Revista Investigación y Desarrollo

ISSN electrónico 2011-7574
ISSN impreso 0121-3261
vol. 20 n°1., enero-junio de 2012
Fecha de recepción: 31 agosto de 2011
Fecha de aceptación: 7 febrero de 2012


ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN / RESEARCH ARTICLE

ENTRE LO TRADICIONAL Y LO MODERNO
BOGOTÁ A COMIENZOS DEL SIGLO XX

Between traditional and modern.
Bogotá, in the early 20th century

Jorge Orlando Blanco Suárez
Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Colombia)
Magíster en análisis de problemas políticos económicos joblancos@udistrital.edu.co

Giovanny Francesco Salcedo Cruz
Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Colombia)
Historiador Universidad Nacional de Colombia. Docente de la Secretaría Distrital de Bogotá. Miembro del colectivo de docentes Círculos de educación y acción. francescosalcedo@yahoo.es


RESUMEN

El documento expone los procesos de transformación de Bogotá en las primeras tres décadas del siglo XX, centrando la mirada en tres factores específicos. 1) Las adecuaciones urbanísticas: servicios públicos; construcción de barrios para las élites y desarrollo de los denominados "barrios obreros". Civilización, modernización vs. tradición es lo que allí se establece como contradicción. 2) El desarrollo de la administración pública bogotana y los modos en que asume la modernización de la ciudad. 3) Los modos en que los habitantes de la ciudad comenzaban a sentir las experiencias de vida urbana a partir de la configuración de nuevos escenarios públicos, como parques, plazas, cine, entre otros. Finalmente, se presentan algunas conclusiones centradas en las tensiones entre tradición y modernidad para dar cuenta de un momento en el que se produce y se siente el tránsito entre la vida de pueblo y los elementos de ciudad.

Palabras clave: Modernización, tradición, Bogotá, Administración Pública, barrios obreros, élites.


ABSTRACT

This document portrays the process of material and cultural transformation of Bogotá (Colombia) during the first three decades of 20th century from three points of view. First, the urban modifications: public services, development of elites and poor neighborhoods. The categories Civilization versus Tradition are used to establish the central contradiction. Second, the development of public administration of de city and how is understood the modernization of the Bogotá by that public administration. Third, how the urban people started to feel the new experiences about the urban life from the configurations of new public scenarios such as parks, squares, cinemas, etc. Finally, this document offers some conclusions centered in the tensions between tradition and modernity with the purpose to depict the circumstances how the people in Bogotá started to feel the transition from the dynamic of a small town life to the city life.

Keywords: Modernization, tradition, Bogotá, public administration, labor neighborhoods, elites.


INTRODUCCIÓN

Cuando el siglo XX empieza, Colombia no ha terminado la última y más cruenta de sus guerras civiles del siglo XIX. Dos años de este siglo transcurren en medio de las balas, los machetazos, uno que otro cañonazo, y la incertidumbre. Parte del territorio nacional se pierde, así como también más de 100.000 vidas humanas, un número igual o mayor a la población de Bogotá tres años más tarde, lo cual podría darnos a entender lo feroz de este conflicto.

Como es sabido, las tres primeras décadas del siglo XX, Colombia estuvo gobernada por la hegemonía conservadora que logró centralizar el poder (López-Alvez, 2002), establecer un sistema monetario nacionalizado (Tirado Mejía, XXXX; Melo, 1998), un ejercito único y avances significativos en la centralización del poder por parte del Estado. Este documento busca dar cuenta de cómo durante la Regeneración (considerada por Guillén Martínez [1986] como el primer frente nacional) y la hegemonía conservadora, la capital de la república se enfrentó a los proceso de transformación modernizadora.

Recurriendo a fuentes primarias (prensa y documentos oficiales) y secundarias se describen algunas de las transformaciones más importantes en materia de dotación urbana, de administración pública pero, sobre todo, en la forma en que los habitantes de la ciudad vivieron el conflicto entre lo tradicional y lo moderno. Se busca así contribuir al conocimiento de los procesos de urbanización de la sociedad colombiana y los modos en que estos han estado marcados por el conflicto entre formas elitistas y populares de modernización.

En este sentido, en primer lugar, se presenta una panorámica del proceso de transformación de Bogotá, con todos sus conflictos contradicciones; en segundo lugar se describen los modos de adecuación de la administración pública capitalina a los procesos de urbanización e industrialización; en tercer lugar se hace una interpretación de dos formas de vivir la modernización por parte de los habitantes de la ciudad: las élites y los sectores populares y, finalmente, se exponen algunas conclusiones sobre la tensión moderno/tradicional para la primera parte del siglo XX, específicamente las tres primeras décadas.

BOGOTÁ, LA CIUDAD: BOSQUEJO DEL CRECIMIENTO URBANO Y MODERNIZACIÓN

Durante la mayor parte del siglo XIX, Bogotá no es más que un pueblo pequeño y tradicional; la vida en su interior no se diferenciaba en mucho de los demás pueblos del país. Siendo el centro político de la nación, la vida se detenía de tramo en tramo, de acuerdo con las costumbres alimenticias, es decir, el desayuno, las medias nueves, el almuerzo, la onces y la cena detenían las actividades cotidianas. Durante el almuerzo, la vida parecía desaparecer de las calles y en estas no podía verse casi a nadie. El ciclo de actividades estaba determinado por la naturaleza y por la digestión. Lejos estaba la ciudad, más bien pueblo, de ser lo que es hoy en día. Sólo al final del siglo XIX, no obstante las dificultades económicas de la ciudad (Zambrano, 2002), comenzaron a aparecer en Bogotá las primeras industrias; su población ya sobrepasaba los ochenta mil habitantes y el movimiento, la velocidad, empezó a aumentarse. Pero este primer arranque, no duró mucho: primero tenía que acabarse en el país, y de la manera más violenta, la "costumbre" de las guerras civiles.

Los dos primeros años del siglo XX se viven en medio de la guerra, y esta hizo que los primeros intentos por crear industrias en las principales ciudades se aplazara, pues se tuvo que sortear con una grave crisis económica y ausencia de capital. Durante este periodo:

[...] El país retrocedió cien años y Bogotá pareció volver al atraso colonial. En vez de grupos alegres de paseantes, las calles vieron el ir y venir de veteranos y reclutas con su obligado acompañamiento de vivanderas. En lugar de serenatas, se oyeron las voces de ¡alto! de las patrullas. La luz eléctrica de arco, que bien que mal había alumbrado la ciudad (o parte de ella) durante diez años, se extinguió por falta de elementos y reinó oscuridad completa, propicia a los desórdenes y engendradora de temerosas leyendas. La comunicación con el exterior se hizo de día en día más dificultosa; los combates se sucedían sin intermisión; las fronteras fueron campos de batalla con enemigos exteriores; y pareció llegado el momento de escribir: finis Colombiae (...) (Gómez Restrepo, 1938, p. 125).

Así era la ciudad y el país a comienzos del siglo XX; una ciudad ya con cien mil habitantes viviendo, la mayor parte de ellos, en condiciones de miseria; sin ningún tipo de servicio1, sujeta a contraer en época de lluvias, e incluso en verano, cualquier tipo de enfermedad que con facilidad llegaba a adquirir características de epidemia y en condiciones sanitarias deplorables. Sin embargo, a pesar de estas condiciones realmente desfavorables, Bogotá inicia un acelerado proceso de crecimiento demográfico y expansión territorial.

[...] ahora la ciudad se expandía por sus tres costados creciendo aceleradamente. Así, el área ocupada por el casco urbano que en 1797 era de 203 hectáreas en 1905 subió a 320 hectáreas, o sea, un crecimiento equivalente a 0.57 veces en 108 años. La población había crecido de 21.934 habitantes en 1801, a 100.000 en 1905, es decir, casi cinco veces. Pero desde comienzos de siglo estas cifras se dispararon. La ciudad amplió su área entre 1905 y 1912 1.65 veces, casi tres veces más de lo que había crecido en los 108 años anteriores. Entre 1912 y 1927 creció 2.18 veces: pasó de 320 hectáreas en 1905 a 520 en 1912, y a 1.160 en 1927 (Fundación Misión Colombia, T. 1, 1989, p. 34)

Con el proceso de ampliación de su espacio y del aumento de su población, Bogotá fue cambiando su aspecto de pequeño pueblo colonial, para convertirse en una ciudad con todas las características de esta, es decir, con una división o diferenciación espacial de sus clases2 y de sus actividades. La industria se fue ubicando en la ciudad, el comercio también lo hizo; la naciente clase industrial y comercial se desplazó poco a poco hacia Chapinero y la parte sur y oriental de la ciudad se convirtió en refugio para las clases trabajadoras. Según Miguel Ángel Urrego:

Los barrios obreros consolidan, por vía opuesta y complementaria, la diferenciación de las clases en la ciudad. Los sectores medios y la burguesía en ascenso habían iniciado el proceso al trasladarse del centro de la ciudad a la periferia, Chapinero; pero los barrios de los trabajadores establecieron una definición que aparece en los documentos sin retórica alguna: "barrios obreros". El habitante de estos barrios estaba definido de antemano (Urrego, 1997, pp. 71-72).

