Morfologías del olvido: Ocupación histórica del espacio y vulnerabilidad en el Litoral Central de Venezuela
Forgetting morphologies: Historical occupation of the space and vulnerability in Central Littoral of Venezuela
Morfologias do esquecimento: Ocupação histórica do espaço e vulnerabilidade na Costa Central da Venezuela
Rogelio Altez
Antropólogo e historiador. Investigador contratado del Departamento de História de América de la Universidad de Sevilla, y miembro del grupo de investigación Dinámicas sociales e identitarias en la história de América Latina y el Caribe del mismo departamento. Profesor titular de la Escuela de Antropología, Universidad Central de Venezuela. Doctor en Historia por la Universidad de Sevilla. Especialista en el estudio histórico y social de los desastres; antropología política; sociedad colonial hispanoamericana; independencias hispanoamericanas. Su participación en este trabajo forma parte del proyecto I+D+I "Medio ambiente, dinámicas urbanas y respuesta social en la Monarquía hispánica durante el siglo XVIII: un estudio comparativo entre Andalucía y América", programa FEDER Andalucía 2014-2020, referencia US-1263159. Correo electrónico: ryaltez@yahoo.es Orcid.org/0000-0002-2193-772X
Franco Urbani Patat
Geólogo (1968), Universidad Central de Venezuela. Master of Science (1972) y Doctor of Philosophy (1975), University of Kentucky, Lexington, USA. Profesor titular, Escuela de Geología, Minas y Geofísica, Facultad de Ingeniería, Universidad Central de Venezuela. Área primaria de investigación: Geología de terrenos de rocas ígneas y metamórficas. Áreas adicionales: Geotermia, geoespeleología e historia de las geociencias. Individuo de número de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales, y de la Academia Nacional de Ingeniería y el Hábitat (Venezuela). Correo electrónico: urbanifranco@gmail.com
*Esta investigación se desarrolló en el marco de las actividades de Red geride (anid, pci, redes190175), financiada por anid y patrocinada por ceal-pucv, uandes, ira y ciesas.
Citar como: Altez, R. & Urbani, F. (2021). Morfologías del olvido: Ocupación histórica del espacio y vulnerabilidad en el Litoral Central de Venezuela. Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe colombiano (septiembre-diciembre), 119-152.
Resumen
El Litoral Central de Venezuela es una región constreñida por sus condiciones naturales y con apenas un breve espacio para el desarrollo urbano, el cual fue impulsado recién desde la década de 1950. A partir de entonces la región ofrece un aspecto unificado por vías y avenidas interconec-tadas de Este a Oeste, en contraposición a su condición histórica de región inconexa y con asentamientos aislados entre sí. La ocupación de este espacio desde el siglo XVI en adelante ha estado signada por los intereses de Caracas con diferentes fases, según los contextos históricos, y en ningún caso su desarrollo ha estado articulado con el ambiente donde se asientan sus poblaciones. El resultado de este proceso, especialmente desde su urbanización moderna hasta el presente, ha sido el enterramiento de la memoria local y regional, incluso físicamente, sepultando la morfología característica en beneficio de una cultura de balneario, y fundando una sociedad de espaldas a su hábitat natural y en profundas condiciones de vulnerabilidad. Este trabajo analiza este problema sobre la base de la reconstrucción histórica de ese proceso, y el estudio directo y en campo de las características morfológicas que conforman a la región.
Palabras claves: Litoral Central de Venezuela, vulnerabilidad, ocupación del espacio, desarrollo urbano.
Abstract
The Central Littoral of Venezuela is a region constrained by its natural conditions and with only a short space for urban development, which was only expanded since the 1950s. Subsequently, the region offers a unified aspect by interconnected roads and avenues from East to West, as opposed to its historical condition as a disjointed region and with isolated settlements. The occupation of this space from the 16th century onwards has been marked by the interests of Caracas with different phases, according to historical contexts, and in any case its development been articulated with the environment where its populations settle. The result of this process, especially from its modern urbanization to the present, has been the burial of local and regional memory, even physically, burying the characteristic morphology of the region for the benefit of a spa culture, and founding a society with its back to their natural habitat and in deep conditions of vulnerability. This paper analyzes this problem on the basis of historical reconstruction of this process, and the direct field study of morphological characteristics that conform this region.
Keywords: Central Littoral ofVenezuela, vulnerability, occupation of spaces, urban development.
Resumo
A Litoral Central da Venezuela é uma região limitada por suas condições naturais e com um breve espaço para o desenvolvimento urbano, o que foi promovido apenas a partir da década de 1950. Desde então, a região oferece um aspecto unificado por estradas e avenidas interligadas de leste a oeste, em contraste com sua condição histórica de região desarticulada com povoamentos isolados. A ocupação deste espaço a partir do século XVI tem sido marcada pelos interesses de Caracas com diferentes fases, de acordo com os contextos históricos, e em nenhum caso o seu desenvolvimento foi articulado com o meio onde as suas populações se instalam. O resultado deste processo, sobretudo desde a sua moderna urbanização até aos nossos dias, tem sido o sepultamento da memória local e regional, mesmo fisicamente, enterrando a morfologia característica em benefício de uma cultura termal, e fundando uma sociedade de costas para o seu habitat naturais e em profundas condições de vulnerabilidade. Este trabalho analisa este problema com base na reconstrução histórica deste processo, e no estudo direto no campo das características morfológicas que constituem a região.
Palavras chave: Costa Central da Venezuela, vulnerabilidade, ocupação do espaço, desenvolvimento Urbano.
El litoral central de Venezuela: un contexto vulnerable
Lo que se denomina "Litoral Central de Venezuela" constituye una zona ubicada al norte del país, de cara al mar Caribe, constreñida por una larga y abrupta cadena montañosa, la cordillera de la Costa, cuyas elevaciones alcanzan los 2600 m. Se despliega sobre una franja territorial muy angosta, flanqueada por esas montañas y el mar. La región corre entre cabo Blanco y Chuspa, los puntos que la delimitan al oeste y al este, respectivamente. La zona a la que hemos prestado atención en este trabajo contiene al espacio mayormente habitado y desarrollado de ese territorio. Se trata de unos 100 km, aproximadamente, que van desde Los Caracas hasta Catia la Mar, hoy interconectado por una vialidad construida a mediados del siglo XX, todo ello inconexo anteriormente (ver Imagen 1). En esta zona de reciente desarrollo urbano, el ámbito más amplio para el asentamiento supone apenas unos 3 km de ancho. Todo tiene lugar en ese breve espacio, condensando allí la idea de región balnearia que despuntó desde finales del siglo XiX.
