ISSN electrónico 2011—7477 |
Jerarquías especistas en el pensamiento occidental*
Sandra Baquedano Jer
Universidad de Chile
* Este artículo es fruto de los proyectos Fondecyt 1140721 y 1120730.
Resumen
Si bien se han sondeado diversas fuentes a través de las cuales la tradición judeo—cristiana ha legitimado el especismo, seria injustamente parcial sostener que Occidente debe únicamente a su religión más popular e influyente el trato lesivo y discriminatorio hacia las demás especies. En diversas variantes, a partir de todo tipo de argumentos y supuestos, las jerarquías discriminatorias de especies no han constituido la excepción, sino más bien la regla. Esta tendencia, que está presente en diferentes cosmovisiones occidentales —y aun entre teorías como las de Darwin, que dejan sin sustento teórico los fundamentos religiosos y metafísicos que suelen avalar tales prácticas especistas—, pone de manifiesto su relación sustancial con el problema de la destrucción en cuanto el ser humano ha explotado y hecho sistemáticamente desaparecer un sinfín de especies sobre la faz de la Tierra.
Palabras clave: Animales no humanos, antiespecismo, especie, jerarquía, naturaleza.
Abstract
A wide range of sources is available to support the notion that the Judeo—Christian tradition has been instrumental in legitimizing speciesism. Nonetheless, it would be unfair to claim that the West's harmful and discriminatory attitude to other species proceeds solely from its historically dominant religious tradition. The construction of discriminatory species hierarchies has been the rule rather than the exception, proceeding from a variety of arguments and suppositions. This discriminatory tendency can be found in diverse Western cosmovisions; even in Darwinian theories which reject the theological and metaphysical underpinnings previously used to shore up speciesist practices. This pervasiveness suggests that the speciesist tendency is intimately bound up with the problem of destruction, understood here as the process by which human beings have exploited innumerable species, to the point of systematically rendering them extinct.
Keywords: Non human animals, antispeciesism, specie, hierarchy, nature.
El término jerarquía (iepapxía), en todas sus acepciones, alude a una cierta gradación ya sea de personas, valores o dignidades. Así, el jerarca (iepápxnç) propiamente tal es aquel que posee una elevada categoría, como puede ser en una organización, trabajo o empresa, por nombrar algunos ejemplos, o específicamente, alguien que es considerado superior en la esfera eclesiástica. Los diccionarios señalan que otra connotación relacionada con este último cariz religioso del concepto remite directamente al orden existente entre los diversos coros de ángeles.
Con mayor profundidad, una definición tanto teológica como filosófica de la jerarquía la habría proporcionado por primera vez Dionisio Areopagita (2014) en su obra Ilepi xfjç oùpdvmç 'Iepapxíaç, en la cual sostiene: "Pues a mi juicio, la Jerarquía es un orden sagrado, un saber y actuar asemejado lo más posible a lo divino y que tiende a imitar a Dios en proporción a las luces que recibe de Él". (p.114). Sobre su sentido escatológico se señala, a su vez, que el fin de la jerarquía es "la semejanza y unión con Dios, en la medida posible, teniéndole a Él como maestro de todo sagrado saber y actuar". (p.115). Dionisio Areopagita se refiere así a una disposición absolutamente sagrada, imagen del hermoso orden de Dios y a la búsqueda de una correspondencia de supremacías enfocada a una dimensión celestial relativa a la naturaleza del orden eclesiástico, la cual por extensión aplica a la esfera terrestre. En Ilepi xfjç éKKXr|oiacmKfjç 'Iepapxíaç concibe al jerarca como: "El hombre santo e inspirado, instruido en ciencia sagrada. Aquel en quien toda la jerarquía halla perfección y ciencia". (p.172). Es decir, como aquel santo que ha logrado la más perfecta correspondencia entre los mortales participando sustancialmente de esa realidad esencial. (p.173). Dios, a su vez, ha concedido la jerarquía para asegurar la salvación de todo ser dotado de razón e inteligencia, fundando a través de las Sagradas Escrituras la jerarquía propiamente humana. De este modo, los jerarcas inspirados transmiten los misterios a través de símbolos sacros.
Si bien el término jerarquía es desarrollado expresamente y en extenso por este pensador, el concepto mismo dataría de mucho antes ya sea apuntando a una dimensión ontológica, epistemológica o axiológica, por nombrar las tres categorías más generales, recogidas por estudiosos de la Antigüedad. (Boas, 1959). En cualquier caso, llama la atención cómo implícita o explícitamente se encuentra desde antaño en diversos filósofos de la tradición helena y romana, aludiendo de alguna manera u otra, desde los orígenes de la metafísica occidental, a una cierta subordinación discriminatoria de especies consideradas inferiores a la superior: la especie humana.
