Conflictividad y mediaciones en las parroquias de la diócesis de Santa Marta durante la segunda mitad del siglo XIX
Conflicts and mediations in the parishes of the diocese of Santa Marta during the second half of the igth century
Conflito e mediações nas paróquias da diocese de Santa Marta durante a segunda metade do século xix
Adriana Santos Delgado
Historiadora de la Universidad Industrial de Santander (Colombia); con un magíster en Historia por la misma universidad y Doctora en Historia por la Universidad Pablo de Olavide (España). Actualmente se desempeña como profesora titular del Departamento de Historia de la Universidad del Valle (Colombia). Forma parte del Grupo de Investigaciones Históricas en Economía, Política y Educación (IHEPE) de la Universidad del Valle y también participa del grupo Religión y Política - Iberconceptos. Entre sus publicaciones recientes se encuentran "Abriéndose camino entre dos poderes: activismo del bajo clero en tiempos del liberalismo. Diócesis de Santa Marta, 1861-1866", Trashumante. Revista Americana de Historia Social, 13 (2019) 132-154 y "En pos de un pueblo virtuoso, inteligente e instruido: esfuerzos de homogeneización y acerca de un proyecto social. La experiencia del Estado Soberano del Magdalena", en Jorge Elías-Caro y Joaquín Viloria (Comp.), Historia de Santa Marta y el "Magdalena Grande". Del período Nahuange al siglo XXI, Universidad Sergio Arboleda, Universidad del Magdalena, 2018.
Correo electrónico: adriana.santos@correounivalle.edu.co Orcid: 0000-0002-1356-7626
Citar como:
Santos Delgado, A. (2021). Conflictividad y mediaciones en las parroquias de la diócesis de Santa Marta durante la segunda mitad del siglo XIX. Memorias: Revista Digital de Historia y Arqueología desde el Caribe colombiano (mayo -agosto), 119-141.
Resumen
Este texto explora el mundo parroquial de una de las jurisdicciones eclesiásticas del Caribe colombiano en la segunda mitad del siglo XIX. Se trata de estudiar la actuación de los curas de la diócesis de Santa Marta en la esfera local durante un período caracterizado por la búsqueda de la consolidación institucional de la Iglesia y por la necesidad de la corporación católica de responder a las reformas secularizadoras de los gobiernos liberales. Específicamente, interesa el examen de la participación del clero en las dinámicas sociales y políticas de las comunidades en donde ejercieron su labor ministerial. Se propone que los funcionarios religiosos desarrollaron formas particulares de intervención en el marco de los contextos de cada parroquia y de sus diversos modos de relacionamiento con los diferentes miembros de las congregaciones a su cargo. El abordaje de estos asuntos se hace a partir del análisis de la experiencia del presbítero Juan Bautista Baldetaro en su paso por varias localidades. El seguimiento a su desempeño revela el protagonismo de los curas en la escena social y la complejidad de las interacciones entre los clérigos, la feligresía, los agentes estatales y las autoridades eclesiásticas.
Palabras claves: parroquias siglo xix, conflictividad, mediaciones, curas, Santa Marta.
Abstract
This text explores the parochial world of one of the ecclesiastical jurisdictions of the Colombian Caribbean in the second half of the 19th century. The aim is to study the ways in which the priests of the diocese of Santa Marta acted in the local sphere, during a period characterized by the search for institutional consolidation of the Church, and by the need for the Catholic corporation to respond to the secularizing reforms of the liberal governments. Specifically, it is interesting to examine the participation of the clergy in the social and political dynamics of the communities where they exercised their ministerial work. It is suggested that religious officers developed particular forms of intervention within the contexts of each parish and its various modes of relationship with the different members of the congregations under their charge. The approach to these issues is based on the analysis of the experience of the priest Juan Bautista Baldetaro during his time in various localities. The monitoring of his performance reveals the protagonism of the priests in the social scene, and the complexity of the interactions between the clergy, the parishioners, the state agents, and the ecclesiastical authorities.
Keywords: 19th century parishes, conflict, mediations, priests, Santa Marta.
Resumo
Este texto explora o mundo paroquial de uma das jurisdições eclesiásticas do Caribe colombiano na segunda metade do século XIX. O objetivo é estudar o atuação dos padres da diocese de Santa Marta na esfera local durante um período caracterizado pela busca de consolidação institucional da Igreja e pela necessidade da corporação católica de responder às reformas secularizadoras dos governos liberais. Especificamente, é interessante examinar a participação do clero na dinâmica social e política das comunidades onde exerceram seu trabalho ministerial. Propõe-se que os oficiais religiosos desenvolvam formas particulares de intervenção dentro dos contextos de cada paróquia e suas vários modos de relacionamento com os diferentes membros das congregações sob sua responsabilidade. A abordagem destas questões é baseada na análise da experiência do padre Juan Bautista Baldetaro em sua passagem por várias localidades. O monitoramento de sua desempenho revela o protagonismo dos sacerdotes no cenário social e a complexidade das interações entre o clero, os paroquianos, os agentes do Estado e as autoridades eclesiásticas.
Palavras chave: paróquias do século xix, conflito, mediações, padres, Santa Marta.
Introducción
La vida social y política de las parroquias de la diócesis de Santa Marta1 de mediados del siglo XIX tuvo en los curas un actor central. Los religiosos católicos de esta circunscripción eclesiástica de la costa norte de Colombia (figura 1) intervinieron activamente en la cotidianidad de las poblaciones en donde ejercieron su labor. Desde el desempeño de sus funciones religiosas y desde su rol de mediadores entre los fieles y Dios (Barral, 2016, p. 11), los clérigos, además de garantizar el goce pleno de la fe, posibilitaban el aprovechamiento, por parte de la feligresía, de las ventajas sociales derivadas de la pertenencia a una congregación católica. La presencia de un ministro de Dios en la localidad podría significar el incentivo de la economía religiosa, aunque fuese de poca cuantía. Los servicios pastorales del sacerdote posibilitarían el afianzamiento de una comunidad con intereses comunes. A ello contribuirían los espacios de encuentro generados por las celebraciones del calendario religioso; esto es, la Semana Santa, el Corpus Cristi y las fiestas del Santo Patrono. Lo mismo haría la participación en las cofradías y círculos doctrinales; estas formas asociativas propiciarían tanto sentimientos de solidaridad y de integración a una colectividad como lazos sociales. Estos últimos también se fortalecerían mediante la aplicación de los sacramentos; por ejemplo, a través del bautismo y el matrimonio se establecían redes sociales y alianzas familiares. De hecho, la sacramentalización era bastante relevante, por cuanto le otorgaba legitimidad a momentos trascendentales para todo individuo como el nacimiento, el matrimonio y la muerte (Ayrolo, 2007, pp. 138-139). En consecuencia, los párrocos se erigieron en figuras de poder e influencia social, a más de ser guías espirituales.
