ARTÍCULO DE INVESTIGACIÓN / RESEARCH ARTICLE

Vergeles curativos: el parque termal como paisaje terapéutico en los Andes (1850-1900)*

Healings Gardens: The Thermal Park as a Therapeutic Landscape in the Andes (1850-1900)

Jardins de cura: o parque termal como paisagem cultural nos Andes (1850-1900)

Maria José Correa Gómez
Ph.D. Historia de la Medicina, UCL. Académica del Departamento de Humanidades de la Universidad Andrés Bello e investigadora Fondecyt. Trabaja temas de historia de la ciencia y de la medicina durante los siglos XIX e inicios del XX para el caso chileno.
Orcid: http://orcid.org/0000-0002-4252-8538 Correo electrónico: maria.correa@unab.cl

* Agradezco los enriquecedores comentarios y sugerencias realizados por los revisores.


Resumen

Bajo la premisa del carácter geográfico de las instituciones curativas de la segunda mitad del siglo XIX, y teniendo como base una concepción de enfermedad explicada desde el desbalance promovido por una atmósfera malsana, este artículo estudia los jardines y parques de los baños termales y analiza su aporte en la caracterización de la terapéutica decimonónica y en la proyección cultural de estos sitios. Este estudio propone que estas áreas verdes se constituyeron como unidades estructurales de los establecimientos de baños nacionales en términos médicos, comerciales e identitarios, en tanto aportaron a la racionalización de su paisaje rural, dotaron de un profundo sentido curativo a su propuesta balnearia y aportaron a su pervivencia en el tiempo.

Palabras claves: sanatorios, termas,jardines y parques, Andes, Chile.


Abstract

This article studies gardens and spa parks and analyzes their contribution to the caracterization of ninenteeth's century therapeutic and to their cultural projection, based on the premised of the geographical character of the healing institutions developed during the second half of the 19th century and on an understanding of disease etiology as an imbalance, which was associated with an unhealthy atmosphere. This study proposes that thermal green areas were structural units of Chilean nineteenth century's spas in medical, commercial and identity terms. They contributed to the rationalization of their rural landscape, posed a deep healing sense on their balneary proposal and supported their historical legacy.

Keywords: sanatoriums, spa, garden and parks, Andes, Chile.


Resumo

Partindo da premissa do carácter geográfico das instituições curativas da segunda metade do século XIX e com base numa concepção de doença explicada a partir do desequilíbrio promovido por um ambiente insalubre, este artigo estuda os jardins e parques das termas e analisa a sua contribuição na caracterização da terapêutica oitocentista e na projecção cultural destes locais. O estudo propõe que estas áreas verdes se constituíram como unidades estruturantes dos estabelecimentos balneares nacionais em termos médicos, comerciais e identitários, na medida em que contribuíram para a racionalização da sua paisagem rural, dotaram a sua proposta termal de profundo sentido curativo e contribuíram para a sua sobrevivência ao longo do tempo.

Palavras chave: sanatórios, fontes termais, jardins e parques, Andes, Chile.


"El jardín constituye una fuente inagotable de bienestar, de impresions recreativas, siempre nuevas, sanas, hijiénicas, moralizadoras"
(Charlín, 1912, p. 230).

Introducción

Durante la segunda mitad del siglo XIX la cordillera de los Andes acogió, en el área central de Chile, a numerosos establecimientos termales que transformaron el territorio y sus paisajes. Estos fueron parte de iniciativas destinadas a gestionar la enfermedad y a promover atmósferas higiénicas a través del ofrecimiento de una experiencia balnearia que se ancló fuertemente a su propuesta material. Pabellones de baños y cuartos de hotel, salones de música y amplios comedores, junto a suntuosos parques y jardines se levantaron en el horizonte del valle central, como parte de un interés manifiesto —perfilado desde la temprana República— de utilizar los recursos del territorio y sus atributos en direcciones que proyectasen los valores científicos y ciudadanos en desarrollo. Los establecimientos de baños termales integraron este propósito y apoyaron la promoción de nuevos modos de comprensión de la salud, respaldados por una epistemología médica que avaló la hidroterapia termal como un recurso fundamental de la vida y de la ciencia moderna.