De las pocas industrias que pudieron mantenerse a pesar de la Guerra de los Mil Días, tal vez la más representativa fue la industria cervecera, cuyo fundador fue el alemán Leo S. Kopp. Esta permitió el surgimiento de un pequeño grupo de proletarios que obtuvieron ventajas sobre los demás pobres de la ciudad, quienes a raíz de la parcelación en 916 lotes de 32 metros cuadrados de unos terrenos de los hermanos Daniel y Froilán Vega, ubicados en lo que hoy se conoce como La Perseverancia, y con el apoyo de Leo S. Kopp a sus trabajadores, pudieron adquirir una parcela para construir sus pequeñas residencias. (Urrego, 1997, pp. 108-109).

Durante todo el primer decenio del siglo XX son pocas las soluciones que de parte del Estado se dan en una ciudad que crece aceleradamente. El servicio de acueducto, que comenzó por iniciativa de Ramón B. Jimeno y se inauguró el 2 de julio de 1888, no cubría sino a una extremadamente pequeña porción de los habitantes de la capital de la república; sólo cerca de 4000 plumas estaban instaladas para 1910 (Urrego, 1997, p. 87).

El segundo decenio del siglo XX se inaugura con la celebración del centenario de la independencia, fecha para la cual la administración capitalina, en convenio con la empresa de energía de los hermanos Samper, iluminaron parte de la ciudad. Esta comenzó a ver en su interior nuevos elementos. En el Parque de la Independencia (cuyo antiguo nombre era Parque de los Reyes) se realizó la primera exposición industrial, para la cual se construyeron cuatro edificaciones que permitieron mostrar los adelantos técnicos, científicos y culturales. Además, para esos días la administración capitalina destinó algunos recursos para la impresión de 1000 ejemplares del Acta de Independencia, la cual sería repartida al público y leída en por el alcalde de Bogotá. Así mismo, el concejo municipal destino la suma de 500 pesos para la 'Junta de señoras', quienes debían encargarse de la alimentación de los pobres de los asilos (Municipio de Bogotá, 1912, pp. 316-317).

En términos del objetivo de este trabajo, la celebración del Centenario contiene elementos importantes para plantear la tensión entre la modernización y la tradición. Durante estos festejos se pretendió mostrar una cara más moderna y europea de la ciudad. No obstante, también la iglesia católica jugó un papel fundamental y no solo fue una de sus principales protagonistas, sino que se autoproclamó como el motor distintivo del progreso y civilización de la sociedad colombiana. Así, podemos citar las palabras que Rafael María Carrasquilla pronunció en una de las más concurridas celebraciones del Centenario:

La Iglesia fue la civilizadora de nuestra nación, la libertadora de nuestra patria, la fundadora de nuestra república. Ella abrió los caminos por donde transitamos todavía, fundó nuestras ciudades y villas, levantó las iglesias donde oramos, los colegios donde aprendimos, los hospicios, los hospitales y asilos que dan á los infieles el pan del alma y el del cuerpo [...] De entonces acá ha seguido la Iglesia, sin descanso, su papel de civilizadora y de maestra. Al extranjero que nos visite hoy casi no podemos mostrarle sino los edificios levantados por la piedad cristiana, los cuadros de nuestros templos, las tallas y dorados de nuestros altares (Isaza & Marroquín, 1991, citados por Garay, 2006,p. 6).

De este modo, la modernización y la civilización, en el contexto de la celebración del primer Centenario de la independencia reivindica como principal agente de la construcción de la nación colombiana a la Iglesia católica, garante de la unidad y del progreso, por sus obras y construcciones, tanto como por su fe y su empeño. Pero de este modo también en este contexto se hacen evidentes la negación del pueblo o lo popular en la configuración de la ciudad.

Desde distintos espacios, incluso desde la misma prensa capitalina, se cuestionó el hecho de que la celebración se hubiese centrado en discursos filosóficos sobre la libertad y la independencia, desconociendo que el "pueblo raso", el forastero que visitó a la ciudad, "poco entendía" de esos temas (Garay, 2006, p. 19). Esta afirmación del pueblo, no obstante es también una negación del mismo, al considerarlo incapaz de reflexión sobre las abstracciones de la libertad y la democracia. De este modo, una nación de élites e intelectuales europeizados es lo que se celebra, una nación católica, centralista y excluyente es lo que se muestra como elemento de "identidad" nacional. Estos mismos forasteros y, de hecho, todos los sectores populares, eran vistos como obstáculos para el "progreso" o como gente que "poco entendía de libertad e independencia" y, por tanto, debían ser objeto de intervención permanente a fin de llevarlos a la civilización, pero bajo las orientaciones de la Iglesia católica. La élite bogotana se había constituido a sí misma como misionera de la civilización, que por sus formas de hablar y de comportarse daban lecciones cotidianas de cultura y progreso, no obstante el contexto hostil o primitivo, en términos urbanísticos, de sanidad y de dotación urbana (Zambrano, 2002). De este modo, las celebraciones del Centenario dan cuenta de una articulación compleja entre lo tradicional y lo moderno. La tradición que se reivindica es la de las élites dominantes, pero también se condenan tradiciones: las de los sectores populares. Una nación sin pueblo es la idea de los dirigentes del país, y esto se hace evidente en el contexto del Centenario.

Ahora bien, para para tener una idea de cómo era la ciudad para esos años, en lo que se refiere a sitios públicos para la recreación, basta con mencionar que sólo contaba con cinco parques cuyos nombres eran: El Centenario (ubicado en lo que hoy ocupa la calle 26 entre carrera séptima y avenida Caracas); Santander, hoy conocido con el mismo nombre; Bolívar, en la plaza del mismo nombre; Los Mártires, en la plaza del mismo nombre. Este parque estaba, o está ubicado, entre las calles 10 y 11, con carrera catorce o Avenida Caracas y carrera 15; De los Reyes, en lo que es hoy el parque de la Independencia; este último nombre se le dio a este sitio en 1909.

El número de plazas con que contaba la ciudad excedía al de los parques. Se encontraban las plazas de Bolívar, Santander, Los Mártires, San Agustín, Jiménez de Quezada (antigua de Las Nieves); de Armas (antigua de las Cruces); Policarpa (antigua de las Aguas); España (antigua de Maderas); Camilo Torres (antigua de la Capuchina); Nariño (antigua de San Victorino). Estos escenarios eran complementados con los propios de las élites, que en el contexto de lo privado pensaban e imaginaban la nación (Zambrano, 2002). Sumado a los parques y plazas, la ciudad contaba con dos plazuelas: la de San Carlos, frente al templo de San Ignacio, y la de Egipto, frente a la iglesia del mismo nombre (Municipio de Bogotá, 1912, pp. 213-214).

Todos estos sitios, o la mayor parte de ellos, heredados de la Colonia y transformados o rebautizados no pocas veces durante la república fueron, como otrora, importantes centros de encuentro; espacios públicos para la sociabilidad de los capitalinos. No obstante, el ser sitios cuya utilización no cambió mucho durante el siglo XIX, a comienzos del siglo XX su uso varió en el sentido de que en ellos comenzaron a realizarse actividades distintas a las tradicionales. Celebraciones, espacios para los discursos políticos, áreas de movilización política, entre otras, que se detallarán más adelante.

En cuanto a las vías de la ciudad, sólo hasta bien entrado el segundo decenio van mostrando una mejora, en lo que se refiere a la posibilidad de que por ellas transiten los nuevos vehículos con menos inconvenientes. Con la llegada de los medios masivos de transporte, la ciudad tuvo que cambiar el trazado de sus calles, casi en su totalidad coloniales, por nuevas y amplias vías por donde pudieran transitar automóviles, camiones, buses y el mismo tranvía. Este último, que empezó a andar la ciudad a finales del siglo XIX, es parte fundamental del nuevo movimiento en que se sumerge la ciudad y que le dará un aire más moderno; este es el primer transporte para las mayorías, primero tirado por mulas y luego impulsado por electricidad. De esos primeros viajes por caminos polvorientos Miguel Ángel Urrego expone que la primera línea construida comunicó la plaza de Bolívar con San Diego y San Diego con Chapinero, y en diciembre de 1884 se pone en marcha la línea del centro de la ciudad hasta Chapinero en viaje sin trasbordo (Urrego, 1997, p. 78).

El segundo medio de transporte masivo que incursionará en Bogotá es el ferrocarril que unió a la capital con las poblaciones vecinas a la ciudad y que le dio a esta facilidades mucho mayores no solo en lo económico, sino en lo relacionado con la cultura, ya que el contacto con costumbres diferentes a las de los capitalinos se hizo para las élites más frecuente y fácil, lo que propició una mayor relación con el departamento y con la nación.

A esos dos medios masivos de transportes vino a sumarse el uso cada vez mayor de automóviles y buses. Los primeros se convirtieron en medio de exaltación de las élites; con esto se empezó a asociar la posesión de un automóvil con la noción de bienestar y confort. Por su parte, el bus, que fue mal visto en un principio por parte de algunas de las administraciones de la ciudad, se convertiría a la postre en el medio por excelencia de los sectores populares y la incipiente clase media.

No obstante estas adecuaciones urbanísticas, de nuevas vías, parques y espacios públicos, la ciudad continuaba manteniendo su estructura colonial, aunque comenzaban ya a vivirse y expresarse los cambios que en su interior se producían:

[...] Vista la ciudad desde la alturas que la dominan, parece todavía una antigua población castellana; pero recorriendo sus calles, se advierte que las ásperas piedras van cediendo el campo al cómodo asfaltado; que al lado de las casas vetustas, se elevan construcciones elegantes y airosas, de estilo francés; y que la ciudad busca expansión en los barrios nuevos, ya que en los antiguos la estrechez de las vías, que a rato recuerdan las de Toledo, no da campo al agitado movimiento de la vida moderna [...] (Gómez Restrepo, 1938, p. 130).

