Revista Investigación y Desarrollo

ISSN Impreso 0121-3261
ISSN Electrónico 2011-7574
vol. 21 n.° 2, julio-diciembre de 2013
Fecha de recepción: enero 12 de 2012
Fecha de aceptación: mayo 25 de 2013



ARTÍCULO DE REFLEXIÓN / REFLEXION ARTICLE


LAS CORTES DE CÁDIZ Y LA CONSTITUCIÓN GADITANA DE 1812 EN CUBA

The Cadiz courts and the Gaditan Constitution in Cuba in 1812

Sergio Guerra Vilaboy*
Universidad de La Habana (Cuba)

*Ph.D en Historia, Universidad de Leipzig. Profesor Titular y Director del Departamento de Historia, Universidad de La Habana. Secretario Ejecutivo de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe, ADHILAC. Presidente de la Cátedra Eloy Alfaro, Universidad de La Habana. serguev2@yahoo.es


RESUMEN

Este trabajo analiza los diversos intentos acaecidos en esta isla para proclamar una Junta Autónoma de Gobierno, los cuales encontraron en los grandes propietarios locales, aliados a la Corona, una fuerte oposición. Estos, incluso, calificaban de "enemigos de la integridad nacional" a los partidarios de la independencia. Asimismo, se describe la tentativa de las élites habaneras de que su país se adhiriera a los Estados Unidos en caso de que la independencia de España tuviera éxito.

Palabras clave: Constitución de Cádiz, élite habanera, independencia, criollos, proyecto abolicionista.


ABSTRACT

This paper analyzes the various attempts on this island to proclaim an Autonomous Government Board, which found a strong opposition on the big local landowners, allied to the Crown; these proprietary even called "enemies of national integrity" to supporters of independence. The paper also describes the attempt of Havana's elites to add their country to the United States in case that Spain's independence was successful.

Keywords: Constitution of Cadiz, Havana elite, independence, abolitionist project.


La Habana fue la primera ciudad de toda Hispanoamérica donde se pretendió crear una junta de gobierno autónoma, en el contexto del inicio de la rebelión española contra los ocupantes franceses, pero el movimiento fracasó muy en ciernes, ante la resistencia de las autoridades tradicionales —confirmadas en forma oportuna por la recién creada Junta Central metropolitana— y el elemento peninsular. En la capital de Cuba, un grupo de acaudalados criollos, entre los cuales descollaba el síndico del consulado habanero Francisco de Arango y Parreño y el regidor alguacil mayor Pedro Pablo O'Reilly, segundo conde de O'Reilly, intentó el 17 de julio de 1808 convencer al capitán general, Salvador José del Muro y Salazar, marqués de Someruelos, de la conveniencia de convocar una junta general.

Cinco días después, la máxima autoridad de la isla reconoció en forma pública al ayuntamiento capitalino "el independiente derecho que tienen las distintas provincias de gobernarse por sí mismas." (Vásquez Cienfuegos, 2008, p. 238). El mariscal de campo andaluz Agustín de Ibarra fue el encargado de redactar un memorial dirigido al ayuntamiento capitalino, fechado el 26 de julio de 1808, en una de cuyas partes se señalaba:

Los vecinos, hacendados, comerciantes y personas notables de esta ciudad que abajo firmamos [...] decimos que en vista de los actuales lamentables circunstancias en que se halla la madre patria, del cautiverio de nuestro amado rey y señor Fernando VII y de toda la real familia [...] hemos creído no deberse diferir el establecimiento de una Junta Suprema de Gobierno que, revestida de igual autoridad a las demás de la península de España, cuide y provea todo lo concerniente a nuestra existencia política y civil, bajo del suave dominio de nuestro adorado monarca, a quien debe de representar. (Navarro García, 1991, pp. 22-23).1

