Revista Investigación y Desarrollo

ISSN Impreso 0121-3261
ISSN Electrónico 2011-7574
vol. 22 n.° 2, enero-junio de 2014
Fecha de recepción: Septiembre 25 de 2013
Fecha de aceptación: Junio 5 de 2014
DOI: http://dx.doi.org/10.14482/indes.22.2.5689


ARTÍCULO DE REFLEXIÓN / REFLEXION ARTICLE

Nación, Nacionalismo y movimientos nacionalistas: una revisión teórica de la institucionalización del mito

Nation, nationalism and nationalist movements: a theoretical review of the myth institutionalization

Gerardo Romo Morales*
Universidad de Guadalajara (México)

*Sociólogo. Maestro en Administración Pública y Doctor en Ciencias Políticas y Sociología. Profesor del Departamento de Políticas Públicas del CUCEA-Universidad de Guadalajara , Guadalajara(México). gerardo.romo@gmail.com

Correspondencia: Periférico Norte N° 799, Núcleo Universitario Los Belenes, C.P. 45100, Zapopan, Jalisco, México.


Resumen

En este artículo se presenta una discusión teórica sobre la categoría de nación. Se argumentan conceptualmente las dos posturas más reconocidas al respecto: la de aquellos que asumen la idea de que la nación es fundamentalmente cultural, primordial y perenne, y la de aquellos que la ven como una construcción política de la modernidad. Se hace una comparación analítica entre las categorías de identidad y etnia frente a la central de nación, y se revisa de manera crítica el papel de los nacionalistas como clerecía al servicio de un constructo fundamental de la modernidad.

Palabras clave: Nación, nacionalismo, identidad, instituciones, modernidad.


Abstract

In this paper a theoretical discussion of “nation” and other related categories is developed. The two more recognized positions are critically presented: those who assume that the nation is fundamentally a cultural, primordial and perennial category, and those who see it as a political construction of modernity. An analytical comparison between the categories of identity and ethnicity and the central notion of nation are presented, as well as a critical review of the role of nationalist as clergy serving for a fundamental construct of modernity.

Keywords: Nation, nationalism, identity, institutions, modernity.


Introducción

En lo que sigue sustento el argumento de que una visión de las naciones, desde la perspectiva de la modernidad, puede ser más provechosa y apegada a la realidad cuando se trata de describir el curso de la nación actual.

Destaco del referente teórico producido por los principales autores y las discusiones clásicas sobre naciones, aquellos elementos que enfatizan, a veces de manera implícita, la construcción de las instituciones indispensables para la creación y desarrollo de esta categoría: el Estado moderno, la educación generalizada, la aparición de los ciudadanos o el industrialismo, por ejemplo.

Para tal propósito, sigo como guía el análisis del modelo propuesto por Ernest Gellner (1963; 1965; 1997; 1998a; 1998b; 1998c), al que iré relacionando con las aportaciones pertinentes de otros autores cercanos, y contrastando con posturas divergentes, para afirmar el hecho de que las naciones no son universales ni perennes sino un constructo que aparece con la modernidad como etapa histórica.

Hay que considerar que en las sociedades humanas siempre ha existido la cultura, y siempre también ha existido alguna forma de organización. Pero las entidades relevantes para mi discusión: las naciones y los Estados tienen una referencia histórica relativamente reciente que no debe prestarse a homologaciones. Es decir, al Estado hay que considerarlo dentro del conjunto de formas de organización de la vida social, mientras que a las naciones dentro del de las formas de cultura (sobre todo si las pensamos a partir del principio nacionalista que supone la afinidad cultural como el vínculo social básico). El conjunto general, organización o cultura, son perennes, las formas que hasta hace muy poco se incluyen en estos, el Estado y la nación, no, como se irá aclarando a lo largo del texto.

Este artículo se divide en cuatro apartados: en el primero presento una discusión conceptual de nociones claves, como etnicidad, identidad y nación; en el segundo relaciono los temas de nacionalismo y movimientos nacionalistas como puntal para mi planteamiento de la nación que presento a continuación, en el tercer apartado, y el cuarto contiene algunas conclusiones, reconociendo que queda abierta una discusión que aún debe suscitar muchas más reflexiones.

Discusión conceptual de las nociones etnicidad, identidad y nación

Entre las confusiones más importantes al discutir sobre la nación como categoría están la que se genera entre esta y la etnicidad, y la que involucra los aspectos de identidad en la definición de la nación como tal. De ahí la necesidad de los siguientes párrafos aclaratorios.

Etnicidad

La diferencia entre los conceptos de nación y etnia es de tipo cualitativo: la etnia se vive

(…) como un dato, una naturaleza prescrita, mientras que la nación supone la constitución de un espacio político, en cuyo seno se intentan superar las diferencias entre las poblaciones mediante la discusión pública y el respeto de la ley, fundados en una idea del interés colectivo. (Schnapper, 2001, p.101)

Las etnias remiten a los grupos humanos que se consideran herederos de una comunidad histórica y cultural (a menudo formulada en términos de ascendencia común) y comparten la voluntad de mantenerla. En otras palabras, la etnia se define por dos dimensiones: la comunidad histórica y la especificidad cultural. Por definición, las etnias pueden tener, con respecto a la organización social, formas varias y diferentes entre sí; sin embargo, comparten dos características: son un “grupo de pertenencia y no tienen necesariamente una expresión política”. Las “etnias no son más naturales que las naciones. En ambos casos, son formas históricas que no se deben reificar ni sustantificar” (Schnapper, 2001, p. 30).

Para Schnapper, lo que opone la etnia a la nación, más allá del nombre o cualquier otra peculiaridad objetiva, es la naturaleza del vínculo que une a los hombres. El hecho de que se confundan a menudo estos términos y se le llame nación a lo que ha sido definido como etnia tiene un origen histórico, ya que “(...) desde el siglo XIII y hasta el nacimiento de la acción política moderna, los contemporáneos llamaban ‘nación' a lo que hoy nosotros llamamos etnia.” (Schnapper, 2001, p. 29).