Ahora bien, los curas de la jurisdicción católica en cuestión asumieron su papel de manera particular, tal como obraron igualmente sus contemporáneos de otras sedes diocesanas de Colombia y América Latina (Abalo, 2014; Adrián, 2000; Arango, 1993; Ayrolo, 2012; Barral, 2016; Londoño, 2004). Lo hicieron en atención a múltiples variables (Barral, 2016, p. 283)2. Por supuesto, debieron ocuparse de sus responsabilidades de agentes eclesiásticos y cumplir sus obligaciones institucionales, según lo encontrado por María Elena Barral (2016, p. 10) para Argentina. Asimismo, adoptaron posiciones y trazaron acciones frente a los cambios afrontados por la Iglesia en virtud de la reorganización interna impulsada por la jerarquía diocesana (Santos, 2015) y el papado (Barral, 2016, pp. 81-87; Cortés, 2016; Di Stefano, 2008, pp. 114-115; Serrano, 2008, pp. 81-87) y de las reformas secularizadoras de los gobiernos liberales del país (Arango, 1993; Bidegain, 2004; González, 2006, Tamayo, 2008; Arias, 2003; Cortés, 2016; Santos, 2019; Plata, 2009). Adicionalmente, adelantaron sus deberes en correspondencia con las condiciones específicas del distrito religioso que les había sido asignado; se adaptaron a las rentas e infraestructura de las parroquias, por lo general precarias, a los impactos de las confrontaciones políticas y combates armados entre liberales, conservadores y facciones de cada una de las organizaciones partidistas (Alarcón, Conde y Santos, 2002; Jurado, 2005; Ortiz, 2004 y 2010), y al sustrato cultural de una feligresía rural descendiente de tradiciones hispanas, indígenas y africanas cuyo catolicismo resultaba heterodoxo a ojos de algunos coetáneos (Santos, 2015). A su vez, buscaron el alcance de sus metas individuales atinentes a su calidad de religiosos, a sus expectativas económicas con el beneficio bajo su dirección y a su adscripción ideológica. En suma, el sentido de ser párroco en la Santa Marta de la segunda mitad del siglo XIX pasó por el filtro local sin desvincularse de los procesos más amplios de carácter nacional. De ahí la validez de examinar las experiencias puntuales de los pastores en sus parroquias, como se hace en este texto a partir de lo acontecido con el presbítero Juan Bautista Baldetaro.
Las actuaciones de los clérigos, incluido las del cura en mención, se desarrollaron en el marco de una trama densa de relaciones entre los ministros de Dios y los distintos actores o grupos de los poblados por los que pasaron. Sacerdotes, fieles y empleados gubernamentales interactuaron en función de sus intereses particulares o colectivos. De una parte, la divergencia de propósitos conllevó a pugnas entre unos y otros. Algunas se originaron en enfrentamientos por recursos económicos de la entidad parroquial; otras se produjeron debido a luchas de poder, y hubo aquellas causadas por diferencias ideológicas. De igual modo, surgieron desacuerdos en torno a las medidas estatales que afectaban los privilegios de la corporación católica y se generaron tensiones entre el clero a raíz del nombramiento en determinado curato. Por otra, la coincidencia en los objetivos a alcanzar estimuló el emprendimiento de empresas conjuntas, la cooperación mutua y el establecimiento de lealtades; los presbíteros contaron con el apoyo de parroquianos seguidores de su administración y su comportamiento. En ambas circunstancias, las mediaciones estuvieron presentes. La resolución de los conflictos, la realización de proyectos y la consecución de fines compartidos requirieron de la intervención de intermediarios. Esta tarea estuvo a cargo de párrocos, autoridades católicas o civiles y feligreses dependiendo de la coyuntura por solventar.
En este vasto horizonte de posibilidades se movió Baldetaro. Precisamente, esta es la razón para que este artículo se concentre en el examen de parte de su trayectoria, eso sí, siempre en interrelación con quienes estableció interlocución. Este presbítero fue protagonista de situaciones de diversa naturaleza en las parroquias en donde tuvo presencia, según se observará a continuación. A lo largo de su carrera sacerdotal participó de pleitos y polémicas con vecinos, funcionarios gubernamentales, políticos locales e incluso con sus pares. Su itinerario incluyó la alianza y colaboración de aquellos devotos que le reconocieron cualidades y compromiso en su misión evangelizadora, tal cual ocurrió en el distrito de Arboleda hacia febrero de 1855. Los cabildantes y el alcalde solicitaron, a nombre del pueblo, la designación de Baldetaro como párroco. De acuerdo con su petición, estaban agradecidos con este pues "[...] por un milagro del cielo y como para nuestro bien, nos ofrece todos los domingos el Santo sacrificio de la misa explicándonos al mismo tiempo la divina palabra [...] sin un deber que lo imponga, nos presta la mano [...]" (AEM, t. 79, f. 246). Sin embargo, los resultados de los actos de Baldetaro ocasionalmente no le fueron favorables a sus aspiraciones; algunas veces obtuvo lo que quería, mientras que en otras oportunidades sus intenciones se frustraron. Así sucedió en 1871 cuando su acusación al jefe municipal de Guamal ante el presidente del estado soberano del Magdalena fue rechazada. En opinión de este, la renuencia de la primera autoridad del lugar para darle casa al sacerdote Pupo, amigo del cura demandante, no constituía una violación a los derechos ciudadanos, tal como lo argumentó Baldetaro en su denuncia (AEM, t. 101, f. 281).
Así las cosas, el estudio de este religioso brinda una imagen sobre la incidencia de la clerecía católica en la configuración de las parroquias como espacios sociales en los que la integración colectiva, la concurrencia en la vida pública y el relacionamiento con los demás pobladores fue plausible (Bautista, 2012, p. 302). La consolidación de dichos escenarios fue el producto de un proceso en el que fueron copartícipes los diferentes sectores del universo eclesiástico. De allí que el hilo conductor de este trabajo sean los pasos seguidos por Baldetaro; a través de su historia es factible un acercamiento al significado de "ser cura" durante la mitad del siglo XIX en la diócesis de Santa Marta, a la vez que se devela la agencia e interacciones de los sujetos que conformaron estas sociedades3.
Baldetaro en disputa con los vecinos: uso de los impresos y feligreses en acción
En febrero de 1868 circuló en la población de Sitionuevo, ubicada a orillas del río Magdalena, una hoja suelta denominada "Aclaración" con críticas al párroco Juan Bautista Baldetaro. Su autor, Antonio Martínez Aparicio, jefe del departamento, le recriminaba haber "[...] calumniado a la señora Petrona Llanos de Rosales imputándole que pedía limosnas para la iglesia de aquel lugar, con el fin de que su esposo hiciese negocio con las sumas que colectaba [...]" (AEM, t. 93, f. 77). Esta mujer era integrante de una de las familias prominentes en la política local; estaba casada con Pedro Juan Rosales y era madre de Pedro Antonio Rosales, liberales del poblado. Este último, indicaba el escrito, "le dio un fuetazo" al cura por la ofensa a su mamá (AEM, 93, f. 77); episodio que, por cierto, se describía en un tono justificativo respecto a la acción del joven. Si bien el firmante del impreso anunciaba que continuaría la narración del incidente en una próxima edición, no se pudo ubicar en el archivo.
