Eidos. Revista de Filosofía de la Universidad del Norte

ISSN electrónico 2011—7477
ISSN impreso 1692—8857
N.° 28, Enero—Junio de 2018
Fecha de recepción: febrero 7 de 2017
Fecha de aceptación: junio 21 de 2017
DOI: http://dx.doi.org/10.14482/eidos.28.9366


Similitudes entre el escepticismo de los Ensayos de Montaigne y las Notas de Nicolás Gómez Dávila

Salomón Verhelst Montenegro

Universidad Nacional de Colombia (Bogotá, Colombia)

salomon.verhelst@gmail.com

Vicente Raga Rosaleny

Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia)

vicente.raga@udea.edu.co


Resumen

En este artículo se hará, en primer lugar, una breve revisión de las diferentes interpretaciones del escepticismo de Michel de Montaigne; en segundo lugar, una tentativa de unificación de dichas interpretaciones —utilizando la del profesor F. Brahami como referente heurístico— a partir de los rasgos más generales presentes en el escepticismo del bordolés; y, en tercer lugar, se identificarán estos rasgos en la obra Notas de Nicolás Gómez Dávila, que para los autores es un texto escéptico de corte montaigniano.

Palabras clave: Escepticismo, Modernidad, Montaigne, Notas, Nicolás Gómez Dávila.


Abstract

In this article we will do, in the first place, a brief review of the different interpretations on Michel de Montaigne's skepticism. In the second place, we will try to unify these interpretations —with the one of Professor Brahami as heuristic reference—, considering the more general traits of his skepticism. Thirdly, we will try to identify these traits in the work Notas of Nicolás Gómez Dávila that, in our opinion, is a skeptical montaignian text.

Keywords: Skepticism, Modernity, Montaigne, Notas, Nicolás Gómez Dávila.


Introducción

JEste artículo se propone mostrar algunas similitudes entre el escepticismo de Montaigne y el escepticismo de Gómez Dávila, tal como aparece en su obra Notas. Para ello se distinguieron algunos rasgos generales del escepticismo del autor de los Ensayos que pudieran encontrarse en la obra del bogotano. Esto plantea algunas dificultades de espinosa resolución. Por una parte, es muy complejo determinar el carácter mismo del escepticismo de Montaigne, por lo cual se hizo un esbozo de algunas interpretaciones sobre el tema, con especial énfasis en las más reconocidas o clásicas. Se tomó como lectura guía para la comparación la de Frédéric Brahami, con el fin didáctico de tener puntos fijos para discernir la posible similitud entre ambos autores. Con ello, no desconocemos los problemas que ella representa y las nuevas lecturas que sobre el escepticismo de Montaigne se han publicado1.

Por otra parte, la biografía secundaria en español sobre el influjo de Montaigne en Gómez Dávila, y específicamente sobre su obra Notas, es casi nula. Después de revisar alrededor de 50 fuentes, entre videos, audios, artículos, tesis y libros sobre el autor de los Escolios, solo se encontraron referencias dispersas y superficiales sobre dicha relación, siendo la presentación de Franco Volpi (2003) la más acabada. No obstante, este autor solo le dedica dos páginas, reconociendo la vertiente montaigniana del autor y la presencia de una tendencia escéptica en Notas: "Gómez Dávila parece inclinado al escepticismo. Pero no a un escepticismo de principio sino tal vez estratégico, metódico, dirigido a someter a la prueba de la duda, certezas solo pre—supuestas, tomadas de otros, de segunda mano" (Volpi, 2003, p. 30). Por último, se debe tener en cuenta que Gómez Dávila es un autor no académico, cultor del género breve y fragmentario, lo que implica una dificultad a la hora de establecer una lectura controlada y unívoca de su pensamiento, y de establecer vínculos con otros autores presentes en su mundo literario.

1. Diferentes interpretaciones sobre el escepticismo de Montaigne

1.1 Entre escepticismo ocasional y escepticismo limitado

Algunos autores relativizan la posición escéptica del famoso ensayista francés Michel de Montaigne o la niegan de tajo. Para empezar, la interpretación de Pierre Villey (1908) en su obra Les sources et l'evolution des Essais de Montaigne pondría en entredicho la consistencia escéptica de la postura montaigniana en Los Ensayos. Según este autor, en la primera mitad del siglo XVI se dieron las condiciones para que hubiese una recepción de la moral pagana: hacia 1550 nos encontramos con la influencia del misticismo platónico, el cual por su idealismo se acoplaba bastante bien con la doctrina cristiana. El epicureísmo, que ya había tenido en Lorenzo Valla un expositor, se extendió por Francia hacia 1560; aunque, por su ateísmo y materialismo, no tuvo el mismo éxito. Cosa muy diferente sucedió con el estoicismo, el cual por sus características: defensa de la virtud y creencia en la Providencia, se adaptó muy bien a la metafísica cristiana. Esta vinculación se desarrollará con du Vair, pero alcanzará su máxima expresión, al final de siglo, en el neoestoicismo cristiano de Justo Lipsio o del brocense.

En este contexto, Montaigne hará su aporte más original: en lugar de limitarse a exponer los sistemas filosóficos antiguos, tomará de estos el racionalismo, y someterá a examen las verdades morales, ejercicio del cual resultará un "eclecticismo muy personal"; pero lo suficientemente aclimatado por la tradición y la costumbre como para no caer en una singularidad individual. Su originalidad residirá en esta aplicación del racionalismo a la vida moral y en no aferrarse a ninguna escuela (Villey, 1908, pp. 33—34).

Ahora bien, esta lectura ecléctica se fundamenta en la tesis central de la interpretación de Villey: la lectura cronológica de Los Ensayos. De acuerdo con este, el pensamiento montaigniano tiene tres etapas: una primera, estoica, después de 1572; en parte por el influjo de su amigo del alma, La Boétie. Luego vendría durante 1576 la "crisis escéptica", determinada por la lectura de los textos de Sexto Empírico2 , autor poco conocido durante la Edad Media, hasta la primera publicación latina de su obra en 1562. Se conocen solo dos manuscritos medievales latinos de las Hipotiposis Pirrónicas antes de esta fecha, uno en la Biblioteca Nacional de París, fondos Latinos, manuscrito 14700 (olim St. Victoris 32), en los folios 83 a 132 (Mutschmann, 1912), y el otro, una miscelánea de diferentes textos, fechados probablemente entre 1301 y 1400, en la Biblioteca Nacional de Madrid, con la signatura 10112.

Ahora bien, probablemente Montaigne leyó a Sexto en la traducción de Henricus Stephanus o en la edición grecolatina de Gentian Hervet de 1569. Sin embargo, si se tiene en cuenta que la traducción de 1569 incluye una traslación de Aduersus mathemathicos de Gentian Hervet, y que Villey (1908) no encuentra ninguna referencia de esta obra en Los Ensayos, lo más probable es que usara la edición de 1562.

Montaigne no vuelve a hacer ninguna referencia sobre Sexto Empírico después de la publicación de Los Ensayos de 1580, donde manifiesta una "plena adhesión a la filosofía pirrónica, cuyo representante era, a su juicio, Sexto" (Villey, 1908, p. 218). Así se tiene que la mayoría de las referencias de la hypotypõseõn de Sexto se encuentran en la Apología, donde la cita alrededor de treinta veces. Los pasajes de 1595, que se le atribuyen a Sexto, en realidad son entresacados de Diógenes y de Cicerón.

Por último, superado el estoicismo y la crisis escéptica, principalmente por la lectura de Plutarco, se da a la construcción de una filosofía asaz personal, que sería una especie de epicureísmo sui generis. Es interesante resaltar que, en primer lugar, él no conocería la doctrina epicúrea por Diogénes Laercio, sino, más bien, por el poema de Lucrecio y el tratado de Cicerón Sobre los bienes y los males. Y, en segundo lugar, que leyó a Plutarco en la traducción de Amyot, ya que si bien es probable que haya tenido una traducción latina, editada en 1560, en Basilea, es claro que hacía uso de la traducción francesa de 1559.

Así pues, desde la perspectiva evolutiva de Villey, el escepticismo de nuestro autor sería circunstancial, solo un período de crisis. Pero más radical aun, afirmó que no era un verdadero escéptico o, más bien, que fue escéptico solo en apariencia, incluso ante sus propios ojos, engañándose al creerlo de sí mismo en algún momento. Y lo que nos haría pensar que es tal es lo que denominó la característica fundamental de la moral de Montaigne: el libre examen, ya que él, al tratar de mantener la autonomía del juicio, y desterrar todo prejuicio, llegaría al punto de casi sumergirse en el océano del pirronismo, pero sin llegar a hacerlo nunca enteramente.

