Cuando se apaga Armero alumbran sus hijos: tragedia, magia y transformación en el norte del Tolima
When Armero Is Turned Off, Its Children Light Up: Tragedy, Magic, and Transformation in the Northen Tolima
Quando Armero é desligado, seus filhos se iluminam: tragédia, magia e transformação no norte de Tolima
Andrés Felipe Ospina Enoso
Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia Magíster y Ph.D. en Antropología de la Universidad de los Andes. Sus investigaciones giran alrededor de los procesos de violencia, muerte, sacralidad y religiosidad popular en pueblos indígenas y campesinos de los departamentos de Tolima y Boyacá. Docente de la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia y coordinador de la Maestría en Patrimonio Cultural de la misma universidad. andesosama@gmail.com
Orcid: https://orcid.org/0000-0003-3871-2700
Citar como: Oopina Enciso, A. (2021). Cuando se apaga Armero alumbran sus hijos: tragedia, magia y transformación en el norte del Tolima. Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe colombiano (septiembre-diciembre), 153-177.
Resumen
Este documento es producto de una reflexión etnográfica alrededor de las maneras de contar y recordar la tragedia que destruyó a Armero (Tolima) en 1985. La avalancha que acabó con esta ciudad, considerado como el mayor desastre natural que ha tenido Colombia, es contada por sus sobrevivientes en clave de evento mágico, sacro y transformador. En la figura de dos de los referentes más distinguidos por quienes recuerdan a la tragedia: el nacimiento del niño Armerito y la muerte de la niña Omayra Sánchez, emergen formas locales del sentido trágico, pero también de la continuación de la vida en tanto se asume la muerte. Este escrito, a medio camino entre la descripción etnográfica y el ensayo narrativo, pone el énfasis en la forma en que los armeritas, los que salieron del lodo, producen la versión de lo que ha sido el fin y el reinicio de su mundo.
Palabras claves: tragedia de Armero, magia, transformación, muerte, recuerdo.
Abstract
This document is product of an ethnographic analysis on the ways of telling and remembering the tragedy that destroyed Armero (Tolima) in 1985. The avalanche that ended the town, considered the greatest natural disaster that Colombia has had, is told by its survivors in the key of a magical, sacred and transforming event. In the pattern of two of the most distinguished references for those who remember the tragedy: the birth of the boy Armerito and the death of the girl Omayra Sánchez, local forms of the tragic sense emerge representing the continuation of life while death is assumed. This paper considers the ethnographic description and the narrative essay emphasizing on the way in which the Armerites produce the version of what has been the end and the restart of their world.
Keywords: Armero tragedy, magic, transformation, death, memory.
Resumo
Este documento é produto de uma reflexão etnográfica sobre as formas de recontar e relembrar a tragédia que destruiu Armero (Tolima) em 1985. A avalanche que encerrou esta cidade, considerada o maior desastre natural que a Colômbia teve, é contada por seus sobreviventes na chave de um evento mágico, sagrado e transformador. Na figura de duas das referências mais distintas para quem se lembra da tragédia: o nascimento do garoto Armerito e a morte da garota Omayra Sánchez, emergem formas locais do sentido trágico, mas também da continuação da vida enquanto a morte é assumida. Este texto, a meio caminho entre a descrição etnográfica e o ensaio narrativo, enfatiza a maneira pela qual os armeritas, aqueles que saíram da lama, produzem a versão do que foi o fim e o recomeço de seu mundo.
Palavras chave: tragédia de Armero, magia, transformação, morte, memória.
Introducción
Producto de una investigación etnográfica acerca de las memorias sobre la tragedia de Armero, el desastre natural más dramático ocurridoen Colombia, se consideró la forma en que las personas que padecieron esta tragedia trataron de explicarse a sí mismos cómo sucedió el final de esta población del norte del Tolima el 13 de noviembre de 1985. Para ello, se tomaron varios relatos que dan cuenta de cómo se recuerdan y se narran los episodios, personales y colectivos, de los momentos más críticos de la catástrofe. Se hizo énfasis en la narración de quienes vivieron la tragedia, y que han hecho del recuerdo de lo que pasó, en el antes y el durante del traumático episodio, una manera de darle sentido a la pérdida y a la transformación visceral de sus vidas y del mismo Armero.
Estas formas de contar coinciden con un sistema de pensamiento y representación en el que la realidad toma forma mediante las acciones y los credos alrededor de la magia, los eventos premonitorios y una religiosidad popular católica que media en las maneras de conectar las dimensiones de lo sagrado y profano. Dichos elementos han sido constituyentes en el proceso explicativo de la tragedia en el norte del Tolima, y en estos se recogen tanto las personas que vivieron la tragedia como aquellos que sin estar presentes en ese fin del mundo en Armero (Zuluaga, 2009) han sentido las secuelas de una región visceralmente transformada después de la catástrofe. Es así como este artículo da cuenta del relato de los esposos Julio Ramírez y Flora Tapiero, sobrevivientes de Armero que residen en el municipio de Lérida, a escasos kilómetros del camposanto de Armero, y quienes narran cómo vivieron el desastre, pero sobre todo cómo hicieron de la tragedia y muerte de Armero un acto de sacralización, renacimiento y transformación mágica mediante el bautizo de Armerito, un niño que nació en el momento en que ocurrió la tragedia. También se da cuenta, mediante ejercicios de diálogo y observación en Armero, cómo tomó forma el santuario de Omayra Sánchez, lugar de peregrinación donde se conmemora y se pide por favores a una niña que murió en Armero, y simboliza el desborde del dolor y la tragedia. En la forma en que son narrados y sacralizados estos dos infantes, que hemos denominado "los hijos de Armero", se hacen presentes algunas claves interpretativas de cómo asumir los procesos de sufrimiento, transformación y muerte que un suceso de estas dimensiones produce.
Alcances metodológicos
Este artículo es un relato etnográfico que toma como referencia la conversación sostenida muchas veces con don Julio Ramírez y doña Flora Tapiero, sobrevivientes de la avalancha de Armero, quienes por años han compartido una narrativa centrada alrededor de la tragedia. Su voz coincide no solo con la de otros relatos alrededor de Armero, sino que sugiere una ruta interpretativa en la que la palabra y el acto consagrado de estos dos actores, sintetizado en el diálogo aquí presentado, expone un argumento producto de las expresiones in situ de muchos de los armeritas sumergidos y después expulsados por el fatal lodo. Don Julio y doña Flora habitan en el municipio de Lérida, a 11 kilómetros del desaparecido Armero, y allí mantienen su vida, en medio de circunstancias complejas, producto de la escasez material, los achaques propios de la edad y una existencia quebrada, como la de tantos que murieron, o que quedaron vivos, pero con el futuro yerto. Estas conversaciones se llevaron a cabo en su casa, una humilde vivienda en la que estuvimos reiteradas veces, estudiantes de pregrado de antropología y docentes del grupo de investigación Etnografía y Memoria de Armero —EMA— de la Universidad Nacional de Colombia desde 2006 hasta el presente. En conversaciones como estas, muchos nos convertimos en antropólogos y nos acercarnos a la realidad de un mundo recompuesto a partir de su tragedia.
