«... por embusteras y hechiceras y que con brujería mataron a un niño». María González, María Bautista y María de Cárdenas ante el Tribunal inquisitorial de Toledo (1645-1647)*
«... using spells and deceit, they killed a child with witchcraft»: The Inquisitorial Trial of María González, María Bautista, and María de Cárdenas, Toledo (1645-1647)
« ..mentirosas e feiticeiras e que por bruxaria mataram uma criança». María González, María Bautista y María de Cárdenas, em face do Tribunal de Inquisição de Toledo (1645-1647)
María Jesús Zamora Calvo
Doctora en Filología
Hispánica por la Universidad de Valladolid-España (2002). Desde
2011 es profesora titular de Literatura Española en la Universidad
Autónoma de Madrid-España. Sus líneas de investigación se centran
en el estudio de la literatura del Siglo de Oro español, más
concretamente, los tratados sobre magia y los manuales de
inquisidor, los cuentos insertos en este tipo de libros, y las
humanidades digitales. En la actualidad se está dedicando al
estudio de la identidad sexual y genérica en la época premoderna.
Ha adquirido amplios conocimientos relacionados con esta época,
como lo demuestran sus libros
Ensueños de razón. El cuento inserto en tratados de magia
(siglos xv y xvu) (2005) y
Artes maleficarum. Brujas, magos y demonios en el Siglo de Oro (2016). Desde 2018 dirige la revista
Edad de Oro. Revista de Filología Hispánica <https://revistas.uam.es/edadoro>. Hoy en día lidera el grupo de investigación
«Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos
xvi, xvu y xvin)», reconocido como grupo consolidado en la
Universidad Autónoma de Madrid (España).
ORCID: 0000-0001-7882-485X
Correo electrónico: mariajesus.zamora@uam.es
*Este artículo se ha desarrollado en el marco del grupo de investigación «Mentalidades mágicas y discursos antisupersticiosos (siglos xv, xvu y xvm)», reconocido como grupo consolidado en la Universidad Autónoma de Madrid (España).
Resumen
El propósito de este estudio es el de examinar el proceso que se abrió contra tres mujeres: María González, María Bautista y María de Cárdenas, por parte del Tribunal de la Inquisición de Toledo, que ocupó cientos de folios y que se prolongó de 1645 a 1647. En este artículo deseamos poner el foco de atención en esta causa para analizar, a partir de un hecho luctuoso como la muerte de un niño, cómo se articuló un mecanismo social mediante el cual se fue acorralando a unas mujeres que vivieron sin estar sometidas a una autoridad masculina; algo que hizo recaer sobre ellas toda sospecha de culpa, evidenciando la discriminación, el rechazo y los prejuicios existentes contra ellas en la Castilla de mediados del siglo xvu. Intentaremos extraer conclusiones apoyándonos en la riqueza indiscutible del relato inquisitorial para que así el lector tenga su propia opinión sobre el tema.
Palabras claves: Inquisición, Brujería, Hechicería, Madrid, siglo xvu.
Abstract
The subject of this study is the trial of three women—María González, María Bautista, and María de Cárdenas—before the judges of the Toledo Inquisition from 1645 to 1647. The lawsuit is hundreds of pages long. Focusing on the tragic death of a child, I examine the articulation of social mechanisms through which women who managed to live beyond the structures of masculine authority were effectively targeted and blamed, an illustration of the discrimination, rejection, and prejudice to which such women in mid-seventeenth-century Castile were subjected. Basing my work on this rich Inquisitorial record, I draw my own conclusions and hope that readers will do the same.
Keywords: Inquisition, Witchcraft, Sorcery, Madrid, Seventeeth Century.
Resumo
O propósito deste estudo é examinar o processo iniciado contra três mulheres: María González, María Bautista e María de Cárdenas, pelo Tribunal de Inquisição de Toledo, que ocupou centenas de laudas e que se estendeu de 1645 a 1647. Neste artigo, pretendemos analisar, a partir de um fato trágico como a morte de um menino, como se articulou um mecanismo social através do qual se encurralaram mulheres que viveram insubmissas à autoridade masculina, o que fez com que sobre elas recaísse toda a suspeita de culpa, evidenciando a discriminação, a repulsa e os preconceitos existentes contra elas na Castilla de meados do século xvu. Buscaremos extrair conclusões a partir da riqueza indiscutível do relato contido na denúncia, para que o leitor forme sua própria opinião sobre o tema.
Palavras chave: Inquisição; Bruxaria; Feitiçaria; Madrid, século xvn.
La madrugada del 23 de febrero de 1645 se rasgó con el llanto visceral de una madre. Juana de Lezcano sostenía en sus brazos el cuerpo yerto de su hijo de apenas nueve meses, en un aposento humilde del barrio madrileño de Lavapiés. Este suceso desencadenó un proceso largo, complejo y polémico, ante la Inquisición de Toledo, que arrastró a tres mujeres, «María Gonçález, María Bautista y María de Cárdenas, veçinas de Madrid, las quales están notadas y testificadas de hechiçeras y brujas supersticiosas, con pacto expreso del demonio»1 (Proceso de fe contra Antonia González, María González, María Bautista y María de Cárdenas, 16451647, fol. 2r), a quienes el fiscal, Francisco Miguel de Becerra, mandó «prender y recluir en las cárçeres secretas desta Inquisición, que tan solo pretendo acusarlas en forma; y que se les embarguen sus bienes para sus alimentos» (fol. 2r). Se las responsabilizó de este incidente por la disonancia de su comportamiento en una sociedad muy concienciada contra un estereotipo de mujer —el de bruja—, a la que culpabilizar de cualquier mal acontecido (Cuevas Torresano, 1980; Morales Estévez, 2020; Sierra, 2005). Por ello, en este artículo deseamos poner el foco de atención en este proceso para analizar cómo, a partir de un hecho luctuoso, se articuló un mecanismo social mediante el cual se fue acorralando a unas mujeres que vivieron sin estar sometidas a una autoridad masculina; algo que hizo recaer sobre ellas toda sospecha de culpa, evidenciando la discriminación, el rechazo y los prejuicios existentes contra ellas en la Castilla de mediados del siglo xvu. Intentaremos extraer conclusiones apoyándonos en la riqueza indiscutible del relato inquisitorial, para que así el lector tenga su propia opinión sobre este tema.
