tomando como punto de partida una razón astillada (Putnam & Habermas, 2008, p. 87), Taylor (1994) concluirá que solo podemos desarrollar nuestros propios puntos de vista y actitudes sobre las cosas como "articulaciones" impregnadas culturalmente por nuestro lenguaje y no mediante la reflexión solipsista. Esta tesis, razonable, le empuja a buscar cimientos culturales metafísicos, que supuestamente compartiríamos, para poder autorrealizarnos, usándolos como "fondo de inteligibilidad" u "horizonte sustantivo de valor" (p. 72). Pero así da un salto inaceptable: de ese horizonte brindado por "su" cultura (que aquí es tanto como decir "racionalidad") dependerá ahora, según él, el ser del individuo. Y es que desde Las fuentes del yo adopta una visión herderiana del lenguaje (Benhabib, 2006, p. 105) y de la cultura: estas constituirían nuestro mundo mediante prácticas discursivas, y por ello tendrían que preservarse.
Quedaría así expuesta la premisa ontológica: la comunidad es previa al individuo; por eso preservaremos la cultura para preservar al individuo. Si todo individuo requiere de una "cultura común" que le posibilite darse una identidad y elegir unos valores, no existiría un yo fuera del marco comunitario. A esto subyace la falacia pseudometafísica de un "individuo-sin-cultura" al que habría de salvar garantizando la socialización en "su cultura".
Para sacar estas conclusiones Taylor realizará una lectura sesgada de la teoría hegeliana de G. H. Mead. Este, en realidad un cosmopolita, defiende, con su pragmática, la expansión democrática mediante la eliminación de obstáculos que impidan la libre comunicación y, con ella, el desarrollo de una razón universal (Mead, 1999, pp. 381-390; Aboulafia, 2010, pp. 71-88), no astillada. Señala que a base de absorber inopinadamente las reacciones del otro generalizado y actuar en consecuencia interiorizamos una conciencia moral convencional, una especie de superego (en inglés, me: una identidad que cada cual objetualiza al tratar de pensarse), que parece conectado con la eticidad hegeliana. Pero a esta individuación por vía de socialización (Habermas, 1990) le sigue el procedimiento psicológico de la "asunción ideal de roles", algo que permitirá a la persona "ensancharse", trascender a partir de la reflexión ("anticipación de las voces del pasado y del futuro") las estrecheces de su identidad convencional.
A base de ignorar esto (y de prescindir también de la pretensión cosmopolita que sin duda había tras el peligroso absoluto hegeliano), e influenciado por el episodio de la lucha entre la autoconciencia servil y la señorial (Hegel, 1983; 2007, pp. 121131), Taylor abusa de un concepto que en realidad fue acuñado para reflexionar sobre la formación intersubjetiva de las identidades individuales a través del enfrentamiento y la interacción con los otros; en ese abuso, lo aplica para legitimar reivindicaciones grupales socioculturales. Aunque de la constitución intersubjetiva del sí mismo por medio de prácticas morales dialógicas no se pueden extraer corolarios para las políticas de identidad y diferencia (Benhabib, 2006, pp. 96-98), él fundamentará derechos colectivos a la diferencia bajo el rótulo de "política del reconocimiento", alegando que
(...) nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste; a menudo, también, por elfalso reconocimiento de otros, y así, un individuo o un grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, una auténtica deformación si la gente o la sociedad que lo rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitativo, o degradante o despreciable de sí mismo. (Taylor et al., 2009, pp. 43-44. Cfr. Taylor, 1994, cap. 5)
Del presupuesto conformador de identidades íntegras que es el reconocimiento recíproco pasa a reivindicar la necesidad de salvaguardar la "integridad de las culturas", a las que, desde el supuesto de una razón astillada que arroja racionalidades inconmensurables entre sí, solo queda presuponer "igual valor" (Taylor etal., 2009, pp. 91; 95). Emplea una falacia de composición, transfiriendo a las comunidades la unicidad propia de la persona; ahora las comunidades se entienden como unidades concretas y delimitadas, caracterizadas por su homogeneidad cultural.
De la premisa ontológica se derivaría que las relaciones democráticas habrían de asentarse en un "demos" concreto que comparta rasgos culturales y sólidos valores comunes. Por cierto que, compartiendo con Taylor dicho presupuesto, Robert Fine denuncia la ambivalencia de Habermas por moverse entre el comu-nitarismo liberal del patriotismo constitucional, preocupado por la justicia, y un cosmopolitismo carente de raíces comunitarias. El inglés nos previene de los peligros del idealismo acrítico de quienes ignoran los juegos de poder y el suelo ético de las distintas y fragmentadas comunidades políticas. El cosmopolitismo, siempre descarnado, adolece de eludir las fallas comunicativas abiertas entre diferentes "mundos de la vida" (trasfondos experienciales que los individuos comparten en mayor o menor grado según se hayan socializado en una misma cultura); el error de Habermas sería no reconocer un punto de inconmensurabilidad intercultural.
De ahí el corolario de Fine (2003): a falta del trasfondo ético vinculante de la "unanimidad" religiosa, perdido tras la caída del Imperio romano, la disputa entre Estados soberanos "sólo puede decidirse por medio de la guerra", en lo que sería la vía hegeliana al cosmopolitismo que él dibuja y que considera como la única alternativa creíble entre el realismo nacionalista de guerras entre naciones y el normativismo de la paz perpetua.
Alberga continuidad con esto la crítica antieuropeísta de Dieter Grimm (1995; 1996). Este, al negar la existencia de un pueblo europeo (tesis del no demos), negaba también la posibilidad de construir políticamente una Unión Europea donde pudiera fluir la democracia.
No obstante, frente a los sucesivos sesgos comunitaristas, más valdría recuperar el valor del interaccionismo simbólico de Mead, reconocer su alcance cosmopolita y entender, en consecuencia, la obra de Habermas sobre "la idea de que es posible una vida digna en una comunidad que no plantea el carácter dudoso de comunidades sustanciales vueltas hacia el pasado" (1998, pp. 170171). Apropiándose con más tino del interaccionismo simbólico Habermas (1988) aludirá
(...) a las experiencias de una intersubjetividad íntegra, más frágil que todo lo que ha dado de sí la historia en materia de estructuras de comunicación: una red cada vez más tupida, con una malla más fina, de relaciones intersubjetivas que, al mismo tiempo, posibilita una relación entre libertad y dependencia como la que puede comprenderse dentro de modelos interactivos. (pp.170 y ss.)