Esta negación del escepticismo de Montaigne se basa, como lo expresa Raga (2011), en el argumento de que una postura escéptica radical es invivible. Entonces, sin llegar a proponer un escepticismo ocasional, como lo hace Villey, algunos aceptan que el señor de Montaña es escéptico, pero con restricciones; luego, el escepticismo del bordolés podría ser consecuente, aunque insincero, como lo afirmara, por ejemplo, Lévi—Strauss, para quien el escepticismo de Montaigne es "integral al tiempo que categóricamente invivible y que, por eso mismo, aboga por una insinceridad intelectual del pensador francés que permitiera dotar de sentido a la vida"; o inconsecuente e incompleto, como lo afirmara, por ejemplo, Limbrick, quien "defiende la necesidad de una vida basada, al menos, en la probabilidad, abogando por un conocimiento montaniano del Yo, en contraste con un escepticismo sui generis sobre el conocimiento del mundo externo"; o en todo caso, sería un escepticismo limitado: "dentro de estas corrientes interpretativas dominantes se han señalado tales límites en el ámbito de la moral y en el conocimiento del propio Yo, tema central de Michel de Montaigne en los Essais" (Raga, 2011, pp. 267—268).

1.2 El debate entre continuistas y rupturistas

Por otra parte, algunos afirman el carácter radicalmente escéptico del Señor de Montaña. Este grupo se divide en dos: los continuis—tas, que ven a Montaigne como un restaurador del escepticismo antiguo (con sus particularidades), principalmente de corte pirrónico, tal como aparece en las obras de Sexto Empírico; y los rupturistas, que ven en este a un completo innovador, que cortó sus vínculos con la tradición escéptica antigua y cuyo escepticismo debe ser interpretado en sí mismo, puesto que inaugura una nueva forma de Skepsis, irreductible a la clásica; estos últimos, a su vez, se dividen en irracionalistas fideístas cristianos y racionalistas no fideístas.

La idea de que Montaigne es un escéptico radical pirrónico es de vieja data. En el diálogo que sostuvo Blaise Pascal con Le Maistre de Sacy3, probablemente en enero de 1655, y que fue redactado por Fontaine, secretario de este, aquel lo denomina un "pirrónico puro"4, pero de un pirronismo particular, un pirrónico católico fideísta. Para él, que Montaigne sea católico no tiene nada de particular; lo interesante es el tenor de su catolicismo, el cual se mezcla con una moral pagana con trazos escépticos y epicúreos.

Así, de acuerdo con Pascal, el Sr. de Montaña en su afán de buscar una moral que tome sus principios de la razón, sin la ayuda de la luz de la fe, ante un hombre desprovisto de toda revelación, pone todas las cosas en una duda tan general y universal que, incluso, duda de que duda, por lo que cae en un círculo perpetuo y sin reposo de incertidumbre, en el que todas las opiniones humanas son insuficientes y toda certeza mundana es risible (Desmolets, 1728, pp. 246—247). Empero, es con esta duda universal que él combatirá a los herejes de su tiempo, demostrando con la razón la impotencia de esta misma para hallar la verdad, lo cual allana el camino de la fe: a medida que la certeza de la razón se derrumba, la certeza de la fe se reafirma.

Sin embargo, Pascal verá cierto peligro en la moral pagana de Montaigne, pues la encuentra, ciertamente, nociva para aquellos que tienen alguna inclinación a la impiedad y los vicios, principalmente por dos razones: en primer lugar, al tratar la naturaleza humana como necesariamente enferma e irreparable (al no partir esta moral de la fe, la revelación y la gracia), humilla al hombre, de tal manera que lo precipita a la desesperanza de poder alcanzar algún verdadero bien, y de ahí cae insensiblemente en una extrema cobardía, lo cual termina incubando el vicio de la pereza; y, en segundo lugar, la virtud, tal como la entenderá Montaigne, a saber, como "ingenua, familiar, placentera, alegre y, por decirlo de algún modo, juguetona " (Desmolets, 1728, p. 261), ya nada tendrá que ver con la verdadera virtud. La regla de acción será para él, en todo, la comodidad y la tranquilidad, cuyo fin es el placer de una ociosidad tranquila, algo intolerable para la severidad de la moral cristiana.

Esta interpretación hizo escuela, y así en 1760, Jean Henri Samuel Formey, en su obraHistoire abrégée de laphilosophie,en el capítulo dedicado a los escépticos modernos, mantiene una posición similar (aunque reconoce que este escepticismo nuevo es diferente del antiguo y más peligroso, en cuanto está unido al fanatismo, en términos generales mantiene la idea de que Montaigne es un pirrónico).

Así, de acuerdo con Formey, la mayoría de los escépticos, a través de su doctrina, buscan favorecer la impiedad y destruir la revelación, pues son muy raros los auténticos escépticos, aquellos espíritus que consideran la debilidad de su propio espíritu en relación con el espíritu humano en general y que dudan por modestia. Para él, los restauradores de la secta escéptica, entre los cuales se encuentra Montaigne, incurrieron en todos los "groseros sofismas" y en las "pueriles sutilezas" de los pirrónicos antiguos. De este dice que "Es uno de los escritores más ingeniosos, seductores y, por esa razón, de los más peligrosos en lo que respecta al pirronismo. Sus Ensayos son una obra inmortal" (Formey & Schneider, 1760, p. 246).

En el siglo XX, un representante de este continuismo es el profesor Richard Popkin, quien en su obra intitulada La historia del escepticismo desde Erasmo hasta Espinoza, publicada en 1979, considera que Montaigne es la figura más importante del resurgimiento del escepticismo pirrónico en el siglo XVI y cuyo pirronismo ayudó a crear la crise pyrrhonienne de comienzos del siglo XVII. Según él, pensadores como Montaigne, Merssenne y Gassendi encontraron en Sexto Empírico los argumentos para hacer frente a los problemas de su época, y aunque no desconoce que fueron influenciados colateralmente por lo que del escepticismo puede saberse a través de Diogénes Laercio, Cicerón, Galeno, Aulo Gelio, San Agustín et alteri, considera que la influencia de Sexto fue determinante.

Así, de acuerdo con el profesor Popkin, fue Montaigne en quien más profundamente repercutió la teoría pirrónica de la duda completa y mejor la adaptó a los debates religiosos de su época. A partir del análisis de la Apologie de Raimond Sebon trata de rastrear los perfiles escépticos de lo que denomina, conforme a Villey (1908), su personal crise pyrrhonienne (aunque hay cierta filiación entre el concepto de crisis de Popkin respecto del de Villey, cabe aclarar que son cualitativamente diferentes, pues para él Montaigne es un verdadero escéptico pirroniano y, además, reconoce que el escepticismo de Montaigne es anterior y posterior a la Apología).

Según Popkin, el tema predominante de este texto es la defensa de una nueva forma de fideísmo:5 "el pirronismo católico". La particularidad de este pirronismo sería servir como una preparación para la fe, una ascesis para la revelación cristiana. Para ello Montaigne se vale de todos los análisis y artilugios sextianos, excepto de la crítica de las inferencias y de los signos. Partiendo de una antropología pesimista, la mayor parte del texto trata de las locuras de la humanidad, de sus variaciones y desacuerdos y de la superioridad de las bestias sobre los hombres; empero, el ensayo culmina en el océano ilimitado de la duda completa: así, el análisis de la experiencia de los sentidos, que era el principio del conocimiento, le conduce al problema del criterio, y este, a su vez, lo lleva a un círculo vicioso o a una regresión infinita; lo que induce a darse cuenta de que no hay ninguna certidumbre humana o fundamentos fidedignos para las opiniones y que nuestra única opción está en suspender todo juicio, a la manera de los pirrónicos.

A la par de todos estos escarceos pirrónicos Montaigne introduce su tema fideísta; la completa duda nos lleva a la religión basada en la fe, no otorgada por nuestras capacidades, sino unicamente por la gracia de Dios:

La participación que tenemos en el conocimiento de la verdad, sea la que sea, no la hemos adquirido por nuestras fuerzas. Dios nos la ha dado a conocer sobradamente por los testigos escogidos de entre el vulgo, sencillos e ignorantes, para instruirnos en sus admirables secretos. Nuestra fe no es un logro nuestro, es un don puro de la generosidad ajena. No hemos recibido nuestra religión gracias a ninguna razón, ni a nuestro entendimiento, sino por una autoridad y mandato ajenos. La debilidad de nuestro juicio nos ayuda en esto más que la fuerza, y la ceguera más que la clarividencia. Somos sabios en este saber divino por medio de nuestra ignorancia más que por mediación de nuestra ciencia. (L. II, C. 12, p. 500)6

Por otra parte, están los rupturistas, que defienden un escepticismo en Montaigne de nuevo cuño, irreductible al antiguo, y que se dividen en dos grupos: los fideístas y los racionalistas. Brahami (1997), principal exponente del primer grupo, parte de la evidencia de que el escepticismo, doctrina originalmente pagana, tuvo que ser alterado profundamente por el cristianismo. Hay que tener en cuenta que la reaparición de los textos de Sexto Empírico estuvo relacionada con el debate religioso sobre los criterios de la fe, y fueron fundamentales en la constitución de un escepticismo cristiano.