El proyecto, que implicaba el aumento de la influencia de la aristocracia habanera sobre el gobierno colonial, fue abandonado por la manifiesta hostilidad de la Intendencia de la Real Hacienda, la Superintendencia de Tabacos y la Comandancia de la Marina, con el apoyo de los comerciantes y altos funcionarios españoles. Los enemigos de la creación de una junta en La Habana llegaron al extremo de atacar en público, como enemigos de la "integridad nacional", a los promotores cubanos, considerados los principales beneficiarios del proyectado nuevo órgano de poder. "La agresión partió —según el historiador de La Habana, Roig de Leuchsenring—, pues, de los centros burocráticos y de los comerciantes monopolistas. Y alcanzaron su objetivo, puesto que la Junta de Gobierno no llegó a constituirse." (Roig de Leuchsenning, 1940, p.613).2 Así fracasó lo que estuvo a punto de ser la primera junta hispanoamericana.

La conspiración que abortó después en La Habana, el 4 de de octubre de 1810, dirigida por el rico criollo Román de la Luz, parece un movimiento dirigido en la misma dirección, pues se sabe que ofreció el gobierno al propio marqués de Someruelos, para desconocer al sucesor nombrado (Vásquez Cienfuegos, 2008, p. 461). La historiografía cubana, basándose, en lo fundamental, en la constitución elaborada después en Venezuela (1812) por uno de sus participantes, Joaquín Infante, la ha catalogado, sin otros argumentos, de "independentista."

Las causas de la persistente fidelidad de Cuba a España tenían mucho que ver, como escribió Félix Varela en el primer número de El Habanero, con el amor de la aristocracia criolla "a las cajas de azúcar y a los sacos de café." (Varela, 1997, p. 164). La alianza de los plantadores y grandes propietarios de la isla con la monarquía española, que venía esbozándose desde fines del siglo XVIII y principios del XIX, se consolidó después de 1814 tras el restablecimiento del régimen absolutista por Fernando VII. Tuvo por base la urgente necesidad de recursos económicos de la corona, que Cuba proporcionaba en forma abundante gracias a sus crecientes exportaciones de azúcar al mercado norteamericano —y que recaudaban solícitos funcionarios públicos cubanos—, en un momento en que, en la práctica, habían desaparecido los ingresos procedentes de las demás colonias.

A diferencia de la situación del Perú, donde el apoyo criollo a la causa realista se fundamentaba en la defensa del viejo status quo, en Cuba descansaba en la libertad de comercio —que en cierto modo era respetada por España desde 1792— y el mantenimiento de la trata. El promedio de entrada de esclavos en la isla, entre 1789 y 1820 fue de más de 7 mil africanos por año, uno de los más altos en todo el periodo del tráfico humano, aunque en 1817 llegaron a ingresar más de 32 mil negros procedentes de África.3

El primer periodo liberal en España, dejó un mal sabor en los ricos plantadores habaneros, pues no estuvo acompañado de las ansiadas libertades autonómicas. En cambio, había permitido el debate en las Cortes —en la que no se consideraban representados de manera apropiada— de la legislación antiesclavista del sacerdote y diputado novohispano José Miguel Guridi y Alcocer —presentada el 26 de marzo de 1811—, respaldada por varios delegados españoles.

La sola discusión de esta propuesta en Cádiz, alarmó a los plantadores y traficantes de esclavos, que llegaron incluso a valorar la posibilidad de la anexión a Estados Unidos. Algunos de los miembros de la elite propietaria de Cuba hicieron saber al representante del gobierno norteamericano, William Shaler, recién llegado a La Habana en calidad de cónsul (1810), que de aprobarse semejante ley en las Cortes, los criollos estarían dispuestos a pedir la incorporación de la isla a Estados Unidos. Estos sentimientos ya los había advertido el general norteamericano James Wilkinson, quien en 1809 había visitado La Habana con la intención de tantear este tema.

