Gestión del riesgo de incendio en Hispanoamérica y Filipinas: reformas urbanas, medidas normativas y circulación de saberes (siglos XV-XIX)*

Fire management in Hispanic America and Philippines: urban reforms, regulatory measures, and circulation ofknowledge (15th - 19th centuries)

Gestão de riscos de incêndio na América Hispânica: reformas urbanas, medidas regulatórias e circulação de conhecimento (séculos XIV-XIX)

Loris De Nardi
Doctor en Historia y comparación de las instituciones políticas y jurídicas europeas por la Universidad de Messina (Italia). Actualmente se desempeña como investigador asociado del Centro de Estudios Históricos de la Universidad Bernardo O'Higgins y colaborador externo de la Universidad de Navarra ICS, Creativity and Cultural Heritage; desde 2019 es Investigador responsable de RED Geride, red internacional entre centros de investigación para el estudio comparado e interdisciplinar de las Políticas Públicas de gestión del riesgo de desastres en Latinoamérica (ANID, PCI, REDES190175). Sus investigaciones se centran en Historia de las Instituciones Políticas y Jurídicas, y en la Historia de las Políticas Públicas de Gestión de Desastres. Autor de una monografía y dos manuales escolares, ha publicado más de treinta artículos en revistas indexadas y capítulos de libros y ha coordinado dos obras colectivas. Orcid: 0000-0003-3862-3193 lorisdenardi@gmail.com

Macarena Cordero Fernández
Académica del Instituto de Historia de la Universidad de los Andes. Sus líneas de investigación se insertan dentro de la historia cultural de América colonial y la nueva historia institucional. Ha dirigido y patrocinado proyectos Fondecyt. En la actualidad es la investigadora responsable del proyecto Fondecyt Regular N° 1200245, "Las Comisarías de la Inquisición en Chile, siglos XVI-XIX" y co-investigadora del proyecto REDES-ANID (ex CONICYT) 2019 "Estudio comparado e interdisciplinar de las políticas públicas de gestión del riesgo de desastres en Latinoamérica".
Orcid: 0000-0003-2385-0537
maca.cordero@yahoo.es

*Esta investigación se desarrolló en el marco de las actividades de Red geride (anid, pci, redes190175), financiada por anid y patrocinada por ceal-pucv, uandes, ira y ciesas.

Citar como: De Nardi, L. & Cordero Fernández, M. (2021). Gestión del riesgo de incendio en Hispanoamérica y Filipinas: reformas urbanas, medidas normativas y circulación de saberes (siglos XV-XIX). Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe colombiano (septiembre-diciembre), 11-39.


Resumen

Las políticas de gestión de riesgo de las autoridades hispanas en los territorios peninsulares y americanos orientadas a disminuir la existencia de incendios pueden considerarse un campo casi inexplorado por la historiografía institucional y jurídica. A partir de una muestra de ejemplos, este artículo presenta una primera panorámica de la intervención urbana y medidas normativas que permitieron a las autoridades mediar y operar sobre el tejido urbano para reducir la vulnerabilidad al fuego de las ciudades hispanoamericanas, reglamentar o censurar todos aquellos comportamientos considerados productores de riesgo de incendio y disciplinar a la población respecto de la importancia de no manejar el fuego de manera imprudente o negligente. Labor que desde finales del siglo XVIII se vio complementada, con los estudios y obras de "policía y de higiene" respecto a la reducción del riesgo de incendio, que circularon en el ámbito hispánico, y que fueron transferidas en normas y reglamentaciones adoptadas en diversos espacios que integraron la monarquía hispánica, examinando en esta oportunidad, los casos específicos de Cuba y Felipinas.

Palabras claves: monarquía hispánica, incendios, gestión del riesgo, reformas urbanas, disciplinamiento social.


Abstract

The risk management policies of the Hispanic authorities in the peninsular and American territories aims to reduce the presence of fires can be considered an almost unexplored field of institutional and legal historiography. Bases on some examples this article wants to provide a first overview of the urban reforms and regulatory measures that allowed the authorities to mediate and to intervene on the urban structure to reduce the vulnerability to fire of Hispanic American cities, regulating or abolishing all behaviors considered fire risk producers, and warning the population regarding the importance of not use fire recklessly and negligently. Work that was complemented, from the end of the 18th century, with the studies and manuscripts of "police and hygiene" regarding the reduction of fire risk, which circulated in the Hispanic sphere, and were transferred in rules and regulations adopted in various spaces of the Hispanic Monarchy, examining in this occasion, the specific cases of Cuba and Philippines.

Keywords: hispanic monarchy, fires, risk management, urban reforms, social discipline.


Resumo

As políticas de gestão de riscos das autoridades ibéricas nos territórios peninsular e americano que estão orientadas a reduzir a existência de incêndios podem ser consideradas um campo quase inexplorado pela historiografia institucional e jurídica. Com base em uma mostra de exemplos, este articulo tem como objetivo entregar uma primeira visão geral das reformas urbanas e medidas políticas que permitiram às autoridades hispânicas intervir no tecido urbano para reduzir a vulnerabilidade de incêndios das cidades hispânicas americanas, regular ou censurar todos os comportamentos considerados produtores de risco de incêndio, e disciplinar a população em relação à importância de não lidar com fogo de forma imprudente ou negligente. Trabalho que foi complementado pelos estudos e obras de "polícia e de higiene" sobre a redução do risco de incêndio, que circulou no campo hispânico, e que se transferiram em normas e regulamentos adotados nos diversos espaços que compunham a Monarquia Hispânica, examinandose, nesta ocasião, os casos específicos de Cuba e das Filipinas.

Palavras chave: monarquia hispânica, incêndios, gestão de riscos, reformas urbanas, disciplina social.


Introducción

Las políticas de gestión de riesgo de las autoridades hispanas en los territorios peninsulares y americanos orientadas a disminuir los incendios pueden considerarse un campo casi inexplorado por la historiografía institucional y jurídica. En efecto, de los numerosos estudios monográficos de carácter académico relativos a incendios acaecidos en el ámbito hispánico, muy pocos examinan las ordenanzas promulgadas por las autoridades que tuvieron por finalidad reducir la vulnerabilidad de las ciudades al riesgo de incendio, así como también reglamentar los comportamientos considerados productores de fuego peligroso; y escasos son los que revisan cómo evolucionaron tales medidas con el paso del tiempo1.

A partir de una muestra de ejemplos, este artículo presenta una primera panorámica de las reformas urbanas y medidas normativas que permitieron a las autoridades hispanas intervenir sobre el tejido urbano para reducir la vulnerabilidad al fuego de las ciudades hispanoamericanas, reglamentar o censurar todos aquellos comportamientos considerados productores de riesgo de incendio y disciplinar a la población respecto de la importancia de no manejar el fuego de manera imprudente o negligente. Labor que se vio complementada con los estudios y obras de "policía y de higiene" respecto a la reducción del riesgo de incendio que circularon2 en el ámbito hispánico y que fueron transferidas en normas y reglamentaciones adoptadas en diversos espacios que integraron la Monarquía Hispánica, examinando en esta oprtunidad los casos específicos de Cuba y Filipinas.

Tras tales normativas hubo un esfuerzo tanto de la Corona como de las autoridades locales por controlar los comportamientos, en este caso con miras a impedir prácticas que pusieran en riesgo la infraestructura material y la integridad de los subditos. Más aún, el esfuerzo gubernamental estuvo orientado a enseñar a la población urbana de la Monarquía Hispánica de qué manera manipular ciertos elementos combustibles, para así evitar el riesgo de incendios. Se trata, entonces, de un plan global cuya finalidad fue disciplinar socialmente a los individuos, sus prácticas y comportamientos, quienes debieron adecuarse a las nuevas formas de construcción, edificación, venta de elementos combustibles, entre otros, con miras al bien común o la felicidad pública, según el momento de la reglamentación. Como indica Tomás Mantecón (2010), es "...un amplio proceso de regulación e instrucción social que afectaba todos los ámbitos de la vida" (p. 265), que "... pretendió contrarrestar prácticas, representaciones, rituales y costumbres que se contrapusieran al discurso de la élite" (Cordero Fernández, 2014, p. 143), aunque consensuado con los demás estamentos a los que iba dirigida la norma, los cual podían recrearla a partir de sus propias particularidades. Por ello, para explicar las políticas de gestión de riesgo, optamos por el concepto de control social, entendiendo esta idea como

... una variedad de prácticas y creencias dirigidas a que las personas actúen de una manera deseable o conforme a un ideal. Por tanto, conlleva el disciplinamiento de comportamientos, la mediación de conflictos, la imposición y aceptación de normas y la búsqueda de soluciones. Todo ello realizado por agentes del Estado, policías... como también, por los particulares... y demás instituciones sociales." (Cordero Fernández, 2014, p. 145)

Postulamos que la normativa de gestión de riesgos, y la específicamente concerniente a incendios, constituyó una política y preocupación pública permanente para la Monarquía Hispánica, que a lo largo de los años permitió modernizar y transformar el tejido urbano con el fin de impedir o aminorar estos acontecimientos, a través de la promulgación de una normativa y reglamentación urbana de carácter particular.