En la declaración que se toma a Juana de Lezcano el 3 de marzo de 1646, esta dijo ser la «mujer de Francisco de Castrejón, de oficio çapatero, que vive en la calle de Valencia, frente a la calle de la Espada, en casas de Luisa de Coronado [...], de edad de treinta años, poco más o menos» (fol. 13v). Testificó que el jueves, 22 de febrero de 1645, acostó a su hijo sobre las diez de la noche, junto a otra niña de ocho días a la que estaba criando y a la que aún no habían bautizado (fol. 39v). En esta época era habitual que los bebés durmieran en la misma cama que sus padres, especialmente si pertenecían a familias humildes, ya que estas carecían de medios y espacio para acomodar otro lecho, aparte de que Juana estaba amamantando tanto a su hijo como a una recién nacida, por lo que la frecuencia entre las tomas debía ser corta. Contó que su marido se metió en la cama a las once y ella un poco más tarde, porque se quedó enjuagando una camisa, entonces, «por cerca de su ventana, como encima del tejado, oyó revolotear como figura [de] pájaro a modo de lechuça, que esta se espantó, y luego sintió un gran aire y muy frío dentro del aposento» (fol. 14r). Enmarcó el fallecimiento de su hijo en una serie de acontecimientos con un perfil mágico, muy vinculados a rasgos y hechos que el imaginario colectivo asociaba indiscutiblemente con las brujas.
La bruja hispana, especialmente la de la época premoderna, se forjó a partir de singularidades que la diferenciaron y la personalizaron respecto a sus colegas europeas. Se caracterizó por ser un agente malévolo dedicado, sobre todo, al asesinato de niños de corta edad. Poseyó la extraordinaria capacidad de ingresar en aposentos a través de ventanas, puertas o pequeñas grietas. Dispuso también de asombrosos poderes metamórficos, capacidad de volar, espantar a los hombres, apagar la luz de los hogares, orinar en las casas ajenas, destrozar cosechas. Todo un cúmulo de estereotipos provenientes de la Antigüedad y que cuajaron y se potenciaron en esta época (Bonomo, 1985; Levack, 1995; Campagne, 2002; 2009). Para Ciruelo (1538),
[...] las cosas que hazen las bruxas o xorguinas son tan maravillosas que no se puede dar razón dellas por causas naturales: que algunas dellas se untan con unos ungüentos y dizen ciertas palabras y saltan por la chimenea del hogar, o por una ventana y van por el ayre y en breve tiempo van a tierras muy lexos y tornan presto diziendo las cosas que allá pasan. Otras destas, en acabándose de untar y dezir aquellas palabras, se caen en tierra como muertas, frías y sin sentido alguno; aunque las queman o asierran, no lo sienten y, dende a dos o tres horas, se levantan muy ligeramente, y dizen muchas cosas de otras tierras y lugares adonde dizen que han ydo (fol. 9v).
El obispo alemán Peter Binsfeld, en su Tratatus de confessionibus maleficorum et sagarum (1591), hizo una relación sobre las presunciones que podían justificar la detención de una persona al ser sospechosa de practicar la brujería. Algunas de ellas procedían del teólogo Silvestre Prieratis (1575), y las clasificó en tres tipos: leves (remota), graves (propinqua) e incriminadoras (propinquissima). Entre las más graves se incluyeron: la denuncia por parte de un cómplice, el pacto con el diablo, la asociación con brujas reconocidas, los rumores públicos, los actos de maldad (damnum minatum) y la posesión de materiales de magia. María González cumplió estos seis puntos con creces, tal y como en seguida comprobaremos.
En la España premoderna la brujería estuvo muy unida a actividades vinculadas con la magia negra o bien a determinados pactos llevados a cabo con el demonio.
La primera de las acepciones la relacionó con actos en los que intervenían poderes extraordinarios. Desde este enfoque, la magia se convirtió en brujería cuando la tendencia por dominar las fuerzas de la naturaleza adquirió un carácter nocivo. En este caso, los maleficios estaban ideados para producir daños, enfermedades, pobreza o cualquier otro infortunio (Horsley, 1979, p. 696; Bonomo, 1985)2. Se oponían, por lo tanto, a los actos de la magia blanca, cuyo propósito era generar algún beneficio. El segundo de los significados hacía mención a la asociación que parecía existir entre la brujería y el demonio. La bruja era una persona que no solo practicaba la magia negra, sino que además establecía un pacto con el diablo, al mismo tiempo que le rendía pleitesía. En los tratados que durante esta época se escriben en contra de las brujas (Zamora, 2016, pp. 187-199), se denomina en latín maleficia (maleficios) y en inglés witchcrafts (brujerías) a las capacidades que supuestamente detentaban estas personas. Los autores de estas fechorías suelen recibir el nombre de malefici o maleficae, palabras empleadas habitualmente para identificar a brujos y brujas durante la Baja Edad Media y la Edad Moderna (Levack, 1995, p. 27; Gallardo Mediavilla, 2012, pp. 65-81).
Como consecuencia de estas creencias se desató uno de los sucesos más cruentos y represores de la historia, el de la «caza de brujas». No supuso, en general, la persecución física de un individuo determinado. Consistió en descubrir qué personas eran brujas. Buscó identificar a individuos que practicaran alguna actividad secreta. Se trató de una tarea asumida por distintos hombres, por lo general autoridades judiciales, pero también, en algunos casos, cazadores profesionales de brujas. Actuando en función de acusaciones, denuncias o, a veces, meros rumores, esos sujetos arrestaron a personas, las interrogaron y las obligaron a confesar. Para el cristianismo la brujería constituyó la manifestación más patente del mal generado por el demonio, una de las herejías más enraizadas en la sociedad de todos los tiempos, en definitiva, un fracaso de la fe personal. Para Ioan P. Culiano (1999),
[...] la brujería no tiene nada que hacer con la religión cristiana: la precede, la acompaña y ha tenido la mala suerte de caer bajo su legislación. Ésta es la razón por la que ha sido abusivamente transformada en herejía y castigada como tal. Pero este grave error de óptica no debe esconder a nuestros ojos que se trata de una pura invención de sus perseguidores sádicos, inhibidos y misóginos (p. 329).