En respuesta al proyecto abolicionista del diputado mexicano, la elite habanera encargó un documento titulado Representación de la Ciudad de La Habana a las Cortes Españolas4 preparado por Arango y Parreño, en defensa de "nuestras vidas, de toda nuestra fortuna y de la de nuestros descendientes," fechado el 20 de julio de 1811 y firmado por el ayuntamiento de la capital cubana, que también abogaba por una mayor autonomía para la isla, como ya se había hecho el año anterior en el texto Exposición a Cortes, donde se condenaba de pasada la legislación emanada de las "hediondos heces de la Revolución Francesa" (Pichardo, 1969, p. 210). Además, el propio cabildo habanero, en sesión extraordinaria, hizo saber al capitán general Someruelos su oposición a:

[...] la intempestiva moción que se hizo en las Cortes para abolir el tráfico de negros, publicada allí con todos los horrores de la esclavitud y trascendidas aquí de un modo inexacto y placentero que puede excitar en algunos de nuestros esclavos, comúnmente bien tratados, falsas ideas de su libertad. (Le Riverend Brusone, 1960, p. 368).

Por otro lado, el establecimiento de la libertad de imprenta, puesta en vigor por las Cortes el 11 de noviembre de 1810, permitió que la aristocracia habanera fuera objeto de frecuentes ataques en varios de los nuevos periódicos que ahora circulaban por la capital cubana. Las críticas eran promovidas por los comerciantes monopolistas y propietarios españoles, resentidos por las concesiones hechas por España a los ricos plantadores criollos del occidente de la isla.

La elite de las provincias de La Habana y Matanzas, satisfecha con las garantías obtenidas de la corona para la expansión de la economía azucarera, se sintió aliviada con el restablecimiento del absolutismo en 1814, que puso fin a los denuestos que recibía de la prensa liberal española de la isla y a las agresivas manifestaciones públicas en su contra. Para el historiador cubano Julio Le Riverend (1960): "La criollez propietaria y aristocrática comenzó a ver el proceso constitucionalista como un peligro múltiple, porque el radicalismo de los demagogos y de los soldados así como la frecuencia de los disturbios ponían en peligro la organización esclavista." (p.368)

Las contradicciones de la aristocracia criolla con los residentes peninsulares en la Isla, apenas insinuadas antes de 1814, se agudizaron después de la sublevación de Riego en España en enero de 1820. Durante el trienio liberal (1820-1823), La Habana fue escenario de violentos enfrentamientos entre los liberales españoles, seguidores del clérigo castellano Tomás Gutiérrez de Piñeres, y prominentes miembros de la elite cubana occidental, encabezada por el rico esclavista conde de O'Reilly.

Los oreillynos o yuquinos —como también eran conocidos—, que contaban con el respaldo de pequeños propietarios y artesanos criollos blancos, se habían beneficiado con las disposiciones económicas y comerciales aprobadas para Cuba por Fernando VII tras el restablecimiento del absolutismo. Nos referimos a la abolición del estanco (1817), la libertad de comercio (1818) y la propiedad de las tierras mercedadas (1819).

En particular, esta última medida permitió a los ricos plantadores apropiarse de las fincas en usufructo de vegueros y campesinos pobres, muchos de ellos de origen canario. A esas ventajas, se sumaron después la supresión del arancel restrictivo de 1821, la adopción de uno especial al año siguiente, la creación de un puerto libre en La Habana y garantías para el mantenimiento de la trata y la esclavitud.5

Los piñeristas, por su parte, eran casi todos españoles de capas medias y bajas, bodegueros, vendedores ambulantes, artesanos e inmigrantes pobres —llamados en forma despectiva "uñas sucias" —, a los que apoyaban una parte del ejército y las recién creadas milicias nacionales, nutridas de peninsulares, que defendían el programa liberal de la revolución de Riego.6 En sus filas, también ocupaban sitio los monopolistas españoles, perjudicados por la apertura comercial. Todos acusaban a la elite criolla de valerse de sus cargos públicos, títulos nobiliarios e influencias —como la del poderoso intendente de Hacienda Alejandro Ramírez, verdadero segundo poder en la isla—,7para afectar los intereses de España en Cuba.

