ISSN electrónico: 2011-7574 Fecha de recepción: octubre 13 de 2010 |
REFERENTES DOCTRINALES EN LA INDEPENDENCIA DE LA NUEVA GRANADA*
Doctrine concerning the Independence of New Granada
Jorge Conde Calderón
Ph.D. en Historia de la Universidad Pablo de Olavide. Profesor titular de la Universidad del Atlántico. jorgecondecalderon@gmail.com.
Universidad del Atlántico (Colombia)
Edwin Monsalvo Mendoza
Magíster en Historia de la Universidad Industrial de Santander. Profesor de la Universidad de Caldas. edwinmonsalvo@gmail.com.
Universidad de Caldas (Colombia)
RESUMEN
Este artículo analiza los referentes doctrinales o presupuestos ideológicos que sustentaron las acciones políticas, sociales y culturales de los actores del proceso de Independencia en la Nueva Granada. La mayoría de ellos fueron abogados, tanto de la capital como de las provincias, formados en los claustros universitarios santafereños. Hicieron gala de un lenguaje con un desproporcionado parafraseo y reproducción de extractos de los manuales de los principales divulgadores y difusores de los postulados políticos en boga.
Palabras clave: Referentes doctrinales, lenguaje político, José Blanco White, derecho de gentes.
ABSTRACT
This article analyzes the doctrinal or ideological assumptions concerning that sustained political action, social and cultural actors in the process of independence in New Granada. Most of them were lawyers, both the capital and the provinces, formed in santafereña university faculties, who did posses the language to paraphrase a disproportionate reproduction of excepts from the manuals of the main disseminators and distributors of the political principles in vogue.
Keywords: Concerning doctrinal, political language, José Blanco White, the law of nations.
INTRODUCCIÓN
En el imaginario colombiano existe la controvertible idea de que los conceptos Estado, nación y república remiten a un hecho histórico en 1810. Lo cierto es que a partir de ese año, esos términos, acompañados de otros como independencia, libertad, soberanía, patria, constitución, ciudadano, pueblo y otros de un nuevo registro político, comenzaron a ser de uso frecuente. Pero ¿cuál era su significado para los actores sociales y políticos de la época? ¿Cuáles fueron los referentes doctrinales sobre los que se fundamentaba su empleo?
Este trabajo analiza los presupuestos ideológicos inherentes a las acciones políticas, sociales y culturales de los actores del proceso de Independencia en la Nueva Granada. Algunos de esos actores realizaron estudios en leyes en los centros universitarios o en los colegios mayores ubicados en Santafé de Bogotá, capital del Virreinato del Nuevo Reino de Granada. Pero en ellos no solo se formaron individuos de la capital, sino también quienes llegaron de las provincias y que a su vez integraban o estaban vinculados a las redes de las familias notables y que tenían como espacio de poder la ciudad capital de la provincia o algún otro centro urbano importante, al cual regresaban una vez concluidos sus estudios para integrarse a la burocracia local.
En términos generales, estos individuos desarrollaron en los centros académicos sociabilidades políticas, construyeron redes y relaciones de poder que, en el contexto independentista, fueron de enorme utilidad para mantener su influencia en los cabildos y controlar las juntas supremas y los colegios electorales. Respecto a la conformación de estas corporaciones, nuevas instituciones y otros temas relacionados con el establecimiento del sistema de gobierno republicano, el ideal de nación y el tipo de organización estatal fueron debatidos combinando su familiaridad con los conceptos políticos y jurídicos españoles y los principios doctrinales que, en medio de los conflictos de la Independencia, adquirieron a través de la lectura de manuales de ensayistas y de divulgadores europeos como José Blanco White, Emmer de Vattel, Montesquieu, Edmund Burke, Grocio y Filangieri.
Por el contrario, la lectura de los considerados clásicos del pensamiento político moderno y la teoría de la indivisibilidad de la soberanía elaborada por Juan Jacobo Rousseau y Tomás Hobbes fue más esporádica de lo que hasta hoy se creía. Aún más, era improbable la inclusión de por lo menos fragmentos de los textos de estos autores en los periódicos y escritos de la época. Su alusión se redujo, en el mejor de los casos, a citas ligeras u ocasionales que, sin embargo, demostraban un exagerado parafraseo y reproducción de extractos de los manuales de los principales difusores de los postulados políticos en boga. Con tales presupuestos doctrinarios, el manejo ideológico de expresiones como independencia, revolución, confederación, pueblo, soberanía, sociedad civil, nación, Estado y federalismo, reflejó la mayoría de veces un tratamiento ambiguo y equívoco de ellas.
LETRADOS Y CULTURA POLÍTICA
Los actores y dirigentes de la Independencia neogranadina fueron en su gran mayoría abogados formados en la Universidad Tomística, el Colegio de San Bartolomé y el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Algunos recibieron instrucción escolar en los centros educativos regentados por los jesuitas hasta la expulsión de estos en 1767. En su condición de letrados, denominación que recibían los abogados de la época, habían sido preparados en derecho de gentes, derecho canónico y derecho civil (público) del Antiguo Régimen. También en derecho natural, autores grecolatinos y Teología.