Para comprender este nuevo escepticismo en Montaigne, Bra—hami (1997) propone que se investiguen sus textos explícitamente escépticos. Entonces, el escepticismo montaigniano aparece íntimamente ligado a la teología, pues será en La Apología de Raimundo Sabunde donde el Señor de Montaña expondrá el escepticismo antiguo y su nueva propuesta. Para él, el escepticismo de Montaigne se transformó al pasar por el prisma teológico de Sabunde; pues este surgirá como respuesta al dogmatismo del pensador español.7

Raimundo Sabunde (13...— 1436) fue un teólogo catalán, profesor de Sacra Teología y maestro en Artes y Medicina en la Universidad de Tolosa. Hacia 1436 culmina su obra Liber creaturarum seu naturae, conocida como Theologia naturalis (en la Biblioteca Nacional de Madrid se encuentra el manuscrito en latín de 1436 con la signatura Mss/1552), la cual tendrá una gran influencia durante los siglos XV y XVI.

El padre de Montaigne (Pierre Eyquem) había recibido de Pierre Bunel un ejemplar de la Theologia Naturalis como regalo durante su estancia en el Château de Montaigne, quien dijo que le había salvado de la enfermedad del luteranismo; este, que tenía un vivo interés en la erudición, lo recibió gozoso, pero sus escasos conocimientos del latín no le permitían leerlo con fluidez, por lo cual le pidió a su hijo que le realizara una traducción. Esta se realizó entre 1567 y 1568, y gustó tanto a su padre que encargó que se imprimiera; sin embargo, no alcanzó a verla impresa, puesto que murió a causa de un cálculo renal el 18 de junio de 1568, cuando Montaigne estaba de viaje en París (Navarro, 2003 y Popkin, 1983).

A Montaigne le gustaba decir en broma que el original estaba en español, con conclusiones en latín, y en su prefacio declaró:

He tallado y compuesto de mi mano una vestimenta a la francesa para Raimundo Sabunde, gran teólogo y filósofo español, y lo he desvestido, hasta donde ha estado en mi mano, del porte salvaje y bárbaro aspecto que vos le visteis originalmente. De suerte que, en mi opinión, ahora tiene un aspecto más grato y puede presentarse bien acompañado. (Sebon, 1569)

Ahora bien, si se caracteriza la Theologia Naturalis como racionalista8, naturalista9 y pragmática10, ocurre, entonces, que Montaigne opondrá al racionalismo, 1) una antropología irracionalista; al naturalismo, 2) una teología de la gracia; y al pragmatismo, 3) una epistemología antipragmática. A continuación se detallarán estos tres numerales:

1) Antropología irracionalista: de acuerdo con esta lectura, la antropología montaigniana se caracterizará por los siguientes elementos:

  1. Un fideísmo irracional escéptico: el fideísmo, que según Brahami es la posición teológica que se rehúsa a articular la fe con la razón y que principalmente rechaza la validez teórica y propedéutica de los preambula fdei, funda la fe sobre la fe. Aunque esta posición teológica está lejos de tener una tradición unificada, se puede clasificar en dos grupos: el racionalista, representado por la escuela de Padua, principalmente en la figura de Pomponazzi y su doctrina de la doble verdad; y el irracionalista escéptico, cuyo principal representante es Pierre Daniel Huet. Montaigne pertenecería a esta segunda corriente y se inscribiría en una versión extrema, según la cual la razón no es nada: esta deja de ser la esencia del hombre y se convierte en una pura fantasía, incapaz incluso de conducirnos a la fe, pues esta es un don de Dios, que Él otorga libremente (L. II, C. 12, p. 540).
  2. La desubstancialización del alma: si la razón es la esencia del alma y ella no es nada, entonces el alma se desubstancializa. El montano rebaja la razón a una mera función animal, ya está lejos de ser la facultad que nos hace imaginem dei. Desde una epistemología de corte nominalista, reducirá la razón a palabra o discurso incapaz de captar lo real. Los argumentos escépticos vendrán del ámbito jurídico, teológico y lógico, y terminarán en una crítica radical de la razón como criterio de conocimiento (L. II, C. 12, p. 565).
  3. La destrucción del concepto de Dios de la tradición intelectualista: esta radicalidad alcanzará el concepto mismo de Dios. Montaigne contrapondrá al intelectualismo extremo de Sabunde un voluntarismo también extremo que linda con la irracionalidad o, más bien, transracionalidad de Dios; lo cual deja como única vía de acceso a la divinidad, la negación. Será cercano, pues, a la teología apofática, al estilo de Dionisio Areopagita, Nicolas de Cusa o, incluso, del mismísimo Agrippa (L. II, C. 12, p. 527).

2) Teología de la gracia: este Dios en su infinito poder y misericordia tiene la potestad de elevar a la criatura, la cual se halla caída y manchada, y que por sus propios medios no podría elevarse. Solo la gracia de Dios la puede salvar. El hombre, entonces, no accede a la fe en cuanto hombre, como un despliegue de su naturaleza, sino que la fe le es donada arbitrariamente y lo eleva a una condición más que humana. La misma razón, que se mostró como una función animal, capaz de producir meras opiniones, débiles, contradictorias (idea solidaria del pirronismo), cobra un nuevo sentido, pues si bien ella no alcanza la verdad, puede ser elevada por la fe y unirse y coincidir con la revelación, y ser iluminada (L. II, C. 12, p. 506).

3) Epistemología antipragmática: Montaigne disocia radical y sistemáticamente la utilidad y la verdad. Propone una sabiduría animal, orientada a la vida; contraria a la razón y a la ciencia, que algunas veces se aleja de esta y muchas veces la daña. Reduce así lo útil a lo vital animal, lo cual subvierte el pragmatismo de Sabunde, porque hace de la parte animal del hombre el criterio de la existencia humana, lo cual significa que la verdad se da como un instinto y no como un saber. Aquí se revela el escepticismo de Montaigne, pues si el verdadero precio de cada cosa se determina por la vida es porque a la razón se le ha negado toda autonomía substancial y no puede ser pensada por sí misma como si fuese una entidad separada de la vida (L. II, C. 12, p. 487).

Como se puede ver, el escepticismo de Montaigne se erige contra el dogmatismo de Sabunde. Por ello, encontrará en el pirronismo una doctrina amiga, pues esta tiene la virtud de vaciar al hombre de sus vanos conocimientos y pretensiones dogmáticas, de humillar la soberbia humana, para prepararlo para la fe: luego, la doctrina pirrónica sería la más piadosa y cercana al cristianismo; sin embargo, el Sr. de Montaña no es un pirrónico stricto sensu. Y es que el pirronismo tanto en su dimensión práctica como teórica es racionalista, inscrito en la tradición clásica griega. Teóricamente se trata de alcanzar la ciencia, solo que usualmente en el pirrónico encuentra que no se cumplen las condiciones y devuelve el saber a su estatus de mera opinión. En la praxis, al igual que la tradición racionalista, establece una vinculación, solo que negativa, entre la teoría y la práctica (pero nunca llega a establecer un hiato) y se compromete con la separación entre el hombre sabio y el vulgar.

La esencia del escepticismo antiguo, tal como es expuesto en los libros de Sexto Empírico, se encuentra en la triada Isósthénéia, Epojé, Ataraxia. El fin del pensar es alcanzar la ataraxia (id est, vacuitatem àperturbatione), la tranquilidad del alma, que se encuentra en la relación racional con ella misma, sin referencia a algo exterior. Este fin ético se logra través de un proceso metodológico, mediado por el azar (Sexto Empírico, 1562, p. 16; 1569. XII: 26—32).

La base de este procedimiento dinámico se encuentra, entonces, en la Isósthénéia, que consiste en la ponderación por el contrabalanceo de las opiniones, que conduce necesariamente, por la imposibilidad de poderse decidir ante fuerzas iguales en la balanza de los argumentos, a la suspensión del juicio.

Para poder realizar este proceso es necesario suponer, por una parte, un alma substancial que puede hacer el contrabalanceo de las representaciones; por otra, las representaciones deben estar dotadas de cierta estabilidad, una permanente identidad de ellas consigo mismas; sin contar con el carácter intocable del principio de no contradicción, que rige dicha dinámica.

Esta estructura racional tríadica será destruida en el escepticismo de Montaigne. La esencia teórica del escepticismo antiguo pierde toda vigencia cuando sus supuestos (la identidad de las representaciones, la substancialidad del alma y el principio de no contradicción) entran en crisis, tal como ocurre en la antropología irracional montaigniana. Se podría concluir así que para Brahami (1997) el escepticismo antiguo, al pasar por el cristianismo, sufrió profundos cambios, no tanto en el empleo de nuevos argumentos, sino en el sentido de estos, los cuales tendrían un valor meramente instrumental y servirían de camino ascético para abrir un espacio a la fe, un verdadero ejercicio de humillación de nuestra soberbia, de nuestras gigantomaquias racionales.