Con respecto a la etnicidad y su relación con las naciones y el nacionalismo, Smith (1997) señala tres posiciones comunes: 1) los que consideran que la etnicidad tiene una cualidad “primordial”, es decir, que creen que existe “de forma natural, desde siempre, que es una de las cualidades ‘dadas' de la existencia humana”; 2) los que consideran que la etnicidad es “situacional”, es decir, que la “pertenencia a un grupo étnico es una cuestión de actitudes, percepciones y sentimientos que son necesariamente efímeros y mutables y varían según la situación en que se encuentre el sujeto”; y 3) una posición intermedia de los “enfoques que destacan los atributos históricos y simbólico-culturales de la identidad étnica” (p. 18). A partir de esta base, el autor define al grupo étnico como

(...) un tipo de colectividad cultural que hace hincapié en el papel de los mitos de linaje y de los recuerdos históricos, y que es reconocido por uno o varios rasgos culturales diferenciadores, como la religión, las costumbres, la lengua o las instituciones. (Smith 1997, p.18)

En el discurso nacionalista, el parentesco y la sangre como vínculos biológicos se transforman en relaciones privilegiadas en el ámbito social. Para Hobsbawm (2000), solo en la medida en que esta referencia al parentesco o la sangre se represente como nexos de unidad pueden ser considerados como protonacionales, trátese de poblaciones que vivan en grandes territorios o dispersas, pero que compartan el no contar con un Estado que las una políticamente.

Si se asume esto, se entiende mejor la pretensión de muchos ideólogos de encontrar un origen común para los grupos que después serían nacionales. En el caso europeo puede quedar claro en todos los esfuerzos por fundamentar el origen de los grupos nacionales, como los descendientes de Noé (Juaristi, 2000).

Identidad

Se requiere una definición explícita de identidad a partir de la amplia relación que para algunos autores tiene esta con los términos básicos de nación y nacionalismo. Smith, por ejemplo, con base en una recuperación pedagógica del Edipo, de Sófocles, explica cómo el “yo” individual es también un yo social, una categoría y un rol.1 Para dicho autor, las categorías y roles que constituyen este yo individual son: la de género; la de espacio o territorio (la identidad local y regional); la socioeconómica (de clase social); y la religiosa. Las dos últimas, además de estar muy relacionadas, se “basan en alineamientos culturales y en los elementos que los constituyen (valores, símbolos, mitos y tradiciones), muchos de los cuales están codificados en costumbres y rituales” (Smith, 1997, p. 6).

También se puede considerar una distinción importante entre formas de identidad cultural y las que surgen con el nacionalismo. La diferencia significativa es que en estas últimas, como veremos, se impuso una forma de cohesión social con base en un fundamento nuevo, el político. Ello ha generado una conciencia étnica más duradera y sólida que las identidades anteriores.

A pesar de una diferenciación entre identidades culturales y nacionales, hay que ser precavidos; estas formas de identidad tienen similitudes sustanciales en el modo en que las concibe Smith: “(…) las dos tienen su origen en criterios culturales de clasificación similares, a menudo se solapan y afianzan mutuamente, y actuando juntas o por separado son capaces de movilizar y sustentar comunidades fuertes” (1997, p. 7).

Para este último autor, entonces, las características principales de la identidad nacional son:

(…) un territorio histórico o patria; recuerdos históricos y mitos colectivos; una cultura de masas pública y común para todos; derechos y deberes legales iguales para todos los miembros, y una economía unificada que permite la movilidad territorial de los miembros. (1997, p. 12)

Esta identidad nacional tiene funciones que pueden ser clasificadas, a partir de sus efectos, en externas o internas. Las primeras son las territoriales, económicas y políticas. Las internas, es decir, las que atañen a los individuos de las comunidades, son: “la socialización de sus miembros para que lleguen a ser ‘ciudadanos' y ‘naturales' de la nación”, realizada a través de los sistemas públicos de educación normalizada y obligatoria. Ello permite establecer un “vínculo social entre individuos y clases basado en los valores, símbolos y tradiciones compartidos” (banderas, moneda, himnos, uniformes, monumentos y ceremonias).

Es posible establecer una especie de ecuación de la identidad étnica de su “cristalización y perpetuación”: esta va a depender de factores externos adversos en conjunción con una rica historia de la comunidad en cuestión. Asimismo, existen otros elementos, citados por algunos de los autores analizados en este documento, como Gellner o Anderson, por ejemplo, que ayudan a consolidar esta caracterización identitaria: ente estos hay que considerar la creación del Estado, los movimientos nacionalistas, la alfabetización generalizada, o la aparición de la prensa en el contexto nuevo del capitalismo.

Nación

Un factor importante para definir la orientación teórica de un autor con respecto a las naciones es la fecha en que ubica su origen. Si está muy alejada o desligada del siglo XVIII de las revoluciones, entonces se tendrán razones para sospechar de algún tipo de perennialismo.

Mucho del discurso sobre esta categoría será caracterizado precisamente de esta manera o bien como primordialista. Las propuestas caracterizadas de esta forma hacen referencia a aquellas conceptualizaciones que ven las naciones como:

(…) comunidades históricas básicas, a la vez antiguas e inmemoriales, y la consideración de que la conciencia y los sentimientos nacionales son elementos fundamentales de los fenómenos históricos y, de hecho, constituyen sus principios explicativos básicos. (…) O bien, cuando hagan referencia... a la antigüedad histórica del tipo de organización política y social conocida como “nación”, aludiendo a su carácter inmemorial o perenne (Smith, 2000, pp. 54 y 284).

La corriente primordialista insiste así, en la primacía de los vínculos culturales y afirma que “(...) las pasiones suscitadas por la etnicidad y el nacionalismo tienen su origen en la ‘primordialidad' de los ‘factores culturales determinantes' de la sociedad humana” (Smith, 2000, p. 270).

En esta escuela podemos ubicar a Enrique Florescano (1997), autor mexicano que afirma que el concepto de nación hacía referencia en la “antigüedad” a una concepción cultural y étnica, pero que esta consideración había cambiado a partir de Revolución Francesa, cuando la nación se vuelve política. Esto se puede refutar si recurrimos al Diccionario de la Real Academia Española. Según la revisión de Lluis García i Sevilla (citado en Hobsbawm, 2000, p. 23), en 1884 las palabras lengua, nación y Estado son definidas con base en una terminología moderna, por lo que el uso político y moderno del concepto es relativamente joven. En esa edición aparece por primera vez definida la nación como “Estado o cuerpo político que reconoce un centro común supremo de gobierno” y también “territorio que comprende, y aun sus individuos, tomados colectivamente, como conjunto”. Antes, la definición no hacía referencia a aspectos étnicos o culturales; se limitaba a precisar la nación como “la colección de los habitantes de alguna provincia, país o reino” y también “extranjero”.