Por las características físicas de la región, el litoral ofrece muy poco espacio para el desarrollo de asentamientos urbanos. Los únicos lugares con forma de planicie descansan sobre abanicos aluviales conformados por las descargas consuetudinarias de los ríos y quebradas que corren a lo largo del territorio. Lo abrupto de sus estribaciones impidió históricamente la construcción de pueblos o ciudades con perfil montañista, como ha sucedido en otras latitudes del planeta. La explicación para esta falta de atención a ese tipo de desarrollo estriba en el sentido histórico que el litoral ha ensañado desde el siglo XVI en adelante: servir a Caracas, ya como puerto, como defensa o como balneario, en detrimento de la posibilidad de desplegarse con un sentido propio de asentamiento y aprovechamiento del ambiente, y adaptarse al medio en el que se encuentran sus poblaciones. Esto lo veremos aquí a través del recorrido histórico de la ocupación de dicho espacio.
Conviene detenerse, asimismo, en la descripción física de la región, pues sus condiciones han sido decisivas en las formas a través de las cuales ocurren los eventos catastróficos que han acompañado al lugar desde sus primeras fundaciones. Con cada uno de esos eventos se evidencia dramáticamente la relación que los asentamientos allí desplegados han construido con la naturaleza que les rodea, es decir, de espaldas a sus manifestaciones y regularidades, y a sus condiciones físicas y fenoménicas. La historia del Litoral Central enseña una larga lista de eventos catastróficos asociados con fenómenos naturales que demuestran claramente esa relación (Novelo et al., 2016), y sobre este tema hemos posado nuestra atención, especialmente a partir de su resultado histórico más cercano y contundente: el desastre de diciembre de 1999, indicador elocuente del desarrollo urbano moderno como problema, y cristalización de ese proceso que hizo de la región un entramado transversalmente vulnerable.
El evento de 1999 se caracterizó por una descarga de lluvias intensas de hasta 36 horas continuas entre el 15 y el 17 de diciembre. Durante todo ese año, además, se registraron precipitaciones por encima de los promedios anuales obtenidos entre 1891 y 1998 (Stockhausen et al., 2001). La mayor descarga de estas lluvias ocurrió, precisamente, en diciembre, cuando se acumularon hasta 1200 mm/m2 y un registro de 2200 mm/m2 en algunas cuencas ubicadas en la parte alta de la cordillera de la Costa (López, Hernández, García Martínez y Shucheng, 2000). El volumen de agua que cayó sobre estas laderas produjo derrumbes que fueron a dar al fondo de los cauces, conduciendo este material en forma de flujos torrenciales a lo largo de todos los ríos y quebradas de la región, unos cincuenta y tres, aproximadamente. Once de estos cauces se ubican en la zona de mayor desarrollourbano, sobre las jurisdicciones de Naiguatá, Caraballeda y La Guaira, donde se produjeron los daños más contundentes (imagen 2). Se estimaron unos 8 millones de metros cúbicos de material arrastrado por estos flujos hasta los abanicos ubicados en la zona baja (Herrera et al., 2000).
La cordillera de la Costa, precisamente, es el accidente que determina el paisaje de este territorio, constreñido entre sus estribaciones y el mar Caribe. En el norte de estas elevaciones se localiza el Sistema de Fallas de San Sebastián, cuya actividad sísmica, registrada históricamente, ha producido cuatro terremotos con alta capacidad destructora (1641, 1812, 1900 y 1967). El clima de la zona también se halla determinado por estos accidentes, así como por la latitud en la que se ubica este territorio. La altura de la cordillera y su abrupta elevación sirven de muro a las grandes masas de aire que se desplazan desde el mar o desde el Sur, evitando fuertes corrientes o el alcance regular de los huracanes cada año (Vila, 1975). Estos aspectos no son absolutos, y los registros históricos lo demuestran (Noveloet al., 2016); no obstante, la cordillera de la Costa, finalmente, sí hace las veces de barrera ante grandes masas de aire o de agua, y es por ello que los vientos no alcanzan allí altas velocidades, o bien el efecto de los huracanes es más reducido y menos consuetudinario en comparación con otras áreas del Caribe.
Las características naturales mencionadas producen una serie de fenómenos con actividad regular en la región. De acuerdo con las condiciones más generales, estos fenómenos podrían conjuntarse según ciertos grupos que les definen: geológicamente (sismos, desprendimientos en masa, licuación de suelos); climatológicamente (lluvias torrenciales, sequías, vientos, huracanes, marejadas); hidrometeorológicamente (inundaciones, aludes torrenciales, remociones en masa). Ninguno de estos fenómenos habría de ser una amenaza si no hubiese asentamientos humanos vulnerables en la región. El Litoral Central, ya por el proceso histórico de su asentamiento, así como por los procesos contemporáneos que definen su desarrollo urbano, reúne un conjunto de comunidades distribuidas de forma desigual sobre esa estrecha e inhóspita franja que representan contextos vulnerables en todos los sentidos.
Estas condiciones naturales que conforman al Litoral Central se transforman en amenazas a partir de la vulnerabilidad de sus asentamientos humanos. Una amenaza natural es la expresión latente de un peligro probable proveniente de la manifestación característica de un fenómeno; por tanto, es el resultado de una relación humana históricamente producida con posibles consecuencias materiales. Técnicamente, las ciencias naturales definen los tipos de amenazas a partir del tipo de fenómeno; es decir: grupos-fuentes de amenazas, reunidos según las características de esos fenómenos. En este sentido, y tal como lo indicamos, en el Litoral Central convergen ciertos grupos de manifestaciones naturales (geológicas, climatológicas e hidrometeorológicas), que no por estar clasificadas de esa manera deben comprenderse de forma independiente. Su presencia no supone la parcelación de sus ámbitos de influencia o un despliegue de eventualidades aisladas entre sí; por el contrario, esta región presenta la convivencia de estas amenazas de acuerdo con sus particularidades y condiciones ambientales o morfológicas, y muchas de ellas han actuado regularmente articuladas en el tiempo y en el espacio. A este tipo de convergencia múltiple de amenazas naturales se le denomina multiamenaza, y a pesar de que no existe un concepto que le defina formalmente, su uso es una convención reciente en las ciencias naturales que remite a descripciones por el estilo (Laffaille y Ferrer, 2005).