Pero en el siglo xvii todas estas posturas se recrudecieron, hasta el punto de reprobar con mayor virulencia las actividades diabólicas de las brujas que la práctica de la magia nociva. De hecho, muchos juristas consideraron el pacto como la esencia de la brujería, al mismo tiempo que otros teólogos afirmaron que la brujería era un delito meramente espiritual.
Lo que distingue con mayor claridad la brujería de la Europa moderna de la de muchas sociedades primitivas del mundo actual es su componente demoniaco. La creencia en la magia, incluso en la magia nociva, existe prácticamente en todas las sociedades primitivas, pero la creencia en el demonio cristiano, tal como lo definieron generaciones de teólogos medievales, es exclusiva de la civilización occidental y de las culturas derivadas de ella. Muchas sociedades primitivas creen, por supuesto, en espíritus y dioses malvados y algunas, incluso, en que tales espíritus pueden auxiliar a los magos en sus prácticas. [...] Pero ninguna de ellas ha desarrollado un conjunto de creencias que se aproximen siquiera a las de los demonólogos de la Baja Edad Media ni ha alimentado la idea de que una numerosa secta de magos voladores rinda secretamente culto a los demonios en orgías caracterizadas por el infanticidio caníbal. En este sentido, la cultura de la Europa tardomedieval y moderna es un caso singular (Levack, 1995, pp. 32-33).
A raíz del Auto de Fe celebrado en 1610 en Logroño, el filósofo Pedro de Valencia empezó a replantearse las creencias que hasta ese momento circularon en torno a la brujería. Fruto de esta reflexión, escribió su Discurso acerca de los cuentos de las brujas (1611). La importancia que tuvo este autor dentro del pensamiento de su época fue la de ser uno de los primeros en corroborar la corriente escéptica y sensata que a principios de xvii fue ganando terreno ante el problema de la brujería. Su opinión fue compartida por Salazar y Frías, por el obispo Venegas de Figueroa o por el jesuita Olarte, entre otros muchos. Y, además, en sus planteamientos sobre la hechicería, Pedro de Valencia se adelantó en varios siglos a muchas de las explicaciones modernas.
En su Discurso, Valencia tomó los presupuestos teológicos de la época para fundamentar la posibilidad y existencia de la magia. Una vez que se había asumido la posibilidad en abstracto de las artes mágicas, la dificultad radicó en encontrar casos individuales y concretos que demuestren la transformación de la potencia en acto, es decir, el tránsito de lo universal y posible a lo particular y real. A Valencia no le bastó con contar solo con la opinión de Martín del Río, tampoco le pareció suficiente el consenso general ni siquiera la aseveración de los propios acusados, cuyo examen dictaminaba hasta qué grado había que considerarlos en su sano juicio y, por consiguiente, tratarlos más como a locos que como a herejes. Reconoció que si los aquelarres tenían ciertamente lugar, siendo conciliábulos humanos en los que predominaba un desenfreno condenable por su inmoralidad. Además estaba convencido de que en ellos la intervención del demonio no iba más allá de su inclinación habitual a la comisión de pecados. Y afirmó tajantemente que siempre se debió contar con el corpus delictii para imponer un castigo, no fuera que se penalizaran delitos no cometidos (Serrano y Sanz, 1900). Se cuestionó seriamente la existencia real de hechos relacionados con la brujería; en el caso de que existieran, abogó por buscar, ante todo, explicaciones naturales para evitar culpabilizar a personas inocentes. En definitiva, rechazó la magia, los aquelarres con sus demonios y brujas por increíbles, por irracionales y por la disonancia mental que exigían. Y tal y como afirma Henningsen (1983), «Acerca de los cuentos de las brujas es simplemente un aleccionador ejemplo de cómo los hombres inteligentes del pasado estuvieron en condiciones de analizar el fenómeno de la brujería con la misma clarividencia que los investigadores modernos» (p. 222).
En estas circunstancias, el significado del término «brujería» se extendió secundariamente hacia dos actividades íntimamente relacionadas con este asunto, hablamos de la invocación y de la «brujería blanca». Mediante la primera, una persona conjuraba a uno de los demonios menores o al mismo Satanás con el fin de obtener información o ayuda. Esta evocación solía formar parte de un rito relacionado con la adivinación (Rossi, 2006)3. En segundo lugar, durante la Edad Moderna se entendió por «brujería blanca» la práctica de la curación mágica o el empleo de formas de vaticinio bastante burdas destinadas a predecir el futuro, localizar objetos perdidos o identificar a los enemigos. Justamente, este último concepto fue el que se aplicó para el proceso que estamos estudiando: María González, María Bautista y María de Cárdenas se ocuparon más de las artes adivinatorias que de la ejecución de maleficios, pero la imagen que proyectaban y potenciaban en el barrio en el que vivían era otra, de ahí que los Castrejón incidieran en el perfil más nocivo y pernicioso para culpabilizarlas de la muerte de su hijo.
En la tradición popular se creía que cuando una lechuza o un búho se posaba en alguna vivienda vaticinaba una muerte inminente. Este animal simboliza la noche, el frío, la pasividad y el fin, por ello, se le vincula con las brujas (Cirlot, 1997). Incluso en la Antigüedad romana se la denominaba strix, un animal que volaba, chillando, y que se alimentaba de carne y sangre humanas. Se la representaba como una lechuza que daba de mamar a los recién nacidos con una leche envenenada que les causaba la muerte (Blanco, 1992; Cohn, 1987; Plinio, 1499). La ráfaga de aire frío también viene a confirmar esta predicción, ya que se consideraba que el aire estaba lleno de espíritus (imágenes de muertos, brujas, magos y ángeles). Se creía que la esencia de la enfermedad y la muerte residía en el aire frío y nocturno, junto con demonios que vivían en la atmósfera inferior y que causaban males al hombre.
Son de un humor violento y furioso, muy inestable que de pronto les acomete y les lleva a maquinar muchas insidias. Cuando realizan sus ataques, por una parte desean pasar desapercibidos, por otra ejercen la violencia. Las brujas que cuentan con el apoyo de estos demonios son tanto más poderosas para hacer maleficios, cuando más alto sea el concurso que logren del mismo orden (Río, 1991, p. 527).
Y fue concretamente esta vinculación entre bruja y metamorfosis, muy extendida en el imaginario de la época, la que sirvió a Juana de Lezcano para acusar de infanticidas a María Bautista, María de Cárdenas y señalar de forma directa a María González, con la que tenía más trato. Sentía recelo hacia ellas por el hecho de vivir solas, carecer de protección masculina e intentar subsistir gracias a los conocimientos y destrezas que la vida y la cultura oral les habían proporcionado. Despertaban todo tipo de suspicacias, por ello, las incriminó como responsables de la muerte de su hijo.