1.2 La premisa instrumental: la llamada nacionalista a la homogeneidad
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Inestabilidad política: la frágil integración social de "Estados nacionales inacabados"
Adoptando el punto de vita del observador social, el comunitarismo blande un argumento instrumental: si una comunidad quiere evitar la inestabilidad política, necesita preservar cierta homogeneidad; y no hay grado de interrelación y estabilidad comparable a la proporcionada por el Estado nacional, ni en el nivel económico ni en el político (Blake & Smith, 2015).
Aquí situaríamos al comunitarismo liberal de Will Kymlicka (2006). Este sostiene que si bien los objetivos de la democracia y los derechos humanos son "cosmopolitas" (debe perseguirse su implantación a escala universal —corriente liberal—), el marco adecuado de realización de la democracia es el nacional, porque la deliberación política requiere del "ámbito vernáculo" (hablantes de una lengua) para garantizar la comprensión y confianza mutuas. Para ello alude a un experimento tras el velo de la ignorancia (pp. 70 y ss.), sin conocer de antemano su lugar en la sociedad y sin saber ni siquiera cuál será su sociedad, la gente preferiría compartir lazos culturales y lingüísticos con los miembros de su comunidad a cambio, dice, de perder movilidad. (Abusa de idealismo al no concebir que tras el velo podría priorizarse nacer en una sociedad con pleno empleo: de otro modo, no explica la emigración). Sigamos.
No se trata de una cuestión meramente lingüística, pues "es posible que se requiera un cierto sentido de vida común o de identidad compartida para sostener una democracia deliberativa y participativa" (Kymlicka, 2003, p. 382; 2006, pp. 66-68). Por eso, tras renegar del nacionalismo étnico y defender postulados universalistas y cosmopolitas, seguirá apelando a la historia del nacionalismo liberal (Kymlicka, 2006, pp. 52 y ss.): reivindica la funcionalidad de las fronteras (estatales o regionales) que garanticen el autogobierno (Kymlicka, 2006, pp. 45; 70 y ss.)3.
Su apuesta por la justicia no pasa simplemente por ir construyendo una federación de Estados nacionales a imagen de la UE, con tamaño suficiente para acometer las funciones que demanda la globalización. Sobre todo, a Kymlicka (2006) le interesa ir federalizando los propios Estados nacionales a partir de regiones caracterizadas por la lengua y la adhesión del imaginario social a lazos culturales e históricos comunes (p. 52). Se crearían así nuevos compartimentos homogéneos, que teóricamente garantizan la igualdad de oportunidades; dentro de los cuales, por cierto, no explica cómo se garantizarían la diversidad y los derechos de las nuevas minorías (Benhabib, 2006, pp. 110-126). Y se limitaría la inmigración a la capacidad de absorción del Estado: no solo la capacidad de absorción del mercado de trabajo, sino la capacidad de absorción de la identidad nacional del Estado receptor. Aunque asegura que no invoca al ámbito privado, religioso o ideológico, no remite tampoco a la cultura política democrática (Kymlicka, 2006, pp. 62; 64)4.
En suma, la diversidad requeriría, como análogamente advierte David Miller (1997), que la vida política se asiente en comunidades distintas. Por eso el cosmopolitismo estaría abocado al fracaso.
Si las identidades nacionales empiezan a disolverse, la gente corriente tendrá menos razones para ser ciudadanos activos,y las élites políticas tendrán manos libres para desmantelar aquellas instituciones que actualmente contrapesan, en cierta medida, el mercado global. (Miller, 1997, p. 228)
El comunitarismo obvia que hay múltiples alternativas para salvaguardar la solidaridad entre miembros de una comunidad; el supuesto liberal pragmático esconde intereses concretos bajo la apariencia de neutralidad.
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La premisa instrumental y la construcción nacional
Es razonable albergar dudas acerca de si el patriotismo constitucional, aunque no se presume neutral ni desanclado de los distintos mundos de la vida de los ciudadanos que componen el demos (Habermas, 1999, p. 218), aportará el cemento suficiente para integrar socialmente a una población tan amplia (a organizaciones transnacionales o a ciudadanía mundial) y tan culturalmente heterogénea (McCarthy, 1999, p. 198). Y resulta obvio que la uniformidad institucional solo podría lograrse mediante la imposición coactiva de un ordenamiento común sin arraigo efectivo, que sin duda resultaría empobrecedora. No obstante, esta premisa esconde varias falacias que urge desmontar.
En primer lugar, dibujar la diversidad como un mosaico es un absurdo antropológico (Gupta & Ferguson, 1992; Benhabib, 2006, p. 123). Bien es cierto que desde la modernidad tratamos a las personas como sujetos morales plenos y les presumimos una identidad autodeterminada (resulta difícil incluso esperar cierta coherencia entre las múltiples identidades que, entrecruzadas, constituyen al individuo). Sin embargo, es una falacia de composición pretender extraer de ahí que el Estado nacional es homogéneo, o que lo son las regiones que lo componen. Como recuerda Brunkhorst (2008), los Estados-nación así concebidos nunca han existido (y de haber existido sería en pequeños territorios y durante muy poco tiempo).
Dicho esto, cabe señalar que la apelación pragmática a la homogeneidad interna del demos no explica por qué debe corresponderse el nivel étnico/cultural con la plena soberanía política.
La trampa es clara: sostener la importancia instrumental de la homogeneidad es un cheque en blanco para proceder, sin mala conciencia, a la construcción nacional (Habermas, 1999, pp. 81-91; Kymlicka, 2006, pp. 60; 70). El propio Kymlicka, a pesar de advertir el carácter construido del Estado nacional (p. 65), no esconde su nacionalismo quebequés, región que ha promovido la construcción nacional hasta el punto de forzar varios referendos de independencia. Opción (la secesión) que choca tanto con la teoría de la democracia (que contempla el encaje de las minorías mediante el principio de subsidiariedad federal) como con el derecho internacional (McKim & McMahan, 2003, pp. 170-74)5.
Se va despejando la hipótesis de entrada: cuando se transita hacia la política, las premisas comunitaristas acaban sirviendo a quienes buscan preservar los intereses de las regiones más ricas. Estas procederían en dos etapas. En primer lugar, la construcción nacional en torno a un rasgo diacrítico que aúne a sus miembros: las políticas de "normalización" lingüística (imponer un mono-lingüismo de iure allí donde conviven diversas lenguas defacto) es una práctica habitual en Québec, en Flandes o en Cataluña y País Vasco. Pero se pueden escoger múltiples rasgos, implementados por políticas activas que suelen vulnerar, desde un punto de vista liberal, los derechos de las minorías. En segundo lugar, una vez que el partido nacionalista gobernante ha conseguido el grado de homogeneización deseado, se puede proceder a retorcer el principio de subsidiariedad, interpretándolo de forma parcial: cuando Kymlicka (2003) prioriza la unidad lingüística para definir el marco competencial federal, omite, primero, que la democracia no es vernácula en India o Suiza, por ejemplo, y sin embargo funciona; y en segundo lugar, omite que la política actual es y debe ser (si nos preocupa la justicia) "metavernácula" (p. 263).