Por consiguiente, sus ideas políticas se basaban en el pensamiento clásico de la Antigüedad, en las teorías católicas y en los planteamientos de una serie de pensadores españoles de los siglos XVI y XVII, como Francisco de Vitoria, Diego de Covarrubias, Domingo de Soto, Luis de Molina, Juan de Mariana, Francisco Suárez y, sobre todo, Fernando Vázquez de Menchaca. Hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX, las doctrinas de esos pensadores comenzaron a ser reinterpretadas y modificadas, constituyendo la base del pensamiento político hispánico moderno. Dos de los conceptos formulados por Vázquez de Menchaca y Suárez adqui rirían importancia entre 1808 y 1810: la noción de pacto entre el pueblo y el rey, y la idea de soberanía popular (Rodríguez, 2003, p. 86).
El curriculum de la carrera de Derecho fue una preocupación permanente del Gobierno español a lo largo del siglo XVIII. En medio de esas reinterpretaciones y adaptaciones doctrinarias, los estudios de jurisprudencia fueron objeto de reformas y controversias. Hacia 1790, el estudio del derecho natural y de gentes había dejado de ser de la incumbencia de los tomistas y se convirtió en justificación de la revolución en los dos continentes.
En España y en ultramar, la Corona decidió mantener el esquema político de la filosofía francesa por fuera del curriculum. En España se suprimieron las cátedras de ley pública e internacional. En 1794, sus fondos se destinaron a la enseñanza de la filosofía moral. Al año siguiente, en la Nueva Granada, el virrey José de Ezpeleta hizo lo mismo en los colegios de San Bartolomé y el Rosario. Al suprimir la cátedra de derecho público, sustituyéndola por la de derecho real, se alejó la atención de los estudiantes de temas tan delicados como la naturaleza de la autoridad, el papel de la legislatura y los deberes de los gobernantes con sus asuntos. Igualmente, les inculcó materias menos espinosas, como las leyes de contratación y de herencia. Como señaló el virrey mismo en su relación de mando, estos cambios eran los más apropiados y «convenientes en las circunstancias del país y del tiempo» (Colmenares, 1989, p. 220; Lane, 1994, pp. 29-36; Uribe, 1996, pp. 33-57).
Las autoridades justificaban los cambios porque muchos de los letrados terminaban haciendo parte del enjambre burocrático ensanchado por las innovaciones políticas borbónicas impuestas con un éxito relativo por Carlos III y el Estado español. Entre finales del siglo XVIII y los primeros años del siglo XIX, el proyecto borbónico contempló una extraordinaria ampliación de las tareas que le correspondían al poder político, a la organización política, estructurada, más o menos definidamente, bajo la forma de Estado. Sus competencias afectaban a las materias gubernativas, hacendística, jurisdiccional y militar, hasta entonces solo en manos de unos burócratas enviados desde la metrópoli, y comenzaron a compartirse tímidamente con la clase de los criollos notables, especializados en la doctrina jurídica impartida en las universidades.
El surgimiento de estos individuos y del Estado, como formas modernas de cultura, fueron formando y erosionando el interior de los agregados políticos que componían la sociedad del Antiguo Régimen. En este sentido, aparecieron formas de cultura proyectadas hacia lo público, antes que un poder propio de lo público; una socialización estatalizante, antes que una razón de Estado (García, 2001, p. 240).
La identificación de los letrados que ocuparon cargos destacados en el proceso de ampliación estatal puede realizarse a través del análisis de la composición de la Audiencia de Santafé durante el reinado de Carlos IV (1789-1808), lo cual permite apreciar el ascenso gradual de familias criollas y el control de empleos clave en el entramado burocrático. Sin embargo, el hecho parece ser de vieja data, ya que cuando el regente visitador Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres llegó a Santafé el 6 de enero de 1778, la influencia criolla en la Audiencia era sustancial. El clan familiar de los Prieto, los Ricaurte, los Caicedo, los Oriundo y los Álvarez proveía los candidatos más firmes para la mayoría de los empleos calificados (Phelan, 1980, pp. 29-30).
Durante la administración del virrey Pedro Mendinueta y Múzquiz (1797-1803), el poder e influencia criolla en la Audiencia se reafirmaría y experimentaría con otros emergentes o nouveaux arrives. Los apellidos Uricochea, Marroquín, Tenorio, Acevedo, Vergara Caicedo y Herrera Vergara engrosarían el cuadro de cuarenta y ocho familias, junto con los radicados (Marín, 2008).
Pero no solo la Audiencia era teatro del poder: los Cabildos, una institución que cargaba el pesado lastre del desprestigio, mantenían su carácter representativo y su fortaleza institucional. En las capitales provinciales, villas y otros centros urbanos menores, concentraban y decidían el rumbo de la comunidad política. Durante la crisis iniciada en 1808 serían claves en el contrapeso político a las autoridades virreinales.
Este fenómeno político, social y cultural influyó en las formas de convivencia, las costumbres y las sensibilidades de la sociedad neogranadina. Ello se reflejó en un avance de la autonomía del sujeto sobre su conciencia, el control de sus afectos y la instalación en la estructura de la personalidad de unos mecanismos educativos (socialización) y unos hábitos de trato social (sociabilidad) que empezaban a distanciarse de la espontaneidad afectiva de las comunidades tradicionales y que se acercaban, a su vez, a unas formas de adquisición y asunción de la cultura, en las cuales prevalecían la reflexión y la autocoacción. El hecho tuvo su máxima expresión en el grupo letrado que se aglutinó alrededor del "Semanario del Nuevo Reyno de Granada", dirigido y editado por Francisco José de Caldas, cuyo primer número apareció el 3 de enero de 18081.
