https://DX.DOI.ORG/10.14482/INDES.32.01.511.007
SOBRE EL HUMANITARISMO Y EL SUJETO POLÍTICO EN LOS MONTES DE MARÍA*
About humanitarianism and the political subject in Montes De María
Italia Samudio
Colectivo de comunicaciones Montes de María Línea 21, Colombia
Luz María Lozano
Universidad del Atlántico, Colombia
Pedro Serna
Universidad del Norte, Colombia
Italia Isadora Samudio Reyes
Antropóloga con maestría en Etnografía Contemporánea y especialización en Gerencia Social y Gestión Comunitaria. Más de dieciséis años de experiencia profesional en diseño metodológico, implementación, sistematización y evaluación de procesos locales de desarrollo y seguridad humana. Especialización en facilitación, acompañamiento técnico y liderazgo en procesos de diálogo y participación ciudadana para la construcción de acuerdos colectivos en espacios multiactor, con más de 12 publicaciones en temas de territorio, identidad, narrativas, reconciliación y construcción de entendimiento para la paz y el desarrollo (en español e inglés). Afiliación: colectivo de comunicaciones Montes de María Línea 21. Orcid: 0000-0003-1700-5572. Italiasamudio@gmail.com
Luz María Lozano Suarez
Filósofa de la universidad del Atlántico (Colombia), pregrádo en Artes escénicas. Tiene una maestría en educación de la Universidad del Norte (Colombia) y doctorado en filosofía de la Universidad de París 8. Ha realizado varias publicaciones en torno a la filosofía francesa, la ética y la política. Es docente de planta en la Universidad del Atlántico. Orcid: 0000-0001-9995-3337. luzlozano@mail.uniatlantico.edu.co
Pedro Pablo Serna
Docente de planta de la Universidad del Norte (Colombia). Filósofo de la Universidad Javeriana (Colombia), magíster en filosofía de la Universidad del Valle (Colombia) y doctor en filosofía de la Universidad de Antioquia (Colombia). Gran parte de su experiencia ha sido en proyectos de intervención social. Académicamente trabaja temas de ética y política. Teorías de justicia y autores Modernos. Afiliación: Universidad del Norte. Orcid: 0000-0003-1648-7266. pserna@uninorte.edu.co
Resumen
A partir de la descripción etnográfica, el análisis del contexto y la lectura de la evolución del conflicto, examinamos el caso del corregimiento de San José del Peñón, en el municipio de San Juan Nepomuceno, y a partir de este caso concreto abordamos críticamente el modo como se ha venido atendiendo las situaciones de emergencia de los procesos de desplazamiento interno y evidenciamos, no solo los vacíos, sino problemas profundos en la intervención que tanto el Estado como las ONG vienen realizando en la zona de los Montes de María. Estas entidades parten de una concepción de víctima que es coherente con sus procesos, y por ello su intervención humanitaria, en lugar de generar unos procesos de empoderamiento social y subjetivación política, terminan favoreciendo unas relaciones de poder, conflicto y sumisión que afecta negativamente la convivencia de estas comunidades en sus territorios. Un abordaje fenomenológico de la realidad nos permite un acercamiento descriptivo de las prácticas y las reacciones de las comunidades a los procesos de intervención de los agentes externos. Proponemos la necesidad de repensar la función de la atención humanitaria en aras de reconocer y fortalecer las organizaciones comunitarias, su trayectoria, su autonomía y sus agendas territoriales como ruta de acompañamiento que les permita reconocerse de manera autónoma como sujetos políticos, individuales y colectivos y, especialmente, como protagonistas de su historia y de su futuro.
Palabras clave: Humanitarismo, Montes de María, desplazamiento, sujeto político, conflicto armado.
Abstract
Based on ethnographic description, context analysis and a review of the evolution of the conflict, we examine the case of the township of San José del Peñón in the municipality of San Juan Nepomuceno, and show how humanitarian interventions have weakened community organization by generating political and economic dependence that accentuates the breakdown of territorial, political and social cohesion in the midst of systematic violence against the population. These entities start from a conception of victim that is consistent with their processes and therefore their humanitarian intervention, instead of generating processes of social empowerment and political subjectivation, end up favoring relations of power, conflict and submission that negatively affect the coexistence of these communities in their territories. A phenomenological approach to reality allows us a descriptive approach to the practices and reactions of communities to the intervention processes of external agents. In the conclusions we propose the need to rethink the role of humanitarian assistance in order to recognize and strengthen community organizations, their trajectory, their territorial agendas and their autonomy as an accompaniment route that allows them to recognize themselves autonomously as political, individual and collective subjects and, especially, as protagonists of their history and their future.
Keywords: Humanitarianism, Montes de María, displacement, political subject, armed conflict.
Fecha de recepción: octubre 26 de 2022. Fecha de aceptación: octubre 31 de 2022
En este trabajo partimos de un ejemplo concreto de desplazamiento, que tuvo lugar en un momento y lugar específicos del departamento de Bolívar, y desde allí abordamos los procesos de intervención que se desarrollaron a partir del evento. Abrimos la reflexión posteriormente al fenómeno de la intervención humanitaria que se ha dado en los Montes de María, territorio que ha venido sufriendo los dolores de la guerra, la persecución, el despojo y la muerte. Hacemos entonces una reconstrucción de algunos episodios violentos que nos permiten hacer una lectura crítica de la intervención de estas entidades en las tres primeras partes de este trabajo. En las dos partes finales hacemos un abordaje más teórico para insistir en la importancia de la memoria del conflicto y en el fortalecimiento del sujeto político, protagonista de su historia y de sus comunidades; protagonismo interrumpido en este modelo tradicional de intervención humanitaria.
El caso de San José del Peñón
En 2005, y luego de una incursión guerrillera en zona rural del municipio de San Juan Nepomuceno, departamento de Bolívar, la población del corregimiento de San José del Peñón tuvo que desplazarse la madrugada de un miércoles huyendo de la violencia1. Esa misma mañana, la Defensoría Regional del Pueblo, algunos organismos humanitarios internacionales y las ONG de Derechos Humanos hicieron presencia en la zona para atender la situación e iniciar el protocolo de la Fase de Emergencia: censo, atención médica y psicológica, recepción de testimonios, gestión de albergues temporales y de alimentos, provisión de medicinas, abrigo, zapatos. Al brindar asistencia y atención a esta parte de la humanidad que intentaba sobrevivir a los daños causados en el marco del conflicto armado, la lógica de la intervención humanitaria se instaló en los Montes de María como un bálsamo ante la catástrofe que, sin tregua, se imponía a sangre y fuego en este territorio de Colombia, tal como ocurría esa mañana en San Juan Nepomuceno.