Si bien el termalismo científico había comenzado a desarrollarse en Europa desde fines del siglo XVIII, fue durante el XIX que alcanzó una proyección global que lo situó como una de las principales medicinas del periodo y, en consecuencia, como un componente del paisaje médico internacional. En Chile alcanzó mayor notoriedad debido al interés inicial de naturalistas como Juan Ignacio Molina (17401829) o Ignacio Domeyko (1802-1889) por comprender las propiedades químicas de las aguas, y luego, de empresarios termales y médicos por explotarlas comercialmente y usufructuar de sus atributos "salvavidas".

Bajo la premisa del carácter profundamente geográfico de las instituciones curativas desarrolladas durante la segunda mitad del siglo XIX, y teniendo como base una concepción de enfermedad explicada desde el desbalance promovido por una atmósfera malsana, particularmente la citadina, este artículo estudia los jardines y parques de los baños y analiza su aporte en la conformación de las termas como paisajes terapéuticos. De esta forma, bajo un modelo que validó a ciertos entornos como parte de los recursos higiénicos existentes para combatir la enfermedad y encontrar la salud, se ha planteado la existencia de paisajes especiales que determinaron la cultura sanitaria de la segunda mitad del siglo XIX e incidieron en sus características materiales, entre estos, aquellos que integraron los establecimientos de baños (Moon et al., 2006). Estos elementos no operaron como meros referentes estéticos, sino que se ubicaron como recursos constitutivos del termalismo, de su posicionamiento nacional y también de su continuidad en el tiempo, pese a sus transformaciones. Los jardines y parques contribuyeron a la legitimación del "régimen termal" y posteriormente funcionaron como puentes en un momento de transformación del modelo, cuando hacia 1940 la identidad balnearia y vacacional de los baños aumentó, en desmedro de su perfil terapéutico. En este sentido, la conceptualización médica del escenario termal, y específicamente de sus áreas verdes, permiten postular que existió un paradigma científico que aportó en la modelación de ese territorio y luego apoyó su conservación, al defender primero su potencial curativo y posteriormente extender dichos atributos a las experiencias de ocio y de descanso, tras el paso de los baños termales de sitios de salud a sitios de recreación.

Este estudio propone, desde una aproximación histórica, que los parques y jardines termales se constituyeron como unidades estructurales de la propuesta termal, con una importante presencia ideológica y un profundo sentido curativo que fue definitorio del régimen en sus múltiples dimensiones médicas, económicas, comerciales y sociopolíticas. Reconoce que estos jardines, surgidos como parte integral del modelo hospitalario y sanatorial decimonónico, mantuvieron su presencia en las termas, pese a que desde 1950 en adelante, los cambios del modelo terapéutico llevaron a que las áreas verdes disminuyeran notoriamente en los espacios de salud. Resulta interesante constatar, por una parte, que, en los baños, la presencia de los jardines persistió en el tiempo, posiblemente porque estos establecimientos pasaron de ser espacios médicos a sitios recreativos, y sus áreas verdes recibieron nuevos significados con el surgimiento del turismo y con la valorización de la vida al aire libre y del contacto con la naturaleza. Por otra parte, podemos plantear, en una línea similar, que los jardines, en tanto componentes identitarios de la medicina decimonónica, ayudaron a la racionalización del ocio y a la legitimación del descanso balneario, al transferir los beneficios científicos atribuidos a la hidroterapia termal a la vivencia vacacional.