Al término de la primera década del siglo XX, las vías de comunicación cambiaron, en combinación con los transportes, el trazado de la ciudad. Para esos años las vías más importantes de la urbe son: La avenida de la República, o antiguo Camellón de las Nieves; la avenida Colón, o antiguo Camellón de San Victorino; la de Boyacá, antigua Alameda y; la del paseo Bolívar, o antigua Agua Nueva (Municipio de Bogotá, 1912, p. 215). La importancia de la Calle Real dentro de la ciudad, que hoy se conoce como la carrera séptima, fue desde el siglo XIX observada y registrada por distintos personajes tanto nacionales como extranjeros. Así la describió a finales de este siglo Pierre D'. Spagnat:

Todo lo que hay de rico y elegante, permanece agrupado en esa Calle Real y en sus alrededores [...], la calle de Florián, la plaza de Bolívar y la de Santander, gran centro de diversión y negocios [...] Hay en toda esa gente —muchos pobres— que sólo parecen estar ahí para que se puedan añadir a las estadísticas, una masa innumerable que no cuenta, que nada posee, cuyos medios de subsistencia me parecen problemáticos y que llena con su desamparo los arrabales mal definidos que conforman con el campo [...] (D' Spagnat, 1943, p. 78-79; citado por Puyo, 1987, pp. 183-185).

Las nuevas vías de la ciudad contribuirán a cambiar el plano de la urbe, dándole mayor viabilidad al proyecto modernizador, constituyendo las nuevas formas de vivir, caminar y sentir los espacios de la capital. Al terminar la segunda década del siglo XX, el impulso en la construcción o ampliación de las calles y carreras continua, convirtiéndose este problema ya en uno de los centrales (Rojas-Ibañez, 1919, p. 21).

Como se enunció, a medida que la ciudad empezaba a adquirir otros roles y espacios aparecen con mayor frecuencia barrios en los cuales se profundizará la división espacial de la urbe. Por un lado, las elites construían sus hogares hacia el norte de la ciudad: Chapinero, Teusaquillo, Sucre y Santa Teresa, entre otros; estos sectores son urbanizados con las mejores condiciones higiénicas y técnicas, mientras que al sur y en la parte más oriental del centro se construirán los barrios de los pobres o "barrios obreros". Estos últimos en condiciones difíciles para sus habitantes, construidos sin ninguna especificación urbanística, ni sanitaria, existieron en la ciudad desde la Colonia. Pero con la llegada de gran cantidad de personas en los inicios del siglo XX estos sectores se extendieron de manera acelerada, lo cual no quiere decir que sectores en malas condiciones tan sólo aparecieran en 1910 con la llegada de los llamados barrios obreros, como afirma Fabio Puyo3; los sectores deprimidos de la ciudad se asentaron de manera masiva desde los primeros años del siglo XX y sectores como Villa Javier, Ricaurte, Marco Fidel Suárez, La Paz y la Unión Obrera (después Perseverancia) serán parte del tamiz de la capital. La inauguración de estos barrios obreros se hacía con la mayor solemnidad, pareciese que con la sola presencia de políticos y sacerdotes el barrio tuviera un porvenir asegurado. El registro de la inauguración de un barrio obrero se describía así en periódicos y revistas de esta manera:

El domingo 13 del presente —febrero de 1916— se verificó la inauguración oficial y religiosa del barrio 'Córdoba', en la parte occidental de la ciudad entre la calle 23 y la carrera 14 [...] A las 9 y media a.m., después de la misa campal, se efectuó la colocación y bendición de la primera piedra del templo de la Señora de las Angustias, por el ilustrísimo doctor Herrera Restrepo [...] (Cromos, 12-02, 1916, p. 94).

De igual manera, tres años después, en ceremonia solemne se inaugurará otro barrio obrero en las mismas condiciones que el anterior: "El 7 del presente —diciembre de 1919— tuvo lugar la inauguración de 24 casas para obreros, construidas en el pintoresco barrio de San Francisco Javier, bajo la acción del reverendo padre Campo Amor" (CROMOS, 13-12, 1919, p. 371). De esta manera la capital está metida de lleno en grandes transformaciones con la intención de cambiar su aspecto colonial.

Sin embargo, la separación de clases no sólo se expresó mediante la sectorización de la ciudad de acuerdo con el tipo de habitantes que se instalaban en los distintos lugares, sino, además, en la arquitectura que cada uno de estos sectores asumiría. Aunque muchos de estos sectores tenían un estilo arquitectónico definido, otros mezclaron variados estilos, lo cual dio paso a lo que hoy se denomina eclecticismo arquitectónico. Así podemos ver que,

[...] los principales barrios en donde habitaban las clases altas eran La Merced, en el cual predominaban las casas de estilo inglés; el Sucre, el Santa Teresa, y el Teusaquillo, que tuvieron construcciones a veces inglesas, a veces españolas; Armenia donde en forma más o menos proporcional se edificaron residencias que siguieron el estilo inglés y el mixto; el Samper, con los estilos español y mixto; y el Sagrado Corazón que alternaba el español, inglés y el mixto (Puyo, 1987, p. 222).

De esta manera las élites asumirían los diversos adelantos científico-tecnológicos, como el automóvil, así como una nueva visión de la estética en la arquitectura y una manera diferente de asumir el cuerpo y el espacio en la higiene. Con ello se reafirmaba su diferencia con la clase obrera. Por su parte, la "clases menos favorecidas" se asentaran hacia el Sur y la parte más oriental del centro de la ciudad, principalmente; gran parte de estas personas, llegaron a Bogotá producto de la Guerra de los Mil Días a principios de siglo, y después, como efecto de continuas migraciones, lo cual engrosó la inmensa cantidad de desarrapados que deambulaban por la capital.

En el primer decenio del siglo XX, los barrios de los pobres se encontraban ubicados principalmente en la parte más oriental del centro del municipio; de ellos el sector más famoso, o mejor, más tristemente famoso, fue el conocido como Paseo Bolívar que contaba con barrios como: San Ignacio de Loyola 1; San Ignacio de Loyola 2; San Luis; San Martín; San Miguel; Egipto — la Peña; Las Aguas; Chiquinquirá; Belén; San Fasón y Las Cruces, entre otros. Este sector fue uno de los más deprimidos de toda la ciudad; sus casas más parecían bohíos; en sus habitaciones convivían todos los miembros de una familia; no contaban con ningún servicio público. Del aspecto de este sector y del modo en que fue convirtiéndose en una molestia para las élites, encontramos continuas referencias en los periódicos, así como en las discusiones que en el Concejo municipal y otras instituciones suscitaba este sector.

Para las élites (abogados, médicos, miembros de la iglesia y políticos) que pretendían modernizar, un tema central, particularmente a partir de la epidemia de gripa que afectó a cerca de 40.000 personas y que causó la muerte de al menos 800 personas (Colón, 2005, p. 106), fue el de la Higiene. Sobre este tema se produjeron discursos académicos e ideológicos que presionaron pronto para que se llevara a cabo sobre este sector del Paseo Bolívar un proceso de saneamiento que sirviera de base para la construcción de barrios obreros modernos y adecuados a las nuevas condiciones que exigía la civilización y el progreso. Desde 1919 hasta mediados de los años treinta, se llevaron a cabo varias campañas políticas y periodísticas sustentadas en informes médicos y de salubridad que buscaban la "eliminación" de este "foco de infecciones" que daban una mala imagen a la ciudad. Muchas de estas descripciones e informes dan cuenta de la pobreza de los habitantes de este sector, de su falta de servicios públicos (particularmente de acueducto y alcantarillado), así como de la relación entre el tipo de vivienda y el carácter de estas personas. En 1919, por ejemplo, se publicó lo siguiente:

Es innegable... la influencia de la habitación en las costumbres de la colectividad [...] si la casa está mal dispuesta, si carece de aire y luz, el trabajador permanece en ella lo menos posible, y prefiere las funestas diversiones de la taberna. Cada día se desprende más de su mujer y de sus hijos, quienes quedan abandonados a la miseria y a ejemplos perniciosos. Las pasiones de las colectividades sin freno, excitadas por el abuso del alcohol, arrastran al obrero a falsos conceptos de venganza y de odio, con el deseo de quiméricas reivindicaciones. (Vergara y Vergara, 1919; citado por Colón, 2007, p. 109).

Con esta "matriz de opinión", poco a poco se llevó a cabo un proceso de desplazamiento de esta población y se abrió el espacio para un proceso de urbanización más moderno, que hoy alberga a la Universidad de la Salle, a la Universidad Externado de Colombia, la Universidad de Los Andes y edificios construidos en los años cuarenta, que "limpiaron" estos restos de atraso para la ciudad. La idea fue, al amparo de las celebraciones de comienzos del siglo XX, reubicar a estos pobladores en lugares modernos y con servicios que, en ambientes "más propicios", contribuyeran al progreso de la ciudad y de la nación.

No obstante, todavía en 1927 esta parte de la ciudad no había cambiado en mucho su aspecto. Así era visto en ese año:

Dominando la ciudad y sin alcantarillado ni servicio de acueducto, todos los detritus de ese núcleo de población tan considerable llegan al centro de la ciudad, se esparcen por todos los puntos cardinales y la infestan. La aglomeración de personas que viven en esos ranchos de vara en tierra, pugna con la moral, la higiene y la salubridad. Aún por el aspecto meramente humanitario y caritativo, es necesario acabar con ese estado de cosas, pues no es posible, que en la capital de la república exista un barrio o un sitio, donde se dan cita el crimen, la miseria y la insalubridad [...]. (FMC, T 1, Vol 9, p. 33).