Al reconocer que esta región convive con estos grupos-fuente de amenazas naturales, es posible concebirle como una zona multiamenazada. Más allá de lo obvio, la convivencia entre diferentes amenazas naturales predispone su articulación, lo que eleva las probabilidades del riesgo ante la posibilidad de que se manifiesten de forma concatenada.
El Litoral Central de Venezuela no es un contexto vulnerable por convivir con fenómenos naturales capaces de producir importantes adversidades; la relación es inversa. Los procesos históricos transformaron las manifestaciones regulares de la naturaleza en amenazas al asentar sus desarrollos de espaldas a esas condiciones. La vulnerabilidad es el resultado de procesos humanos, y no el efecto de naturalezas indomables o furias incontestables. Para comprender ese resultado es necesario recorrer el proceso histórico de ocupación del espacio en este litoral, evidenciando con ello al contexto vulnerable que tiene lugar como resultado del mismo.
En el curso de ese proceso se podrá observar cómo esta región se ha encontrado determinada por los intereses de Caracas, la ciudad de mayor importancia en toda la jurisdicción histórica de la actual Venezuela desde finales del siglo XVI en adelante. Esos intereses han conformado a ese espacio en su beneficio, ya como haciendas, como puerto, fortificación, o bien como zona balnearia, el destino que halló desde el siglo XIX hasta el presente. Las inversiones modernas, públicas y privadas, se asociaron desde entonces con ese objeto, lo que se ha traducido en un desarrollo urbano sin mayor intención que la de brindar esparcimiento a habitantes foráneos. El resultado de todo esto, ciertamente, ha venido a dar en una región cuya memoria ha sido sepultada incluso físicamente, sin referentes que le articulen con el ambiente en el que se asienta, y sirviendo de moneda de cambio a objetivos políticos y de capital, una asociación que firma con la izquierda o la derecha, según le convenga.
Las fases históricas de ocupación del espacio
Como lo indicamos, el Litoral Central de Venezuela funciona como una región integrada e interconectada apenas desde la década de 1950, cuando el gobierno de Marcos Pérez Jiménez (1948-1958) construyó la Autopista Caracas-La Guaira (1953), y desarrolló la vialidad interna como una secuencia de avenidas acopladas entre sí, donde la Avenida Soublette destaca por su rol principal. Antes de esto, es decir: desde el siglo XVI cuando se fundaron Caraballeda (1568), primero, y La Guaira después (c. 1580-89), el litoral nunca fue una región que exhibiese una conexión terrestre fluida entre sus espacios habitados, más allá de senderos y caminos precolombinos que serán desplazados en el tiempo por la necesidad de vías de comunicación más prácticas y funcionales en beneficio del transporte comercial colonial, luego criollo, y finalmente moderno (Altez, 2006).
Bajo esta premisa debemos comprender que la región no representó una unidad urbana sino hasta ese momento en que se interconecta por medio de avenidas construidas para facilitar el acceso desde y hacia Caracas; antes de esto, es solo una unidad geográfica e histórica, pero no una misma área urbana, tal como se aprecia actualmente. Esta imagen de unidad, por otro lado, ha enviado al olvido la historia particular de los diferentes pueblos y asentamientos que conforman la región, creando una idea equívoca sobre el litoral en torno a una supuesta experiencia común que solo puede tener lugar en el presente, y únicamente desde la aparición de la vialidad mencionada. La única historia que puede considerarse común a toda la región está vinculada a sus procesos naturales, anteriores e independientes de la presencia humana. Esa historia se articula con la ocupación ancestral indígena, de lo cual no existe memoria, y pasa a conformar los procesos históricos (colonial, moderno y contemporáneo) a partir del siglo XVI. Este aspecto es clave para entender la relación específica que cada espacio habitado ha construido con su entorno natural y los fenómenos que allí tienen lugar, así como el efecto interconectado que ese mismo entorno y sus fenómenos causan en la región desde 1950 en adelante.
Cuando en el siglo XVI los conquistadores avanzaron sobre este litoral, perseguían ocupar el espacio estratégicamente con el objeto de obtenerlo como posesión y como base de nuevas exploraciones tras las riquezas minerales y la explotación indígena. Las fundaciones de Caraballeda y La Guaira serán estas bases, y apoyarán, entre otras cosas, la conquista del valle de Caracas. Esta fue la primera fase de ocupación del espacio en la región y tuvo esos derroteros, no otros. Los primeros sembradíos que van a desarrollarse sobre las pequeñas planicies y laderas existentes en las proximidades de Caraballeda, o bien en otros puntos que luego serán espacio de haciendas y cosechas (El Cojo, Macuto o Camurí), no contemplaban la idea de una región unificada, ni mucho menos.
La segunda fase de esta ocupación determinará el destino del litoral sin solución de continuidad: servir con diversas funciones a los intereses de Caracas. En efecto, una vez fundada la ciudad punta de lanza del desarrollo territorial de la Provincia de Venezuela, La Guaira será su puerto, la entrada y salida de una capital pobre, pero ambiciosa (Altez, 2016). La conexión entre ambos lugares, además, se verá intervenida por la gran elevación que las separa, la cordillera de la Costa, y dependerá de un solo camino desde comienzos del siglo XVII, lo que contribuirá con suescaso desarrollo urbano e infraestructural por varios siglos. En tanto que puerto que asiste a otra ciudad, La Guaira no pudo crecer en su beneficio más allá de lo que ciertas familias invirtieron en el lugar durante la Colonia, o lo que algunas casas comerciales desarrollaron en provecho de sus intereses a partir del siglo XIX. Este lugar, el más importante del litoral, no crecerá materialmente en sus primeros tres siglos de existencia, independientemente de cierta infraestructura de defensa que, asimismo, tampoco fue apostada allí en su favor, sino como protección de la ciudad capital.
Podemos identificar una tercera fase de esa ocupación del espacio que posee un doble sentido: por un lado, está especialmente dedicada al puerto y sus inmediaciones; mientras que por otro lado tendrá que ver con el resto de la región. En efecto, esta tercera fase de ocupación, que podríamos ubicar desde la segunda mitad del siglo XVII y comienzos del XVIII hasta el proceso de independencia, se enfoca en la fortificación de La Guaira como defensa de Caracas, así como en el desarrollo de haciendas de cultivos intensivos desplegadas en las proximidades de pequeños asentamientos, algunos de ellos surgidos, ciertamente, de las propias haciendas (Troconis, 1979; Gasparini y Pérez Vila, 1981; Altez, 2016).