Estos procesos, en su corta o larga duración, no han sido mayormente estudiados para el caso chileno —como si lo han sido para otras geografías—, lo que los transforma en un elemento necesario de abordar, no solo como parte del estudio de lo termal, sino también de las formas de impresión de la cultura médica en el territorio y sus consecuencias1. Estos paisajes adosados y asociados a los Andes dan cuenta de los recorridos y las tensiones que acompañaron la conformación de los imaginarios culturales termales latinoamericanos y sus constantes diálogos con otros regímenes de salud, en un momento además en el que se activó una fuerte discusión en torno a los sistemas higiénicos, laborales y recreativos.

El paisaje termal ha sido caracterizado de variadas formas. Durante la primera mitad del siglo XIX, la perspectiva naturalista lo consideró como sitio agreste y desafiante, mientras que la mirada médica comenzó a presentarlo hacia 1850 como un terreno calmo, racional y terapéutico. Los naturalistas hicieron referencia a un paisaje poco intervenido, que cobraba vida durante el verano con la llegada de los bañistas, y que destacaba por su potencial geográfico. Así daría cuenta Maria Graham respecto a los baños de Colina en 1824, al retratar la singularidad de su territorio, marcado por la montaña, el valle, los manantiales y sus aún poco explicados atributos (Graham, 1916, p.285). Los médicos sumaron a las descripciones del emplazamiento una lógica curativa que se encarnó en las reglamentaciones hidroterápicas, las que normaron y adecuaron los baños al régimen termal. Con ellas se levantó una compleja infraestructura que consideró una importante inversión en jardines y parques en tanto recursos que impulsaban los beneficios del aire y del sol cordillerano, de la vegetación y del ejercicio físico moderado, entre otros factores. En décadas posteriores, el desarrollo del turismo reacondicionó significados y transformó estos destinos curativos y sus unidades en instancias de recreación y goce. Este proceso implicó la adscripción de nuevos sentidos y usos a sus áreas verdes, pero también, como se planteó con anterioridad, permitió que estas proyectaran valores científicos y benéficos a la cultura del ocio y del descanso que favorecieron las nuevas leyes de descanso vacacional que comenzaron a dictarse a partir de la segunda década del siglo XX (Yáñez, 2020).

Desde este trayecto, los jardines y parques se proponen, en tanto paisajes, como expresión de la interacción de diversas fuerzas que moldearon un escenario termal móvil y cambiante en el tiempo, que acomodó su uso y su estructura espacial a las demandas de la sociedad (Antrop, 2005 e Ingold, 1993, p.193) y que estuvo profundamente marcado por el ideario médico y la gestión de los facultativos sobre dicho territorio (Conterio, 2019). En tanto representación cultural, articulación ideológica o producción social, el paisaje de los baños estuvo influido por el tránsito y la experiencia, por los modos de vida y las formas del sentir (Di Giminiani y Fonck, 2015). Los paisajes termales modelados en el Chile central se desarrollaron paralelo a la cada vez más estrecha relación entre las aguas minerales, la medicina y el mercado, que en conjunto transformaron estos escenarios en destinos terapéuticos para una comunidad de bañistas que se incrementó en el tiempo y que incidió profundamente en sus significados.