El alcalde había dispuesto una cancha deportiva cubierta para la atención de la población que llegaba a pie o a lomo de burro y para aquellos que llegaban en carros atiborrados con lo poco que habían podido empacar en la premura de las balas o amenazados por un pasquín con los nombres de familiares y vecinos. Todo era urgente y vital. Había tensión y angustia extrema, y cada quién trataba de avanzar como podía haciendo su trabajo en medio del caos. Una funcionaria de la Defensoría del Pueblo tomaba nota de las afectaciones y hacía preguntas que muchas veces no tenían respuestas; varias camionetas blancas con diferentes logos institucionales de las ONG internacionales llegaban unas tras otras con trabajadores y trabajadoras que portaban sus chalecos distintivos de mil bolsillos, escarapelas, teléfonos, y, sin falta, unos formatos definidos por cada organización de acuerdo con sus criterios de actuación y en los cuales debían registrar todo lo pertinente para su labor; un sacerdote que representaba uno de esos organismos sociales de atención a la población se sentó cerca de algunas de las mujeres que allí se encontraban en estado de conmoción y les convocó a orar para de esta manera tratar de entender el camino "hacia dónde señalaba el dedo de Dios"; otra Alerta Temprana anunciaba que en su recorrido violento, el grupo armado responsable de este desplazamiento seguía en la zona y que el enfrentamiento armado continuaba. Llegarían más personas en las siguientes horas y días.
Es en este contexto que la actuación institucional humanitaria, cuya pretensión ha sido la atención universal, la imparcialidad en el reconocimiento de las víctimas y la neutralidad social y política, debía enfrentar con inmediatez la contingencia y, simultáneamente, disponerse para su escalamiento. ¿Podían las ONG hacer algo distinto y mejor?, ¿podían las comunidades victimizadas, en medio del horror, hacer parte de alguna decisión sobre qué camino seguir? Ante el asesinato de sus líderes, ¿quién tomaba la vocería de la comunidad en representación de sus intereses?, ¿qué tipo de impacto podrían tener estas intervenciones humanitarias a mediano y largo plazo en las configuraciones sociales y políticas de las comunidades?
Gestión del desplazamiento
Tal como ocurrió en San José del Peñón, San Juan Nepomuceno, 400 000 personas más fueron desplazadas forzosamente en diferentes regiones del país y el acumulado en cifras en 2005 llegaba a 3 087 173, de acuerdo con el Registro Único de Víctimas (RUV) creado en 2000 por directiva del CONPES, en el cual se formula el Plan Estratégico para el Manejo del Desplazamiento Interno Forzado por Conflicto Armado (García y Sarmiento, 2002, pp. 9-10)2. En Montes de María el desplazamiento forzado se convirtió en la única alternativa de supervivencia ante las fuertes arremetidas militares que protagonizaban todos los actores de la contienda: guerrilla de las FARC-EP con sus frentes 45 y 37; las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) con sus bloques paramilitares llamados "Héroes de los Montes de María" y "Canal del Dique", y el Ejército Nacional con su Batallón de Infantería de Marina que, en no pocas ocasiones, actuaba en connivencia con los ejércitos paramilitares, tal como ha sido descrito en investigaciones periodísticas y también por la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín (Andrade et al., 2019, p. 128).
Desde finales de los años noventa, y con un escalamiento sin contención alguna de la violencia contra la población civil, los esfuerzos institucionales e interagenciales de los organismos e instancias que atendían la situación en los territorios se concentraron en la articulación y manejo coordinado de sus respuestas. Esto fue posible desde cuando en 1994, a través de la Ley 171, Colombia suscribió el Protocolo II de la normativa internacional del Derecho Internacional Humanitario, el mismo año en que se publicó el informe de la Naciones Unidas sobre desplazamiento forzado. Sin embargo, solo hasta 1997 se emite la Ley 387 por la cual "se adoptan medidas para la prevención del desplazamiento forzado; la atención, protección y estabilización económica de los desplazados internos por la violencia" (Congreso de la República de Colombia), reconociendo el desplazamiento forzado interno como delito de lesa humanidad que requiere de acción política urgente. De esta manera, Colombia suscribe una serie de reglas y principios que definen el alcance y el contenido de los derechos de las víctimas; su objetivo fundamental es reconstruir a las comunidades y a sus sujetos víctimas, y hacerlo hasta alcanzar el restablecimiento pleno de sus derechos vulnerados. Por su parte, la intervención humanitaria busca preservar las vidas que se encuentran en inminente riesgo. Es por ello que el humanitarismo, entendido como una política de la vida, tal como lo ha indicado Didier Fassin (2016), asume como principio la sacralidad de la vida humana como concepto universal en el que la política se hace diferencial cuando se prioriza la atención y cuidados de los más vulnerables.
Si bien esto puede llegar a ser comprensible, especialmente en escenarios de violencia exacerbada contra la población civil, como era el caso en esos momentos en los Montes de María, evadir la responsabilidad de analizar el impacto que genera la intervención humanitaria en el ámbito político y ciudadano no solo hace que se debilite su efectividad política ante la carencia de sostenibilidad de esas ayudas, sino que puede incluso acentuar las razones por las cuales el conflicto armado no decrece, en la medida en que deja de lado las argumentaciones que desde las comunidades explican su nueva condición de víctimas, esto es: un Estado ausente; una institucionalidad pública cooptada y corrupta; bajos indicadores socioeconómicos con políticas económicas lesivas que explican los ciclos de violencia; actores armados irrumpiendo sin contención alguna; violencias estructurales acumuladas históricamente y en franco crecimiento; y el silenciamiento violento de las voces líderes en las comunidades que exponían cada uno de estos elementos en escenarios sin interlocución o ante oídos sordos.
Ante la urgencia humanitaria, muchos hablaban; algunos decidían y nadie escuchaba a las comunidades ni a sus voceros. Escenarios como la Plataforma de Organizaciones de Desarrollo Europeas en Colombia (PODEC); las mesas trabajo de cooperación internacional en los territorios convocados por los Programas de Desarrollo y Paz (PDP); las estrategias estatales de articulación como los Centros de Coordinación y Acción Integral (CCAI) y hasta los Comités Municipales de Atención a la Población Desplazada fueron lugares de convergencia y planificación que promovieron un trabajo territorial organizado. Sin embargo, había otros factores, además de la razón misma de la dinámica del conflicto armado, que socavaban estas iniciativas articuladoras, permitiendo que unas prevalecieran sobre las otras; que se superpusieran en un lugar, duplicando acciones o que no fueran garantes de los procesos de acompañamiento sostenible para las comunidades afectadas.