La fortificación del litoral no tuvo otro objeto que la defensa de Caracas, y por ello el desarrollo de la infraestructura al respecto es local y puntual. No hubo fortalezas más allá de La Guaira y sus cercanías, y esto significó que, durante el periodo colonial, las únicas infraestructuras de la región fueron dedicadas a ese fin, con la excepción de la Casa Guipuzcoana, construida en la segunda mitad del siglo XVIII y con funciones comerciales, luego aduanales. El desarrollo de las haciendas estuvo determinado por la demanda de cacao, y es por ello que este fruto fue sembrado en todas las plantaciones de la región, solo acompañado de otras cosechas para consumo interno y subsistencia. En torno al cacao, por lo tanto, se fundaron, proliferaron y crecieron haciendas en los siguientes lugares (yendo desde La Guaira hacia el este): Punta de Mulatos, Macuto, El Cojo, las planicies situadas al pie de Caraballeda, Naiguatá y sus inmediaciones, Camurí Grande, y los pueblos que hoy ocupan la Parroquia Caruao, desde Osma hasta Higuerote. Todas estas haciendas y sembradíos jamás representaron pueblos y comunidades interconectados entre sí, sino puntos focalizados de explotación desplegados sobre la región (ver imagen 3). Su presencia en la zona representó una forma de ocupación del espacio y un modo de producción particular. Con el paso del tiempo, esos mismos espacios serán la propiedad privada decisiva que en el siglo XX transformará esta riqueza en el capital base del desarrollo urbano, pues tendrá lugar allí, precisamente.
Así permaneció la ocupación del litoral, sin mayores crecimientos ni desarrollos más allá de los que específicamente tuvieran lugar en cada uno de esos espacios, hasta que Caracas comenzó a observar la región como un sitio de esparcimiento. Esto tendrá lugar a finales del siglo XIX, a partir de los gobiernos de Antonio Guzmán Blanco (1870-1877; 1879-1884; 1886-1888). Su interés en ello va contribuir con las primeras modificaciones urbanas de la zona: la construcción de los baños (iniciada en 1876) y la llegada del ferrocarril hasta Macuto (1883), lo que marcó el desarrollo de este lugar como un balneario. Estas transformaciones indican el comienzo de la cuarta fase en la modalidad de ocupación del espacio en el Litoral Central. Antes de esto, entre el proceso de independencia y los arrebatos urbanizadores de Guzmán Blanco, el litoral solo contó con un desarrollo en forma de infraestructura: la construcción del camino carretero, antiguo proyecto de finales del siglo XVIII que concluye en 1845 (Cruxent, 1971; Valery, 1978; Altez, 2006). Incluso las casas comerciales que comenzaron a hacer vida en La Guaira desde la década de 1820, como la firma Boulton, no aportarán desarrollos materiales al lugar.
La llegada del ferrocarril y la construcción de los baños de Macuto conectaron a La Guaira con esas inmediaciones hacia el este; mientras que hacia el oeste la acercaron a Maiquetía, su pequeña población vecina que servía de punto de partida y de llegada al camino que unía al litoral con Caracas. Esta secuencia Caracas-Maiquetía-La Guaira-Macuto será la primera conexión territorial que unificará estos puntos, dando una imagen de unidad regional por primera vez en su historia. Con todo, el desarrollo infraestructural del litoral, anclado a la importancia de su puerto, crecerá poco en las primeras décadas del siglo XX. No obstante, ya adquiere desde la creación de los baños de Macuto en adelante el aroma que definirá su condición más característica de la modernidad: la de balneario.
Esta fase, impulsada por las iniciativas de Guzmán Blanco, tendrá un periodo de ralentización de las inversiones, aunque sin alterar la imagen de lugar de descanso y recreación con el que ya había sido identificado, especialmente en el caso de Macuto. Allí, durante el gobierno de Juan Vicente Gómez (1908-1936), se van a fundar los primeros hoteles modernos: el Hotel Macuto, el Hotel Miramar, y la Pensión Santiago, los cuales, junto a la Plaza de Las Palomas, otorgaron un ambiente bucólico a las estancias recreativas que ofrecía el lugar (Troconis, 1979, p. 180). Para favorecer el acceso a la zona con los recursos que la modernidad del contexto exigía, Gómez consolidó el camino carretero como una vía de asfalto y cemento, construyó una variante que la bifurcaba entre la zona de La Llanera (poco antes del actual Plan de Manzano), y el Zig-Zag, ya casi llegando al litoral, y le ofreció a la comunicación entre La Guaira y Caracas un sistema multimodal: dos carreteras que operaban junto al ferrocarril (Altez, 2006).
El desarrollo urbano moderno
La última fase de ocupación del espacio en el litoral iniciará a mediados del siglo XX, cuando comiencen las grandes inversiones de capitales privado y público con el objeto de desarrollar la región como una zona urbana y balnearia a la vez. La participación más decidida del Estado tendrá lugar a partir de que se proyecta la Autopista Caracas-La Guaira en 1950, y comenzará a concretarse, como se dijo, desde que se inaugura en 1953. El proyecto de la vialidad arrancó en 1948 al construirse el tramo La Guaira-Pariata, que dará acceso a la autopista; poco después, en 1950, comenzó la construcción de la Avenida Soublette, finalizada en 1954 (Gasparini y Pérez Vila, 1981; ver imagen 4). Fue la llegada del desarrollo urbano moderno, enfocado en esa imagen de balneario y de espacio de esparcimiento caraqueño, condición que le identifica hasta el presente. La construcción de una misma vialidad interconectada desde Los Caracas hasta Catia la Mar unificará la región en ese sentido, y le otorgará una serie de desarrollos urbanos con el mismo fin. Esa vialidad, desde luego, viene a consolidar intereses y proyectos que ya asomaban unos años antes, en la década de 1940. Esto puede comprenderse, por ejemplo, con la creación del Club Tanaguarena, ya en proyecto a inicios de esa década, y con el desarrollo de la Urbanización Caribe, al pie de Caraballeda (c. 1946), impulsada por el mismo grupo.