El papel de las universidades o colegios mayores y algunos cambios sustanciales en la cultura escolar incidieron en la construcción autonómica del sujeto como persona. La reforma provisional propuesta por el fiscal de la Audiencia en 1774, Francisco Antonio Moreno y Escandón, se basó principalmente en la necesidad de incorporar en los programas de estudios las ciencias útiles. A su vez, los dominicos lograron salvar a la Universidad de Santo Tomás y el virrey arzobispo Antonio Caballero y Góngora ganó la batalla por consolidar y ampliar la función de las ciencias útiles dentro de los programas de educación superior. Desde 1760, los jesuitas habían transformado los programas en sus escuelas y hacia 1780, la nueva ciencia era un movimiento floreciente con la Expedición Botánica, la cual intentaba, por primera vez, centralizar el sistema educativo en la concepción de la educación como base de la felicidad y prosperidad de los pueblos y, dentro de ella, la primacía de las ciencias útiles o prácticas (Phelan, 1980, pp. 284-285).
No obstante, la formación de los letrados mantuvo una especial atención de la monarquía española. En 1802, una orden real dispuso otra reforma de los estudios de jurisprudencia, aumentando su duración en diez años: cuatro para el grado de bachiller en leyes, dedicados principalmente al derecho civil romano; otros cuatro destinados al estudio del derecho patrio, permitiendo compartir dos con el derecho canónico. Los dos últimos años eran de pasantía en el gabinete de algún abogado. Otra orden posterior del mismo año decretaba que la enseñanza del derecho patrio fuera fraccionada en dos cátedras. En la primera se estudiarían las "Instituciones del Derecho de Castilla", de Ignacio Jordán de Asso y Miguel de Manuel, al mismo tiempo que se repasaban los nueve libros de la "Recopilación de leyes de los reynos de las Indias". La segunda cátedra basaría su enseñanza en las "Leyes de Toro" y la "Curia Filípica". La orden también recomendaba una serie de libros de carácter histórico-jurídico, los cuales se consideraban útiles para la formación del jurista (Gaitán, 2002).
En 1807 fueron ordenados otros cambios para la unificación de los estudios de Derecho en todas las universidades de España y América. Desde entonces, la formación del letrado debía realizarse enteramente en la universidad, iniciándose con tres años en la Facultad de Filosofía estudiando Matemáticas, Lógica y metafísica y filosofía moral. Luego, durante dos años se estudiaba Historia, elementos del derecho romano de Heineccio, las "Recitaciones", del mismo autor, derecho canónico y la "Instituta", de Justiniano. Los dos años siguientes se dedicaban a la historia y elementos del derecho español, las "Instituciones", de Asso y Manuel, un repaso de lo aprendido en años anteriores hasta obtener el grado de bachiller en leyes. Durante el séptimo y octavo año se asistía a las cátedras de partidas y la "Novísima recopilación", en su libro XII. En el noveno, se estudiaba economía política, a través de "La riqueza de las naciones", de Adam Smith, mientras se publicaba la de Juan Bautista Say, vertida al castellano. A partir de ese momento se podía aspirar al grado de licenciado y en el décimo año se cursaba la práctica (Gaitán, 2002, p. 49).
Con ese arsenal teórico y en medio de la crisis de 1810, los letrados fueron los Doctores, que por desgracia abundaban en aquella capital, como señaló uno de los oidores de Santafé, y principales interesados en «resucitar las antiguas ideas de independencia» (Carrión, 1810, p. 2). Sin embargo, el curso de los acontecimientos luego de 1810 mostraría su propia lógica y, en el intento por interpretarla, los letrados, educados con las doctrinas de los pensadores españoles, iban a necesitar «verdaderas prescripciones prácticas con el fin de hacer existir un tipo nuevo de práctica social, dándole un sentido y una razón de ser» (Bordieu, 2005, p. 63). De ahí la diversidad de referentes doctrinales desconocidos en el medio neogranadino, que comenzaron a ser citados y considerados de gran utilidad para la construcción de una doctrina propia, específica, que a partir de argumentos contrastados pudiera convencer e imponerse. Ahora bien, citar una diversidad de autores no convertía a los principales actores de la Independencia en discípulos de alguno en particular. A la final, la cultura política siguió manteniendo su raigambre hispánica.
INDEPENDENCIA Y REVOLUCIÓN
En primer lugar, cabe anotar que los conceptos independencia, soberanía, patria, constitución, ciudadano, pueblo, federación y otros del registro político, tuvieron para los actores de la época un significado muy diferente al nuestro: muchos de ellos alcanzaron su sentido actual tardíamente (Chiaramonte, 2004). En segundo lugar, pasaron a hacer parte del vocabulario político como resultado del contacto con los principios doctrinales proclamados por la Independencia de Estados Unidos, la censitaria Constitución francesa del año III (1795) y la Constitución de Bayona (1808) (McPhee, 2003, pp. 190-191). Esta última planteó, por primera vez en España, el tema del constitucionalismo para legitimar el gobierno napoleónico (poder concentrado en el rey José Bonaparte y en un Consejo de Estado); estableció garantías constitucionales, teóricamente extendidas a los ciudadanos bajo el nuevo régimen liberal y un parlamento, las Cortes; también dio pautas para la representación de los españoles americanos en las Cortes españolas y planteó la igualdad de derechos y privilegios de los españoles peninsulares con aquellos nacidos en América.