Resumiendo esta última discusión, parece claro que nunca se ha hecho referencia en los documentos citados a la nación en un sentido étnico; se transita de una versión original en la que, de acuerdo con una etimología (o filología) básica, la nación es exclusivamente el lugar de nacimiento “origen o descendencia”, para terminar en un reconocimiento explícito de su condición política, al considerar al gobierno en la definición de una manera tardía en la segunda mitad del siglo XIX.

Esta visión, por otra parte, fue la responsable de la introducción de elementos de la biología y del vínculo “primordial” con el análisis de las nacionalidades. De ahí que es posible distinguir entre una corriente primordialista fundamentalmente biológica y otra cultural. El primordialismo para Hobsbawm es “la conciencia de pertenecer o de haber pertenecido a una entidad política duradera” (2000, p. 81); es, por lo tanto, una forma de sentimiento protonacional, el más decisivo de todos, los otros son: la lengua, la etnicidad, y la religión.

Para analizar esta forma de protonacionalismo el mismo autor sugiere una precaución de entrada: distinguir entre los “efectos directos e indirectos de la historicidad nacional”. Esto nos permite considerar que la “nación política” no es otra cosa que “una pequeña fracción de los habitantes de un Estado, a saber: la élite privilegiada, o la nobleza y la pequeña nobleza” (Hobsbawm, 2000, p.82). Hay aquí una precaución a tener en cuenta: esta “nación política” es la que podemos considerar con otros autores como la élite nacionalista que formuló el discurso de la construcción nacional y que se tiene que distinguir de la noción que bajo el mismo nombre se va a contraponer conceptualmente con la de nación cultural.

Lo que permite a Hobsbawm relacionar este “nacionalismo de la nobleza” con una condición de protonacionalidad es la presencia de tres elementos fundamentales para las naciones modernas, así sea en este reducido grupo de la sociedad, en su “conciencia sociopolítica y [sus] emociones”; estas categorías son: “nacionalidad”, “lealtad política” y “comunidad política” (natio, fidelitas y communitas) (Hobsbawm, 2000, p. 82).

Bajo estas últimas ideas del historiador británico, es posible introducir la otra perspectiva que argumenta la idea de que es posible ubicar un origen para las naciones modernas. Dominique Schnapper, por ejemplo, argumenta que este puede rastrearse en Inglaterra, a partir del siglo XVI; no obstante, esta forma de organización política se volverá legítima y universal con las revoluciones francesa y norteamericana de finales del siglo XVIII (cfr. Schnapper, 2001, p.15).

Para Gellner, por su parte, “el nacionalismo es un fenómeno inherentemente moderno”, pero aclara que esto no quiere decir que todos los fenómenos sean modernos, o que tengan que ser analizados como nuevos; para él, el matiz importante está en asumir que tanto el poder como la cultura son asuntos perennes, pero que la novedad de la modernidad al respecto está en que en esta “se relacionan entre sí de un nuevo modo, que es el que entonces engendra al nacionalismo” (Gellner, 1997, p.165).

Uno de los problemas más comunes de los discursos nacionalistas, o bien de los teóricos que suponen a las naciones como perennes o primordiales, es que consideran las naciones como un actor colectivo y monolítico. Esto no quiere decir que sean incapaces de distinguir entre clases sociales, o entre sectores urbanos o rurales al interior de ese sujeto que construyen o analizan, pero en lo básico para su argumento, en los aspectos de una cultura “compartida”, es siempre uno. Esto es una falacia que debe ser rebatida. Uno de los argumentos más sólidos en este sentido es el de Miroslav Hroch y su modelo (1985), que parte de la idea básica de que la “conciencia nacional” se desarrolla desigualmente, considerando los agrupamientos sociales o las regiones de un país. En ese modelo, la inteligencia, a partir de una élite de intelectuales, va a ser fundamental, al menos en alguna de sus etapas.

En opinión de Gellner (1997) una nación, para contar con una cultura avanzada, requiere una fuerte presencia de este segmento de la sociedad que se encargue de convertir la cultura menor en una de este tipo, es decir, que se transite con base en su metáfora de Naciones y nacionalismo, de una cultura salvaje a una de jardín, una cultivada y cuidada. Para que este tipo de cultura se dé, es necesario que su cultivo y cuidado cuenten con el trabajo de los clérigos para lograr la estandarización de una alfabetización que permita la igualdad de los ciudadanos y, por lo tanto, sus consecuencias indispensables para la nación, como la movilidad y la anonimidad.

Este rol de los llamados por Gellner clérigos, representa la transición de la intelligentsia como agente, como actor, que da paso al Estado como estructura, como institución. Esto va a ser fundamental para la construcción de las naciones. La preocupación por la creación de marcos normativos generales en forma de constitución o carta magna señalan el paso de las ideas y los conflictos que estas generan, junto con los intereses de los actores, a una arena en donde la disputa se dirimirá con una diferencia: si bien las ideas y los intereses siguen presentes, ahora existe un nuevo marco que pone los límites al ejercicio de las posibilidades de los actores, es decir, se construyen las instituciones mínimas del aparato estatal.

Para Gellner (1998a), entonces, habrá naciones que tengan un ombligo antiguo, otras que contarán con alguno inventado de manera más o menos reciente, y algunas que, incluso, carezcan de él. Lo relevante no es si las naciones cuentan con un pasado perenne o no, sino cómo con la modernidad la existencia de un ombligo se vuelve indispensable.

Los extremos de esta discusión sobre el origen de las naciones estarían entonces, por una parte, en una especie de sentido común muy extendido de defensa de las posiciones nacionalistas y de la creencia en la antigüedad de larga data de las naciones, frente a la postura de los teóricos más modernos que prefieren la idea de la creación2 de las naciones en los últimos dos siglos.

Asumiendo entonces que en este continuo de explicaciones posibles, habrá autores que se definan más o menos cercanos a alguno de los extremos, habrá otros que intentarán realizar explicaciones eclécticas. En este último caso, podemos ubicar las consideraciones de Smith (2000), para quien, por ejemplo, considerándolo como ideología, el origen del nacionalismo se puede encontrar a finales del siglo XVIII, pero si lo pensamos en cuanto “estructuras nacionales, sentimientos y simbolismo”, la situación se complica porque se pueden “rastrear ejemplos de las tres cosas en un número suficiente y con abundante documentación que se remontan al menos a la baja Edad Media en algunas naciones europeas, desde Inglaterra y Francia, a Polonia y Rusia. Teníamos, por tanto, evidencia de la existencia de alguna medida de continuidad nacional” (2000, p. 334). Estos ejemplos fundamentan la idea de dicho autor de que existe cierta continuidad nacional como antecedente directo de estos fenómenos de la modernidad.