Todo lo qual le pareció [a Francisco de Castejón] a este muy mal y a la dicha su mujer [Juana de Lezcano] y afiándoselo ambos y preguntándoselo quién se lo había enseñado, la dicha María Gonçález dijo [...] que no lo entendía, que se lo había enseñado María «la Toledana», su compañera, y la dicha mujer Toma eran grandes hechiçeras y que la Roma era mayor, porque dijo que había andado muchas tierras. Y este las había visto juntas muchas veçes a la dicha María Gonçález y María «la Toledana» y todas tres juntas una vez.
Viendo este el mal proceder de dichas mujeres, dijo a la suya que no quería entrasen en su casa ni se acompañase con ellas y tiene por cierto que ellas lo entendieron aunque su mujer ante[s] no se lo había dicho, pero lo presume por el suceso de un hijo suyo que le parece u sospecha se han vengado (fol. 8r-v).
En su declaración mencionó otras señales que le presagiaron el desenlace final, como que «se acostó durmiendo hasta las seis de la mañana y también su marido y se halló esta con un sudor muy frío y con grandes congojas» (fol. 14r). Francisco, marido de Juana, declaró que tanto él como su mujer tuvieron un sueño muy pesado, insinuando que alguien les había echado algo para provocárselo, ya que lo habitual era que se desvelaran con frecuencia y que incluso se pusieran a hablar «muchos ratos y su mujer principalmente con el cuidado de dar alguna cosa a las criaturas» (fol. 9r). En el Auto de Fe celebrado en Logroño se recoge que para que los familiares no notaran la ausencia de las brujas durante la celebración del aquelarre por parte de algún miembro de su familia, el demonio los sumen en un profundo sueño, lo que les impiden darse cuenta de nada. A esto se denomina «echar sueño» (Mongastón, 1611, p. 50).
Se despertaron sudando y encontraron «a su hijo, en el lugar que le dejó, muerto» y a la otra niña en sitio distinto del que la pusieron (fol. 14r-v). Fue, entonces, cuando todo se llenó de lloros y gritos, cogieron «al niño muerto lo trujeron a la casa de María del Caño, madre del dicho Françisco de Castrejón, para que ella le enterrase, porque esta y su marido son tan pobres que no tenían con qué haçerlo» (fol. 14v). Juana insistió en un hecho que le produjo sorpresa —o recelo—, porque fue María González de las primeras personas en darle el pésame, sobre las ocho de la mañana. Quedó extrañada y cuando quiso saber quién le había dicho «tan presto la muerte de su hijo» (fol. 14v), aquella respondió que lo había oído en la calle. También recalcó que lo primero que le preguntó su cuñada al conocer el fallecimiento de su sobrino fue «si había tenido alguna pesadumbre con alguna mujer de quien pudiera tener alguna sospecha» (fol. 24r). Su suegra insistió justo en lo mismo. Ante esta situación, Juana contestó que desconfiaba de María González. Todas las alarmas ya saltaron.
María Melera, hermana de su marido desta, que vive con su madre y se halló a este tiempo presente, pregunta si se le habían chupado brujas. Y desnudaron aquel día en la tarde para ponerle el hábito con que le habían de enterrar y le hallaron chupadas las partes bajas y los muslos acardenalados y el sielso, y luego reconoció esta que estaba chupado de brujas y sospechó que la dicha María Gonçález lo había hecho con sus compañeras por vengarse della, en razón de haberle dicho esta, ocho días antes, que no entrase en su casa, que lo había esta hecho, pareçiéndole que no la estaba bien tener aquella amistad (fol. 14v).
La abuela del niño mandó a llamar a dos cirujanos para que examinaran el cuerpo. Acudieron Manuel de Montalbán y Andrés Vela, quienes confirmaron que la muerte fue violenta y ratificaron la sospecha que la familia tenía de que «se causó por brujería, como lo manifestaron el sieso, bolsas y demás partes de la dicha criatura por estar contusas y hechas como si hubieran chupado» (fol. 20r). A lo largo de sus declaraciones, los testigos de la acusación —especialmente los padres de la criatura— fueron construyendo un discurso que señalaba como culpables tanto a María González como a las dos mujeres con las que se le relacionaba: María Bautista y María de Cárdenas. Juana de Lezcano reveló que
María Gonçález les había dicho que la dicha María Bautista, «la Toledana», era muy grande hechiçera y, por ello, había estado presa en la Inquisición de Toledo, y la otra mujer que es «Roma» y dice llamar María de Cárdenas era la mayor hechiçera y la que las enseñaba porque había estado en Nápoles (fols. 4v-5r).
En una sociedad patriarcal, en la que la mujer desde que nacía tenía que estar bajo la autoridad de un hombre (padre, hermano, marido o hijo), cuando enviudaba o era abandonada por su esposo, carecía de patrimonio y encima era forastera, se encontraba en una situación de indefensión y desprotección. La sociedad las excluía, arrinconándolas y discriminándolas. Estas mujeres solían tener un contacto más estrecho entre ellas. Ante una situación de desamparo, desprecio y aislamiento, frente al impulso natural de supervivencia, lo que hicieron algunas fue difundir una fama que las identificara como brujas. De esta manera, su sola presencia infundiría miedo a sus convecinos, quienes acudirían a ellas con un cierto respeto para proporcionarles remedios, uniones, suerte, amor, dinero, salud, etc. (Berti, 2010; Ginzburg, 1989). Ellas mismas hacían propios estos estereotipos, atribuyéndose unas capacidades mágicas de las que sin duda alguna carecían, pero que las permitían jugar con dicho engaño para cubrir sus necesidades básicas. En este proceso, todo apunta a que esto ocurrió con las tres Marías.