Una tercera anotación remite a los fundamentos filosóficos y políticos de esas doctrinas, las cuales fueron elaboradas a partir de las reinterpretaciones realizadas de pensadores, ensayistas y divulgadores como Montesquieu, Grocio, Filangieri, Puffendorf, Burke, Mably y Vattel. De entre esos autores, Montesquieu, con su teoría de la separación de los poderes como garantes de la libertad, y Vattel, con su derecho de gentes, fueron los más importantes.
Ello se puede inferir del empleo del término independencia, el cual aparece con demasiada frecuencia en los documentos de la época, pero sin expresar un propósito claro o una intención definida. Al principio, cuando los actores hablaban de independencia no pensaban en la separación definitiva de España: se referían casi siempre a algo parecido a la autonomía, aunque una lectura de los discursos de la época no permite homologar independencia por autonomía, puesto que el lenguaje empleado por los actores daba cuenta de una tensión ineludible: la tensión permanente entre innovación y repetición, que es, en realidad, la que hace posible el cambio histórico.
A partir de ese momento, independencia se empleó para mantener distancia con respecto a otro gobierno o institución española, pero reconociendo los derechos del rey. De ahí el carácter cons ervador de todas las juntas de gobierno. El fundamento doctrinal era, sin lugar a dudas, la teoría pactista de quien ha sido considerado como uno de «los principales fundadores del constitucionalismo moderno y también del moderno pensamiento democrático»: el jesuita Francisco Suárez (15481617), un heredero de la tradición tomista de la Contrarreforma (Skinner, 1993, p. 181).
Su formulación ontológica sobre el origen de la comunidad política y del poder civil se basaba en la premisa de la sociabilidad natural del hombre. Señalaba que el fin de toda sociedad era el bien común, bonum commune, para todos los que la integran, no como individuos sino como miembros de esa comunidad. Por lo tanto, cuando un grupo de personas que resuelve convertirse en sociedad política deja de ser una mera colección de individuos, se convierte en un corpus mysticum politicum, un cuerpo místico político. Ahora bien, según Suárez, quien tituló su principal obra "Tratado de las leyes y de Dios legislador", Dios es el primer autor, la causa eficiente de la autoridad política, en el sentido de que la sociabilidad humana hace de la sociedad política una necesidad dialéctica. Pero el poder político nace de un pacto social, explícito o implícito, entre el pueblo y el soberano. De esta manera, Suárez recalcaba el origen popular y la naturaleza contractual de la soberanía (Phelan, 1980, pp. 108-110).
En 1810, la teoría política del pensador español fue retomada por los americanos, pero en el nuevo contexto sufriría reinterpretaciones y reacomodos semánticos, como los que sub-yacen en los motivos expuestos por Camilo Torres y Frutos Joaquín Gutiérrez, quienes encontraban totalmente justificado que el 20 de julio el Nuevo Reino de Granada reasumiera los derechos de la soberanía, destituyera a las autoridades del antiguo gobierno, instalara una suprema junta en nombre del monarca español cautivo «con independencia del Consejo de Regencia y de cualquiera otra representación» (Torres & Gutiérrez, 1810, p. 111).
Similar planteamiento, aunque con alguna dosis de realismo político, realizaron José Fernández y Manuel Rodríguez Torices en 1810, redactores del "Argos Americano", al plantear: «Las provincias han quedado independientes y aisladas por haberle cortado el tronco que las unía; y en este estado ¡cuántos males y contratiempos hay que tener!» (El Argos, 15 octubre 1810, Cfr. Fernández & Rodríguez, 1810). En el contexto de la situación originada por la vacatio regis, el primer contratiempo fue la desobediencia a la Junta de Santafé por parte de la mayoría de las juntas provinciales, convirtiendo el tema de las adhesiones o alianzas en un hecho atípico.
Las rivalidades, pugnas y desobediencias también ocurrieron en el interior de las provincias, generalmente entre ciudades o villas contra la ciudad capital de la provincia. El principio invocado siempre era el mismo: los derechos históricos de los pueblos desde el momento que reasumieron la soberanía.
Por consiguiente, el sustento ideológico de las adhesiones, aunque no respondía en absoluto a afinidades o diferencias sobre los principios políticos, estaba condicionado por la interpretación de la doctrina del pacto social entre el monarca y el pueblo o los pueblos y el derecho de gentes. De ahí la lógica de la multiplicación de las soberanías con el triunfo definitivo de las independencias provinciales, lo cual originó tempranas afirmaciones según las cuales los acontecimientos de 1810 fueron el inicio de la anarquía o el desorden2.
Semejante caracterización, construida por los mismos actores del proceso independentista, fue retomada por cierta historiografía para plantear la desintegración, atomización, fragmentación o el fracaso de la nación, como si la Independencia hubiese originado la ruptura de una estructura uniforme: la de un Estado-nación preexistente que terminó por convertirse en una multiplicidad de territorios provinciales. Hoy el tema se vuelve irrelevante cuando trabajos rigurosos han concluido que la idea de nación no precedió ni acompañó a la revolución independentista (Carmagnani, 2004, p. 173). Ella solo se iría manifestando cuando los actores de la época en los respectivos Estados independientes empezaron a definir sus formas de gobierno y a discutir sobre el sistema político más adecuado para unificar las veintidós provincias soberanas del antiguo Virreinato del Nuevo Reino de Granada.