La intervención urbana y la reducción del riesgo de incendio

Desde el bajo Medievo, y durante toda la época moderna, en los territorios hispánicos se promulgaron normas y medidas urbanas para reducir la vulnerabilidad al fuego, tanto por parte de la Corona como por las autoridades locales. En general, entre otros aspectos, el proceso intentó imponer algunas reglas al desarrollo urbano, favorecer el acceso de la población al agua, trasladar fuera del centro de la ciudad las actividades más peligrosas, y prohibir el uso de determinados materiales de construcción altamente inflamables reemplazándolos por otros más resistentes al fuego.

En la época medieval, los soberanos castellanos mandaron que las ciudades de nueva fundación debían contar con calles rectas y anchas, funcionales para contrarrestar la propagación de las llamas (Gómez Rojo, 2011, pp. 346-347). Por su parte, las autoridades locales de varias comunidades castellanas prohibieron los techos de paja, por considerarse altamente inflamables (Ramos Vázquez, 2017, p. 308; Gómez Rojo, 2003), o, como se registró en Medina del Campo, establecieron un límite de altura a los edificios, impusieron la construcción de cortafuegos entre las construcciones y ordenaron el traslado de las actividades consideradas peligrosas fuera del centro de la ciudad (Val Valdivieso, 1987, pp. 1.692, 1.494-1.495). La situación antes descrita se registró también en otras regiones peninsulares; proceso que se fortaleció con el pasar del tiempo y llegó a generalizarse durante la época moderna. En la mayoría de los casos, su desarrollo fue empujado por los gobernantes locales, e impulsado por las coronas de Castilla y Aragón. Así, por ejemplo, las autoridades de Valencia, por medio de una serie de ordenanzas, promulgadas desde 1327 y 1400, prohibieron la producción de trementina y pinturas en el centro de la ciudad (Ferragud & García Marsilla, 2016, pp. 504-505), obligaron a los propietarios a cubrir con yeso las partes en madera de las fachadas de los edificios (Val Valdivieso, 1987, pp. 1.692, 1.494-1.495) y sacaron a los comerciantes ambulantes de las áreas circundantes a los hornos u otros establecimientos considerados como peligrosos, ya que solían apoyar las mercaderías sobre ramas de pinos altamente inflamables (Ferragud & García Marsilla, 2016, pp. 504-505). El cabildo de San Vicente, en 1483, después que la villa fuera arrasada por un incendio, desvió un río, que pasaba a algunos kilómetros de ella, para permitir a los vecinos llegar más fácilmente a él en caso de peligro (Solórzano Telechea, 2018, p. 295). El gobierno de Santillana del Mar prohibió desde 1575 los hornos en las casas privadas y solo autorizó tener fuego a los que podían contar con una chimenea (Ruiz de la Riva, 1991, p. 243; Pérez Bustamante, 1984, pp. 313 y ss.). Durante el siglo XVII, el ayuntamiento de Madrid instaló sobre los techos de la Plaza Mayor cuatro grandes cisternas de agua con el fin de utilizarlas en caso de incendio, y con el pasar del tiempo la medida se extendió a varios edificios (Pérez y López, 1796, pp. 301-304; Martínez Salazar, 1764, p. 481); en 1631 prohibió toda clase de estructuras voladizas que se solían construir para tener más espacio o pasar de un edificio a otro (Ezquiaga Domínguez, 1990, p. 44); en 1672 ordenó a los "confiteros, cereros, bodegoneros, sombrereros, pasteleros" operantes en la Plaza Mayor y manzanas cercanas "trasladar sus hornos y obradores" hacia áreas más periféricas y aisladas (Pérez y López, 1796, pp. 306-307). La Corona, por su parte, en 1777 intentó limitar el recurso a la madera en la construcción de las nuevas iglesias (Novísima Recopilación, 1, 2, 4), y en 1790 prohibió la inclusión de partes de madera en estufas, hornos y chimeneas (Pérez y López, 1796, p. 304).

Medidas análogas adoptaron los conquistadores en los espacios de ultramar al momento de fundar ciudades en los territorios recién descubiertos, como también los cabildos encargados de su gobierno. Como subraya Francisco de Solano (1990), en los dominios americanos el riesgo de incendio resultaba de verdad muy advertido, ya que allí "medio mundo urbano solía usar casas de materiales endebles (madera, bajareque)" (p. 152), e incluso había ciudades enteramente construidas en madera, como por ejemplo Panamá, Guayaquil y Cartagena de Indias (Borrego Plá, 1983, p. 18), puesto que, por estar situadas en las cercanías de la selva, la madera era el material más abundante y barato.

No debe extrañar, por lo tanto, que en lo que es hoy Ecuador, algunos años después de la fundación de San Francisco de Quito, ocurrida en 1534, la municipalidad mandara a deshacer los chozones provisionales cubiertos de paja, donde solían descansar los indios empleados en la edificación de la ciudad, "al fin de evitar el peligro de incendio" (González Suárez, 2004/1892, p. 250); mientras que en Guayaquil, después del "fuego grande" de 1764, al momento de reedificar la ciudad, el cabildo decidió "delinear de forma regular las calles", prohibir la construcción de edificios hechos exclusivamente de madera y tablazón, prefiriéndose la quincha, bajareques, adobes, ladrillos, o, aún mejor, cal y piedra, y recubrir de tejas el techado de las casas de pajas que no fueron dañadas por el incendio (Laviana Cuetos, 1983, p. 50).

Por su parte, en la actual Colombia, en 1552, la ciudad de Cartagena de Indias fue arrasada por las llamas, y ante ello, las autoridades ciudadanas, para evitar que la desgracia pudiera repetirse, decretaron que las construcciones debían edificarse "con materiales nobles como teja, ladrillo y piedra" (Therrien, 2007, p. 42); obligaron a los vecinos a construir "en cantería, adobes o por lo menos en lata embarrada por dentro y fuera"; y prohibieron que "las casas de bareque tuviesen forros de palma" (Borrego Plá, 1983, p. 20).

En la Gobernación de Chile, en el mismo año, el cabildo de Santiago, considerando que "al presente la casa del cabildo es de paja y corre mucho riesgo de fuego", estableció que era necesario reedificarla en piedra, para disminuir su vulnerabilidad a las llamas3; mientras que más al sur, desde el siglo XVII, las autoridades de Valdivia intentaron reducir el riesgo de incendio incentivando el reemplazo de las tablas de alerce, que solían utilizarse para techar los edificios, por tejas de barro cocido (Guarda, 1978, p. 235), y en el siglo XVIII ordenaron que se aumentara el ancho de las calles a 24 varas para evitar la propagación del fuego (Guarda, 1978, pp. 65-66).

En México, las autoridades de la ciudad de Veracruz, a partir del siglo XVII, con la intención de reducir los perjuicios provocados por los frecuentes incendios, empezaron a promover el reemplazo de la madera como elemento básico de construcción por otros materiales más resistentes al fuego, como "cal, canto, piedra múcara" (García Ruiz y López Romero, 2011, p. 136). Por otro lado, Felipe III, el 14 de diciembre de 1619, enterándose del enésimo incendio que destruyó la ciudad mexicana, promulgó una ley para reafirmar la necesidad de evitar la madera al momento de construir los edificios públicos, y ordenó, con miras a preservarlos de un posible siniestro causado por el fuego, que debían estar distanciados de los demás (Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, 4, 8, 9). Medidas similares llevaron, a finales del siglo XVIII, a que la mayoría de los edificios de la ciudad de México fueran construidos con piedra, adobe u otros materiales ignífugos, y se adoptó una medida que impedía el ejercicio de determinadas profesiones en el interior de la ciudad, y obligaba a los comerciantes a tener los almacenes destinados a la conservación de productos inflamables fuera del área urbana4.