De ahí que a partir de ese mismo año se generaran reglamentaciones que comenzaron a regular la construcción y ocupación de este sector y, en general, la construcción de barrios obreros (Colón, 2005: 111-113). Pero en un contexto de modernización, también liderado por la iglesia, no sólo se trataba de modificar las habitaciones de los obreros sino además, y tal vez más importante, cambiar su comportamiento. Había que eliminar no sólo estas formas de ocupación y habitación, sino el comportamiento general de los obreros a fin de lograr el propósito de la civilización.

Uno de los líderes de esta iniciativa fue el padre jesuita Campoamor, quien había fundado a comienzos del siglo XX el barrio Villa Javier. Según este clérigo, había que hacer que los obreros abandonaran las costumbres heredadas de haber nacido y crecido en un cuchitril. Fue tanta su preocupación por las costumbres de los obreros, que elaboró un reglamento que indicaba las condiciones que tenían que aceptar aquellos que quisieran vivir en sus comunidades:

Se prohibía, por ejemplo, la presencia de perros en las habitaciones y se exigía que los animales permitidos estuvieran encerrados en corrales; en el apartado dedicado a la moralidad se prohibía el consumo de bebidas alcohólicas y la asistencia a "cinematógrafos y otros espectáculos que son escuelas de corrupción"; en el apartado correspondiente a la piedad se obligaba a asistir a misa los domingos y días de fiesta, y a otros ritos religiosos católicos. El reglamento también prohibía el alojamiento de personas ajenas a la comunidad y la instalación de tiendas en las casas. Todo aquello que no estaba incluido en el reglamento y que podía ser motivo de duda para los habitantes del barrio debía consultarse con el padre consiliario, bajo cuya estricta vigilancia se encontraba toda la comunidad. (Colón, 2005, p. 114).

De este modo, la ciudad comienza a pensar en un nuevo orden, debido a su nueva estructura social, territorial y cultural. La búsqueda de la civilización se manifiesta en los frentes urbanísticos, culturales e institucionales. Ahora bien, pese a las motivaciones civilizatorias y excluyentes, buena parte de los sectores obreros se construyeron a expensas de la legislación y los discursos modernizadores. Esos sectores eran en su mayoría "urbanizaciones piratas" y muy pocos eran los sectores que se construían mediante un plan para tal fin. De los barrios obreros, el más famoso fue el llamado Unión Obrera, cuya construcción fue apoyada por el fundador de Bavaria, Leo S. Kopp, quien decía a sus empleados al comprar un terreno para edificar: "[...] usted ya está trabajando, ya es obrero fijo; pues a echar para arriba su ranchito y a vivir ahí". (Asociación Comunitaria Los Vikingos, 1988, p. 18; citado por Urrego, 1997, p. 109).

Esta expansión de los barrios de pobres es vista por un periodista de la revista Cromos en 1919 como un problema de planeación y de distribución de los recursos públicos y privados. La ciudad, a sus ojos, debía ser intervenida pensando en darle soluciones a los trabajadores y mejorar sus condiciones de vida y, por tanto, contribuyendo al progreso y la civilización de la sociedad bogotana.

La expansión de los barrios ricos, al norte, sur y occidente, con centenares de edificios higiénicos y hermosos, es una característica de bienestar y de progreso, que le augura un porvenir inmediato en armonía con su rango de primera entre las ciudades de la república. Pero al oriente, es decir hacia la áspera cuesta de los montes vecinos, se multiplican las miserables viviendas, cuyo intrínseco desaseo —dadas la carencia absoluta de agua y la topografía del terreno—, es foco permanente de infección. Su aterradora eficacia la experimentan todas las clases sociales, y en especial las más dignas de enseñanza, higiene y protección, como son las trabajadoras, las de la labor heroica y silenciosa, que en todas partes, causa y explica la civilización contemporánea [...] Las casas obreras, con aire, luz y agua y las primitivas comodidades que la misma condición pensante del hombre exige, son, a nuestro entender, no tan sólo un problema económico y una necesidad social, sino que su realización es un imperativo categórico que la ciudadanía impone a todos por igual, con la debida proporción a las capacidades y fuerzas de cada uno de los bogotanos [...] Todo centavo que hoy se gaste en obras de otra clase, sustrayéndolo a las necesidades clamorosas del saneamiento urbano, es una inconciencia monstruosa o crimen de leso por venir [...] (Cromos, 5-11-1919, p. 285).

Pese a este marco interpretativo del progreso y sus necesidades, entre 1910 y 1930 los sectores populares eran ya tantos que el 64% (Puyo, 1987: 223) de las construcciones de la ciudad se realizaban en estos sitios. Sin embargo, los problemas que estos sectores estaban lejos de tener solución, y de hecho, las soluciones que se planteaban pasaban por el desconocimiento de los pobladores como actores sociales y políticos y se les consideraba más como objetos de intervención médica, cultural y política.

El crecimiento de la ciudad en los tres primeros decenios del siglo XX se vio traducido, además, en la aparición de nuevas industrias y lugares comerciales que, poco a poco, lograron establecerse para satisfacer las necesidades de la cada vez mayor cantidad de bogotanos. De esta manera, en lo que se refiere a la cantidad de industrias, en 1918 había en Bogotá 22 establecimientos industriales que cubrían la producción de diversos productos, tales como: a) Sombreros: a cargo de la Sombrerería Garzón Hermanos, fundada en 1903 y localizada en la calle 11 de San Miguel; esta fábrica vendía diversas clases de sombreros y los despachaba para distintas partes del mundo; b), Espermas: producidas por Manuel Gutiérrez C. & Cía, fundada en 1905. Esta fábrica producía y vendía espermas de parafina y estearina en una cantidad de 2000 a 2500 arrobas mensuales; c) Telas: producidas por la Fábrica de Telas Samacá, y la Fábrica de Hilados y Tejidos San José (esta última, sociedad industrial franco belga); d) Bebidas dulces: producidas por la Fábrica de Bebidas Gaseosas G. Posada & Tobón; e) Cigarrillos: fabricados por El Rey del Mundo, y f) Fósforos: producidos por la Fábrica Nacional de Fósforos. Además de estas fábricas, Bogotá contaba con otras que complementaban la gama de productos ofrecidos por la industria local. (Little & Ives Company, 1918, citado por Peralta, 1988, p. 90).

LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA DE BOGOTÁ A COMIENZOS DEL SIGLO XX

En el plano administrativo, en los primeros cinco años del siglo XX Bogotá se caracteriza por depender directamente tanto del departamento como del gobierno central. Esta situación le impedía destinar los recursos que producía (de manera autónoma) en las obras necesarias para su desarrollo. Esta dependencia, frecuentemente suscitó enfrentamientos entre la administración municipal, departamental y nacional, debido a que la capital era considerada como un fortín político al cual no se le podía permitir tanta autonomía. Sin embargo, hacia 1905 y luego de arduos debates, Bogotá es nombrada Distrito Capital, mediante la Ley 17 de dicho año; este régimen especial sólo duraría hasta 1909 "puesto que por Ley 65 de este año, el Congreso determinó que Bogotá debería regirse de nuevo por la reglamentación que cobijaba a todos los municipios del país" (Puyo, 1987, p. 193).

Al dictarse esta medida que acabó con la corta independencia de la administración municipal y se hizo de Bogotá nuevamente una dependencia de la gobernación. Esto se tradujo en que los alcaldes se convirtieron en agentes del gobernador y del ejecutivo central. La administración de Bogotá, en estas condiciones, estaba compuesta por el alcalde, nombrado por el gobernador de turno. Este alcalde tenía a su disposición el nombramiento y remoción de tres secretarios: Hacienda, Gobierno y Conservación y Urbanismo. (De la Espriella, 1938, p. 91). Del mismo modo, la administración capitalina estaba a cargo de 15 concejales, elegidos por los habitantes de la ciudad que poseían derecho al voto.

Dentro de este marco institucional y teniendo en cuenta que uno de los principales problemas generado por el crecimiento desmedido de la ciudad y por su falta de mecanismos para dotar a la nueva población de condiciones higiénicas de vida fue el de las epidemias, en 1909 se crea, mediante Acuerdo No. 5, el laboratorio municipal, que contaba entre sus atribuciones vigilar el trato de la leche y las aguas, y hacer a estos "productos" continuos exámenes químicos y bacteriológicos (Municipio de Bogotá, 1912, p. 264). En la misma dirección el Concejo dictó medidas legales sobre urbanización que intentaron darle orden a la creación de los barrios obreros. Sin embargo, estas medidas, a la postre, no garantizaron ese orden, por lo que estos barrios no fueron controlados en la práctica.

Durante este periodo, y como intento de establecer los mecanismos institucionales para fortalecer el control del crecimiento de la ciudad en el plano estético:

En 1917 se creó la Sociedad de Embellecimiento Urbano con varios propósitos, entre ellos hacer cumplir una serie de normas fundamentales que se estaban infringiendo descaradamente. También era objeto esencial de la Sociedad cambiarle la cara a la ciudad. Uniformó a los emboladores, arborizó numerosas calles, organizó torneos deportivos, colocó buzones en las esquinas, pintó los postes y promovió concursos de vitrinas en los sectores comerciales (Municipio de Bogotá, 1918, p. 27).