Con tales premisas parece difícil filtrar y frenar a quienes solo buscan excluir al otro de los recursos propios: contra ellos Kymlicka (2006) propone un vago cosmopolitismo que apelaría a la necesidad de ocuparse de la redistribución antes de acometer cualquier política de exclusión (pp. 76 y ss.)6. No entiende que haya nada esencialmente malo en el cierre de fronteras siempre que no se renuncie a redistribuir parte de las ganancias. Pero cabría objetarle que no es creíble redistribuir si sigue habiendo fronteras y, por tanto, exclusión respecto a la decisión democrática acerca de cuánto y cómo se distribuye.
Por más loable que parezca a primera vista, su propuesta no deja de desentenderse de la justicia global. Ocuparse de la redistribución (que es el elemento democrático del par) implica oponerse a la exclusión y optar por la inclusión. Entre ambas hay una contradicción lógica que no subsana con su modelo federal.
En definitiva, Kymlicka (2006) no contempla los derechos de las nuevas minorías; no justifica que el Estado deba limitarse al ámbito de la nación (p. 172); se centra en ambiguos lazos culturales más que en la cultura política democrática, etc. Y es que la premisa instrumental no puede ser definitoria. No es un argumento a favor de la secesión ni contra el potencial cosmopolita, inherente a cualquier idea de democracia que pretenda hacer pie en la igualdad política de las personas, es decir, en la igual capacidad de los sujetos de autogobernarse dentro del colectivo y de influir en los procesos de toma de decisiones que acaban afectando su vida. Puesto que a cualquier ciudadano le afectan cada vez más las externalidades políticas de sus Estados vecinos, solo se empo-derará democráticamente a las personas extendiendo el proceso democrático "hacia arriba". La normatividad democrática muestra la conveniencia de plantear la relación entre cosmopolitismo y Estados en términos no de exclusión sino de complementariedad (Benhabib etal., 2006, pp. 176 y ss.).
1.3 Premisa ética o valorativa: la indeseabilidad de la integración política
Avanzar en la integración transnacional tiene unos costes culturales que muchos comunitaristas no están dispuestos a asumir arguyendo que la diversidad es valiosa per se.
Aplicando esto al proceso de integración de la UE, por ejemplo, habrá quien recele de la integración política y (de cultura) económica que hoy necesita la unión monetaria. Sería indeseable porque acabaría nivelando las respectivas formas de vida.
A diferencia de Rawls, la desconfianza de Walzer hacia los procedimientos e instituciones supranacionales está motivada por reflexiones comunitaristas. La protección de la integridad de la forma de vida y del ethos arraigado en una comunidad estatalmente organizada debe tener preferencia sobre la imposición global de principios abstractos de justicia, siempre que ello no conduzca a genocidios y crímenes contra la humanidad. (Habermas, 2006, p. 100)
Habermas reconoce que la Unión Europea requiere hoy de un modelo social y económico de libre mercado y una cierta homogeneización de las circunstancias vitales. A ese respecto Habermas (2000) afirma que sin justicia distributiva que garantice una "uniformidad" aceptable respecto a las condiciones sociales de vida de los diversos Estados no se conseguirá la cohesión para sostener un proyecto político común. Nunca negó que "el individualismo correctamente entendido está incompleto sin esa chispa de 'comunitarismo'" (p. 162); por eso Habermas (2012) afirma que la nivelación de condiciones de vida servirá para sostener la diversidad nacional y la riqueza cultural del biotipo de la "vieja Europa" frente a la nivelación globalizadora (p. 78); e incluso que no sería posible ni deseable nivelar las identidades nacionales de los Estados miembros para llegar a la fusión de una "Nación Europea" (Habermas, 2000, p. 130).
Pero, en cualquier caso, acaba anteponiendo la justicia social (la institucionalización cosmopolita) a sus reservas éticas. Aclara que cualquier decisión que tome una comunidad política (la UE), como determinados programas económicos regionales o la racionalización de las administraciones públicas, acabará homogeneizando las estructuras sociales; pero que mientras las decisiones sean legítimas no se podrá hablar de homogeneización forzada.
Y es que, como señala Kwame Anthony Appiah (2008), el falibilismo y la complejidad irreductible de la vida moral conduce inexorablemente a tolerar las elecciones de terceros. La tolerancia implica "respetar" la diversidad, no porque sea un valor intrínseco, sino como consecuencia de nuestra libertad y con el consecuente límite de la libertad de los demás (p. 49). Al fin y al cabo, "la cultura es política" (Benhabib, 2006, p. 201) y no algo previo a lo que la política se deba someter. Y esto, como dice Appiah (2008), implica necesariamente que "las culturas sólo importan si les importan a las personas": "Que en un determinado territorio existan veinte o treinta lenguas no es ni bueno ni malo. Lo que debe preocuparnos es que una lengua desaparezca porque la gente que la habla está siendo maltratada" (pp. 51-52).
La autonomía es el principio que nos señala el límite de la diversidad permisible (Appiah, 2008, pp. 61 y ss.). Para Appiah, las objeciones que tachan al cosmopolitismo de parasitario proceden de "una estimación exagerada del alcance de la desaparición de la heterogeneidad cultural" (Nussbaum et al., 1999, p. 35). Quienes plantean esas objeciones menosprecian la autonomía y olvidan que "la desaparición de antiguas formas culturales es coherente con la rica diversidad de formas de vida humana, porque constantemente se crean nuevas formas culturales que difieren una de la otra" (p. 35).
1.4 Imposibilidad de extender la compasión: la premisa psicológico-moral
Hay varios recorridos para afirmar que nuestra compasión es alicorta y extraer la conclusión de que nuestra solidaridad debe limitarse al Estado nacional.
Quienes, como Sissela Bok, parten del presupuesto ontológico incurrirán en la falacia naturalista para derivar corolarios de sus premisas: puesto que la comunidad precede al individuo, el individuo solo puede identificarse con su comunidad. Tras la familia nuclear y la extendida, amigos y conocidos, al corazón solo le quedará sitio para la "gran familia" de los connacionales, de aquellos que, compartiendo una lengua propia, conformarían juntos una particular visión del mundo. Más allá no podríamos (luego no debemos) exigir altruismo: el círculo que engloba nuestra común humanidad quedaría demasiado alejado del epicentro compasivo. Esgrimiendo, pseudonaturalistamente, los círculos concéntricos trazados por Hierocles, y confundiendo compasión (concepto de filosofía moral) con solidaridad (vínculos jurídicos de reciprocidad ciudadana) convergen con el nacionalismo, rechazando extender la solidaridad más allá de los suyos (Nussbaum, 1999, p. 52).