El contenido etnográfico presente en los relatos sostiene un punto de partida argumentativo para esta contribución: algunos sobrevivientes de la tragedia de Armero narran el acontecimiento como un episodio límite en el que se cuenta la destrucción de todo lo conocido, siguiendo una clave de arrasamiento, muerte y desolación colectiva, en síntesis, una tragedia. Acto seguido, se procede a la recomposición de la vida mediante el acto narrativo que revitaliza, y refunda por medio de una consagración, de un acto mágico producido por aquellos que recién fueron devastados por el evento trágico. La refundación del pueblo arrasado y de la vida destruida se produce siguiendo los códigos y formas del sistema de creencias mágicas o propios del norte del Tolima (Viana, 2005). Es, en efecto, el sentido del artefacto mágico-religioso el que provee de vida a un espacio y una colectividad social tocados por la muerte, pero recompuestos por esa estructura de sentido que confiere poder al acto del bautizo y la refundación colectiva de un nuevo Armero. Es en este principio que reside la capacidad argumentativa de este relato etnográfico.
El problema crónico de Armero y la literatura del sentido trágico
La literatura sobre Armero se puede leer en clave de tragedia. Los ejercicios literarios, periodísticos y académicos que retratan este lugar se han concentrado en hablar de su condición trágica, de los eventos dolorosos ocurridos allí, así como de la relación entre vida, violencia y muerte que se han consagrado. Se establecen incluso líneas de tiempo en las que destaca acontecimientos encadenados que se vinculan en una narrativa convulsiva. El primer evento que destaca son los violentos hechos del 9 y 10 de abril de 1948 y las secuelas que dejó en Armero el Bogotazo (Araujo, 1998: Córdoba, 1982; Ramírez, 1954; Restrepo, 1952; s.n., 1949), entre los que sobresalen el levantamiento armado de la ciudad y el linchamiento del párroco Pedro María Ramírez Ramos a manos de una turba. En la narrativa oral y en los registros de algunas crónicas con o sin fundamento (Lombo, 1996) se enfatiza en que el suceso sangriento de 1948 guarda directa relación con lo que ocurrió en la avalancha de 1985, es decir, la significación de una violencia de tipo político se traslapa y continúa con la violencia de la naturaleza (Ospina, 2013; Ramírez, 1987).
La desaparición de Armero en 1985 se enmarca a su vez en anteriores avalanchas o movimientos de tierra que también destruyeron otros asentamientos en el mismo lugar donde hoy se encuentra el camposanto de Armero (Suárez, 2008). Con esto se afirma que la continuidad narrativa de Armero se manifiesta en los actos trágicos que se reeditan a lo largo de su historia y lugar. Armero se convirtió en el cementerio más grande de Colombia dejando sin cuna a una multitud de armeritas (Restrepo, 1986; Santamaría, 1993), a sobrevivientes enterrados en vida (Suárez, 2009) y a hijos de la avalancha (Buitrago, 2010; García, 2005) que buscan hacer su vida más allá de la muerte de su pueblo de origen. Esta afirmación categórica del final de Armero se reedita con las historias alrededor de su origen, de la vida del pueblo y de sus gentes (Devia, 1962; Montealegre, 2008; Viana, 2005) a manera de memorias que aumentan el sentir trágico de la pérdida.
Otra parte de la bibliografía de Armero se concentra en la relación que tiene su tragedia con la tragedia de la violencia nacional vinculada a varios episodios fatales; entre estos destaca, por su cercanía temporal y semántica, la tragedia del Palacio de Justicia, sucedida 6 días antes de la destrucción de Armero. Esto reafirma que Armero tiene como marco de referencia una comprensión trágica de su pasado y devenir, y cronistas (Santa, 1987; Santamaría, 1987) y escritores de ocasión enfatizan en esa condición y sentimiento (González y Londoño, 2003). No obstante, dicha literatura no da cuenta de las formas en que los propios armeri-tas evocan y dan sentido a su propia tragedia. Las narraciones solo dan cuenta de los motivos paradigmáticos, de los hitos trágicos que condensan la tragedia, y en una linealidad casi oficial de lo que la sociedad colombiana y mundial reconoció como la tragedia de Armero. No obstante, ese sentido trágico tiene asiento en las formas más particulares del cómo recordar y contar, y emerge de las maneras en que aquellos que salieron con vida del lodo narran y significan la tragedia en sus términos, con su estilo narrativo y su intención de codificar y significar actos trágicos y violentos, casi siempre desbordantes. Aquí proponemos un hilo narrativo centrado en las calidades mágico-religiosas y en el alcance semántico de quienes han protagonizado una narrativa que se apropia de Armero y lo refunda en el sentido de su tragedia.
Los relatos de la consagración de Armero en su tragedia
Don Julio Ramírez volvió a crear el mundo del desaparecido pueblo de Armero, a la manera de un sacramento, que también puede ser pensado a la manera de un conjuro o hechizo. Esto ocurrió en la dedicación que don Julio hizo al nombre de Armerito, el primer armerita que nació después de la destrucción de Armero. Este hecho, que en otras condiciones sería interpretado como la incorporación de un nuevo miembro a la congregación del credo cristiano, en el contexto de la tragedia es visto como un acto total de creación, nominación y refundación. Un nuevo orden generado sobre una realidad trastocada, producto de un conjuro de sucesos que hicieron creer (como sucede, en efecto) que el mundo de Armero, a pesar de haber fenecido, todavía permanece.
Cuando la gente habla de lo que fue aquel pueblo, se refieren a este como el finado Armero, como el camposanto, o como la cuna borrada. En la forma en que las personas cuentan lo que pasó en Armero, son varios los anuncios de tipo premonitorio que una vez pasado el evento y desarrollada una narrativa sobre el mismo, confirman el desastre. Don Julio y su esposa recuerdan cómo a la muerte de Armero la antecedieron unos eventos que fueron como debieron ser:
Por la tarde llegó Jorge Andrés —hijo de Julio y Flora— a la casa y en tono de broma le dijo a su papá:
—Papá, mire que esta noche muchos se van a morir, pero nosotros no.
Don Julio no le cree y regaña al muchacho por esas cosas que se le ocurren; sin embargo, el niño replica:
—Pero papá, eso no me lo inventé. Me lo dijo un señor en el parque que estaba vestido de negro y no se le veía la cara. Me dijo que esta noche íbamos a sufrir y que muchos morirían, pero que a nosotros no nos tocaba.
El hombre no le daba crédito al muchacho. En ese momento llegó Julio, el hijo mayor de don Julio, y sin decirle nada a nadie extiende un pañuelo blanco en el centro del patiecito de la casa y se pone a mirar al cielo. Don Julio le preguntó por lo que estaba haciendo, y el niño le contestó:
—Es que nos dijeron en la escuela que estuviéramos pendientes de la ceniza porque el nevado del Ruiz de pronto explotaba, y que si era mucha la ceniza, entonces tocaba salir de Armero.
Transcurridas unas horas, el pañuelo ya no era blanco sino completamente gris por la capa de ceniza; pero no sucedió nada en el momento. Nadie salió a ninguna parte, salvo a la misa de las seis de la tarde en la iglesia de San Lorenzo, a un costado de la plaza, que estaba muy concurrida. El cura decía que muchas personas andaban con miedo por lo del volcán, pero los calmaba diciendo que no había por qué temer; si algo sucedía con el río Lagunilla por el deshielo del nevado, en una supuesta erupción, no sería más que una inundación de esas que ocurrían frecuentemente en los inviernos, pero que de ahí no pasaba. A lo mejor, ni erupción había, y solo era un rumor de quienes no querían ver a la gente en paz. Le contaron a don Julio que la misa terminó a las 7, y de ella la gente salió un poco más tranquila.