La confesión de la González quedó reforzada al indicar en qué ciudades vivieron tanto la Bautista como la Cárdenas. Toledo, Roma y Nápoles fueron —incluso a día de hoy siguen siendo— ciudades impregnadas por la magia, el misterio, lo oculto, leyendas de espíritus benévolos o maléficos que recorrían sus calles empedradas, sus templos de frontones triangulares, sus fuentes. De la cultura que burbujeaba en estas ciudades surgieron personajes literarios como Canidia, inmortalizada por Horacio justo en el instante en que estaba asesinando a un niño; Erichto de Lucano, quien se comunicaba con muertos para predecir el futuro; Pánfila de Apuleyo, capaz de metamorfosear un hombre en burro; sin obviar la enorme influencia que ejercieron Circe y Medea en el imaginario cultural de occidente (Gallardo, 2012).
Juana de Lezcano fue trazando este perfil sobre las acusadas, aludiendo a ese reducto trascendental y transhistórico de la bruja. En su declaración insistió en el conocimiento y la afición que María González tenía a la cartomancia, es decir, el arte adivinatorio que utiliza los naipes para saber lo que ocurrirá en un futuro más o menos próximo, muy vinculado con las hechiceras y, especialmente, con la etnia gitana (Sánchez Ortega, 1988). Era frecuente que María González, sola o con sus compañeras, acudiera a casa de los Castrejón a echar las cartas o las piedras que «les hacían hablar encareciendo que dichas suertes que tiraban con ellos eran verdaderas» (fol. 15v). Sacaba la baraja del pecho y, tras invocar a «san Cebrián, santa marta y los santos del coro» (fol. 16r), decía la buena ventura a otros y a ella misma. Francisco de Castrejón refirió que, en cierta ocasión, presenció cómo María González «barajó los naipes echándoles bendiciones y por el movimiento de los labios conoció este que decía algunas oraciones o palabras» (fol. 8r). Los colocó en series de a cinco y tras observarlos «dijo que le había salido bien la suerte, porque hablaba por ella que había de venir a la noche el dicho Alonso de Castro, su galán» (fol. 8v).
Por su parte, su mujer recordó cómo «echose una suerte con piedra alumbre para saber si esta la había de matar su marido o a él le habían de matar o había de morir ahorcado» (fol. 15r), todo a cuento de que «la Toledana» había visto una marca en la frente de Francisco de Castrejón que así se lo había indicado4.
Para echar la dicha suerte, tomó un pedaço de piedra alumbre, estando el dicho su marido presente y no otra persona, y la hiço dos pedaços y los echó en dos hoyos que hiço en la ceniça de un brasero o barreñón de lumbre, y los puso en distancia de un palmo apartado uno de otro, y diciendo entre sí ciertas palabras que esta no entendió, aunque la vía menear los labios y sin haçer otra cosa. Dentro de un breve tiempo vio esta que el un pedaço se juntó con el otro saliendo del hoyo en que estaba y pusiéndose encima del otro pedaço y se juntaron en un pedaço habiendo estado hirviendo y quedó la dicha piedra alumbre en forma de uno (fol. 15r-v).
Cuando Juana de Lezcano preguntó lo que significaba aquello, María González le dijo que iba a suceder una gran desgracia. E incluso Francisco de Castrejón aseguró que se trataba de un conjuro y «que aquello era contra nuestra fe cathólica» (fol. 9r).
María González parece ser que tenía una gran confianza y complicidad con el matrimonio, tanto que de motu proprio les volvió a echar las suertes con otra piedra que rompió en varios pedazos y que colocó sobre cenizas. No echó bendiciones, pero sí que bisbiseó algo que no pudieron entender, evocando con ello el poder secreto de las palabras (Pedrosa, 2000). Los trozos no se juntaron «y dijo la dicha María Gonçález a su mujer deste que no la quería bien su marido» (fol. 9v). Al cabo de un par de días, la dicha María volvió a intentar adivinar el futuro, esta vez, echando unos granos de cebada en una escudilla que «estaba con agua y que la había conjurado diciendo buenas y malas palabras» (fol. 9v). Los granos se movieron como bailando encima de aquel líquido, algo que significaba que iba a ocurrir una calamidad. En todo momento, Francisco procuró mantenerse alejado de estas prácticas, vinculadas al género femenino. Reconoció que él fue quien, tras requerirle María González dichos granos, los buscó y se los dio «sin preguntarle para qué los quería ni enterderlo» (fol. 8r).
También confesó que, en otra ocasión, tanto María González como María Bautista compraron en una botica unas culebrillas secas, que molieron, y mezclaron con sal y pimienta. Garantizaron que dicho polvo podía traer a un hombre desnudo «aunque viviera en Sierra Morena» (fol. 17r). Utilizaban el vínculo existente entre el amor y la magia, es decir, la philocaptio, artes de amarre mediante las cuales se creía ganar el afecto y los favores sexuales de una persona, convirtiéndola en un sujeto sumiso, carente de voluntad y conciencia, una marioneta sin identidad ni juicio que acataba sin remilgos las órdenes que se le dictaban. Pese a que era una práctica que iba en contra de los dogmas de la Iglesia al arremeter contra el libre albedrío, la sociedad depositó su fe en estos rituales y acudió a ellos cuando sus sentimientos no eran correspondidos (Sánchez Ortega, 2004).
A lo largo de su declaración, Juana Lezcano aportó datos para demostrar la culpabilidad de María González y sus compañeras. Poco a poco, fue aumentando la tensión contra ellas, hasta el grado de revelar que en una ocasión María González pidió a su marido un trozo de soga con la que se había ahorcado a un reo, más concretamente de la parte que había estado en contacto con la garganta, y también «una herradura de caballo negro de los ministros que habían de ir con los ajusticiados» (fol. 16r). Tanto María González como María de Cárdenas insistieron en conseguir dichos objetos, ya que Francisco solía pedir limosna para los condenados al patíbulo. Cuando Juana les preguntó que para qué los querían, se mostraron un tanto esquivas y en una ocasión dijeron que para hacerse un adorno para el pelo, en otras que para atraer la buena ventura (fol. 14r-v).