El otro grupo de rupturistas, los racionalistas, están representados principalmente por Giocanti (2001). Como hace ver Raga (2011), para esta autora Montaigne no pretende restaurar el escepticismo griego, y es irreductible a las corrientes pirrónicas, lo cual se evidencia en el propio género ensayístico creado por el autor. Para ella, el escepticismo montaigniano no se reduce a la Apología, sino que se halla en el mismo estilo de escritura, que se plantea como un ensayar un pensamiento irresuelto y no como un tratado escéptico, bien estructurado, de tipo sextiano. Contrario sensu de las interpretaciones fideístas, cree que Montaigne encaminó su trabajo a la elaboración de una ética que aparta de sí las verdades reveladas y los sentimientos religiosos. Lejos de descansar en la fe, para esta interpretación, el escepticismo del montano es una práctica discursiva y ética que usa a la razón de manera escéptica y que no tiene mayor aspiración que permanecer en la duda insuperable.

En la siguiente gráfica se resume lo dicho sobre la variación interpretativa acerca del escepticismo de Montaigne.

2. Texturas escépticas en Notas

2.1 Unificación de la variación interpretativa o siluetas del escepticismo de Montaigne: texturas escépticas

Después de haber repasado brevemente las diferentes interpretaciones sobre el escepticismo de Montaigne, se tratarán de unificar, trazando unos rasgos generales, para lo cual se tendrá como referente heurístico la interpretación del profesor Brahami, pero sin limitarse a ella, ni suponiéndola la más acertada. Cabe aclarar que esta unificación no tiene un valor teórico, sino didáctico. Su función no es alcanzar la expresión de la esencia del escepticismo del bordolés, ambición de por sí desmesurada, sino, más bien, establecer las siluetas que bordean su definición, aquellos elementos generales, con los cuales se podría componer una posible definición, entre otras. Entonces su función sería servir de hito, de mojón, de límite, para poder establecer una relación. Su didacticismo reside en permitir tener unos puntos cuasi estables, desde los cuales se pueda mostrar la posible filiación filosófica de Gómez Dávila (en Notas) con Montaigne.

Estos contornos se experimentan en la interpretación como texturas y no como distinciones teóricas o intuitivas. Es decir, su valor interpretativo es tan incierto como el reconocimiento de un rostro por el tacto. Se reconoce la distinción, pero su forma es solo posible e imaginada, y tan lábil y sitiada por el error, que se puede abandonar con facilidad si un relieve se revela más o menos liso o rugoso.

La primera textura que aparece es el fideísmo escéptico y la destrucción de la triada Isósthénéia, Epojé, Ataraxia. Ya sea Montaigne un pirrónico puro (Pascal) o disidente (Brahami), en cualquiera de las interpretaciones hace un uso instrumental de los argumentos y tropos escépticos, pero con un nuevo sentido: la defensa de la fe. Este uso apologético del escepticismo, lo reviste de un tinte moral cristiano y lo desviste de su ropaje epistemológico: es la doctrina que abaja al hombre de su pretensión desmesurada de ser como dios a través del conocimiento racional (L. II, C. 12, p. 553).

Otra textura sería el ensayo, como verdadera praxis (de escritura, pensamiento y vida) escéptica fideísta. Es probable que Montaigne haya sido, junto con Bacon, el primero en usar la palabra para denominar un "nuevo" tipo de texto, con un estilo bien definido, que se apartará del modo académico escolástico; cuyas fuentes pueden estar en los diálogos platónicos, en los estilos literarios de los estoicos, en la Disputatio retorica o en las Leçons (Raga, 2016).

Ya desde el uso de la palabra misma, para denominar estos textos, se puede ver el carácter escéptico del género ensayístico. El sustantivo masculino Essay y el verbo Essayer, en el siglo XVI, según el Thresor de la langue francoyse, compuesto por Aimar de Ranconnet (14..—1559)y revisado y aumentado por Jean Nicot (15307—16007), publicado en 1606, editado por D. Douceur, en París (páginas 259—260), tenían los ya los significados de prueba, tentativa o cues—tionamiento propios del escepticismo (también Dupuys, 1573). Así, se puede colegir que el concepto ensayo, en el francés de la época de Montaigne, en varias de sus acepciones, al aplicarse a esta forma de escritura y de pensamiento y de vida, pone de manifiesto la imposibilidad de resolución de un pensamiento y escritura que siempre se ensaya y que plenamente consciente de su inepcia se encuentra en búsqueda incesante, y se humilla en vanos tanteos.

Esta idea del ensayo también refuerza el motivo fideísta: se ensaya por impotencia y por incapacidad de la razón. En parte es un acto de humildad de quien quizá solo puede una vida sencilla, sin lustre: "Si mi alma pudiera asentarse, no haría ensayos, sino que se mantendría firme; siempre está aprendiendo y poniéndose a prueba. Expongo una vida baja y sin lustre, lo mismo da. Toda la filosofía moral puede ligarse a una vida común y privada igual que a una más brillante. Cada hombre lleva consigo la forma entera de la condición humana" (L. III, C. 2, p. 805), de quien se sabe criatura imperfecta, de quien parte de su ignorancia y vuelve inevitablemente a ella, porque la sabiduría toda reside en el Creador, nosotros solo podemos obtener resultados endebles: si detenemos la búsqueda es más por cansancio que por haber encontrado algo sólido y estable.

Ahora bien, lo que se ensaya, principalmente, es una vida, la propia vida. Esta es otra textura: el intimismo. Los Ensayos, como bien enuncia Navarro (2003), no versan como los escritos de su época, sobre materias ajenas, sino sobre el propio autor, y cuando habla sobre otros temas, lo importante es cómo los asimila y los transforma al pasar por su prisma. Es Michel la materia de sus libros. Desde el prefacio lo anuncia: "Así, lector, sabe que yo mismo soy el contenido de mi libro", al punto de considerar este ejercicio como su suma ciencia: "Yo me estudio más que ningún otro asunto: soymifísica ymimetafísica". Pero al hacer esto solo expone su impotencia, su vanidad (en el sentido de vanitas, de algo hueco y no como sinónimo de orgullo), su nadería.

No hay en este ensayarse a sí mismo ninguna contradicción ni límite a su escepticismo: el escepticismo de Montaigne pasa por la subjetividad, pero por una subjetividad desubstancializada, lábil y fluida, como bien indica Brahami (1997, p. 90). Así, cuando dice en el prefacio al lector que se pinta a sí mismo, este intimismo, esta pintura de sí mismo, ha de entenderse como un acto de humildad: es el reconocimiento de la nada del sí mismo, que se difumina en cada ensayo.

También se encuentra la textura del vitalismo. Como explica Brahami (1997), el fideísmo de Montaigne se traduce positivamente en un vitalismo radical. Si la razón deja de ser una categoría fundamental para captar la naturaleza, y esta deja de ser el lugar de la razón, ella deja de entenderse como Cosmos (mundus). Lo que queda, entonces, como única guía de la vida es el instinto, el cual hace de lo real un efecto inventado por la vida, pero una vida entendida como puro flujo, no esencial y, por lo tanto, que no fundamenta ninguna ontología. El fin primordial al que nos guía la vida, por el instinto, es la salud, que no es más que lo habitual, y cuyo criterio de reconocimiento es la voluptuosidad: "Lavoluptuosidades el fruto extremo de mi salud" (L III., Cap. 13, p. 1103). Este vitalismo es un hedonismo.

La última textura sería el conservadurismo. Este está emparentado, por una parte, con el conservadurismo pirrónico, que se deriva de su criterio para la acción, de seguir las apariencias, que les permite vivir sin opiniones y sin caer en la inacción, observando las exigencias vitales (ea quae ad vitam communempertinent, obseruando, en la traducción de Estéfano), esto es, las leyes y la costumbre, el instinto o lo que enseña la naturaleza, las pasiones y la enseñanza de las artes, siempre y cuando no se adhiera a ellas con dogmatismo ( Sexto Empírico, 1562, pp. 14—15;1569, XI: 14—38).

Por otra parte, es consecuencia de su vitalismo. Para Montaigne, el cuerpo político es considerado como un cuerpo viviente, y como cuerpo viviente se relaciona con la salud. Además, como para él no existe el derecho natural, entonces no hay una constitución política verdadera en sí misma, es decir, todas son arbitrarias. La constitución inmemorial es la mejor, porque es la que sanciona la costumbre, es decir, la que sigue el flujo habitual de la vida. La novedad es siempre mala y violenta, porque instaura una ruptura en lo habitual. Solo una necesidad vital autoriza un cambio. Su conservadurismo es, además, un misoneísmo (Brahami, 1997).