Esas eran las verdaderas razones que estaban detrás de la fidelidad a la metrópoli de la aristocracia de La Habana y Matanzas, preocupada por la buena marcha de la economía de plantación, cuyo desarrollo podía quedar interrumpido con una masiva sublevación de esclavos o el estallido de un movimiento independentista. Las elites criollas de las localidades centrales y orientales de la colonia —marginadas de los extraordinarios beneficios de las exportaciones azucareras—, así como una parte de la población autóctona de la propia capital cubana, se inclinaban cada vez más a la emancipación, atraídas por las noticias de los éxitos del movimiento liberador en la América del Sur. Expresión de este fenómeno fue la aparición en toda la isla, desde principios de los años veinte, de diferentes logias secretas —Sol, La Cadena Triangular, Cadena Eléctrica, los Caballeros Racionales, etc.—, cada vez más dispuestas a romper con España.

Esto explica que Arango y Parreño, principal ideólogo de la aristocracia criolla occidental, saliera al paso a los separatistas con su folleto titulado Independencia de la Isla de Cuba, fechado el 11 de octubre de 1821. En este texto abogaba sin rodeos por el mantenimiento del status colonial de Cuba, al mismo tiempo que se defendía de las acusaciones piñeristas que lo consideraban enemigo de la constitución gaditana:

Paréceme injusto; porque estamos ligados por pacto social, y es condición forzosa la integridad de la monarquía, en esa Constitución que acabamos de jurar, y mientras la nación nos cumpla, como nos cumple el goce de nuestros derechos, sería el mayor de los sacrilegios, que rompiésemos el pacto con una desmembración tan enorme, como la de la Isla de Cuba.

Pero de La Habana donde no hay mestizos, y donde el que no sea oriundo de Europa debe serlo de Africa, diré que, en toda la estensión de mis noticias, no alcanzo ningún gobernador, cuya memoria no sea grata por más o menos motivos, y todos modos, sin exceptuar uno [...] fuimos atendidos sin agravios notables: y fue en franquicias mercantiles, aun debajo del poder absoluto, no esperimentamos restricciones injustas, pues no se ejecutaban las que la intriga o el error despachaban contra nuestro comercio libre, sin que jamás el gobierno se irritara por esta conducta, así como tampoco ahora se ha indignado el gobierno constitucional por las representaciones y suspensión de la ley de aranceles [...]. No, habaneros: no hay un solo camino por donde puedan descubrirse ni remotísimos vestigios de justicia en esta independencia, todavía impracticable por absurda. [sic.]8

La complacencia con la política española hacia Cuba, que manifestaba Arango en este folleto, estaba en consonancia con el permanente temor de plantadores y traficantes de esclavos a cualquier movimiento popular que pudiera soliviantar sus nutridas dotaciones de trabajadores negros, sustentadoras del boom azucarero. Como apuntara con claridad Le Riverend (1960):

Cuanto Tomás Gutiérrez de Piñeres se alza con el dominio de las masas de gente blanca y las enfrente a los O'Reillinos, que se suponían privilegiados criollos partidarios del Conde de O'Reilly —acusado de soñar con una monarquía cubiche— éstos, agredidos por el radicalismo liberal, no se embozan para acusar al inquietante sacerdote de andar armado y emular al Cura Hidalgo. Rafael de Quesada —emparentado con Arango— le acusa de "ansia de formarse un partido entre la plebe", por el fácil medio de "maldecir de los superiores y en general de todos los que tienen algún mando". El fantasma de la "plebe" aparece. Otra razón para el temor (pp.368-369).

La confluencia de intereses entre la elite criolla habanera y el poder colonial en Cuba, que fue la causa de estas singulares contradicciones con los españoles liberales radicados en la isla, se fortaleció todavía más durante el gobierno del capitán general Francisco Dionisio Vives, iniciado en mayo de 1823, quien había cultivado sus relaciones con los plantadores y comerciantes cubanos durante los diez años que había representado a España en Estados Unidos. Esta alianza, hilvanada con la hábil utilización por la aristocracia cubana de personas influyentes en la corte de Madrid, fue sellada con las constantes remesas a Fernando VII, agobiado por las penurias económicas y financieras.

