Los luteranos en dos jurisdicciones inquisitoriales del orbe indiano, 1609-1660. Las peripecias del hamburgués Matías Henquel en la Nueva España

Luteranos em duas jurisdições inquisitoriais do mundo indiano, 16091660. As aventuras do hambúrguer Matías Henquel na Nova Espanha

Lutherans in Two Inquisitorial Jurisdictions of the New World, 16091660. The Adventures of the Hamburger Matías Henquel in New Spain

Yoer Javier Castaño Pareja
Doctor en historia de El Colegio de M éxico. Magíster en Historia de la Universidad Industrial de Santander. Historiador egresado de la Universidad Nacional de Colombia (sede Medellín). Actualmente es docente en las universidades Eafit (Medellín-Colombia) y Pontificia Bolivariana. Ha publicado diversos artículos en revistas nacionales e internacionales, tales como Historia y Sociedad, Fronteras de la Historia, El Anuario de Historia Social y de las Fronteras, Historia Crítica y Secuencia (México). También ha participado con algunos escritos en publicaciones colectivas como "Historia, cultura y sociedad colonial siglos xvi-xviii" y "Entre el antiguo y el nuevo régimen: la provincia de Antioquia, siglos xviii y xix." Su tesis doctoral denominada Comercio, mercados y circuitos pecuarios en el Nuevo Reino de Granada y la Audiencia de Quito, 1580-1715 obtuvo el premio Adrián Lajous Martínez a la mejor tesis doctoral de El Colegio de México. Igualmente, tal investigación recibió mención de honor en los premios de la Fundación Alejandro Ángel Escobar en el área de las Ciencias Sociales y Humanas. Esta obra ha sido recientemente publicada por la Universidad Eafit, bajo el título de Eslabones del mundo andino". yjcastan@hotmail.com - ycastan7@eafit.edu.co ORCID: 0000-0003-1027-7962
Google Scholar: https://scholar.google.es/citations?user=GOS2ic0AAAAJ&hl=es
ResearchGate: https://www.researchgate.net/profile/Yoer_Castano_Pareja
Cvlac: http://scienti.colciencias.gov.co:8081/cvlac/visualizador/generarCurriculoCv.do?cod_rh=0000758515

Citar como:
Castaño Pareja, Y. (2021). Los luteranos en dos jurisdicciones inquisitoriales del orbe indiano, 1609-1660.
Las peripecias del hamburgu és Matías Henquel en la Nueva España. Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe colombiano (enero - abril), 48-68.


Resumen

En este artículo se realiza un estudio comparativo sobre la persecución de luteranos durante la primera mitad del siglo xvii por parte de los tribunales de la Inquisición de México y Cartagena. A partir de la aplicación de esta metodología se establecen las diferencias y similitudes existentes entre uno u otro ámbito acerca de aspectos como los arquetipos creados por sus respectivos habitantes autóctonos sobre los comportamientos que identificaban a tal tipo de disidentes religiosos y los mecanismos de control social que se establecieron para detectarlos. Asimismo, se describen algunos aspectos de la vida cotidiana de los luteranos y se narran las estrategias empleadas por algunos de ellos para introducirse desde Europa al Nuevo Mundo. En este último aspecto, se relata la historia de Matías Henquel, un joven de 22 años nacido en Hamburgo que circuló por la Nueva España como comerciante itinerante hasta que, el 14 de agosto de 1657, el Santo Oficio de la Inquisición de México expidió auto de prisión en su contra por ser sospechoso de hereje sacramentario.

Palabras claves: Inquisición, luteranismo, protestantismo, Contrarreforma, monarquía hispánica, México, Cartagena.


Abstract

With the support of the comparative method, this article explains some of the reasons that caused the persecution of Lutherans during the first half of the seventeenth century by the courts of the Inquisition of Mexico and Cartagena. Based on the application of this methodology, the differences and similarities between one or another area are established in aspects such as the archetypes created by their respective native inhabitants on the behaviors that identified this type of religious dissidents and the social control mechanisms established to detect this type of heterodox. Likewise, some aspects of the Lutheran's daily life are described and are narrated the strategies employed by some of them to enter the New World. In this last aspect, is narrated the story of Matias Henquel, a 22-year-old boy who was born in Hamburg and circulated in New Spain as an itinerant merchant. On August 14, 1657, the Holy Office of the Inquisition of Mexico issued a prison order against him for being considered a sacramental heretic.

Keywords: Inquisition, Lutheranism, Protestantism, Counterreform, Hispanic Monarchy, Mexico, Cartagena.


Resumo

Com o apoio do método comparativo, este artigo explica algumas das razões que causaram a perseguição aos luteranos durante a primeira metade do século XVII pelos tribunais da Inquisição do México e Cartagena. Com base na aplicação dessa metodologia, as diferenças e semelhanças entre uma ou outra área são estabelecidas em aspectos como os arquétipos criados por seus respectivos habitantes nativos sobre os comportamentos que identificaram esse tipo de dissidentes religiosos e os mecanismos de controle social estabelecido para detectar esse tipo de heterodoxo. Da mesma forma, alguns aspectos da vida cotidiana dos luteranos são descritos e as estratégias empregadas por alguns deles para entrar no novo mundo são narradas. Nesse último aspecto, é contada a história de Matias Henquel, um joven de 22 anos, nascido em Hamburgo e que circulava na Nova Espanha como comerciante itinerante. Em 14 de agosto de 1657, o Santo Ofício da Inquisição do México emitiu uma ordem de prisão contra ele por ser considerado um herege sacramental.

Palavras chave: Inquisição, Luteranismo, Protestantismo, Contra-Reforma, Monarquia Hispânica, México, Cartagena.


A modo de introducción: los fundamentos teológico políticos que sustentaban el conjunto de la monarquía hispánica

Un papel protagónico desempeñaba la Iglesia católica dentro de la monarquía hispánica. No solo legitimaba la autoridad del nuevo monarca y sus magistrados, sino que también reiteraba el carácter místico del rey como vicario de Dios en la tierra y defensor del credo católico. A la par, la uniformidad en cuestiones de la fe era considerado un factor que garantizaba la estabilidad política de aquel imperio de dimensiones transoceánicas y la conservación de un orden social que se concebía como reflejo de un orden celestial subyacente. El dogma católico tenía una gran trascendencia como factor de unión y cohesión de todos los miembros de aquella monarquía compuesta, es decir, desempeñaba un rol central la religión católica como agente que aglutinaba a reinos y vasallos muy heterogéneos y dispares.