Las ordenanzas municipales y la concientización de la población sobre el uso prudente del fuego

Otro plan de intervención institucional puesto en marcha por las autoridades hispánicas modernas para intentar reducir el riesgo de incendio en el ámbito urbano fueron las ordenanzas municipales, autos y reglamentos: normas prácticas, dictadas por el sentido común y la experiencia del día a día, pensadas para reglamentar la utilización del fuego entre la población, disciplinando o censurando los comportamientos y prácticas que de alguna manera podían acentuar la ya alta vulnerabilidad urbana ante las llamas. La intervención de las autoridades terminó configurando, de esta manera, una reglamentación específica, dictada a partir de los sucesos ocurridos, de las costumbres sociales, de las actividades económicas presentes en el territorio, pero que también surgía desde su propia sensibilidad.

En tal sentido, en la ciudad de Valencia, durante los siglos XIV y XV, las autoridades obligaron a los propietarios de los hornos a resarcir los daños eventualmente causados por los incendios producidos por su mal funcionamiento, y dictaron una ordenanza que obligaba a los panaderos a apagar cuidadosamente las brasas y humedecer los hornos durante la noche, para evitar incendios y explosiones (Ferragud & García Marsilla, 2016, pp. 504-505). En Bilbao, además de reglamentar la actividad profesional de los panaderos y exigir un cuidadoso mantenimiento de los hornos, se prohibió a las orneras [mujeres que horneaban el pan] "dar braza nin fuego alguno a ningunas presonas de oy dia en adelante, saluo en ollas e sartanes o bazines donde muy goardado sea, e non baya cayendo por la calle, so pena de cada çinquenta maravedis a cada vno por cada vez que lo contrario feziere" (Borgognoni, 2015, pp. 12-13). En Medina del Campo, en 1492, las autoridades impidieron "tener en las casas hornos de pan, así como pajas de camas o manojos de sarmientos -sean para uso propio o para revender- más allá de en cada casa veinte manojos para quisar de comer" (Val Valdivieso, 1987, p. 1.693). En Santillana del Mar, en 1575, a la población se le prohibió utilizar fuego durante los traslados nocturnos o secar lino cerca del fuego (Ruiz de la Riva, 1991, p. 243; Pérez Bustamante,1984, pp. 313 y ss.). En Madrid, en 1631, a causa de un incendio que casi quemó por completo la Plaza Mayor, se decidió impedir la venta de pólvora (Ezquiaga Domínguez, 1990, p. 44); una centuria más tarde, en 1768, se impuso a los propietarios hacerse cargo de la limpieza de las chimeneas (Pérez y López, 1796, p. 305); seguidamente, en 1790, mediante un bando se estableció, entre otras cosas, que "los carpinteros, tallistas y evanistas, y todos los demás oficios de esta especie" debían reponer "sus maderas en corrales, adonde no podrán entrar de noche sino con farol de vidrio, y lo mismo se observará en las caballerizas"; se impuso, a su vez, la prohibición expresa de ingresar en pajares y almacenes de carbón solo de noche"; se estableció la obligación de "los confiteros y demás oficios que tengan que usar del fuego" de trabajar solo de día y únicamente en las cocinas (Martínez Vela y Rueda Guizán, 2010, p. 37; Pérez y López, 1796, pp. 305-306). Más aún, las autoridades de diferentes ciudades, y en repetidas ocasiones, tuvieron que promulgar normas específicas para prohibir que en ciudades construidas casi enteramente en madera se hicieran volar "milochas o cometas", se jugara "con el fuego por las calles", se hicieran "hogueras junto a pajares, barracas, leña, ni otra materia combustible" (Valdés León, 1750, pp. 206-207); se dispararan fuegos artificiales y cohetes, se celebrara disparando en el aire con armas de fuego, se encendieran braseros en balcones o terrazas (Pérez y López, 1796, pp. 305-306), se fumara durante espectáculos teatrales, más aún cuando estos solían realizar representaciones en estructuras hechas completamente de madera5.

La situación en las posesiones de ultramar no fue muy diferente de lo que ocurría en el contexto peninsular. Por ejemplo, en 1539, las autoridades de Veracruz, conscientes de la alta vulnerabilidad de la ciudad al fuego, como también de la imprudencia con la cual los vecinos solían manejar este recurso, ordenaron que para prevenir los incendios se deberían tener "canteras y vasijas" llenas de agua, en cada casa, para "matar el fuego" cuando apareciere (Solano, 1990, p. 48). En 1555, el cabildo de la ciudad de Cartagena de Indias ordenó que los habitantes en "casas de bahareque no arrimasen ningún candil ni lumbre a las paredes y techos, sino que el fuego permaneciese en candelero en medio de la estancia" (Borrego Plá, 1983, p. 18), mientras que en el siglo XVII prohibió repetidas veces "hacer el fuego para la cocina y lumbre en huecos en la tierra" a quienes vivían en edificios hechos de bahareque y paja (Garrido, 2011, p. 456). En 1590, la municipalidad de Guayaquil promulgó una serie de ordenanzas, varias de las cuales estaban específicamente dirigidas a prevenir los incendios. Como indica María Luisa Laviana Cuetos (1983), estas normas vetaban "tener lumbre encendida después del toque de queda, hacer fuego en la sabana cercana a la ciudad durante la estación seca, construir casas con rancho de paja", y mandaban que "en cada casa hubiera siempre doce botijas con agua 'por el riesgo del fuego, para acudir a lo apagar cuando lo hubiere'" (pp. 48-49). En fin, en la ciudad de México, en 1770, se prohibió vender pólvora sin licencia y se impuso un límite de dos onzas que los privados podían conservar en su casa, mientras que en 1773, mediante reglamento, se reconfirmó la prohibición, y se obligó a los inquilinos de un mismo edificio a conservar "cera, sebo, aceite, brea, y otras materias combustibles" en un único y específico lugar, en el cual no se habría podido entrar, ni de día ni de noche, con "luz alguna, ni fuego, ni puros, ni cigarros encendidos, baxo la pena de responsabilidad de todos los daños y perjuicios que resultaren de algún incendio"; y de denunciar al juez de policía la presencia en la calle de fogatas o la "bulliciosa diversión con que los muchachos arrojan inconsideradamente tizones ardientes de una parte a otra" (Viana, 1982/1792, pp. 43-44). Queda en evidencia que uno de los principales objetivos de la legislación fue la lucha contra la imprudencia y negligencia humanas, principales causas de los frecuentes incidentes originadores de incendios.

Prevención y gestión de los incendios en los tratados de policía e higiene pública

La adopción de medidas similares en diferentes contextos hispánicos se debió también a otro hecho: durante el siglo XVIII la prevención y contención de los incendios se convirtió en un asunto de policía, y como tal se profundizó y divulgó a través de los numerosos tratados relativos a esa ciencia, mientras que en el siglo XIX la temática pasó a ser sistemáticamente analizada y profundizada en los manuales de higiene pública. Por otro lado, si la ciencia de policía se proponía profundizar en el "buen orden que se observa y guarda en las ciudades y repúblicas, cumpliendo las leyes y ordenanzas establecidas para su mejor gobierno" (Diccionario de Autoridades, 1780, p. 735), la higiene pública, según uno de sus principales exponentes hispánicos, Pedro Felipe Monlau (1871), "no era, en rigor, más que un vasto y minucioso programa de sabia administración y buen gobierno" (p. 4).