La colaboración de la elite del occidente de la isla con las autoridades españolas llegó al extremo, tras abortar a fines de 1823 la primera conspiración cubana de definidos perfiles independentistas, conocida como Soles y Rayos de Bolívar, de exigir castigos draconianos con los implicados. El 17 de diciembre de 1823, los más connotados representantes de la aristocracia habanera y española, encabezados por Arango y Parreño y José Francisco Barreto, conde de Casa Barreto, solicitaron por escrito al capital general Vives que como escarmiento fusilara a los principales conspiradores detenidos. Tan sólo la semana anterior se había conocido en La Habana el pleno restablecimiento del absolutismo por Fernando VII.

Esta postura contrarrevolucionaria estaba en consonancia con la labor del nuevo intendente de Hacienda del gobierno colonial en la isla, el criollo Claudio Martínez de Pinillos —sería premiado con el título de conde de Villanueva—, quien en persona dirigía todas las actividades del espionaje español contra los independentistas refugiados en el exterior y trataba de torpedear sus planes de enviar expediciones a Cuba, con apoyo de México y Colombia. Incluso, llegó al extremo de preparar el asesinato de Félix Varela, ya exiliado en Estados Unidos. Símbolo de la confluencia de intereses entre la elite habanera y la monarquía absolutista española fue la erección, por instrucciones del propio Martínez de Pinillos, de una estatua de Fernando VII en la Plaza de Armas, frente al Palacio de los Capitanes Generales, que estuvo en este céntrico sitio de La Habana hasta 1955.

Las concesiones a los plantadores y traficantes de esclavos fueron factores decisivos en la supervivencia del poder colonial en Cuba, junto al reforzamiento militar hispano, dirigido primero a recuperar sus posesiones americanas y, después, por constituir el territorio de la isla el principal refugio de las tropas y familias realistas que se retiraban en masa del resto del continente. Entre 1821 y 1823 llegaron a Santiago de Cuba numerosas tropas españolas, en particular las fuerzas reales comandadas por Francisco Tomás Morales y el Regimiento de Infantería de León, rendidos en Puerto Cabello y Cartagena respectivamente, lo que aumentó de manera desmesurada la presencia militar de España en la Mayor de las Antillas.

A ello debe agregarse, que la elite criolla de La Habana y Matanzas, en plena expansión económica y comercial, estaba consciente de la necesidad de preservar un fuerte aparato estatal para garantizar la tranquilidad de las dotaciones de esclavos, que ya en esta época constituían un tercio del medio millón de habitantes de Cuba. El factor de la polarización social y racial tuvo también mucho que ver en la fidelidad a España de los ricos propietarios de plantaciones y esclavos de la Mayor de las Antillas.

Pero esto último no era una particularidad cubana. En los territorios del continente donde las confrontaciones étnicas y de clase eran muy agudas, la aristocracia criolla blanca mantuvo por más tiempo su fidelidad al orden colonial. La profundidad del compromiso de las elites hispanoamericanas con la lucha emancipadora estuvo en cierta forma relacionada con el peso de los blancos en el conjunto de la población de cada territorio. El propio barón de Humboldt (s.f.) advirtió la importancia de este problema durante sus recorridos por Hispanoamérica a finales del siglo XVIII:

A pesar del carácter pacífico y de la extrema docilidad del pueblo en las colonias españolas [...] las alteraciones políticas hubieran podido ser mucho más frecuentes desde la paz de Versalles, y principalmente desde 1789, si el odio mutuo de las castas, y el temor que inspira a los blancos y a todos los hombres libres el crecido número de negros e indios, no hubiesen contenido los efectos del descontento popular. Estos motivos [...] han tomado todavía más fuerza desde los acontecimientos de Santo Domingo; y no se puede dudar que ellos son los que han contribuido a mantener la tranquilidad en las colonias españolas [...]. (p.199)