Aunque este problema tenga un origen prehistórico, el concepto speciesism surgió solo en 1971 y se lo debemos a Richard Ryder cuando acuñó el término en su artículo Experiments on Animals en vista de denunciar los crueles experimentos que se realizaban en los laboratorios con animales. (p. 79). Ahí señala que especismo proviene de especie, así como racismo de raza. Este último se produce a nivel de intraespecie, mientras que el primero supone el traspaso de ella. No se trata de una igualdad o semejanza sustancial entre ambos fenómenos sino de un análogo referencial, pero en uno y otro caso la comparación alude a una discriminación. En lo que concierne al especismo, aquella que ejerce el ser humano contra un sinnúmero de seres vivos no humanos, basada precisamente en la pertenencia a una especie. Esta forma de discriminación se aplica en general a través de la creencia que afirma la superioridad de una especie en detrimento de las demás y preconiza, entre otras cosas, la separación de especies o grupos por segregación en condiciones de vulnerabilidad. Por ejemplo, en el caso del especismo contra los animales no humanos dentro de un hábitat artificial, como pueden ser los mataderos, los laboratorios, los zoológicos o los circos, por nombrar algunos. Si bien el ser humano está destinado a incurrir en otras múltiples variantes, a grandes rasgos se comparten dos tendencias comunes de parte de quienes consciente o inconscientemente legitiman tales jerarquías especistas: simplemente no evitar, sino más bien propiciar, directa o indirectamente, el sufrimiento evitable en seres no humanos, y avalar un gran espectro de prácticas letales innecesarias contra ellos. Como el espectro de discriminación puede ser tan amplio e inconmensurable, es relevante elucidar en la historia del pensamiento occidental cómo el ser humano ha establecido jerarquías entre especies para legitimar un trato dañino y perjudicial contra el resto de los seres vivos no humanos.
2. Jerarquización de especies en el universo antiguo
En los albores de la metafísica occidental es clásica la jerarquía ontológica entre el mundo sensible e inteligible. Al respecto, en Fedón, 114d—115a, Sócrates (2008) señala que la muerte puede significar el ingreso a un estado más elevado. (pp. 135—136). Sin embargo, en 61c advierte que lo sabio no reside en buscarla, pues en tal caso se atentaría contra la vida —lo que podría constituir un acto criminal— (p. 34), sino en adquirir una disposición anímica orientada a la virtud, permaneciendo con el correr de la vida preparado y en el anhelo de morir. Dentro de esta cosmovisión el sabio ha de desarrollar su esfera espiritual mediante la educación y el buen uso de la recta razón para asegurar que su alma transmigre hacia estirpes superiores.
A lo largo de su obra Platón presenta a través de diversos mitos la teoría de la metempsicosis, según la cual, acorde con los grados de vicio a los que se haya habituado alguien, su alma transmigrará hacia estirpes animales inferiores:
El que viviera correctamente durante el lapso asignado, al retornar a la casa del astro que le fuera atribuido, tendría la vida feliz que le corresponde, pero si fallara en esto, ha de cambiarla a la naturaleza femenina en la segunda generación; y si en esa vida aún no abandonara el vicio, sufriría una metamorfosis hacia una naturaleza animal semejante a la especie del carácter en que se hubiera envilecido. (Timeo, 42b—c).
Por el contrario, si alguien ha cultivado el hábito de la virtud a lo largo de su vida, su alma transmigrará a otras vidas humanas consideradas superiores:
Los que se han dedicado a glotonerías, actos de lujuria, y a su afición a la bebida, y que no se hayan moderado, ésos es verosímil que se encarnen en las estirpes de asnos y bestias de tal clase... Y los que han preferido las injusticias, tiranías y rapiñas, en las razas de los lobos, de los halcones y de los milanos... ¿son, entonces, los que van hacia un mejor dominio, los que han practicado la virtud democrática y política, esa que llaman cordura y justicia, que se desarrolla por la costumbre y el uso sin apoyo de la filosofía y la razón? ... es verosímil que éstos accedan a una estirpe cívica y civilizada, como por caso la de las abejas, o la de las avispas o la de las hormigas, y también de vuelta, al mismo linaje humano, y que de ellos nazcan hombres sensatos. Sin embargo, a la estirpe de los dioses no es lícito que tenga acceso quien haya partido sin haber filosofado y no esté enteramente puro, sino tan solo amante del saber. (Fedón, 81d—82a).