Más atendibles parecen quienes advierten que la compasión es una emoción de alcance limitado: no puedo ponerme eficazmente en la piel de todos, sino solo en la de aquellos que me importan. De todos es conocido el ejemplo de Adam Smith: por "muchas reflexiones melancólicas" que pudiera producirle a alguien un terremoto en China, "siempre que no los haya visto nunca, roncará con la más profunda seguridad ante la ruina de cien millones de semejantes y la destrucción de tan inmensa multitud claramente le parecerá algo menos interesante que la mezquina desgracia propia" (Smith, 1982, p. 136 citado en Nussbaum, 2008, p. 402). En esa línea, Susan D. Moeller apunta a la "fatiga de la compasión": cuanto más informados estamos acerca de los sufrimientos de los demás, más experimentamos una sobrecarga sensorial y nos refugiamos en la indiferencia (Moeller, 1999).
Incomprensiblemente, un cosmopolita como Appiah (2007) colige de esto que "sean cuales fueren mis obligaciones básicas con los pobres de lugares lejanos, supongo que nunca pueden ser tan grandes como para superar mis preocupaciones por mi familia, mis amigos, mi país" (p. 216). Resulta difícil distinguirlo del co-munitarismo nacionalista en cuanto sí está dispuesto a ensanchar su "preocupación" (¡no sus obligaciones!) con respecto al círculo de los familiares y amigos hasta comprender a millones de desconocidos que conforman con él la nación (el país), pero no está dispuesto a sobrepasar ese umbral de millones de desconocidos para tratar de abarcar comunidades trasnacionales (algunas más pequeñas que China) o incluso el conjunto de la humanidad.
Estas lecturas trascienden a Adam Smith (1984), quien, tras afirmar que
no es la (...) débil chispa de benevolencia que la Naturaleza ha encendido en el corazón humano lo que puede contrarrestar los impulsos más fuertes del egoísmo", [afirma que] "es una fuerza más impetuosa, un motivo más contundente el que se ejerce en estas ocasiones. Es la razón, el principio, la conciencia, el habitante del corazón, el hombre interior, el gran juez y árbitro de nuestra conducta. (p. 247)
Finalmente, hay quien sofistica y recrudece la premisa psicológica del comunitarismo echando mano de la neurociencia: desde la época de nuestros ancestros cazadores-recolectores, el hombre estaría diseñado para convivir con pequeños grupos de no más de 300 hombres. De estos hallazgos del altruismo biológico, los enemigos del cosmopolitismo colegirán que solo debemos solidaridad a los nuestros.
2. El doble juego del comünitarismo: la falla socioeconómica y las distorsiones del poder
Lo que aquí se sostiene es que cuesta mucho advertir cuánto creen en cada una de estas cuatro premisas y cuándo albergan algún otro interés en resguardarse en el calor de su propia comunidad. A fin de cuentas, el sentimiento nacional rezuma artificialidad y contingencia: no es la nación la que crea el nacionalismo sino el nacionalismo el que crea la nación (Gellner, 1988, p. 136); la cual, como desvelaba Benedict Anderson (1993), no es más que un constructo con consecuencias prácticas, una "comunidad imaginada". Incluso enemigos del cosmopolitismo, como Scheuerman, aceptan que la cercanía espacial "no es un hecho histórico que determine la extensión apropiada del territorio nacional de una manera inmediatamente reconocible (...) [Sino] un estado históricamente cambiante que está sometido a la actual 'condensación espacio-tiempo'" (Habermas, 2012, p. 53, en nota). De ahí que Gellner (1988) pueda imaginar una transnacionalización de la identidad colectiva mediante una "pecera cultural/educativa única, sustentada por una autoridad política única y por un único sistema educativo, similar para todo el planeta" (p. 130).
Lo cierto es que tras el nacionalismo solemos encontrar fracasos políticos y temores económicos: "En todo caso, en el fondo del nacionalismo de la lengua hay problemas de poder, categoría, política e ideología y no de comunicación o siquiera de cultura" (Hobsbawm, 2012, p. 120). Es cierto que la construcción de Estados nacionales no pudo evitar el surgimiento de conflictos nacionalistas; pero también lo es que dichos conflictos (re)surgen
(...) cuando las capas más vulnerables de la sociedad son sometidas a situaciones de crisis económicas o cambios históricos y, temiendo perder su estatus, se vienen a agarrar a unas identidades supuestamente 'naturales', ya sean de tipo tribal, regional, lingüístico o nacional de la que se esperan ese vínculo de identidad natural. (Habermas, 2013b, pp. 32-46)
Acucia, por tanto, desmontar, mediante argumentos y conceptos políticos, el carácter "orgánico" de estas identidades, desenmascarando sus intereses, para combatir cualquier argumento interesado en contra de la integración de distintas comunidades políticas. Lo cierto es que cualquier alarma acerca de homogenei-zaciones vitales parece puro fetiche comunitarista, como apunta Habermas (2013b):
(...) Por lo demás, la difusión mundial de infraestructuras sociales semejantes, que actualmente transforma a todas las sociedades«modernas», desata en todas partes procesos de invidualización y de multiplicación de formas de vida7. (p. 43)
Ciertamente, es difícil advertir los intereses descarnados del nacionalismo, del neoliberalismo o del conservadurismo en general. Obviamente, son intereses que no pueden pasar el filtro del principio de universalidad. Sus partidarios son conscientes de que no serán jamás valorados como justos por la comunidad: no se prestarán a hacerlos públicos y los sortearán exponiendo en su lugar alguna tesis-pantalla. Por ejemplo, alabar el valor de la diversidad aunque luego no tengan reparos en eliminar el pluralismo del seno de su comunidad:
En los casos en los que la minoría nacional es intolerante, significa que la mayoría será incapaz de impedir la violación de los derechos individuales dentro de la comunidad minoritaria. Los liberales en el grupo mayoritario deben aprender a vivir con esto, de la misma forma que deben convivir con las leyes no liberales de otros países. (Kymlicka, 1995 en Benhabib, 2006, p. 125, en nota)
Otras veces nos explicarán las ofrendas que la homogeneidad brinda a la estabilidad; harán hincapié en la inconmensurabilidad lingüístico-cultural o sostendrán que la compasión es alicorta.