La existencia de un rey y una religión íntimamente ligados se constituían en las únicas garantías de unidad de aquel conjunto de reinos tan disímiles. A su vez, la religión católica era garante de la hegemonía política de la monarquía ante sus rivales, pues enaltecía su dignidad ante otros soberanos y era un eficaz método de propaganda. Por estas razones, la monarquía hispánica se caracterizaba por ser confesional y providencialista. Se consideraba que por haber asumido la misión de extender la religión católica no solo en la península sino allende los mares (contra el judaísmo, el islam, y posteriormente, el protestantismo) el creador había recompensado a la Corona española con el descubrimiento del Nuevo Mundo y con su papel hegemónico en la política europea durante el siglo xvi. La religión formaba el marco teórico fundamental que justificaba desde la moral hasta la política y que aglutinaba y daba sentido a todo el discurrir de la vida, ya individual, ya colectivo.

No existía una divisoria clara entre las realizaciones religiosas y las políticas, sino más bien una constante interacción. Tan estrechamente estaba vinculada la religión católica al poder real, que no se era considerado un vasallo leal al soberano sino se era ante todo un buen y militante católico. No se entendía el ejercicio de gobernar desvinculado del respeto y la preservación de un orden moral establecido por Dios que debía ser sostenido por sus agentes, entre ellos el monarca. Por eso, quien se alzaba como enemigo de la religión católica o desafiaba sus mandatos al incurrir en cualquier tipo de herejía o apostasía era concebido como enemigo del rey, de toda la sociedad y del orden sagrado sobre el cual se edificaba aquella colectividad (Hera y Martínez de Codes, 1987; Leal Curiel, 1990; Mazín, 2005; Ruiz Ibáñez, 2007).

La monarquía española más que ninguna otra asumió como propio el proyecto de la Contrarreforma católica, no solo porque la defensa de la ortodoxia estaba ligado al destino que se había fraguado aquella monarquía desde la unión de las coronas de Castilla y Aragón con el matrimonio de los reyes Fernando e Isabel, sino también porque se requería atajar y aplastar la disidencia religiosa para evitar la fragmentación de aquel vasto cuerpo político a través de probables brotes separatistas, guerras internas y la enajenación de los territorios de ultramar por parte de los peligrosos y poderosos disidentes religiosos surgidos a partir de la Reforma.

Esta tarea fue asumida en parte por el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, institución que tenía por objetivos, en primer lugar, luchar por mantener la unidad religiosa, y, por tanto, política de todo el conjunto de la monarquía. En segundo lugar, garantizar la pureza de la fe, y, por ende, la lealtad de los vasallos. Y, por último, contribuir para hacer progresar la causa de la unidad española al profundizar en el sentimiento de un destino común que se resumía en el amparo y protección de la ortodoxia cristiana (Hera y Martínez de Codes, 1987; Maqueda Abreu, 2001).

El establecimiento de la Inquisición fue ante todo una medida religiosa destinada a mantener la pureza de la fe en los dominios de los reyes de España. Además, tuvo un fin político, pues en un país tan totalmente desprovisto de unidad como era aquel, una fe común servía de sustitutivo y unía a castellanos, aragoneses y catalanes. Por lo tanto, al compensar en muchos aspectos la ausencia de una nacionalidad española, una devoción religiosa común tenía repercusiones políticas evidentes y un valor práctico que los Reyes Católicos se apresuraron a aprovechar (Elliot, 1979; Thomas, 2001). Dado el papel protagónico que tenía la Iglesia católica al interior de la monarquía hispánica como garante de la estabilidad y el orden social, cualquier disidencia o heterodoxia doctrinal fue anatematizada y perseguida, y particularmente para llevar a cabo esa función fue establecido el Santo Oficio en 1571 en México y casi cuarenta años después en Cartagena de Indias.1

Bajo el concepto general de herejes se denominó a todos aquellos individuos que practicaban otros credos o que profesaban doctrinas contrarias a la fe católica. El luteranismo fue considerado una herejía, es decir, un error pertinaz y porfiado en materia de religión y una adhesión a las cosas "fuera de razón". En otros términos, la herejía era concebida como una deserción y apartamiento de la fe, "y de lo que cree la dicha santa madre Iglesia". Por aquel entonces, la palabra hereje era un vocablo peyorativo con el cual se hacía referencia a personas consideradas odiosas e infames que profesaban falsas y dañadas doctrinas o que enseñaban y profesaban lo contrario "de aquello que cree y enseña la fe de nuestro redentor Jesucristo y su Iglesia" (Covarrubias, 1943, p. 683; Diccionario de Autoridades, 1964, p. 141; López Madera, 1999, pp. 157-158; Mayer, 2008). El término luterano era vapuleado con gran imprecisión, pues desdibujaba todas las diferencias y matices doctrinales y dogmáticos existentes entre los diversos grupos religiosos surgidos a partir de la Reforma protestante (Greenleaf, 1981).

Dado que en aquel entonces el aspecto político y su ejercicio estaba completamente ligado al religioso e impregnado y guiado por principios morales y jurídicos, y como así mismo estos no eran ámbitos separados o independientes uno del otro, la disidencia religiosa o, por lo menos, la heterodoxia en cuestiones de fe (y particularmente el luteranismo) no solo era concebido como un atentado contra la que se consideraba la verdadera doctrina y un pecado contra Dios y su Iglesia, sino también un delito que afectaba la estabilidad del reino, agredía la moral imperante, alteraba los patrones de conducta y vulneraba los modelos de comportamiento establecidos bajo la directriz de la Iglesia. Por ello el denominado hereje luterano se consideraba un agente nocivo que generaba indisciplina social. En otras palabras, se le veía como un elemento peligroso para la estabilidad, cohesión y unidad del reino. En otros términos, el luterano era reputado un rebelde y un traidor que, al romper los lazos de fidelidad con la religión a su vez negaba la debida lealtad y vasallaje al príncipe, es decir, al vicario de Dios en la tierra encargado por la Divina Providencia para llevar a cabo en sus dominios la restauración y realización del orden sacro trastocado por el pecado original. Dado el carácter misional de la monarquía y su compromiso de defender y expandir el credo católico, no podía tolerarse en sus dominios un factor que atentaba contra estos principios rectores (Thomas, 2001; Cardim, 2010; Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, 1987).