En una línea similar —pero sin ser extrapolada hacia esferas transmundanas— encontramos esta marcada estratificación de especies en Aristóteles. En Metafísica, 1015a, el Estagirita concibe la naturaleza en relación con el movimiento, el cual lo entiende como una actualización de aquello que está en potencia como tal, identificando la cpúcnç con el carácter que poseen los seres y las cosas cuando han alcanzado su pleno desarrollo. Este despliegue no solo lo aplica a un plano biológico sino también social. Es precisamente en la πόλις donde se muestra mejor lo que es intrínsecamente la naturaleza humana, pues el Estado es el único medio en el que se pueden desarrollar sus facultades y capacidades más altas, alcanzando su plenitud en ciertos poderes que pertenecen exclusivamente al animal racional. Únicamente para quienes gocen de una vida reflexiva podrá tener lugar la justicia y la amistad debido a la posibilidad de generar entre las partes acuerdos y vínculos éticos relevantes.
La teoría aristotélica tanto de la naturaleza como de las jerarquías existentes en ella abarca no solo concepciones biológicas e individuales, sino también sociales, las cuales sitúan en el escalafón superior al ser humano, existiendo una marcada subordinación funcional de especies que impide encontrar en su filosofía una reflexión ética significativa respecto a la relación de este con el resto de los seres vivos:
Las plantas existen para los animales, y los demás animales para el hombre: los domésticos para su servicio y alimentación; los salvajes, sino todos, al menos la mayor parte, con vistas al alimento y otras ayudas, para proporcionar vestido y diversos instrumentos. (Política, 1256b).
Los estoicos heredan fuertemente esta gradación valórica de las especies, la cual sustentan en una visión original acerca de la naturaleza, Dios y la razón; manifestaciones todas de una unidad inseparable, un hálito (πνεῦμα) a partir del cual derivan una ética que precisa vivir según la naturaleza de cada uno y la del Universo. (Laercio, VII, 87). Inmanente al mundo, este Xòyoç es a su vez corpóreo, penetra y actúa sobre la materia, la cual asociada a un principio pasivo e inerte recibe del hálito (πνεῦμα), el impulso creador de todo ser y acontecer. Todo en la naturaleza es mezcla de estos dos principios corpóreos, objetivándose como razón en las personas maduras, como alma en los seres irracionales y como principio rector en las plantas.
En la concepción estoica de la naturaleza, todos los acontecimientos del mundo están regidos por la ley racional del hálito (πνεῦμα). A raíz de ello, la libertad del ser humano consiste en la aceptación del propio destino, el cual consiste fundamentalmente en vivir conforme a la naturaleza, es decir, de acuerdo con la razón, pues lo natural es racional. (Marcovich, 1999, pp.137—140). En el marco de esta tradición la vida no es considerada, sensu stricto, un bien en sí ni la muerte un mal, sino tan solo un indiferente (áôiácpopov). Dentro de tales indiferentes, los impulsos racionales hacen florecer las capacidades humanas más altas que condicen la plenitud de los mortales considerados superiores a cualquier clase específica de ser vivo. En torno a ellos se subordinan, a su vez, el resto de las especies en una jerarquía estrictamente funcional:
Todas las demás cosas —aparte del mundo— se crearon para otras, como las cosechas y los frutos que la tierra cría para los animales, por su parte, para los hombres (como el caballo para transportar, el buey para arar, el perro para cazar y proteger). El propio ser humano, por su parte, se originó para contemplar e imitar el mundo. (Cicerón, Sobre la naturaleza de los dioses, II, 14).
En este contexto es concebida la vida de los animales como medio para satisfacer las necesidades y antojos humanos, de los cuales consideraban legítimo servirse conforme a la naturaleza, pues el hálito, al ser racional, termina siendo justo. Ahora bien, ha de notarse aquí que el conjunto del cosmos es concebido superior al ser humano, quien precisamente tiene como fin imitar la naturaleza del mundo al que pertenece. (Boeri, 2014, p. 273). De hecho, los estoicos tardíos rechazaban la idea de que el cosmos existiera con vistas en él (antropocentrismo); más bien, su teleología conservaba esta jerarquización de especies pero validaba desde la perspectiva del hálito (πνεῦμα) un cosmocentrismo:
¿Y bien? [Dios] constituye a cada uno de ellos (sc. de los animales irracionales), uno, de modo que sea comido, otro, para ayudar en el campo, otro, para producir queso y, otro, de igual manera, para otra cosa útil. Para estas cosas ¿cuál es la utilidad de comprender las presentaciones y de ser capaces de discernirlas? El ser humano, en cambio, fue introducido en calidad de espectador suyo y de sus obras y no solo en calidad de espectador sino también en la de su intérprete. Por ello, es vergonzoso para el ser humano empezar y terminar donde los animales irracionales. Al contrario, debe empezar ahí, pero terminar donde termina nuestra naturaleza y esta termina en la contemplación, la comprensión y una forma de vida en armonía con la naturaleza. (Schenkl, 1916, 1.6, pp. 18—22).