Durante el trienio liberal español (1820-1823), jóvenes criollos de diferentes partes de la isla vertebraron las primeras organizaciones claramente dirigidas a conseguir la independencia, favorecidas por el clima de tolerancia creado con el restablecimiento de la constitución gaditana de 1812 y al calor de los avances del movimiento emancipador en la América del Sur. Algunas de las asociaciones secretas creadas en esta coyuntura fueron el núcleo de la extendida conspiración separatista conocida como Soles y Rayos de Bolívar, que se proponía organizar una rebelión armada en 1823 para establecer la república con el nombre indígena de Cubanacán.

A diferencia del occidente de la isla, donde la mayor parte de los miembros de la aristocracia criolla se mantuvo al margen de esta extendida conspiración independentista, en las provincias del interior y, muy en particular, en las importantes regiones de Puerto Príncipe (Camagüey) y Trinidad, el movimiento emancipador contaba con la simpatía de ricos hacendados y propietarios criollos, muchos de ellos arrestados por las autoridades coloniales al descubrir la conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar. Investigaciones recientes demuestran, por ejemplo, la magnitud de la participación de la elite criolla en Trinidad, al centro sur de la isla, que incluía a "media docena de hacendados (que recogen casi todos los apellidos más representativos de la región), algunos comerciantes y profesionales, un sacerdote, un herético [sic.] y varios anticlericales, un líder de logia masónica, más una relación estrecha con un Oidor de la Audiencia de Puerto Príncipe inclusive, probablemente el peruano Dr. Manuel José Vi-daurre." (Venegas Delgado, 2010, p.35).

Quizás la popularidad alcanzada por los sentimientos independentistas en el interior de la isla inspiró la siguiente evaluación del capitán general Vives el 23 de junio de 1825:

En esta isla no debe contarse con otra defensa que la de las tropas Europeas, y las que se mantengan del país fieles y subordinadas que siempre serán en reducido número. Los propietarios que subsistan unidos á la Madre Patria lo estarán sin variación, mientras les acose el temor de perder o exponer sus esclavitudes que constituyen el nervio primero y más considerable de sus fortunas. En persuadiéndose alguna vez, que pueden amalgamar su conservación y la opción que les inclina a la independencia, mando de recursos y protección estrangera [sic], ellos contribuirán á fomentarla y sostenerla (Pichardo, 1969, p. 291).

A esa altura, la discriminación en la elección de los delegados a Cortes, los propios debates en Cádiz y las escasas conquistas estampadas en la constitución gaditana, convencieron a muchos criollos, sobre todo a partir del fracaso del trienio liberal (1820-1823), que ni siquiera la victoria final del liberalismo daría la plena igualdad a los territorios americanos. La falta de voluntad de los representantes españoles, cegados por sus estrechos intereses metropolitanos, para dar respuesta favorable a las modestas peticiones de los diputados americanos, unido a la posterior reimplantación del absolutismo con la disolución de las Cortes (mayo-octubre de 1823) y al desarrollo exitoso de la guerra emancipadora en la América hispana, terminaron por desilusionar a muchos diputados criollos. Uno de ellos fue el presbítero cubano Félix Varela, que había depositado sus esperanzas reformistas en las Cortes españolas. Como señaló el desaparecido escritor cubano Manuel Bisbé (1945):

El Varela que pronunciaba el sermón con motivo de las elecciones de 1812 era un liberal español; era un liberal español el Varela que explicaba a la juventud habanera los artículos de la Constitución de 1812; y era un liberal español el Varela que cruzaba el Atlántico [...]." (p. 39)

En cambio, el sacerdote habanero que desembarcaba en Estados Unidos, en diciembre de 1823, con 35 años de edad, ya era un independentista, desengañado no sólo por el restablecimiento del absolutismo y la represión desatada por Fernando VII, sino también del liberalismo español, negado a aceptar sus propuestas autonómicas para Cuba, el reconocimiento de la independencia de las países hispanoamericanos y su plan de abolición de la esclavitud. En el segundo número de El Habanero, periódico que Varela comenzó a publicar en Estados Unidos en 1824, escribió: "Yo opino que la revolución, o mejor dicho el cambio político de la isla de Cuba, es inevitable."9