Además, en el imaginario popular subyacía la idea de que cualquier heterodoxia y la presencia de uno de sus agentes ponía en peligro el tejido social y el bienestar de la comunidad al atraer el desagrado y la ira divina, la cual se podía manifestar en pestes, hambrunas, catástrofes naturales y todo tipo de calamidades. También se le temía porque podía afectar la pureza de la propia casta o linaje, pues aquellas personas que poseían un vínculo de parentesco con algún individuo penitenciado por el Santo Oficio por las cuestiones ya expresadas padecía el escarnio público y la exclusión social. A la par, puesto que se consideraba que la mayor parte de los luteranos provenía de los reinos y estados considerados como enemigos de la Corona española (Inglaterra, Francia y Holanda), y que casi siempre eran corsarios, piratas y marineros, se creía que menoscaban el comercio monopólico ultramarino de España por medio del contrabando y, por ende, con esa acción despojaban el patrimonio real y usurpaban la hacienda del soberano.

Se estimaba que los luteranos eran agentes peligrosos por que podrían utilizar a indios hostiles y negros cimarrones en contra de los vasallos del rey, un temor que estaba bastante difundido en el territorio neogranadino, donde llegaron a tenerse pruebas fehacientes de que piratas ingleses y escoceses tenían tratos con los indios guajiros y chocóes (Colmenares, 1989). En resumen, entre los aspectos vitales que englobaban, vertebraban y cobijaban no solo a estos dos espacios, sino a todo el conjunto de la monarquía hispánica en general, cabe considerar la sólida asociación entre los aspectos políticos y religiosos, el andamiaje teológico-político en que se sustentaba el poder de la Corona y el rol estelar que jugaba la institución inquisitorial en el mantenimiento del orden social en toda la extensión de los dominios españoles. Todos estos factores incidieron en la concepción del luterano en tales ámbitos como hereje, enemigo de la religión, traidor al soberano y transgresor de los principios rectores en que se sustentaba aquella sociedad.

Similitudes y discrepancias en cuanto a la persecución de luteranos en los tribunales de la Inquisición en México y Cartagena

El 25 de enero de 1569, Felipe II por medio de una cédula real, autorizó la creación de dos tribunales del Santo Oficio en México y el Perú. Una segunda cédula del 16 de agosto de 1570 definió la jurisdicción de los nuevos tribunales. Con la llegada del inquisidor don Pedro Moya de Contreras en 1571 se estableció definitivamente aquella institución en tierras novohispanas. Para el caso mexicano, su jurisdicción abarcaba la Nueva España con sus audiencias de México y Nueva Galicia, Centro América (la Audiencia de Guatemala), y la de las Filipinas, teniendo como sede Manila (Jiménez Rueda, 1945; Báez Camargo, 1961; Alberro, 1988).

Por su parte, en 1610, por edicto del rey de España Felipe III, se fundó en Cartagena de Indias un Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, el tercero en las colonias españolas de América. Hasta este entonces, el Nuevo Reino de Granada había dependido del Tribunal del Santo Oficio limeño. La jurisdicción de aquel nuevo cuerpo abarcaba el Nuevo Reino de Granada (con las audiencias de Panamá, Santafé, Quito y la capitanía general de Venezuela) y el espacio caribeño (Splendiani, 1997; Álvarez Alonso, 1997). En esas cuatro décadas de diferencia entre uno y otro tribunal, la Inquisición mexicana había adquirido bastante experiencia frente al tribunal cartagenero en materia de persecución y procesamiento de luteranos, ya que entre 1571 y 1610 fueron enjuiciados aproximadamente 43 individuos, y ello sin contar los 32 sujetos que fueron penitenciados y expuestos a la vergüenza pública en el gran auto de fe del 25 de marzo de 1601 (Gringoire, 1961; Jiménez Rueda, 1946; Alberro, 1988).

Los motivos de creación de uno u otro tribunal tuvieron algunas diferencias y similitudes, debido a la situación geográfica de cada uno y al contexto histórico en el que emergieron. De este modo, el establecimiento de este tribunal en México y en Lima hizo parte de la estrategia beligerante de Felipe II en contra de la herejía en general y de la Reforma en particular, es decir, fue una consecuencia directa de la Contrarreforma. Así, surgió como una táctica para detener la introducción, difusión y expansión de ideas heréticas (y especialmente las doctrinas surgidas a partir de la Reforma) en esos valiosos espacios de los dominios de ultramar. A la par, también puede considerarse que con ello se trató de establecer una especie de muro para tratar de contener las depredaciones, robos e incursiones llevadas a cabo por los filibusteros provenientes de países que los españoles consideraban contaminados por el luteranismo contra el creciente comercio monopólico hispánico.

En el caso novohispano se introdujo dicho tribunal porque se percibía que la inquisición episcopal resultaba ineficaz para enfrentar los peligros que amenazaban en ese momento a todo el conjunto de la monarquía hispánica, ya que, por una parte, la invasión civil creciente en las funciones religiosas de la Inquisición episcopal y, por otra, los abusos del poder del clero le habían restado legitimidad y capacidad de acción para defender a la religión en aquellos tiempos tan aciagos en que parecía multiplicarse la herejía. Esto hizo necesario que el rey y el inquisidor general instalaran dicho tribunal para centralizar la autoridad y dotar a tal institución de un personal formado de manera adecuada. Con ello se lograría detener un tanto la infiltración de herejías que amenazaban con debilitar la unidad religiosa e interrumpir el creciente tráfico de libros condenados por el Santo Oficio hacia esa "preciosa joya" de la monarquía (Greenleaf, 1981, p. 32).

De manera similar al mexicano, la instalación de otro tribunal del Santo Oficio en Cartagena buscó impedir la entrada y posterior propagación de ideas religiosas heterodoxas a lo largo del orbe indiano. En efecto, la cosmopolitización creciente de esta ciudad desde que se le declaró puerto privilegiado para la trata de esclavos y para su posterior distribución hacia el interior neogranadino y el virreinato del Perú hizo temer que dicha urbe se convirtiera en el foco de propagación de ideas contrarias a la fe católica, dado que allí llegaban continuamente, ya fuera de manera lícita o ilícita, numerosos extranjeros muchos de los cuales eran provenientes de países protestantes. Además, con la instalación de aquel tribunal allí se quería contener un tanto la creciente expansión de enemigos de la Corona en el Caribe, ya que los ingleses y holandeses tenían bases de operaciones en Jamaica y Curazao, de los cuales se temía que no solo atentaran contra el comercio ultramarino entre España y sus dominios, sino que produjeran un cisma religioso entre los vasallos indianos (Báez Camargo, 1961).