Así mismo, se dictaron leyes que pretendía controlar el crecimiento desordenado de la ciudad. En este sentido,

[...] en marzo de 1923 se concluyó el plano del Bogotá Futuro, ordenado por el concejo para facilitar el desarrollo gradual de la ciudad. Se pensó en cuatro veces el tamaño que tenía la ciudad en ese momento. Se adoptó el sistema radial de calles y avenidas, con Park Ways, como fueron denominadas las avenidas amplias que tenían calzadas separadas por un parque arborizado. Las principales vías llevaban doble línea de árboles y las angostas tenían sencilla. Se previó la construcción de un bosque en los cerros orientales para preservar las aguas. Se dejó de lado el plano de damero y se proyectaron avenidas de circunvalación (Puyo, 1987, p. 224).

La determinación de planear esta "ciudad del futuro", sin embargo no surtió los efectos esperados por quienes propusieron esta manera de prever el desarrollo de la ciudad y esta iniciativa fue descartada antes de que sus objetivos más elementales se realizaran. Estas medidas fueron obstaculizadas por el crecimiento insospechado de la ciudad que imposibilitó la ejecución de cualquier plan; sumado a esto, la continua falta de recursos aumentó las dificultades de "organizar a la ciudad" y planear su crecimiento.

Ante la imposibilidad de planear, lo que se hizo durante las tres primeras décadas fue tomar medidas de choque para organizar y tratar de sobrellevar el crecimiento de Bogotá de la mejor manera posible, en un contexto de falta de recursos, que llevó a la ciudad a un endeudamiento progresivo (Mensaje del presidente al Concejo de Bogotá de 1923, citado por Puyo, 1987).

Los cambios experimentados durante el tercer decenio, traen de nuevo a colación la polémica por lograr que la ciudad tuviera un mejor trato de parte de los gobiernos nacional y departamental. En este sentido,

[...] a finales de los años veinte se inicia en la prensa una campaña de apoyo a un proyecto de ley que buscaba en convertir a Bogotá una vez más en Distrito Capital. Con esta figura administrativa se buscaba darle autonomía a la ciudad y proveerla de suficientes recursos fiscales, la opinión pública criticaba la dependencia de Bogotá del código político municipal, que según se decía le daba trato de villorrio (Puyo, 1987, p. 193).

Sin embargo, estas incitativas no van a surtir ningún efecto legal sino hasta la década de los cincuenta, cuando, si bien es cierto no se erige a Bogotá como Distrito Capital, sí se le otorgan atribuciones fiscales favorables para su funcionamiento y, además, se nombra Distrito Especial.

En lo que hace referencia a los servicios públicos, estos sólo fueron puestos al servicio de algunos hogares, así como algunos sitios públicos y edificios estatales a finales del siglo XIX y durante los tres primeros decenios del siglo XX. Los esfuerzos por lograr que estos fuesen masificados y prestados con mayor calidad, son, si no inútiles, si insuficientes.

En relación con el acueducto, los cambios que produjo en la prestación de este servicio la empresa de Ramón B. Jimeno no colmaron las expectativas y las necesidades de los bogotanos, por lo que se suscitaron constantes conflictos entre los capitalinos, la administración municipal y la empresa. Para solucionar estos problemas se planteó la necesidad de comprar por parte de la administración municipal la empresa al señor Jimeno. El principal problema para la municipalización de la empresa fue la falta de recursos que se debían destinar para ese negocio. Para que ese servicio pudiera ser prestado por la municipalidad se estudiaron diferentes opciones, como la de que el municipio comprara terrenos para tener su propio acueducto. Así, en 1911 se propone la compra de unos terrenos para el acueducto: A fin de proveer a esta ciudad de alumbrado público y de agua potable necesarias para el abastecimiento de la misma, se propuso o la compra por el gobierno del predio de San Cristóbal, o la celebración del contrato con el doctor Rodríguez Pérez sobre concesión por 60 años para el establecimiento de los mencionados servicios (Rodriguez Pérez, 1911, p. 23).

Como siempre, el gran problema fue la falta de dinero para comprar los predios de San Cristóbal, puesto que el precio de este terreno fue convenido en 177.775 pesos oro, dinero que no poseía la administración de la ciudad. Se pretendía con el agua de ese predio solucionar la carencia del servicio de acueducto en el barrio Las Cruces y otros sectores.

Hacia 1914, el Concejo de Bogotá, mediante el Acuerdo No. 15, autorizó a la ciudad para comprar el acueducto de Jimeno, para lo cual se celebraría contrato con la empresa por más de 300.000 pesos oro; la escritura pública señala: "por escritura número 997 del 17 de septiembre de 1914 se protocolizó la compra del acueducto del municipio de Bogotá, la cual fue suscrita por el doctor Alejandro Osorio G., personero de la época" (EAAB, 1978, p. 19).

Por medio de este acuerdo la compañía de Ramón B. Jimeno pasó a ser del municipio. El pago del dinero por el negocio sería tomado en préstamo por el municipio al Banco Hipotecario; entre otros puntos el contrato dice:

La compañía vende al municipio y este le compra toda la empresa de Acueducto de Bogotá, empresa así conocida en esta ciudad de Bogotá, y que comprende bienes raíces, bienes muebles, y todos los derechos, concesiones y privilegios que emanan de los acuerdos expedidos por el concejo municipal de Bogotá(... ) (EEAB, 1978, p. 24).

Al cerrarse el decenio de los años veinte, el acueducto es ya del municipio, pero aún no soluciona los problemas de suministro y calidad que la población requería, aunque había superado la instalación de grifos en más del doble de los que tenía la empresa cuando era privada.

En relación con el servicio de electricidad, la prestación del mismo —iniciada a comienzos del siglo XX para algunos espacios públicos y edificios estatales y pocos privados—, sólo hasta los años cuarenta alcanzará una cobertura de cerca del 80%, aunque con una continuidad irregular (De la Espriella, 1938, pp. 93-95).

Otro servicio público que se expande en forma progresiva, pero lenta, es el de la telefonía, aunque inicialmente es prestado por una empresa privada. Como los demás servicios públicos mencionados, el teléfono sólo fue prestado a una pequeña porción de habitantes de la ciudad. Ya en 1938 en una ciudad que sobrepasaba los 330.000 habitantes, sólo había en Bogotá una red telefónica que contaba con un poco más de 70.000 líneas; es decir, menos del 25% de la población se beneficiaba de este servicio.

Durante los tres primeros decenios, además de la creación de las instituciones mencionadas y de la búsqueda de ampliación de la oferta de servicios públicos, como medidas de choque para enfrentar el crecimiento de la ciudad, así como su industrialización, en Bogotá se crean dos talleres de artes y oficios para señoritas. Así mismo, la planta de docentes para escuelas primarias y la cantidad de escuelas se ve aumentada en forma progresiva; los obreros van ganando espacios políticos y culturales, y para ellos se crean escuelas nocturnas, además de la Universidad Popular.

LA CIUDAD Y SU GENTE

Hablar de la gente de Bogotá en los tres primeros decenios del siglo XX no puede hacerse sin plantear primero las divisiones de clase que se van generando con mayores matices, debido a que las apreciaciones y sentires de los bogotanos sobre su ciudad son la mayor parte del tiempo expuestas por las personas que tenían acceso a publicarlas, y estas eran, en su gran mayoría, los hombres (y en grado mínimo, mujeres) de las clases acomodadas del municipio. Los demás, los más, no tuvieron casi en ningún momento la posibilidad de hablar. Por eso, hablar de la gente de la ciudad presenta profundas dificultades, pues debemos someternos a "leer entre líneas" para poder buscar una aproximación a los sentires de las mayorías en un contexto en el cual el pueblo es negado con mucha frecuencia, debido a la visión que tienen las élites de este. Estas continuas negaciones cobijaban a sus costumbres y modos de expresarse y de vivir; el pueblo, para las élites no es más que algo por superar.

Por lo anterior, tenemos a una Bogotá que en estos tres primeros decenios inicia un proceso incipiente de industrialización; que se moderniza en la medida de sus posibilidades y aspiraciones, pero que crece aceleradamente; que ve la aparición de nuevos elementos en su contexto, que cambia, que se transforma; que aumenta su velocidad vital y que se esfuerza por presionar el acelerador cada vez más. Este proceso de transformación y modernización fue impulsado por las élites de la capital, que vieron en este una posibilidad de construir para sí los modos de vida que desde siempre fueron de su agrado; esto es, buscaron construir un contexto similar al de las ciudades inglesas, francesas y estadounidenses, aunque también hay que plantear la participación de los sectores populares y clases medias como agentes activos en el proceso de modernización de la ciudad.

La industria iniciada a finales del siglo XIX fue el primer y a la vez el más importante agente generador de cambios en la mentalidad de los habitantes de la ciudad; construyendo, por un lado, una serie de relaciones basadas en la división y especialización del trabajo y sentadas sobre la base de la acumulación del capital; y destruyendo, por otro lado, las relaciones que se fundamentaban en las tradiciones familiares y la cooperación y que las personas habían consolidado a través de muchas generaciones. Este movimiento industrializador no hubiera sido posible sin una mentalidad que pretendiera el cambio en las relaciones con la naturaleza y con el hombre mismo. En este sentido, los primeros industriales, pertenecientes a los dos partidos (Liberal y Conservador), habían tenido una relación directa con los países industrializados de la época (Inglaterra, Estados Unidos y Francia, principalmente), lo que los llevó a ver en su país en general, y en Bogotá en particular, el profundo atraso en este aspecto. La industrialización se vio entonces como el medio por el cual se alcanzaría el progreso de la ciudad y del país y la misma ya contaba con incentivos locales para desarrollarse: una creciente población urbanizada.