Durante el siglo XVIII, la ciencia de policía en el ámbito ibérico "no fue objeto de ninguna aproximación sistemática que abordase, de manera metódica, las distintas materias que conformaban esta disciplina" (Jori, 2013, p. 132). Si bien no faltaron autores españoles que profundizaron en algunos aspectos de esa ciencia, en general no es equivocado afirmar que durante ese arco temporal su difusión pasó sobre todo por la masiva traducción de obras extranjeras, que solían publicarse con generosas ampliaciones del traductor (Jori, 2013, p. 132). Por lo anterior, las obras de autoría hispánica se detienen en aspectos específicos de la gestión del riesgo de incendio, y su consecuente reducción y dirección, mientras que los textos publicados en el extranjero y traducidos al castellano realizan un análisis más sistemático. Así, por ejemplo, en 1718, el arquitecto Teodoro Ardemans publicó la Declaración sobre separar de la corte lo que se debe considerar por arrabales de Madrid, para denunciar que en la ciudad las actividades que tenían más alto riesgo de incendio continuaban operando en pleno centro, en un contexto urbano caracterizado por edificios amontonados y construidos prevalentemente en madera. Diez años más tarde, en 1728, el arquitecto Juan de Torija escribió el Tratado breve sobre las ordenanzas de la villa de Madrid y policía della. Se trata de una pequeña obra práctica dirigida a los alarifes de la ciudad, para que en ella pudieran hallar una presentación clara y sistemática de las principales ordenanzas urbanas, que les habría permitido obviar errores, y entregar recomendaciones a "los vecinos, estovandoles de litigios y pleitos, daños sensibles que padecen, obviando también los inconvenientes que se siguen, pues podrás da ampara al que cuidadoso de el bien de la república" (Torija, 1728, s.h.). El tratado proporciona también indicaciones útiles para reducir la vulnerabilidad de la ciudad al fuego y prevenir los incendios. Por ejemplo, en el capítulo XXV, el autor explica a sus lectores que "puede un vecino en su casa hacer un horno, con calidad de dividir la pared medianera, que sea de dos pies de grueso, y de ella se ha de apartar un pie, para que pase el aire, o viento, y las viviendas que arriman a dicha medianería, no se calienten", porque en caso contrario, la misma estructura se debería mandar a demoler, ya que "del continuo calentarse la medianería, viene riesgo a la casa del medianero"; y termina recordando que "si de la inmediación, ruido, y tragino del dicho horno, acontece, o incendio, o ruina, y disminuye el valor de la casa medianera, el dueño del horno ha de estar obligado a pagar los daños, y reparos, que procedieren por aquella parte" (p. 91). En el capítulo XXV recuerda que las chimeneas tendrían que labrarse regularmente, para eliminar el hollín, y recomienda no construirlas en hogares con pisos de madera, sino ponerles "debajo unos caños de barro cocido, de los que llaman naranjeros, y cuanto mayores fueren, será mejor", y encima de ellos colocar sardinel de ladrillo, terraplenar con tierra pisón y ladrillo y barro, ya que "obrados en esta forma, son seguros como libres las casas de fuego" (p. 94). En el capítulo XLVIII sugiere que se instituyan barrios periféricos destinados a aquellas actividades que podrían producir daños e inconvenientes a las casas vecinas, como por ejemplo los alfares, que por trabajar con fuego incrementaban el riesgo de incendio en los edificios situados en sus alrededores (p. 155).

Por su parte, en 1767, el oficial mayor de la Superintendencia, Contaduría y Pagaduría de Juros, Domingo de la Torre y Mollinedo, tradujo al castellano las Instituciones políticas, del prusiano Jakob Friedrich von Bielfeld, barón de Bielfeld, obra que trata ampliamente del fenómeno de los incendios, considerado por su autor un asunto de policía. Es más, al momento de introducir el tema, indica:

las llamas consumen en corto tiempo cuanto un ciudadano ha heredado de sus padres, adquirido por su trabajo, y acumulado por su economía. Se ve en un instante perdido, y desesperado. La Policía [por lo tanto] debe tomar todas las precauciones correspondientes para prevenir los incendios, y contener los progresos de los que no puede evitar su precaución. (Bielfeld, 1760/1767, p. 211)

El tratado de Bielfeld plantea que las ciudades deben dotarse de reglamentos para prevenir y gestionar los incendios, puesto que

en las ciudades en que son defectuosos los reglamentos contra los incendios, la chispa más pequeña puede reducirlo todo a cenizas. Se han visto calles, barrios, y ciudades enteras consumidas por el fuego; pero en los parajes en donde se toman precauciones prudentes, es casi imposible que pueda quemarse más de una casa entera.

¿Y cómo puede la policía prevenir esta calamidad? El autor propone que deben ensancharse las calles, para que los socorros sean rápidos y eficaces; que se debe obligar a todas las personas a construir casas sólidas, es decir, con piedra o ladri llos, reduciendo, por tanto, el uso de madera y paja como material de construcción; que se debe imponer a la población el limpiar periódicamente las chimeneas y los hornos, cuyo mal funcionamiento es considerado una de las principales causas de incendio; que se instalen en los techos cisternas de agua; que se prohíba que las personan almacenen en sus casas cantidades excesivas de pólvora, u otras materias combustibles; que se construyan en los arrabales edificios "a prueba de bomba", "en donde los que comercian en pólvora, y en otras materias combustibles, pueden guardar sus provisiones, pagando un moderado alquiler para este efecto"; que se obligue "a todos los jefes de familia a que tengan constantemente en sus casas, a lo menos, seis cubos de cuero, una hacha, una escalera, una pequeña jeringa portátil, y otros utensilios que sirven para apagar el fuego"; que se construya "en cada plaza grande, al lado de las iglesias, cerca de los graneros públicos, y de otros edificios de consideración, una especie de cocheras, en donde se guardan una o muchas grandes jeringas con cuatro ruedas para conducirlas donde convenga" (pp. 111-114).

Del mismo modo, también la obra Elementos generales de policías, escrita por Johann Heinrich Gottlob von Justi, y traducida en 1784 por Antonio Francisco Puig y Gelabert, contribuyó a denunciar la situación de vulnerabilidad de las ciudades ante el riesgo de incendios, puesto que emplazaba al gobierno no solo a prevenir "... si también obviar las desgracias y calamidades que afligen à los hombres, ò à lo menos dulcificarlas por la sagacidad de los reglamentos y de las medidas que el emplea" (Gottlob von Justi, 1756/1784, p. 51), entre ellos los incendios. Así, según Justi, era deber de la policía prevenirlos, vigilando que los reglamentos fueran respetados, y velando por que las casas fueran edificadas "conformes à las reglas del arte, ò al fin que se propone la ciudad, y a los usos a que están ellas destinadas", y que no se construyeran "de madera por temor de los incendios" (p. 20), pues raramente estos incidentes se verificaban "cuando las casas son de piedra, están las chimeneas bien hechas, y los propietarios tienen cuidado de limpiarlas à menudo" (p. 121).

Con todo, "...la que es sin duda la aportación española con respecto a la policía más original e importante" (Jori, 2013, p. 132) fue las Cartas sobre la policía de Valentín de Foronda, publicadas en 1801. La prevención y la gestión de los incendios son tratadas en la V carta, dedicada a la "seguridad de nuestras personas y de los bienes", y es considerada por el autor "uno de los principales ramos de la Policía" (p. 141). En su redacción es evidente la influencia de las Instituciones políticas de Jakob Friedrich von Bielfeld, como demuestra el pasaje en el que comenta: "en las ciudades en que no hay buenos reglamentos para preservarse de los incendios, la menor chispa puede causar un abrasamiento general; pero donde reina una buena policía es difícil que pueda reducirse a cenizas más de una casa" (p. 143). No obstante, la obra del autor español presenta remedios mucho más amplios y articulados que los indicados en las Instituciones políticas. Para evitar estas calamidades, se lee en las Cartas, las autoridades no deben "permitir a los vecinos que tengan en casa sino una pequeña cantidad de almacenes de cáñamo, resina, brea, carbón, maderas y demás materias combustibles" (pp. 143-144); además, deben prohibir que se fume cerca de materiales inflamables, en los depósitos reservados para su almacenamiento y en las caballerizas (p. 144); a su vez, impedir el ingreso en estos locales durante la noche, a menos que sea con un farol; construir las chimeneas siguiendo los reglamentos, manteniendo por lo menos "dos pies de distancia desde los cuartones o vigas hasta el fogón, y medio al cañón, y que sus intervalos estén bien llenos de piedra y yeso"; limpiar por lo menos una vez al año las chimeneas de las cocinas, y tres las de los horneros, pasteleros, herreros, fundidores de metales; prohibir que los fuegos de artificios se disparen en la ciudad, "permitiéndolos solo en el campo libre" (p. 144); y especial atención presta al manejo de los incendios, que ha de estar a cargo de las corporaciones ciudadanas y población en general (pp. 144-145). En seguida, las Cartas sobre la policía contienen elementos novedosos respecto de las obras examinadas precedentemente. Por ejemplo, Valentín de Foronda recomienda el uso de pararrayos para preservar los edificios de los incendios causados por los rayos (pp. 141-143), y proporciona al lector explicaciones químicas que podrían resultar útiles al momento de enfrentarse a un fuego fuera de control, como la siguiente:

es menester tener presente que [el agua] no se puede emplear sino en mucha cantidad, en caso de que el fuego sea muy fuerte; pues siendo poca, el gran calor la descompone en sus dos principios de gas oxígeno, y de gas hidrógeno, que son los mayores atizadores de las llamas. (p. 146)

Con la llegada del nuevo siglo, la prevención y gestión de los incendios se convirtió en un problema a tratar por los higienistas tanto españoles como americanos. Lo demuestra la obra de Pedro Felipe Monlau, uno de los principales pensadores del movimiento higienista hispánico (Cuñat Romero, 2014; Jori, 2013; Alcaide González, 1999a y 1999b), cuyo desempeño intelectual tuvo como principal finalidad el asesoramiento de la autoridad. De hecho, para él "la higiene pública dice lo que debe ser, y la legislación dice lo que es. La ciencia higiénica propone las medidas y disposiciones que deberían estar en vigor, y la legislación sanitaria resuelve y manda lo vigente" (Monlau, como se cita en Alcaide González, 1999b).