3. La verticalidad providencial de las especies en el Medievo
Con el paso del universo antiguo al medieval se retoma el argumento aristotélico —que fue heredado a su vez por los estoicos— manteniéndose esta jerarquía biológica entre los seres vivos y adoptándose la verticalidad providencial de las especies como la postura oficial de la Iglesia. Sus máximos representantes la defienden aportando nuevos argumentos de orígenes trascendentes.
En este contexto se ha de considerar que en el universo medieval todos los pecados, entre ellos el matar, se refieren a acciones contra Dios o contra los seres humanos sin contemplar el resto de las formas de vida. Al respecto, Agustín, por ejemplo, cuando condena radicalmente la muerte voluntaria deja entrever con mayor nitidez esta exclusión. Sostiene que el autohomicidio es una violación al Quinto Mandamiento (Éxodo 20:13), puesto que el Decálogo no especifica el "no matarás" en relación con un otro, por lo que esta omisión probaría, según él, que suicidarse significa igualmente matar a alguien. Sin embargo, en cualquier caso el Quinto Mandamiento no contempla a especies que no sean la humana, e incluso explicita en diversas obras la licitud de esta práctica en animales no humanos:
Cuando leamos no matarás, no incluiremos en esta prohibición a las plantas, que carecen de todo sentido; ni a los animales irracionales, como las aves, los peces, cuadrúpedos reptiles, diferenciados de nosotros por la razón, ya que a ellos no se les concedió participarla con nosotros, esto hace que, por justa disposición del Creador, su vida y su muerte esté a nuestro servicio. (Agustín, 2004, p. 50).
Desde esta perspectiva es lícito, por ejemplo, sacrificar a un animal si se es dueño de él; en caso de no serlo, se ha de contar con la voluntad del propietario, de lo contrario la falta en la que se incurriría se enmarca dentro de la esfera intrahumana, a saber, la injusticia contra el señor de quien era su dueño, de ningún modo recae sobre el animal sacrificado. Al respecto, Tomás de Aquino (1956), fuera de legitimar teológicamente este derecho de propiedad, incurriendo en este caso el pecador en la falta de hurto o rapiña (p. 432), señala además que en la vida natural se develan por sí mismas las leyes de la creación que ordenan el reino vegetal y animal, a través de una disposición divina centrada en el ser humano. Sobre él recae el poder de dominio y administración del resto de las especies:
Nadie peca por el hecho de valerse de una cosa para el fin al que está destinada. Pero, en el orden de las cosas, las imperfectas existen para las perfectas, como también en la vía de la generación la naturaleza procede de lo imperfecto a lo perfecto. De aquí resulta que, así como en la generación del hombre lo primero es lo vivo, luego lo animal y, por último, el hombre, así también los seres que solamente viven, como las plantas, existen en general para todos los animales, y los animales para el hombre. Por consiguiente, si el hombre usa de las plantas en provecho de los animales, y usa de los animales en su propia utilidad, no realiza nada ilícito.
Si bien Tomás de Aquino explicita que existen tres jerarquías celestiales relativas a tres modos de conocer racionalmente las cosas creadas, deja en evidencia que no se reduce a un orden angelical la organización vertical de los mundos. En consonancia con el principio de subordinación de lo relativo a lo absoluto y de lo imperfecto a lo perfecto, defiende este orden jerárquico y providencial de las especies, encabezado por el estrato humano concebido en el centro superior de la creación.
4. Paradigma tecnológico y visión mecanicista de los organismos en la jerarquización moderna de especies: Bacon y Descartes
La crisis que sufre la Iglesia en el orden intelectual y político ayuda a entender el paso del universo cultural medieval a la modernidad. Independizarse de una certeza revelada a otra que debía imponérsela él mismo implica asegurar la verdad, pero esta vez partiendo de sí, haciendo recaer ante todo en su voluntad la relación jerárquica de dominio sobre el resto de las especies. En este punto el pensamiento moderno parece liberarse de los principios fundamentales aceptados en el Medievo como verdaderos y que sustentan el conocimiento.