Así que se decidió escoger a Cartagena de Indias por ser el puerto por donde más foráneos entraban al continente, y porque allí sería más fácil a los ministros del Santo Oficio vigilar de cerca el que no se introdujeran a tierra firme ni personas ni libros contaminados por la herejía. En contraste con el ámbito novohispano, con la instalación del tribunal cartagenero también se quisieron aliviar las cargas y responsabilidades del Santo Oficio de Lima (cuya jurisdicción hasta ese entonces era demasiado dilatada), y acabar de una buena vez con todos los problemas que las distancias y las difíciles comunicaciones le generaban al ejercicio de la justicia inquisitorial en espacios tan apartados como el Nuevo Reino de Granada y las islas del Caribe (Splendiani, 1997; Álvarez Alonso, 1997)

En palabras de Báez Camargo, aproximadamente 52 luteranos fueron penitenciados por el tribunal mexicano durante el siglo xvii, y la mayor parte de ellos era de origen flamenco. Durante este periodo, el Santo Oficio mexicano quemó cuatro (dos de estos en el gran auto de fe de 1601), uno de ellos en efigie por haber fallecido antes en la cárcel. Por su parte, durante los primeros cincuenta años de funcionamiento del Santo Oficio cartagenero se llevaron a cabo aproximadamente 35 procesos, y en contraste con lo acaecido en México, en Cartagena la mayor parte de los procesados eran ingleses que profesaban la doctrina anglicana. Al parecer, de estos penitenciados solo uno fue relajado por el tribunal cartagenero durante el periodo estudiado, el inglés Adam Edom. Otros cuatro fueron quemados todos juntos en el auto de fe del 30 de mayo de 1688, por herejes contumaces.

Con base en los cálculos realizados por Fermina Álvarez Alonso (1997), en el tribunal de Cartagena de Indias fueron procesadas 48 personas en la segunda mitad de dicha centuria. Un importante número de los reos procesados como herejes habían sido capturados por actos de piratería, y fueron preponderantemente jóvenes. Sus edades oscilaban entre los doce años del flamenco Manuel Germans (absuelto en 1681), y los 81 del genovés Jacome Rico. La edad media del grupo mayoritario oscilaba entre los 22 y los 50 años. Atendiendo a la profesión, la mayoría ejercía un oficio relacionado con el mar: 27 marineros, 6 piratas y 3 pescadores, un calafateador, un grumete, un tonelero y dos carpinteros de mar.

En ambos espacios los prejuicios existentes llevaron a considerar a los forasteros no provenientes de los territorios católicos europeos como espías y personas pecaminosas, capaces de alterar el orden y la disciplina religiosa según la fe cristiana, que impuesta por el papado y por la Corona española constituía el único credo verdadero. A esto se sumaba el hecho de no distinguir entre piratas y protestantes, pues se les consideraba una sola cosa hasta tal punto que extranjero, hereje y enemigo político eran sinónimos.

Especialmente en el caso cartagenero casi todos llegaban en condición de contrabandistas y, además, su extraña forma de vestir, actuar y hablar hacía que indiscriminadamente fueran calificados como adversarios, y esto con mayor fuerza en aquel puerto comercial que dada su estratégica importancia fue saqueado varias veces durante el siglo xvii por piratas y corsarios. Incluso, en estos lugares el hecho de ser descendiente de un extranjero proveniente de territorios de infieles podía convertirse en una causa de sospecha. Aprovechándose de estos imaginarios negativos que calaron tan hondo en la mente de los hombres de aquel entonces, muchos sujetos (incluso esclavos y criados) vapulearon ese arquetipo para realizar falsas denuncias, difamar y destruir la honra de sus rivales comerciales, o simplemente, de aquellas personas hacia los cuales se sentía envidia o que impedían alcanzar ciertos intereses particulares (AGNM, SC, I 301, Exp. 1, ff. 1r.-51v).2

Asimismo, en una y otra jurisdicción inquisitorial los motivos que generaban la sospecha o el recelo de que alguien profesaba la que juzgaban como falsa secta de Lutero eran similares. En general, las prácticas que fueron consideradas heréticas por la mentalidad contrarreformista de la época, vigente en el territorio de ambos tribunales, fueron: la irreverencia hacia los sacramentos (principalmente la eucaristía y la confesión); el descrédito de las imágenes y la mediación y comunión de los santos; los testimonios contra la virginidad de María; las expresiones contra la autoridad jerárquica de la Iglesia romana representada en la figura del Sumo Pontífice y el desdén ante el significado religioso de las bulas, ayunos y abstinencias.

Sin embargo, cabe tener en cuenta que estos elementos que generaban desconfianza eran menos convencionales, más abundantes y más elaborados en la Nueva España: no mirar la hostia cuando era elevada por el sacerdote en la eucaristía; no santiguarse ni quitarse el sombrero al pasar frente a un templo o una imagen de la Virgen; no tener cédula de confesión; portar un acta de bautismo fraudulenta; defender al rey de Inglaterra; demostrar cierto relativismo religioso en las conversaciones; no donar dinero para capellanías u obras pías y no adquirir la bula de la Santa Cruzada. Aún, cuando todos estos eran motivos de sospecha, ninguno se menciona en los casos cartageneros. Por otra parte, en el espacio novohispano los denunciados eran mucho más diversos en cuanto a oficio y jerarquía social. Aquí se encontraban labradores, barberos, criadores de ganado, mercaderes grandes y pequeños y hasta pordioseros. Una variedad profesional y de oficios que no se hallaba entre los luteranos procesados en Cartagena de Indias, donde casi todos eran marineros, piratas, corsarios. En pocas palabras: gente del mar.