Otros clubes le darán al este del litoral ese impulso decisivo hacia el urbanismo que consolida a la región como balneario moderno: el Club Puerto Azul (iniciado en 1955, inaugurado en 1962); el Club Playa Azul (diseñado en 1956 y desarrollado en la década de 1960); y el Club Camurí Grande (creado en 1958, desarrollado en años siguientes). Acompañan a estas inversiones otros desarrollos con igual sentido: el Gran Hotel Palmar de la Playa Lido y su playa privada (c. 1951); la Ciudad Vacacional de Los Caracas (1955), desarrollada por el Estado; las urbanizaciones Palmar Este y Los Corales (desarrolladas entre 1956 y 1957), con diseños del arquitecto venezolano Carlos Raúl Villanueva (el mismo que diseñó y desarrolló la Ciudad Universitaria, Universidad Central de Venezuela, en Caracas, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 2000); y los grandes hoteles del este (Guaicamacuto, construido entre 1953 y 1955, luego Sheraton, desde 1963; Meliá, abierto en 1975). A todo eso hay que sumar la construcción de edificios cuyo destino fue el de segundas viviendas o apartamentos de balneario, lo que sucedió, casi explosivamente, entre las décadas de 1960 y 1970, con desarrollos por el estilo todavía entre 1980 y 1990. La relación entre las antiguas haciendas y el desarrollo urbano es elocuente y representa, asimismo, la transformación de la antigua riqueza habida en tiempos coloniales, en capital de utilidad moderna. Es un trasvase histórico del uso del espacio y del capital (tabla 1).
De interés particular resulta Carmen de Uria, inexistente antes de la década de 1950, cuyo proceso de conformación comienza con la venta de los terrenos de la antigua Hacienda Uria (en manos de los descendientes de Bernardo Ferrero, francés, su dueño desde los años de independencia) al constructor Felipe Galliardi en 1953 (Muguerza y López, 2010). Galliardi solo alcanzó a construir allí un edificio, abandonando el proyecto luego de la caída de Pérez Jiménez en 1958, y dejando el sitio sin lograr ningún desarrollo urbano. El lugar fue ocupado a través de un proceso informal de autoconstrucción de viviendas sobre el único espacio disponible para ello: el cauce que pasa por allí. El resultado de esto, al igual que en la mayoría de los cauces invadidos por procesos similares, viene a dar en el desastre de diciembre de 1999: los aludes producidos luego de una descarga de lluvia torrencial que duró 36 horas continuas, cuyo efecto directo representó la destrucción de buena parte de aquel desarrollo urbano levantado unos cincuenta años atrás.
En el proceso histórico advertido sobre la ocupación del espacio en el litoral, del mismo modo que sucedió con Carmen de Uria, otros espacios ocupados con viviendas autoconstruidas aparecen como efecto del estímulo suscitado por la vialidad y el urbanismo desarrollados a partir de la década de 1950: El Tigrillo, entre Naiguatá y Carmen de Uria, y El Teleférico, en Macuto, sitios que se conforman casi al unísono, y sirven de ejemplo conspicuo de estos procesos de ocupación informal con un origen similar.
Interesa destacar que, como indicamos anteriormente, esta fase de ocupación del espacio viene a transformar la región, no solo al otorgarle la unidad urbana que le caracteriza al presente y que nunca antes tuvo, sino también al sustituir un modelo de uso y tenencia de la tierra consolidado desde el siglo XVII: el de las haciendas, "la forma predominante de tenencia de la tierra en el litoral" (Troconis, 1979, p. 182). Todos los asentamientos de la región contaban con sembradíos cuya explotación pertenecía a propietarios de haciendas; no obstante, en un movimiento histórico decisivo, esos terrenos fueron adquiridos para los desarrollos antes mencionados, y fueron la base del horizonte urbano que el litoral exhibió hasta el desastre de 1999 (ver imágenes 5a - 5c).
El desastre de diciembre de 1999 vino a enseñar, de la forma más cruda y dramática, el destino de ese proceso histórico de ocupación del espacio, ya el reciente como el más profundo. Los asentamientos desarrollados allí desde el siglo XVI nunca persiguieron la fundación de poblaciones en armonía y convivencia con el ambiente en el que se ubicaron; por el contrario, todos los desarrollos, desde las encomiendas y haciendas, hasta los baños y las viviendas modernas, se hicieron a partir de intereses desvinculados con la región, asidos a los objetivos de Caracas, la ciudad más importante de aquel territorio que, desde comienzos de la conquista en adelante, será identificado con el nombre de Venezuela.
Morfologías del olvido
Los pocos espacios que han permitido el desarrollo urbano en el Litoral Central esconden o sepultan a los abanicos aluviales, resultado del depósito de materiales arrastrados hasta el mar a través de las docenas de cauces y torrenteras que bajan de la cordillera, estimulados por lluvias torrenciales estacionales o irregulares. Los abanicos, tal como se les denomina por su forma característica en vista cenital, son modelados aluviales conformados por esos sedimentos arrastrados con cada alud, e incluso con el correr regular de cada cauce. Se forman cuando una corriente de agua que fluye rápidamente (a través de una pendiente pronunciada, como es el caso de la cordillera de la Costa que conforma a la región) entra en una zona de menor pendiente y su velocidad disminuye, depositando así su carga de sedimentos y extendiéndose en forma de abanico.
El punto de vista desde el cual han sido descritos e interpretados estos abanicos es, precisamente, cenital, lo que permite adjudicar el término (imagen 6). Esta vista, sin embargo, no parece tomar en cuenta el resto de su morfología característica, la cual debe entenderse en la tridimensionalidad natural de los objetos materiales, pues no pueden ser advertidos únicamente como una idealización plana.
Un punto de vista diferente comienza por reclamar dicha tridimensionalidad, lo que supone observar los abanicos desde un ángulo bajo-oblicuo que permita apreciar el relieve que les identifica. En este sentido, todos los abanicos, por la naturaleza de su conformación a través de sedimentos sucesivos, enseñan elevaciones que esconden o afloran la estratigrafía de esos depósitos y, del mismo modo, exponen relieves en las márgenes de los cauces que les alimentan. Esto, desde luego, se aprecia en la zona del propio abanico, es decir: en su espacio de expansión final.
El depósito sucesivo de esos sedimentos se distribuye, además, conforme la corriente lo transporta sobre el cauce, y en correspondencia con dicho cauce. En su paso violento, debido a la velocidad alcanzada por la pendiente y al volumen que arrastra en forma de corriente, el cauce se erosiona en un nivel subyacente y se va haciendo más profundo, y al llegar a la zona de expansión, estos materiales se esparcen hacia los márgenes, conformando las terrazas aluviales que se despliegan en forma de escalones. La representación característica del abanico indica esa expansión: en dirección hacia los márgenes y de acuerdo con la topografía.