Este artículo está organizado en tres partes. La primera, de corte contextual, introduce al desarrollo hidroterápico de la segunda mitad del siglo XIX y su directa influencia en la transformación material de los sitios de baños. La segunda caracteriza a los parques y jardines como recursos higiénicos y científicos destinados a mejorar las condiciones sanitarias de la población nacional, propios de los establecimientos hospitalarios y curativos. La tercera analiza el desarrollo de parques y jardines en los establecimientos termales y los vincula con la definición del paisaje termal y con la proyección de sus propósitos curativos, tomando como principal referencia los baños de Cauquenes. A través de esta relación propone que estas áreas verdes, si bien representaron uno de los varios elementos paisajísticos modelados en las termas y relacionados con la ciencia médica, aportaron —en un contexto de bajo desarrollo de políticas de conservación y rescate de los paisajes termales— a la valoración de estos sitios y al desarrollo de nuevas identidades que contribuyeron a la conservación de algunos de sus elementos. Pese a sus cambios, gran parte de estos establecimientos siguen operativos, ya no como espacios médicos, pero sí como sitios saludables relacionados con el descanso y el bienestar. Algunos han modificado drásticamente su infraestructura, pero sus jardines y parques, con cambios, continúan siendo espacios fundacionales y fundamentales de su identidad. En este sentido, siguiendo las ideas planteadas por Conterio (2019) para el caso soviético, la explicación médica de los beneficios de las áreas verdes apoyó en la caracterización de las termas como medioambientes sanos y beneficiales para la población. Si bien esto no tuvo como correlato experiencias de protección como las desarrolladas en otras latitudes, sí apoyó la valoración y permanencia de los sitios balnearios en el tiempo, así como favoreció debates en torno a la necesidad de su nacionalización y mayor gestión gubernamental.

Para avanzar en sus objetivos, este estudio realiza un análisis cualitativo de las diversas huellas dejadas por los jardines y parques termales. Estas consideran los registros escriturales de la comunidad científica del periodo —en revistas académicas, tesis y estudios—; las fuentes dejadas por bañistas y cronistas en epistolarios o memorias y el numeroso material visual plasmado en mapas, dibujos, fotografías y en el mismo territorio, entre otras. A través de la imaginación y representación termal y de su contribución en la conceptualización de la salud se busca acceder a nuevos ámbitos de análisis de los paisajes terapéuticos en particular. También se intenta constatar el lugar central asignado a los parques en el modelo termal y cómo su atención como recurso curativo se articuló con las ideas sanitarias vigentes en Chile.

■ El "régimen termal" y su anclaje territorial

Durante la segunda mitad del siglo XIX, el termalismo fue considerado un tratamiento médico relevante y legítimo, utilizado por una diversidad de bañistas y ampliamente respaldado por la comunidad médica nacional. Influido por la hidroterapia europea, la cura termal consideró al agua como un agente terapéutico fundamental, que ejercía su acción fisiológica en el cuerpo de diversas maneras. Como explicaba hacia inicios de la década de 1870 Nicanor Rojas, médico regente de un conocido establecimiento hidroterápico capitalino, el agua actuaba sobre el sistema y afectaba la distribución de la sangre, la digestión, la nutrición, la calorificación y las secreciones (Correa, 2017a y 2018). Su libro Hidroterapia esplicada fue uno de los primeros en el país en exponer los beneficios de la llamada hidroterapia moderna por medio de la acción excitante del agua fría o del efecto sedante del agua caliente, y en dar a conocer las diversas tecnologías en boga, que iban desde los sistemas de ducha al baño de asiento (Rojas, 1871, pp. 84-85).

La medicina termal y sus sanatorios fueron parte de las varias propuestas hidroterápicas vigentes durante el siglo XIX. Muy bien recibida para el cuidado de las enfermedades respiratorias y pulmonares, posiblemente por la importancia de la tuberculosis como problema médico social, así como para la diversidad de condiciones circulatorias, nerviosas y gástricas que prometía tratar, alcanzó un posi-cionamiento relevante dentro de las medicinas consideradas modernas (Duarte y López, 2006). Su disposición a restablecer el balance y recobrar el ejercicio normal de los órganos se debía, en palabras de Vicente Padín, a su capacidad para actuar como "excitante especial" y estimular "el sistema nervioso vejetativo" a partir de una estructura que se sostenía fuertemente en su emplazamiento y materialidad (Padín, 1857, pp. 188-191).