Monlau, en sus obras tanto de higiene privada como pública, realizó propuestas de intervención urbana, arquitectónicas, legislativas, con el propósito de intentar reducir la vulnerabilidad de las ciudades frente al fuego, proteger los edificios y los individuos de los rayos, como también disciplinar o censurar todos aquellos comportamientos que condujeran al riesgo de incendio. Para Monlau (1871), la higiene tiene que ocuparse de los incendios, por tratarse de una "calamidad imponderable, que tantas pérdidas materiales causa, que tantas víctimas sacrifica, que cada día se reproduce en todos los países, y contra la cual nunca se tomarán las suficientes precauciones" (p. 482). Así, en los Elementos de higiene privada o arte de conservar la salud del individuo6 se limita a recordar el deber de un buen padre de familia, que, para reducir el riesgo de incendio, ha de instalar un pararrayos o cubrir el techo con pizarra, plomo, o tejas (Monlau, 1864, pp. 31 y 50), mientras que en los Elementos de higiene pública o arte de conservar la salud de los pueblos7 ahonda aún más, proponiendo reformas urbanas y legislativas, con miras a reducir la vulnerabilidad al fuego de las ciudades, y disminuir el riesgo de incendio a través el disciplinamiento de la población. Nuestro autor, por estar consciente de que "la inmensa mayoría de los incendios tiene su origen en faltas de previsión, de cuidado y de vigilancia", exhorta a la autoridad a tomar "en los edificios que le pertenezcan las mismas precauciones y ejercer la misma vigilancia que aconsejamos a los particulares, y velar por la puntual observancia de todas las reglas, asaz triviales, de policía urbana" (Monlau, 1871, t. II, p. 484). Además, sugiere construir casas separadas una de la otra, para poder intervenir más prontamente en caso de incendio y poderlos contener más fácilmente (Tomo I, p. 29); no permitir la instalación de alumbrado a gas, "por producir con frecuencia mal olor, incomodar la vista, calentar enormemente el aire, consumir muchísimo oxígeno, y poder ocasionar asfixia, explosiones e incendios" (t. I, p. 41); procurar que la ciudad sea bien abastecida de agua, y calcular la cantidad necesaria para apagar los incendios (t. I, pp. 42 y 43); redactar ordenanzas ciudadanas que incluyan una sección específica dedicada a las normas destinadas a la prevención y extinción de los incendios (t. I, pp. 104-106); vigilar que las actividades industriales peligrosas, expuestas a riesgo de explosiones e incendios, que se encuentren instaladas en los arrabales, y que "los establecimientos peligrosos, todavía existentes en poblado, han de ser objeto de severísima inspección en cuanto atañe al peligro que corren ellos mismos y los edificios contiguos, etc." (t. II, pp. 148 y 483-484); construir los teatros aislados de otros edificios, por estar altamente expuestos al riesgo de incendio (t. I, p. 362); controlar el alcoholismo, causa indirecta de muchos incendios (t. I, p. 323); velar por que no "se enciendan fuegos ni hogueras por las calles, ni en éstas se disparen cohetes, truenos, petardos, etc. ", y que "los castillos de fuego, en los regocijos públicos, se disparen en logar apartado de todo edificio" (t. II, p. 484); vigilar que los hornos, hornillos, chimeneas, etc., se construyan de conformidad con el modelo o estén sujetos a bases establecidas, como también que "las chimeneas de las casas y los tubos de las fraguas y estufas, de los hornos y hogares, se limpien y deshollinen con frecuencia" (t. II, p. 484); promover la instalación de los pararrayos, tan útiles para prevenir los efectos nefastos de ese fenómeno natural, entre los cuales por supuesto figuraba el incendio (t. II, pp. 489-491). Además, la obra trata sobre los incendios espontáneos, provocados por el fenómeno de la autocombustión de productos de origen natural o químico. Al respecto, Monlau recomienda no depositar en un único lugar excesivas cantidades de productos pirotécnicos, lonas, lienzos, trigo, harina, heno, madera vieja semipodrida; tomar "aquellas providencias que la prudencia y el buen sentido aconsejen"; y propone instalar en los almacenes una alarma, cuyo uso estaba por entonces experimentándose en Inglaterra, como respuesta a un incendio que en 1868 había consumido varias mercancías. En efecto, "en colocar en todos los edificios, que sirven de depósitos de materias fácilmente inflamables, termómetros de alarma cuya columna mercurial, al llegar á cierto grado, toca un alarme relacionado con un aparato que hace sonar al momento una campana en el puesto de bomberos" (t. II, p. 484). Monlau pone también gran atención a la gestión y extinción de los incendios, no solo recomendando la institución de cuerpos específicamente entrenados para la tarea, sino, además, como ya había hecho Foronda, proporcionando a sus lectores algunos consejos y conocimientos químicos para poder cortar el incendio de inmediato. De hecho, en los Elementos de higiene pública se puede leer, por ejemplo, que

en las chimeneas de las cocinas y de las habitaciones se prende fuego con mucha frecuencia, pero es fácil de apagar arrojando agua dentro de ellas por la abertura terminal del conducto, ó tapando simplemente la boca de la chimenea á fin de que no entre en ella aire, con lo cual el ácido carbónico formado, y el ázoe del aire consumido por la combustión, extinguen ésta; ó quemando azufre con objeto de que se forme ácido sulfuroso, enemigo de los cuerpos inflamados; ó introduciendo en la chimenea garfios de hierro que, al rozar por las paredes, desprenden el hollín que arde (Monlau, t. II, p. 485)

Por su parte, el catalán Joan Giné Partagàs escribió en 1871 el Curso elemental de higiene privada y pública. Entre sus capítulos analiza los incendios, inspirándose en Monlau. En la lección XXX asevera que los teatros "son establecimientos peligrosos por razón de la frecuencia con que dan origen a incendios, por lo cual son una amenaza permanente para las casas vecinas. Deben, por lo mismo, estar convenientemente aislados y provistos de todos los medios destinados a la extinción de incendios (t. II, pp. 459-460); en la Lección XXXIII recomienda a las autoridades abastecer las ciudades con gran cantidad de agua, y afirma que los 20 azumbres calculados por día y por persona por Monlau le parecen pocos, puesto que no habría agua suficiente para apagar los incendios (t. II, p. 499); en la lección XXXV sugiere calentar los edificios públicos a través de la circulación de agua caliente, por ser este un sistema saludable, que garantiza eficientes resultados y reduce el riesgo de incendio (t. II, p. 525); en la lección XXXVI analiza la prevención de los incendios, que incluye "entre las calamidades públicas que constituyen una circunstancia excepcional en el goce de los derechos individuales, teniendo las autoridades, en semejantes casos, un poder plenamente discrecional, para adoptar las medidas que estimen convenientes a fin de extinguir ó cortar los estragos del fuego" (t. II, p. 534). De hecho, como es sabido, desde la época medieval las autoridades podían demoler uno o varios edificios para impedir la propagación del fuego. En su análisis, Giné Partagàs no se centra en los "incendios provocados por cuerpos en ignición", por considerarlos de "dominio vulgar", y prefiere examinar aquellas causas "que pueden dar origen a los incendios espontáneos, las cuales, por ser poco conocidas, ocasionan frecuentemente muchas desgracias": el frote, que se puede obviar suavizando el rozamiento aplicando sustancias grasas entre las piezas (t. II, p. 535); los rayos solares, que "al atravesar los cristales de una habitación, si estos tienen alguna imperfección, o al refractarse a través de una botella llena de agua, que haga las veces de lente biconvexa, pueden formar un foco convergente y acumular tanto calórico, que baste á hacer entrar en ignición una materia fácilmente inflamable, como la pólvora, la paja, el algodón, etc." (t. II, p. 535); el contacto entre ciertas materias animales, vegetales o minerales, como por ejemplo trigo húmedo amontonado, café molido, malta, café de achicorias tostado, centeno tostado, etc. con sustancias combustibles, como paja, lana o aceites esenciales; pajuelas fosfóricas, preparadas con fósforo y magnesia, y las diferentes especies de piróforos, o mezclas inflamables (t. II, pp. 535-536). Además, es importante subrayar que Giné Partagàs presenta una serie de medidas para evitar los incendios, entre las cuales "deshollinar a lo menos dos veces al año a menudo los conductos fumívoros en las casas de campo, en donde, por emplear frecuentemente leña verde como combustible, el hollín es más abundante" (t. II, p. 537); seguidamente, explica que para extinguir los incendios en las chimeneas es necesario impedir la circulación del aire o desprender el hollín acumulado en las paredes (t. II, p. 538); aconseja que las ordenanzas municipales deben aminorar el riesgo de incendio, prohibiendo los grandes acopios de materiales combustibles, o de sustancias inflamables en los sitios urbanizados, como también las hogueras en las calles o los disparos de fuegos artificiales, e imponiendo la revisión constante de máquinas de vapor, calderas, chimeneas y depósitos de carbón (t. II, pp. 539-540). Giné Partagàs, siguiendo a Monlau, recomienda "instituir un cuerpo especial de bomberos o zapadores, siempre prevenido para acudir al punto que fuere menester, y siempre provisto de las bombas, cubos o baldes, garfios, escalas de salvamento y demás aparatos que diariamente se discurren para cortar los incendios con prontitud y seguridad"; y pasa revista a los más recientes descubrimientos químicos que permiten "hacer incombustibles o no inflamables las materias fibrosas", como por ejemplo el tungsteno o "el fosfato y el sulfato de amoníaco, recomendados por Gay-Lussac" (t. II, p. 541).