2.2 Ejercitando el tacto: identificación de las texturas en Notas

En 1954 aparece en México, por iniciativa de Ignacio Gómez Dávila, en edición privada, la obra Notas. Nicolás frisaba los cuarenta y un años. Esta obra, que es una compilación desordenada de notas, escolios, glosas, de reflexiones dispersas, sin un tema central ni desarrollo lento y minucioso de un tema, sin embargo, tiene ciertas texturas escépticas de corte montaigniano, que inducen a pensar que hay una filiación entre Los Ensayos de Miguel de Montaña y estas. En este apartado se tratará de identificar algunas de estas texturas.

2.2.1 El fideísmo escéptico y la destrucción de la triada pirrónica

Para Gómez Dávila hay una relación sin contradicción entre religión y escepticismo: él mismo se define como "sensual, escéptico y religioso". Antes bien, el escepticismo es, algunas veces, la mejor propedéutica a toda apologética cristiana, más aun, es la actitud que se sigue cuando se contemplan las verdades racionales, después de alcanzado el éxtasis místico, la unionem mysticam (Gómez Dávila, 2003, p. 345). Además, el escepticismo, habida cuenta de la situación de la conciencia contemporánea, sumida en la desesperación, se convierte en el mejor aliado de la fe, y solo él nos protege de la blasfemia nacida de la angustia, pues la lenitiva meditación sobre la Providencia, que antaño tranquilizaba las almas, es para el bogotano hogaño un juego "obsoleto y cruel" (p. 96).

Por otro lado, para Gómez Dávila, en clara actitud antiin—telectualista cristiana11 , la vanidad de la ciencia se vive como la vanidad de nuestra ciencia. El reconocimiento de su ignorancia e incapacidad para adquirir, incluso, la más majestuosa ciencia humana, lo abate. A veces solo lo consuela constatar la permanencia de los problemas: "Para nuestra ignorancia, que agobia sin lograr satisfacer una ciencia majestuosa y soberbia, es a veces consuelo suficiente el constatar la permanencia de los problemas" (Gómez Dávila, 2003, p. 207), o consuelo más terrible aun, constatar la nadería de nuestra abundante ciencia, circundada por la noche de la nada: "Ante el acervo de los conocimientos humanos, lo único que impide que nuestra ignorancia nos agobie es el recuerdo de la zona ilimitada de tinieblas que los circunda" (p. 165).

Nuestra ciencia es ciencia de nuestra impotencia. En el centro de cada evidencia adquirida se agazapa la posibilidad de su negación y de que nuestra ignorancia nos haga tomar por oro lo que es oropel: "Todo lo que ignoro me oprime, y mis más patentes evidencias sufren de la sombra que sobre ellas proyecta la sospecha de que mi ignorancia esconda una más pura evidencia que las anula" (Gómez Dávila, 2003, p. 359). Pero estas evidencias amenazadas por la sospecha de la propia ignorancia se resuelven inexorablemente en la comprobación de la misma, pues el examen atento de nuestras ideas termina en el incremento de ella y en la ampliación de nuestra incertidumbre: "Cada idea que examino aumenta mi ignorancia y extiende mi incertidumbre" (p. 205).

Empero, será en este paraje inhóspito y desolado de la conciencia de la propia impotencia donde brille la luz de Dios. El hombre abajado se arrodilla ante su creador:

"Siempre me ha bastado vislumbrar el paisaje de la conciencia desolada, para sentirme arrastrado por un viento de confianza irresistible ante los pies de Dios" (p. 97). Solo cuando el hombre se despoja de su vanidad y soberbia, y se presenta desnudo ante Dios, en absoluta soledad, hay una garantía para la inteligencia: "La soledad absoluta y la desnudez ante Dios son las únicas garantías de la inteligencia" (p. 286). Luego, si existe una sabiduría, esta es infusa, puro don de Dios: "Humildemente acepto que me circunde un ancho silencio; pero haced, Dios mío, que las palabras pueblen mi soledad y labren en ella sus ricas mieles" (p. 148).

Para concluir este apartado valga decir que, en el escepticismo fideísta gomezdaviliano, la triada pirrónica tampoco es relevante. Gómez Dávila es escéptico, sí, pero escéptico no metódico (al estilo cartesiano), como lo quiere Volpi en la introducción de Notas, sino montaigniano. Gómez Dávila (2003) substituye la Isósthénéiapor la asthenia (p. 173); la epojépor la certeza instintiva (pp. 173 y 477); y la ataraxia se convierte en un fin imposible: solo puede pensarse en relación con Dios: "Que Dios nos venza o que lo conquistemos. La violencia sola nos entrega a Dios o nos lo entrega" (p. 225).

2.2.2 La nota como praxis ensayística

Es importante tener en cuenta que denominar "ensayos" a una colección de notas dispersas no es nueva. Ya desde los orígenes del género ensayístico se encuentra esta relación. Bacon, en la carta al príncipe Henry de Gales, y a quien él tenía pensado dedicar (pero que no lo hizo, porque murió antes de hacerlo) la cuarta edición (la segunda genuina) de The Essaies of Sir Francis Bacon, Knight, the Kings Solliciter Generall, publicada en 1612, impresa en Londres por John Beale, usa el término "ensayo" para denominar una colección de notas (notes12) o reflexiones dispersas que tienen de novedoso solo el nombre, pues el referente es antiguo; por ejemplo, las Cartas a Lucilio de Séneca, según él, podrían denominarse ensayos, solo que tienen la forma de cartas (Bacon, Spiers & Montagu, 1884, p. XVI).

Por otra parte, no sería descabellado decir que los ensayos montaignianos son, a su vez, notas, en todo caso textos marginales: se distingue un centro que tiene valor por sí mismo y un margen con "notas" extravagantes y fantásticas, compuestas sin método y sin otro orden ni proporción que el acaso, cuya gracia reside en la variedad y rareza:

Considerando cómo lleva a cabo su tarea un pintor que tengo, me han venido ganas de imitarlo. Elige el lugar más bello y más centrado de cada pared para ubicar allí un cuadro elaborado con toda su capacidad, y el hueco alrededor lo llena de grotescos, que son pinturas fantásticas sin mayor gracia que su variedad y extrañeza. ¿Qué son estos también, sino unos grotescos y cuerpos monstruosos, formados de diversos miembros, sin forma determinada, sin otro orden, continuidad y proporción que los fortuitos? (L. I, C. 28, p. 183)

Como bien expone Navarro (2003), Los Ensayos se compusieron a manera de grotescos, naciendo alrededor de El Discurso de la servidumbre voluntaria de su amigo Esteban La Boétie, pero la suerte política un poco escabrosa de este opúsculo lo llevó a desistir de esta idea; Michel vacila cuando nos lo introduce en el capítulo Sobre la amistad: en un primer momento hace una presentación de El discurso; después, excusa los errores de este, pues se escribió a manera de ensayo, en la primera juventud del autor; y por último, indica las razones por las cuales no lo incluye. En su lugar publica, en el capítulo siguiente, los 29 sonetos amorosos de La Boétie, que M. de Poiferré le dio a conocer. Sin embargo, con el tiempo la presencia del amigo irá tornándose borrosa. La cuestión queda saldada con las catorce tachaduras en la edición de Burdeos sobre los sonetos de Esteban. El texto del amigo, explícito en un primer momento, va ocultándose y convirtiéndose, cada vez más, en un texto implícito.

Como sea, las notas gomezdavileanas son expresión de una escritura y un pensamiento vacilante, plenamente consciente de sus límites y de su mediocridad, propio de alguien que carece de opiniones, que no logra hacerse a un repertorio de soluciones, de alguien que solo tiene ideas transitorias y fugaces (Gómez Dávila, 2003, p. 173). Su aspiración, más que aceptar su pensamiento y prolongarlo, es, por el contrario, "borrar con cada pensamiento el pensamiento anterior" y que "cada afirmación encierre ya la negación que la elimina" (p. 173).

Más aún, a este tipo de pensamiento solo le conviene la nota —y de ningún modo los géneros más estructurados de la academia—, pues ella capta el carácter inconcluso, de perpetuo ensayo, de zetesis continua, de una reflexión henchida de contradicciones:

La exposición didáctica, el tratado, el libro, solo convienen a quien ha llegado a conclusiones que le satisfacen. Un pensamiento vacilante, henchido de contradicciones, que viaja sin comodidad en el vagón de una dialéctica desorientada, tolera apenas la nota, para que le sirva de punto de apoyo transitorio. (Gómez Dávila, 2003, p. 51)

Además, tiene la ventaja de que "la nota breve no abusa de la paciencia del lector, y simultáneamente permite que lo que deseamos escribir se halle concluido antes que la conciencia de su mediocridad nos impida continuarlo" (Gómez Dávila, 2003, p. 316). Así, la nota es un doble gesto de humildad.