Los elementos que caracterizan la posición de Smith con respecto al surgimiento de la nación pueden dar una idea de cómo se construye su percepción de esta entidad. Es posible establecer una relación conceptual entre esta construcción teórica del nacionalismo y una idea específica de nación a partir de la continuidad nacional rastreable. Esta condición podría hacerse, incluso, hasta la Baja Edad Media al menos. Para él, “… el concepto de ‘nación' resulta perenne en la medida en que podemos encontrar instancias recurrentes de este tipo de formación en diferentes épocas de la historia y en continentes diversos. En este caso se podría hablar, por tanto, de recurrencia nacional” (Smith, 2000, pp. 334-335). Con ello, el autor se inscribe por su propia mano en el etnosimbólismo histórico.

Más allá de la autodefinición, algunos argumentos que nos permiten ubicar a Smith más cerca del extremo de la explicación cultural de las naciones son: 1) para él, el nacionalismo, como ideología, como movimiento o simbolismo “está arraigado en los orígenes étnicos casi siempre premodernos de la vida social” y 2) a partir de una serie de características distintivas de procesos generadores de identidad en general y nacional en específico. Veamos esto a partir de dos de sus definiciones de nación. En la primera de La identidad nacional, asegura que estas corresponden a:

(...) un grupo humano designado por un gentilicio y que comparte un territorio histórico, recuerdos históricos y mitos colectivos, una cultura de masas pública, una economía unificada y derechos y deberes iguales para todos sus miembros (Smith, 1997, p. 13).

Mientras que en la de Nacionalismo y modernidad se refiere a estas como:

(…) un grupo de seres humanos que tienen en común ciertos elementos definitorios de su cultura, un sistema económico unificado, derechos de ciudadanía para todos sus miembros, un sentimiento de solidaridad que nace a partir de experiencias comunes y un territorio que ocupan en común (2000, pp. 330-331).

Como podemos observar, en ambas definiciones se insiste en rasgos que podrían confundirse, como los de ciudadanía y derechos, con aquellos de culturas definitorias y territorios comunes. La segunda definición la proporciona el autor siete años después de la primera3. ¿Qué cambios se pueden apreciar en su pensamiento a partir de las definiciones? En realidad no muchos, una vez más repite como definitivas categorías que remiten a la cultura y a los aspectos étnicos junto con algunas particularidades modernas. Las nociones que definían a la nación primero y siguen estando allí son las de “territorio” (que en la segunda de las definiciones deja de ser histórico), la de “cultura” (que deja de ser de masas, pública), del lado étnico, y la “economía unificada” (sistema económico en la segunda), “derechos” (que serán iguales para todos en la primera, y de ciudadanía para todos sus miembros en la segunda) como rasgos modernos. Con respecto a las diferencias, en la primera estarán presentes las siguientes características que ya no aparecerán en la segunda: el “gentilicio”, “los recuerdos históricos”, los “mitos colectivos” y los “deberes”, acompañando a los derechos para todos, mientras que en la segunda aparecerá por primera vez un “sentimiento de solidaridad” que nace de “experiencias comunes”.

Los aspectos que pretende Smith (1994) que definan a las naciones son una mezcla de primordiales con modernos. No es casualidad que lo que permanezca como constante sean la cultura y el territorio, por un lado, y la economía unificada y los derechos, por el otro. Tampoco es gratuito que los rasgos más debatidos de su primera definición, los recuerdos históricos y mitos comunes, desaparezcan del enunciado y sólo se puedan deducir.

A pesar de sus esfuerzos, la presencia constante de rasgos perennes y primordiales en sus definiciones y argumentaciones será en gran medida lo que destaque él mismo de las naciones, de lo cual no lo salvan sus esfuerzos de relativismo y coqueteo con las visiones más modernas.

La visión de Smith puede ser criticada, pero de lo que no se le puede acusar es de simpleza o pereza mental a la hora de presentar su propuesta analítica. Con el paso del tiempo, su discurso se robustece y se vuelve más complicado rebatir sus argumentos. De ahí que la propuesta planteada aquí de contrastar a Ernest Gellner con Anthony Smith es relevante en la medida que puede aportar elementos nuevos a la discusión y el ejercicio de la esgrima intelectual.

Para el contraste analítico sugerido, es importante aclarar que una primera constante que observo en Smith es aquella característica que identifico como relativismo, y que me parece se hace evidente cuando revisa con detalle su explicación sobre el origen de las naciones. En estas combina factores y argumentos de las escuelas modernas, con aquellas que asumen para estas el carácter de perennes. Otra característica distintiva de las posturas de este autor, pero relacionada con la anterior, será la del acento excesivo que este pone en la cultura y las raíces étnicas para explicar los procesos del nacionalismo y, a partir de ahí, la derivación a su definición de naciones.

La primera de las características, la del relativismo, lo lleva a asumir que algunas naciones podrán ser modernas y otras no, lo cual hace parte de la complejidad de su discurso. Considero que con respecto a los extremos, este autor está más cerca del de la perennialidad cultural. Y esto se puede afirmar respaldado en el acento que este pone en la naturaleza cultural y etno-simbólica de la etnicidad y el nacionalismo.

Por su parte, Eric Hobsbawm (2000), en una línea más cercana a la perspectiva de Schnapper o de Gellner mismo, con respecto al origen de las naciones, deja clara una intuición que le sirve también de argumento: las naciones surgen a finales del siglo XVIII. El definir desde un principio el marco temporal de la génesis de estas instituciones es importante, pero lo será más cuando se haga evidente la coincidencia de este periodo con transformaciones sociales del mundo occidental caracterizadas sin mucha discusión como modernas.

Fienkielkraut (1988) es otro autor que también está a favor de la idea de nación como producto moderno. Señala su surgimiento histórico a partir del Siglo de las Luces y la experiencia política de la Revolución Francesa. De hecho, a partir de esta y de sus intentos de expansión de la luz por el mundo, se explica que una concepción diferente de nación, llamada hasta ahora como cultural, surja en Alemania como respuesta ideológica a los intentos franceses de expansión imperial.4

Estos aportes de autores que apuestan por la visión moderna de las naciones, permiten entender mejor la visión de Gellner (1965; 1998b; 1998c). Para este autor, es necesario partir del supuesto de que entre los conceptos de cultura y nación se genera confusión, y que es posible que esta se dé con base en un elemento común a ambas: el concepto de identidad.