Las otras partes implicadas en el conflicto también se pronunciaron públicamente a los pocos días. Inicialmente lo hizo el cura Baldetaro, quien respondió al volante con un par de comunicaciones tituladas «Escándalo en Sitionuevo» y «La cuestión es plata». En los textos culpaba a su denunciante, Martínez Aparicio, de tomar "sesenta i tantos pesos sencillos [...] los cuales no figuran en la cuenta de recaudación" (AEM, t. 93, f. 88). Enseguida responsabilizaba al ya mencionado Rosales —padre— de apropiarse de más de 100 pesos de la caja pública para "componer una casa particular". Finalmente, declaraba cómo la familia arriba citada presumía de su poderío en el distrito: "[...] dicen ellos allí, que pueden hacer cuánto se les antoje, seguros de no haber en Santa Marta y en Ciénaga quien se atreva, no a desaprobar sus actos, sino a dejar de aplaudirlos [...]" (AEM, t. 93, f. 88), al tiempo que les señaló de amenazas a su vida. Posteriormente, Pedro Juan Rosales sentó su posición en una nota llamada "Escándalo público contra el presbítero Baldetaro" (AEM, t. 93, f. 79). En esta indicó al sacerdote de ser el atacante de su hijo. En sus propias palabras, "anoche disfrazado el presbítero Baldetaro le dio un garrotazo con un huayacán que él acostumbra a mi hijo [...] lo dejo tendido en el suelo" (AEM, t. 93, f. 79).
Los hechos referidos forman parte de una rivalidad, que data de 1867, entre el párroco y el mayor de los Rosales por el manejo de los recursos de la parroquia. Roces que derivaron en ataques verbales y en la acusación del primero al segundo ante la prefectura del departamento y el vicario apostólico de la diócesis. El cura remitió a dichas autoridades un memorial en el que aseguraba que Pedro Juan "se quedó con más de cincuenta y cinco fuertes que le entregaron para la refacción de la iglesia y pedía la expedición de las providencias del caso". Por si fuera poco, consultó al jerarca católico sobre la conducta del aludido Rosales: Baldetaro se preguntaba si su actitud podría estar en "[...] las censuras fulminadas por el santo concilio de Trento [...]" (AEM, t. 91, f. 87). De otra parte, la confrontación continuó durante y después de la aparición de los mensajes públicos. En marzo del año siguiente, el mismo Rosales presentó una queja contra el religioso ante el juez del circuito y el obispo, cuyos dictámenes fueron, respectivamente, la inocencia y la suspensión provisional del presbítero, levantada ulteriormente con base en el fallo civil y aduciendo la inexistencia de pruebas.
Dentro del juicio, el sacerdote Baldetaro interpuso una reposición dirigida al provisor fiscal. Para empezar, daba su versión de los acontecimientos; reiteraba lo expuesto al vicario en noviembre del año anterior. Desde su punto de vista, la motivación de fondo para las querellas de las que era objeto radicaba en la pretensión de soslayar la sustracción de los dineros de la fábrica de la iglesia (AEM, t. 93, f. 89). Rosales, sus parientes y Martínez encabezaban una campaña de desprestigio y "mala reputación" tendiente a su salida de la sede parroquial antes de la visita del revisor de las cuentas a fin de impedir que saliera a relucir su error. Ya para cerrar la apelación el cura manifestaba su inconformidad con la pena impuesta sobre él:
Yo, señor provisor, sufriría con gozo esa suspensión preventiva, puesto que ella aumentaría la materia de mi martirio por hacer iglesia [...] pero es señor provisor que su suspensión ofende el decoro de mi ministerio, da apoyo a mi calumniador, porque con su composición se hace creer al pueblo una falsa, esta es, que he sido yo el agresor; así lo entiende el pueblo, i esto debe evitarse. (AEM, t. 93, f. 89)
Al final, hacia 1869, se produjo el traslado del clérigo a Cerro de San Antonio, luego de su renuncia insistente al beneficio de Sitionuevo (AEM, t. 95, ff. 22-29), mientras que Pedro Rosales fue excomulgado desde junio de 1868 "por su acción pública contra el clero" (AEM, t. 92, f. 56).
Hasta aquí la experiencia de Baldetaro permite una aproximación al sentido que tenía desempeñarse como funcionario religioso en una parroquia del Caribe colombiano en las décadas posteriores a 1850. Los presbíteros de la diócesis de Santa Marta, como sus colegas de otras latitudes, construyeron una red de relaciones que configuraron el acaecer social de las poblaciones en donde practicaron su sacerdocio. Algunas de estas interacciones implicaron tensiones con miembros de las comunidades, provocadas por la disparidad de intereses colectivos o personales, los cuales frecuentemente se traslapaban y desencadenaban climas de conflictividad como el esbozado en las páginas precedentes. La reacción de este clérigo en cuanto a la malversación de los fondos parroquiales suponía el cumplimiento de sus responsabilidades institucionales en tanto agente católico, pero también implicaba la defensa de sus ingresos. La salvaguarda de los capitales eclesiásticos garantizaba no solo el sostenimiento del culto sino del cura mismo.
En la disputa entre Baldetaro, Rosales y Aparicio subyacía la pugna por espacios de poder. En juego se ponían la preeminencia social y política dentro de la colectividad. De un lado, estaban el ministro de Dios y la Iglesia católica; del otro, algunos dirigentes de la localidad y un agente estatal, quienes materializaban la agenda liberal liderada desde el gobierno de turno. En el pleito se superponían lo económico y lo político, de modo que comienza a revelarse la multiplicidad de órbitas de acción de los curas. Estos se movieron en diferentes escenarios conforme a las transformaciones y el avance del siglo XIX: aparte de consagrarse a sus deberes espirituales, actuaron ante los desafíos de las reformas promovidas por el liberalismo, respondieron a los llamados de la jerarquía católica respecto a la recomposición en el interior de la corporación eclesiástica, tomaron partido en las guerras civiles y las contiendas electorales, accedieron al mundo de los impresos e impulsaron la movilización social (Barral, 2016, p. 283). En efecto, el obrar de Baldetaro muestra cómo los religiosos católicos participaron de esos distintos ámbitos basándose en las singularidades de las parroquias.