El escribir es por sí un acto de soberbia: "¡Cuánta presunción revela el solo acto de escribir!" (Gómez Dávila, 2003, p. 316), pero es, asimismo, la única forma de fijar un pensamiento que en raras ocasiones alcanza la lucidez y que, aunque merezca olvidarse, se resiste a ello, por un ansia secreta: "Escribir es la mejor manera de impedir que nuestros fugaces momentos de lucidez, que los días que hemos logrado ocupar noblemente, se confundan con las irremediables trivialidades de nuestra vida y fluyan, perdidos en su curso, hacia el olvido que merecen pero que rechaza, en nosotros, una ansia secreta" (Gómez Dávila, 2003, pp. 339 y 106). Qué hacer entonces: callar por orgullo o elegir una forma que salve la lucidez y nos recuerde nuestra impotencia y lacere nuestra vanidad: esto es la nota, la forma más cercana al silencio (Gómez Dávila, 2003, p. 50).

En conclusión, ellas son la prueba de una vida que dimitió, pero que a través de ellas aspira secretamente, sin esperanza, a salvar la última razón de vivir: el deseo de comprender; por ello, solo se encontrarán en estas unas pocas centellas fugitivas, arrancadas a una estéril inteligencia (Gómez Dávila, 2003, p. 49).

2.2.3 Sobre el intimismo

Y es que en el centro de todo lo que se ensaya es una vida, en plenitud de conciencia de su fracaso, que vuelve sobre sí. He ahí su intimismo: "Nada más vano, ni más delicioso, que hablar de sí mismo" dice Gómez Dávila (p. 173). A él solo le interesa dejar una voz "inconfundible y pura", su voz; su imagen: "una sombra que seduzca a unos pocos" (p. 467). Sin embargo, cree que hasta de esto es incapaz: "El único libro para el cual tengo material suficiente sería la autobiografía de un mediocre; pero desgraciadamente aun ese libro requiere talento para ser escrito" (p. 162).

Sus notas versan sobre él mismo, y cuando habla sobre otros temas, lo importante es cómo los transforma al pasar por su lente.

No se propone enseñar nada a nadie, sino ejercitar su vida, para mantenerla en tensión (Gómez Dávila, 2003, p. 439); por lo tanto, lo único que le importa es el conocimiento del que su escuálida alma es capaz, del que pasa por su subjetividad: "El que no se propone ni enseñar ni predicar, no tiene por qué preocuparse de la ciencia en sí, sino solamente de la ciencia suya. No es lo que el hombre sabe, sino lo que yo puedo saber que debe importarme" (p. 126).

Él mismo definirá su escepticismo no como un rechazo de todo principio, norma o regla, sino como la imposibilidad de recibirlos heterónomamente: para él es necesario que se creen en el flujo mismo de la vida, de su vida (Gómez Dávila, 2003, p. 108).

Nos extenderíamos si hiciésemos acopio de todas esas bellas reflexiones en las que se pinta a sí mismo de manera explícita (como un buen ejemplo véase: Gómez Dávila, 2003, p. 162). Baste con decir que esta característica de Notas ha dado pábulo para que se vean como cantera irremplazable para obtener datos biográficos del autor, sin entender su sentido profundo: la pintura de una subjetividad vana, rota y totalmente desestructurada, alimentada únicamente por la esperanza de "la injusticia de Dios" (Gómez Dávila, 2003, p. 178), sin el cual no hay mérito posible: "ανδρός δέ σπουδή γίνεται ούδεμία"13 de Teognis— epígrafe a mi biografía" (p. 162).

2.2.4 El vitalismo hedonista

Sobre el vitalismo del bogotano se podrían decir muchas cosas y rastrear diversas influencias, que no disminuirían sino que enriquecerían los esbozos que aquí se hagan. En este horizonte de interpretación, el vitalismo de aquel es la expresión positiva de su fideísmo y anti—intelectualismo, los cuales impiden la reducción del universo a una explicación racional. Luego, si el universo es ilógico, la vida misma, su preservación, y el placer se convierten en guías para la conducta humana.

Si para Gómez Dávila (2003)

El universo es un sistema de términos inefables; o en el universo se revelan presencias absolutas que se imponen; o la espiritualidad del universo es del orden del espíritu concreto y no del espíritu abstracto; o no hay generalidad idéntica de la razón, sino generalidad distinta del individuo; o el universo es un sistema de individuos, cuya identidad espiritual no elimina la irreductible diferencia. O un monismo esencialmente pluralista. (p. 319)

Entonces este no es algo transparente y fluido, reductible a la razón, como la ciencia pretende, por lo cual es menester oponer al universo de la ciencia un universo estético, que salve la densidad sensual, estética y mística del universo, es decir, su calidad de totalidad irreductible (Gómez Dávila, 2003, p. 319).

Esta oposición es necesaria, porque el universo de la ciencia falsea de alguna manera el universo natural al reducirlo a nuestras necesidades inmediatas: "El universo de la ciencia solo contiene valores pragmáticos (llamamos hecho, cosa, lo que es susceptible de comportamiento), mientras que el universo natural que intenta reemplazar contiene ricas series de valores" (Gómez Dávila, 2003, p. 332). Sin embargo, la oposición no es real, sino metodológica, pues la interpretación estética, mística y sensual del universo trasciende, sin negar, la interpretación científica (p. 321).

Ahora, este universo carnal, estético y místico, fragmentado y roto, de estremecimiento y angustia, aunque irracional, no nos es ajeno, ya que es un universo total y se puede experimentar in totum en cada una de sus partes, porque la totalidad está en la parte y la parte en la totalidad: el universo es más que la mera suma de sus partes; esto último es una vana ilusión de la razón, que induce a la desesperación (Gómez Dávila, 2003, p. 428).

Un espíritu crítico aspira a alcanzar esta unidad, de la cual se engendra la multiplicidad de apariencias (Gómez Dávila, 2003, p. 261), a través de una experiencia total: ya sea mística, estética, sensual14 o histórica. Para su posesión no es necesario sumar experiencias, una sola cosa nos la puede revelar en su totalidad: "Nada en el mundo se pierde para nosotros, si tenemos una posesión profunda de una sola cosa" (p. 428) más aún, "el conocimiento superior es el que conoce a cada objeto como único y no busca nada más allá del objeto mismo" (p. 251).

Además, este universo carnal total, irreductible a un principio racional, es en apariencia susceptible de orden, de estructura y de comprensión. Ciertamente, no podemos explicar racionalmente el universo, pero este es capaz de significado y, por tanto, de orden:

Hay cosas susceptibles de explicación y otras capaces de significado. Aquéllas pueden ser descompuestas en elementos simples y se someten al principio de identificación; estas son indivisibles, bloques absolutos que tan solo podemos colocar, ordenadamente, en el universo. (Gómez Dávila, 2003, p. 319)

Su estructura es la estructura paradójica que la belleza y el dolor nos revelan en franca contradicción:

La presencia de la belleza nos parece revelar una estructura del universo que, sin embargo, la constatación del dolor refuta. Pero la presencia del dolor nos parece también revelar una estructura del universo que, a su vez, la constatación de la belleza refuta. (Gómez Dávila, 2003, p. 354)

Y es comprensible: si el tiempo es una categoría de las cosas, luego este no sería absurdo:

Si el tiempo no es una categoría de las cosas, si el universo no tiene historia, las cosas son en cada momento lo que pueden ser, y el fracaso de una explicación, su imposibilidad lógica, demuestran que el universo es absurdo.

Pero si la historia es categoría del universo, como del hombre, la imposibilidad actual de una solución lógica y satisfactoria no demuestra, sino la pérdida actual de una razón histórica, de un acontecimiento donde yacen las simientes de los hechos actuales como de los absurdos intelectuales y de las imposibilidades lógicas. (Gómez Dávila, 2003, p. 334)

Cabe aclarar que una filosofía de la historia que quiera comprender el universo debe apoyarse en la noción de experiencia total, de manera que salve la riqueza densa y sensual del mundo: "La noción de experiencia total debe ser la construcción epistemológica sobre la cual conviene apoyar una filosofía de la historia que anhela salvar la riqueza densa y sensual del mundo" (Gómez Dávila, 2003, p. 190), y esto requeriría de una nueva teoría de la percepción: "Creo que no hay conocimiento sino experimental, mas creo que la experiencia total difiere de la experiencia vulgar y requiere una nueva teoría de la percepción" (p. 127).

Sea como sea, lo que se quiere es construir un universo humano, henchido de contradicciones, ilógico: "El universo que construimos con la oposición de términos contradictorios no es un universo lógico, pero es un universo humano". En este universo, la única guía de la vida es el placer: "No se trata, en verdad, de no buscar sino el placer, sino de no ver sino el placer" (Gómez Dávila, 2003, p. 250). La vida misma se define en términos de placer: "Vivir es un placer que la vida nos rapa de las manos" (p. 447).