Para realizar cualquier ritual que conllevara la manipulación en la voluntad de un individuo se había de invocar a demonios valiéndose de determinados miembros del cuerpo de un ahorcado. El motivo era que aquellos que sufrían estos castigos solían ser expuestos en lugares apartados como cruces de camino, afueras de un municipio o humilladeros, para que su descomposición no fuera molesta ni causara enfermedades, pero que, a su vez, sirviera como escarnio de un comportamiento reprobado. Eran cadáveres a los que se accedía mejor que a los enterrados en los cementerios. Un cuerpo suspendido evocaba a la levitación y, por otro lado, al vuelo onírico; se creía que disponía de poderes mágicos otorgados por el sacrificio de su propia vida. Además, se pensaba que las personas que habían muerto violentamente se mantenían en este mundo, por lo que sus miembros podían ayudar a anular la voluntad de un sujeto (Tausiet, 2007). Con ello, los acusados relacionaban a las reas con la nigromancia, considerada desde los círculos eclesiásticos y mágicos como la más maldita de todas las artes por su fuerte vinculación con el diablo: «Es luego la magia o nigromancia aquella arte maldita, con que los malos hombres hacen concierto de amistad con el diablo: y procuran de hablar y platicar con él para le demandar algunos secretos que les revele» (Ciruelo, 1538, fol. 17v).
Con la intención de armar este discurso en contra de estas mujeres, el matrimonio reveló que una noche de finales de enero, principios de febrero, en la que había caído una gran nevada «a las doçe de la noche llamaron a su aposento deste la dicha María Gonçález y "la Toledana" y otras tres mujeres que no conoció» (fol. 12r). Estaban cantando, tocando castañuelas y panderetas, llenándolo todo de algarabía y un tanto achispadas por la bebida. «Y este, admirando que aquellas horas y con tiempo tan terrible anduviesen por la calle, les dijo sonriéndose con ellas que pareçían brujas. Y dijeron que venían de un baptismo y otras que de boda, a donde estuvieron un quarto de hora y después se fueron» (fol. 12r). Con este episodio se arrojó sutilmente la sospecha de que también participaban activamente en aquelarres. Esto alteraba la naturaleza del delito de brujería y convertía a las brujas en herejes y apostatas, es decir, en seres depravados —según los jueces y los inquisidores— que, tras renegar de la fe cristiana, decidían servir a Satanás. Además, no se limitaban solo a rendir homenaje al diablo, sino que también incurrían en prácticas inmorales, sádicas y promiscuas, que representaban una inversión de las normas morales de la sociedad (Ortiz, 2015; Wachtel, 2014).
Se aludía, por tanto, al pacto firmado con el diablo, eje fundamental de la brujería, que le daba carácter herético y por el cual estaba sujeta a la jurisdicción de la Inquisición. Dicho contrato consistía en renegar de Dios y establecer un vínculo con Satanás a cambio de diversos favores mundanos (Castiglioni, 1993). Existía dos tipos de contratos: el expreso y el implícito. Según Castañega (1529):
El pacto expresso que se haze al demonio de sus familiaries es dos maneras: vno es tan expresso y claro que con palabras claras e formales, renegando de la fe, hazen nueua profesion al demonio en su presencia que les aparece en la forma e figura que el quiere tomar, dandole entera obediencia y ofreciendole su animo y cuerpo. [...] Otros tienen pacto explicito y expresso con el demonio, no porque ayan hablado alguna vez con el o le hayan visto en alguna figura conocida, saluo con otros ministros suyos, que son otros encantadores, hechizeros o bruxos y hazen la mesma profession que los primeros; o aunque nunca con otro hablen o al demonio en alguna figura ayan visto, ellos mesmos hazen tal pacto y promessa al demonio, apostando de la fe de Christo e hazen las cerimonias que los otros hechizeros hazen o las que el demonio les inspira y enseña [...] (nv-12r).
En él la bruja prometía lealtad al demonio de una forma indirecta, por mediación de otra bruja.
Pacto implicito o oculto es tanbien de dos maneras. Unos tienen con el demonio pacto oculto quando, sin renegar ni apostatar ni perder la fe catolica a su parecer, tienen e creen y hazen las mesmas cerimonias e inuocaciones diabolicas; y estos tales tienen pacto oculto e secreto con el demonio, porque oculta e virtualmente, en aquella creencia e confiança que en los tales execramentos cerimonias y supersticiones tienen, se encierra la apostasia de la fe de Christo [...] Estos se llaman comúnmente hechizeros (Castañega, 1529, 12r).
Este segundo pacto es más propio de las hechiceras, no de las brujas. Guaccio (1624) recopila los aspectos comunes que tenían los pactos demoniacos y los clasifica en once puntos. En el octavo dice «prollicentur sacrifica, et quaedam striges promittunt se singulis mensibus, vel quindenis vnum infantulum strigando» (p. 40), es decir, prometen al diablo hacerle sacrificios, e incluso, algunas brujas hacen voto de estrangular o de asfixiar una criatura pequeña.
Al parecer, este es el caso de María González que, una noche, quiso enseñar una oración a Francisco de Castrejón para librarse de los demonios y las cosas malas, y también descubrir quién estaba levantando falso testimonio contra él.
Lucifer, hijo de príncipe, sobrino de correr, ven, ven, que pan y quesito te daré a comer y dámelo a entender en agua que vacíe o en perro que ladre o en hombre que pase, que yo te doy palabra de no menear la mano derecha ni persinarme en la cama ni en la iglesia que entrar, ni santo que encontrare (fol. 17v).
Más que una oración, se trata de un conjuro donde se evoca motivos antiguos sobre quesos y perros (Campos, 2001; Sánchez Ortega, 1988), donde también se está aludiendo a rituales de transmisión de males a objetos o sujetos móviles, concretamente, cuando se pide que la vía de adivinación sea el agua, un animal o una persona (Pedrosa, 2000). La frase en la que se compromete a «ni en la iglesia que entrar» tiene que ver con los relatos acerca de brujas o de personas pecadoras que se les impide entrar o salir de las iglesias, como se recoge en las Cantigas de santa María de Alfonso X «El Sabio» (1986), «Como una moller quis entrar en santa maria de valverde e non pude abrir as portas ateen que sse maefestou» (n.2 98). Es, por lo tanto, una invocación de clara intención diabólica que marca un antes y un después en la relación del matrimonio con María González. La reprendieron duramente y le preguntaron quién se lo había enseñado. Esta dijo que María «la Toledana», y la otra María mucho más mayor y por sobre nombre «la Roma»5. «Viendo este el mal proceder de dichas mujeres dijo a la suya que no quería entrasen en su casa ni se acompañase con ellas» (fol. 8v). Francisco estaba convencido de que el fallecimiento de su hijo fue fruto de la venganza que estas mujeres tomaron contra él y su esposa por romper la relación que tenían con ellas.