Siguiendo este enfoque, los abanicos, por tanto, representan el espacio de descanso o depósito final de los sedimentos arrastrados por los aludes o desbordamientos del cauce sobre un área en la que pueden expandirse lateralmente. Las imágenes cenitales descubren el símil con el que se identifica su nombre: abanico; sin embargo, la observación que proponemos conduce a apreciarlos recorriendo su relieve, de manera de adverir el modelado que mencionamos, que representa al propiocauce y al efecto de su desbordamiento. Por consiguiente, se observa allí al canal construido por el cauce como resultado de la fase terminal del fenómeno de los aludes, donde se entalla al abanico en sus terrazas, generando las elevaciones que se aprecian a los lados del canal y marcan la profundidad a su paso. En este sentido, puede observarse una depresión en el sitio por donde se desplaza el cauce, así como elevaciones a los lados adonde se depositan los materiales. La topografía que resulta de todo esto recrea símiles de lomos de camello o bateas, desniveles característicos que han sido construidos en los pasos de ríos o quebradas donde no hay puentes o necesidad de los mismos (Altez, 2007).
El ejemplo que podemos tomar al respecto descansa en el cauce de Camurí Chico, el único lugar en el que, luego de los aludes de 1999, no se removieron los escombros por la maquinaria ni se restauró su cota original. Lo descrito sobre el comportamiento de esos depósitos se puede apreciar claramente en este ejemplo. El resultado del evento de 1999 en este cauce fue la típica forma de lomo de camello, la cual, además, se muestra contorneada por la propia vialidad que parece dibujar su relieve al paso por el lugar (imágenes 7 y 8).
El depósito sucesivo de los sedimentos ha tenido lugar con cada evento a través del tiempo, lo que puede comprenderse en la estratigrafía característica de los depósitos aluviales. El aluvión, por otro lado, es un fenómeno de mecánica caótica, arrastrando lo que encuentra a su paso y arrojándolo sobre esas terrazas; por tanto, las terrazas enseñan, como se observa en el propio subsuelo de los depósitos aluviales, una estructura claramente estratigráfica, pero contundentemente enmarañada (imagen 9).
Al comprender lo explicado anteriormente, queda claro que aquella estrecha franja que representa al litoral y sobre la cual se ha desarrollado el urbanismo moderno desde mitad de siglo XX supone un espacio conformado por abanicos aluviales que yacen bajo ese desarrollo. O bien, el urbanismo moderno del litoral se ha asentado sobre abanicos aluviales cuya conformación no solo debe apreciarse en el subsuelo, sino también en elevaciones que pueden alcanzar decenas de metros de altura.
Hemos tomado en cuenta algunos de los abanicos aluviales más característicos de la descripción anterior, y a tal efecto realizamos representaciones gráficas de su morfología. La robustez de sus lomos, aflorada (como en el caso de Camurí Chico), sepultada por la vialidad (como en el caso de Piedra Azul en Maiquetía, o Cerro Grande en Tanaguarena), intervenida por el desarrollo urbano (como en el abanico del río San Julián en Caraballeda, al cual se le añade el de Quebrada Seca), acoplada a la ocupación formal e informal (como en el caso de El Teleférico y Las Quince Letras sobre la quebrada de El Cojo), o desapercibida tras el paso dela carretera (como en El Tigrillo), da cuenta de su presencia determinante bajo la ocupación del espacio en el proceso de desarrollo urbano moderno.
Se elaboraron los perfiles topográficos de esos seis abanicos fluviales mencionados, y para ello se utilizaron mapas topográficos a escala 1:5.000 con curvas de nivel cada cinco metros (Dirección de Cartografía Nacional, 1959; Gobernación del Distrito Federal, 1984). Los perfiles tienen una orientación general este-oeste atravesando los abanicos en forma perpendicular al cauce. Todos los perfiles comienzan y terminan en la cota de 0 m s.n.m. Su ubicación puede verse en las imágenes 10a-c y corresponden a los cauces de Piedra Azul, El Cojo, Caraballeda, Punta Tanaguarena, El Tigrillo y Camurí Grande.
La Imagen 11 muestran los perfiles elaborados para este trabajo desde la perspectiva baja-oblicua indicada, y en todos ellos se observa un gradual ascenso para llegar a la posición actual del cauce, el cual siempre presenta un entallamiento desu propio abanico. El perfil más extenso de los presentados es el de Caraballeda, y el que presenta mayor pendiente en los lados es el de El Cojo.
Los efectos de la ocupación del espacio desplegada por el urbanismo moderno no solo pueden advertirse en la interconexión que la vialidad unificada enseña, sino en lo que ese desarrollo ha transformado sobre el entorno. En primer lugar, estas morfologías desparecieron en su mayoría a partir de la construcción de la vialidad, o quizás con la urbanización de ese espacio, del mismo modo que con los desarrollos informales. Podemos advertirlas todavía enseñando su robustez en algunos casos, como sucede con la quebrada Piedra Azul en Maiquetía, o la quebrada que baja de Galipán en Macuto. La vialidad construida, o el desarrollo del urbanismo en esos lugares, siguió la topografía característica de los abanicos aluviales.
En otros casos, como en Los Corales o Punta de Mulatos, el paso de la vialidad llevó la topografía a una cota plana, casi a nivel del mar, en beneficio de la circulación automotriz, eliminando las elevaciones o lomos de camello. Otros casos exponen desarrollos formales o autoconstruidos que se plegaron linealmente a la topografía, o bien conviven con los grandes bloques depositados en las márgenes de los abanicos; este es el caso de Caraballeda, sobre altas terrazas ya abandonadas por el río San Julián, o El Teleférico y Las Quince Letras, adosados a las terrazas de la quebrada de El Cojo (ver imágenes 12 y 13).
Referentes sepultados y reproducción de la vulnerabilidad
Con el evento de 1999 pudimos advertir directamente estos depósitos y las alturas alcanzadas, lo que permite realizar reconstrucciones en retrospectiva, interpretando que en cada uno de los cauces desbordados por los aludes se arrojaron sedimentos que, de no haberse removido, habrían elevado la altura de todos los abanicos aluviales del litoral. Luego de diciembre de 1999, el urbanismo intervino en su beneficio, y al igual que en el pasado, sepultó las evidencias de la regularidad de estos eventos al remover los escombros y llevar la vialidad a su condición anterior. Solo en el caso de Camurí Chico esto no fue así, y de allí que sirva de ejemplo y estímulo a buena parte de los razonamientos en este trabajo.
El desarrollo urbano que unificó la región como nunca antes creó, asimismo, una falsa idea de unidad regional que se proyectó hacia el pasado del litoral. Tuvo un efecto simbólico de transformación de referentes al convertir el paisaje y el horizonte que produjo con la urbanización de la zona, en una sólida representación de mancomunidad con profundidad temporal hacia el pasado. Este efecto, ciertamente, solo contribuyó con el olvido, con el entierro de la memoria específica que cada comunidad habría fundado con relación a su entorno inmediato. El desarrollo urbano construyó otros referentes, creó una "memoria" inexistente, y consolidó una relación equívoca con el ambiente en el que se encuentran asentadas esas comunidades.