Para Gellner, al respecto, es conveniente hacer una distinción analítica entre dos tipos de identidad a partir de una estratificación sociológica de las sociedades. Si asumimos esta, es decir, si aceptamos que a partir de las sociedades agrarias existen segmentos separados y diferenciables en términos verticales y horizontales, es posible observar dos tipos de identidades: la horizontal, que se establece entre actores ubicados en segmentos socialmente considerados en el mismo nivel, y la vertical, que se instituye entre actores ubicados en diferentes niveles.

Las sociedades agrarias se caracterizan por una cierta identidad horizontal débil, mientras que a las industriales, debido a condiciones de homogeneidad y movilidad, la identidad es del tipo vertical bajo los límites de los Estados-nación.

Con respecto a la cultura, Gellner nos sugiere otra distinción posible: para él, una manera de establecer las diferencias en esta categoría es utilizando una analogía con las plantas: hay silvestres y de cultivo. Las primeras “surgen y se reproducen como parte de la existencia de los hombres. No existe ninguna comunidad que no tenga un sistema de comunicación y normativa común”. Las segundas, evolucionadas a partir de las primeras, “poseen cierta complejidad y riqueza que generalmente sustentan la alfabetización y un personal especializado” (Gellner, 1997, p. 72).

Al igual que la distinción conceptual de la identidad, esta distinción entre culturas tiene también una traducción histórica; las segundas solo son posibles en las sociedades que tienen rasgos que permiten caracterizarlas como industriales. La cultura es uno de los factores que legitima la unidad de los actores en grupos colectivos más o menos estables y permanentes, pero para Gellner (1997) habría que considerar otros factores que mezclan la lealtad o identificación (de adhesión voluntaria) con otros incentivos externos al individuo (de esperanza y temores).

Considerar la lealtad y la identificación como rasgos de definición individual y, por lo tanto, de adhesión voluntaria, fortalece los argumentos voluntaristas y contractuales de las posiciones que se contraponen a aquellas que argumentan a favor de elementos culturales, como la razón de ser de la identidad, la cual genera la solidaridad requerida para el mantenimiento de las sociedades como tales. En el otro extremo del continuo, los incentivos externos que Gellner ubica con la esperanza y el temor, por ser externos, ¿los debemos considerar como sinónimos de cultura? Pareciera que sí, al menos por el rasgo de externalidad que suponen y por ser generales y más o menos comunes.

Dos elementos relevantes en esta concepción han de ser recuperados: 1) los Estados son esencialmente territoriales, entonces la ecuación nación = Estado = pueblo, en especial pueblo soberano, vinculaba la nación con el territorio; y 2) la multiplicidad de Estados-nación como “consecuencia necesaria de la autodeterminación popular”.

Si la ecuación es nación = Estado = pueblo soberano, entonces no hay más espacios para el privilegio y la priorización de intereses particulares de grupos corporativos; el bien común se vuelve consustancial al modelo a través de volver homogéneos a la vez que atomizados y móviles a los ciudadanos.

Para Schnapper, por su parte, las naciones, las de la modernidad, no pueden confundirse con las étnicas, ya que la “(...) noción misma de nación étnica es contradictoria en los términos.” (Schnapper, 2001, pp. 25-26).

Cuando esta autora francesa analiza los problemas para superar los orígenes étnicos en la difusión de las ideas nacionalistas en Europa central, establece una serie de criterios que podrían ser utilizados para generar una especie de lista de requisitos para la constitución de una nación y que coincide con lo argumentado hasta aquí desde el sector de los modernos. Estos serían: a) disponer de una capital; b) contar con un aparato de Estado; c) la existencia de una organización económica autónoma; d) la presencia de una élite nacional, y e) de una cultura política.

Schnapper plantea la discusión entre los dos polos enfrentados con respecto a la nación: será “primordialista” la escuela que considera a las naciones como “... unidades naturales de agrupación humana, [que] existirían desde la eternidad; y ‘modernista' a la que enfatiza el ‘carácter esencialmente moderno de la construcción nacional'” (2001, p. 32). Para ella, esta discusión carece de sentido y se resuelve analíticamente a partir de definiciones claras. De esa manera, sí se designa “nación” a toda forma de colectividad histórica en vez de hablar de etnia, está claro que los hombres siempre han pertenecido a colectivos, incluso si su forma ha variado considerablemente en el curso de los tiempos. En este sentido, las naciones, es decir, las etnias, han existido siempre. En cambio, si se llama nación a la forma política de la época democrática contemporánea, estamos ante una construcción reciente, incluso si no ha surgido de la nada, si prolonga, trascendiéndolos, los sentimientos étnicos y las instituciones preexistentes. Tal vez, los sentimientos de pertenencia a una colectividad histórica existen desde hace siglos, pero solo en la época contemporánea han fundado y justificado un modo particular de organización política.

En la nación de esta socióloga francesa es posible separar en términos analíticos un par de procesos: uno de integración y otro de legitimación. El primero está referido a la integración de la población en la comunidad de ciudadanos, y el segundo a la legitimación de la acción del Estado. Esto último implica dos subprocesos, uno interno a la comunidad y el otro externo: por una parte, el que podríamos llamar democrático, es decir, el que se sustenta en el “principio del sufragio universal (participación de todos los ciudadanos para elegir a los gobernantes y juzgar las formas de ejercicio del poder), [y por la otra, el del] servicio militar (participación de todos los ciudadanos en la acción exterior)” (2001, p. 49).

Estamos hablando a partir de este importante aporte conceptual, de una comunidad de ciudadanos, en la que hay que considerar a estos como “individuos abstractos”, esto es, “sin identificación ni atributos particulares, al margen de todas sus determinaciones concretas” (Schnapper, 2001, p. 49); la vocación de la nación sería, entonces, trascender la pertenencia a los grupos particulares. Así se pueden desechar todos los argumentos que hacen referencia a una especie de alma nacional, y coincidir con Marcel Mauss (1969), en que “el organismo político soberano es la totalidad de los ciudadanos” (citado en Schnapper, 2001, p. 53).

Nacionalismo y movimientos nacionalistas

En la perspectiva moderna de las naciones, es fundamental, como se apunta arriba, la existencia de grupos de activistas o intelectuales, que promuevan la creación de estas entidades. Estos grupos serán los que reciban el nombre de nacionalistas y si ideario cultural o político el de nacionalismo. Este último, entonces, será un discurso capaz de movilizar a poblaciones con base en el principio político de que la semejanza cultural es el vínculo social primordial.