Las declaraciones de otros testigos del proceso vinieron a confirmar estas sospechas. Bernardo Gatari, preso en la misma cárcel que las reas, confesó que había oído hablar a estas mujeres sobre hechizos, conjuros y amarres que ellas sabían realizar (fol. 31r). Catalina Ruiz relató que María de Cárdenas estaba muy preocupada por la confesión que María González hiciera sobre ella, hasta tal punto de que le rogó «por amor de Dios, no la descubriera ni dijera contra ella, aunque le dieran mil tormentos, sino que dijese que aquellos hechiços se los había dado una gitana» (fol. 34v). Parece ser que ambas Marías se denunciaron mutuamente. Si bien la González confesó que fue la Cárdenas quien le había enseñado las prácticas mágicas que conocía, a lo largo del proceso se insinúa que fue esta última la que reveló lo que la González guardaba en un arca: «pedaços de pan mojados en sangre y naipes y soga de ahorcado» (fol. 35r).
En cuanto a la defensa de las acusadas, en un principio María González no encauzó bien su declaración, plagándola de mentiras, como que no se acordaba del nombre de su marido, que se llamaba María, que tenía veinticuatro años, que el pan que encontraron en su arca estaba impregnado de «sangre de hombre vivo» (fol. 45v). También aseguró que no sabía echar las cartas y que en casa de los Castrejón simplemente jugaba a la baraja invocando a santos para atraer la suerte. Sobre la posibilidad de adivinar el futuro a través de piedra de alumbre o cebada flotando en el agua, reconoció que se lo enseñó una gitana cuando vivía en El Escorial. Da la sensación como si a través de estas falacias intentara enmarañar el proceso, confundir a los inquisidores y evitar una condena que se preveía dura.
Se dio cuenta del fallo cometido. Solicitó testificar de nuevo. Reconoció que «dijo muchos disparates sin saber lo que decía, como decir que se llamaba María llamándose Antonia, y que tenía veinte y cuatro años tiniendo veinte y uno, y que ahora dirá la verdad, como si estuviera con la candela en la mano» (fol. 114v). Admitió que nació en Navas del Marqués, localidad perteneciente al obispado de Ávila, que era descendiente de cristianos viejos, que estaba casada con Juan de Segovia, de oficio cardador (fol. 124r). Esta confesión dio un vuelco al proceso.
Al tratarse de un proceso inquisitorial y, aunque la edad no era óbice para los inquisidores, que podían procesar a los individuos independientemente de los años que tuvieran, al ser la rea menor de edad tenía que contar con un abogado que ejerciera sobre ella un amparo (Buitrago González, 2017). Durante el Antiguo Régimen no existía una edad unitaria que marcara la mayoría jurídica de las personas o, mejor dicho, la edad a partir de la cual los individuos fueran considerados con plena capacidad de obrar en el mundo del Derecho. Dependía de cada momento o lugar y, sobre todo, de cada hecho o acto jurídico. Había edades diferentes para casarse, para administrar un patrimonio, para conceder una herencia, para ser testigo en un juicio y, encima, dependía del sexo, el estado civil, etc. Aunque en la etapa de referencia la edad general venía establecida en el Código de las Partidas (25 años), para unas cosas eran los 20 años, para otras los 23, incluso se podía hacer testamento desde los 10 o prestar testimonio desde los 14. Además, las autoridades también estaban condicionadas por el Derecho de la Iglesia (Gacto, 1984, pp. 37-66).
Para fortuna de María, le fue asignado a Pedro Martínez Hurtado, quien orquestó acertadamente su defensa e hizo que se librara de los consabidos latigazos, castigo muy común para ese tipo de infractores. Su abogado se esforzó en desmontar las acusaciones y mostrar a María realmente como una víctima en manos tanto de Francisco de Castrejón como de Juana de Lezcano, quienes pretendían que se amancebara con Alonso de Castro, zapatero de oficio como Francisco. La acusada comenzó a mostrarse más cautelosa y discreta. Su letrado procuró presentarla como una mujer temerosa de Dios, buena cristiana, que cumplía disciplinadamente con su trabajo. Para ello, llamó a declarar a personas reconocidas socialmente por su honradez y moralidad. Las más destacadas y determinantes fueron Juan Lucas Macolo —secretario del Rey, en cuya casa estuvo trabajando la González como criada— y Dionisio de Salas —capellán de la rea—, quienes aseguraron que era respetuosa y cumplidora ante los preceptos de la Iglesia.
La acusada reconoció que fue María Bautista quien la guio y enseñó a echar los naipes, pero con cierta ingenuidad explicó que para ella «no había mal en ello, porque solo echaba las dichas suertes para juzgar si venían muchas figuras juntas [...], si veían juntos los oros deçían que había de tener dineros» (fol. 115v). Admitió que guardó en su arca pan con sangre menstrual y así explicó el motivo:
[...] en una casa de un balcón, ques conoçida de María Bautista, estando en conversación con esta en casa de María Bautista, a solas por el dicho tiempo, dijo que si esta quería que la quisiera bien aquel çapatero a quien hablaba, que quando estuviese con el mes, untase con la sangre un pedaço de pan y estando seco lo moliese, que se lo diese a beber con un poco de vino y que son eso la quería porque ansí la había ella dicho de hacer en Nápoles una valençiana, y questa estando con el mes mojó un pedaço de pan en la sangre, que solo para ver cómo parecía, sin intención de molerlo ni darlo a comer ni beber a nadie. Y ansí lo metió en su arca, donde lo dejó (fols. 116v, 117r).
Sobre la litomancia reconoció que esa adivinación con piedras se la había enseñado María Bautista y María de Cárdenas (fol. 117v). Se mostró muy inocente y vulnerable en esta declaración para exculparse de toda responsabilidad por la que había sido denunciada. Por último, «Dijo hincándose de rodillas con muchas lágrimas, que había dicho y confesado la verdad y que no tenía más que deçir y que pedía se usase con ella de misericordia que como mujer y que nostante había errado» (fol. 119r).