Es imposible que existan experiencias comunes de largo alcance con relación a ningún evento similar anterior a la urbanización del siglo XX, pues cada espacio habitado representa un núcleo que no necesariamente estuvo interconectado con el resto de la región, como lo observamos con la reconstrucción de las fases históricas de ocupación del espacio. Solo cuando el litoral fue conurbado a partir de la década de 1950 es posible advertir la magnitud real de eventos similares al de 1999, de los cuales no existe memoria entre sus habitantes, a pesar de las claras evidencias que cada abanico aluvial representa.
El desarrollo urbano pasó por encima de la condición natural y sembró un hábitat de espaldas al comportamiento del entorno y sus fenómenos. Los sitios que emergieron con este proceso no pueden recoger ninguna memoria sobre la naturaleza de la región, pues, precisamente, surgieron sepultando esa naturaleza. El Tigrillo, Carmen de Uria, La Llanada o Los Corales, por ejemplo, no son pueblos ni asentamientos tradicionales; son el resultado de diferentes formas de desarrollo urbano producidas como efecto de la materialización de intereses sobre la región. El Tigrillo o Carmen de Uria, sobre la carretera hacia Naiguatá, provienen deldesarrollo vial construido por el Estado y como despliegue de procesos marginales de autoconstrucción. La Llanada o Los Corales son la cristalización de inversiones y de nuevas formas de uso de la tierra asociadas, asimismo, con nuevas formas de inversión de capital. Los dos ejemplos, opuestos por la condición social y material de sus desarrollos, condujeron a la ocupación de cauces con diferentes estrategias de aprovechamiento del espacio, informal y formal. El efecto de estas estrategias diferentes se observó con el evento de 1999. Lo sucedido en cada uno de estos espacios describe específicamente estas condiciones.
Luego de este desastre, cuya magnitud de destrucción lo coloca como uno de los más catastróficos de la historia de Venezuela, el Estado se dio a la tarea de la reconstrucción, bajo una política de propaganda asida al nuevo proyecto de poder que se había conformado, precisamente, a partir de ese año 1999. La reconstrucción tuvo lugar, además, en medio de los mayores ingresos por exportación de petróleo jamás vistos en el país, apoyada, igualmente, por créditos y donativos internacionales que alcanzaron miles de millones de euros destinados al efecto (Altez, 2010). De acuerdo con estos ingresos, el Litoral Central debía reconstruirse teniendo en cuenta esa experiencia catastrófica, extendiendo una nueva forma de desarrollo urbano, esta vez de la mano de políticas de prevención de riesgo y con cierta consciencia sobre el problema, claramente fresco en los ojos de todos. No obstante, esto no sucedió.
El desarrollo urbano que había sepultado la morfología característica de los abanicos aluviales envió al olvido las evidencias de ese comportamiento y convirtió cada asentamiento en un contexto vulnerable; peor aún, la sociedad entera que hace vida allí es estructuralmente vulnerable por esta relación histórica y material. No obstante, luego de 1999 se reprodujeron esas condiciones a partir del estímulo oficial a la reconstrucción sobre los mismos espacios destruidos con los aludes, de la mano del incentivo a la reocupación o retorno de los habitantes damnificados, contribuyendo con la ausencia de memoria, con el olvido y, desde luego, con la vulnerabilidad de toda la región. No se trata de que estos espacios sean declarados inhabitables, sino de que pueden ser habitados teniendo en cuenta las condiciones naturales en las que se encuentran asentados, algo que desde el desarrollo urbano en adelante no ha sido considerado como una característica decisiva en el litoral.
El desarrollo urbano ha demostrado, a su vez, que no se despliega ni florece por necesidades naturales de habitabilidad o por relaciones tradicionales con la naturaleza donde se asienta, sino por la materialización de intereses concretos, siempre asociados con el poder, sea el que fuere y en cualquier contexto histórico (imagen 14). El caso del Litoral Central de Venezuela es elocuente y dramático al mismo tiempo.
Conclusiones: la cultura del balneario
La ocupación del espacio en el Litoral Central, así como su uso y explotación, han estado históricamente determinada por los intereses de Caracas. Hemos advertido, tal como lo indicamos, cinco fases en ese sentido. Una primera fase en la que esta región es base estratégica en la conquista del valle de Caracas, y sus sembradíos servirán para la subsistencia local y poco más. Una segunda fase cuando La Guaira comienza a asumir su rol de puerto que sirve a la capital de una provincia. Una tercera fase en la que el uso de la tierra será fundamental a partir de la economía de las haciendas, y la fortificación del puerto determinará contundentemente su función defensiva. Una cuarta fase a partir de la cual el Litoral Central será identificado como balneario sin solución de continuidad hasta el presente, lo que condujo a cierta forma de invertir y concebir la región en ese sentido, y no de otra manera. Una última fase en la que el desarrollo urbano moderno consolida esa condición de balneario y materializa su función en esa dirección, unificando por primera vez en la historia su geografía a través de vías de comunicación que enlazan sus extremos ininterrumpidamente.
Esta reconstrucción analítica del uso del espacio y del sentido con el que ha sido desarrollado el Litoral Central de Venezuela demuestra que su función histórica no se encuentra articulada con sus condiciones naturales, sino con intereses siempre asidos a Caracas. Concebido finalmente como un balneario, produjo una representación del lugar con sentido recreacional para el uso de visitantes, y no una región enfocada en asentarse y desarrollarse sobre sus condiciones naturales para adaptarse a ellas. Este resultado ha producido una región materialmente vulnerable, y una sociedad transversalmente vulnerable. Esta es una sociedad que vive de espaldas a la montaña y mira el mar como una playa en beneficio de temporadistas y como oportunidad para la economía informal, propia de muchos balnearios en América Latina.