Las obras de Monlau y Giné Partagàs circularon ampliamente en Hispanoamérica, influyendo en los higienistas locales, quienes analizaron en sus obras la prevención y la gestión del incendio. Por ejemplo, un profundo examen de la cuestión se encuentra en la obra Higiene Pública. Lecciones dadas en la Facultad de Medicina de Buenos Aires, publicada en tres tomos por el argentino Pedro Mallo entre 1878 y 1879. Mallo define su curso sobre la base de las prescripciones de Monlau, al indicar "un vasto y minucioso programa de sabia administración y buen gobierno" (t. III, p. 18), aunque al momento de analizar las políticas de reducción del riesgo de incendio utiliza el Curso elemental de higiene privada y pública de Giné Partagàs (t. III, p. 548). La obra de Mallo recomienda instituir cuerpos de bomberos en cada ciudad; a su vez, realiza una revisión de los incendios espontáneos, sus principales causas y los remedios más eficaces para evitarlos (Tomo III, pp. 548-554). Además, en línea con lo postulado por Monlau y los otros higienistas, Mallo recomendó tratar la madera utilizada para la construcción, para que resultara más resistente al fuego (t. I, p. 203), preferir sistemas de calefacción garantizados contra los incendios (Tomo I, p. 218), proceder a la instalación de pararrayos (t. I, p. 251), evitar pavimentar la cocina con material inflamable como la madera, sino hacerlo con piedra o baldosa (t. III, p. 700) y dotar los edificios de escalas antiincendios (t. III, p. 831).

Sabemos que las obras de Monlau y Giné Partagàs circularon también en Cuba, puesto que en 1894 el académico de La Habana Antonio Gordon Acosta se basó en ellas para escribir Los incendios, los bomberos y la higiene: un tratado pensado para concientizar a las autoridades y a la sociedad cubana respecto de la urgencia de aminorar la vulnerabilidad de las ciudades al fuego y reducir el riesgo de incendio. De hecho, Gordon Acosta, después de presentar una larga reseña de incendios ocurridos en varias partes de Europa desde 1863, y en Cuba desde la fundación de La Habana (1515), expone un conjunto de medidas que deben tomarse para reducir la vulnerabilidad de la ciudad al fuego y disciplinar o censurar todos aquellos comportamientos conducentes a riesgo, como también propiciar la creación de cuerpos de bomberos en la isla.

Dos casos de estudio: Cuba y Filipinas

En las postrimerías de la monarquía hispánica, la Legislación Ultramarina de 1865, dirigida a las posesiones extrapeninsulares, contiene una serie de normas relativas a policía, ornato y salubridad pública, las cuales recogen no solo la reglamentación de policía, sino que a la vez fueron influenciadas por la incipiente ciencia de higiene pública, que fue adoptada en sus medidas, lo cual provocó un giro tendente a la intervención urbana con miras a desarrollar un buen gobierno y administración de la gestión de riesgo de incendios. En tal sentido, no solo regularon las formas de construcción, sino que además establecieron el metraje que debían tener las calles, las formas de las fachadas de las casas, de los edificios públicos, etcétera, con miras a aminorar el riesgo de incendio, entre otros objetivos, y que definieron obligaciones para los propietarios, arquitectos y municipios. Así, se reguló que en caso de incendio u otras "calamidades públicas", los arquitectos municipales eran quienes debían concurrir hasta el lugar de los hechos con la finalidad de apoyar y guiar las labores de disminución del siniestro, puesto que, en su calidad de funcionarios tenían conocimiento de las especificidades de las construcciones de la ciudad.8 Incluso, los arquitectos debían realizar las "mejoras de necesidad y utilidad pública... que crean oportunas, recurriendo además [a] cuanta noticia y datos le sean posibles sobre el valor, calidad y uso de los materiales de construcción..."9. Tras ello, y en concordancia con las ordenanzas, está la normativización del uso de la madera para la construcción. En tal sentido, se prohibió la utilización de "tinglados o tejadillos de madera encima de las puertas de las tiendas...", fuese para evitar la lluvia o dar sombra, puesto que su material era altamente combustible y ponía en riesgo a los locatarios, clientes y casas vecinas10. Asimismo, las ordenanzas para Cuba tendentes a prevenir incendios regularon detalladamente la construcción y ubicación de las "chimeneas y hogares", como los "fragmentos de hornos y hornillos", no pudiendo estos estar "arrimados a paredes maestras o sujet[o]s a entramados...", debiendo ser cubiertas algunas de sus partes con yesos ante una contingencia de fuego11. Las ordenanzas agregan que los "cañones de cocina" no pueden ubicarse en paredes medianeras, y en caso de que alguien contraviniese la norma, deberá pagar los daños y perjuicios que causare, y demoler a su costa lo construido12. La reglamentación para evitar o por lo menos, menguar un incendio normó la fabricación de aguardiente, bebestible típico y exportable de la isla y que era, por cierto, altamente inflamable. Se debía indicar la ubicación de los alambiques, como también la de la caldera en la que se destilaba el líquido, cuya capacidad no debía superar los 120 litros, con seguros de hierro y cubiertas de un grosor específico, y contar con un conducto especial para que, en caso de incendio, se pudiese separar el aguardiente, y así evitar un mayor desastre. Es más, se normó el uso de la leña para este tipo de fábrica, que debía estar almacenada en un paraje separado y cerrado de los alambiques13.

Al igual como había acontecido en épocas pretéritas y en otros espacios de la Monarquía Hispánica, las ordenanzas para Cuba reglamentaron la ubicación de los depósitos de pólvora, fuegos artificiales, fulminantes, fósforos y demás artículos susceptibles de hacer explosión o de inflamación. A su vez, los depósitos o almacenes de paja, heno, algodón, madera, carbón, leña, alquitrán, resina, goma y todo otro tipo de combustible, como también las fábricas de cerveza, velas de sebo, jabón, curtidos, blanqueos, productos químicos u otros análogos, debían estar emplazados a una distancia de la ciudad y sus barrios exteriores de por lo menos 160 metros. Incluso, por razones de utilidad pública, este tipo de establecimientos podía ser trasladado por orden de la autoridad, previa indemnización. Con todo, excepcionalmente, con autorización del gobierno político, podían estar instalados en zonas más cercanas, según las circunstancias de la localidad y distancia de los edificios contiguos o aledaños14.

Las ciencias y tecnología durante el siglo XIX tuvieron un amplio desarrollo en investigación y aplicación. La Corona, advertida de la peligrosidad de los elementos químicos que se utilizaban para experimentar, investigar o producir ciertos bienes, realizó en 1859 un catálogo de "Industrias y establecimientos insalubres, peligrosos e incómodos", precisando que eran peligrosos "... los que son susceptibles de causar daños materiales a la seguridad de las personas y la propiedad"15. Dicho de otro modo, la manipulación de ciertos bienes y elementos sin medidas de seguridad podía desatar incendios, sobre todo en establecimientos catalogados como alambiques, cererías, barnices, fábricas de fuegos artificiales, de licores, de velas de sebo, de papel, la fundición de hierro en grandes instalaciones, entre otros. Aún más, se determinó cuáles eran los espacios donde se podían llevar a cabo este tipo de faenas productivas. La autoridad era competente tanto para autorizar como para revocar los permisos de funcionamiento, al punto que se regularon las penas y multas en caso de infracción. Ello denotaba el interés de la monarquía de priorizar la seguridad tanto de la población como de sus propiedades16.