Además, en el ámbito novohispano actuaban de manera más eficaz los diversos mecanismos de control del comportamiento religioso, especialmente la cédula de confesión y la bula de la Santa Cruzada. La primera era un documento que los fieles católicos, dentro de la ciudad de México, estaban obligados a portar para realizar cualquier actividad o negocio, incluso el arrendamiento de una habitación dentro de un inquilinato. En tal documento se certificaba que quien la portaba había cumplido con los cinco mandamientos de la Iglesia: confesar los pecados mortales siquiera una vez cada año, y en peligro de muerte, y si se deseaba comulgar; recibir la comunión al menos por Pascua de Resurrección; y ayunar y abstenerse de comer carne durante la cuaresma. Los curas párrocos, como custodios de la moral común, eran los encargados de recorrer los barrios y vecindades exigiendo dicho documento a hombres y mujeres (Taylor, 1999). Y a través de la bula de la Santa Cruzada, a cambio de un oneroso aporte monetario, se concedían gracias, privilegios e indultos, como lo era el poder comer carne durante la cuaresma. El dinero resultante se destinaba para la guerra contra los infieles, para el mantenimiento del culto y para obras de caridad. En el caso cartagenero, en los casos presentados por Anna María Splendiani (1997) y para el periodo estudiado, no hay ninguna alusión al respecto, excepto que uno de los motivos de sospecha que llevaron a la aprehensión del francés Juan Mercader (en 1611) se basaba en que en una conversación había dicho que la bula de Cruzada se podía sustituir por una limosna y con esta se obtenían los mismos méritos para ir al cielo. Por esta y otras razones, fue condenado a cuatro años de cárcel, dos de los cuales debía pasarlos en un convento para recibir la enseñanza de la religión católica (Splendiani, 1997).

En la Nueva España, algunas veces los vasallos incitaban a estos extranjeros, por medio de preguntas o conversaciones, a cometer faltas contra la doctrina cristiana. Siempre se ponía a prueba sus creencias o eran vigilados minuciosamente sus comportamientos y conductas religiosas por parte de las personas más simples: posaderos, mesoneros, arrieros, maestros artesanos, aprendices, criados, etc. Las personas más comunes y corrientes estaban siempre atentos a las conversaciones llevadas a cabo por estos foráneos, para determinar si llegaban a emitir palabras malsonantes contra la fe católica. Quien apoyaba, toleraba y daba cobijo a un luterano era considerado un cómplice del delito y pecado de herejía, y estaba expuesto a abjurar y purgar las penas que ello conllevaba.

Al parecer, en la sociedad novohispana más que en la neogranadina, la más leve mirada, el más insignificante comentario un tanto heterodoxo, el más insustancial intento de defensa de las doctrinas disidentes, o hasta la más ligera muestra de individualismo y relativismo religioso eran suficiente motivo para tachar a alguien, especialmente si era extranjero, con la infamante nota de luterano y acusarlo ante el Tribunal del Santo Oficio (AGNM, SC, I 473, ff. 98r.-98v).3 No fue extraño que algunos de estos extranjeros ya arraigados en tierra novohispana simularan ser católicos para evitar ser perseguidos por aquel tribunal. Muchos recurrieron al mimetismo religioso y hasta cultural para evitar perder su pecunio o hasta su vida en manos de la Inquisición. Algunos asistían a misa, se confesaban y comulgaban cuando ni siquiera habían recibido el sacramento del bautismo en el credo católico o por lo menos catequizados e instruidos en dicha fe (AGNM, SC, I 306, Exp. 5, ff. 1r-15v).4

Cabe decir que pocos de los protestantes apresados en el ámbito novohispano se asentaron en la costa. Preferían establecerse tanto en el centro de aquel virreinato como en el norte. Casi todos ingresaron al interior de dicho territorio atraídos por sus abundantes riquezas argentíferas y las amplias posibilidades que ofrecía el comercio zonal con las minas septentrionales. Además, una porción considerable de los procesados llevaba varios años de residencia en la Nueva España. Tanto es así, que muchos de ellos llegaron a tener oficios estables y hasta fortunas consolidadas. Uno que otro deambulaba por los espacios del norte vendiendo mercancías y vituallas acompañado de aprendices novohispanos. A grandes rasgos, se puede decir que muchos de estos sujetos se distinguían por su extraordinaria movilidad geográfica al interior del área novohispana. Muchos de los luteranos juzgados por el Santo Oficio mexicano se dedicaron al comercio al menudeo.

A diferencia de los que acaecía en Cartagena, las profesiones y oficios llevados a cabo por estos disidentes religiosos en tierra novohispana no siempre estaban vinculadas al mar. En cambio, al puerto neogranadino llegaba una población flotante, golondrina, caracterizada por su itinerancia, que se asentaba por muy poco tiempo en las costas y que raramente se interesó por internarse en el continente y mucho menos arraigarse en dichas tierras por considerarlas malsanas y pobres. Tampoco representaban un estímulo la larga y tortuosa ruta fluvial de ingreso hacia el interior neogranadino, ni la crisis de la actividad minera aurífera, la desmonetización de los intercambios y la pobreza generalizada que afectó a este lugar entre 1630 y 1670.

En cuanto a los castigos y penas, tanto en México como en Cartagena se le daba prioridad a la abjuración (ya fuera de levi o de vehementi)5 y a la reconciliación de los procesados, siempre y cuando no se mantuvieran obstinados en sus "errores".6

Sin embargo, podría considerarse que el tribunal novohispano tendía a ser más riguroso en cuanto a la aplicación de castigos a los detractores de la ortodoxia cristiana, pues era más usual la imposición de fuertes sanciones corporales a los penitenciados, entre ellas los azotes, la cárcel perpetua y los trabajos forzados en galeras y en obrajes. Al parecer, no fueron habituales en Cartagena prácticas como la relajación en efigie o la reconciliación en estatua. Por su parte, en Cartagena estos correctivos se usaban con menor frecuencia, ya que con mayor asiduidad se utilizaban sanciones espirituales. Se le daba prioridad a la absolución ad cautelam, la abjuración, la reconciliación y la imposición de penas espirituales acompañadas de sanciones pecuniarias. Los detractores casi siempre eran recluidos durante varios años en un convento o monasterio para ser catequizados.

Según cálculos realizados por Fermina Álvarez Alonso (1997), de los 82 procesos adelantados por el tribunal cartagenero a lo largo del siglo xvii, el 58 % fue sentenciado como absolutorio y el 42 % como condenatorio. Incluso, parece ser que la función evangelizadora entre estos disidentes de la fe era mucho más dinámica en Cartagena, pues allí llegó a establecerse un hospital destinado para la recuperación física y conversión religiosa tanto de los esclavos recién llegados del África como de los bucaneros mal heridos que habían sido capturados en las cercanías de aquel emporio mercantil. Uno de los más activos evangelizadores de piratas fue el padre jesuita Pedro Claver (canonizado en 1888), más conocido por su rol como defensor y protector de los negros esclavos (Álvarez Alonso, 1997).