Don Julio tenía que trabajar, tenía el turno de la noche para cuidar en la hacienda El Santuario, pero tenía pereza, no le daban ganas de ir, sentía la cabeza pesada e imaginaba que nadie tenía por qué entrar a robar esa noche justo cuando a él le tocaba celar. Enciende el radio y se recuesta. Cuando empezaba a dormirse, un resplandor como de fuego que salió de la cocina lo inquietó. Pensó que la estufa de leña podía haber quedado prendida. Se levantó de nuevo y fue hasta la cocina, que estaba oscura. No le prestó atención y regresó al cuarto. Recostado, al momento de intentar cerrar los ojos volvió a aparecer el resplandor, más grande, como si fuera candela pura.
—A lo mejor era la brasa que estaba escondida y se volvió a encender el leño; tocará ir a apagarla.
De vuelta en la cocina, vio la estufa completamente apagada. Volvió a la cama para intentar dormirse, pero al instante volvió a sentir otro resplandor, más fuerte que el anterior. La intensa luz roja alumbró la puerta, las paredes, las ventanas, el rostro y los pies del hombre. Se despertó nuevamente y por la ventana observó que la luz venía de afuera, de un árbol de chaparro, que parecía alumbrado por una llamarada. Al instante aquel resplandor desapareció. El hombre no le puso más cuidado a aquello y se echó a dormir.
Ni sintió regresar a la familia, que estaba donde una vecina con televisor viendo la novela. Todos se acostaron en silencio. Lo que vino después fue alboroto y una gran confusión. Por la calle se escuchaban ruidos de gente, gritos de señoras, frenazos de carros y un incómodo sonido a lo lejos un ruido indescriptible, que poco a poco se tornaba más fuerte y más cercano. Ya despierto, don Julio se dio cuenta de que no había luz eléctrica y solo escuchó unos ruidos como de explosión. Y supo que lo que sonaba así era el volcán que bajaba. Se oía como si piedras estuvieran partiendo la cordillera, como un desgarramiento del mundo, como que todo se acababa. Don Julio regresó a la casa y vio que los miembros de su familia todavía dormían. Sin dudarlo, tomó la tabla de un guacal y comenzó a darles nalgadas a sus hijos y a su mujer.
—¿Y usted por qué nos despierta así? ¿Qué le pasa, mijito? Mi papá ya no está vivo, y ese era el que me pegaba. Yo no me dejo maltratar de usted.
—O se levanta o se queda a dormir por siempre. Saque a los niños que el volcán explotó y nos va a llevar.
—No, pero espere, deje que me lleve los pollos, porque están muy pequeñitos y se pierden solos.
—¿Cuáles pollos? Si acaso saque la vida, porque aquí no va a quedar nada.
En la calle mucho ruido y confusión. Había tanta gente que no se podían mover. Todos estaban afuera y a oscuras, buscando la salida, pero lo más cercano era ese ruido de avalancha, fuerte, incesante, golpeador, rompetierra, mata-mundo. Algunos se trepaban a los altos árboles; otros buscaban los techos de las casas o de los altos edificios; pocos se treparon al tercer piso del hospital San Lorenzo y alcanzaron a contar el cuento; muy pocos alcanzaron a salir a la carretera nacional, y algunos como don Julio y su familia, buscaron las escasas colinas de ese valle. Iban todos en fila, para no perderse en el tumulto, doña Flora adelante, los niños en el medio y don Julio detrás con la linterna. A veces caminaban, se arrastraban y otras corrían. No sentían dolor ni cansancio; atravesaron charcos, alambres y gente, gente que iba cayendo sobre otra gente que antes había caído. Alcanzaron la colina, pero de repente llegó el lodo. Don Julio recuerda que sintió un latigazo en la pierna, algo que lo agarró, lo sumergió en el barro hirviendo, pero que después, como cuando un trompo hecha hacia arriba la punta, le dio la vuelta y lo fue sacando, o mejor, arrastrando, hasta una orilla del montecito.
La refundación de Armerito
Mientras la narración de don Julio avanza, con sus palabras precisas, tajantes y dolorosas, doña Flora Tapiero arma su propio relato, que no necesariamente sigue el de don Julio. Ambos recordando, narrando, cómo aquella noche los hombres se acabaron, y cómo también sucedió el milagro.
Don Julio: [...] esa noche, esa noche nos caía ceniza y agua, y viento. Esa noche, había una señora encinta. Esa noche se iba a alentar, pues, es decir, esa noche se alentó ahí en la loma, en plena intemperie.
Doña Flora: ese es el que llama Armerito.
Don Julio: Cuando resulta de que.
Doña Flora: lo bautizaron el Armerito. Lo llevaron pa' Bogotá, en un helicóptero,
Don Julio: cuando.
Doña Flora: lo bautizaron Armero.
Don Julio: cuando se alentó la señora, empezó a llamar: "Que llamen el padre porque el niño se va a morir, se me muere; llamen el padre que el niño se me muere". ¿Pero qué padre a esas horas? Bueno, entonces dijo un señor: "No, mi señora, es que aquí no hay padre". Le dijo otra señora: "Cállese, cállese, no le diga eso, no le diga eso. Llamemos una persona que sepa echar el agua, no es más, y le echamos el agua [Doña Flora: y cortarle el ombligo, ay, Dios mío] y ya", bueno.
Doña Flora: Y po^allá conseguimos ropa por allá de esa de lodo.
Don Julio: Bueno, que una señora, arre, arreglar la señora que estaba enferma; otras señoras, varias, que a conseguir ropa. Algunos se quitaron la camisa, la despedazaran y, bueno, tenga parque envuelvan el niño, parque envuelvan la señora. Otra señora se quitó la falda, por allá la desbarato que parque envolvieran la señora, que parque la taparan; que vamos a conseguir tejas a estas horas de la noche, por allá tejas pa' hacer un medio cambuche pa' favorecerla algo del sereno, figúrese, con tejas cuadradas así [burlas]. Bueno, pero se hizo, cuando la señora: "Ay, que el padre, que traigan el padre, que me quiero confesar, que el padre que parque me bautice el niño, porque yo no quiero que el niño se me muera sin bautizo entonces, una señora de las que estaban atendiéndola le dijo: "Señora, es que, aquí estamos en una tragedia y el padre aquí no está, ni sabemos de la vida de él". "Ay, entonces una persona que sepa echar el agua, pero que me le hagan el favor al niño, que el niño tien.
Doña Flora: En las horas de la noche nos rayábamos con los alambres; eso cruzábamos potreros. No veíamos a ninguno.