Al respecto es interesante el informe elaborado por una comisión de científicos, encabezada por el doctor don Luis María Cowley, el 9 de diciembre de 1872. El informe, relativo a los depósitos de petróleo en Cuba, fue solicitado por la Sección de Medicina Legal e Higiene Pública, con la finalidad de que se sometiera a dictamen la ubicación de un depósito. En tal sentido, el informe indica que "... habiendo encontrado en el seno de dicho depósito algunos bocoyes vacíos, varios barriles llenos de manteca y con setecientas cajas conteniendo cada una dos latas de aceite de carbón, formando el total de ellas la cantidad de 6,300 galones de tan inflamable líquido" (Cowley, 1873, t. II, p. 257), cuestión que pone en riesgo a la población circundante. El informe señala además:

La cuestión que nos ocupa no es nueva ni puede serlo: los artículos comerciales, objeto de la consulta, son de uso general y especialmente el petróleo, de consiguiente, nada de particular sobre ellos podrá decirse, la calificación de peligrosos les está muy merecida, la legislación sobre ellos muy dentro de lo que la prudencia tiene aconsejado para garantizar la seguridad pública contra el inminente riesgo de incendio, a que indudablemente se prestan esas materias. (p. 259)

Por lo anterior, el informe advierte que existe una legislación cuyo propósito es impedir siniestros. Estos siniestros pueden provocar grandes catástrofes entre la población, pudiéndose lamentar la pérdida de bienes y, más importante aún, la vida de las personas, ocasionando miseria y ruina. En atención a ello, el informe cita la Ordenanza Municipal, ya comentada, según la cual se determina cuáles son los "establecimientos peligrosos", como también cuál ha de ser su ubicación, medidas, etcétera, y resuelve, desde una perspectiva administrativa y científica, que el depósito en cuestión debe ser trasladado fuera del poblado, en el plazo de un mes. Asimismo, sugiere que el descargue de petróleo en la Isla se verifique al otro lado de la bahía, en el muelle de Bellot, que está más apartado de lugares poblados (pp. 259-301).

Queda en evidencia que la legislación para Cuba tuvo entre sus principales objetivos impedir los siniestros provocados en establecimientos peligrosos, en los cuales se conservaban diversos tipos de materiales inflamables. Pero aún más, la normativa solo sería efectiva si se organizaban comisiones científicas de higiene pública con el objetivo de fiscalizar e inspeccionar in situ estos depósitos, con miras a proteger a la población, gestionar el riesgo de incendio y evitar mayores desastres, cuestión que efectivamente se llevó a la práctica en las posesiones ultramarinas de España.

El caso de las Filipinas presenta un gran interés, puesto que se trata de un espacio perteneciente a la Monarquía Hispánica que sufrió los estragos de muchísimos incendios, la mayor parte de los cuales se debió principalmente a los materiales utilizados en la construcción de casas y diversos tipos de edificios. En efecto, lo más frecuente fue la utilización de nipa, caña y madera, todos elementos altamente combustibles y que constituían la mayoría de las edificaciones en Manila y otras villas. Por lo anterior, tanto las autoridades peninsulares como las locales regularon ampliamente el riesgo de desastre por incendio y también qué hacer y cómo enfrentar este tipo de siniestros en caso de producirse. En tal sentido, diversas ordenanzas y decretos dan cuenta de las políticas públicas consideradas al momento de normativizar. Así pues, en 1819, mediante "Decreto del Gobernador Capitán General sobre edificación y reparación de casas en los extramuros de la plaza de Manila", y como efecto del incendio producido en Tondo, de grandes proporciones, se indica que en la isla de Convalecencia podrá construirse de cal y canto, con techumbre de teja o azotea, quedando terminantemente prohibido la utilización de caña, napa o tablas17; seguidamente, ordena que todas las casas o chozas de caña, tabla o nipa que existen dentro de la línea establecida deben desaparecer para el 31 de diciembre de 1819, bajo pena de multas y otros castigos. Más aún, el decreto agrega que aun cuando las casas de nipas, tablas o caña tengan techumbre de tejas, deben ser demolidas. Asimismo, para impedir o a lo menos disminuir los estragos de un nuevo siniestro de incendio, se reglamentó el ancho de las calles, la ubicación de los árboles, así como todo lo concerniente a la salubridad y comodidad de las nuevas poblaciones18. La intención era prevenir la posibilidad de que el centro de la isla, sus edificaciones correspondientes a tribunales, hospitales, iglesia y otras autoridades sean arrasados por un incendio. Esta es la razón de por qué a las poblaciones que están distantes del centro de la isla se les permite la construcción de casas de tablas, cañas o nipa, y aun con techo de estos materiales, aunque con una reglamentación expresa en cuanto al trazado de calles y ubicación de árboles19.

El decreto, a su vez, regula las construcciones erigidas en Manila, así como aquellas ubicadas a orillas del río Pasig y el camino real. Se establece que ninguna edificación podrá utilizar napas, caña o tabla, a menos que esté a 1500 varas de distancia de dichos puntos. La infracción al decreto conlleva multas, que podrán ser reemplazadas, en caso de insolvencia, por dos días de trabajo en composición de calles por cada peso que establezca la autoridad correspondiente20. Además, el decreto impone la responsabilidad especial a los ingenieros, alcaldes mayores y regidores de policía de velar por que sean cumplidas las órdenes dadas, pues de no hacerlo quedan expuestos a perder su sueldo21.

En la diversidad de reglamentaciones para Manila y otras villas se evidencia la preocupación de las autoridades de gobierno por generar políticas públicas tendentes a evitar riesgos por incendios. En tal sentido, las prevenciones dictadas por el capitán general en 1849 son directas, e indican:

Los frecuentes incendios que ocurren extramuros de esta capital causan males y pérdidas de mayor consideración que el deber de una autoridad paternal debe procurar disminuir, con prevenciones anticipadas que regularicen los auxilios que tales casos presta la mayor voluntad la generalidad de las autoridades, cuerpos, corporaciones y vecindarios y que no suelen ser eficaces por falta de método, y por introducirse la confusión, que aunque es difícil de evitar debe procurarse.

Para ello se implementa un plan destinado a que, una vez producido un incendio, este pueda ser controlado o por lo menos morigerados sus efectos destructivos. Se reglamenta un sistema de campanadas que debían dar las iglesias en caso de tenerse noticias de un incendio, distinguiéndose por su número en qué sector de la ciudad estaba ocurriendo. Seguidamente, se organiza al ejército y la caballería como los primeros que deben auxiliar a la población ante estos siniestros, y se ordena que carabineros de seguridad pública se desplegarán para impedir desórdenes, como ataques a los depósitos22.

Luego, en 1851, por medio de un Bando del Gobierno Superior, se insistió en la prohibición de construcción de edificios de caña y napa en el centro de Manila y otras poblaciones, quedando los alcaldes mayores como vigilantes del cumplimiento de lo normado. En caso de contravención, la edificación debía ser demolida de cargo del que la hizo23.

Un decreto similar se dictó el 5 de marzo de 1852, mediante el cual se ordenó trasladar el mercado de Manila a un punto más alejado de la casa parroquial, con el objeto de estar menos expuesto a los incendios. Se ordenó que las edificaciones de napas debían estar a 40 brazas distantes de cualquier edificio público, como las iglesias, casas reales, administración, casas parroquiales, tribunales y escuelas. En buenas cuentas, el decreto prohibió las construcciones de napas u otros materiales inflamables, pues podían poner en peligro a la ciudad en caso de incendio24.

Con todo, lo cierto es que, quizás justamente debido a las múltiples ordenanzas y decretos, la población de las Filipinas las más de las veces no cumplió con lo ordenado por las autoridades, cuya intención era impedir siniestros de incendios a través de las políticas públicas que buscaban precisamente eso. En ese contexto debe entenderse el Decreto de 7 de abril de 1857, donde se lee: "En la necesidad de corregir de una vez los inmensos males y perjuicios que irrogan a esta población, con los frecuentes incendios...". Así, se establecía un radio en el cual la población que quedaba dentro se consideraba parte integrante de la plaza, lo que implicaba la prohibición de edificar con materiales combustibles.25

No obstante, y a contrapelo de la normativa existente, el 8 de abril de 1859 se produjo un gran incendio en el barrio San Miguel, cercano al muelle más grande de Manila, que destruyó un gran número de casas y puso en riesgo las edificaciones públicas. Al parecer, los estragos fueron considerables tanto en vidas como en propiedades. No era la primera vez que ocurría algo así en San Miguel, pues cinco años antes había acontecido un hecho similar. Por ello, el Gobierno Superior Civil, una vez más, decretó la prohibición de construcción con materiales combustibles, estableció un nuevo trazado de calles y definió una cantidad de árboles proporcional a su población26.