El efecto balneario sobre esta sociedad le ha arrancado la posibilidad de adaptarse a las condiciones naturales sobre las que se encuentra asentada. Apretada entre la cordillera de la Costa y el mar Caribe, no ha desarrollado ninguna tradición montañista, y la pesca apenas es una actividad aislada. El resto de su relación con el mar está determinado por la vida balnearia, y nada más. Ha consolidado una economía informal anclada al servicio del temporadista y un vínculo clientelar con los gobiernos de turno, sin contar con más desarrollos infraestructurales que esa vialidad construida a mediados del siglo pasado. No posee universidades, másallá de un núcleo técnico de la Universidad Simón Bolívar. Hasta 1999 solo poseía dos centros comerciales y dos cines en toda la región, de los cuales hoy no funciona ninguno de ellos. No cuenta con otra fuente de empleo que no sea el aeropuerto o el puerto, siempre determinados por clientelismos insoslayables. Con la desaparición de los grandes hoteles luego del desastre de 1999 (Sheraton y Meliá), los que se levantaron cerca del aeropuerto no representan una fuente de empleo que haga crecer la economía de la región. No posee ningún medio de transporte público eficiente que le conecte con Caracas (hasta 1997, el transporte hacia la capital y desde esta dependía de cooperativas y asociaciones privadas sin ninguna supervisión oficial, y con funcionamiento anárquico e ineficiente; recién en ese año se inauguraron dos líneas privadas de autobuses para el transporte público, y ambas desaparecieron luego de 1999; el Metrobus, sistema de transporte controlado por el Gobierno, solo funcionó por unos años, y hoy es un servicio irregular e insuficiente, casi desaparecido).
La cultura del balneario hizo del Litoral Central una región sin oportunidades de crecimiento, sin infraestructuras, sin universidades, sin fuentes de empleo profesional, sin transporte público que respete a sus usuarios, sin el estímulo hacia estrategias de adaptación ni conciencia sobre el entorno en el que se asienta. En el sentido más básico de lo que "balneario" podría significar, esta sociedad solo se entiende a sí misma en dependencia de las decisiones de Caracas, y observa la playa como ese lugar de esparcimiento que representa una oportunidad de provecho eventual en relación con la población que la visita los fines de semana o en temporadas. Es el producto histórico y transversal de un desarrollo urbano que nunca invirtió en beneficio de la región, sino para satisfacer intereses foráneos.
Ese desarrollo urbano moderno vino a consolidar lo que ya se había perfilado desde el siglo XIX. Entre otros efectos, además de los ya mencionados, el urbanismo desplegado desde la década de 1950 construyó un sistema monomodal de vialidad que refuerza la vulnerabilidad de sus vías de comunicación internas y hacia Caracas. Esto contribuyó, a su vez, con la consolidación de construcciones y asentamientos informales, incluyendo el surgimiento de poblaciones que aparecen en esa década, precisamente, así como los urbanismos formales que no existían antes. Tal como se comentó, El Tigrillo, Carmen de Uria, El Teleférico, por mencionar algunos de esos desarrollos informales, aparecen después de la vialidad y la urbanización moderna. No son "pueblos" tradicionales ni representan ninguna "cultura ancestral"; son barrios marginales que se consolidan a través de relaciones clientelares y de la explotación ideológica de las necesidades. La Misión Vivienda desarrollada en el siglo XXI viene a prolongar esta tradición política, ahora con nuevos discursos y nuevas formas de convocatoria, pero con los mismos resultados.
Esos asentamientos consolidados sobre abanicos aluviales sepultados, intervenidos, o incorporados como suelo y subsuelo de estos desarrollos, no solo están expuestos a la recurrencia de aludes torrenciales como los de 1999 o tantos otros, sino que también han sido construidos en zonas que, como todas las terrazas aluviales, amplifican las ondas sísmicas. El Litoral Central en su totalidad es una zona sísmica de alto riesgo, y el urbanismo moderno ha producido una región aún más vulnerable, escasamente relacionada con una de las mayores amenazas naturales con las que convive. Cuando en 1967 tuvo lugar el sismo del 29 de julio, uno de los espacios más golpeados (acaso el único realmente dañado) fue, precisamente, el este de la región, el mismo en el que se desarrolló la mayor cantidad de inversiones en clubes y viviendas secundarias. La destrucción del lugar por aquel temblor fue elocuente muestra de lo que representó el desarrollo material de la zona enfocado en servir como balneario y no como espacio adaptado a su entorno. Lo mismo podría decirse del evento de 1999.
La aparición invasiva de asentamientos urbanos de crecimiento vertiginoso e historia reciente, y su consolidación escasamente planificada, han venido a materializar en el presente las peores condiciones de vulnerabilidad, y dan cuenta de un desarrollo jamás conectado con el pasado, ni mucho menos con la regularidad de los fenómenos propios de ese entorno. Si antes de la década de 1950 el litoral era una zona inconexa entre sus asentamientos humanos, a partir de entonces se vuelve una región cuya interconexión solo ha servido para potenciar sus riesgos y amplificar los daños con cada evento destructor.
Esta premisa, por otro lado, nos comprueba que fenómeno y desastre no son sinónimos ni representan lo mismo. Los aludes de 1999, por ejemplo, que enseñaron el retorno de estos efectos característicos asociados con fenómenos naturales propios de la región, producen desastres cada vez más destructores, pues impactan sobre mayor presencia humana que en el pasado. Eventos anteriores y similares a los de 1999 son "menores" simplemente por hallar en su paso menos ocupación urbana; no obstante, se trata del mismo fenómeno. El desarrollo urbano moderno viene a cristalizar, además, la lógica histórica de la ocupación del espacio en el litoral: en ningún momento, en ninguna de sus fases, prestó atención a la convivencia con la regularidad de los fenómenos naturales que se manifiestan allí, ni siquiera con las lluvias estacionales y sus efectos sobre los cauces que hoy yacen bajo esa vialidad y el urbanismo formal o informal.
El Litoral Central es una región desarrollada como balneario, ya en lo material como en lo simbólico y cultural. Su sociedad no se ha consolidado en relación adaptativa con el medio natural en el que se encuentra asentada, y su perfil más conspicuo es la vulnerabilidad. Los abanicos aluviales que le conforman, y que permiten el desarrollo urbano al ofrecer los únicos espacios disponibles para la construcción, representan una doble función estructural de hábitat y riesgo. Las amenazas naturales con las que convive no han sido incorporadas a su vida cotidiana; antes bien, han sido conminadas al olvido colectivo que caracteriza a sus comunidades. La urbanización moderna no solo ha sepultado las morfologías características de esos abanicos, sino que con ello y con todo el desarrollo material de la región en forma de balneario que asiste a visitantes y no a sus habitantes, construyó una región de espaladas a sus condiciones naturales, inmersa en el olvido y enfocada en la playa. La variable más determinante de toda vulnerabilidad, desde luego, es el olvido, y aquí lo advertimos como una condición insoslayable de esta región y sus comunidades.
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