Para Gómez Dávila (2003): "El placer no es un elemento que pertenezca a ciertas cosas, sino una actitud del espíritu" (p. 250), el cual "no consiste en adecuar las cosas a nuestro espíritu, sino en adecuar nuestro espíritu a las cosas" (p. 249). Así, "siendo el placer una forma pura, toda materia le conviene, y toda vida (p. 250).

Por otra parte, el placer para ser total debe culminar en la inteligencia, entendida esta como una mera función animal: "No habremos aprendido a gozar sensualmente el mundo, sino cuando el gesto que palpa se prolongue en arabesco de la inteligencia" (Gómez Dávila, 2003, p. 254), y a su vez, "La inteligencia que olvida o desprecia los gestos voluptuosos, desconoce la densidad que presta al mundo la oscura presencia de la carne" (p. 54). Entonces, las actividades intelectuales son la forma más pura del placer (Gómez Dávila, 2003, p. 250). Esta actitud podría entenderse como un hedonismo intelectual, pero no puede reducirse a eso (p. 135). Luego, su vitalismo (estético, místico y sensual) es, en conclusión, una especie de hedonismo: "La dicha no difiere del placer. La dicha es ese estado del alma donde todas las cosas se piensan naturalmente bajo la sola categoría del placer" (p. 250).

2.2.5 El conservadurismo

Por último, se encuentra la textura del conservadurismo15 . Para Gómez Dávila hay un tipo de conservatismo que es consecuencia de un escepticismo auténtico. Para demostrar esto formulará una explicación psicológica, que bien se podría equiparar con el criterio práctico pirrónico de seguir las apariencias. Según él, el escéptico o a quienes "subyuga una irrestricta necesidad de pensar" necesitan la tranquilidad del mundo exterior, pues no podrían perseverar en la vida, en una doble incertidumbre: teórica (la de sus pensamientos) y práctica (la de la comunidad política). Además, todo cambio social revolucionario implica un dogmatismo, pues el revolucionario, que es un insatisfecho, es alguien que se forma opiniones con facilidad y no sabe dudar de las ideas en que cree. Igualmente, es dogmático un tipo de conservatismo, el del conservador satisfecho, que se opone al cambio más por pereza que por imposibilidad psicológica:

El conservatismo político tiene una doble raíz y hay dos especies distintas de conservadores. Los unos son conservadores porque la pereza del espíritu, la satisfacción consigo mismo y con su situación, les impide ansiar un cambio cualquiera. A la segunda clase pertenecen los escépticos auténticos o aquellos a quienes subyuga una irrestricta necesidad de pensar. Estos últimos, sobre todo, necesitan la tranquilidad exterior, incapaces de soportar simultáneamente la incertidumbre, el desorden, la agitación, el caos de sus pensamientos y los del mundo. Revolucionario, al contrario, es el insatisfecho o, más bien, el que se forma opiniones con facilidad, piensa superficialmente la compleja estructura de las cosas, y no sabe dudar de las ideas en que cree. Quizá podemos decir que, entre los mediocres, aquellos que lo son menos, serán revolucionarios; y que, entre los grandes espíritus, aquellos que lo son más, serán conservadores. (Gómez Dávila, 2003, p. 209)

Por lo demás, todo cambio que no obedezca a las necesidades vitales está condenado a fracasar, pues ejerce violencia al curso natural de la vida, que inevitablemente vuelve a sus cauces, a sus hábitos, pues la comunidad política es como un organismo vivo, que busca la facilidad de sus usos milenarios (Gómez Dávila, 2003, pp. 157—158). Por ello, desconfía de todo lo nuevo. Así, criticará con severidad esa identificación ingenua que hace el hombre moderno entre lo bueno y lo nuevo, la cual surge del optimismo más ramplón, de la vanidad más desaforada y del "olvido de ciertas precauciones elementales de un sano malthusianismo intelectual" (pp. 101—102).

Para concluir, esta sociedad, que ignora los usos milenarios que la vida misma labra en la historia, sufrirá las mayores violencias cuando la vida misma imponga su curso natural:

Cierta sana razón biológica a que la vieja sociedad se sometía —sin que fuese necesario ejercer mayor violencia—, por el solo juego de sus instituciones y de sus costumbres, requerirá para restablecerse mañana, cuando su urgencia sea ineludible, una frialdad quirúrgica que me espanta. (Gómez Dávila, 2003, p. 429)

Conclusiones

Se pueden identificar en el libro Notas algunas texturas escépticas, que revelan una filiación filosófica entre el autor de Los Ensayos y el bogotano: se podría decir, incluso, que aquel es un texto de corte escéptico montaigniano, que más que una simple obra de transición representa un proyecto filosófico inacabado, pero muy bien definido.

Si esto es así, ¿hay continuidad, giro o ruptura en el interior del pensamiento de Gómez Dávila? Si tenemos en cuenta lo que se induce de lo dicho por Téllez (1955) sobre denominar sus siguientes obras con el título de Notas, por qué no lo hizo, qué cambió, por qué no las tituló de la misma manera. ¿Cómo explicar, entonces, el cambio que hay entre Notas, Textos Iy Escolios (sin contar De iure o El reaccionario auténtico)?, o ¿son todas estas obras expresiones diferentes de un único pensamiento (escéptico) que varía de títulos y formas de expresión?

Para quienes estas líneas escriben hay un único proyecto escéptico, con variaciones en sus texturas: unas, algunas veces más rugosas; otras, algunas veces más lisas; con una depuración estilística continua. Estos cambios se experimentan como giros, no como rupturas. Estos giros se pueden dar entre obras o en el interior de una misma obra.

Si tomamos la triada Notas, Textos Iy Escolios, se considera que entre Notas y Escolios, teniendo como pivote Textos, hay un giro. Se pasa de la incertidumbre total al fanatismo. Esta afirmación no debe causar escozor, ya que para Gómez Dávila (2003) el fanático es un escéptico que extrema su convicción, precisamente al estar acosado por la duda (p. 139).16

Así, afirmará que "el fanatismo es solo el dogmatismo de quienes dudan secretamente de lo que predican con énfasis" (p. 161). Para él, el fanatismo engendra la lucidez y es la raíz de toda grandeza (pp. 205 y 85). Solo los presuntuosos censuran el fanatismo: "El presuntuoso censura el fanatismo. ¡Cómo, exclama silenciosamente, puede ser posible que se halle un mundo donde yo no he descubierto nada!" (p. 291).

Es equivocado pensar que el fanatismo es una calidad del vulgo, de la plebe, de las muchedumbres; no, estas no son fanáticas, sino impulsivas, ya que el fanatismo requiere de meditación y de amor a las ideas, este es, más bien, una de las formas de "la inteligencia perdida en sus propias obras y que no alcanza, así, a adquirir esa conciencia de su naturaleza propia que la separa de lo que meramente hace para que solo atribuya importancia a su pura esencia" (Gómez Dávila, 2003, pp. 431—432).

Y lo más importante, el fanatismo es condición de posibilidad del cristianismo: no se puede ser cristiano sin ser fanático: "El fanatismo honrado es el que oscuramente cree que la verdad sufre si los hombres la desconocen. Solo el cristiano puede ser fanático lógicamente, y si deja de serlo es que deja de ser cristiano" (Gómez Dávila, 2003, p. 314).

Entonces, se puede entender a profundidad el epígrafe con el que abre sus Escolios en 1977, tomado de la segunda parte, capítulo octavo, al final (página 213, volumen 1, de la edición de 1857) de Madame Bovary de Flaubert, cuando el boticario, un escéptico radical, dice al notario de una viejita, casi sorda, que en gesto votivo piensa dar su galardón para que digan algunas misas en su favor: "¡Qué fanatismo! exclamó el farmacéutico dirigiéndose al notario" (Flaubert, 1857). Qué fanatismo... su proyecto del reaccionario auténtico, qué fanatismo su guerra de guerrillas contra la modernidad decadente. qué fanatismo, qué fanatismo.

No obstante, todo esto requiere de una investigación más profunda. En futuros estudios sería interesante reconstruir la postura escéptica de conjunto de Gómez Dávila, tanto a partir de sus obras como de los libros relacionados con Montaigne de su biblioteca, reconstrucción en la cual se evalúe genéticamente el escepticismo del autor y sus posibles transformaciones o giros o, lo cual es una posibilidad, se demuestre si finalmente abandonó su postura escéptica.