Don Julio: Bueno [Doña Flora: eso estaba oscura la noche], entonces le dije yo [Doña Flora: y la gente se veía negra] a ella [Doña Flora: si era blanca, se veía negra], le dije yo a ella [Doña Flora: y si uno era moreno, se veía más negro], le dije: Oiga, por ahí están llamando, que una persona que sepa echar el agua al niño. Yo se la puedo echar, le dije yo a ella, entonces ella también [Doña Flora: esto me lo hice con el alambre de púas], ella también se fue allá cerca donde estaba la paciente y le dijo a la señora: "Señora, que mi marido le puede echar el agua al niño, él sabe de eso. Ah, qué bueno, qué bien, que venga y que le echa el agua al niño, que venga y que., bueno. ¿El agua?, que el agua, que ahhh, que agua no hay, que vamos allá a la casa de tal parte, que no sé que. Le dije: No, echémole de cualquier agua. Eso recojan por ahí en un sombrero, en una cachucha, en lo que se pueda, un poquito de agua, es poquita, no, no vamos a echarle baldaos, es poquita [Doña Flora: es que una cosa es verlo y otra cosa es...]. Fueron y consiguieron un pocillaíto [Doña Flora: uno queda como temorizado...], fueron y consiguieron un pocillaíto de agua [Doña Flora: ... uno cree que uno va a volver] me lo trajeron [Doña Flora: otra cosa lo mismo]. "Mono" ¿que "usté es el que va a echarle el agua al niño? Le dije yo: Si Dios quiere [Doña Flora: queda uno como temorizado. ¿No?, se acuerda uno...], le dije yo pues: [Doña Flora: ... que...]. Si Dios quiere [Doña Flora: ... uno sufrió en carne propia], yo soy el que le voy a aplicar el agua [Doña Flora: la Tragedia en Armero...], que bueno [Doña Flora: . entonces uno que vivió esas cosas en carne propia.] que me sacaran el niño [Doña Flora: la gente salía pelada...], eh, me sacaron el niño [Doña Flora: ...sin ropa...], y [Doña Flora: ... como Dios los trajo al mundo...]. Le dije: Bueno, ¿el nombre? ¿Cómo se va a llamar el niño? [Doña Flora: ... las mujeres salíamos peladas...], ¿cómo van a llamar el niño?, entoes le preguntaron [Doña Flora: . porque la ropa nos la quitaban] a la mamá, que cómo iba a llamar al niño Ahh que Pablo, que Moisés. Otra señora le dijo: "No, mi señora, y por qué no le nombramos, como el pueblo ya se acabó, pues entonces, y de pronto es el mundo que se haya acabado, ¿por qué no le bautizamos al niño, Armerito? Dijo.
"Claro, claro, sí mija, que se llame Armerito. Yo soy la mamá y qué, y yo le pongo el nombre Armerito, que le pongan Armerito". Listo, bueno, dije yo: Bueno, usté me le pone, la mano en la espaldita al niño; usté también, y usté también; usté tóquemele un piecito; usté tóquemele una manito; aquí todos vamos a ser padrinos, y los que más quieran, entonces, como no alcanza el niño para todo mundo, pues entonces todo mundo va a poner las manos sobre todo mundo [Doña Flora: los que más quieran], los que quieran poner la mano sobre todo mundo, sobre una señora, pero haciendo cadena, haciendo un contacto, porque vamos a recibir una energía.
Habíamos como más de cien, y qué iban a alcanzar cien personas con un niño, pues ahí tenían que hacer contacto con las manos. La petición mía era que bastaba con que fuera tocao, porque ahí recibía la salvación, la energía. Bueno, dije: Entonces, como primera medida nos vamos a persinar, vamos a rezar, porque vamos es a hablar con Dios, parque Él nos mire con compasión en la forma que estamos, como hemos quedado, como estamos, como quedamos, como vamos a quedar, ya la mamá pide que el niño se llame Armerito, vamos a echarle el agüita, y todos, absolutamente todos, los que estamos acudiendo en esta loma vamos a ser los padrinos del niño. Empecé yo a rezar el Padre Nuestro, a persinarnos, a rezar el Padre nuestro, el Ave María, a echarle el agua. Y está bautizado. Bueno, la advertencia es de que si el niño no se muere, ya queda con el agua, que la persona, que la mamá, el papá, o las personas que lo conozcan y que lo vayan a mandar bautizar, únicamente le queda haciendo es falta lo que es el alumbrado, o el alumbrado no, porque ya también lo tiene, pero, bueno, mejor que le den más alumbrado, la sal y las demás oraciones, no más; ya el agua la tiene el niño, ya si el niño, por designios de Dios, llega a fallecer, ya se va bautizado. Muchas gracias, ya me tocó hacer las veces de cura1.
Al tiempo que don Julio narra el bautizo de Armerito, doña Flora interviene con breves palabras, que son como lapidarias sentencias que tratan sobre el final de los hombres y el mundo. Mientras los hombres blancos se ven como negros, y los negros... todavía más negros, y las gentes andan sin ropa, porque les quitaban la ropa y quedaban como Dios las trajo al mundo (como al principio —o al final— de los tiempos), don Julio señala un nuevo principio en pleno final, el de un niño que se llama como el pueblo. Porque Armero y quizá el mundo se acabaron, entonces el pueblo destruido, y por ende, el mundo que se acaba, quedarán prendados en el niñito que se salva de la tragedia, que se sobrepone al final. Armerito el niño es bautizado, y con este acto el pueblo de Armero es refundado. En la espalda, los bracitos y las piernas del casual niño que esa noche se "alentó" cae todo el peso de la angustia, el dolor, la incertidumbre de esa terrible transformación de la vida, de la vida vapuleada por la muerte.
En el norte del Tolima la tragedia de Armero puede asumirse como una acción mágica porque Armerito es un evento fantástico que conjura la destrucción de Armero y lo rescata de la afectación. Su bautizo es una contra, un hecho concertado, que busca resarcir la muerte y la tragedia. Es un evento mágico condensador, que da sentido al desastre que le sobrevivió a Armero esa noche, pero también al hecho de que Armero continuara existiendo pese a su desaparición. Don Julio, el sacristán que en esa noche observó raras señales, que fue prevenido por su hijo de que esa noche morirían y sufrirían muchos, y quien se salvó milagrosamente junto a su familia, es quien le echa el agua al niño, quien lo bautiza, y además convoca a una masa anónima de damnificados (que, en últimas, no eran anónimos, porque trágicos, embarrados, desnudos y desposeídos, todos ellos eran Armero) para que apadrine al niño. Cuando se echa el agua, que como bien dice don Julio "es el secreto mágico del bautizo", no solo se estaba nombrando a un nuevo cristiano, se estaba volviendo a hacer Armero sostenido en la fe de volver a ser en la figura de Armerito, aferrado y amarrado a la cadena de cientos de manos enlazadas que invocaron una energía divina en lo único que no les arrebató la avalancha aquella noche, la magia del alumbramiento, la posibilidad de parir y hacer fe de bautizo, aunque no hubiera hospital, aunque no hubiera parroquia ni documento que lo probase. Armero se había ido, pero al mismo momento, por gracia de la transformación mágica del mundo, lo que dejó de ser volvió a ser. El cantautor Darío Gómez y el grupo musical Los Legendarios en su canción de homenaje a Armero "El Volcán de la Cruz" dan cuenta de lo que en ese trance crítico se fue transformando.
Mientras que todo el pueblo sufría
Esa noche allí nace un niñito
Que por fortuna cuenta por vida
Para el mundo se llama Armerito.
Para hacer tan dramática actuación que condensa muchos de los elementos del conjuro, don Julio agarra dos objetos claves: de un lado, el agua; de otro, la palabra. El agua puede ser cualquier agua, no son baldados, es un poquito, que puede ponerse en una cachucha o un pocilladito. Esa agua será sagrada por la mano de Dios en el justo momento que se haga el bautizo. Esto nos haría pensar que si es Dios quien pone la mano en el agua, pero es don Julio el que con su propia mano echa el agua, entonces don Julio opera como si fuera Dios, como si mediara el poder de Dios en la consagración ritual. Julio Ramírez no es propiamente san Miguel (el que es como Dios). Julio no vive en el paraíso, por el contrario, su humilde casa es un lugar muy terrenal, el patio de tierra del cementerio del pueblo de Lérida, a unos 11 kilómetros del camposanto de Armero. Julio no es el Todopoderoso, pero sí logra funcionar por encima de Dios cuando las circunstancias de la vida lo precisan.