Ahora bien, los contextos o espacios de socialización en donde se manifestaban con más frecuencia dichas sospechas eran similares tanto en México como en Cartagena: en los viajes por mar, en las conversaciones que se realizaban entre los pasajeros de los navíos, en las cárceles y las pláticas entre los reos. En el caso del comerciante de especias Adam Edom (quemado en Cartagena el 12 de marzo de 1622) fue descubierto como hereje durante su viaje a las Indias, puesto que al momento de los actos religiosos encontraba pretextos para no participar, se negaba a besar la imagen de la Virgen del Rosario y rehusaba dar el tributo para celebrar las misas argumentando que "los santos no comían dinero y estaban en el cielo" (Splendiani, 1997, p. 178). Los primeros que sospecharon de él fueron cuatro sacerdotes que iban en la misma nave. El hecho de que Adam no quisiera participar en las oraciones que hacía la tripulación para que Dios les diera buen viaje, fue considerado un acto propiciatorio de mal agüero y suscitó un escándalo a bordo. El mismo individuo ya había sido protagonista de otro escándalo al momento del embarque en Cádiz por haberse escondido durante la visita a bordo de los funcionarios de la Casa de Contratación (Splendiani, 1997).

Unos años después de este suceso, en 1626, ante la Inquisición novohispana, el clérigo y presbítero Simón González de Valdés (de 56 años, domiciliado del obispado de Trujillo en el Reino del Perú y residente en Santiago de Guatemala) denunció en esta ciudad al francés Francisco de Lagos (quien fue descrito como "alto de cuerpo aunque no muy flaco, blanco, rubio, de barba, vestido algunas veces de negro y otras de vestido pardo") ya que en un viaje que se realizaba desde el puerto de Realejo (en la actual Nicaragua) hasta Acapulco profirió palabras "malsonantes" que "olían mal contra la fe y religión", puesto que manifestó en una charla con otros pasajeros que "no se debía adoración a las imágenes de bulto sino a las del cielo y que él se reía de los que las adoracen y se hincaban de rodillas a ellas" (AGNM, SC, I 355, Exp. 21, ff. 403r.-403v).

Sin embargo, en la Nueva España eran un poco más diversos esos ámbitos donde podían originarse las suspicacias religiosas: en las posadas, vecindades, tiendas, mesones y barberías. Fue en este último espacio de socialización masculina en donde el mozo flamenco Johannes de Bronfique (quien se dedicaba a la mendicidad en el puerto de Veracruz) fue tachado de luterano por algunos sujetos, puesto que allí había platicado sobre su tierra de origen, diciendo que en ella había católicos, luteranos y calvinistas, que todos tenían sus iglesias y que cada uno iba a la que se le antojaba. Al ser interpelado por uno de esos hombres, que le preguntó si consideraba que los luteranos obtendrían la salvación de su alma e irían al cielo, Johannes respondió que hasta "los moros y otros infieles en su ley se salvan". Johannes también levantó sospechas porque no iba a la iglesia (AGNM, SC, I 284, Exp. 88, ff. 755r.-758r).

El caso particular del comerciante hamburgués Matías Henquel

El modo como fue detectado y descubierto el joven luterano de veintidós años Matías Henquel es muy significativo después de lo dicho anteriormente. Este muchacho era natural de la ciudad de Hamburgo en Alemania, vecino de Sevilla en donde se había casado con la hija de un flamenco, y llevaba varios años como residente en la Nueva España laborando como mercader itinerante (AGNM, SC, I 461, ff. 1r.-343v). Hacia 1651 levantó las sospechas de sus caseras Juana de Vargas y su hija Gertrudis de Rivera (dueñas de la casa de vecindad, ubicada en la ciudad de México, donde se hospedaba Matías) ya que jamás se le había visto rezar el rosario, aunque algunas veces llevaba en la mano una camándula con la cual solo jugaba. Asimismo, no había participado en las oraciones colectivas que realizaron todos los vecinos en honor de una Virgen que la dicha Gertrudis había hecho bendecir en la catedral el día de la Candelaria (AGNM, SC, I 461, ff. 4r-5r).

Tampoco se le había visto confesar, comulgar y santificar las fiestas de la Semana Santa. Nunca iluminaba las imágenes que había en su dormitorio. Siempre cargaba un sospechoso libro escrito en una lengua extranjera que, al parecer, era de votos. No sabía el padrenuestro ni el avemaría, excepto, supuestamente, en su propia lengua y tampoco sabía santiguarse. Jamás obedecía las amonestaciones de Juana en cuanto a que debía asistir a la iglesia, y dejar de decir después de comer "alabada sea la Virgen" a su vez de "alabado sea el Santísimo Sacramento". Tampoco rezó una novena que Juana le había regalado y se había rehusado a realizar los ejercicios devotos que tal mujer le había aconsejado en diversas ocasiones (AGNM, SC, I 461, ff. 4r.-5r).

Los factores que más estimularon y aumentaron las sospechas de aquellas mujeres fueron las siguientes. En primer lugar, Matías se había escondido cuando algunos sacristanes de la catedral fueron a la vecindad para verificar que todos sus habitantes hubieran cumplido con los mandamientos de la Iglesia, para lo cual debían mostrar sus respectivas cédulas de confesión. En segundo lugar, la mujer del casero Juan Francisco Manito (a cuyo mesón se fue a vivir después el aludido Matías) dudó de la autenticidad del acta de bautismo que Matías le mostró, puesto que mientras que éste le había expresado que era natural de Flandes, la fe del bautismo había sido fechada en Sevilla y la edad que tenía Matías parecía ser mayor que la que indicaba tal documento. Y en tercer lugar, en algunas reuniones y conversaciones sostenidas con los inquilinos de las posadas donde había vivido, Matías se había ufanado de sus peligrosas aventuras en el extranjero y había narrado que desde muy chico su padre lo había llevado a tierras de herejes y que tuvo que imitar las costumbres de sus habitantes para pasar desapercibido y así poder sobrevivir. En una ocasión estuvo a punto de ser arrojado al mar por los tripulantes de un navío que viajaba desde San Lúcar hasta Hamburgo, puesto que lo habían visto utilizar un rosario cuando rezaba para que aminorara una tormenta. Para salvar su vida, se vio obligado a decir que no creía en la Virgen y que era antipapista.