La protección de una premisa mayor y verdadera ya no tiene un lugar incondicional en un conocimiento que no reconocerá apoyos de esta índole fuera de sí. Sin embargo, el ser humano vivencia una suerte de desamparo cósmico que busca superar, imponiendo —en contraste con los limitados animales que concibe como seres inferiores— su racionalidad, su valor, su dignidad, su libre albedrío, su ser potencial con un trato vejatorio a los demás seres vivos.
Bacon (2011), el filósofo de la Revolución Industrial, pensaba que las sociedades que incentivaran el desarrollo técnico se fortalecerían y terminarían por imponerse. A raíz de ello promovió estrategias a fin de consolidar un poder científico que fuese capaz de dominar la naturaleza y cambiar la relación existente entre ciencia y sociedad. (pp. 176—177). Para este tipo de sujeto conocer la naturaleza implica vejarla, manipularla y perturbarla. La ciencia busca ávidamente transformar la naturaleza, alterar sus propiedades, justificándose la necesidad de controlar el resto de los seres vivos para ponerlos al servicio del ser humano. Es cierto que el control del medio ambiente por vías mecánicas es casi tan antiguo como el Homo sapiens, pero fue legado de su pensamiento elevar ese poderío sobre una naturaleza concebida inferior y fuera de él a nivel de sabiduría filosófica (p. 45).
Bacon enfatizaba que los fundamentos del conocimiento se desprendían de los datos sensoriales, mientras que en las Meditaciones metafísicas Descartes (2011b) intentaba prescindir de la experiencia o de la información dada por los sentidos, en consideración a que si engañan a veces, entonces pueden volver hacerlo. (p. 58). La evidencia tiene lugar únicamente en la intuición, que es un acto puramente racional. Sin embargo, en el Discurso del método complementa el paradigma tecnológico de Bacon mediante su visión mecanicista de los organismos, a los cuales concibe como máquinas muy complejas. (Descartes, 2011a, p. 145). La correspondencia del alma humana concebida como cosa pensante, con su propio cuerpo—máquina, implica que termine conociendo e interpretando tanto la naturaleza intra como extrahumana de un modo mecánico, como si se tratase de un objeto inerte, que por lo mismo debe ser explotado técnicamente, así como lo propone Bacon.
Descartes, uno de los máximos representantes del paradigma característico de la modernidad, concibe en lo esencial únicamente dos realidades: pensamiento y extensión. Del dualismo cartesiano se desprenden dos principios de movimientos: el primero es incorpóreo, concierne al espíritu, alma o sustancia pensante, mientras que el segundo es enteramente mecánico y corpóreo. Este último concierne —según Descartes (2011a)— precisamente a los animales, que si bien comparten anatomías parecidas a las del ser humano, se escinden jerárquicamente por la naturaleza del alma. Únicamente las cualidades superiores de este último hacen que la suya goce de inmortalidad. (p. 148). La tesis de que los animales no sufren la sostuvo implícitamente al declarar que los animales son autómatas (pp. 145, 203), explicando todos sus movimientos a través de principios mecánicos.
Si bien no es justo sugerir que con Bacon y Descartes se originaron las actuales jerarquías especistas del siglo XXI, su dimensión epistemológica se asentó con férrea solidez al academizarse y legitimarse a través de las nociones técnicas y mecanicistas de la realidad. (Berman, 2007, p. 31).
4. 1. Origen de los argumentos utilitaristas y deontológicos sobre la jerarquización de especies
Tanto el materialismo como el empirismo influyeron sustancial—mente en los principios utilitaristas que centraban su atención en los sentidos, específicamente en el rol de la sensibilidad para la inclusión de los animales en la esfera moral, mientras que en los principios deontológicos hallaron una síntesis epistemológica. Esto se explica puesto que desde sus inicios la filosofía moderna tendió a escindirse tradicionalmente en dos corrientes: el empirismo y el racionalismo; siendo un tradicional intento de conciliación el idealismo trascendental kantiano.