1 En la primera mitad del siglo XX, Pierre Villey (1908), uno de los más destacados estudiosos contemporáneos de Montaigne, entendió el escepticismo de los Ensayos como una actitud pasajera; valoración en la que le acompañaron otros especialistas como Fortunat Strowski (1934). Sin embargo, después del estudio de Hugo Friedrich (1949), las perspectivas cambiaron y el escepticismo tomó un protagonismo decisivo. Todavía algunos autores se resisten a interpretar desde este enfoque la obra del escritor francés (Sève, 2007, p. 15), pero la inmensa mayoría entiende la skepsis como un elemento clave a la hora de leer los Ensayos. El problema, más bien, es que cada estudioso lo interpreta de diferente manera, pudiendo decirse con Marcel Conche (1996) que "(...) se habla del "escepticismo" de Montaigne; pero ¿qué es el escepticismo?" (p. 28). De cualquier modo, tales interpretaciones pueden agruparse, pese a su disparidad. Así, de un lado, para muchos el escepticismo antiguo es esencial a la hora de entender la obra de Montaigne, aunque unos vinculan la skepsis de los Ensayos al pirronismo (Dumont, 1985, p. 164; Conche, 1994, p. 151); otros entienden que su posición evolucionó del escepticismo pirrónico al académico (Limbrick, 1977, p. 67), y algunos, más recientemente, sostienen que desde el principio el escritor bordelés mezcló pirronismo y academicismo (Eva, 2007, pp. 29—37; Maia Neto, 2012, pp. 351 y ss.). De otro lado, desde posiciones teóricas muy influyentes, algunos autores han defendido la interpretación escéptica de Montaigne, aunque vertiéndola en nuevos moldes —por ejemplo, el ya mencionado Frédéric Brahami (1997, 2001a, 2001b) o también Sylvia Giocanti (2001)—.
No pretendemos agotar el panorama interpretativo en torno al posible escepticismo de los Ensayos de Montaigne, que sigue suscitando debates y posiciones irreconciliables. En este caso hemos seleccionado una lectura ya clásica, la de Brahami, por sus afinidades con respecto a las referencias que a los Ensayos, y concretamente al escepticismo de Montaigne, encontramos en Notas de Nicolás Gómez Dávila.
2 Los ensayos escépticos, escritos en esta época, serían enriquecidos posteriormente con textos de Diógenes Laercio, Cicerón, Agrippa, Sánchez et alteri. Véanse para Laercio, pp. 115 — 117, para Cicerón, pp. 98 — 104, para Agrippa, pp. 61 — 62, y para Sánchez, pp. 209 — 210.
3 La Conversación fue publicada en 1728 por p. Desmolets. Condorcet, y más tarde Bossuet, la publicaron omo un artículo de Los Pensamientos, con algunas supresiones. Saint—Beuve y Victor Cousin denunciarán esta falta, Saint—Beuve restituyó en parte los lugares suprimidos o alterados. La Conversación no se volvió a editar de manera completa hasta la edición de Faugère y la de Huvet (Pascal, 1875).
4 Para profundizar sobre la influencia de Pascal en la visión de Montaigne como un fideísta escéptico puede leerse Raga (2016). ¿Montaigne Escéptico? La influencia de Pascal en nuestra compresión de Los Ensayos [en prensa].
5 Popkin entiende por fideísmo "un grupo de posibles opiniones que van desde: 1) de una fe ciega que niega a la razón toda capacidad de llegar a la verdad, o de hacerla verosímil, y que fundamenta toda certidumbre en una adherencia completa e incondicional a algunas verdades reveladas o aceptadas, hasta 2) la que da a la fe prioridad sobre la razón. Esta última idea niega la razón toda certidumbre completa y absoluta de la verdad anterior a la aceptación de alguna proposición o proposiciones por fe (es decir, admitir que todas las proposiciones racionales son dudosas hasta cierto grado, antes de aceptar algo por fe), aun cuando la razón pueda desempeñar alguna función relativa o probable en la búsqueda o explicación de la verdad" (Pop—kin, 1983, pp. 18—19).
6 Citamos Los ensayos por la edición de Villey—Saulnier (1965). Tanto las traducciones de la obra de Montaigne como las restantes a lo largo del artículo son nuestras.
7 La relación de Montaigne con Sabunde ha sido objeto de múltiples debates (véase, por ejemplo, el texto de Jaume de Puig (1994) o el de Luiz Eva (2004), aunque la bibliografía al respecto es muy vasta). Y pese a que nuestra posición, que asume los lineamientos principales de la lectura de Brahami, no deja de ser polémica, pueden tenerse en cuenta aseveraciones como esta: "La razón humana se pierde en todo, pero especialmente cuando se mezcla con las cosas divinas. ¿Quién lo ve más claramente que nosotros? En efecto, aunque le hayamos otorgado principios ciertos e infalibles, aunque demos luz a sus pasos con la santa antorcha de la verdad que Dios ha querido comunicarnos, sin embargo observamos cotidianamente, a poco que se contradiga el camino común y se desvíe o aparte de la vía trazada y trillada por la Iglesia, que enseguida se pierde, se enreda y se traba, y gira y flota en el ancho, turbio y cambiante mar de las opiniones humanas, sin freno ni objetivo (...). El hombre no puede ser sino lo que es, ni imaginar sino según su alcance" (L, II, C. 12, p. 520), que evidencian la distancia entre la postura de Montaigne y el racionalismo teológico extremo de Sabunde. Sea como fuere, que Montaigne escribiera una defensa de la obra del teólogo, para terminar dinamitando sus posturas principales, no deja de estar en concordancia con el estilo irónico del autor bordelés.
8 Pues su proyecto apologético trata la cuestión teológica desde la perspectiva de la esencia racional de Dios, pero la lleva más allá, hasta demostrar racionalmente el misterio de la trinidad y la mismísima revelación escrituraria.
9 En cuanto la fe no tiene nada de sobrenatural: la obra del evangelio no es más que la realización plena de la naturaleza del hombre en cuanto hombre.
10 Porque lo útil es el criterio de la verdad, donde lo útil supone la veracidad de la naturaleza—racional creada por Dios.
11 En otro libro, Textos I, en el ensayo 5, pp. 45—53, reduce la inteligencia a una mera facultad animal, como también lo hace Montaigne en los Textes du "bestiaire". En este delicioso escrito dirá que lo que nos hace humanos es la experiencia religiosa de Dios.
12 La palabra Notes se podría traducir como apuntamientos, reflexiones, notas, observaciones. La palabra no se encuentra en A Table alphabetically, de Robert Caw—drey (primer diccionario de la lengua inglesa), ni en la primera edición de 1604, ni en la cuarta de 1617, impresas en Londres por I. R y por W. I, respectivamente, para Edmund Weauer. La entrada Nota del Thesaurus Linguae Romanae et Britannicae, de Thomas Cooper, en la edición de 1584, impresa en Londres, en la casa de Henricus Bynnemanus, no es muy útil para el efecto. Según Samuel Johnson en su Dictionary of the English Language..., 1768, tercera edición, impresa en Dublín por W. G. Jones, para Thomas Ewing, la palabra note significa en Bacon "State of being observed".
13 En el original está mal transcrito. La cita es tomada de las Elegías de Teognis, verso 170 ( Theognis, 1868). Según la traducción de M. Patin (1877): «L'homme par lui—même n'obtient aucune estime».
14 En Gómez Dávila (2003) la experiencia mística es estética, la experiencia estética es mística, y ambas son experiencias sensuales y eróticas (pp. 335, 313, 128). Dios mismo se experimenta en la sensualidad a través de una dialéctica carnal: "es a través de lo creado: a través de la belleza de una frase, de una forma, de un volumen; a través de lo que una presencia humana impone con autoridad serena; a través de su nobleza, su orgullo, su esplendor, su sufrimiento, su dicha; a través de la verdad parcial que no se basta; a través de la pasión intelectual que anhela una ascensión áspera, abrupta; es, así, a través de una dialéctica carnal que Dios aparece a mi razón, de manera tan irrefutable como deslumbra mi fe" (p. 466).
15 No se reconstruirá aquí lo que sobre el conservatismo piensa Gómez Dávila, solo nos interesa mostrar que el conservadurismo es una auténtica textura escéptica.
16 Es importante tener en cuenta la concreta, y peculiar, acepción que Gómez Dávila otorga a la noción de fanatismo. Ciertamente, de los Ensayos se desprende una actitud opuesta al fanatismo religioso que Montaigne despliega especialmente contra los protestantes: "Fue entonces cuando las novedades de Lutero empezaron a adquirir crédito, y a socavar en diversos lugares nuestra antigua creencia. Preveía bien, por la vía del razonamiento, que este comienzo de enfermedad degeneraría pronto en un odioso ateísmo" (L. II, C. 12, p. 439). "Pero si alguno de esos nuevos doctores [los teólogos protestantes] trata de mostrarse ingenioso en vuestra presencia, para libraros de esa peligrosa peste que se difunde diariamente por vuestras cortes, este preservativo para momentos de extrema necesidad [los argumentos escépticos] impedirá que el contagio del veneno os afecte a vos o a quienes os acompañan" (L. II, C. 12, p. 559). En general, toda actitud religiosa fanática, proceda del protestantismo o del catolicismo, choca con la defensa de una tolerancia amplia en Montaigne (Curley, 2005), pero esto no necesariamente se opone a la definición que del fanatismo, y su especial relación con el escepticismo, esboza Gómez Dávila.


Referencias

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