En este sentido, el desarrollo de la contienda atrás citada pone de presente por lo menos dos de esos planos de actuación. En primera instancia, el cura hizo uso de la escritura pública para controvertir a sus detractores y justificar su comportamiento ante la feligresía. Este elemento es especialmente interesante, ya que constata cómo los integrantes de la entidad católica hicieron suyo uno de los componentes de lo moderno: lo impreso (Alonso, 2003; Santos, 2011). A través de la publicidad de sus razonamientos, el párroco Baldetaro buscaba la generación de una opinión pública a su favor, y quizá inducir a los fieles a solidarizarse con su causa. Cabe aclarar que lo mismo hicieron sus contradictores Martínez Aparicio y Rosales y otros habitantes de Sitionuevo que optaron por anunciar abiertamente su respaldo o rechazo a lo sucedido. En últimas, todos hicieron una "manifestación pública del conflicto" (Stuven, 2003). En segundo lugar, y relacionado con lo inmediatamente antedicho, emerge el asunto de las acciones sociales colectivas. Los eventos acaecidos en torno a Baldetaro hicieron que los vecinos se pronunciaran. Elaboraron comunicados, memoriales y circulares; lo cual exigió un relativo nivel de organización —reuniones, escritura de los documentos y firma de los mismos—, diálogo con la jerarquía católica y utilización de los mecanismos institucionales para mostrar sus posturas. Quienes tomaron la iniciativa de expresarse fueron un grupo de fieles que advirtieron sobre las trasgresiones del clérigo y la alteración del orden del pueblo por su presencia. Desde su visión, el sacerdote era "piedra de escándalo" y fuente de intranquilidad. Según sus términos, "[...] en cualquier otro lugar en que faltase el párroco, se haría sentir un vacío, aquí, ha fallado el presbítero Baldetaro por algunos días i penoso es decirlo el lugar ha estado en calma [...]" (AEM, t. 93, ff. 169 - 173). Es más, lo identificaban como el gestor del ataque de "una turba preparada adrede" a un padre de familia a quien quisieron quitarle la vida estando en su hogar; razón por la que —según enfatizaron— temían por la seguridad de "muchos prójimos" (AEM, t. 93, ff. 169 - 173). Puntos de vista discordes tuvieron otros hombres y mujeres. Los suscriptores de otra misiva catalogaron de injuriosos los señalamientos antedichos, valoraron positivamente la gestión parroquial del presbítero e inculparon a Martínez Aparicio de "[...] buscar los medios para hacer una imagen desagradable de Baldetaro para que este sea cambiado de curato [...]" tras su enfrentamiento con el cura (AEM, t. 93, ff. 174 - 178). Al decir de los defensores del religioso, este debía seguir siendo el párroco de Sitionuevo.
Rápidamente hubo nuevos pronunciamientos de otra fracción de la feligresía. Un oficio al provisor de la diócesis daba cuenta de las repetidas infracciones de Baldetaro. Para los firmantes de la carta, el cura obviaba el principio de la caridad y persistía en el fomento de la "vindicta pública", los agravios y los improperios (AEM, t. 92, ff. 190 - 192). Otros lugareños enviaron un memorial al obispo en el que reconocían en el clérigo el liderazgo de uno de los bandos existentes en la población cuyas diferencias inconciliables suscitarían, en cualquier instante, violencia física (AEM, t. 107, f. 271). Todavía en 1871 hubo una circular en la que los residentes de Cerro de San Antonio, la nueva sede de trabajo de Baldetaro, censuraron el desplazamiento de este a su anterior parroquia —Sitionuevo— con gente armada que se enfrentó a los adeptos de Rosales. Paralelamente, se lamentaron de los malos hábitos del presbítero, pues, a su parecer, vivía "en incontinencia pública y escandalosa" y andaba "enemistando a las familias valiéndose de falacias inventadas" (AEM, t. 101, f. 281).
En la totalidad de los casos las inconformidades o simpatías de los creyentes respecto al sacerdote dejaban entrever lo que, desde su criterio, entrañaba ser un mal o buen cura. Los argumentos de los fieles se formulaban con base en los principios de la moral y la disciplina eclesiástica (Hernández, 2017). La feligresía ejercía su derecho a definir el tipo de clérigo que querían en su congregación e incidían sobre la labor de los sacerdotes. Con ello se convertían en sujetos activos de los destinos de sus parroquias, eran personajes trascendentales en la política cotidiana en una acepción amplia y ocupaban la escena pública. Es necesario tener en cuenta que la división entre los católicos alrededor de Baldetaro simplemente es el fruto de la dinámica natural de las relaciones entre los pastores y sus feligresías. Los vínculos entre los ministros de Dios y los devotos algunas veces incluyeron discrepancias, y otras en cambio, se establecieron desde los acuerdos y avenencias; aunque, eso sí, siempre tuvieron injerencia en el servicio pastoral de los párrocos y su rol dentro de la comunidad (Barral, 2016, p. 11).
Baldetaro y mediaciones de la feligresía: disensos con funcionarios gubernamentales y pugna por recursos
La ascendencia de los feligreses sobre el quehacer de los curas y su papel de intermediarios entre estos y las autoridades eclesiales, de acuerdo con lo enunciado en el párrafo antecedente, resultan claros en la reacción de los parroquianos de Guamal hacia 1870. En este sitio, el presbítero Baldetaro tuvo desacuerdos con empleados civiles, debido, por un lado, al levantamiento de un censo económico por parte de Feliciano Peña (rector del distrito) y, por otro, a la aplicación de la desamortización de bienes de manos muertas. Los fieles intervinieron en la primera ocasión recurriendo a dos estrategias. Una consistió, siguiendo la lógica de sus homólogos de Sitionuevo, en la exposición escrita y pública de sus posicionamientos frente al problema entre el párroco y el encargado de la realización del censo en cuestión. En un memorial fechado en mayo, dirigido al clérigo, al obispo y a los lectores en general, los signatarios de la carta abierta abogaron por el sacerdote y rechazaron su difamación en un pasquín que se repartió en las calles y cuya autoría le adjudicaron al referido Peña (AEM, t. 100, f. 172). Adicionalmente, elogiaron las virtudes de su pastor, de quien resaltaron la práctica cabal del ministerio, la prestación oportuna de los servicios a quien los necesitara, "su desprendimiento al dinero" y "la gratuita enseñanza primaria". Según la explicación de los parroquianos, las injurias contra Baldetaro eran obra de una minoría compuesta por el "beduino difamador" y "sus tres compañeros de armas", como calificaron a los críticos del religioso (AEM, t. 100, f. 172).