En primer lugar, la lógica militarista del Gobierno en los dos periodos presidenciales de Álvaro Uribe Vélez fue sin duda una política que postergó la acción de restablecimiento de derechos de las comunidades en las zonas de mayor vulnerabilidad. Pero no fue la única. La pugna entre las diferentes instancias de intervención humanitaria en los Montes de María por una mirada que se concentrara en el desarrollo y bienestar de los sobrevivientes solo tenía eco en el papel, pues eran los proyectos y no las necesidades de la gente los que determinaban las prioridades, mientras que los resultados se medían con indicadores ajenos a las realidades territoriales. Y era (y sigue) así porque las políticas públicas suelen ser diseñadas por expertos que no están interesados en los procesos políticos en los territorios, dejando la participación ciudadana relegada al ejercicio electoral y las decisiones dependientes de los órdenes macropolíticos y macroeconómicos de quienes intervienen sobre ellos. ¿De qué le serviría a una comunidad saber qué porcentaje rural o urbano de la población recibió semillas, gallinas y vacas si no había tierras ni casas donde sembrar o habitar y no sabían si algún día volverían a ellas?; ¿un taller de ruta de acceso a derechos puede servir de garantía para las mujeres violentadas sexualmente por algún actor armado si el funcionario encargado de atender cada caso en las oficinas no solo no está capacitado, sino que además no representa garantía alguna para la denunciante?; ¿quién decidía qué proyectos recibirían financiación, quiénes serían los beneficiarios y cuáles los criterios para uno y otro caso?
Las consultas a las comunidades se limitaban a los aspectos que dieran respuesta a marcos lógicos de intervención más que a los proyectos de vida y a sus razones construidas ancestralmente por las comunidades. Finalmente, la llegada de recursos —que han brillado por su ausencia desde siempre en el territorio— generó disputas entre los desesperados sobrevivientes, fracturando lo poco que quedaba de confianza y trabajo solidario; paradójicamente, esos eran los valores que les habían permitido subsistir luego de siglos de exclusión, abandono estatal y pobreza extrema. En principio todos creían que debían ser considerados población afectada, pero al mismo tiempo todos sabían que quienes habían sido directamente afectados por la violencia armada serían priorizados. Lo único que no cambiaría sería el hambre que siempre ha estado allí, ahora al lado del miedo, de la impotencia y de la rabia.
Ante las dimensiones de la tragedia en todo el país, por ejemplo, la Red de Solidaridad Social (RSS)3 activa el Plan Estratégico para el Manejo del Desplazamiento Interno Forzado por el Conflicto Armado con cuatro lineamientos: mejoramiento de los programas de atención humanitaria de emergencia; desarrollo y consolidación de programas de restablecimiento de la población desplazada; desarrollo y consolidación de programas de prevención del desplazamiento y a protección a la población retornada o reubicada (mediante las Alertas Tempranas que emitía la Defensoría del Pueblo), y mejoramiento de la capacidad institucional de respuesta. En un esfuerzo inédito, se diseñaron sistemas de registro único que se percataran de las dimensiones del problema, como el Sistema Nacional de Atención Integral a la Población Desplazada (SINAIPD); en el 2000 se crea el Registro Único de Población Desplazada (RUPD) (García y Sarmiento, 2002). Los organismos cooperantes y territoriales de atención a la población desplazada debían trabajar con nuevas bases de datos, cotejar y remitir los registros para que cada persona y familia fuera incluida en los listados oficiales, que posteriormente canalizarían las ayudas desde el Estado. Quien no estuviera inscrito no podría recibir ninguna ayuda, pero muchas familias ni siquiera lo contemplaban porque no confiaban en nadie y temían presentarse ante cualquier instancia, dada la orden de los guerreros de no hablar y de convertir a cualquiera que denunciara en objetivo militar. En algunos lugares llegaron incluso a prohibir recoger los muertos y enterrarlos. Las fosas comunes se convirtieron en las nuevas fronteras de silenciamiento en el mapa de los Montes de María.
Es en ese horizonte de realidad dramática y de violencia exponencial que todos los organismos humanitarios y de desarrollo — además de las políticas estatales emprendidas para manejar el problema— intervienen en territorios como los Montes de María, a saber: ACNUR, CICR, ECHO, FUPAD, UNICEF, OEI, JSR, MSF, OCHA, OIM, PMA, USAID, el programa REDES de PNUD, el III Laboratorio de Paz de la UE, las ONG de DD. HH. y de desarrollo, iglesias cristianas, católicas y presbiterianas y la institucionalidad pública4, todas responsables de ejecutar las políticas de atención a la población en medio del conflicto armado, actuando simultáneamente, aleatoriamente o alternadamente en el territorio en un periodo de tiempo de menos de diez años. Según las cifras CNMH, desde 1980 y hasta 2013, 5 782 092 personas fueron víctimas de desplazamiento forzado en Colombia como consecuencia del conflicto armado entre todos los actores de la contienda, legales e ilegales (CNMH, 2012a).
Desterrados en casa
Volvamos ahora a la cancha deportiva. Cuando las instituciones que hicieron presencia esa mañana en el municipio de San Juan Nepomuceno empezaron a retirarse para hacer sus reportes, informar a sus superiores y adelantar su gestión de ayuda, reinaron el silencio y las preguntas formuladas interiormente en cada una de las personas sobrevivientes: ¿cuándo volveremos a casa?, ¿qué pasará con nuestros animales y cultivos?, ¿dónde están mis familiares? Las respuestas no abundaban. Muchas de estas personas jamás retornaron a sus territorios y lo perdieron todo; otros, cansados y humillados ante la estigmatización de la que fueron también víctimas cuando buscaron refugio en las casas de sus familiares o en las ciudades a las cuales llegaron buscando opciones, decidieron retornar a sus parcelas sin garantía alguna.
Todo había empeorado y cada explicación de esos cambios les era ajena. Los y las sobrevivientes se convirtieron en cifras, en datos, en titulares de prensa, en informes institucionales, en mercados, en encuestas, en protocolos de atención, en talleres, en listados, en proyectos productivos. Los proyectos de vida interrumpidos, los sueños, la confianza, las palabras y su memoria organizativa de lucha reivindicativa en el territorio eran ahora formatos e indicadores de seguimiento que se apilaban en algún escritorio de algún funcionario público o de cooperación internacional, quien finalmente decidía por todos o era reemplazado con frecuencia por uno nuevo que debía entender todo desde el principio para hacer bien su trabajo. Y nunca había tiempo. "El hecho de no haber prestado atención a las repercusiones sociales no buscadas ha hecho que muchos miembros de este sector sean acusados de actuar con una terrible ingenuidad, cuando no de grave incompetencia" (Sogge, 1999, p. 154).
La articulación entre las acciones de intervención humanitaria interagencial y las acciones emprendidas por la institucionalidad pública5 eran una meta que esporádicamente se concretaba, pero no era regla general. El enfoque social y de desarrollo privilegiaba la prevención y el desarrollo integral, algo que estaba en contravía de las políticas que, hasta ese momento, insistían en la lógica de intervención militarista, contrainsurgente y de antinarcóticos que determinó el presidente Álvaro Uribe Vélez desde 2002 (PODEC, 2011)6. A esta última se sumó, además, la bandera antiterrorista que promulgaba el mundo entero luego del 11 de septiembre de 2001.