Pero la ciudad no poseía las condiciones suficientes para que la industrialización pudiera llevarse a cabo satisfactoriamente, por lo que los tres primeros decenios del siglo XX estuvieron caracterizados por el intento de dotar a la ciudad de una infraestructura de servicios aceptable e imprescindible para el establecimiento de las distintas industrias. Así mismo, en esta época se llevaron a cabo algunos cambios en el ramo educativo, intentando formar una clase de trabajadores especializados en el manejo de técnicas "novedosas" de producción.

Las continuas migraciones de campesinos a la ciudad dotaron a esta de dos condiciones fundamentales para el establecimiento de la industria. Por un lado, estos nuevos habitantes construyeron la demanda necesaria para el establecimiento de la industria y conformaron de manera gradual el mercado interno; y por otro lado, dotaron a la ciudad de la mano de obra necesaria para la industrialización, lo que fue acompañado del crecimiento natural de la ciudad. Los cambios introducidos por la industrialización permitieron que nuevos sectores sociales entraran en contacto con discursos modernizadores que incrementaron las bases culturales de las demandas sociales. Los artesanos, un grupo históricamente importante en términos políticos, fueron acompañados ahora por una incipiente clase obrera que accedía, junto con estudiantes universitarios, a bienes culturales representados en libros, periódicos, antes solo posibles para las élites. Con estas posibilidades se abrieron caminos para la constitución de lo que podríamos llamar espacios públicos subalternos (Fraser, 2001) en los que comenzaron a plantearse análisis de las condiciones de vida; del capitalismo, que empezaba a dominar las relaciones sociales en nuestro país; de la fundamentación del poder de las clases dominantes, y a plantear la creación de movimientos políticos independientes de los partidos tradicionales que buscara mejorar sus condiciones de vida.

Una de las primeras manifestaciones de independencia y ruptura con la idea de una mentalidad pastoril y paternalista de los trabajadores puede verse en 1916 cuando se publica en Bogotá

[...] un manifiesto refrendado por 600 firmas que llamaba a la fundación de un partido de trabajadores en el cual se decía que los trabajadores políticamente activos* deberían reconocer que ni los liberales ni los conservadores estarían en condiciones de resolver los problemas sociales, por representar el dogma de la propiedad privada y que, por lo tanto, debería crearse un partido que hiciera valer los derechos del proletariado (Jaramillo Velez, 1994, p. 105).

Los 600 firmantes de este manifiesto constituyen una cantidad considerable, si se tiene en cuenta el incipiente desarrollo de la industria en Bogotá que, como vimos, dos años después de esta fecha sólo alcanzaba una cantidad no superior a los 22 establecimientos industriales. Ahora, si se analiza que los hombres políticamente activos eran muy pocos, la cifra de 600 adquiere gran relevancia, mucha más de la que el autor que presenta la información le da tanto al hecho, como a la cantidad. No obstante, hay que aclarar que para que estas 600 personas llegaran a respaldar la creación de un nuevo movimiento político, con posturas ideológicas distintas a las de los partidos tradicionales, tuvieron que haber pasado por un proceso de formación política de relativa duración, y esto sólo pudo ser posible con la puesta en circulación de discursos diferentes que fueron asimilados por estas personas (Vega, 2002).

El segundo decenio del siglo XX marca por todo el país el surgimiento del movimiento sindical y obrero, que sólo es posible con la aparición y relativa consolidación de la industria. La prensa capitalina no pocas veces registró hechos en los cuales los obreros protestaban y reclamaban su derecho a protestar por sus deplorables condiciones laborales y de vida. En 1918, la revista Cromos se pronunció, en tono defensivo (y leyendo las "nuevas formas de manifestación" como una señal de progreso que no debía sancionarse, sino canalizarse), frente a las protestas que se venían presentando en algunas de las más importantes ciudades de la república diciendo de estas que

[...] Son consideradas por algunas personalidades como procedimientos subversivos que deben detenerse a todo trance y cuya implantación entraña gravísimos peligros tanto para la tranquilidad como para la paz pública [...] (Sin embargo) es innegable que sólo hombres bien posesionados de la fuerza de sus derechos, sacuden la impotencia del aislamiento y se agrupan en gremios o sindicatos para hacer realmente eficaces sus fundamentadas reclamaciones, sin apelar a las vías revolucionarias: en atención a estas consideraciones nos permitimos avanzar ante el concepto de que el, para nosotros, nuevo procedimiento, lejos de marcar una innovación peligrosa, señala un progreso que, debidamente encausado, bien puede reputarse, como muy saludable y benéfico [...] (CROMOS, 26-01, 1918, p. 17).

A la par con la organización sindical, aparecieron en el país movimientos políticos con ideas de izquierda que intentaron encauzar o cohesionar a las distintas organizaciones obreras en un sólo proyecto político. Así, en 1919 se funda el Partido Socialista Colombiano, que buscaba la integración en sus filas de la mayor cantidad posible de hombres. En su plataforma política de lanzamiento se encuentra que:

La asamblea obrera declara que la organización obrera actual es independiente de los partidos militantes establecidos y de los sectores religiosos, que su actuación es política, económica y social y dentro de sus filas caben todos los seres humanos de buena voluntad, dispuestos a luchar en causa común por las reivindicaciones del proletariado. Segundo: la nueva agrupación se llamará Partido Socialista y se basará en los principios del socialismo moderado [...] Tercero: La bandera del Partido Socialista será roja como emblema de combate, y el lema, Libertar, Igualdad y Fraternidad [...] Cuarto: El partido Socialista Colombiano no pretende la abolición del Estado, la sociedad (actual), la propiedad o el capital: quiere que aquel elimine los monopolios, los privilegios y sus arbitrariedades [...] (Jaramillo Vélez, 1994, p. 106).

A finales del decenio de los veinte, las luchas de los diferentes sectores populares están en un punto muy álgido. Distintas organizaciones coordinaban el movimiento popular4. Por un lado, campesinos, indígenas arrendatarios, colonos y pequeños propietarios de tierra; y por el otro, las distintas organizaciones obreras de las ciudades y de las multinacionales habían alcanzado una organización capaz de realizar acciones cada vez más contundentes.

La trascendencia que los movimientos sindicales de esa época (1900-1930) tienen en la ciudad, y más aún para nuestro estudio, se caracteriza por ir transformando el espacio público en lugar de manifestación política. Con esto, los demás habitantes, los no vinculados directamente con los movimientos, fueron escuchando las nuevas ideas que se estaban haciendo públicas por medios distintos a los tradicionales. La manifestación política va a servir como medio de circulación de las ideas políticas y los partidos tradicionales muy pronto van a descubrir el poder que este medio tiene y lo utilizaría en su favor.

No obstante esta tradicional historia de cooptación de las luchas populares, particularmente por parte del Partido Liberal, de inclusión política y exclusión cultural (Wills, 2002), las manifestaciones de obreros y estudiante que se empiezan a hacer visibles desde, por lo menos 1909 (Vega, 2002), dan cuenta de una sociabilidad popular que se opone a las tradicionales formas de dominio y hegemonía. Estas manifestaciones, frecuentemente reprimidas, permitieron la constitución de los actores populares como actores políticos en un campo históricamente reservado para las élites del bipartidismo. Con estas se promueve una socialización política que contribuye a la formación de una opinión pública política desde los sectores excluidos que, de hecho, van formando sus propios mecanismos de publificación, como panfletos, periódicos y revistas obreras (Vega, 2002; Núñez, 2006; Archila, 1992). Estos actores sociales permiten ver, además, otros escenarios desde los cuales se plantea una modernización de las prácticas políticas, incluso en contra del dominio clerical, en un contexto en el que se van configurando dos ciudades: la de las élites, lujosa y moderna, y la de los pobres, polvorienta y marginal (Vega, 2002).

Esta separación de la ciudad en dos se manifiesta incluso con el establecimiento de los servicios públicos y la implementación de nuevos medios de transporte que se van a constituir como elementos de distinción. Con la lenta pero paulatina instalación del acueducto y del alcantarillado, las élites empiezan a buscar afanosamente el alejamiento de "la mugre", de "lo sucio" y "puerco", en fin, de todo aquello que servía para representar a los pobres de la ciudad. De esta manera el uso del agua como elemento de aseo y distinción empieza a ser una necesidad imperiosa para las élites, pues consideraban que con esto

[...] se acabaría al fin con la mugre de nuestras criadas, con los piojos, y en fin, con multitud de enfermedades, así del espíritu como del cuerpo, que hace de nuestra clase pobre seres inmundos, hediondos e inútiles en su mayor parte, y que constituyen otros tantos focos ambulantes de infección y vehículos de contagio" (El Derecho, 13-04, 1896; citado por Urrego, 1997, pp. 196-197).

De este modo, el acueducto trajo consigo nuevas nociones sobre la higiene que se empezaron a construir a través de maneras diferentes de ver el aseo personal, pero que reforzaban el desprecio hacia los sectores populares. El auge del baño diario será de tal importancia que él distinguiría a los hombres aseados con nociones de bondad, de buen desempeño laboral y mayores dignidades, mientras que la falta de baño se asociara al vil, hampón, perezoso, mal trabajador y una serie de adjetivos que demeritaban a la gente que no tenía acceso al agua potable, a aquellos para quienes el baño más que una necesidad era un lujo.