A diferencia de la hidroterapia urbana, cuyos establecimientos se ubicaron indistintamente en sectores céntricos de la ciudad, la cura termal tuvo una localización específica, anudada a los brotes de aguas minerales emanados desde las profundidades de la tierra y a su potencia higiénica particular, capaz de modificar temperamentos y disposiciones patológicas. Chile, como país cordillerano y volcánico, contaba con decenas de sitios para desarrollar dichas empresas, algunos de ellos reconocidos desde hacía siglos por sus propiedades y usados informalmente por bañistas. Ciertamente, el uso médico de las aguas termales no se limitó solo a los establecimientos de baños, ni a sus usuarios burgueses. Las experiencias termales fueron diversas y convocaron a públicos variados. Si bien el surgimiento de establecimientos privados encareció y limitó el acceso a ciertos manantiales, así como contribuyó a la construcción de un termalismo burgués y de mercado, las aguas termales fueron usadas por los primeros habitantes del territorio, por las comunidades rurales, y también a partir del siglo XIX, por los viajeros de las grandes ciudades. Pese a que siguieron siendo usadas por distintos tipos de bañistas, su desarrollo moderno se ancló a su consumo burgués, orientado primero a las elites y luego a las nacientes clases medias. Este estudio revisa principalmente aquellos espacios diseñados para la burguesía decimonónica, que, si bien fueron visitados por un público diverso, se presentaron y validaron a si mismos desde su capacidad para representar los atributos de ese público específico.

Como respuesta a estas condiciones, los sitios de baños se fueron transformando gradualmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX y continuaron activos hasta la actualidad, a excepción de Apoquindo, que a mediados del siglo XX pasó a acoger a un hospital de Carabineros. Así, los antiguos cobertizos de barro se transformaron en establecimientos más sólidos, situados en espacios estratégicos del flanco precordillerano, definidos como especiales por su acceso a las emanaciones de aguas minerales y su potencialidad de trabajar todos los otros requerimientos que exigía el régimen termal, como las vistas, sonidos, enmarques, rutinas e imaginarios. Estos se ubicaron principalmente entre las provincias de Aconcagua y Ñuble y correspondieron a los baños de Colina, Apoquindo, Jahuel, Cauquenes, Panimávida, Quinamávida y Chillán, que a su vez serían los primeros balnearios en posicionarse como referentes de estos nuevos paisajes y en promover sus potencialidades curativas (ver mapa).

Siguiendo al médico francés Louis Fleury (1815-1872), autor de un compendio de hidroterapia racional que circuló ampliamente en América Latina, Nicanor Rojas presentó a la medicina hidroterápica en general como un sistema que se componía de múltiples elementos dependiendo el problema por abordar. Era una propuesta reglamentada y racional, conformada por el uso de agua, pero también por la regulación del alimento, el ejercicio, la sociabilidad, así como los sentidos (Rojas, 1871, p. 21). Como agregaría un segundo manual, entre los elementos que componían el plan terapéutico estaban: una infraestructura adecuada que permitiera la aplicación de baños, la regularización de la dieta y el descanso, la exposición al aire y al sol, y la domesticación del sentir mediados por un conocimiento acabado del estado del enfermo y de su enfermedad (Sin autor, Manual del Bañista, 1876, p. 7).

Estas normativas hidroterápicas guiaron la transformación de los primeros establecimientos, influidas por las experiencias de los spas europeos, como aquellos existentes en las localidades de Vichy, Forgesles-Bains, Bourbon-les-Bains o Barègeres, entre otras2. En este proceso, los antiguos pozones de agua fueron reemplazados por pabellones con tinas de mármol o madera y las posadas, chozas o ramadas por hoteles y cuartos que respondieron a una infraestructura que se guiaba por las normativas de una terapéutica que postulaba estadías de al menos dos semanas. En paralelo se intervinieron las aguas para aumentar los caudales, modificar su temperatura y desplazarlas a nuevos destinos por medio de cañerías y estanques. El territorio termal se domesticó gradualmente con la intención de controlar la naturaleza, encauzar las aguas, aplicar principios científicos y favorecer la explotación del lugar. Los viajes, visitas, mediciones e intervenciones termales fueron empujadas no solo como parte de experiencias de desarrollo científico, sino también como oportunidades de negocio que fueron gestionadas en su mayoría por privados.