La tensión entre los diferentes enfoques de intervención reflejaba el debate profundo entre la resolución pacífica del conflicto armado en Colombia vs. la "aniquilación del enemigo interno". Este escenario finalmente encuentra en 2010, con el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, una posibilidad resolutiva con su estrategia de gobierno que combina acciones militares con procesos sociales y participativos, lo que permitió el establecimiento de la Ley 1448 de 2011, cuyo objetivo es reconocer, reparar a las víctimas y restituir las tierras. Las FARC-EP se sentaron y pactaron su desarme en un Acuerdo de Paz, pero hoy el país continúa debatiendo en las calles las razones por las que seguimos sumidos en una espiral de violencia histórica que no cesa, a pesar de las ayudas, de los proyectos y de los acuerdos de paz (Departamento Nacional de Planeación, 2018). El daño es aún más profundo: viene de siglos atrás y la lógica de decidir por todos, para beneficio de pocos, sigue intacta incluso hoy.
El silenciamiento de las comunidades que no logran ser escuchadas, y cuyas apuestas van más allá de la supervivencia, prevalece hoy como en los tiempos de la guerra. La agencia ciudadana de estas comunidades, su voz política y sus preguntas sin respuestas no encontraron en las políticas estatales, ni en las ayudas humanitarias con enfoque de desarrollo y tampoco en los sofismas estadísticos, ni en los "resultados por productos", una respuesta que fuera capaz de reconocer su valor político. De hecho, sigue siendo muy precaria la investigación en torno al protagonismo, las condiciones y las oportunidades que, como agente social y político, tiene quien recibe la ayuda humanitaria (Carr et al., 1998). Es en esta dirección que invocamos el análisis reflexivo, pues es claro que en Colombia se han establecido rutas y medidas específicas que buscan la verdad, la justicia y la reparación integral a las víctimas del conflicto armado, así como el restablecimiento de sus derechos políticos y económicos para gestionar los daños históricos a las comunidades y a los individuos a quienes se les ha vulnerado su dignidad humana. No obstante, las víctimas buscan, desde su vulnerabilidad, más que la compasión ante su fragilidad, la denuncia de los responsables, la verdad de sus razones y la No Repetición de los hechos victimizantes; desean ser escuchadas para expresar lo que han soñado desde siempre para sus territorios. Hoy, como ayer, todo ello permanece en suspenso.
La realidad del territorio: el problema no era coyuntural
Si bien la partitura del conflicto armado daba curso a las intervenciones institucionales que llegaban a atender la emergencia humanitaria, existían otras partituras precedentes que explicaban la situación de vulnerabilidad de las comunidades de los Montes de María y, al mismo tiempo, de resistencia desde las comunidades que ponemos sobre la mesa para avanzar en la discusión.
De acuerdo con el Censo de 2005, estos municipios arrojaban indicadores en necesidades básicas insatisfechas (NBI) tres veces mayores al promedio nacional:
El 92 % de la población rural vivía en condiciones de pobreza, el 85 % de los hogares no alcanzaba a cubrir sus gastos básicos; el 80 % no accedía a servicios de salud; el 95 % no tenía afiliación a ningún fondo pensional y el nivel de analfabetismo doblaba el promedio nacional; la cobertura en acueducto era cinco veces menor que el promedio nacional y los hogares sin alcantarillado triplicaban el promedio nacional. (PODEC, 2011, p. 7)
Entonces no solo en la guerra se encontraba la explicación del conflicto armado. La línea de intervención con una óptica de desarrollo habría entendido esto muy bien, pero no se refleja en la práctica, en parte porque sus arcas están condicionadas a las prioridades de la financiación (Petrone, 2013). Adicionalmente, el pretendido equilibrio entre lo humanitario y el desarrollo no se puede encontrar en medio del hambre y de las balas sin el compromiso real de la institucionalidad pública, y con respecto a eso jamás ha habido resultados en Montes de María.
San Juan Nepomuceno, El Carmen de Bolívar, San Jacinto y San Onofre fueron cuatro de los quince municipios7 que concentraban los peores indicadores de afectación, pero, al mismo tiempo, reflejaban los estragos de la pobreza histórica, de la debilidad estatal, de la corrupción y de la concentración de tierra en manos de unos pocos terratenientes que controlaban la vida económica y política del territorio y de todos sus habitantes. Las intervenciones no solo no favorecieron el fortalecimiento de la institucionalidad local y regional doblegada y cooptada por los grandes clanes políticos que siempre han estado allí, sino que además crearon una fuerte dependencia de los recursos que llegaban al territorio y potenciaron nuevos actos de corrupción de los que algunos alcaldes y funcionarios buscaron beneficiarse con total impunidad.
Los mapas de intervención en medio del conflicto no eran nuevos y coincidían con la tragedia anunciada desde siempre por los grandes terratenientes. Estos territorios fueron poblados por familias que llegaban a buscar opciones en las extensas haciendas heredadas desde la Colonia y que han pasado por generaciones a quienes aún ostentan el control económico de su explotación. Desde los años 80 el territorio veía venir los problemas. Como lo describe el portal Verdad Abierta (2010):
(...) varias personas llegaron con sus capitales a comprar tierras con dineros del narcotráfico y con el objetivo de asegurar el control de las tierras que se convertirían con los años en el corredor de narcotráfico más disputado por su salida al mar por el Golfo de Morrosquillo, y paulatinamente varios lugares como La Mojana, Chinú y San Pedro empezaron a ver con frecuencia hombres armados cuidando los intereses de sus nuevos jefes recién llegados y sus colegas que, por siglos, han sido los grandes dueños de las tierras.
Pero no se logra percibir que alguno de esos mapas haya logrado reflejar la voz política y organizativa del territorio, pues el gobierno humanitario, entendido como el "despliegue de los sentimientos morales en las políticas contemporáneas" (Fassin, 2016, p. 10), solo ha sido atento a la voz de aquellos que tienen el estatus de víctimas según los protocolos creados para tal fin y pone énfasis en la visibilidad de la catástrofe y en el sufrimiento que esta ha acarreado (ver Gómez y Lucatello, 2020). Frente a ello, las comunidades de los Montes de María, en medio de estas dinámicas de violencia estructural y a propósito de ellas, generaron -y siguen generando- alternativas de resistencia, no solo de resiliencia que, al no ser observadas por algún organismo nacional o internacional, dificultaron aún más cualquier apoyo efectivo y sostenible en medio de la guerra y generaron acciones con daño que permanecen sin analizarse (Evans y Reid, 2016).