Por consiguiente, en el marco de las declaraciones de independencia y soberanía, el liberalismo, el constitucionalismo y los autores mencionados ejercieron una relativa influencia en la clase culta de los criollos (incluidos algunos clérigos), que no puede ser exagerada. Sin embargo, el constitucionalismo escrito y la libertad política son los vectores que mejor pueden dar cuenta de los cambios ocurridos en la reorganización política luego de 1810.
LIBERTAD POLÍTICA Y SOBERANÍA: EL PODER EFECTIVO DE GOBERNAR
En el tema de la libertad política y en el de la soberanía, algunos americanos siguieron las orientaciones programáticas del peninsular José Blanco White, quien desde su exilio en Londres se convirtió en un divulgador del modelo inglés y de algunos elementos del francés, en su periódico "El Español". Como buen discípulo de Edmund Burke, fue partidario de la supremacía de la experiencia práctica sobre la teoría abstracta, también recomendó leer a Jeremías Bentham en lo referente a la práctica parlamentaria y llamó a Inglaterra el taller de la libertad, que estaba abierto a los ojos del mundo para evitar repetir la situación en que estuvo la Francia en los peores momentos de su revolución3. Blanco White (1814) criticó a los jacobinos respecto a sus principios metafísicos de libertad e igualdad absoluta, ya que se habían convertido en los medios para que demagogos sin escrúpulos, pervertidores de la palabra, hubiesen llegado al poder. Por el contrario, él fue partidario de garantizar la solidez del Estado con una constitución que fijara la independencia de los poderes públicos, sentando así «la base más firme de la libertad individual» y, por consiguiente, estableciendo «la única igualdad de que es capaz la sociedad humana»: la de las leyes y los tribunales. (El Español, 1814, p. 189, Cfr. Blanco, 1814).
En el fondo, Blanco White fue un liberal moderado con una posición clara y firme respecto a los acontecimientos americanos. Argumentó a favor de que las Cortes españolas reconocieran la autoridad y el gobierno de las juntas supremas organizadas en 1810, ya que no se trataba solo de los derechos abstractos consignados en la constitución gaditana sino, principalmente, de la igualdad entre los pueblos de ambos lados del Atlántico. Como solución al problema propuso «el establecimiento de legislaturas coloniales al modo que las tienen las colonias inglesas» (El Español, 1814, p. 196, Cfr. Blanco, 1814).
La inmensa influencia de Blanco White, cuyos ecos encuentra Brading en Fray Servando de Mier, mexicano en el exilio, y en Simón Bolívar, es fácil encontrarla en la temprana prensa insurg ente y fue decisiva en la elaboración de las prescripciones prácticas de los dirigentes neogranadinos (Brading, 1998, p. 586)4, particularmente, su planteamiento sobre el ejercicio de la soberanía como el poder efectivo de gobernar. Sin embargo, el sevillano señaló que para hacerlo realidad era necesario depositar la soberanía en un poder ejecutivo fuerte, representado por una sola persona y respaldado por dos cámaras y una constitución adecuada a las circunstancias. Tal era la conclusión a que llegaba luego del análisis de las actividades de «nuestras filósofas» Cortes de Cádiz, las cuales, con su «debilísimo poder ejecutivo», parecían anunciar la futura quiebra del liberalismo español (Esdaile, 2001, pp. 48-50).
La lectura de estos planteamientos generó en el imaginario de los criollos neogranadinos la percepción de que gobernar implicaba ejercer soberanía e independencia con respecto a cualquier otro poder, pero siempre con la esperanza de que el monarca regresara de su cautiverio, lo cual explica la multiplicación de juntas gubernativas en cada localidad o provincia. Sin embargo, la independencia de un gobierno soberano plantearía el problema de la forma de gobierno más adecuada, la cual terminaría en la adopción de la república. Constituirse en república se consideró motivo de orgullo, porque se identificaba con la libertad, y quien acudía en su defensa, era considerado republicano. Aun así, el empleo ambiguo y polisémico de las palabras era notorio, como sucedió con el término patria o el de nación, que remitían al lugar de nacimiento o al conjunto de habitantes de alguna provincia o reino (RAE, Diccionario de autoridades, 1739, 1803).
Pero Blanco White también fue el primero en asociar las palabras independencia y revolución. Sus "Reflexiones generales sobre la revolución española" tienen como punto de partida el momento «cuando la España alzó el grito de independencia» y el significado revolución empleado para definir «los trastornos de España» es comparado con el de Francia para señalar las diferencias de fondo entre las revoluciones de los dos países:
Las revoluciones dan fuerza á los Estados cuando nacen de una fermentación interna producida por la pugna de un pueblo que conoce el modo de ser dichoso, y un gobierno que le impide tenazmente la consecución de su dicha. Cuando todas las clases de un pueblo conocen que no son tan felices como pudieran serlo en su estado; que están privadas de muchos bienes, no por su situación civil, sino por el capricho del gobierno; que estos bienes los tienen a la mano, y que para gozarlos solo es menester destruir algunos obstáculos, la idea de la posibilidad enciende la esperanza, y solo se necesita una ocasión en que, al conocer cada individuo la uniformidad de opinión en todos los otros, rompa el volcán del común deseo, con una fuerza y poder irresistibles. Pero cuando los pueblos son infelices sin conocerlo, cuando el mayor número está creído en que nació para obedecer ciegamente, para trabajar sin gozar de nada, para vivir como por la compasión de otros; en una palabra, cuando un pueblo apenas se atreve a pensar en que es esclavo y miserable, ponerlo en una conmoción política, es como causar a un hombre extenuado una calentura ardiente; o buscando por otro aspecto la semejanza, es hacer correr a un ciego por entre precipicios (El Español, 1810, pp. 6-7, Cfr. Blanco, 1810).