La disputa entre Habermas y Dieter Grimm habla por sí sola. Según Habermas, Grimm recela de la prevalencia de la comunidad y sostiene la inconmensurabilidad entre culturas para tratar de frenar la integración política de la UE. Niega la existencia de un "pueblo europeo" para facilitar que los imperativos sistémicos (política y mercado) horaden las soberanías estatales: de la ley de la selva siempre se aprovecha el más fuerte. Aventaría con cinismo la hermenéutica de la sospecha que, en este caso, consistirá en tratar de hacer pensar a la gente que la democracia transnacional es imposible y que la UE solo ahondará en la autonomización de una política burocratizada, deslegitimada al pasar por encima de los Estados, únicos garantes, por sus condiciones de homogeneidad, del principio democrático. Luego, refinándose, dirá que "no hay ningún espacio público europeo" (Habermas, 2009, p. 90, en nota), abogando de nuevo por mantener el statu quo a base de desincentivar la erección de mecanismos comunitarios de control democrático (Habermas, 1999).
Parece, por tanto, que la falla ético-política pregonada por el comunitarismo no esconde tanto una inconmensurabilidad intercultural como una distancia socioeconómica: de esto pretende advertirnos Luis Cabrera (2004) cuando afirma que incluso el sentimiento nacional se queda corto si no existe la premisa positiva de la redistribución material (p. 106). O, contrario sensu, que el sentimiento nacional (su fragmentación o su generación) correrá paralelo a la justicia social, a la percepción de igualdad de la ciudadanía. Esta relación vale en las dos direcciones.
Por lo tanto, extender la solidaridad requiere extender la igualdad material; pero, como muestra un análisis realista, las comunidades solidarias ya existentes se niegan a redistribuir con extraños. Y lo que es más, las desigualdades que en el seno de las comunidades genera el capitalismo van quebrando las comunidades solidarias a base de avivar nacionalismos interiores (subestatales) que desembocan en movimientos secesionistas. Como demuestra Eric J. Hobsbawm (1977), las fragmentaciones nacionales (entre los Estados nacionales ya existentes o a partir de movimientos nacionales secesionistas) están demasiadas veces ligadas a la erección de barreras de entrada para la preservación de la tasa de ganancia del capitalismo:
El Estado se entiende, en la actualidad, en términos de posición estratégica en algún lugar del complejo circuito de una economía mundial integrada, que pueda ser explotada para asegurar una adecuada renta nacional. Mientras que la dimensión fue un elemento esencial en el criterio antiguo, parece ampliamente irrelevante por lo que respecta al nuevo. (.) En nuestros días es evidente que Estados Unidos o Japón y sus compañías preferirán tratar con Alberta antes que con Canadá, y con Australia Occidental antes que con Australia, cuando se trata de llegar a acuerdos económicos (en ambas provincias existen, de hecho, aspiraciones autonomistas)7.
Siendo esto así, ¿cómo conseguir trascender el alcance de la solidaridad? Sin duda vendrá en nuestra ayuda, para crear "conciencia de humanidad", la premisa negativa, analizada por Ulrich Beck (2005), de nuestra creciente conciencia de comunicación e interdependencia ante unos riesgos de dimensión planetaria. Pero a juzgar por los hechos, esto no siempre es suficiente para plantar cara al nudo poder. Para muestra, el empantanamiento de la UE, cuyo funcionamiento intergubernamental le sume en luchas intestinas que revelan intereses nacionalistas.
Suponiendo que aceptamos que, para ahondar en la solidaridad, la normatividad democrática exige ceder competencias en materia fiscal y presupuestaria (no taxation without representation), quedaría saber si Alemania, principal potencia de la que depende dicha integración, está dispuesta a dar el salto. Ahí aparece el problema realista del poder. Ligado, sin duda, al incentivo de la tasa de ganancia del capitalismo, por un lado, y a los meros intereses de las élites políticas extractivas (en connivencia con las élites económicas), por otro (Acemoglu & Robinson, 2012, p. 104).
Ante las reticencias, y a pesar de las dificultades económicas y políticas señaladas, Habermas trata de empujar a Alemania a dar ese paso que nos conduzca a una integración política, construyendo esa soberanía compartida en las materias importantes (como la fiscalidad o la política presupuestaria). Apelará a la responsabilidad del ordoliberalismo en la situación del sur de Europa y, sobre todo, a dos potentes razones prudenciales por las cuales la autocomprensión alemana necesita dar un impulso al proyecto europeo.
La integración del proyecto cooperativo europeo, dentro del cual han podido desarrollar por primera vez la autocomprensión democrática del patriotismo constitucional, les permitiría, en primer lugar, asegurar esa autocomprensión liberal (nunca lo suficientemente bien apuntalada) y, en segundo lugar, serviría para redimirse de los errores del pasado (de su culpa política). Sobre esto, no está de más recordar que tras la guerra Grecia hizo una importante condonación sobre la deuda alemana.
De no actuarse pronto podrían volver los viejos fantasmas y aumentar las voces de quienes piden una Europa más alemana en lugar de una Alemania en Europa (Habermas, 2013a).
3. Razones morales contra el comünitarismo
3.1 Una compasión cosmopolita
Contra las premisas comunitaristas conviene revelar el alcance de la compasión como concepto de filosofía moral. Aunque resulta obvio que existen dificultades en extenderla, lo cierto es que si queremos forjar un carácter virtuoso deberemos tratar de extender nuestros sentimientos (benevolencia) y acciones (beneficencia) compasivos a todo ser humano (Arteta, 1996).
Cautivada por esta misma idea, Martha Nussbaum (1999) tratará de mostrar cuál es el camino que se debe seguir. Tras apuntar que la identidad nacional es un constructo que cimenta una solidaridad artificial y colegir, por ende, que las fronteras no son algo moralmente relevante (p. 22), asevera que el sentimiento nacional se ha sobrevalorado. Pondrá, por consiguiente, todo su empeño en desmontar la premisa naturalista de una compasión relegada a los connacionales.