Montes de María es el territorio donde surgen las gestas organizativas campesinas que redundaron en movilizaciones de carácter nacional sin precedentes. Allí nace la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC)8; sus liderazgos fueron precisamente los primeros en caer cuando la contienda armada se instaló en el territorio. Muchos campesinos y campesinas, organizados autónomamente alrededor de las juntas de acción comunal, Ligas Campesinas, los sindicatos y la Federación Nacional Agraria (FANAL), fueron asesinados y otros más tuvieron que salir al exilio, cerrando así toda posibilidad de acompañar o de participar en cualquier acción preventiva o de atención a sus comunidades.
Los lazos organizativos entre los diferentes territorios y las estrategias de resistencia basadas en la solidaridad y el trabajo reivindicativo que habían definido la cotidianidad comunitaria se fracturaron de manera violenta y sostenida. Prestar atención a los heridos y llevarlos en hamacas hasta el puesto de salud más cercano; buscar los cuerpos y enterrarlos si las condiciones así lo permitían; atender a los niños que quedaban solos y en un estado de increíble vulnerabilidad; todo ello lo hacían las comunidades antes de la llegada de cualquier organismo de atención, que incluso podía tardar varios días.
Esa solidaridad comunitaria se expresó también en los momentos más angustiosos para las comunidades, configurando una suerte de humanitarismo que aún no ha sido puesto en relieve en los análisis del conflicto ni de la actuación institucional. Pero allí estaba. Ha sido su único recurso ante las embestidas violentas, porque las políticas de facto que las han impulsado se han implantado en el territorio también históricamente.
A partir de 2002, las políticas estatales para el sector agrícola habrían privilegiado casi con exclusividad a los grandes terratenientes y a sus empresas, impulsando monocultivos como la palma aceitera y los maderables que hoy dominan la producción agrícola del territorio. Muchos de estos terratenientes adquirieron las tierras de manera fraudulenta al hacerse a los predios que habían sido finalmente titulados a las familias campesinas por el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) en la década de los 70, luego de las luchas campesinas por la tierra.
La exacerbación de la violencia contra las comunidades campesinas se explica, entre otras razones, porque el tejido organizativo que estas habían construido cuestionaba desde mucho tiempo atrás la violencia estructural que vivían ante las graves e históricas brechas económicas, sociales y políticas. Su trabajo de fortalecimiento comunitario fue interrumpido y las prácticas reivindicativas emprendidas como sujetos políticos fueron objeto directo de las acciones armadas de los grupos guerrilleros y paramilitares en la contienda por el territorio. El escenario de violencia exacerbada contra la población civil se refleja de manera dramática en las estadísticas de Montes de María entre los años 90 y el 2000, con incrementos exponenciales en todos los indicadores. Los secuestros, los homicidios, los desplazamientos y las desapariciones forzadas eran el correlato del incremento de las acciones bélicas entre los diferentes actores de la contienda (IDEASPAZ, 2011, pp. 9 - 12).
Como consecuencia, y ante la llegada abrumadora de las políticas y acciones de atención humanitaria, y en medio del ruido incesante de la muerte, el horror y el despojo (CNMH, 2015, p. 97), la población afectada por el conflicto armado no fue escuchada sino exclusivamente como víctima y no tuvo tiempo para tramitar colectivamente su situación, tal como había ocurrido desde siempre. De acuerdo con este informe, en 2002 fracasan las negociaciones de paz entre la guerrilla de las FARC-EP y el gobierno de Andrés Pastrana ante las denuncias de violaciones sistemáticas de DD. HH. y DIH en las zonas donde se desarrollaba las conversaciones, Zonas de Distención, y se recrudece el conflicto armado en todo el país. Este año, el RUV confirma 681.058 personas desplazadas y se pone en marcha la Política de Seguridad Democrática en el primer gobierno de Álvaro Uribe Vélez con un controvertido proceso de desmovilización de las AUC y la implementación del Plan Nacional de Recuperación y Consolidación Territorial, que cubría las regiones de La Macarena, Catatumbo, Tumaco y Nariño, y los Montes de María, en los que se registran más desplazamientos forzados, inseguridad alimentaria, ausencia de proyectos productivos, aumentos de capturas masivas y judicializaciones (CNMH, 2015, p. 97).
En consecuencia, hay un despojo del sentido de la comunidad política y "el mismo gesto por el que parecen ser reconocidos les reduce a lo que no son —y generalmente rechazan ser—, reforzando su situación de víctima, ignorando su historia y haciendo sorda su palabra" (Fassin, 2016, p. 374). Paulatinamente, su agencia ciudadana y de trabajo colectivo fue desdibujada, y quienes trataron de regresar tuvieron que enfrentar nuevamente la violencia estructural porque, al final, nada había cambiado en el territorio9. Una vez más debían empezar sin tierras, con hambre, sin respaldo de la institucionalidad pública y con miedo. Solo una cosa había cambiado: los organismos cooperantes ya no estaban.
La mirada desde la memoria del territorio
Lo humanitario, además de las funciones político-religiosas, se ocuparía de la guerra y de la economía (Rist, 1994). Las funciones político-religiosas serían aquellas que se encargan de salvar a parte de la humanidad que está en peligro y tienen un deber de urgencia y de intervención. La principal justificación de estas funciones serían los derechos humanos y la sacralidad de la vida. Por su parte, las funciones que se ocupan de la guerra tienen que ver con la injerencia armada que encarna el antiguo principio de la Cruz Roja que se encuentra en el artículo 1 de la Convención de Ginebra de 1854 y que define a los miembros de las organizaciones humanitarias como "soldados de la paz" que buscan restablecer la esperanza. Pero las funciones económicas proponen dar ayudas financieras frente al desamparo para mitigar el hambre y conservar en las gentes el optimismo en la prosperidad, imponiendo las lógicas económicas que deben implementarse para el desarrollo de los territorios.
La voz organizativa territorial, capaz de cuestionar y proponer una dinámica que priorizaba la calidad de vida de sus habitantes y reclamaba un orden político y económico diferente al que ostentaban las élites del poder regional, fue sentenciada y aniquilada mientras el trabajo de acción colectiva se desdibujó al ser reducido a cifras y proyectos sin sostenibilidad10 (ver Petrone, 2013). Muchas familias jamás regresaron y otros más optaron por seguir la lógica de la atención humanitaria como único camino para lograr, al menos, un medio de subsistencia que, al ser diseñado más en función de los resultados cortoplacistas y con un precario seguimiento institucional, convirtió la atención humanitaria en un medio de subsistencia que socavó políticamente el ejercicio ciudadano de transformación territorial. A este respecto cabe destacar que el modo de gobernar humanitario se encuentra sustentado en la idea de apaciguar el sufrimiento de esa parte de la humanidad que puede ser definida como víctima y, como consecuencia, las resistencias o agencias políticas van perdiendo su horizonte porque no ofrecen de manera inmediata soluciones a las vidas en riesgo. Entonces, la política se transforma en humanitarismo y luego se hace difícil recuperar la agencia política de los individuos, pues son muy claras "las diferencias de poder entre los trabajadores de la ayuda y los receptores de esta, impidiendo una participación auténtica de las comunidades en los proyectos de ayuda" (Carr et al., 1998, p. 200).