Su abogado buscó la manera de demostrar que el hijo de Francisco de Castrejón y Juana de Lezcano falleció por una enfermedad, en la que su defendida no tenía responsabilidad alguna. Tanto en las declaraciones del padre como de la madre, ambos subrayaron reiteradamente que su hijo «estaba bueno y sano» (fol. 14r), incluso «gordo» (fol. 8v), y que le metieron en la cama «sin haber tenido achaque alguno, como le parece lo dirán la[s] veçinas de dentro de casa, que son Luisa de Coronado y su hija doña María» (fol. 14r). Sin embargo, cuando estas mujeres fueron llamadas a declarar, lo desmintieron. Reconocieron que habían visto «que ocho días antes de aquel día, estaba el dicho niño con un gran catarro, de que tenía apretado el pecho y le vio esta [Luisa] algunas veces que echaba sangre por las nariçes» (fol. 23r). Debió de preocuparla bastante porque recomendó a Francisco que lo llevaran a un médico, algo que «no hiçieron porque decían que era muy pequeño» (fol. 23r). La abuela de la criatura hizo mención a que «tres o cuatro días antes de su muerte, su padre le había pedido a esta unos dineros diciéndola que era para llevar un lamedor a su hijo» (fol. 21v). Es decir, Francisco ya era consciente de que el niño se encontraba mal y que necesitaba al menos de un jarabe para calmar su afección. Incluso uno de los cirujanos que lo examinó «dijo que a la criatura podía haberse muerto la sangre, y que como pudiera haberse ahogado, había bajado a aquellas partes la sangre y que de esto tenía los cardenales» (fol. 23v).
Tampoco debemos olvidar que el infanticidio era un medio de control de natalidad ejercido de forma consciente o involuntaria especialmente en la Castilla premoderna (Bideau et al., 1987). La causa de ello era la pobreza en la que vivían sus padres, algo que les empujaba a beber vino para mantenerse calientes. Algunas veces las madres ingerían más de la cuenta, se acostaban borrachas con sus hijos y sin querer los asfixiaban. Por ello, al despertar los encontraban amoratados, llenos de contusiones, con sangre en la boca, nariz y oídos. Otra de las razones que podría explicar el alto número de estas muertes estaba relacionada con los maltratos que sufrían las mujeres por parte de sus maridos. Algunas por venganza dejaban de amamantar a sus hijos. En otras ocasiones, los golpes recibidos y el estado de ánimo de la madre influían en la calidad de la leche. Recordemos que en cierta ocasión Juana de Lezcano pidió a María González que le averiguara a través de sus artes si su marido la iba a matar (fol. 15r). También tenía sus sospechas sobre si Francisco le era infiel. Había una diferencia de edad entre la mujer y el marido de unos diez años, más o menos, lo que despertaría posiblemente recelos y suspicacias (fols. 8r, 13v).
Que el infanticidio fuera una práctica generalizada no quería decir que se aceptara con normalidad. Los padres, ante la muerte de un hijo, siempre buscaron un culpable, y en esta sociedad, donde el miedo calaba en todos los órdenes, las brujas se convirtieron en responsables de una situación que no habían provocado (Delumeau, 2002). Aquellos padres que eran conscientes del delito cometido, si este era «secreto», tan solo tenían que confesarse, ya que desde el punto de vista eclesiástico era considerado como un «simple descuido». Con ello, la culpabilidad que pudieran sentir quedaba perdonada. Pero en este caso, las acusaciones no tuvieron el veredicto de inculpación deseado. El abogado de María González probó que el niño estaba enfermo días antes de su fallecimiento y propaló la duda razonada sobre la causa real de su muerte. Gracias a ello, su defendida fue condenada por supersticiosa, no por bruja, pese al gran esfuerzo realizado por el fiscal para justificar lo contrario. Y el proceso finalizó con la siguiente sentencia:
Y la desterramos desta ciudad y villa de Madrid 6 leguas en contorno, por tiempo de un año y sea gravemente repre[h]endida. Y por el dicho año mandamos que todos los sábados reçe una parte del rosario y oiga una misa (fol. 173r).
Hasta los inquisidores se dieron cuenta de que esta muchacha no era más que una víctima de un conjunto de circunstancia que le impulsaron a buscarse la vida. Sabían que no es una asesina, sino una persona que tuvo que adaptarse para sobrevivir en un entorno hostil que la empujaba a la prostitución o al amancebamiento. Ella prefirió proyectar una imagen que le permitiera protegerse y resistir en una sociedad en la que la magia suponía la solución a la miseria humana. Realmente, no era una bruja, era una mujer con una gran capacidad de adaptación para seguir viviendo pese a los golpes de la vida6.
Notas
1 Archivo Histórico Nacional de España (AHN). Inquisición, legajo 87, expediente 13, n.° 106. Proceso de fe contra Antonia González, María González, María Bautista y María de Cárdenas, 1645-1647. A lo largo del artículo tan solo se indicará el número de foliación del texto citado perteneciente a este proceso.
2 El concepto de «maleficio» que estamos utilizando se encuentra muy próximo al de «hechizo», pero no puede equipararse con él, ya que este último designa, más bien, la práctica de la magia mediante algún tipo de procedimiento mecánico manipulatorio. La hechicería es una habilidad adquirida, mientras que el maleficio puede ser resultado del poder de una bruja para provocar daño en general, más que la práctica de algún arte concreto.
3 Los magos rituales no suelen ser tomados por brujos durante la Edad Media, a no ser que se perciba que la magia empleada sea nociva y que la relación entre mago y demonio se asemeje a la de siervo y señor.
4 En una sociedad tan impregnada por la magia como la del Siglo de Oro, los hombres estaban convencidos de que el universo se podía localizar en el cuerpo humano. El primero en darse cuenta de que en la cabeza del hombre quedaba reflejado el sistema planetario a través de las líneas de la frente fue Gerolamo Cardano. Observó que estos trazos formaban combinaciones tan variadas que no existían dos personas idénticas en este sentido. Intuyó que, a partir de la correcta interpretación de estas rayas y las marcas de la cara, se llegaba a descubrir la personalidad del sujeto y el futuro que le deparaba; de ahí que estableció una ciencia especial, la metoposcopia, que posteriormente fue respaldada por la fisiognomía.
5 Al igual que María Bautista (a la que se conoce con el sobrenombre de «la Toledana»), a María de Cárdenas se la apoda «la Roma», por haber vivido en esta ciudad, en donde debió de aprender las artes mágicas expuestas en este proceso.
6 A las causas contra María Bautista y María de Cárdenas nos dedicaremos en futuras publicaciones, donde expondremos un análisis minucioso, pormenorizado e individualizado de estos dos casos, cuya diversidad discursiva bien merece una investigación propia.
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