Otra de las canciones tributo a Armero y titulada "Reclamo a Dios", del dueto Silva y Villalba, increpa a Dios por qué abandonó a Armero en su tragedia.
Vengo de recorrer el sufrimiento
vengo de sentir el dolor
vengo de compartir triste lamento
vengo desde muy lejos y vengo a hablar con Dios.Perdón, Señor, si te pregunto dónde estabas
aquella noche que volteaste la mirada
no quisiste mirar hacia mi pueblo
se lo llevó el dolor y el sufrimiento.
No quisiste mirar hacia mi pueblo
se lo llevó el dolor. triste tormento.
El poder de don Julio reside en hacer accesible para el momento del tormento la gracia, un consuelo para quienes están muriendo. Y lo hace por medio de una operación de consagración, que se parece más a un hechizo que a un acto litúrgico. En el concepto mágico y artesanal de la palabra, el hechizo es algo postizo, algo que no es como la realidad, pero que opera en la realidad, en tanto la trasciende, por eso le da sentido a esa realidad. Y para eso se echa mano de todo, hasta de lo que es y no es Dios. Por ese mágico instante don Julio es mucho más que Dios, porque él tuvo que soportar a Armero y bautizar a Armerito cuando Dios ni siquiera se atrevía a voltear la mirada. Por eso don Julio pudo hacer de sacerdote sin ser sacerdote y pudo hacer un bautizo aunque faltara la sal2.
En el mismo momento que se derrama el agua sobre el niño la palabra actúa junto a la mano, por eso don Julio hizo persignar a la gente, y la puso a rezar el Padre Nuestro, el Ave María, a hablar con Dios, para que este ahora sí viera cómo estaba la gente, para que los mirara con compasión. Don Julio, mientras reza y suplica, también nombra y transforma. Pide que todos toquen al niño, que así llega la energía, que así todos serán tocados por ese milagro. Producto de la experiencia de campo y la autoridad de las palabras de los hombres y mujeres que evocan estos acontecimientos, se puede decir que Frazer (1994) y su explicación de la magia por contacto y sintonía, y los demás referentes de la antropología clásica que hablan de la magia como un sistema de operaciones que pone en relación el conocimiento empírico con los referentes del conocimiento cosmológico y naturalista (Uribe, 2003; Pinzón y Suárez; 1992), se quedan cortos para explicar el hecho mágico de Armero aquel 13 de noviembre en la noche.
La magia no ocurrió porque un elemento era simpático con el otro, ni porque existiera una relación de contacto o contaminación entre una cosa y otra; la magia del 13 de noviembre a las 11 y 10 de la noche en Armero reside en la plena transacción operativa, en la transformación de una cosa en otra, o en los procesos de contacto y semejanza. La mano de don Julio era la mano que intervino al Armero destruido y lo transfiguró en Armerito para continuar siendo a pesar de la tragedia. Aunque también es posible lo contrario: si Armerito fuera como Armero, entonces Armerito sería un difunto, una tragedia incesante.
Lo que se vislumbra cuando los de Armero hablan de Armerito es que el niñito es toda la vida y la esperanza que ya no es Armero; sin embargo, al ser Armerito la contra, la respuesta, este se encuentra cargado del significado del acto transformador que acabó con Armero, y entonces Armerito es también muerte y tragedia. Pese a que el niño sale del lodo, pareciera que de allí nunca se desprendió porque lleva a sus espaldas el nombre de un muerto enterrado en el lodo que es él mismo.
Luego del agua y el rezo viene la imposición del nombre, del que son testigos los padrinos y el silencio de la sepultura que no ha terminado de cerrarse. Para que el bautizo sea completo, además de la sal quedan faltando algunas oraciones3, pero en caso que el niño muera ya irá al cielo, porque lo esencial del bautizo ya está consumado. Creo que hay varios milagros en juego. El primero es que se mantenga la vida, o por lo menos la gracia y la salvación del niño. El segundo es que con la gracia y salvación de este también se salve el pueblo destruido y sus sobrevivientes despojados. En un principio, pareciera que más se piensa en la salvación espiritual del niño que en su salvación física, es más, podría pensarse que su salvación espiritual es lo más importante, porque la unción de Armerito, su carácter sagrado, lo harían el mejor objeto de sacrificio para el Armero que precisa del favor divino de la salvación en medio de la tragedia. En últimas Armerito es sacrificado, y en cierto modo el niño muere porque se vuelve Armero en el propio momento del bautizo. Es este un intercambio agonístico de vida por muerte (Hertz, 1990; Suárez, 2009).
Don Julio y doña Flora cuentan que la gente de Armero también menciona que Armerito fue salvado. Dicen que el día siguiente, el 14 de noviembre, llegó un helicóptero piloteado por una tripulación japonesa a la colina donde estaban estos sobrevivientes y se llevó a Armerito y a su madre, ambos todavía ligados por el cordón umbilical. Se los llevaron para Bogotá, al Hospital Militar, y hasta ahí se sabe de ellos. De él dicen muchas cosas: lo ubican en muchos lugares; las gentes de la zona dicen que Armerito debe estar en Suiza, porque algunos armeritas terminaron allá luego de la tragedia. Con el mismo argumento ubican al niño en Estados Unidos, Japón y otros sitios de Europa, a propósito de la cantidad de personas que vinieron de varios países a colaborar con los sobrevivientes de Armero. A doña Flora le parece que Armerito tuvo que haber vivido en Bogotá y ser un hombre bueno y normal como cualquiera. A esa misma versión don Julio le agrega una nueva trama: Arme-rito puede ser Pablo Armero, famoso futbolista lateral izquierdo del Club América de Cali; dice que Armerito de pronto es Pablo Armero porque no conoce a nadie que tenga de nombre o apellido Armero; además, en la edad se parecen y como que en el físico también. Igual, para don Julio todo puede ser4.
El paradero del niño no es. Y esto aumenta el poder que emana de su nombre. Al ser ubicado Armerito en cualquier lugar (o en ninguno) se da por sentado que a Armero es posible evocarlo en cualquier parte. Un pueblo que fue arrancado con violencia se le puede ubicar en cualquier lugar donde haya un niño, un niño como los de Armero, que además fueron miles5. Pero a Armerito se le encuentra incluso en Armero. El escaso recuerdo de su vida esa noche en el Armero arrasado y la evocación del milagro que trae consigo tienen sentido en el mismo camposanto. Al antropólogo Luis Alberto Suárez le contaron que Armerito se ve en Armero todos los 13 de noviembre, y una de las cosas que hace allá es visitar la tumba de la niña Omayra Sanchez, el símbolo y rostro que más se conoce de esta tragedia. Dice Luis Alberto Suárez que un encuentro entre esos dos debe ser una cosa mágica y mística; una magia y una mística atravesada por el dolor y la sorpresa.