El territorio de los baños se intervino profundamente, como antesala del despegue de los establecimientos. En Chillán se construyó un amplio hotel y se mejoraron los edificios de los baños, lo que para 1880 sería muy celebrado por ofrecer una capacidad de al menos 300 abluciones diarias (La Época, 9 de marzo de 1884). En Cauquenes se levantó un gran hotel y un comedor para 200 personas, rodeado de ventanales y con vistas al cajón del río Cachapoal (Espejo, 1897, p. 30, y Camardon, 1934, p.15). También se consolidó el pabellón neogótico de baños, con sus maderas nobles, coloridos vitrales, piso de cerámica y tinas de mármol de Carrara. Todos estos espacios se transformaron en elementos claves del establecimiento, le aportaron un sello estético, potenciaron su capacidad curativa y sirvieron como fuentes de inspiración de pabellones similares, como el de Panimávida (La Época, 4 de diciembre de 1888).

Los médicos reconocían que la curación y el restablecimiento del equilibrio no se alcanzaban exclusivamente a través de la exposición al recurso hídrico, sino también por medio de un sistema integral, el llamado "régimen termal". No eran solo las aguas las que ofrecían una acción curativa, sino un concierto de condiciones higiénicas favorecidas por el desplazamiento y emplazamiento y relacionadas con el cambio de clima, de aire, de paisaje, de espacio material y de rutina cotidiana. El aislamiento, uno de los principios fundamentales del régimen, se entendía como la separación del enfermo de sus labores y responsabilidades cotidianas y su adscripción a un nuevo sistema. Esta propuesta se articuló con el rest cure o cura de reposo inspirado por las ideas del norteamericano Weir Mitchell , en auge en la región a partir de 1880, que orientadas a quienes tenían desarreglos nerviosos, cardíacos o pulmonares propuso, como señaló Diego Armus (2012) para el caso argentino, que el traslado de los enfermos a sitios de aire puro, con una alimentación cuidada y un régimen de reposo adecuado resultaban perfecto para sus necesidades terapéuticas.

Además del viaje y la aislación el termalismo se apoyó en las peculiaridades atribuidas a su espacio. La potencia del emplazamiento fue alabada por la medicina como atributo sanitario compuesto en primer lugar, por el escenario general, que en el caso de Cauquenes se organizó, en palabras del médico Teodoro Schroeders, en torno a los cerros siempre verdes, la majestuosa y nevada cordillera y el ruido permanente del río impetuoso (La Época, 9 de marzo de 1884). En Panimávida, Francisco Hederra (1900, p.5) destacó la apostura de un horizonte enmarcado por los primeros cordones de los cerros andinos, por un lado, y el "plan inmenso y fértil del llano central", por otro, mientras que en Chillán, Ignacio Domeyko (1871, p. 252) celebró las vistas amplias, los fondos acompañados del ruido producido por el hervor de las aguas y las columnas de vapor que emanaban del cerro y los planos más cercanos recortados por la cascada de la Gloria y un poco más cerca, el hermoso valle de la Niebla. La "naturaleza virgen", como recalcaría el otrora naturalista, que se expresaba en la cascada de los Canelos, la cordillera del Purgatorio, el Volcán, las densas selvas y los precipicios, transformó los baños de Chillán, al igual que otros sitios termales del periodo, en lugares con un potencial irreproducible (Domeyko, 1871, p. 252). Estas ideas eran respaldadas por miradas científicas como la de la atmosferología, que al abordar las reglas higiénicas de la atmósfera apoyó la caracterización de los sitios termales como ambientes limpios y puros, luminosos y ventilados, y opuestos al entorno contencioso de las ciudades (Allende, 1873, p. 5).