Morán (2015) reflexiona sobre las objeciones hechas por parte de Hobbes y Locke relativas a la automatización cartesiana de la naturaleza animal, en cuyos procesos cognitivos se prescinde de la facultad sensitiva. (pp. 57—61). Ambos cimentaron a través de sus filosofías gradualmente en la modernidad, un referente alternativo al dualismo racionalista cartesiano, sobre todo en lo que se refiere a la formación del conocimiento. Al respecto es concebido el entendimiento en Hobbes (1992) como un proceso tanto intelectual como sensorial común a los seres humanos y animales al quedar dotados de percepción sensorial. (pp. 3, 6, 15). Extrapolada esta visión a la perspectiva lockeana, se desprende que los animales son también capaces de conformar ideas simples, las cuales a través de la memoria son almacenadas y luego retenidas en sus mentes (Locke, 2013, pp. 137—138), construyendo así diversos conocimientos limitados de las cosas:
Hay algunos brutos que parecen tener tanto conocimiento y la misma racionalidad de algunos a quienes se llama hombres; y los reinos animal y vegetal están tan estrechamente unidos, que si tomamos el más bajo del primero y el más alto del segundo, apenas se percibe que haya entre ellos alguna notable diferencia. .. .Así como la infinita bondad del Arquitecto, las especies de las criaturas también ascienden gradualmente desde nosotros hacia la infinita perfección de ese Ser, del mismo modo que vemos cómo descienden por insensibles grados desde nosotros hacia abajo. (Locke, 2013, pp. 438—439).
A mediados del siglo xviii Hume sostiene en esta línea que Dios establece un orden natural universal donde la cantidad de materia se mantiene en una constante a pesar de los incesantes cambios. El filósofo escocés afirma que para sobrevivir, los seres vivos deben modificar el orden natural, alterando muchas veces el curso de las leyes físicas, mas siguen estando sujetos a dichas leyes, sin que ello signifique oponerse a la divina Providencia.
(Hume, 1995, p. 497). Así, la muerte conlleva una suerte de des—jerarquización de especies en la que no hay seres que no vuelvan a integrarse en otros. En atención a esta suerte de reciclaje, Hume (1998) postula que a los animales no humanos les concierne, al igual que los miembros de nuestra especie, una esfera emocional —según la cual son capaces de experimentar diversos sentimientos que los llevan a crear relaciones significativas con los individuos que los rodean—, e incluso les concede también un grado de racionalidad. (p. 261). De esta forma, el pensamiento de Hume es opuesto en varios aspectos al cartesianismo y en sus planteamientos se van a inspirar los clásicos argumentos utilitaristas sobre el tema. Se trata de un precedente que resulta sumamente interesante al considerar que si bien tanto Hobbes, Locke como el mismo Hume les concedían a los animales diversas facultades intelectuales y emocionales, los excluían sin embargo del reino moral. (Morán, 2015, pp. 62—63).
Jeremy Bentham, considerado el más clásico precursor del movimiento por el bienestar animal (Horta, 2007), fue el primero de la tradición quien logra en cambio remover estas jerarquías especistas que ordenan el fundamento de la moral occidental. valiéndose de estos predecesores enfatiza el rol sustancial de la dimensión sensorial, sin que jerarquías antropocéntricas de procedencia divina sobre el resto de las especies (Locke, 1991, pp. 128,129), determinadas carencias lingüísticas o argumentaciones tales como que únicamente el pensamiento abstracto le otorgue al ser humano la posición superior (Hume, 1998, pp. 631—632), se constituyan en un obstáculo para incluir en la esfera moral a los animales no humanos.
Bentham (1970) sostiene que el estatus que adquiere la capacidad de sufrimiento le otorga a todos los sintientes el derecho a ser considerados de igual modo. (cap. 17). Su postura es interpretada como utilitarista reformista en la medida que el sufrimiento lo pone en relación con los intereses de todos los seres vivos. Desde esta perspectiva, la capacidad de sufrimiento o goce son requisitos para tener cualquier tipo de interés, y el único límite defendible a la hora de preocuparse por los intereses de los demás lo determina la sensibilidad.