La otra acción emprendida por la feligresía fue el trámite de una representación ante el vicario apostólico de Santa Marta, José Romero, en junio (AEM, t. 100, f. 185). Este texto, en el cual los fieles replicaron lo expuesto en el memorial, ilustra tanto la índole de la relación entre el sacerdote y los católicos de esta parroquia como la capacidad de agencia de estos últimos. Aquí predominó el apoyo y activismo en favor del párroco. Los vecinos acudieron a los conductos regulares fijados por las autoridades eclesiásticas para escuchar las inquietudes de los parroquianos. Elevaron sus voces para poner de relieve la clase de sacerdote que deseaban y necesitaban, perfil que coincidía con el de Baldetaro. Para ellos, el clérigo cumplía estrictamente con su ministerio, celaba a su iglesia, obedecía lo mandado por el obispo y se interesaba en la educación de la juventud. En su relato hacían caso omiso de las aseveraciones del censor sobre el cura y, por el contrario, tildaban al funcionario estatal de ser una "desgracia para el pueblo" y de "comején", a más de ser conocido en otras poblaciones por su mala reputación (AEM, t. 100, f. 185). Los creyentes fueron poco ortodoxos en lo que concierne al uso de la fuerza y la agitación del cura en contra de Feliciano Peña, tal cual lo denunció este. Para la feligresía primó la necesidad de tener un pastor que les permitiera la vivencia a plenitud del catolicismo y el acceso a las prerrogativas extra religiosas ofrecidas por la comunidad católica. Por consiguiente, asumieron la vocería de la defensa del presbítero, quien optó por dejar de lado su usual beligerancia; únicamente escribió una comunicación al jerarca diocesano en la que afirmaba contar con "el agrado de todos sus fieles" a excepción del antiguo jefe municipal y el susodicho Peña (AEM, t. 100, f. 173).
El comportamiento del cura quedó registrado en el reporte que presentó el responsable del censo a los agentes gubernamentales de Santa Marta en abril del mismo año. Allí se detallaban los obstáculos interpuestos por Baldetaro a la recopilación de los datos que se pedían desde la capital del estado soberano del Magdalena. Primordialmente, se hacía referencia a la manera en que el párroco exhortaba a los fieles al ocultamiento de la información solicitada por el gobierno, bajo la tesis de que la utilización de la misma tendría consecuencias nefastas para la población. Empero, la principal preocupación de Feliciano Peña, según lo expresó, eran las vías de hecho usadas por el clérigo. Las intimidaciones y los maltratos eran constantes. Con arreglo a su testimonio, el religioso intentó "echarme tierra en los ojos para que yo no hiciera nada bueno ni para el infrascrito ni para nadie", le impidió dar curso a las protestas por su quebrantamiento de la ley ante las instancias competentes y lo amenazó con tener "tres formas de deshacerse" de él: "con una puñalada, un tósigo o una paliza" (AEM, t. 101, ff. 96). Peña confesaba sentirse temeroso por su seguridad, pues esta conducta era costumbre en Baldetaro, quien además alardeaba de su poder debido a su origen samario. Según el empleado civil, el párroco se preciaba de "hacer aquí todo lo que le venga en gana [...]" (AEM, t. 101, ff. 96).
Este cuadro hace parte de las relaciones problemáticas entre los agentes estatales y los curas (Barral, 2008; Ayrolo, 2008). La ejecución de la normativa liberal pasó por el tamiz de lo local. En estos contextos micro, las decisiones de los administradores del Estado se encontraron con los intereses de los sectores e individuos que habitaban el poblado, incluyendo la clerecía. A veces, las expectativas de unos y otros se contraponían y propiciaban conflictos; si bien conviene puntualizar que en otros casos hubo lugar para las negociaciones y consensos. A pesar de la falta de una documentación más amplia sobre lo acaecido en Guamal, la oposición de Baldetaro al censo y la imagen desfavorable de Peña entre los fieles puede leerse como la resistencia de los pobladores a una disposición del gobierno que, intuían, tendría implicaciones nocivas para sus economías. Por tanto, el modo de actuar del párroco estaría en consonancia con el resguardo de los objetivos de quienes, de alguna manera, representaba (Barral, 2016, p. 282). Dicha apuesta del presbítero le supuso entrar en contradicción con el censor, lo que conllevaba, a la postre, a un enfrentamiento entre la institucionalidad eclesiástica y civil que cada quien personificaba. Choque que también se evidenció cuando se puso en marcha la desamortización en la parroquia; uno de los decretos claves dentro de las innovaciones legislativas de los liberales y cuya entrada en vigor afectaba el patrimonio eclesiástico (Santos, 2019; Bautista, 2012; Cortés, 2016 y 2004)4.
El arribo en julio de 1870 de Luis Lopera, agente de bienes de manos muertas, a la población de Guamal con motivo del remate de cincuenta y tres reses pertenecientes a la parroquia regentada por Baldetaro no estuvo exento de dificultades. A su llegada, el sacerdote manifestó dudas acerca de la legitimidad de dicha diligencia, de tal suerte que indagó sobre la veracidad del nombramiento de Lopera y la autorización de la venta del ganado (AEM, t. 100, f. 214). Una vez recibida la confirmación correspondiente, y dándose por sentada la legalidad de la subasta pública, el párroco cuestionó la forma en que se llevó a cabo esta y la demandó ante la agencia de bienes desamortizados. Desde la perspectiva del cura, se cometieron varias anomalías, entre las que se contaban la tasación baja del lote de animales, la entrega expedita de los vacunos de parte del tenedor Eusebio Zambrano y la enajenación rápida de los semovientes. Durante sus descargos en julio, Lopera informó sobre la obstrucción de Baldetaro a su trabajo y anunció su intención de acusarlo ante la agencia de bienes desamortizados del circuito del Banco y Guamal a fin de que en adelante "las pasiones personales" no le impidieran efectuar lo que le fue encomendado (AEM, t. 100, f. 218). No obstante, de poco valió su alegato, pues una vez escuchados varios testigos (AEM, t. 100, ff. 286-287), la sentencia favoreció al sacerdote; Lopera y Zambrano fueron condenados. En la base de la confrontación se hallaba la puja por recursos económicos; el Gobierno y la Iglesia los requerían para el éxito de sus funciones.
Esta no era la primera vez que Baldetaro se involucraba en materias concernientes a la desamortización de bienes de manos muertas. Ya lo había hecho en febrero de 1862 cuando fue llamado por el jefe municipal de Sitionuevo, Pedro Manga, para que cumpliera con la debida juramentación tanto de dicho decreto como del de tuición de cultos. Según lo ordenado por el secretario general del estado soberano del Magdalena, de conformidad con lo dispuesto por el presidente de la Unión para el clero regular y secular, el párroco del distrito debía reconocer al Gobierno de los Estados Unidos de Colombia, prometer obediencia al mismo, dedicarse exclusivamente a su ministerio, abstenerse de la interferencia en los negocios públicos y obligarse a no hostilizar al poder ejecutivo (AEM, t. 86, ff. 172175). El cura compareció en mayo, cuando se presentó en el despacho civil, según estaba previsto por la reglamentación. Una vez allí, hizo constar su decisión de prestar parcialmente el juramento en cuestión (AEM, t. 86, ff. 172-175). Proclamó su adherencia al régimen actual, como lo haría con todo aquel que se instaurara en el país, siempre y cuando este no expidiera normas impías. Precisó su desinterés en los asuntos públicos "por no entenderlos, por no gustarle y por no ser bien vistos en el sacerdote" y se negó a someterse a las leyes ya mencionadas (AEM, t. 86, f. 173).