La popularización del baño como medida higiénica fue asumida no solo por la administración capitalina sino que además los periódicos y revistas, mediante la publicidad de jabones para baño, champús y otros elementos de aseo personal. Por su parte, la preocupación de la administración se nota ya en 1919 cuando el "registro municipal de higiene" propone entre otras medidas, que el municipio asigne una partida presupuestal para la construcción de baños públicos para los obreros, con todas las especificaciones técnicas e higiénicas y que los domingos los tranvías que andan por la ciudad vayan hasta los barrios más pobres y lleven a sus habitantes hasta los baños para que puedan asearse (Registro Municipal de Higiene, citado por Puyo, 1987, p. 16).

De igual manera, la llegada del acueducto a la ciudad y su expansión posibilitó una mirada diferente del cuerpo; este es desde entonces objeto de muchos más cuidados y empezó a dejarse de lado la idea del cuerpo como noción pecaminosa para volverse poco a poco en un instrumento de placer y seducción. De este modo, la formación de valores en el mundo de lo privado se plantea como herramienta de éxito para el mundo público.

En la misma dirección, la llegada de la electricidad dio vida al sueño de la industrialización que se mantenía en reposo debido en parte a la falta del servicio. Ella no solo puso a funcionar la maquinaria sino que le proporcionó a la industria la manera de hacer más extensas las jornadas de trabajo, puesto que con ella fue posible "alumbrar la noche como si fuese de día". La noche adquirió nuevos usos que irán a desplazar poco a poco las actividades tradicionales.

El teléfono, por su parte, hizo sentir lo relativo de las distancias, puesto que con él se podía entrar en contacto en muy pocos minutos con otros lugares de la ciudad y del país más adelante. Fue además un objeto nuevo y deslumbrante en los hogares de los sectores privilegiados de la ciudad; este no pocas veces produjo sentimientos encontrados en las personas que lo poseían. Por un lado, las ganas de poseer el teléfono en sus hogares los llevaba a pedir el servicio, pero en muchas ocasiones, al principio, no se confiaba mucho en que un objeto como el teléfono pudiera servir para comunicar eficazmente a las personas, pues, estas "no confiaban totalmente en el aparato y preferían hablar personalmente con los amigos o conocidos. Beatriz Bohórquez prefería ir a hablar con la persona, después de utilizar el teléfono: 'No sé —decía doña Beatriz—, me parecía que no me entendían o me embobaba y no hablaba bien [...] (Sánchez y Rubio, 1993, p. 20; citado por: Urrego, 1997, p. 99).

De otro lado, las relaciones, y los modos de vivir y andar por la ciudad van a ser alterados por la implementación de nuevos medios de transporte, como el tranvía y el automóvil. Estos van a servir como acelerador de las actividades vitales de los bogotanos. En relativamente poco tiempo, la ciudad se fue llenando de estos vehículos que permitían un más rápido desplazamiento; lo que alteró la cotidianidad de los bogotanos, puesto que el transporte público se organizó de tal manera que se determinaron horarios a los cuales los habitantes debían ceñirse. Esta incursión de medios de transporte se dio en el marco de contratos a pérdidas para la administración capitalina y para la nación en general. El servicio y el trato a los usuarios por parte de la empresa norteamericana no pocas veces generaron protestas sociales en las que se promovían consignas antinorteamericanas y demandas de dignidad para la población bogotana y latinoamericana (Vega, 2002, pp. 55-60). Con la aparición de estos medios de transporte, y debido al mal estado de la mayoría de las vías, se crea una nueva figura típica desde entonces en nuestra ciudad: el trancón. Esta figura causaba a los bogotanos continuos malestares, no sólo por el tiempo que tenían que permanecer en los vehículos, sino por el mal estado de estos y por el trato recibido por los funcionarios de la empresa y hasta por el mismo gerente de la compañía (Vega, 2002, p. 53) hasta el punto de pedir que el servicio fuese municipalizado.

El crecimiento de la ciudad, aparte de los nuevos elementos ya mencionados, trajo otros actores sociales: los nuevos grupos políticos que van transformando el espacio público en espacio de manifestaciones políticas, y además de estos, y con la ampliación de la infraestructura educativa, otros actores sociales que van a ganar relevancia dentro de la ciudad son los estudiantes. Estos eran vistos como jóvenes alegres que llenaban de vida la ciudad. La mayor parte de estos estudiantes eran de provincia y, al finalizar las vacaciones su regreso causaba una gran alegría, que fue registrada por la prensa capitalina así:

En febrero vuelven los estudiantes, los que vivimos aquí en la ciudad perennemente, los que no emigramos jamás, todos los que debemos contentarnos en diciembre con nuestros paseos dominicales a Monserrate, los vemos llegar poco a poco con su alegría bulliciosa y loca. Las calles antes solitarias, se pueblan de medias calabazas y de bastones agresivos. Entonces son los abrazos públicos, efusivos, estrechos, las risas estruendosas y el contarse de mutuas aventuras. El antioqueño y el pastuso, el caucano y el boyacense, el costeño y el cundinamarqués se felicitan al encontrarse, de verse juntos otra vez, en el claustro sereno de la universidad, entre los frondosos árboles del parque, bajo las columnas jónicas del capitolio (Diario Nacional, 20 de diciembre de 1917; citado por FMC, T1; Vol 9: 1989, p. 19).

En lo político, el movimiento estudiantil logra cierta importancia a finales de la primera década del siglo XX en las manifestaciones en contra de Rafael Reyes (Vega, 2002, pp. 42-56). En los años veinte, en parte como efecto del movimiento de Córdoba que "llega al país particularmente en boca del director de la revista Universidad, el joven Germán Arciniegas, quien dicta conferencias sobre el tema en 1923. (Uribe Celis, 1985, p. 111), el movimiento estudiantil gana reconocimiento nuevamente como agente de transformación y modernidad.

Al mismo tiempo, la ciudad empieza a abrir las puertas al mundo. Inventos como el cine, el aeroplano, aparte de los ya mencionados, hacen su aparición deslumbrando y algunas veces atormentando a los capitalinos. Estos nuevos "habitantes" permitieron que mayor cantidad de bogotanos se enteraran de lo que estaba pasando en el mundo, despertando el interés de los ciudadanos por el progreso material de la ciudad. El cine fue inicialmente, como la mayoría de diversiones novedosas, un "producto" del cual sólo se beneficiaban las élites. Este fue traído a Bogotá a principios de siglo por los hermanos Di Doménico, italianos que llegaron a América con cine itinerante para luego establecerse definitivamente en Bogotá. La prensa también registró este nuevo elemento de la ciudad, en 1912, cuando los Di Doménico habían instalado su cinematógrafo en el parque de la independencia. El hecho se mostró así:

En el parque de La Independencia y con numerosas y nuevas películas está el 'Cinematógrafo Olympia' haciendo las delicias del público bogotano. Allí concurre todo lo más selecto de nuestra sociedad, así como también la clase obrera que gusta más de estos amenos e instructivos espectáculos que de las tabernas. El cinema en el parque es hoy una necesidad pública, a la cual el gobierno atender prestándole comodidad y variedad' (Nieto & Rojas, 1992, p. 52).

El cine tardó algunos años para convertirse en una afición continua de los bogotanos. Sólo hasta finales de la segunda década se estableció en Bogotá la primera sala de cine fija, la cual se construyó con una capacidad considerable y permitió que los bogotanos de la naciente clase media pudieran acceder a este espectáculo. Para esto, se instaló la pantalla en el centro de la sala, y se ubicó a la gente que pagaba menos en la parte posterior de la pantalla; estos tenían que aprender a leer los letreros al revés o llevar un espejo para poder entender las películas. El problema se solucionó en parte con la llegada del cine parlante en español, con películas mejicanas y argentinas principalmente.

El segundo decenio del siglo XX deja grandes retos y pocas soluciones, producto de innumerables factores, entre los que se encuentran el crecimiento incontrolable y desmedido de la población, la poca planeación de la ciudad, la dependencia y en cierta medida explotación de la capital por parte de los gobiernos departamental y nacional, el aislamiento de la ciudad de los mercados nacional y mundial, no obstante la inauguración de la Estación de la Sabana el 20 de julio de 1917, etc. En este decenio, el aspecto de la ciudad no ha cambiado mucho, y esto lo confirma la misma prensa, cuando plantea que:

La infesta y confiada. Así deberá llamarse a esta muy digna y muy ilustre ciudad del águila negra, y de las granadas de doublé. Sin pavimento, sin agua, sin alcantarillado, la vida aquí es un milagro de la existencia y de equilibrio. Gérmenes patógenos por todas partes: en el aire, en el agua, al salir de la casa, al entrar a la iglesia, al comer y al dormir (Cromos, 2 de febrero, 1918).

Estas duras críticas que se publicaban continuamente en los periódicos y revistas de la capital sobre el aspecto y condiciones de vida en Bogotá generaron un movimiento preocupado por la salud pública de los habitantes, particularmente a partir de la pandemia de gripa que vivieron Bogotá y Boyacá, principalmente durante 1918 y 1919 (Manrique, et al., 2009). Entre otros aspectos, este movimiento proponía la pavimentación de las calles bogotanas, la construcción de alcantarillado, de andenes y, además, un cambio en las costumbres higiénicas de los habitantes de la capital.