Se antoja interesante incidir en dos puntos de su propuesta. A nivel antropológico recurre a unas claves psicológicas del desarrollo empático desveladas por Donald Woods Winnicott: el niño entra en simbiosis con la madre durante los primeros meses; luego irá adoptando una identidad propia a partir de la ambivalencia del propio amor materno-filial (tiranizará a la madre para ir probando los límites entre él y ella); y finalmente, conforme va interiorizando que es un ser separado de la madre (aunque esta siempre estará para cuidarle —así aprende el amor y obtiene seguridad en sí mismo—), irá aprehendiendo su identidad a partir de su absoluta dependencia respecto de todo otro, de ese a quien aún ni conoce (ni tan siquiera comprende), pero ante el cual se sabe vulnerable y del cual requiere toda ayuda para cubrir sus más elementales necesidades9. De esto deduce Nussbaum (1999) que "una descripción plausible del origen del pensamiento moral es que éste es, al menos en parte, un esfuerzo para reparar y regular la penosa ambivalencia del propio amor, el deseo maligno dirigido hacia quien nos cuida" (p. 171). Así ya está lista para afirmar que:
Todos los círculos se desarrollan simultáneamente, en un movimiento complejo y entrelazado. Pero, seguramente, el círculo externo no es el último en formarse. Mucho antes de que los niños adquieran cualquier familiaridad con la idea de nación, o siquiera la de alguna religión específica, ya conocen el hambre y la soledad. (p. 172)
Así, la autora ya ha dado el segundo paso en su teoría: afirmar el papel clave que juega la educación moral por medio de la imaginación10. Del mismo modo que los nacionalistas tratan de restringir la solidaridad solo a los que ellos consideran "los nuestros", Nussbaum defiende que podría también fomentarse una compasión cosmopolita, que sufra con el dolor de todo humano. Sería fundamental que hubiera programas de estudios que velen por incluirnos desde niños en un mismo imaginario con todos nuestros iguales:
Si pienso en un dolor distante, pongamos la muerte de muchas personas en un terremoto en China hace mil años, creo que probablemente no sentiré aflicción, a menos y hasta que pueda representarme vívidamente ese acontecimiento mediante la imaginación. (Nussbaum, 2008, p. 89)
Un paso más: si percibiéramos a los demás como inmerecidamente sufrientes, no solo fomentaríamos la compasión sino que acabaríamos con el odio que conduce a las guerras. La mayoría de guerras son producto de intereses descarnados de unos pocos mucho antes que de odios. Pero tras ocultar esos intereses inconfesables, los dirigentes buscarán coartadas y tratarán de deshumanizar al otro: necesitarán siempre un ejército dispuesto a morir por la causa y una población que legitime la guerra (Glover, 2001). Urge por ello denunciar la deshumanización que muchos países realizan con los otros. Mitchell Aboulafia (2010, p. 86) achaca a la propaganda deshumanizadora que los americanos crean todavía que Sadam Hussein e Irak fueron responsables del 11S.
En resumen, se ha tratado de desmontar la tesis naturalista del desarrollo empático en círculos concéntricos y se ha argumentado que más absurdo que extender el altruismo a quienes forman conmigo el "pueblo" (por si acaso no fuera posible hacerlo más allá de un estrecho círculo de unas 300 personas) es restringir dicho altruismo a ese mismo pueblo: en tanto este es un constructo, mejor será construir uno mayor (Aboulafia, 2010, pp. 84 y ss.). Aunque la identidad nacional crea vínculos más o menos fuertes, resulta errado anteponer ontogenéticamente un vínculo nacional a otro cosmopolita: ambos son culturales y se van creando de forma superpuesta, sin que el último círculo, el que engloba a la humanidad, sea el último en crearse.
Pero esta falacia se apoya en otra más: una comunidad lingüística es tan diferente del resto que debe autogobernarsepolíticamente. Es cierto que la falta de lengua común dificultaría una deliberación pública fluida e instantánea. Y por eso debemos trabajar en extender el uso del inglés como lengua franca. También es cierto que somos acreedores de una lengua sin la cual no podemos pensar el mundo. Pero lo cierto es que lejos de conformar un micromundo, fragmentando la común realidad social, la lengua nos abre al lenguaje, que es el instrumento que nos permite comunicarnos y, por tanto, reflexionar sobre las determinaciones culturales (pudiendo cambiarlas), impresas en lenguas, costumbres, instituciones, etc. El aprendizaje de segundas lenguas, la traducción o la adhesión universal a los derechos fundamentales prueban que el lenguaje nos capacita para pensar en cualquier lengua un común mundo social y para afrontar los problemas prácticos que de él se derivan y con los que la común humanidad se topa.
3.2 Algunas voces en defensa del discurso transcultural: Appiah y Waldron
¿Sería posible generar una opinión pública dispuesta a refrendar los derechos humanos o resulta imposible conseguir un consenso intercultural más amplio? Ese es el reto de una sociedad civil transnacional a la que todavía le queda recorrido. Contra quienes, como Carl Schmitt, ven en todo proyecto cosmopolita una abstracción peligrosa que obedece a una política hegemónica11, Kwame Anthony Appiah, Jeremy Waldron o Thomas McCarthy, entre otros, defenderán, junto a Habermas (2000, pp. 155 y ss.), la viabilidad del discurso transcultural sobre los derechos humanos. Conviene escuchar todas esas voces para contrarrestar a quienes, incluso desde la izquierda (Mouffe, 1999, pp. 11-15), denuncian la hegemonía occidental del discurso cosmopolita y acaban salvaguardando el statu quo mediante el derecho internacional clásico.
Puesto que un cosmopolita "celebra el que existan diferentes formas locales de ser humanos" (Nussbaum, 1999, p. 35), Appiah insta a adoptar ideas de todas las partes y culturas del mundo, allende las de la propia comunidad. Valora el diálogo porque avanza en dos direcciones como medio fundamental de la comunicación entre seres humanos.
Exhorta pragmáticamente a una comunicación cosmopolita sin presupuestos (Nussbaum, 2008), donde "la verdad", casi a modo de trascendental del habla, constituye una "noción imprescindible para entender cómo funciona el lenguaje" (p. 45). A pesar de restringir luego la discusión a asuntos de justicia sobre los que se pueda llegar a un acuerdo (pp. 52-55) (imponiendo así "reglas mordaza", con riesgo de sacralizar lo ético en detrimento de lo justo), su pragmatismo no excluye cierto idealismo. Está segura de que mediante la comunicación acabaremos concluyendo que hay "cosas que no se les pueden hacer a las personas en tanto que seres humanos, no solo por el hecho de que sean conciudadanos" (pp. 55 y ss.).
Jeremy Waldron (2000) apuesta por la necesidad de una Constitución cosmopolita para un mundo internacionalizado: porque nuestros actos no dejan de afectar a otros, estamos condenados a entendernos. Un derecho democrático cosmopolita debería someter a la ley del (Estado) más fuerte (hasta ahora amparada por el derecho internacional clásico). Si esto es pensable y deseable, no quedará otra que poner en cuestión las políticas de identidad (p. 231). En primer lugar, porque salvo raras excepciones (como los maoríes), la mayoría de culturas son ya cosmopolitas, pues se han impregnado de múltiples legados culturales a lo largo de la historia. La inmensa mayoría de las grandes ciudades son ya espacios de convivencia de múltiples culturas. Pero, constatado esto, Waldron recuerda también que nada hay de valioso per se ni en la pureza cultural ni en la diversidad intercultural. Lo característico de una cultura (prácticas, ritos, etc.) es que configura espacios de vida en común que tenemos por buenos. O sea que en principio, y desde una perspectiva interna, las prácticas y normas sociales se caracterizan porque sus seguidores las defenderían razonadamente si alguien las pusiese en tela de juicio (Waldron, 2000, p. 234).