En conclusión, según Blanco White, España era un pueblo infeliz y sumido en la ignorancia, estado atribuible al papel desempeñado por la religión entre sus habitantes, sin llegar a conocer sus razones, las cuales, en su concepto, eran causa principal de la política externa adelantada por sus gobernantes, quienes, con conductas similares a la de Napoleón, nada habían hecho a favor de una «duradera felicidad» de la nación y solo habían agravado el peso de «las cadenas haciendo que se olvidasen los derechos del pueblo» (El Español, 1810, p. 8, Cfr. Blanco, 1810).
Por la rapidez de los acontecimientos y de las acciones, en corto tiempo las novedades inundaron el paisaje político del Nuevo Reino de Granada. Una de ellas fue la propuesta de historiar el pasado reciente para fijar en la memoria de los ciudadanos un punt o de ruptura, en el cual aparece la asociación de las expresiones independencia y revolución, como si ellas significaran lo mismo. La difusión de ese relato identitario fue inaugurada por el "Diario político de Santafé de Bogotá", el cual comenzaría a reseñar día a día los acontecimientos desde que «saltó la chispa que formó el incendio y nuestra libertad», o sea, el 20 de julio. ("Diario político de Santafé de Bogotá", 1810).
"El Argos americano" repetiría, tal vez considerando que la fuerza de la repetición generaría innovaciones: «los beneficios que los pueblos de esta provincia deben contar desde la feliz época de nuestra actual revolución». ("El Argos americano", septiembre 17 de 1810, Crf. Fernández & Rodríguez, 1810).
De esas narraciones surgiría una conclusión irrefutable: la necesidad de perfeccionar la autoridad de las juntas. Lo real era que el ritmo de la revolución política le había imprimido otra dirección al proceso independentista al surgir la idea de fijar las bases del Gobierno republicano y prescribir las reglas más justas para el ejercicio de los poderes. Por ello, la teoría pactista de Suárez es olvidada. Se olvidó porque carecía de utilidad para gobernar. Entonces, los actores comenzaron a plantear la necesidad de una Constitución, la cabeza de un cuerpo político libre e independiente llamado Estado. A partir de esa premisa, los actores consideraron que la reasunción de la soberanía por parte de las provincias permitía, de hecho, la formación de un cuerpo político libre e independiente llamado Estado.
EL DERECHO DE GENTES: LEY DE LAS NACIONES
El manual sobre "Derecho de gentes", de Emmer de Vattel, sería el texto en el cual los actores buscarían las fórmulas que les permitirían construir sus prescripciones prácticas. Vattel fue un internacionalista de origen suizo, autor de ese tratado publicado en Francia en 1758, reeditado con frecuencia, que adquirió amplia popularidad y llegó a ser especialmente apreciado en el transcurso de la Independencia norteamericana (Chiaramonte, 2004, pp. 91-134; Vattel, 1822).
Durante los primeros decenios del siglo XIX, la doctrina de Vattel le serviría al gobierno norteamericano para negociar con las potencias europeas en calidad de Estado soberano, libre e independiente, y para implementar, lenta y sutilmente, una política expansionista hacia los territorios iberoamericanos, manteniendo la opinión de que los «pabellones de Cartagena, el Congreso mexicano, Buenos Aires y otras provincias [no fueran] excluidos de los puertos de Estados Unidos», ya que el conflicto de España con sus provincias lo consideraba una guerra civil y, en especial, la «proclamación del General Morillo repugna evidentemente al derecho de gentes» (Monroe, 1816, p. 30).
En su "Derecho de gentes", Emmer de Vattel da una clara definición de Constitución como forma de gobierno instituida por una sociedad o nación con el fin de poseer las ventajas de una asociación política. De ahí se infiere que «la nación tiene pleno derecho a formar ella misma su Constitución, mantenerla, perfeccionarla y regular, a su voluntad, todo lo concerniente al gobierno, sin que nadie pueda en justicia impedírselo» (Vattel, 1822, p. 35). La argumentación de Vattel fue desarrollada en un sentido mucho más radical por Rousseau en su "Contrato social", que se impuso en Francia entre las opciones constitucionales a mediados de septiembre de 1789 y en la carta de 1791, con el establecimiento de la democracia igualitaria en Francia, desembocando en posiciones más radicales y en el regicidio practicado por los revolucionarios (Furet & Ozouf, 1989, p. 431).
El hecho apartó a los espíritus moderados y desató la reacción conservadora en los países europeos. En general, a ambos lados del Atlántico provocó, de una parte, un nuevo fortalecimiento del pacto entre la Corona y la Iglesia, para combatir los excesos de la Revolución Francesa, y de otra, el efecto secularizante de ésta y del régimen napoleónico.