Las nuevas organizaciones sociales, con pocas excepciones, se llamaron a sí mismas "organizaciones de víctimas" para acceder a algún recurso de la cooperación internacional; se aglutinaron en "redes de víctimas" y aprendieron a formular proyectos que cumplieran los requisitos de las fuentes de financiación siguiendo a pie juntillas sus lineamientos y metodologías. Su posibilidad de decisión frente a los apoyos se limitaba a recoger los listados de "población beneficiada", lo que generó un nuevo problema para las comunidades, que ahora disputaban las fuentes de financiación en territorios que poco tiempo atrás trabajaban solidariamente para el beneficio común. Más fracturas sociales y mayor dependencia fueron los resultados de estas intervenciones. "La ayuda proporcionada a través de estructuras paralelas, controladas desde el exterior, podría hacer que el trabajo quedara hecho a corto plazo, pero sus consecuencias marginadoras y generadoras de conflicto pueden ser perjudiciales y contraproducentes a largo plazo" (Sogge, 1999, p. 179). Un total de $23 487 244 COP fueron transferidos al territorio a través de proyectos económicos, sociales, de gobernabilidad, justicia y seguridad a través del Centro de Coordinación Regional de los Montes de María (CCR) y el CCAI; $2 220 929 661 COP inyectó, por su parte, el Programa Paz y Desarrollo a través de la estrategia estatal ACCIÓN SOCIAL, y $6 260 507 € (IDEASPAZ, 2011)11.
Por su parte, el Laboratorio de Paz III (2006/2009), que comprendía el departamento del Meta y la región de los Montes de María, reportó una inyección de 30 250 000 euros. Cada organismo cooperante desplegó centenares de acciones, proyectos y programas con el propósito de atender y abonar caminos que contrarrestaran la situación dramática del territorio. En el caso de los Laboratorios de Paz de la Unión Europea (2021), el objetivo era:
Fortalecer y apoyar iniciativas de desarrollo y paz y acciones de Desarrollo territorial y alternativo, como una contribución fundamental para la consolidación de un estado social de derecho más efectivo y la reducción de las economías ilícitas, la violencia y los conflictos, así como la promoción de un mayor nivel de reconciliación.
Sus aliados estratégicos en Montes de María fueron la Fundación Red Desarrollo y Paz de los Montes de María (FRDPMM), Acción Social, el PNUD y el Departamento Nacional de Planeación. Consideramos en estos momentos dos caminos para entender la complejidad de lo ocurrido con las intervenciones militares, cooperantes y humanitarias en el territorio de los Montes de María. El primero, que el daño fue tan profundo que no había forma de atender ni recuperar, mucho menos de restaurar, los derechos de unas comunidades violentadas de manera contundente. Esta lectura se corresponde con los datos que empiezan a surgir luego de las investigaciones que animan diferentes instancias en la actualidad.
Para septiembre de 2010, el CNMH (2012, B) en su informe Basta ya registró oficialmente 56 masacres en los Montes de María. Según el DNP, en ese mismo periodo se registraron oficialmente hasta 2007, 4428 homicidios, doscientos mil desplazados forzadamente y 597 secuestros en este territorio. Posteriormente salieron a la luz las dimensiones aún más perturbadoras de lo que vivieron por muchos años estas comunidades. Hoy sabemos que las cifras oficiales no corresponden con lo ocurrido.
La investigación etnográfica hecha por el Colectivo de Comunicaciones Montes de María Línea 21 ha contabilizado 104 masacres descritas por personas del territorio en entrevistas hechas a lo largo de diez años hasta 2007. A nivel nacional, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)12, el 3 de febrero de este mismo año, en su Reporte 03, conocido como de "falsos positivos" o ejecuciones extrajudiciales, estableció que por lo menos 6402 personas fueron asesinadas para ser presentadas por el Ejército Nacional como bajas (en combate en todo el territorio nacional entre 2002 y 2008. El CNMH reportaba 1241 personas asesinadas bajo estas circunstancias, la Coordinación Colombia Europa Estados Unidos (CCEEUU) estimaba 4625 personas asesinadas y la Fiscalía General de la Nación, 4030 personas asesinadas por el Ejército Nacional (La Silla Vacía, 2021).
De la memoria al sujeto político: repensando el humanitarismo
Las proporciones del daño histórico aún permanecen en el silencio. De allí que el segundo camino interpretativo se abra paso con claridad. La escucha atenta, con reconocimiento de la dignidad y de la memoria organizativa de luchas reivindicativas, no fue atendida de manera consciente. El concepto de dignidad humana creado por Kant, concepto que nos permite tener hoy en día una idea de humanidad en la que todos y todas somos iguales y libres, ha sido desplazado al mismo tiempo que las gentes.
La disputa por los recursos que llegaban; los liderazgos presionados por la demanda desesperada de las comunidades y el surgimiento de unos nuevos liderazgos que atendieron el contexto sin haber recibido la transferencia de saberes de los liderazgos silenciados, hicieron mella en la proyección política de las comunidades en el territorio. Su agencia social fue socavada de manera grave, dándole paso a una nueva dinámica que apenas hoy se sacude del aturdimiento que trae recibir atención (y apoyo económico) solo si se es una víctima y no un ciudadano o ciudadana en pleno ejercicio de sus derechos y de su reivindicación. Aunado a ello, en el caso de la cooperación internacional, la relación asimétrica de atención basada en la solidaridad y no en la responsabilidad estatal ha propiciado un clima de dependencia que le resta al largo y dispendioso camino de exigibilidad de derechos.
Cabe destacar que desde su agencia política, esta humanidad negada a las víctimas ha concentrado sus esfuerzos en concebir formas de superar las situaciones de violación sistemática de derechos. Bien es cierto que las personas que han sufrido daño luchan por el reconocimiento, sobre todo aquellas sobre quienes se han cometido crímenes de lesa humanidad, y no encuentran en la mayoría de los casos tal reconocimiento por causa de la relación asimétrica o de desigualdad desde la cual se configura la política. En tales circunstancias, la intervención humanitaria aparece como un bálsamo frente a esa política que ha permitido la vulneración.