La negativa de Baldetaro se sustentó, según su misma declaración, en el respeto a la autoridad de Dios, cuyo imperio prevalecía sobre cualquier otro, a su lugar de subordinación dentro de la Iglesia y a la sumisión que como clérigo le debía al obispo. El presbítero consintió sujetarse a la potestad del episcopado de la diócesis y refirió acogerse a las advertencias hechas por su directo superior sobre los equívocos en que incurrirían quienes entregaran los bienes y aceptaran la inspección del Estado sobre las funciones religiosas (AEM, t. 86, ff. 172-175). Con este proceder, el sacerdote participaba de una de las mayores discusiones entre la entidad católica y el gobierno civil en el siglo XIX. Las esferas políticas y eclesial se enfrentaron por sus competencias jurisdiccionales y soberanías. La legislación reformista delimitaba los campos de acción para cada uno de los poderes, ampliaba las facultades estatales con miras a la secularización de la vida pública y restringía la influencia del clero sobre el comportamiento social y los actos vitales de las personas (Connaughton, 2010, pp. 363 - 381; Bautista, 2012).
Los lineamientos episcopales de cara a las imposiciones de los liberales hallaron eco en el párroco Baldetaro. El cura dejaba en claro su alineamiento con las directrices dadas por el alto clero a sus subalternos. La circular de 1862 estipulaba que los sacerdotes comparecieran ante las autoridades civiles para efectos de la juramentación de las providencias expedidas sobre la vigilancia del culto y los capitales eclesiásticos, pero lo hicieran bajo la figura del juramento condicional. Es decir, los curas confirmarían su lealtad al gobierno vigente haciendo la salvedad de encontrarse imposibilitados para consentir el menoscabo de los derechos de la corporación católica. Conjuntamente, el requerimiento diocesano ya descrito se acompañaba del detalle de las sanciones aplicables a aquellos clérigos indóciles e indisciplinados; podrían ser suspendidos de oficio o excomulgados dependiendo de la envergadura de la falta.
Lo cierto es que el tema del disciplinamiento era sustancial para la reorganización de la Iglesia durante la segunda mitad del siglo XIX. Desde la Santa Sede y el obispado se propendía por el fortalecimiento de la estructura jerárquica y una mayor gobernabilidad de las circunscripciones religiosas (Hernández, 2017, p. 97). La unidad de los cuadros eclesiásticos alrededor del papa y el prelado y el acatamiento de sus órdenes redundaría en la concreción de sus proyectos en pos de la consolidación de la estructura institucional y comunidades católicas, así como en la implementación de salidas efectivas a las políticas secularizantes. Una de las aristas de la inobediencia clerical que debió resolver el obispo de Santa Marta fue el desacato de los curas que transigieron a la desamortización. Para superar este inconveniente, la cabeza de la diócesis se apoyó en aquellos religiosos funcionales a sus propósitos y cuya adhesión a las causas del catolicismo se había demostrado. Baldetaro fue uno de ellos. De ahí que se le comisionara en 1864, junto a José Antonio Cuello, el aviso de excomunión a los presbíteros Ramón Laguna y Matías J. Linero, párrocos de Remolino y Ciénaga, respectivamente.
Baldetaro, divisiones del clero y agencia de los devotos
Lo ocurrido en torno a los dos presbíteros mencionados en las líneas anteriores (Laguna y Linero) es sugerente por varios motivos. Para comenzar, deja entrever un Baldetaro comprometido con las responsabilidades delegadas en él por el obispo José Romero, aunque primordialmente denota las limitaciones que afrontó para llevar a cabo las mismas. En septiembre de 1864, el cura devolvió al provisor general de la diócesis la carta citatoria que notificaba su sanción a los párrocos contraventores. En su mensaje, el sacerdote acotaba el porqué de su determinación: aducía estar en peligro debido a la "rebeldía" de Laguna, uno de los párrocos penalizados. Por lo demás, el cura Baldetaro aclaraba cómo hizo todo lo posible para darle cumplimiento a su cometido, y aseveraba: "si se llegara a ejecutar mi prisión, la sufriré gustoso, pues a ello estoy obligado como sacerdote que no admitió el cismal" (AEM, t. 88, f. 364). Luego, y al margen de la brevedad, esta misiva explicita la existencia de fidelidades entre los clérigos y la jerarquía diocesana, a la vez que es indicativa de la difícil gobernabilidad del obispo (Hernández, 2017). El uso de los instrumentos de control sobre el bajo clero dependía de las posibilidades reales para el ejercicio del poder y del aún incipiente marco institucional religioso. La escasez de personal para hacer valer sus preceptos, las largas distancias entre los poblados que hacían lentas las comunicaciones y la autonomía e independencia de los clérigos respecto a las directivas eclesiásticas formaron parte del ingente espectro de variables que obstaculizaron la efectividad de las decisiones administrativas del obispo (Santos, 2015).
El otro elemento perceptible a partir del caso citado es las fisuras dentro del cuerpo sacerdotal y la variedad de relaciones que se establecieron entre el gobierno diocesano y sus ministros. La clerecía fue heterogénea en su composición; se conformó por individuos con aspiraciones, planes y conductas disímiles (Barral, 2008, p. 136; Hernández, 2017, p. 104). Del mismo modo que hubo curas partidarios de las posturas de las autoridades eclesiales y que atendieron lo orientado por sus superiores, hubo quienes desoyeron la voluntad del episcopado y disintieron de este. Laguna y Linero fueron un ejemplo de esto. Ambos juramentaron los decretos de tuición y desamortización, ninguno se retractó de dicha actuación e ignoraron el plazo de cuarenta días fijados por el episcopado para rescindir de haberse sometido a las leyes gubernamentales, razón por la cual fueron suspensos en 1863. A pesar de esto siguieron con las actividades normales de su cargo lo que condujo a su excomulgación. Los términos de la carta monitoria de 1864 ilustran la magnitud de los yerros cometidos por los curas y de las desavenencias entre estos y el prelado Romero. Para el jerarca, la condena de los clérigos se produjo
[...] por haber violado escandalosamente la censura conminatoria del prelado: que continuáis contristando a la Iglesia con nuestra rebeldía, despreciando su legitima autoridad, celebrando el santo sacrificio de la misa, administrando los santos sacramentos y ejecutando todos los demás actos propios del ministerio parroquial. (AEM, fondo José Romero, v. 5. f. 171)
La gravedad de la infracción de los sacerdotes residió, según el obispo, en la insubordinación y desconocimiento de la potestad episcopal por más de un año. La aplicación de la sanción máxima fue el único recurso que tuvo ante la continuidad de las contravenciones de los curas, su persistencia en el "error" y su desatención a toda reflexión (AEM, fondo José Romero, v. 5. f. 171). Ciertamente, tanto Laguna como Linero infringieron el mandato de sujeción a sus rectores, uno de los objetivos cardinales para la cimentación institucional y centralización de la Iglesia. Sin embargo, y tal vez por lo esencial de esta empresa, Romero ofrecía una alternativa a los religiosos transgresores. Antes de la emisión del auto de excomunión en noviembre de 1864, el acento sancionatorio y coercitivo cedía y se flexibilizaba; en su lugar, se abría paso al perdón y la reconciliación. La combinación de la contención y la negociación fue una de las características de los gobiernos espirituales para solventar las tensiones con los clérigos. Los curas tendrían quince días "perentorios e improrrogables" para prescindir de la "contumacia", arrepentirse de los "extravíos cometidos", cesar las actividades pastorales y observar las penas recibidas (AEM, t. 88, f. 365). Para tal efecto, el obispo delegó a los ya referidos Cuello y Baldetaro. Estos además de representar las prescripciones y exigencias del prelado de Santa Marta, adoptaron aquí su papel de intermediarios entre las autoridades y los párrocos insumisos.