De acuerdo con Smith, el nacionalismo es

(…) un movimiento ideológico pensado para la obtención y el mantenimiento del autogobierno y la independencia de un grupo, algunos de cuyos miembros creen que constituyen una nación real o potencial. (Smith, 2000, p. 331)5

Cuando pensamos estrictamente en nacionalismo, resulta muy prudente tener clara esa distinción que separa a quienes defienden la idea de que la nación siempre ha estado allí y que, cuando fuera necesario, solo había que despertarla, y aquellos para quienes esta no existe sino hasta que se le declara indispensable para la conformación de los modernos Estados-nación.

Pero también es importante tener en cuenta el riesgo de no observar una posible trampa lógica: la que supone que en cualquiera de los dos casos, la nación siempre ha estado allí, y que en uno habría que despertarla, y en el otro, solo declararla.

Para entender mejor este riesgo, veamos como es que Smith, en concordancia con la tipología del nacionalismo de Hans Khon (1944), propone una propia para los nacionalismos dividiéndolos en territoriales y étnicos. Los territoriales van a compartir la idea de nación cívica, pero serán diferentes si su actividad la desarrollan antes o después de un movimiento de independencia. Los primeros, a partir de ser representarse como grupos de secesión y diáspora serán anticoloniales, mientras que los segundos, a partir de su condición de ser irredentistas y pan-nacionalistas, de integración (Smith, 1997, p. 75).

Pero con independencia del origen conceptual de los nacionalismos señalados en esta clasificación, los argumentos de sus promotores serán siempre a favor de una “cultura popular” compartida. En las situaciones históricas en las que quienes rigen el “espíritu” de la nación pertenecen a otra distinta, existe la necesidad para los nacionalistas de establecer una estrategia que les permita imponer alguna de las siguientes dos políticas: la de “resurrección y afirmaciones culturales”, o bien, la de “guerra de liberación nacional”. A pesar de que la razón de ser de estas movilizaciones es la existencia de una cultura primaria, que no encuentra espacio en las condiciones de opresión, cuando el movimiento nacionalista triunfa, se genera al final una cultura desarrollada propia que no va a ser la primaria, pero que mantendrá con esta algunos puntos de contacto. El proceso puede involucrar procesos de ingeniería cultural.

Entonces, ¿el nacionalismo es necesario o contingente? Se pregunta Gellner y contesta:

El argumento que nos proponemos exponer niega ambos extremos de la oposición polar. Ni el nacionalismo es universal y necesario, ni es contingente y accidental, fruto de escritores ociosos y crédulos lectores. Es más bien la consecuencia necesaria, o el correlato, de determinadas condiciones sociales, que además son las nuestras y están muy extendidas, son profundas y generalizadas (Gellner, 1997, p. 31).

No hay una determinación metafísica de entidades que pudieran estar por encima de las actividades de los hombres en sociedad, pero tampoco hay un creacionismo voluntarista; lo que define la posibilidad y la existencia misma de las naciones es una serie de condiciones estructurales que solo se han presentado en nuestro tiempo, el de los modernos.

En esta fructífera discusión están relacionados dos ejes: por una parte, el de quienes consideran a las naciones como necesarias, frente a quienes no ven en ellas otra cosa que la creación contingente. El otro continuo involucrado es el de quienes consideran que las naciones han estado allí desde siempre, es decir, los perennialistas, frente a aquellos para quienes las naciones corresponden a una época histórica específica y, además, relativamente reciente, el de la modernidad.

Para el primero de los ejes parece que ha quedado claro, Gellner se ubica en medio y aclara que “el nacionalismo es en realidad necesario en determinadas ocasiones, pero que estas condiciones por sí mismas no son universales” (1997, p. 34). Respecto al otro de los debates, la similitud es que las cosas son claras, pero la diferencia es que en este caso no ocupa el centro, sino uno de los extremos; para Gellner, la posición frente a esta cuestión es: “el nacionalismo se enraíza en la modernidad” (1997, p. 34).

Si las condiciones estructurales están allí, y lo están para todos, la labor sería señalar las diferencias, singularizándolas, que permiten la existencia de dos grupos todavía separados: los que “tienden” al nacionalismo y los que se resisten.

En el esquema de desarrollo histórico social de las sociedades humanas de Gellner que considera tres etapas (la caza-recolección, la agricultura y la sociedad científico industrial) se observa un rasgo intrínseco: la complejidad. Cada uno de los dos cambios posibles supone un incremento de esta característica.

Junto con la complejidad, al llegar a la tercera de las etapas, se da un proceso paralelo, el de la centralización política, es decir, la creación del Estado, como la forma más común de organización política. En este contexto surgió el problema del nacionalismo, cuando las sociedades de la etapa intermedia cuestionan sobre la relación entre poder político y la cultura.

Con base en el supuesto de que la cultura, incluso una diferenciada, siempre ha existido donde hay una relación societal, las sociedades agrarias con Estado, contaban con los elementos conceptuales para el surgimiento del nacionalismo; sin embargo, el desarrollo de las ideas nacionalistas fue más sencillo en sociedades con escritura (en tanto que esto les permite acumular, además de alimentos, ideas).

Smith (2000), por su parte, argumenta a favor de quienes conciben el nacionalismo como un movimiento y una ideología con un surgimiento paralelo al de la modernidad; es decir, el nacionalismo es moderno para él, pero, ¿y las naciones? No necesariamente. Esto plantea el primer asunto a resolver, ya que el desarrollo de las naciones requiere ciertos antecedentes, entre ellos, el de un movimiento nacionalista. Entonces, si el movimiento es requisito y es, a la vez, moderno, no queda duda de que las naciones serían por definición modernas. El asunto aquí es que, para Smith, el desarrollo del nacionalismo no es necesario para la existencia de las naciones étnicas, las cuales, por definición, podrán ser características también de la antigüedad.

Resulta relevante la idea de Gellner de que los nacionalistas son quienes procuran la congruencia entre una cultura y un Estado. Este principio da sentido e instituye unos límites indispensables para la búsqueda. Si es así, ¿por qué no podría ser un afán político y cívico en lugar de étnico el que estableciera paralelamente los límites de lo colectivo?