Los bogotanos de esta época, particularmente las élites, piden que crezca la ciudad, que se solucionen sus principales problemas. Además, solicitan que deje sus costumbres de pueblo pequeño, sobre todo aquellas relacionadas con los chismes y con el hecho de que los unos se enteren de la "vida privada" de los otros; piden el anonimato. Así lo piden:

Somos un pueblo grande. No hay modo de negar esta triste realidad [...] Somos la capital de la república con 150.000 almas, inclusive las almas de cántaro y sin embargo nuestras costumbres no se diferencian en nada, absolutamente en nada de las del más insignificante de nuestros villorrios. En los pueblos la vida cotidiana tiene el inconveniente de que no existe para ella eso que se llama fuero privado. Uno vive para el vecindario y el de aquí es fiscal y espectador del de más allá. En Bogotá, con pequeñas diferencias, la vida se desliza por un cause igual o parecido. Y es muy contado el bicho viviente que no se preocupa e inquieta por lo que no debiera importándole un comino [...]. Está usted en la plaza de Bolívar. Se siente fatigado, tiene alguna diligencia que surtir en el extremo norte de la ciudad —las nieves, san Agustín—. Se pone a esperar un tranvía, a la hora de esperarlo, no aparece y en vista de ello, toma usted un coche por una carrera, para ganar tiempo un 'patonearse'. Pues en ocho o diez cuadras que viaja usted en coche se arma a unos cuantos enemigos por el simple hecho de no ir zapateando por el asfalto. Y en días de fiesta, si usted resuelve meterse en un coche y descubrirlo, entonces, téngase de atrás... (Cromos, 2 de Febrero, 1918, p. 18).

En los dos primeros decenios del siglo XX se van haciendo evidentes los profundos problemas que afectan a la ciudad, a la vez que se plantean otros nuevos (la necesidad de modernizar, por ejemplo), lo que generó también la aparición de uno que otro movimiento dispuesto a llevar a cabo los cambios y mejoras que necesitaba Bogotá. El tercer decenio del siglo XX entra con un gran optimismo, tanto a nivel nacional como en la misma Bogotá; debido básicamente a que en esta década es cuando los lazos de la economía nacional y la economía mundial se estrechan con mayor fuerza. De igual manera, es en los años veinte cuando a las finanzas nacionales ingresa parte de los veinticinco millones de dólares producto de la indemnización pagada por los Estados Unidos por la separación de Panamá, así como también gran cantidad de divisas como resultado de los buenos precios del café en el mercado mundial. Todo esto hace pensar en un mayor desarrollo de la nación, al menos en su infraestructura.

El movimiento modernizador toca a todos los sectores de la vida nacional, razón por la cual van siendo traídas al país distintas misiones con el objetivo de introducir cambios en lo político, lo económico, lo militar, etc. Surgen nuevos líderes para una época de renovación, quienes pretenden —al menos eso dicen en algunos de sus discursos— democratizar al país. Tal como lo plantea Brawn, en esta época: "[...] la generación que no había participado en las guerras creía que finalmente podía implantar el progreso y la democracia en Colombia. Sus ingredientes habrían de servirle a la nación como nadie antes lo había hecho" (Brawn, 1998, p. 15). En este contexto, las nuevas ideas expuestas por liberales y conservadores de una nueva generación hacían pensar que las grandes luchas partidistas habían quedado olvidadas, puesto que unos y otros se unían en el clamor de los cambios necesarios.

Producto de estos movimientos modernizadores, una ola de construcciones fue arrasando con algunas edificaciones coloniales, hecho que no pocas veces despertó reacciones tanto en contra como a favor de la modernización de Bogotá. Frente a la construcción de los nuevos edificios, por encima de los antiguos, la revista Cromos publicó un artículo en el que se criticó duramente esa tendencia que calificaba de "desmedida y desconsiderada". El artículo decía, entre otras cosas, lo siguiente:

La Bogotá vieja, la antigua Santa Fe [... ] vale más, mucho más que la Bogotá moderna. Al fin y al cabo a ellos —a los transformadores urbanos— ni les va ni les viene eso del patrimonio artístico bogotano: un portacomidas de cemento portland, con cinco o seis pisos, caricatura de los rascacielos yanquis, les entusiasma más que una ventana con verja de hierro, como la que cantó Silva en estrofas inmortales. Además, en esta época de ladrillo y cemento armados, los muros pétreos, con esos sillares que la pátina del tiempo ha ennegrecido, constituyen una provocación, un reto inaudito [...] ¿no sería mejor derribar todo y aprovechar la piedra excelente para empedrar las calles, o para los cimientos de las casas que se vayan a construir? [...] Quieren demoler la ciudad. Les fastidia tanta piedra acumulada, abominan el perfume de las cosas viejas (Cromos, 16-01, 1926).

CONCLUSIONES

Las grandes transformaciones que sufre Bogotá durante los tres primeros decenios del siglo XX se evidencian y radicalizan con más fuerza en los dos decenios siguientes, sin solucionar los grandes y graves problemas, ya que estos van creciendo incluso más rápido que lo que crece la ciudad. El artículo muestra algunos de los elementos que caracterizan un periodo en el que Bogotá comienza a despertarse. Deja ver algunas de las dificultades y tensiones con las que se enfrentaron los líderes políticos de los dos partidos a partir del conflicto entre modernización y tradición, pero también los conflictos que protagonizaron los excluidos por las formas de esta modernización. Estudiar este periodo de manera amplia y profunda permitiría comprender mejor los desarrollos de las formas particulares de modernización que han recorrido nuestras ciudades y nuestra sociedad en general.

A partir de estos desarrollos puede acercarse uno a la complejidad de los procesos sociales, políticos, económicos y culturales de nuestra ciudad, en sus procesos de modernización. El uso de fuentes primarias, prensa básicamente, combinado con el estudio de documentos oficiales y fuentes secundarias, permiten captar las formas como la ciudad comienza a convertirse en un proyecto desde una perspectiva modernista. Un proyecto en el que, nuevamente, tanto por los "modernistas tradicionales" (la iglesia y el partido conservador básicamente), como por los "modernistas laicos", el pueblo es visto únicamente como objeto de intervención y control y no como agente de la transformación social y política de la ciudad. No obstante estas formas de exclusión muchas veces explícitas, los sectores sociales marginados se manifiestan permanentemente como agentes de promoción de cultura cívica y política; constituyen espacios de sociabilidad y de socialización política, aunque con frecuencia son cooptados por las élites.

Las mismas dinámicas de la vida nacional la afectan cada día más y los habitantes de Bogotá se ven forzados a adecuarse a las nuevas circunstancias. Lo mismo sucede con las presiones culturales de un mundo en el que las ciudades se convierten en los escenarios de las culturas de masas con el desarrollo de la industria y los medios de comunicación. Estos nuevos escenarios de socialización afectan las miradas que los citadinos construyen sobre su entorno, tanto desde el punto de vista simbólico como político. De este modo se va perfilando una ciudad y se abandona progresivamente la vida de pueblo, aunque manifestándose, desde comienzos del siglo XX, la configuración de dos ciudades en marcos de exclusión cada vez más evidentes. El periodo que estudiamos es central para comprender ese proceso de edificación de lo urbano en oposición a lo rural-campesino, particularmente en Bogotá, pero también de los procesos conflictivos de desarrollo de la modernidad en la ciudad y el país.


Notas

1 El problema de los servicios públicos fue uno de los primeros obstáculos con los que se enfrentaron los gobernantes capitalinos, debido a que buena parte de las fuentes de agua estaban privatizadas y no se podía tener acceso a un recurso vital para una ciudad en crecimiento. El servicio de acueducto de la ciudad no daba abasto para una población en aumento permanente, y esto trajo consigo disputas entre los gobernantes de la capital contra los propietarios privados que sacaban títulos coloniales, todavía, para mantener el control del agua; lo privado frente a los intereses generales generaron conflictos entre la administración municipal, no sólo frente a los propietarios de las fuentes hídricas, sino frente al poder central (Mayorga, 2010).

2 En los imaginarios de las élites comienzan a hacerse evidentes las diferencias y desigualdades entre el sur y el norte. En el contexto de la celebración del Centenario se propuso, inicialmente, un lote en la Hortúa como sede de los festejos y lugar de construcción de las edificaciones necesarias. No obstante, se planteó que el norte de la ciudad daba cuenta más del progreso y la civilización que el sur, por lo que era más propicio el parte del Centenario. El lote fue donado por un rico capitalino, como mecanismo de promoción comercial de sus terrenos aledaños. (Garay, 2006; Colón, 2006).

3 Este autor, afirma que los sectores deprimidos en la capital aparecen sólo hasta la segunda década del siglo XX. Para más información sobre este aspecto, ver: Puyo, 1987: 223

4 Al terminar la década de los veinte existen en el país las siguientes organizaciones de izquierda: La Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria (UNIR), fundada y dirigida por Jorge Eliécer Gaitán; el Partido Agrario Nacional (PAN) y; en 1930, el Partido Socialista, se transforma en Partido Comunista Colombiano. Para una mayor información sobre el movimiento obrero y campesino, ver: Legrand, 1988; Palacios, 1979 y Archila, 1992.


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Revista Latinoamericana de Ciencias Sociales y Desarrollo Humano
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Universidad del Norte
Barranquilla (Colombia)
2012
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