Siguiendo la obra "Derecho de gentes", del internacionalista suizo, quien daba una clara definición de Constitución, los americanos hicieron suyo el significado de carta constitucional como forma de gobierno instituida por una sociedad o una nación con el fin de gozar las ventajas brindadas por la asociación política. En particular, los criollos neogranadinos, quienes señalaron como la mayor conquista la libertad de imprenta y consideraron la igualdad absoluta quimérica, plantearon la necesidad de una Constitución que arreglara los poderes que las Supremas Juntas ejercían indistintamente, ya que, citando a un «autor moderno» (Montesquieu), en lo concerniente al peligro de concentrar los poderes «deliberativo, ejecutivo y judicial», de ello «nace, crece, y se fortifica este principio desorganizador, que trastorna y disuelve las sociedades políticas» (El Argos americano, 24 de julio de 1810, Cfr. Fernández & Rodríguez, 1810)5.
Por su parte, el "Diario político de Santafé" les señalaba a los actores involucrados en el proceso de la Independencia por qué era necesaria una carta constitucional:
Cuando se pasa a una nueva política por la disolución de otra, se debe hacer cuanto antes la Constitución que deba gobernar. Esta obra corresponde a los Representantes y debe dar a las Provincias para su ratificación. La Constitución debe fijar las bases del Gobierno y prescribir las reglas más justas para el ejercicio de los poderes. Sin esta Constitución fundamental no se puede gobernar una república. La Constitución o sistema político es el hilo de Ariadna que nos conduce en el laberinto de la sociedad (Diario político de Santafé de Bogotá, 18 de enero de 1811).
Treinta días después del artículo del "Diario político", el 19 de febrero de 1811, la Junta Suprema de la capital convocó a los padres de familia de cada parroquia para elegir a sus diputados al Colegio Electoral Constituyente, encargado de redactar un proyecto de Constitución. El 30 de marzo se sancionó la Constitución y el 4 de abril la promulgó Jorge Tadeo Lozano como presidente de la República de Cundinamarca y vicegerente del Rey Fernando VII, quien, asociado a dos consejeros, ejercería el poder ejecutivo (Pombo & Guerra, 1951, pp. 123-198).
La lectura e interpretación de Vattel (1822) propició en los criollos el manejo de muchas palabras como sinónimas y la utilización de una misma definición como predicado de diversos sujetos (nación, república, Estado, «una soberanía»), cuando en realidad ellos solo creaban una república siguiendo el modelo renacentista de las ciudades-Estados italianas, Venecia,
Florencia, que a su vez habían sido producto de un imaginario político construido a partir del modelo de la ciudad-Estado de la Grecia antigua. En la eventualidad de alguna amenaza externa, las ciudades-Estados organizaban alianzas denominadas confederación o liga, de lo cual surgió entre los criollos otro desfase semántico: federalismo.
Adicionalmente, como resultado de la lectura de la Constitución de Estados Unidos y de "El Federalista", obras que definían la confederación como una reunión de sociedades o como la asociación de dos o más Estados en uno solo, los dirigentes criollos elaboraron su propia noción de federación. El modelo adaptado y retomado en el "Acta de las provincias unidas de la Nueva Granada", artículo primero, reconocería a las provincias como Estados mutuamente iguales, independientes y soberanos, garantizando la integridad de sus territorios, su administración interior y una forma de gobierno republicano (Acta de federación de las provincias unidas de la Nueva Granada, 1811, pp. 208-326, Cfr. Pombo & Guerra, 1951).
En consecuencia, las propuestas de unidad nacional planteadas por los actores, dirigentes e ideólogos de la Independencia fueron confederaciones que ninguna relación guardaban con lo que más adelante se conoció como régimen federal. Lo predominante durante la Independencia era la coexistencia de dos tendencias opuestas con respecto a la forma de asumir la soberanía. La primera, de corte moderno, cuyo objetivo principal era la centralización política y la uniformización de los asuntos públicos. La segunda mantuvo el principio de autonomía de gobierno. Ambas estaban de acuerdo con las formas de la representación política que, en últimas, asumieron características hibridas. También coincidieron en que Santafé, la capital del antiguo Virreinato del Nuevo Reino de Granada, debía ser la capital de cualquier sistema político que unificara las provincias de la nación, Estado o república de la Nueva Granada.
Las alianzas y el espíritu confederativo de las provincias constituyeron la premisa mayor de una representación nacional fundamentada en un nuevo pacto de asociación, en la búsqueda necesaria de un punto fijo para la república, de la que reconocían su vulnerabilidad, porque sus leyes no tienen aún la fuerza del hábito y de las costumbres establecidas (Thibaud, 2002, p. 471). Razón por la cual el Estado republicano, en su formación, se planteó como objetivo primordial representarse «a sí mismo como un régimen legal que disfruta de legitimación civil y que pide obediencia a quienes tienen conciencia cívica» (Pettit, 1999, p. 328). En la práctica, fueron principios políticos considerados fundamentos morales de necesaria realización para lograr su reconocimiento como Estados por parte de las naciones civilizadas de Europa occidental, principalmente de Gran Bretaña.
En tales circunstancias, todas las provincias del antiguo Virreinato del Nuevo Reino de Granada, con excepción de Cundinamarca, agrupadas de manera confederativa bajo el título de Provincias Unidas de la Nueva Granada, acordaron declinar a favor de la Unión todas aquellas facultades nacionales y las grandes relaciones y poderes de un Estado que no podía desempeñarse sin una representación general, sin la concentración de los recursos comunes y sin la cooperación y los esfuerzos de todas las provincias.