No es difícil ver en esta cuestión, que para Waldron será el fundamento de "lo cosmopolita", la base cultural que haría posible adentrarnos en nuestra apremiante tarea de crear una Constitución cosmopolita. Nadie pueda dejar de dar razones (aunque solo le parezcan buenas a él) para justificar el ejercicio de determinada práctica. Ciertamente, esta tesis reduce, como marginales, a los nacionalistas que antepondrían su cultura "por ser suya"; esta sería una perspectiva autoconsciente de la propia cultura, parapetada tras un punto de vista externo (p. 235). Peca seguramente de ingenuidad.
3.3 Los déficit del cosmopolitismo moral: una crítica a Appiah
Cabe dudar de la coherencia interna de quienes, como Appiah, sostienen la posibilidad de trascender la propia cultura en busca de mínimos universales y a continuación reniegan de buscar los asientos institucionales para esa justicia global que el discurso intercultural parece prometer. Así se presenta el "cosmopolitismo (moral) arraigado".
Tras distinguir entre nación étnica (pueblo homogéneo, auténtico por compartir determinados rasgos) y nación política (ciudadanos de un Estado), Appiah responde a Nussbaum que si bien las fronteras de la primera son moralmente irrelevantes (atendiendo a la idea de igual dignidad humana), las de la segunda sí tienen relevancia moral, puesto que garantizan la posibilidad de autogobierno local, respetando las particularidades identitarias que importan a la gente, en el marco de principios constitucionales (universales), como la tolerancia, el pluralismo, etc., que un Estado debe preservar (Nussbaum et al. 1999, p. 40). Y puesto que propondrá respetar las comunidades políticas existentes, solo esperará de ellas el rechazo de valores o conductas que dañen a terceros en el sentido de Stuart Mill (Appiah, 2007, pp. 144 y ss).
Apoyándose en un falibilismo que necesariamente conduce a un pluralismo tolerante, ofrece una propuesta fundada negativamente (Appiah, 2007, p. 213) que, a nuestro juicio, no se toma en serio la justicia global: donde hay exclusión no hay justicia. Tras rechazar el argumento de Thomas Pogge, según el cual el statu quo impuesto por Occidente mediante el Derecho internacional aplasta las posibilidades de desarrollo del tercer mundo (p. 225), Appiah apelará a un cosmopolitismo insustancial (por no definido) remitido a una "variedad de experimentaciones institucionales de la que podemos aprender todos". Desprecia el mejor modo de hacer frente a las barreras que erigen nuestros sentimientos: la construcción de una gran comunidad solidaria de conciudadanos del mundo. Y ello porque no tantea el cosmopolitismo jurídico-político, la vía institucional escrutada desde Kant a Habermas para lograr una paz perpetua, y justa. Se contentará con un cosmopolitismo moral, reducido a "obligaciones básicas" confusas (¿de los ciudadanos?, ¿de los gobiernos?) que no irían acompañadas de coacción. Su error es confundir la relevancia jurídica de las fronteras (acotan comunidades de ciudadanos con derechos efectivos) con su relevancia moral: moralmente deberíamos recelar de un instrumento que fragmenta los derechos ciudadanos entre Estados (revelando distancias entre primeros y terceros mundos) y que, como ya señaló Hannah Arendt, reduce a un anhelo los derechos humanos de quien no los tiene positivados.
Al apelar a una "obligación básica" que depende de la conciencia ciudadana o de la voluntad del gobierno, Appiah no afronta el problema de la soberanía (que restringe la solidaridad —y, por tanto, la justicia— a los conciudadanos), desentendiéndose del desafío realista señalado por Nagel (2005). Triste es su reconocimiento: "No sé exactamente cuáles son las obligaciones básicas de cada estadounidense o de cada ser humano" (Appiah, 2007, p. 226). Y es que lo mejor que se le ocurre, apelando a Jeffrey Sachs, es trocar la justicia (criterio de reciprocidad en una comunidad de iguales) por beneficencia (p. 227). Algo que, es bien seguro, no contribuirá a sacar a los países más pobres de una miseria estructural.
Al dar por hecho la existencia de los Estados (sin arrostrar la tensión entre derechos del hombre y derechos del ciudadano) y no profundizar en el concepto jurídico-político de solidaridad, acabará calcando la premisa instrumental del comunitarismo: "Vivir en comunidades políticas más reducidas que la especie es mejor para nosotros de lo que lo sería el sumirnos en un Estado mundial único" (Appiah en Nussbaum et al. 1999, p. 41).
4. Una defensa integral (normativa y sistémica) del cosmopolitismo
Para acabar, a modo de apertura, defenderemos un cosmopolitismo jurídico-político que relativice las premisas comunitaristas y que haga imperar los derechos humanos. La transculturalidad sobre la que se sostienen los derechos humanos presupone la posibilidad de transnacionalizar el "sistema de los derechos": este nunca ha sido una simple abstracción occidentalista y no existe en "trascendental pureza" (Habermas, 2004)12. Resulta
Una defensa normativa del cosmopolitismo pasa por señalar, en primer lugar, la importancia de la conexión interna entre el Estado de Derecho y la democracia: no puede haber igualdad política ni democracia si no se respeta el "sistema de derechos" cristalizado en una constitución; pero no es posible erigir una constitución legítima sin refrendo democrático. Darse una constitución requiere nutrirse de razones prácticas que beben de la opinión pública arraigada en cada sociedad; así es como la constitución se desarrollará dinámicamente a lo largo de la historia, relegitimándose a cada generación, reformando por los cauces previstos el acuerdo constitucional original.
En segundo lugar, el potencial universal de la comunicación permite concebir una opinión pública abierta, plural y dinámica capaz de refrendar democráticamente una fundamentación intercultural de los derechos, en la que el disenso pervivirá en forma de "desacuerdos razonables".
Y en tercer lugar, si concebimos la democracia a través del concepto de política deliberativa (Habermas, 2005)13, la opinión pública (a cuya formación no se le puede poner fronteras) prácticamente adopta el papel del soberano. De este modo quedará allanado el camino para extender, más allá de las fronteras, la soberanía popular. Que la opinión pública sea la encargada de legitimar el sistema facilita la necesaria correspondencia democrática entre representantes y representados (McCarthy, 1999, pp. 194-198).