La niña Omayra: culto infantil y trágico
Omayra Sánchez, símbolo de la tragedia y de la vida que con fiereza arrasó la muerte. Fue una niña que medio enterrada —como muchos otros en Armero— duró tres días en las aguas fangosas sin que pudiera ser rescatada. En la agonía de sus últimos instantes y en su tumba abierta, reporteros, rescatistas y millones de espectadores de los medios que transmitían la tragedia veían cómo se apagaba la vida de la niña acosada por el lodo. Dice Andrea Buitrago (2010) que con la muerte de Omayra cesa la esperanza de la vida en Armero. Esa muerte, por la valentía con que la niña la asume y por el gran sufrimiento que concentra es tomada por las gentes de Armero y también por muchos que no tocó la tragedia como un martirio, que puede evocar una profunda fe y el favor —concedido por Omayra— del milagro. Omayra en su muerte, y en las historias y cultos construidos alrededor de su persona, puede ofrecer toda la gracia y la vida que se fue con Armero.
Omayra concede muchos favores; su tumba se convirtió en un santuario en el que la gente deposita peticiones, juguetes, imágenes religiosas, placas de agradecimiento, fotografías, velas que se consumen y muchísimas flores. Los objetos de aquel santuario se devoran unos a otros "en una avalancha" de cosas sagradas, que con el tiempo van cambiando su sitio, su forma y su presencia. El carácter contaminante de lo sagrado (Douglas, 1973) hace que los objetos de la niña Oma-yra sean contagiosos. Lo que tiene contacto con Omayra puede tener el favor de la niña, de allí que tantas personas y tantas cosas acudan a ella. Pero por ser Oma-yra de Armero y encontrarse en el camposanto, ella se encuentra cargada (como tantos otros) de la fatal tragedia, así como de malestar, o como dicen en el norte del Tolima, de "la brujería" y su carácter contaminante, que hacen que Omayra también sea tenida como una entidad que utilizan para oficios ocultos. Las fotografías que dejan los visitantes en el santuario de la niña son amarradas o sepultadas entre los muchos objetos que allí aparecen, y da la impresión de que las personas de aquellas fotos se encuentran atadas al poder de la niña Omayra, que puede favorecer, pero también destrozar.
El desorden de los objetos, como en avalancha, ponen el mundo de revés. En un ambiente infantil, pero en últimas macabro, puede verse a una Rana René que se cuelga de los brazos de un Divino Niño y muchos otros juguetes alternados que terminan devorando a las imágenes de santos, vírgenes o evocaciones del Señor. Con el tiempo, el agua y la desolación del cementerio que es Armero aquellos objetos se desgastan, los muñecos toman formas horribles, las fotografías se consumen consumiendo a la persona, las estatuas de santos terminan siendo destrozadas y descabezadas, las figuras santas se queman y las velas se desparraman, dando la impresión de que todo se está acabando entre chorros de calor y parafina. Pero por la misma fe el santuario se renueva o se remienda, cosas nuevas se ponen encima de las viejas para también volverse viejas y contaminadas; mientras la vida y la muerte se suceden, todo lo acaba y lo mantiene el tiempo.
La vida y la muerte van la una con la otra, suelen ir agarradas de la mano y cargándose entre ellas. En el cementerio de Murillo, un poblado por el que pasó la avalancha del nevado del Ruiz pero que no lo acabó como a Armero, encontré entre los adornos de una tumba en su cementerio la tarjeta de invitación de un entierro en que se leía esta sentencia:
No se muere, se nace una segunda vez
y se vuelven jazmines los dedos de los pies.
Venimos de la luz y vamos hacia ella,
con vocación de noche y con vocación de estrella.
Armerito y Omayra son, como muchos de los que esa noche estuvieron en Armero, la muestra de sufrimiento, dolor y sacrificio. Los nombres de este par se mantienen, se recuerdan, mientras que los de muchos otros se perdieron en el lodo, el olvido y las cruces rotas del camposanto. Este par pueden ser muchos otros, pero la imagen de la tragedia se concentró en estos dos recorridos de la vida y de la muerte. Mientras Omayra fue la entrega en sacrificio a la inapelable muerte, para con ella asumir que todo Armero moría, Armerito se sacrificó (en el término de que se volvió un ente sagrado) para que Armero continuara de alguna manera vivo pese a la inexorable muerte. Si bien en la cronología de la tragedia ocurrió primero el nacimiento de Armerito y luego la muerte de Omayra (tres días después de que pasó la avalancha), considero que para comprender el escenario de la tragedia fue preciso asumir que Armero moría junto con Omayra para luego nacer, nacer una segunda vez con el nacimiento de Armerito. Como en el mito cristiano, al tercer día se resucita, pero siendo Armero un universo al revés, se comprende que la resurrección ocurriera tres días antes de la muerte. Esa fue la clave de Armero, renacer antes de su muerte.
La presencia de la muerte
Las representaciones alrededor del final de la vida están directamente relacionadas con el sentido trágico. Sin embargo, la muerte no es pensada solo como un evento terminal, la misma hace parte de un proceso de transformación y consagración en el tiempo. En Murillo, el primer lugar que sintió el turbión de la avalancha, don Roberto Gómez (q. e. p. d.) tenía una manera de concebir el universo. El universo parte de una condición básica, es diverso. Y en este existe la vida de la misma forma que existe la muerte. La muerte acaba con el cuerpo, pero no con el espíritu, y el espíritu, luego de la muerte del cuerpo no se dirigirá a un estado ulterior como el cielo, sino que se instala nuevamente en el mundo, manteniendo su genética, la estabilidad de sus partículas, pero en otro ser, que puede guardar y quizá acumular los recuerdos y sentimientos de las anteriores vidas. Todo es un proceso. La vida y la muerte hacen parte de ello, y todos estos pasos, aquellas transformaciones, habrán de llegar a una culminación; a eso don Roberto lo llama "una vida en comunidad". Ese estado último no se soporta en la religión o en lo divino, esto no es aleluya, es esta una condición más humana. Tampoco es unidireccional, porque puede avanzar como también puede retroceder. Para mantener el proceso de ese universo, los espíritus deben reencarnar pronto, quizá en el mismo momento de la muerte, cuando otro va naciendo; de esa forma se garantiza la permanencia. En el momento en que se produjo la muerte de Armero, la manera de entender la muerte en el norte del Tolima también fue esencial para comprender y asimilar la tragedia. El pueblo y la gente que esa noche murieron se transformaron, una vez que se acabó su mundo, en entidades que bajo formas espirituales, animistas o contrahechas mantuvieron una relación con el sentido del lugar que fue Armero, y paradójicamente, lo revitaliza, pero de una manera en la que la tragedia, el dolor y la pérdida son los nuevos referentes del lugar y las maneras de evocarlo y narrarlo.
Los habitantes del norte del Tolima guardan una relación estrecha entre muerte y tragedia que se reedita en cada conmemoración de la tragedia, mediada incluso por un sentimiento festivo. Cada 13 de noviembre en Armero hay celebración, se celebra una tragedia, por eso los que eran de Armero caminan las extintas calles del borrado poblado mientras beben. A la tarde, los corrillos de música popular y de voces encendidas resuenan en algunas esquinas del Camposanto, en una mezcla de risas y a veces llantos, producto del mismo guayabo, de la resaca de beber y recordar que se perdió Armero.
Esa alternancia de la fiesta y la muerte, del regocijo y la tragedia, son un binomio inseparable al momento de pensar y sentir a Armero. Las oposiciones, el carácter maniqueo son un punto nodal para acercarse a ver la vida en detalle, más cuando esta vida se encuentra minada por su contrario la muerte. Cuando la avalancha arremete, una primera situación que se presenta es que el mundo queda alterado, dividido; aquellos que murieron en Armero quedaron mitad afuera de la tumba que antes era un pueblo, al mismo tiempo, los que sobrevivieron a la avalancha quedaron mitad enterrados en ese mismo pueblo arrasado. Así, los que murieron quedaron medianamente vivos, y los que se salvaron quedaron medianamente muertos.