Para llevar a cabo las comisiones en representación general de un Estado nuevo, que buscaba reconocimiento y el establecimiento de relaciones con otros Estados legal y legítimamente constituidos, el gobierno de la Confederación encargó a José María del Real, con el carácter de agente confidencial, para que gestionara «ante S. M. el Rey de la Gran Bretaña y S. A. R. el Príncipe Regente», la aceptación del gobierno libre e independiente de la Nueva Granada, en el rango de las naciones civilizadas. A finales de 1814, sin ser recibido «como un enviado, por no serlo de una potencia reconocida», Del Real le expuso al ministro inglés de Negocios Extranjeros un conjunto de documentos que contenían «una breve relación de las Provincias que componen el Reino de la Nueva Granada»: sistema de gobierno adoptado, territorio, situación geográfica, población, agricultura, industria, comercio, minas, frutos naturales y demás producciones; además, el estado real de la guerra contra España.
La gestión de José María del Real, que podría ser considerada la primera experiencia diplomática colombiana, estuvo fundamentada en los principios del derecho público o derecho natural de gentes, que los pensadores, ensayistas y publicistas de la época conocieron a través de las lecturas de las obras de quienes eran sus divulgadores: «Grocio, Puffendorf, Barberiac y Watel [sic], cuyo texto es en el día la ley de las naciones»6.
Con tales presupuestos doctrinarios, el manejo ideológico de las voces provincia, soberanía, sociedad civil, nación y Estado reflejó un tratamiento ambiguo y equívoco de ellas, principalmente, al momento de definir las formas de asociación política a adoptarse. Chiaramonte (1997) ha señalado que la confusión, en la cual también incurrió buena parte de la historiografía latinoamericana, proviene de otra que atañe al concepto de nacionalidad, algo que se impondría más tarde, simultáneamente con la difusión del Romanticismo, y que luego ocuparía un lugar central en el imaginario de los pueblos iberoamericanos y en la voluntad nacionalizadora de los historiadores. Por lo tanto, la equivocación generada consistió en presuponer la existencia de la mayoría de las actuales naciones iberoamericanas desde el momento inicial de la Independencia7.
CONCLUSIONES
La euforia por el constitucionalismo, el republicanismo y el derecho de gentes estuvo directamente condicionada por el tipo de ideología predominante en la época, caracterizada por el libetalismo clásico, por el racionalismo y por el nacionalismo. Superar el ius commune resultaba más compatible con la aspiración de la nueva dinámica social y la posibilidad de construir un ordenamiento político y jurídico más funcional y más concreto.
Los dirigentes criollos adaptaron todas esas referencias doctrinales y acomodaron las nuevas palabras a las circunstancias del momento, o, por lo menos, lo intentaron. Les imprimieron distintas formas que permitieron reformular instituciones e ideas, adoptando formas originales que se articularon en nuevos lenguajes políticos y dieron lugar a prácticas propias y novedosas. Por eso, citar a Montesquieu sobre que el mejor gobierno para un pueblo era aquel que se acomodaba a su carácter, a sus intereses, al clima que habitaba y a una multitud de circunstancias específicas, fue para ellos algo más que un simple ejercicio retórico. Esta premisa les sirvió para crear un cuerpo doctrinario signado por el eclecticismo, al cual era integrado de cada pensador europeo el tema más útil para sus actuaciones políticas.
* Este trabajo hace parte del proyecto de investigación "La Independencia y la construcción del Estado nacional en Colombia, 1810-1850", financiado por la Universidad del Atlántico y la Universidad de Caldas.
1 Los más de cincuenta ejemplares que lograron ser publicados pueden consultarse en: <http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/semanario/indice.htm>.
2 Aunque la caracterización de los acontecimientos de 1810 como generadores de la anarquía y el desorden posteriores ya aparece en los documentos, papeles y prensa de la época, es la obra de José Manuel Restrepo, "Historia de la revolución de la República de Colombia", principalmente el tomo primero, la que sistematiza e insiste en la idea.
3 "El Español" [Londres] que citamos en el presente artículo fue consultado el 11 de abril de 2009 en: <http://hemerotecadigital.bne.es/cgi-bin/Pandora.exe?fn=select;collection>, enero-febrero de 1814, p. 106. Una presentación de los aspectos esenciales del pensamiento de Blanco White se encuentra en David A. Brading (1998, pp. 586-593).
4 Parece ser que la mayor circulación del periódico fue en el puerto de Cartagena y en Santafé. No solo la prensa local reprodujo algunos de sus artículos, sino que también anunciaba su venta pública: «AVISO. En la tienda de Don Diego Espinosa, calle de candelejo, se vende el periódico intitulado El Español, desde el No. 1 al 9, a 11 ps, 2 reales la colección» "Argos americano", [Cartagena], 1 de julio de 1811. Similar aviso, con una reseña del autor, aparece en el "Diario Político de Santafé de Bogotá", [Bogotá], 11 de enero de 1811.
5 «Correspondencia de los editores con el Sr. P. Carta quinta», "El Argos americano", 24 de junio de 1810.
6 "Concluye la carta segunda del Sr. P." El Argos Americano 17 May. 1811.
7 Chiaramonte, (1997, pp. 143-165).
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