Otros mediadores en esta oportunidad fueron los fieles. Los parroquianos de Remolino dirigieron una nota abierta al obispo en agosto de 1864 en la que protestaban por la excomunión tanto de su cura Laguna como de Matías J. Linero. Los enunciados del documento fueron singulares. El texto integraba planteamientos del liberalismo con supuestos sobre la vigencia del catolicismo para la comunidad. Los más de cincuenta remitentes escribieron desde su calidad de ciudadanos —según se llamaron en la comunicación— y exaltaron la obediencia de los eclesiásticos al Soberano, al cual consideraban la Nación misma. Para los suscritos, la juramentación de la tuición y desamortización por los religiosos era un "acto de virtud" apreciado por "la opinión ilustrada del país", y concordaba con lo esperado de "verdaderos ministros de Jesucristo", e inclusive vieron positivamente desde que desoyeran las "amonestaciones de los agentes impuros del papismo" (AEM, t. 88, f. 370). esta lógica, la reticencia del párroco de "caer en prácticas irregulares" corroboraba su consagración a la misión de paz y caridad, era un desestimulo a la rebelión, frenaba el derramamiento de sangre y evitaba que la religión fuera leitmotiv para la discordia dentro de la República; elementos todos, según afirmaba el escrito, que hacían tangible el mandamiento de "no matarás" (AEM, t. 88, f. 370). Igualmente, subrayaban la buena administración parroquial de los sacerdotes y expresaban su disconformidad con la excomulgación, reputada de inaceptable e ilegítima.
Las protestas de los feligreses fue una de las herramientas aprovechada por la feligresía para la interlocución con la jerarquía de la diócesis. A través de este medio los fieles dialogaban con las autoridades eclesiásticas y sentaban su posición sobre el acontecer de sus parroquias (Abalo, 2014; Barral, 2016). Con frecuencia, tal como ocurrió en Remolino y en otros lugares, según ya se mostró, los devotos se pronunciaron sobre el ejercicio del ministerio parroquial intercediendo ante el obispo en apoyo u oposición a sus párrocos. En consecuencia, los pobladores fueron agentes activos del catolicismo que anhelaban tener y practicar. En el proceso estudiado, los creyentes reivindicaban una religión que armonizara con el orden civil, partidaria de la soberanía nacional y cohesionadora de la sociedad. Claramente escrita desde una óptica liberal, esta reclamación es demostrativa de la manera en que el liberalismo permeó a más segmentos poblacionales de los que hasta hace poco la historiografía reconocía. Los presupuestos liberales traspasaron las fronteras de los centros político-administrativos, de las ciudades y de los sectores sociales más letrados. Habitantes de las áreas rurales aprehendieron el repertorio ideológico de la época5, y con base en este defendieron sus intereses y visiones, incluso aquellos vinculados al catolicismo.
A propósito de las interacciones y mediaciones entre feligreses, presbíteros y el alto clero, y retomando la trayectoria del cura Baldetaro, resulta pertinente la revisión de lo sucedido en la parroquia de Chimichagua hacia 1858. Allí surgió una disputa por las jurisdicciones debido a las decisiones cruzadas entre las autoridades católicas del nivel central y el local. Aun cuando las fuentes documentales no clarifican los móviles ni las circunstancias, se designaron simultáneamente dos párrocos para una misma circunscripción; eventualidad que no solo generó una
controversia entre los presbíteros involucrados, sino que impactó a la feligresía y desveló las formas de relacionamiento entre los administradores eclesiásticos de la capital diocesana y los de la periferia. Tras el fallecimiento del párroco en propiedad, llegaron a la localidad los presbíteros José María Cabrales y Juan Bautista Baldetaro, cada cual encargados de la interinidad. Según sus credenciales, el primero fue nombrado desde marzo por el vicario del partido, mientras que el segundo recibió la designación del vicario general de la diócesis en septiembre. La decisión final sobre cuál de los ministros permanecería en la parroquia estuvo en manos del obispo, quien ratificó a Cabrales, teniendo en cuenta tanto su mayor estadía en la sede pastoral como el decreto expedido por el vicario local y "[...] que los feligreses de la enunciada parroquia manifiestan estar satisfechos del ministerio parroquial con el referido Cabrales" (AEM, t. 82, f. 134).
El episcopado dictaminó después de dos meses de intercambio de cartas y representaciones entre los funcionarios de la vicaría del cantón y la vicaría general de la diócesis, entre el cura Cabrales y el provisor de Santa Marta, y entre los feligreses y el obispado; comunicaciones de cuyos contenidos destacan tres aspectos. Antes que nada, el fallo positivo para el presbítero escogido por el vicariato del partido ofrece indicios sobre las relaciones de poder entre el obispado y las vicarías; estas se distanciaron de la verticalidad y lejos estuvieron de ser unidireccionales. El gobierno diocesano admitió la resolución de los administradores de la iglesia local una vez conocidos los hechos y sin importarle revocar las disposiciones suyas. Aparte, las voces de los sacerdotes se escucharon, principalmente, por intermedio de terceros: los fieles. En un mensaje sucinto de Cabrales al provisor vicario general con un recuento de los acontecimientos devenidos de la llegada de su condiscípulo a la parroquia, el protagonismo lo tiene el anexo de una nota de respaldo firmada por cincuenta y ocho vecinos de Chimichagua (AEM, t. 82, f. 131). Baldetaro, aparentemente, guardó silencio —no aparece registro alguno sobre la situación referida—; de modo que fueron el mayordomo de fábrica y otros de sus simpatizantes quienes aportaron los argumentos en pro de su investidura. Para finalizar, y ligado a lo antepuesto, una vez más la feligresía actuó de acuerdo con sus expectativas más íntimas.