En la audiencia llevada a cabo entre el 22 y el 25 de agosto de 1657, Matías expresó en su confesión que sus padres eran Tilmando Henquel, natural de la ciudad de Colonia, mercader y vecino de la ciudad de Hamburgo. Su madre se llamaba Catalina Rulant, la que al parecer era natural de la ciudad de Colonia, y a quien no conoció Matías porque murió en la ciudad de Hamburgo cuando éste apenas era un bebé. Tenía un hijo llamado Francisco Antonio Matías, de siete años, a quien no conocía "porque quedando preñada la dicha su mujer parió después de haberse venido a las Indias este confesante" (AGNM, SC, I 461, ff. 78r.) Aseguró que su familia era limpia, que en su linaje no había ningún preso ni penitenciado por el Santo Oficio. Declaró que era cristiano bautizado, confirmado y:

"proveniente de una tierra de herejes luteranos y en ella libertad de conciencia y lo que es permitido a los judíos y herejes luteranos y calvinistas y de otras sectas tener sus iglesias y sinagogas dentro de dicha ciudad no le es permitido a los católicos sino que son echados fuera de dicha ciudad a donde tienen su iglesia en un campo con casa de recreación a dónde van los católicos a oír misa y a comulgar si bien con algún recato no lo ignoran los herejes, andando los sacerdotes, clérigos y frailes en hábitos disimulados de seglares" (AGNM, SC, I 461, ff. 78v.)

Matías manifestó ante el Santo Oficio que había dejado de confesarse y comulgar desde el año de 1651 por hallarse en concubinato con una mujer casada. También dijo que tenía la bula de la Santa Cruzada, la cual había adquirido en Guadalajara, con la cual beneficiaba a sus criados y amigos. Dijo que no sabía santiguarse ni las más básicas oraciones católicas dado que se le habían olvidado por que había dejado de hablar su lengua y no se había preocupado por aprender tales oraciones en castellano. En cuanto a su partida de bautismo, aceptó que se había visto obligado a obtener una por medios fraudulentos. Para esto intentó adquirir una falsa identidad y hacerse pasar por otra persona, engañó a un cura en Sevilla y con ayuda de sobornos presentó testigos falsos que aseguraron y juraron que Matías había nacido en Sevilla y que había sido bautizado en la parroquia de San Salvador hacia 1622 o 1623 (AGNM, SC, I 461, ff. 80r-80v).

En general, al igual que muchos otros extranjeros, Matías se vio obligado a recurrir a estos medios puesto que sin ese documento no hubiera podido pasar de manera legal a las Indias, ya que debía demostrarse en los puertos españoles que se era católico para poder viajar hacia los territorios de ultramar, y mucho menos hubiera podido transitar con tranquilidad por los vastos dominios de la monarquía hispánica sin la correspondiente acta, ya que todo el mundo desconfiaba de cualquier extranjero, tal como los amigos de Matías le habían contado y advertido.

Por otra parte, Matías Henquel reveló en su confesión una importante información sobre su vida de trotamundos y su gran movilidad geográfica a través de Europa y la Nueva España. En aquella declaración dio a conocer minuciosos detalles sobre su formación profesional, la cual comenzó a una edad bastante temprana. De este modo, según lo declarado por Matías a los inquisidores, su padre lo envió de edad de siete a ocho años a Sevilla en la nao del capitán Federico Escote. Allí lo acogió y le dio vivienda un alemán natural de Colonia llamado Matías de Bret (amigo de su padre), quien le enseñó a escribir cartas y a manejar los negocios mercantiles. Matías de Bret murió al año, y de allí el joven Henquel pasó a vivir con otro alemán llamado Samuel Roque, un mercader que lo empleó como cajero de dos portugueses llamados Gaspar y Alfonso Rodríguez. De allí su padre lo requirió en Hamburgo, y para eso tomó en San Lúcar una nao cargada de vinos, la cual estaba ocupada completamente por "herejes luteranos y otras sectas".

En Hamburgo, Matías enfermó, pero cuando logró recuperarse su progenitor lo retornó a la misma casa del aludido Samuel en Sevilla, pues el padre de Matías aconsejó al mercader darle un capital a su hijo (de los intereses que le debía) cuando cumpliera la mayoría de edad. Con Samuel estuvo Matías durante año y medio, tratando en sus negocios. Allí acumuló experiencia profesional mientras comerciaba con los productos que su padre le mandaba desde Hamburgo. Así comenzó Matías a acumular una fortuna personal que llegó hasta los 40.000 ducados, pero posteriormente se disipó por culpa de la peste que asoló a Sevilla y a otros puertos andaluces en 1649, lo que incitó a muchos comerciantes extranjeros residentes en esa zona para que pasaran a las Indias a buscar fortuna.

Ante esta calamidad, Matías decidió viajar hacia las Indias para lo cual recogió hasta 30.000 ducados. En 1650 se embarcó hacia la Nueva España en la nao general de Pablo Fernando Contreras. Llegó a Veracruz, allí se enfermó y estuvo convaleciente en la casa de doña Francisca Franco viuda del alférez Pedro de Ortiz. De allí pasó a Puebla en donde estuvo dos días en un mesón y después pasó a la ciudad de México en donde alquiló posada en unos cuartos de una casa en la calle de la Palma en compañía de un cajonero, y al poco tiempo se mudó a otra vivienda ubicada junto a la acequia en la calle de los Tintoreros. Una vez instalado en la ciudad de México, se dedicó a prestarle dinero "a los mesilleros de cajoneros", deudores que no le pagaban, razón por la cual estuvo al borde de la bancarrota. Dado que se había empobrecido, Matías huyó sin pagarle la renta a su casero Juan Francisco Manito, quien por ese hecho se convertiría en su enemigo mortal.

Poco tiempo después mejoró su suerte y puso una tienda debajo del colegio de Portaceli. Aquí estuvo ocho meses, y luego se mudó a la calle de Tacuba donde instaló una tienda y residió once meses. Sin embargo, por problemas con Juan Francisco Manito (quien llegó a tirarle con un arcabuz) se fue huyendo a Querétaro con dos criados y un esclavo, al que vendió cuando estuvo en Zacatecas. De allí siguió a Guanajuato donde estuvo ocho días. De esta ciudad comenzó a deambular por las villas de León, Aguascalientes y Zacatecas. Aquí permaneció cinco meses y después regresó a México después de haber vendido parte de los géneros que había llevado teniendo en las partes referidas tienda pública.