Para Gellner, la sociedad agraria supone procesos de centralización: los del poder que generan las actividades propias del Estado y los del conocimiento y la cultura a partir de la clerecía. Cuando en las sociedades se generan movimientos cuya demanda principal es la fusión de la cultura y el Estado, entonces se estará ante movimientos nacionalistas.6

Un movimiento nacionalista será el que obra conforme a sentimientos nacionalistas, los cuales serán de “(...) enojo que suscita la violación del principio o el de satisfacción que acompaña a su realización”, y el principio al que se refiere, el principio nacionalista, sería el que sostiene “que debe haber congruencia entre la unidad nacional y la política”. Es decir,

(…) la teoría de la legitimidad política que prescribe que los límites étnicos no deben contraponerse a los políticos y especialmente —posibilidad ya excluida por el principio en su formulación general— que no deben distinguir a los detentadores del poder del resto dentro de un Estado dado. (Gellner, 1997, 13-14)

Una situación de este tipo solo se puede presentar en los momentos en los que la sociedad se encuentra transitando —si no es que ha completado la transición— a una sociedad industrial. Las demandas propias del nacionalismo requieren la presencia del Estado, pero no solo eso, el tránsito de la sociedad agraria a la industrial pasa por una transformación total de la división del trabajo y de los procesos productivos y cognitivos que generan una intelectualización generalizada que se vuelve común para toda la sociedad.

Al ser un atributo de la mayoría de la población el leer y escribir, se constituye en “sistema” del tránsito de la era agraria a la industrial, que posibilita un cambio en la “cultura” y la clerecía respectiva. Esto da lugar a una relación diferente con el poder del Estado.

No se trata de decir que la presencia de demandas nacionalistas marque el tránsito de la sociedad agraria a la industrial, sino que, a partir de los procesos señalados, la sociedad cambia y permite la aparición de estos movimientos. La existencia de demandas nacionalistas constata que la sociedad tiene ya rasgos modernos, rasgos de sociedad industrial. Las naciones creadas en las sociedades coloniales, a través de los movimientos nacionalistas, se caracterizaron por la recuperación de una cultura autóctona.

Desde esta perspectiva, la demanda nacionalista tenía como fuente de legitimidad la recuperación del “nosotros”, que pasaba de ser el “pronombre de la autenticidad recuperada” al de la “homogeneidad obligatoria”. El concebir esta movilización como el nacimiento de una comunidad a sí misma suponía la concreción de la homogeneidad, al menos la de los intereses, y también una transformación de la construcción del sujeto. Por ejemplo, si durante el periodo colonial la metrópoli impidió que los indígenas se concibieran a sí mismos como sujeto colectivo, la demanda de los nacionalismos de liberación implica la negación de los sujetos individuales en lo sucesivo.

Esto último va en contra de una de las características distintivas de los tiempos modernos europeos, la de la prioridad del individuo sobre cualquier actor colectivo. Para la modernidad, no son las colectividades humanas las que atribuyen a los seres una identidad inmutable, las sociedades solo pueden ser vistas como asociaciones de personas independientes. Si el individuo es la prioridad, su razón se convierte en la única que posibilita la autoridad, incluso la colectiva, con lo que serían desde entonces ilegítimos los intentos de suponer a cualquier actor colectivo una autoridad que actuara en nombre de una superioridad intrínseca y esencial.7

La Nación a la luz de las transformaciones de la modernidad

Hasta aquí hemos analizados las categorías que son fundamentales para entender la noción de nación, hemos presentado una comparación entre escuelas rivales en la comprensión de la misma, argumentando porque una visión moderna de estas podría ser más adecuada para entender los procesos actuales en los que se encuentra inmersa. Hemos visto también cuál es el papel que juegan el nacionalismo y sus actores. Lo que a continuación revisaremos serán algunas características complementarias a lo antes dicho, que configuran a la nación y su contexto, cuando se observa desde esta la mirada que asume la entidad como una construcción política con una fecha relativamente reciente de creación.

Entre los autores para los cuales la nación es una entidad moderna, podemos citar el caso de Benedict Anderson (1993), para quien fueron tres los elementos nuevos en la sociedad que al interactuar hicieron posible imaginar a esta: el capitalismo (como “sistema de producción y de relaciones productivas”), la imprenta (como “tecnología de las comunicaciones”) y “la fatalidad de la diversidad lingüística humana”.

En el contexto económico y cultural generado por estos procesos, las naciones modernas en un sentido político se podrían definir a partir de dos características: una interna, que da sentido al nombre de comunidad de ciudadanos, y otra externa, que se establece al mismo tiempo que le permite diferenciarse de las demás naciones en el concierto mundial que se organiza, de manera prioritaria, a partir de estas entidades y que comparte con otras formas de agrupación política que no son en sentido estricto naciones.

Además del cambio en la fuente de legitimidad política, con la nación democrática (en el sentido señalado arriba cuando se comentó la propuesta de Schnapper), se opera otro cambio igualmente relevante: aparece la finalidad productivista para los sujetos y para la sociedad en general. Los ciudadanos se ocuparán más de sus intereses y satisfacción que de los deberes cívicos. A la vez que la política se vuelve relevante en un sentido, la economía lo hace en otro. Habrá que tener en cuenta que la nación no es un proceso espontáneo, no es algo que se construya en un paso, como se mencionaba antes cuando la explicitábamos como constructo, por supuesto, en realidad la nación se integra a partir de diferentes procesos y elementos involucrados.

Pero habrá que tener cuidado porque no son las condiciones de la modernidad las que imponen a las naciones; sin embargo, ciertos rasgos de esta, que destaca Gellner, se van a hacer indispensables para crear ese contexto en el que la construcción política de las naciones va a ser posible; por ejemplo, la igualdad-movilidad que solo se da cuando ciertas condiciones de desarrollo tecnológico y de las sociedades han sido cumplidas.

Al extenderse la educación centralizada y, por lo tanto, homogeneizarse el nivel de conocimientos y rasgos culturales, las distinciones entre los ciudadanos se volvieron, para ciertas actividades, prácticamente nulas. Esta homogeneidad trajo como consecuencia una movilidad para los sujetos desconocida en etapas previas y, como consecuencia, mejores condiciones para la igualdad.

Por otra parte, las formas de interiorización de las normas indispensables para el correcto funcionamiento de las sociedades8 también cambia con la modernidad.

La sociedad industrial requería de sujetos relativamente homogéneos que permitieran la movilidad para completar los circuitos económicos con toda la red de interacciones sociales que le son característicos. Estas condiciones solo eran posibles en un Estado-nación moderno: “(...) un Estado industrial moderno sólo puede funcionar con una población movible, alfabetizada, culturalmente estandarizada y permutable (...)” (Gellner, 1997, p. 67).