En este medio término, jamás concluido, toma forma la explicación mágica, el conjuro, como formas de reordenamiento del mundo desde sus pedazos sepultados y emergentes. La inversión de una realidad trágicamente enterrada da para que el conjuro de Julio Ramírez en el bautizo de Armerito saque al pueblo arrasado de su trágica muerte y lo exponga a una nueva condición de sitio trágico, donde convergen muertos, sobrevivientes y renacidos, todos estos manteniendo el recuerdo de lo que fue y de lo que ahora es Armero.
La niña Omayra, con su muerte y su entierro entre el lodo, generó una compasión y tristeza generalizadas, que luego se transformaron en solicitud y peregrinación a la tumba de la niña que por la forma de su muerte se erigió como dadora de favores para aquellos que le piden y la ofrendan con juguetes. Piden en nombre de su dolor y padecimiento; piden por las formas de su muerte, en especial por salud y solución de sus problemas. Esto trae consigo otro de los referentes más críticos de la transformación visceral que representa Armero: aquí la tragedia puede ser leída como la oportunidad de lograr fortuna en medio del peor de los desastres.
El bien y el mal claudican a la vez que se fortalecen en Armero. La vida y la muerte, tocadas por la forma de lo sagrado y lo trágico, reclaman las almas de los que se debaten entre el lodo a la vez que el desdichado sobreviviente toma partido en medio de la desolada inversión del mundo. Aquel que creía en Dios reniega del abandono divino, así como el incrédulo se pone en las manos del Todopoderoso cuando siente que el mundo se desarma. El sistema de creencias en magia y brujería se hace fértil cuando juegan estos opuestos y sus contradicciones.
Discusión: El sentido de contar
La narrativa es un acto de organización de la realidad, sostenida en los referentes que un grupo social ha desarrollado como experiencia vital en el tiempo, con los referentes del paisaje en donde se han asentado, y con los procesos de generación de una memoria colectiva que se toman como referentes que interpretan y significan la realidad vivida (Ricoeur, 1999). A esta realidad se suma la calidad del sujeto que construye la narrativa desde la forma en que su experiencia personal aporta unos elementos semánticos e históricos que se mueven en el marco colectivo produciendo una narrativa vinculante, integrada por referentes individuales y del cuerpo colectivo que le dan la impronta y profundidad al tipo de narración desde la cual comprende y declara su mundo.
Para el caso de la tragedia de Armero, los relatos de don Julio y doña Flora, al igual que el de muchas más personas que vivieron el desastre y se enfrentaron el final del mundo por ellos conocido, se convierten en acciones declarativas y significantes de la nueva realidad por constituir. El punto de partida es el acto enunciativo de transformación en secuencia. Esto empieza en la narrativa de don Julio con un primer acto, la advertencia premonitoria de un mundo que se va a destruir mediante anuncios verbales y experiencias sensitivas con el fuego nocturno. A esto le sucede el desarrollo de la avalancha y su tragedia, con la correspondiente desaparición de Armero y de la identidad de cada uno de sus habitantes —vivos y muertos—, quienes quedan enterrados o cubiertos por el lodo. Un estadio posterior es el de la refundación de Armero en Armerito y la supervivencia de la impronta de Armero en la vida que de esta alumbra en la misma noche de su desaparición.
Ahora bien, la producción de este relato se circunscribe a las condiciones de las que emerge: vidas interrumpidas, el golpe trágico de la desaparición, el encumbramiento de la muerte, y un dolor total, convertido en sopor, en pesadilla que ofrece al relato un contenido onírico y de recordación ambivalente que se hace manifiesto en las piezas del relato aquí presentado.
Arianna Cecconi (2014) señala que los campesinos de Ayacucho, en el Perú, significan las memorias y narrativas de la guerra entre el Estado y Sendero Luminoso alrededor de sus muertos y de los relatos que hacen sobre los ausentes por medio de los sueños. Zivkovic (2006) menciona que existen narrativa asociadas a los estados difusos e inconscientes, en los que se representa la vida de una sociedad por medio de las metáforas oníricas que sus miembros producen. Así mismo, Ospina (2011), a propósito de las narrativas de pacientes afectivos internados en clínicas de reposo, menciona que la producción de dichas narrativas está mediada por lo que el paciente manifiesta como síntoma de un proceso orgánico, pero también por las relaciones que este establece con un mundo social e interpersonal donde el malestar da cuenta de la composición del mundo del que emergen tales relaciones.
Estos procesos de narración centrados en el ensueño o en la configuración de memorias en un contexto límite dan lugar a claves explicativas que se afianzan en el tiempo en que se desarrolla la narración. La narrativa entreverada de don Julio y doña Flora no se generó solo en la noche del 13 de noviembre, aunque los insu-mos y significantes que las sostienen provienen de este momento crítico, se fue desarrollando como proceso de condensación y destilación (Páramo, en Enciso, 1995) que ha dado forma a una narrativa de refundación y revitalización que tiene vigencia y sentido hasta el presente.
Por demás, el sentido de esta narrativa se ha ido construyendo en relación con un sistema de pensamiento centrado en referentes mágico-religiosos de larga tradición en las poblaciones del norte del Tolima. En estos, el conjuro y la transformación de la realidad mediante el uso de la palabra en espacios mágico rituales —como el del nacimiento y bautizo de Armerito— justifica y viabiliza los cambios de sentido e identidad dramáticos que tienen las personas y los lugares (Caro Baroja y Arroyuelo, 1969). Para el caso de la tragedia de Armero, su interpretación como hecho fatal y renovador se justifica desde su dimensión narrativa y semántica, que es acorde con la forma ritual y simbólica del pensamiento mágico del que sus sobrevivientes son portadores.
Conclusión
Armerito, quien fue la refundación de Armero, su salvación y esperanza, es la inocencia representada en el recién nacido, pero también es el hechizo conjurado del propio Armero. Armerito es una figura consagrada en el bautizo, tiene un carácter contaminante del que se nutren los anónimos sobrevivientes en esa trágica noche; con Armerito, todos los que hicieron contacto con él se bautizaron como "valancheros", que así se llaman a los que golpeó el lodo, son estos los hijos de la avalancha.
En la espaldita de ese pequeño recae todo el sacrificio que el desaparecido Armero ofrece para no morir del todo, para continuar en alguien que es como él, pues Armerito no solo lleva el nombre de Armero, también es un desposeído, un arrasado, y si se quiere, un enterrado que erra (vaya paradoja), como lo es Armero en los muchos sobrevivientes que de allí salieron vagando por el inmenso mundo con su enorme pena. Es un niño, es un embrujo, es la promesa de la vida y, a la par, la enunciación de la muerte.
La niña Omayra, el símbolo de la tragedia que murió esperando un milagro que la sacara de la tumba de lodo en donde acabó su vida, ahora hace milagros a la gente devota que se acerca a su tumba pidiendo favores. Lo que le negó la suerte ella lo otorga de manera desbordante, pues desbordantes son las flores, los exvotos y las súplicas que le llegan. Parece que Omayra condensa toda la grave paradoja de Armero: en un lugar donde se extinguió la vida es posible pedir por la vida. El intercambio agonístico entre vivos y muertos (Suárez, 2009) es el que mantiene a Armero tan vivo pese a su propia muerte.