Para afrontar legítimamente el reto impuesto por una globalización que desangra la soberanía estatal bastaría con implementar creíblemente formas de participación democrática transnacional, con capacidad real de influir en órganos políticos transnacionales; y que, a su vez, estos sean competentes en la toma de decisiones transnacionales. No obstante, para ello deberá existir una integración social fuerte de la que emerja una sociedad civil transnacional (Nanz & Steffek, 2004). Dicho lo cual, Thomas McCarthy piensa que un acuerdo transnacional cada vez más amplio, emanado de la pluralidad de voces culturales, es cuestión de tiempo. ¿Por qué? Porque la modernidad ha legado al mundo los mercados económicos y el Estado burocrático, junto con la industrialización, la movilidad o la urbanización.
En esto, por cierto, coinciden Habermas y McCarthy con Charles Taylor, quien avalará la posibilidad y deseabilidad de que se vaya forjando poco a poco un consenso entrecruzado a nivel mundial. Sin embargo, mientras Taylor (1996, p. 15) vislumbra una modernidad alternativa en la que dicho consenso no tendría que echar mano del medio del derecho, McCarthy y Habermas sí creen que la forma jurídica no es meramente occidental sino otro aporte de la modernidad que ha venido para quedarse y que garantiza las precondiciones (simetría) de capacidad crítica, frente a la hermenéutica fusión de horizontes, reciclada con fines cosmopolitas (Dallmayr, 2001; 2006), pero ciega ante los desequilibrios de poder. Y al derecho habría que añadir el pluralismo de los valores, la especialización laboral y funcional, la ampliación del conocimiento bajo reservas falibilistas y la crítica, la inclusi-vidad en tanto iguales, los medios de comunicación de masas, las esferas público-políticas y, por supuesto, los flujos transnacionales de capital, información, tecnología, comunicación, cultura, etc.
En suma, a la exigencia normativa de cosmopolitismo se añade una necesidad sistémica. Del mismo modo que Habermas (2000) hizo predominar lo socioeconómico a lo cultural para legitimar interculturalmente los derechos humanos (pp. 169-198), McCarthy hace hincapié en las semejanzas de medios disponibles y retos comunes por afrontar: la apuesta cosmopolita por un Estado de Derecho global es consecuencia de nuestra necesidad de afrontar, en todas partes y cada vez más de consuno, idénticos problemas prácticos (McCarthy, 1999, p. 208; Linklater, 2005, p. 148).
1Aunque no desarrollaremos exhaustivamente en este artículo la propuesta cosmopolita de Habermas, el lector percibirá que la mayoría de las críticas que aquí se hacen al comunitarismo se adoptan desde una perspectiva cosmopolita habermasia-na (que como tal engloba hoy ya a muchos autores, además del propio Habermas).
2Con distinto contenido se retoman las cuatro premisas de Javier Peña (2010, pp.193-239).
3 Aquí podríamos descubrir la influencia del "principio del umbral" de Mazzini (Hobsbawm, 2012, pp. 39-41).
4 Sobre el concepto de patriotismo constitucional en oposición a estas ideas, en Habermas (1999, pp. 123; 126; 189-227).
5La secesión quedaría restringida a la aplicación de "criterios correctores", aquellos casos en que una minoría esté probadamente sometida a bélica anexión, a extorsión o expoliación de sus recursos, o a violación constante de sus derechos fundamentales.
6Sobre ese defecto pretende hacer hincapié Seyla Benhabib (et al., 2006, p. 175).
7Dirá también que "el creciente pluralismo de las formas de vida, que demuestra la diferenciación en aumento entre economía y cultura, contradice la expectativa de modos de vida homogeneizados. También el reemplazo descrito por Streeck, de las formas de regulación corporativas por mercados desregulados ha llevado a un empuje de individualización que ha ocupado el tiempo a los sociólogos. Dicho sea de paso, este empuje explica también, el extraño fenómeno del cambio de bando de esos renegados de la generación del 68 que se entregaron a la ilusión de vivir sus impulsos libertarios en las condiciones de un mercado liberal de autoexplotación" (Habermas, 2013b, p. 43, en nota n° 20).
8Tomo la traducción de E. Blanco Medio y J. Díaz Malledo (1979): "Marxismo, nacionalismo independentismo", Zona abierta, n° 19, pp. 89-113. Ver también Hobs bawm (2012, pp. 173-202).
9Axel Honneth (1997, pp. 121 y ss.) explica brillantemente esta tesis de Winnicot; y, por cierto, revisando también a Hegel y Mead, analiza el proceso evolutivo mediado por el reconocimiento recíproco y extrae corolarios muy distintos de los del comunitarismo.
10Para Ute Frevert (2011), la compasión revelada en 2010 tras el terremoto de Haití se debió a nuestra capacidad de identificarnos con ellos. Poco más tarde se produjeron en Paquistán unas inundaciones dramáticas que no tuvieron ninguna repercusión en Occidente: simpatizaríamos antes con alguien de Haití que con los miembros de un país que asociamos al terrorismo (p. 203).
11“Los no occidentales ven como occidental lo que Occidente ve como universal” (Huntington, 1997, p. 77).
12En la primera etapa de su método reconstructivo explicita conceptualmente el lenguaje de los derechos subjetivos. Para ello realiza la simulación de una situación de partida en la que quienes quieren regular su convivencia con el medio “derecho” inician voluntariamente una práctica constituyente para autogobernarse democráticamente. Con esta simulación se comprueba que las partes que intervienen estén en situación de igualdad originaria porque su “sí” o su “no” cuenta lo mismo. Pero faltarían otras tres condiciones: que las partes se reúnan con la decisión compartida de regular legítimamente su convivencia ulterior utilizando los medios del derecho positivo; que se cumplan los requisitos pragmáticos de la práctica argumentativa; y que al iniciar la práctica constituyente se adopte la disposición a convertir explícitamente en tema de discusión el sentido de esa misma práctica. Cuando el proceso constituyente se produzca, habrá que comprobar el cumplimiento de todas estas condiciones. Esta “sociación horizontal”, que regula elestatus de cada miembro como igual portador de derechos subjetivos partiendo de las presuposiciones que cada miembro realizaría, desde la conciencia de una época y comunidad concreta, conforma el “sistema (concreto) de derechos”.
13"El 'sí mismo', el sef de la comunidad jurídica que se organiza a sí misma desaparece en las formas de la comunicación, no susceptibles de ser atribuidas a ningún sujeto, ni en formato pequeño ni en formato grande, en las formas de comunicación, digo, que regulan el flujo de la formación discursiva de la opinión y la voluntad de forma que sus resultados, siempre falibles, tengan a su favor la presunción de racionalidad. Con ello no queda desmentida la intuición aneja a la idea de soberanía popular, pero sí queda interpretada en términos intersubjetivistas". (Habermas, 2005,p.377)
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