En un período considerable de la modernidad van a destacar fundamentalmente dos principios éticos: los utilitaristas y los deontológicos. Considerada contraria en estos aspectos a la ética utilitarista, se forja la ética kantiana, según la cual tanto el ser humano como el animal se encuentran sometidos a la necesidad de la naturaleza, es decir, al ser empíricos permanecen subordinados a sus instintos e inclinaciones. Mas como persona, al ser miembro de nuestra especie forma parte de un mundo inteligible, al cual concierne la ley moral. Con otras palabras: en su esfera natural forma parte del determinismo que impera en el mundo fenoménico y empírico, pero a su vez es libre sujeto de la moralidad, pues forma parte del ser nouménico. Este último lo libera de las cadenas de la necesidad que imperan en el mundo fenoménico y le permite al ser humano —a diferencia de las otras especies— abrirse paso hacia la trascendencia. Cuando el valor moral de un acto se mide por la intención que lo motiva depende de un fundamento subjetivo. Ahora bien, el concepto de moralidad exige que la máxima que rige la acción de cada cual sea universalizable. Sin embargo, el antropocentrismo de esta ética, que puede derivar en una legitimación especista (Jonas, 2003, p. 36), queda al descubierto en la fórmula categórica que este sujeto de la moralidad ha de resguardar a través del imperativo kantiano: "Actúa de tal modo que trates a la humanidad en tu propia persona y en la de los demás siempre también como un fin, y nunca solamente como un medio". (Kant, 1902, p. 429). El estatus de fin en sí, exclusivo del ser humano, derivaría de ciertas cualidades propias de su especie. Sin embargo, dicho imperativo no contempla al resto de los seres vivos ni a la biosfera en su conjunto, los cuales en su omisión pueden quedar rebajados a meros medios para sus fines específicos, infligiéndoles un trato discriminatorio y desestabilizando el equilibrio del entorno natural necesario para la conservación de la biodiversidad en el planeta:
Los animales existen únicamente en tanto que medios y no por su propia voluntad, en la medida en que no tienen consciencia de sí mismos . no tenemos por lo tanto ningún deber para con ellos de modo inmediato; los deberes para con los animales no representan sino deberes indirectos para con la humanidad. (Kant, 1998, p. 287).
5. La destrucción contemporánea de especies en los marcos de las jerarquías especistas
Diversos defensores emblemáticos del antiespecismo (Singer, 1999, pp. 232—259; Francione, 2007, pp. 106—129) argumentan que las más variadas formas de discriminación han sido legitimadas por la religión judeocristiana, la cual desde las Sagradas Escrituras ensalza cómo el ser humano ha sido situado en el centro de la creación. (Génesis cap. 1, pp. 24—28; Marcos, cap. 5, pp. 1—13). A esta cosmovisión, que se ha extendido por largas centurias, le sucedió en el siglo XVI la visión heliocéntrica del universo, la cual se impuso a pesar de la reserva y desconfianza de la Iglesia católica. En épocas posteriores, la teoría de la evolución de las especies reconoce que a todos los vertebrados los arraiga una comunidad de origen, resituando al Homo sapiens como uno más en la trama de la vida.
Darwin (1965) sostiene que solo los prejuicios y la arrogancia han llevado a las personas a declararse descendientes de semidio—ses, pero que no está lejos el día en que los naturalistas —estudiosos de la estructura comparada que existe en el desarrollo del ser humano y los otros mamíferos— se sorprendan por haber creído que cada uno fue una obra especial, producto de un acto separado de creación. (p. 27). Sin embargo, esta última constatación, en sí misma, carece de relevancia moral, pues como tal no sirve para mostrar que el antropocentrismo moral sea siempre incorrecto. Con otras palabras: la teoría de la evolución de Darwin no desprovee el antropocentrismo moral vigente hasta entonces de su justificación moral.
Las explicaciones evolutivas, al no tener poder justificativo, sino meramente descriptivo, no pueden impedir validaciones morales. Ahora bien, el Homo sapiens, en su calidad de sapiens, parece ser el único que puede detenerse a pensar sobre la problemática del especismo y condicionar su acción moral. En este sentido es quien podría limitar la afirmación incondicionada de sí, al obrar, por ejemplo, según la creencia de que el resto de las especies han sido creadas únicamente para servirle de alimento, entretención o experimentación.
Si bien puede desprenderse de la teoría darwiniana que el ser humano no es la obra central de Dios, en torno a la cual se subordinan el resto de los seres vivos, lo cierto es que una cosa es validar o falsificar teorías cosmológicas y otra distinta es pronunciarse sobre la posibilidad de justificar un móvil moral antiespecista. Esto explica por qué ni Darwin (hijo de la tradición judeocristiana) ni menos los darwinistas cambiaron en masa sus actitudes morales discriminatorias hacia los animales. Específicamente sobre los hábitos del mismo Darwin, reclama Singer (1999): "Continuó comiendo la carne de esos seres que, según había dicho, eran capaces de sentir amor, memoria, curiosidad, razón y mutuo afecto; y rehusó firmar una petición... para obtener un control legislativo de los experimentos con animales". (p. 258). Esta postura, en definitiva, por largas décadas no ha sido la excepción, sino más bien la regla. De hecho Ryder acuña el término "especismo" al condenar la postura de los científicos de su época, quienes aceptaban la teoría de la evolución de Darwin, la cual supone un continuo biológico; es decir, aceptaban, por un lado, la existencia de una similitud sustancial entre un chimpancé y un ser humano (el código del ADN entre ambos guarda similitudes notables), mientras que, por otro lado, establecían en la práctica una discriminación moral radical a la hora de experimentar con ellos. En la práctica no ha sido incompatible defender el continuo biológico de las especies y a la vez defender el antropocentrismo moral.