Estas evocaciones de la desaparecida urbe y el sentimiento que trae consigo la tragedia aparecen en estas historias y recuerdos, que también son ausencias. En la ciudadela Simón Bolívar de Ibagué, en el sector de Nuevo Armero6, doña Car-menza Conde dice que con el desastre se puede dar cuenta que uno no es nada, absolutamente nada, porque en la avalancha todas las posiciones, todas las jerarquías se acabaron y dejaron a todos por igual. El que era pobre, el que era rico, el que era feo o bonito, todos quedaron igual con la avalancha. Nadie era más que el otro, todos comían de lo mismo, y todos sentían lo mismo porque a todos la tragedia los dejó sin nada. Lo mismo dirá en Armero-Guayabal —el pueblo que tomó el nombre de Armero— don Víctor Urueña (q. e. p. d.): no importa que uno sea pobre o rico, viejo o joven, grande o chico, todos terminaremos ocupando algún lugar en el cementerio. Y mientras la vida nos dura también buscamos nuestro lugar, no propiamente en el barrio de los acostados (como llaman en Colombia a los campos santos) pero sí en el mundo de la sentida vida donde vamos calificando el poder de nuestra creencia, y donde le vamos otorgando sentido a las cosas, para poder continuar, aunque uno no sea nada.
Son muchos los armeritas o los tocados por la avalancha que creen en el magnífico poder que concentran la niña Omayra o Armerito. Esto se debe a que cada uno a su manera se hizo a la condición trágica, esperanzadora y fatal de aquella avalancha que invirtió el orden del mundo, y de paso orientó la razón y la conciencia de quienes narran y recuerdan la tragedia hacia una acepción mágica.
Por eso, un niñito del que solo en una noche se conoció su vida logró mantener de alguna forma (difusa, si se quiere) el recuerdo del finado Armero. Del mismo modo, Omayra, la hija del destruido pueblo (Buitrago, 2010), es la huella de la tragedia, que se hace más honda cuando el sufrimiento de esta niña se intercambia por un milagro.
En el espíritu de señalar y significar con palabras las actuaciones del destino, el nombre del devastado Armero y sus personajes críticos son voces que se confunden, pues cada una a su manera es la semántica de la tragedia. Luego de devastado Armero se propuso reconstruir una nueva ciudad que albergara a los sobrevivientes; esta ciudad tendría que construirse en otro lugar, con menos riesgos de desastres, y desde cero, empezando por el nombre. Se propuso en un momento que se llamara Ciudad Omayra:
La Nueva Ciudad debe llamarse "Omayra"
[...] La niña mártir, símbolo de la valentía, arrojo y heroicidad del pueblo to-limense, cuya raza ella representa con imagen imperecedera debe en cambio perdurar de manera inolvidable, y la nueva ciudad debe llevar su nombre, como ejemplo y homenaje a su holocausto. (El Combate, 28 de noviembre de 1985)
Al tiempo, tomaba fuerza la idea de que esta nueva ciudad se llamara Armerito Salvador. No hablan propiamente de que la ciudad recibiera el nombre del niño Armerito, pero la fuerza de aquel nombre es enorme:
¿Armerito Salvador o San Lorenzo de Armero?
[...] Y este deseo de los genuinos «armerunos» nos lo han expresado al conocerse la noticia sobre la pronta reconstrucción de la población arrasada y que el señor Presidente de la República notificó en su reciente viaje a Cartagena. Alguien dijo allí, reflejo de poética imaginación, que se llamaría la nueva urbe: Armerito Salvador o que sería su patrono... (El Tiempo, 22 de noviembre de 1985)
Armero no se reconstruyó, solo permanecen las ruinas de su camposanto, el recuerdo, y algunos sobrevivientes fragmentados y dispersos en pequeñas colonias o sectores donde siguen viviendo pese al enorme vacío que todavía significa la tragedia. Armero en medio de su ausencia física es una presencia mágica que nos alimenta con tragedia, memoria, alegría, tristeza, esperanza y fe. En una relación recíproca, el pueblo luego de ser hechizado pudo hechizar; desde su tragedia emanan poderosos conjuros que nos enamoran, nos matan en vida, nos hacen cautivos y dejan en aquella planicie del norte tolimense un lugar sagrado que contamina (que consume) con sus palabras y recuerdos la vida de los vivos que quedaron sin vida aquel 13 de noviembre en la noche.
Notas
1 Grabación hecha por Luis Alberto Suárez el 6 de noviembre de 2006 a don Julio Ramírez y doña Flora Tapiero en Lérida (Tolima). Transcripción de Omar Ramos.
2 Para don Julio, la sal es un implemento importante en el bautizo, no solo por su valor litúrgico, también porque la sal desprende a los hombres del carácter salvaje y primitivo. Cuenta el viejo que alguna vez, cuando estudiaba en una granja de curas para niños huérfanos, los sacerdotes los llevaron a la frontera entre Colombia y Venezuela, por donde están los guahibos. Iban a evangelizar; para ello tenían que lograr dos cosas: la primera, que los indios aceptaran la fe en Cristo; la segunda, que comieran sal. Para ser como los cristianos no solo debían ser bautizados, también debían probar sal.
3 En otra ocasión en que don Julio contaba del bautizo de Armerito dijo que algo más quedaba pendiente: si el niño sobrevivía, para que el bautizo fuera completo se necesitaba la escritura del mismo, su acta, y el registro del mismo en archivo. Para mí esto fue motivo de sorpresa, pues la gran mayoría de alegorías y argumentos históricos de estos viejos provienen de la palabra contada, de su oralidad. Sin embargo, la escritura con su particular uso de la palabra también influye en las formas de contar que caracterizan a estos hombres; en este mismo sentido va la consulta y fe que tienen algunos en el norte del Tolima por los libros de hechicerías y ciencias ocultas, en los que la frase precisa, el conjuro recetado operan como un cánon, una palabra fijada y no otra, pues si se trastoca esa palabra, la eficacia puede reducirse, pierde su poder. Para que esa palabra no se embolate, don Julio pone énfasis en un texto que soporte el bautizo de Armerito; al igual que la maldición de la muerte del cura también se soporta en un presunto texto donde quedó registrada. En la palabra oral y escrita se moviliza la memoria.
4 Pablo Armero, actual defensa del Guarani Futebol Clube de Brasil, es un hombre de 34 años que tiene un destino muy diferente del que se le hubiera presentado en la tragedia: nació casi un año después de la avalancha y es originario de Tumaco (Nariño); sin embargo, no deja de ser llamativo que sea de apellido Armero y que haya nacido un noviembre, no el 13, sino el 2, que es el día de los difuntos.
5 En los albergues y hogares del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar llegaron muchos niños sin padre, sin madre, sin sombra de hogar; ellos también fueron arrancados de sus casas y sus familias. Fueron muchos los huerfanitos que quedaron a la buena de Dios, y que después tomaron los más impensados rumbos; de esto han dado cuenta los medios de comunicación cada vez que se conmemora un nuevo aniversario de la tragedia.
6 Un barrio, como varios más en diferentes ciudades, que se hizo para albergar a quienes sobrevivieron de la avalancha. Así como en Ibagué, estas reconstrucciones parciales se hicieron en Bogotá, Soacha, Lérida, Armero-Guayabal, Mariquita, Ambalema, entre otros.
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