El trabajo de fortalecimiento organizativo que debió priorizarse como estrategia coherente y sostenible no logró posicionarse ni impactar con resultados en prevención, atención y restablecimiento de una ciudadanía plena como se habían propuesto todos los esfuerzos interinstitucionales e interagenciales que, así como se unían para considerar rutas comunes, también se desintegraban cuando terminaban los recursos o eran enviados a otros territorios en emergencia. Desde entonces, se hacía urgente reflexionar sobre la relación entre humanitarismo y política cuando la atención y protección de la población, más que plantearse como subjetivación política de víctima, devino en una política humanitaria permanente que desdibujaba el camino de ciudadanos y ciudadanas en pleno ejercicio de sus derechos para dejarles siempre en el lugar de la vulnerabilidad y la dependencia. Asunto aún más grave cuando se trata de un territorio como los Montes de María, donde el trabajo organizativo, autónomo y para el bien común conferían un sello propio a nivel nacional en el plano reivindicativo. "Se hace necesario entonces que las organizaciones humanitarias pongan en práctica metodologías participativas y 'emancipadoras' y traten de fomentar un mejor conocimiento de la realidad local y de las dinámicas de poder" (Sogge, 1999, p. 157).
La acción civilista territorial, que alguna vez alcanzó a dinamizar el sector campesino a nivel nacional, quedó una vez más postergada en el tiempo y en el espacio porque actualmente los cultivos de palma aceitera y teca ocupan el primer renglón económico del territorio de los Montes de María (Rodero y Rado, 2017). Sus dueños son los mismos de siempre: grandes finqueros y terratenientes que llegaron con sus empresas de monocultivos y ganadería extensiva y convirtieron el territorio en una despensa productiva de su exclusivo interés. Los daños ambientales, como la privatización y contaminación de las fuentes hídricas, la deforestación, y los efectos de pauperización de sus habitantes mediante la proletarización de campesinos que 20 años atrás cultivaban pancoger y cosechaban para la venta en distintos lugares de la región y del país, son solo algunas de las gravísimas consecuencias que trajo la guerra por las tierras de los Montes de María y que hoy emergen como la explicación más sólida para entender las dimensiones del conflicto armado en estos territorios. Hoy en el territorio de los Montes de María impera, como hace cuatro décadas, la pobreza crítica. La precaria gobernabilidad sigue al servicio de los clanes electorales que definen las políticas públicas y su ejecución con réditos económicos cada vez más grandes gracias a que las tierras, otrora comunitarias, hoy están ligadas a estrategias agroeconómicas y energéticas que nutren las arcas de grandes grupos económicos multinacionales.
Nos podemos preguntar entonces si las ayudas humanitarias que llegaron en un momento de emergencia en el que una población específica necesitó el apoyo a corto plazo generaron un beneficio a mediano y largo plazo o si terminaron fortaleciendo procesos que socavan la organización social campesina por razones religiosas o económicas. Es importante preguntarnos, además, si algunas de estas intervenciones revictimizan a personas y organizaciones de la región y opacan la memoria de quienes perdieron sus vidas liderando procesos comunitarios, sociales, culturales y ambientales como si hicieran parte de una historia que tiene que pasar desapercibida (Almanza, 2013). Indudablemente se requiere una respuesta inmediata a las urgencias humanas, pero la solución a largo plazo debe apuntar a la reconstrucción del tejido social, y esto solo puede ser posible con acceso a la verdad y a la justicia. Los protagonistas deben ser las mismas comunidades en su relación con el Estado y las agencias humanitarias pueden aportar fortaleciendo los procesos sociales locales y, de esa manera, complementar el protagonismo necesario de las comunidades (Rubiano, 2014; Correa, 2019).
Es indudable que una intervención bien pensada y que cuente con el protagonismo de las comunidades campesinas generaría procesos de crecimiento económico y comunitario a largo plazo; pero tales comunidades perdieron tierras, seres queridos y la capacidad organizativa, que constituía la posibilidad real de rehacer sus vidas y de crecer conjuntamente. Muy al contrario, si las organizaciones humanitarias que han intervenido en los Montes de María dejan la zona, terminarían los procesos. No hay tejido social y organizativo suficiente para sostener el crecimiento económico, social y político de las personas en la zona.
El fenómeno del desplazamiento forzado en Montes de María debilitó la democracia y, por lo tanto, la participación ciudadana, pues las víctimas, cuando son sujetos no reconocidos como sujetos políticos, pueden ser consideradas como los "sin parte", quedan por fuera del acuerdo político y relegadas al mundo de compasión de la política humanitaria (Rancière, 1995). Es por eso que las víctimas han estado en el lugar del litigio y de la interpelación para defender sus derechos políticos como ciudadanos colombianos, apelando a la dignidad como principal derecho agraviado. Es sabido que el mismo derecho internacional humanitario otorga a las víctimas el derecho a interponer recursos y a obtener reparaciones, y convoca a los Estados involucrados en procesos con víctimas a construir mecanismos para que estas gocen de los derechos que les fueron arrebatados.
El primer paso ha sido reconocer a las víctimas de desplazamiento forzado, pero tal reconocimiento, al ser eclipsado por el mismo humanitarismo, ha hecho difícil que las víctimas dejen de ser cuerpos pacientes de la violencia y sean consideradas sujetos políticos, pues "cada víctima en Colombia refleja el resultado de los errores de la sociedad en el ejercicio de la ciudadanía" (CNMH, 2015, p. 463). Los procesos de participación política han sido usados generalmente para que las víctimas expongan sus necesidades y, lamentablemente, no para tenerlos en cuenta; contrario a lo que tradicionalmente se considera que debería ser el objetivo central de la intervención a comunidades afectadas en su territorio.
Cuando hablamos de víctimas, y de que la justicia y la política promueven la verdad, encontramos el testimonio de los afectados que nos pueden enfrentar a una realidad distinta. De eso se trata hacer memoria, a saber: "Consiste en llevarnos de la mano a lo que tuvo lugar, pero que escapó al conocimiento, para que pensemos ahora todos a la luz de lo que ocurrió" (Reyes Mate, 2013, p. 131). Los archivos testimoniales son números, exponen las necesidades de las víctimas y lo que se requiere en cuanto a nación para la no repetición de los hechos victimizantes, porque los testimonios son la denuncia de una violencia. El testimonio es un actor de interpelación creado para que unas voces, antes inaudibles, sean escuchadas. Es por ello que las víctimas aparecen como novedad para participar en la construcción de políticas públicas, haciendo irrupción en la historia, como bien lo ha hecho notar Walter Benjamin (2005) cuando nos dice "El cronista que hace la relación de los acontecimientos sin distinguir entre ellos los grandes y los pequeños responde con ello a la verdad de que nada de lo que tuvo lugar alguna vez debe darse por perdido para la historia" (p. 37). Sin embargo, aunque se exponga el dolor y las luchas políticas de las víctimas a través del testimonio, esta interpelación histórica no ha generado suficientes condiciones de transformación y resistencia.