Una de las razones para la confusión generada por los nacionalistas étnicos radica en la existencia de sentimientos étnicos en las naciones consideradas políticas. Cuando estos son premodernos, Hobsbawm los denomina sentimientos protonacionales o, a lo más, el discurso nacionalista que ayuda a consolidar el Estado nacional, pero cuando están presentes en las naciones, una vez que son modernas, son procesos inevitables en los que el discurso que antes sirvió para consolidar las nuevas formas de relación y legitimidad, ahora es utilizado como uno más de los cementos de la sociedad (Elster, 1997) que permiten a los ciudadanos, por ejemplo, diferenciarse hacia afuera de quienes porten un pasaporte de diferente color y sello.

El papel de los nacionalistas o, en una etapa posterior, de las instituciones nacionales es “sustituir la adhesión de los individuos a las etnias preexistentes por su participación objetiva y simbólica en otra clase de colectivo” (Schnapper, 2001, p. 112). Para esta función, es fundamental la recreación de un discurso histórico nuevo, que produzca unos recuerdos comunes acordes a la nueva realidad política, es decir, la escolarización.

Esta nueva realidad política obliga a que el vínculo social se sostenga sobre la política y no, como ocurría antes, sobre la religión. Se vuelve, así, imprescindible que en la nación moderna opere el principio de laicidad. Si esto es verdad, lo mismo se tendría que hacer con la explicación que sugiere que el atraso de la nación democrática en España y, por extensión, de México y de las naciones que alguna vez fueron parte de la Corona, se debió a que la legitimidad de los vínculos prioritarios estuvo en la religión y la pureza de sangre por demasiado tiempo, y como prueba histórica de esta situación se puede considerar la expulsión de los judíos y musulmanes a finales del siglo XVI, y en el siglo siguiente la de los cristianos conversos.

Conclusiones

Este artículo partió de la idea de que de las posturas enfrentadas, la cultural y la política, la segunda, asumida como constructo propio de la modernidad del mundo occidental, era más útil para explicar los procesos de creación y desarrollo de estas entidades, y más pertinente a la hora de preparar los análisis sobre lo que ocurre en nuestras sociedades donde las discusiones sobre los pueblos originarios y sus derechos; sobre el papel de los organismos multinacionales (públicos, privados y del tercer sector); o sobre el derecho de las minorías o las comunidades políticas sub-estatales, por ejemplo, presionan la existencia cotidiana de nuestras comunidades de ciudadanos.

Se revisaron de manera crítica las definiciones de nación como categoría central, y de etnia, identidad, nacionalismo (como discurso) y nacionalistas (como movimiento) como categorías complementarias e indispensables, perfilando siempre lo que del análisis se iba consolidando como conclusiones parciales: que no hay que confundir etnia con nación, que la discusión sobre la identidad es fundamental para la consolidación de la noción de identidad nacional, y que tanto el discurso como el movimiento nacionalista tienen una responsabilidad decisiva para la conformación de las naciones, a partir, entre otras cosas, de la reificación constante de mitos fundacionales.

En cada una de las categorías se dio seguimiento a dos autores que de alguna manera marcan el derrotero de las principales posturas: Ernest Gellner, por una parte, y Anthony Smith, por la otra. Concluyendo sobre la ventaja de abordar los procesos contemporáneos relacionados con esta discusión, como fruto de la modernidad y sus procesos.

De esta manera, espero que el lector haya encontrado elementos suficientes para aceptar que las naciones no son universales ni perennes, sino un constructo que aparece con la modernidad como etapa histórica.

Para evidenciar la falacia contenida en el supuesto contrario, pensemos, como ejemplo final, el argumento que supone que “la identidad de grupo denominada ‘nación' no es sino el equivalente moderno de la identidad étnica premoderna que la historia escrita ha registrado siempre” (Armstrong 1992, citado en Smith, 2000, p. 297). Si este fuera el caso, sería relativamente fácil rebatir la idea de que algunas de las que consideramos naciones lo sean. Podemos pensar en muchos de los países latinoamericanos como ejemplo, ya que en ellos no ha existido nunca una sola etnia que pueda despertar una identidad de este tipo. Las etnias siempre han sido vastas, no se diga cuando, con la llegada de los europeos y luego los africanos, esta condición se complicó aún más. Entonces, si ese fuera el caso, o no habría naciones en Latinoamérica, o serían infinitas (una para los mexica, otra para los mayas, otra para los kankuamos, otra para los guanacas, otra para los castellanos, y así).


Pie de página

1“La historia de Edipo subraya claramente el problema de la identidad, ya que desvela cómo el yo está constituido por múltiples identidades y roles: familiares, territoriales, de clase, religiosos, étnicos y sexuales” (Smith, 1997, p.3). Por supuesto que esto presenta el primero de los problemas: muy difícilmente se puede extrapolar un concepto que se construyó para los individuos a una caracterización social. Para un desarrollo crítico de las implicaciones del traslado de las categorías y consideraciones de la identidad individual a la colectiva, cfr. Lynch (2001).
2Digo creación en cursivas entendiendo que para los autores que asumen la nación como una entidad moderna, lo hacen en el entendido explícito de que son en realidad constructos. Es decir, en la lógica de esta idea conceptual que supone que estas no son construcciones acabadas ni entidades en construcción permanente, sino las dos cosas a la vez. Al respecto, ver Crozier y Friedberg (1990) o bien, Berger y Luckmann (1986).
3En sus versiones originales publicadas en inglés: 1991 y 1998 respectivamente.
4La primera referencia a una oposición entre un Estado-nación (Staatsnation) y la nación cultural (Kulturnation) fue elaborada por un autor alemán, F. Meinecke en 1907 (cfr. Schnapper, 2001, p. 153).
5Por supuesto que una cosa es el análisis de las naciones y otra, muy diferente, el de los nacionalismos, ya sea como movimientos o discurso.
6Para Nairn (1977), el nacionalismo puede ser romántico, pero siempre requiere la intervención de la intelligentsia para su creación y crecimiento.
7En ese sentido, ese nacionalismo anticolonial tiene más que ver con el que representa la perspectiva cultural que nace del volks alemán y sus descendientes políticos. Se entiende mejor si se piensa a la luz de la cuarta etapa en la periodización que sugiere Gellner (1997), o bien, de los actuales movimientos nacionalistas separatistas.
8Lo que Dubet (2007) llama el Programa institucional.


Referencias

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Investigación & Desarrollo
Revista Latinoamericana de ciencias Sociales y Desarrollo Humano
http://rcientificas.uninorte.edu.co/index.php/investigacion
rinvydes@uninorte.edu.co

Universidad del Norte
Barranquilla (Colombia)
2014
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