Sin embargo, lo decretado en 1859 no fue suficiente, puesto que en 1863 las autoridades de Manila, mediante Decreto del Gobierno Superior Civil, elaboraron un nuevo plan de construcción dirigido específicamente al barrio San Miguel, en el que en el transcurso de cinco años se produjeron dos siniestros que arrasaron con todo. De acuerdo con el decreto, el barrio estaba ubicado en superficies irregulares, de confuso trazado, y sus casas estaban hechas con los mismos materiales de fácil combustión. Por ello, "la Administración pública no puede autorizar la continuación del antiguo sistema en este caso y los análogos, porque la tolerancia envolvería responsabilidad en calamidades sucesivas del mismo género cuyo inminente peligro se dejará subsistir"27. Dicho de otro modo, era imposible reconstruir en el mismo sitio con iguales materiales, más aún por la cercanía con el muelle de Manila.

Pero no solo importaba la destrucción material. Al respecto, el decreto enfatiza:

... pero a la vez se promovieron auxilios a favor de las clases pobres entre las numerosas familias que el incendio había dejado sin hogar; se levantaron grandes camarines para albergue de ellas, se les proporcionaron también subsistencia en los primeros días, y por cuenta de una suscripción, se han construido en otros sitios de los arrabales casas de nipa, dadas gratuitamente a los que perdieron las suyas en el incendio y no tenían propiedad en los solares.28

Las autoridades locales no solo debían impulsar políticas orientadas a aminorar los incendios y sus efectos, sino que además debían contar con recursos materiales y humanos para poder ayudar a las poblaciones afectadas por esta clase de siniestros. Por ello, otra vez, prohibieron en el barrio San Miguel, en las cercanías del Muelle Norte de Manila, así como en la capital, el uso de materiales inflamables para la construcción de todo tipo de edificaciones.

Queda en evidencia que en el espacio ultramarino de lo que fue la Monarquía Hispánica, las Filipinas, las autoridades de gobierno impulsaron políticas públicas destinadas a disminuir el riesgo de incendio. Para ello, no solo realizaron nuevos trazados de barrios, calles y ubicación de árboles, sino que prohibieron expresamente en varias ocasiones la edificación con materiales inflamables. No obstante, hacia mediados del siglo, y comprendiendo la cultura de la población local, consideraron oportuno redefinir estas políticas.

Conclusiones

Los casos de estudio presentados demuestran que las autoridades hispánicas, durante el arco cronológico considerado, promovieron la modernización y transformación del tejido urbano, con la fijación de reglas urbanas específicas que tuvieron como propósito disminuir la vulnerabilidad de las ciudades ante las eventualidades de incendios. Asimismo, para reducir los riesgos frente a esta posibilidad, promulgaron detalladas ordenanzas, destinadas a disciplinar a la población respecto del uso del fuego. Además, la panorámica delineada en este artículo sugiere que estas medidas, si bien se debieron en la mayoría de los casos al esmero de las autoridades locales y, por lo tanto, asumieron características propias en los diferentes contextos descritos, terminaron generalizándose progresivamente durante la época moderna en todos los dominios de la Monarquía Hispánica. Este proceso de homologación se desarrolló favorecido por dos circunstancias. Por una parte, las intervenciones de las autoridades en su lucha contra los incendios respondían al sentido común, y se basaban en la observación empírica de lo sucedido, o mejor dicho, en las lecciones del pasado. Por otra parte, a partir del siglo XVIII los esfuerzos de la Corona se vieron respaldados por la labor de los estudiosos de la policía y de la higiene, que sobre los hombros de las ciencias y del pensamiento racional contribuyeron a que los gobernantes prosiguieran, sobre la base de los nuevos conocimientos científicos, con sus políticas públicas respecto de la necesidad de prevenir y gestionar pronta y eficientemente el fenómeno del incendio. En sus manuales y tratados hicieron hincapié en medidas de prevención y remedio de esa calamidad pública, y sus opiniones fueron consideradas a la hora de gestionar políticas públicas tendentes a disminuir el riesgo de incendios. Detrás de todo esto es posible vislumbrar que la Corona, al estrechar los controles sobre la población y sus comportamientos, tenía no solo la intención de aminorar los efectos materiales del fuego, sino también velar por la integridad de sus súbditos.


Notas

1 Entre ellos, considerarse Arango López (2019); Gómez Rojo (2011 y 2003); Vázquez Mantecón (2017); Ramos Vázquez (2017); Ferragud y García Marsilla (2016); Fernández Del Hoyo (2015); Villanueva Zubizarreta (2015); Morollón Hernández (2005); Izquierdo Benito (2001); Melió Uribe (1991); Ruiz de la Riva (1991); Ezquiaga Domínguez (1990); Val Valdivieso (1987); Pérez Bustamante (1984); Laviana Cuetos (1983); García Felguera (1982); Borrego Plá (1983). [favor, revisar esto. No está claro.]

2 Entendemos por circulación de saberes el tránsito de ideas, modelos y políticas urbanas, entre otras, de carácter foránea, que son adoptadas por una cultura particular, las que a su vez las recrean dado el proceso de traducción y hermeneútica, que se realiza por quienes la reproducen, construyendo nuevas significaciones. Para más detalles, ver: Burke ( 2013); Almandoz (2010).

3 Actas del Cabildo de Santiago, cabildo de 4 de marzo de 1552.

4 Gaceta de México, 21 de septiembre de 1790, p. 171.

5 Estas resoluciones se repitieron para las comedias en 1753 y 1763, y para la ópera en 1786 y 1793 (Novísima Recopilación, 7, 33, 9.6; 7, 33, 12.9).

6 De la obra se hicieron tres ediciones: la primera en 1846, la segunda en 1857 y la tercera en 1864. Se decidió consultar esta última por haber sido ampliada respecto de las precedentes.

7 La obra se publicó por primera vez en 1847 y se volvió a editar en 1862 y en 1871. En esta investigación se decidió recurrir a la de 1871, ya que proporciona un panorama más completo del pensamiento de su autor.

8 Legislación Ultramarina. Concordada y anotada, por Don Joaquín Rodríguez San Pedro. Establecimiento tipográfico José Fernández Cancel, Madrid, 1865, t. III, art. 16, p. 520.

9 Ibid., art. 17, pp. 520 y 521.

10 Ibid., art. 142, p. 536.

11 Ibíd., art. 214 y ss, pp. 542 y ss.

12 Ibíd., art. 216, p. 542.

13 Legislación Ultramarina, Cuba, art. 240, p. 543.

14 Ibíd., art. 248 y ss, pp. 546 y ss.

15 Legislación Ultramarina, Cuba, Ordenanza de 1859, art. 2, p. 572.

16 Legislación Ultramarina, Cuba, Ordenanza de 1859, art. 14 y ss., pp. 573 y ss.

17 Legislación Ultramarina, 18 de junio de 1819, Decreto del Gobernador Capitán General sobre edificación y reparación de casas en los extramuros de la plaza de Manila, art. 3, p. 597.

18 Ibíd., arts. 4, 5 y 6, p. 597.

19 Ibíd., art. 6, p. 597.

20 Ibíd., arts. 8 y 9, p. 599.

21 Ibíd., arts. 12 y 13, p. 599.

22 Legislación Ultramarina, 9 de junio de 1849, Prevenciones dictadas por el gobernador Capitán General para regularizar los servicios prestados en casos de incendios. Arts. 1, 2, 3, 4 y 5, p. 608.

23 Ibíd., Bando del Gobierno Superior prohibiendo la construcción de edificios de caña y napa dentro de la zona determinada, p. 600.

24 Ibíd., Decreto Superior de Gobierno prohibiendo que se levanten construcciones de napa u otro material combustible a 40 brazas de los edificios públicos de mampostería, 5 de marzo de 1852, p. 599.

25 Legislación Ultramarina, 7 de abril de 1854, Decreto Superior señalando línea imaginaria de fortificaciones de la plaza de Manila, art. 3, p. 600.

26 Ibíd., 5 de julio de 1859, Decreto del Gobierno Superior Civil aprobando el proyecto de trazado de reedificación y regularización del pueblo de San Miguel, pp. 603 y 604.

27 Ibíd., 17 de noviembre de 1863, Decreto del Gobierno Superior Civil fijando un nuevo plan de construcción en la capital, p. 605.

28 Legislación Ultramarina, p. 606.


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