Después que retornó a la capital virreinal, Matías tuvo que enfrentar un pleito que le interpuso su enemigo Juan Francisco Manito, y una vez finalizado el caso regresó a Querétaro y reinició su trasiego por los distritos mineros del norte. En Zacatecas dejó a su ayudante Antonio Carmelo encargado de los negocios, pero este lo traicionó fingiendo que había sido robado. Con su hacienda disminuida, Matías se trasladó a Guadalajara donde estableció un pequeño almacén. A los ocho meses se encaminó hasta la ciudad de Valladolid de Michoacán donde se hospedó en casa de don Pedro de Olea Abaunza, a quien Matías había conocido en la nao en la que viajaron juntos desde España. De allí pasó a Toluca (donde ganó mil pesos) y luego se fue a las minas de San Luis Potosí a probar fortuna. Una vez que se aburrió de deambular por el norte, retornó a la ciudad de México, donde lo esperaba el tribunal del Santo Oficio para juzgarlo.

Poco más de quince personas, entre ellos un alférez y un clérigo, declararon en contra de aquel sujeto. Después de casi seis años de denuncias y declaraciones, finalmente el 14 de agosto de 1657, la Inquisición expidió auto de prisión contra Matías Henquel por ser sospechoso de hereje sacramentario7 y haber negado ser papista y católico cristiano. Fue condenado a la vergüenza pública en un auto de fe y a realizar en dicha ceremonia la abjuración de levi. Asimismo, tuvo que pagar dos mil pesos al Santo Oficio y luego fue recluido en un convento de religiosos durante dos años para ser instruido en los principios de la fe católica. Una vez concluida esta pena, debía ser desterrado hacia el reino de Castilla y ciudad de Sevilla para que hiciera "vida maridable" con su mujer (AGNM, SC, I 461, ff. 239r.-239v).

Conclusión

En este artículo se intentó comparar dos jurisdicciones inquisitoriales de la monarquía hispánica en cuanto a un fenómeno común que ambas tuvieron que enfrentar: el peligro de introducción de agentes e ideas luteranas. Esto exigió tratar de comprender los valores teológico-políticos que enmarcaban a todo el conjunto de aquella monarquía compuesta, pues era un paso esencial para entender a qué se debía la mala fama de estos disidentes religiosos tanto en la península Ibérica como en el orbe indiano. En general, ese discurso anatematizador contra la heterodoxia religiosa fue asimilado vigorosamente hasta entre los más sencillos vasallos indianos de la monarquía (y particularmente con más celo en el mundo novo-hispano) de tal modo que algunos llegaron a manipular los estereotipos negativos recreados por aquella sociedad imbuida de las ideas de la Contrarreforma para alcanzar sombríos intereses.

La oratoria sagrada, los sermones, los panegíricos, la manipulación de la imagen y la iconografía y la puesta en marcha de complejos dispositivos simbólicos y didácticos (que actuaban con toda magnificencia en los autos de fe y las juras de fidelidad) fueron los medios a través de los cuales se edificó un arquetipo mordaz de Lutero y sus ideas. Asimismo, algunos mecanismos de coacción y control social como la cédula de confesión y el poder inquisitorial estaban orientados a detectar y detener cualquier disidencia religiosa que pusiera en peligro tanto el orden divino como el humano en que se cimentaba aquella sociedad estamental, organicista y jerarquizada. El éxito de dichas tácticas se manifestó en el recelo, la sospecha y la vigilancia que ejercía hasta el más humilde miembro de la sociedad indiana frente a los extranjeros provenientes de las naciones rivales de la monarquía hispánica. La causa inquisitorial contra Matías Henquel es un documento excepcional que permite visualizar y comprender los prejuicios y preconcepciones que circulaban dentro del orbe indiano contra los denominados herejes luteranos y otros disidentes religiosos, quienes eran considerados como una amenaza potencial para los cimientos religiosos y políticos que aglutinaban a los diversos reinos, vasallos y cuerpos que integraban aquel imperio de dimensiones transoceánicas. También este caso permite develar algunas de las estrategias implementadas por estos foráneos y heterodoxos para ingresar y sobrevivir en el Nuevo Mundo.


Notas

c Cabe aclarar que en ambos espacios la Inquisición no tenía jurisdicción sobre los indios ni podía juzgarlos ni mucho menos condenarlos, puesto que se les consideraba como neófitos en cuestiones de la fe y "párvulos en el conocimiento profundo de lo que mira a nuestra religión".

2 Al respecto, véase el caso del mercader sevillano Fernando Alexandre Cornielles, de 55 años de edad, y vecino de la ciudad de México. En 1614 fue acusado falsamente de luterano por los amantes de sus dos hijastras: los hermanos Martín y Bartolomé Guerrero, dado que Corneilles impedía que estos se casaran con sus entenadas.

3 Estas señales y manifestaciones de disidencia fueron claves para denunciar en la ciudad de Antequera de Oaxaca, en 1611, a Antonio Moreno Tavera, quien era apodado el Corso Carnerero. Era un hombre de mediana estatura, de 45 a 50 años, y quien ya había perdido los dientes delanteros. Nacido en la isla francesa de Córcega, en el mar Mediterráneo, llegó a ser un destacado y próspero criador de ganado de la localidad que abastecía el rastro municipal de la ciudad de Guatemala.

4 En esa situación de continua actuación y ocultamiento de su pasado religioso vivió el calvinista Juan Jiraldo, un alemán de treinta años proveniente de la población de Endem, y cuyo proceso inició en la ciudad de México en 1619.

5 La abjuración de levi se aplicaba cuando se disponía de indicios leves. Implicaba el menor grado de culpabilidad posible. Por su parte, la abjuración de vehementi era impuesta cuando existían sospechas intensas de herejía, sin haberse llegado a probar totalmente su fundamento.

6 Eran conminados a abjurar aquellos que habían sido protestantes desde que nacieron, mientras que los apóstatas eran reconciliados; es decir, en el caso de aquellos que habiendo nacido católicos, se habían vuelto luteranos por muchas razones. En Cartagena de Indias, la apostasía se presentaba con mucha frecuencia entre los hombres que trabajaban al mando de los capitanes de los barcos, puesto que cambiaban de Iglesia según fuera el credo de su patrón.

7 Hereje sacramentario era considerado aquel que negaba la presencia de Cristo en el pan y el vino de la liturgia.


Fuentes y Referencias

Fuentes primarias

Archivo General de la Nación de México, México (AGNM) Sección Colonia (SC)

Inquisición (I) 284 (Exp. 88), 301 (Exp. 1), 306 (Exp. 5), 355 (Exp. 21), 461 y 473.

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