Lo que nos dice el sentido de la asistencia y atención del mundo humanitario es que hay parte de la humanidad que ha sido negada o vulnerada, y que evidentemente esa parte de la humanidad no goza de sus derechos universales, por lo tanto, es definida desde la desigualdad (Fassin, 2016; Gozzi, 2013). Los Montes de María son el lugar idóneo para mostrar las capacidades reales que tanto las instituciones privadas como públicas tienen para generar las condiciones de posibilidad de una justicia que restaure los derechos económicos, sociales y políticos de las comunidades afectadas por la violencia a lo largo de todos estos años; pero el Gobierno, como práctica institucional, ha conducido a las víctimas por el sendero de un humanitarismo que poco o nada se refiere a las propias necesidades que los individuos y colectividades demandan.
Las preguntas que alguna vez formularon las mujeres que buscaron refugio en un municipio de los Montes de María tienen respuestas de facto hoy, pero no son las que ellas, las sobrevivientes, hubieran querido escuchar para continuar en el territorio con sus hijos y con sus nietos. Han tenido que empezar de nuevo con menos de lo que empezaron y con la certeza de que todo puede cambiar en cualquier momento. Solo esperan ser escuchadas desde el lugar político que conocieron alguna vez y que nadie les reconoce hoy. Ellas y ellos seguirán en el territorio atendiendo solidariamente y como pueden lo que el Estado, la institucionalidad cooperante y los organismos de atención humanitaria ven como una fotografía.
1 Los hechos aquí descritos proceden de la observación directa y de las notas de campo de los investigadores y autores de este artículo.
2 Ver: En 1999 el Departamento Nacional de Planeación, mediante el CONPES 3057 de ese año, lanza el Plan de acción para la prevención y atención de desplazamiento forzado para entender las causas estructurales del desplazamiento y así "trascender el tradicional enfoque asistencialista puramente de emergencia a través de acciones con enfoque poblacional y territorial y el involucramiento de la sociedad civil y del sector privado" (pp. 9-10).
3 Entidad adscrita al Departamento Administrativo de la Presidencia de la República; creada desde 2001 con el propósito de direccionar una concepción poblacional y territorial de la política social y responsable de la ejecución de los programas de inversión social contemplados en el Plan Nacional de Desarrollo.
4 En 2001 se consolida la política de expansión paramilitar en todo el país a través del llamado Pacto de Ralito con su llamado a "refundar la Patria", instituyendo de facto la llamada "parapolítica" debido a la alianza entre los cabecillas de la AUC, dirigentes políticos, funcionarios públicos (senadores, representantes a la Cámara, concejales, alcaldes y gobernadores, ganaderos y terratenientes de Córdoba, Sucre y Bolívar) (CNMH, 2005, p. 92).
5 En la Ley 387 de 1997 se articula la respuesta normativa institucional al grave problema del desplazamiento. El Sistema Nacional de Atención Integral a la Población Desplazada (SNAIPD), y su respectivo Consejo Consultivo para formular la política pública y la asignación presupuestal, no analizaban las causas del desplazamiento y de los procesos de despojo y su relación.
6 Un ejemplo de estos caminos dicotómicos entre las políticas estatales y las acciones de la Cooperación Internacional es el PODEC, plataforma conformada por representantes de las ONG europeas, cuyo propósito fue incidir en las políticas públicas internacionales de cooperación para Colombia. De acuerdo con el informe PODEC de 2011, llamado "Análisis del Plan de Consolidación de Montes de María", fue en 1998 que ACNUR abrió oficinas en Colombia, y entre 1999 y 2002 se articularon múltiples instituciones encargadas de prestar atención a las víctimas de desplazamiento forzado. Al mismo tiempo, el Gobierno lanzó el Plan Colombia, promovido como un plan integral de paz, pero de naturaleza antinsurgente y antinarcótica. El repertorio de violencias creció en intensidad y cobertura territorial con incrementos alarmantes en desplazamiento forzado, secuestros, asesinatos, desapariciones y masacres (Observatorio DD.HH. y DIHH, 2003).
7 El primer mapa de intervención sobre los Montes de María fue elaborado por el PNUD y presentado en el documento PROMONTES como estudio de base para la creación del Programa de Desarrollo y Paz de los Montes de María. Fue elaborado por PNUD y la Corporación Territorios de la Universidad de Cartagena en 2003. Allí aparecen los municipios de Córdoba, El Carmen de Bolívar, El Guamo, Marialabaja, San Jacinto, San Juan Nepomuceno y Zambrano, en el departamento de Bolívar, y Colosó, Chalán, Los Palmitos, Morroa, Ovejas, San Antonio de Palmito, San Onofre y Toluviejo, en el departamento de Sucre.
8 Esta organización campesina de carácter nacional y constituida en julio de 1970 realizó al siguiente año una acción colectiva simultánea de gran impacto llamada "Hora cero", con una movilización que permitió la "recuperación" de 1250 fincas y haciendas improductivas en manos de terratenientes para ser entregadas a beneficio de familias y comunidades campesinas en todo el país. En 2010, de las 120 mil hectáreas conquistadas en 546 parcelaciones, el campesinado habría perdido el 63 % como consecuencia del desplazamiento forzado y la sucesiva compra y venta de tierras por cuenta de los empresarios que llegaron a los territorios aprovechando la extrema vulnerabilidad de quienes se resistían a abandonar las tierras tituladas en la gesta campesina.
9 En 2005, el Programa de Desarrollo y Paz de los Montes de María reportó que había solo ocho retornos voluntarios en Montes de María y ninguno de ellos recibió más acompañamiento que la presencia de miembros de la Fuerza Pública patrullando los caminos y generando nuevamente zozobra entre las poblaciones.
10 En el año 2009, por ejemplo, el entonces ministro de Defensa del segundo mandato de Uribe, Juan Manuel Santos, reorientó el CCAI en las 14 zonas de consolidación: recuperación, transición y estabilización. Una de ellas fue Montes de María con censos realizados por los militares que generaron aún más desconfianza entre la población como la Red de Informantes que eran remunerados económicamente por señalar supuestos autores de delitos y que ahondó aún más la ruptura del tejido social, debilitando la ya precaria confianza en la institucionalidad pública.
11 Ver: "En el año 2004 se crea el Centro de Coordinación de Acción Integral, con el objetivo de lograr la unicidad de esfuerzos requeridos para derrotar la insurgencia. El CCAI no es una entidad, sino una estrategia denominada "recuperación social del territorio" (PODEC, 2011, pp. 70-99).
12 La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) es el componente de justicia del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, creado por el Acuerdo de Paz entre el Gobierno Nacional y las Farc-EP. La JEP tiene la función de administrar justicia transicional y conocer los delitos cometidos en el marco del conflicto armado que se hubieran cometido antes del 1 de diciembre de 2016. La existencia de la JEP no podrá ser superior a 20 años. La JEP fue creada para satisfacer los derechos de las víctimas a la justicia, ofrecerles verdad y contribuir a su reparación, con el propósito de construir una paz estable y duradera (JEP, 2018).
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