Desde la perspectiva de un despiadado "darwinismo mercantilista", basado en la competencia y no en la colaboración, es posible sondear además la vulnerabilidad de toda especie ante un desequilibrio ambiental antropogénico. En el caso del ser humano, cuando la "capacidad de carga" de la Tierra, más allá de estar rebasada (Catton, 2010), se encuentre en una situación de colapso (Diamond, 2008), las sociedades que hayan heredado menos reservas económicas para sustituir los soportes naturales por artificiales tendrán menos posibilidades de adaptarse a adversidades extremas causadas, por ejemplo, por el cambio climático, la escasez de elementos básicos, etc. Y aunque determinados grupos de seres humanos logren adaptarse mejor o sobrevivir por algún tiempo ante una catástrofe ecológica global, en general, en escenarios de esta índole es difícil figurarse que el Homo sapiens como especie pueda salir adelante y sobrevivir exclusivamente a través de dinámicas de competencia y no de colaboración, las cuales precisamente lo pueden llevar a los derroteros tanto de los sucesos bélicos (Zierler, 2011) como de destrucción ambiental. (Broswimmer, 2005).
Esta fragilidad permite a su vez extrapolar cómo El origen de las especies no solo ha servido de preludio en la reflexión relativa al problema de la extinción —en los marcos de la selección natural—, sino también el modo en que ayuda a generar conciencia del potencial destructivo del Homo sapiens. Al respecto, es necesario distinguir el problema de la consideración de los animales no humanos del problema de consideración de las especies y el respectivo daño ambiental derivado de la extinción de ellas en masa.
La situación contemporánea no es solo de destrucción del entorno, sino de jerarquías especistas que nacen en el interior del ser humano y que externamente dejan también al descubierto el complejo de la autodestrucción, ya que el daño a la naturaleza, al resto de las formas de vida, puede ser considerado una forma de autodestrucción en cuanto involucra al individuo y por extensión también a la especie, tratándose de una destrucción activa del entorno natural necesario tanto para la vida del ser humano como para la preservación de la biodiversidad.
Jerarquías de especies y jerarquías especistas no son lo mismo. En el primer caso, aunque suele conllevar la legitimación de la violencia u otras formas de discriminación hacia el resto de los seres vivos, puede ocurrir, no obstante, que exista una jerarqui—zación de especies sin existir violencia o discriminación de por medio. Piénsese, por ejemplo, en la reflexión jonasiana sobre la responsabilidad, cuando se sostiene que cada ser vivo es su propio fin y no está necesitado de ulterior justificación. Sin embargo, la "dignidad ontológica" del ser humano estriba únicamente en que solo él puede ser custodio y responsable del resto de las especies. En la cúspide de tal capacidad se considera que el prototipo de la responsabilidad es la intrahumana, existiendo una relación jerárquica limitada a la responsabilidad, la cual tampoco supone una reciprocidad, sino que alude más bien a una unilateralidad. (Jonas, 2003, pp. 177—178). Algo distinto ocurre al existir jerarquías especistas, las cuales de alguna u otra forma implican la justificación del dominio de la especie humana sobre las demás y, en consecuencia, la legitimación de la violencia o discriminación gratuita contra el resto de los seres vivos.
Masificadas y agudizadas las más diversas prácticas especistas a través del desarrollo técnico—industrial y la ideología económica imperante, el ser humano ha explotado y hecho sistemáticamente desaparecer un sinfín de especies sobre la faz de la Tierra en nombre de los más diversos mitos. (Shiva, 2009, pp. 15—33). Al tener el poder de extinguirlas de la naturaleza surge también como referente la responsabilidad para protegerlas en un ambiente que permita su respectiva conservación.
Los problemas ambientales que ponen hoy en riesgo la vida de diversas especies en el planeta dejan cada vez más en evidencia la necesidad de sondear las jerarquías especistas y la tendencia autodestructiva, en la que, víctima o verdugo, se ha visto envuelto también el mismo Homo sapiens por miembros de su propia especie.
Hasta ahora los animales no humanos no han podido defenderse del especismo contra ellos ni de la complicidad humana, avalada en Occidente a través del amplio espectro de jerarquías discriminatorias expuesto, transversales al credo, raza o sociedad de quienes las fomenten.
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