Los católicos de Chimichagua se dividieron en dos bloques, cada uno de los cuales terció por el presbítero de su preferencia para la dirección espiritual de la congregación. Los fieles consignaron sus inquietudes y pedidos en representaciones enviadas al provisor y vicario general de la diócesis. Los adeptos al párroco Cabrales rogaron al obispo que mantuviera a este en la localidad, dado su desenvolvimiento intachable durante el período en que había ocupado la provisionalidad del curato. Se mostraron comprensivos con el nombramiento de Baldetaro; al parecer -escribieron- hubo una confusión a causa del poco o ningún contacto entre el vicario del partido y el obispado, lo que originó el malentendido, pues el prelado Romero creía que la sede religiosa estaba acéfala (AEM, t. 82, f. 129). Por su parte, los defensores del cura Baldetaro, entre ellos el mayordomo de fábrica, convinieron en que era su legítimo pastor y la esperanza para conocer la fe, acercarse a la "palabra evangélica" y mejorar "nuestra suerte católica" (AEM, t. 82, ff. 126-127). En su opinión, Cabrales debía ser removido de su beneficio por cuanto contravenía el ideal de un ministro de Dios. El presbítero descuidó el estado de la parroquia y manejó indebidamente la economía eclesiástica al desviar los recaudos anuales de la misa de la cofradía, perder los milagros pertenecientes a la patrona Nuestra de la Concepción, extraviar las contribuciones para la edificación del templo y dinero en efectivo y oponerse para que este se pusiera al rédito (AEM, t. 82, f. 126). Por añadidura, afirmaron, desafió la autoridad eclesial al negarse a entregar el distrito parroquial al nuevo sacerdote; cosa que para ellos no podía pasar inadvertida.
En fin, una vez más, los creyentes tramitaron sus aprensiones ante las autoridades competentes —religiosas y civiles— utilizando los canales regulares para tal fin; de paso ayudaron al perfeccionamiento de la base institucional de la Iglesia y el Estado. Los memoriales y representaciones recogieron las percepciones, insatisfacciones o empatías de los fieles con referencia a la calidad de los párrocos o la multiplicidad de sus papeles dentro del poblado; los sacerdotes también eran vecinos, familiares, políticos, entre otros (Ayrolo, Funcionarios de Dios y de la República. Clero y política en la experiencia de las autonomías, 2007). Los devotos también se manifestaron frente a aquellos sucesos que, desde su concepción vulneraban su espiritualidad o sus prerrogativas como habitantes de una localidad. En definitiva, la feligresía reivindicó su manera de pensar y actuar en aras de conseguir un párroco acorde con sus concepciones. Así se tiene una comunidad eclesial activa, artífice del presente y futuro de sus parroquias y coadyuvante en el fortalecimiento de la grey. De esta suerte, los católicos participaron en la vida pública de su comunidad y, por ende, contribuyeron en la construcción de espacios públicos y políticos.
A modo de cierre
El estudio del accionar de los curas en las parroquias devela el peso de estos actores sociales e institucionales en el devenir de las sociedades en las que desempeñaron su ministerio. Los clérigos estuvieron presentes en la cotidianidad y esfera pública de los contextos locales. Allí desplegaron su agencia y capacidades de movilización propia y de otros tendentes a concretar una serie de proyectos, bien fuesen de carácter individual, del cuerpo eclesial al que pertenecían o de los fieles a quienes interpretaban. Desde su lugar de guía espiritual, y gracias al prestigio social que este les daba, resguardaron intereses económicos, doctrinarios o partidistas. Los presbíteros buscaron la conservación de los recursos necesarios tanto para su subsistencia como para el sostenimiento del culto, reaccionaron ante coyunturas de orden local, regional o nacional y se esforzaron por la preservación de sus micropoderes. Todo ello en una interdependencia con los feligreses. En algunas ocasiones se aliaron mientras que en otras se enfrentaron; no obstante, en ambos casos sacerdotes y devotos hicieron las veces de mediadores entre las diferentes partes en interacción.
Una de las vías para entender la dimensión de lo anterior es la reducción de la escala de observación. Detener la mirada en los individuos que encarnaron este sector de la corporación católica introduce matices a imágenes generalizadas sobre la historia de la clerecía, de los fieles, la sociedad y la Iglesia. Al descubierto quedan procesos más dinámicos y cambiantes en los que tienen cabida las particularidades. Se ponen de manifiesto los diversos sentidos y naturaleza de los roles desempeñados por los párrocos y el compromiso de la feligresía al gestionar sus propósitos específicos. Se muestra cómo los ministros de Dios, al igual que los creyentes católicos, ciudadanos en general y agentes estatales, libraron sus propias luchas, a menudo permeadas por cuestiones más allá de lo espiritual. Se deja atrás la idea de una entidad eclesiástica completamente jerárquica, unívoca y monolítica (Di Stefano, 2008); en vez de ello, aparece una institución producto de las relaciones de quienes la componen. Justamente esta última noción —relaciones— adquiere relevancia; la fluidez de los vínculos entre los sujetos se hace patente, sin perjuicio de la conflictividad que pueda atravesarlos. En resumidas cuentas, seguir el itinerario de Juan José Baldetaro permite la aprehensión de la complejidad del universo parroquial del siglo XIX en Colombia.
Notas
1 La diócesis de Santa Marta limitaba con las diócesis de Pamplona y Cartagena. Su jurisdicción cubría los territorios de los actuales departamentos de La Guajira, Cesar y Magdalena, así como algunas localidades de Santander y Norte de Santander. Esta unidad administrativa eclesiástica se correspondía, a grandes rasgos, con el estado soberano del Magdalena, uno de los nueve estados que conformaban los Estados Unidos de Colombia.
2 Según explica Barral (2016), los clérigos viabilizaban los vínculos entre los fieles y las autoridades católicas o civiles, resolvían dificultades de la comunidad originadas por situaciones internas o externas a la misma, conciliaban los intereses particulares de los diferentes sectores, llevaban a cabo sus compromisos eclesiásticos y buscaban la realización de sus proyectos personales.
3 La expresión “ser cura” se toma de Barral (2016). De dicha autora también se recoge su planteamiento sobre la necesidad de historiar a estos actores.
4 Además del decreto de desamortización de bienes de manos muertas (1861), otras leyes expedidas fueron el desafuero eclesiástico (1851), la municipalización de los cementerios (1855), el establecimiento del matrimonio (1855) y registro (1853) civiles, la tuición de cultos (1861) y el decreto orgánico de instrucción pública (1870).
5 Expresión se toma de Barral (2008).
Fuentes
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