El plan de abolición de la esclavitud del sacerdote cubano, preveía la extinción gradual de la institución y se basaba en la consideración de pedir "la libertad de los africanos conciliada con el interés de los propietarios", esto es, "dar la libertad á los esclavos de un modo que ni sus dueños pierdan los capitales que emplearon en su compra, ni el pueblo de La Habana sufra nuevos gravámenes".10El documento de Varela había sido presentado, el 15 de diciembre de 1822, en las Cortes con el apoyo de otros dos diputados de Cuba, Leonardo Santos Suárez y José de las Cuevas, al que sumó un proyecto de gobierno autonómico para las Antillas hispanas. También llevó al foro español, en agosto de 1823, un dictamen que solicitaba el reconocimiento de la independencia de las que ya tenían gobierno propio.

La radicalización de muchos hispanoamericanos como Varela, que de la defensa del constitucionalismo español pasaron a abrazar el independentismo, puede también ilustrarse con la evolución de otro cubano: José María Heredia. El poeta oriental, que el 16 de agosto de 1820 escribía en su canto a España libre "Gloria Fernando, a vos que generoso", ya al año siguiente dejaba constancia de su admiración por los luchadores independentistas contra el dominio turco en A los griegos, para al final, obligado a exiliarse de Cuba por sus actividades conspirativas en los Soles y Rayos de Bolívar, tras el restablecimiento del absolutismo, cerrar su oda A la muerte de Riego con esta estrofa: "Ignominia perenne a tu nombre/Degradada y estúpida España...!""11


1 Véase también de Arturo Sorhegui citado en Guerra Vilaboy y Cordero Michel (2009).

2 Más información en Francisco J. Ponte Domínguez (1947).

3 Desde 1798 se había abierto, mediante varias cédulas reales, la importación de africanos. Más detalles en Manuel Moreno Fraginals (1978, t. I, pp. 51 y 263).

4 Ver texto íntegro en Hortensia Pichardo (1969, t. I, pp. 217-252).

5 El tratado entre Inglaterra y España, del 23 de noviembre de 1817, había establecido el 30 de junio de 1820 como fecha límite legal para la introducción de esclavos en las colonias hispanoamericanas. Sin embargo, con la complicidad de las autoridades peninsulares de Cuba se siguió el tráfico clandestino de africanos, lo que permitió la consolidación de la producción azucarera destinada a Estados Unidos. Véase Francisco Pérez Guzmán (1988, pp. 18-19).

6 Según el censo de 1817, La Habana tenía poco más de 140 mil habitantes, de ellos unos 20 mil españoles y alrededor de 10 mil soldados procedentes de la metrópoli. Los peninsulares constituían casi la mitad de la población masculina adulta de la capital. Véase Jorge Ibarra Cuesta (2004, p. 117).

7 Ramírez era el centro de los ataques de la prensa liberal españolista, en particular del Tío Bartolo, irritada por sus medidas favorables al libre comercio y de recaudación de impuestos. Unas semanas antes de su muerte, ocurrida el 20 de mayo de 1821, El Impertérrito Constitucional de La Habana señalaba que "el pueblo pidió la deposición del Intendente por ladrón de los caudales públicos y particulares", aunque el autor del artículo fue encarcelado acusado de injurias. Véase José Luciano Franco (1964, p. 300) y Francisco Calcagno (1878, pp. 533-536).

8 El texto completo en Ma. Rosario Sevilla Soler (1986, pp. 140-149).

9 Ver Varela (1997, t. II, p. 176).

10 Véase el texto íntegro en Hortensia Pichardo (1969, t. I, pp. 271-275).

11 Citado por Ramiro Guerra y Sánchez (1971, pp. 272 y 273).


Referencias

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