Esta mirada se complementó, en segundo lugar, con la infraestructura de cada baño. Como indicaría el administrador de Cauquenes y médico termal Primitivo Espejo, a la "hermosura de una naturaleza agreste, la altitud, el aire vivificante de la montaña y un clima apacible" se sumaba la fisonomía del sanatorium, que en conjunto conformaban un "medio especial" que ayudaba tanto a sanos como a enfermos (Espejo, 1897, pp. 54-55). Bajo la mirada de sus administradores, los establecimientos de baños crecieron y cambiaron con el paso del tiempo. Expandieron las habitaciones, alejaron el pabellón de baños, introdujeron tecnologías terapéuticas, levantaron comedores y ampliaron sus salones. En otras palabras, levantaron los cimientes de un régimen que requería de un determinado tipo de infraestructura material en función de su ideología curativa y burguesa.

Como se verá en el tercer apartado, para fines del siglo XIX sitios como Apoquindo, Colina, Cauquenes, Jahuel o Panimávida, enfrentaron procesos similares a los de Cauquenes. Sus recintos hoteleros, pabellones y jardines modificaron el paisaje, sus usos y significados, y acogieron anualmente a numerosos bañistas durante el periodo estival. Si bien las cifras de visitantes fueron bastante menores que las de los establecimientos franceses o españoles, que durante la segunda mitad del XIX acogieron a un promedio de 400 000 los primeros y 70 000 los segundos, estas correspondieron a números elevados para el contexto del consumo hospitalario y asilar nacional, contabilizándose a alrededor de 200 visitantes diarios por establecimiento (Suay, 2015, p. 292; Wood, 2012, p. 62, y Álvarez, 2010, p. 26).

■ Los parques de fin de siglo y su impronta terapéutica

La sociedad de fin de siglo XIX le asignó a la ciudad y a sus dinámicas una identidad patológica. La gradual transformación del espacio urbano en una densa metrópoli en la que convivían enfermedades infecciosas y nerviosas, la hizo merecedora de esta equivalencia. También la convirtió en destino de una serie de políticas higiénicas que gradualmente reemplazaron la caridad y beneficencia por programas de asistencia pública y por reglamentos destinados a controlar los padecimientos y rebajar la tasa de mortalidad (Ponce de León, 2011). El modelo de urbe moderna iba acompañado entonces de diagnósticos paradójicos, que reconocían en su transformación múltiples posibilidades pero, al mismo tiempo, numerosos riesgos. Como respuesta, diversas autoridades, desde el intendente capitalino Benjamín Vicuña Mackenna en la década de 1870, al director del Instituto de Higiene Federico Puga Borne en la de 1890, promovieron proyectos de reforma urbana que buscaron cuidar el potencial de la ciudad bajo un modelo burgués que se apoyó en la ciencia y en el proyecto político de la elite (Leyton y Huertas, 2012). Dentro de estos, los parques y jardines fueron considerados como importantes instrumentos educativos y civilizatorios, promotores de salud y moralidad.

La medicina del diecinueve presentó las áreas verdes como recursos terapéuticos esenciales. Si bien estas habían sido parte de los espacios hospitalarios desde hacía tiempo, principalmente como proveedoras de plantas medicinales para fines terapéuticos, durante este periodo comenzaron a adquirir nuevas dimensiones relacionadas con una concepción de la salud que rescataba el valor de los espacios abiertos, del aire fresco, de la luz de sol y de la contemplación de la vegetación (Green, 1990, p. 80). En Chile, el planteamiento higienista determinó que los espacios hospitalarios debían contar con jardines y áreas verdes para asegurar la correcta ventilación de los espacios interiores y para entregar la posibilidad de contemplar, dentro de lo posible, plantas y flores desde el corredor o desde las ventanas de las habitaciones (Quezada, 2019, p. 23).

Un ejemplo de esta presencia se observa en la Casa de Orates de los Olivos, ubicada al lado norte de la ciudad de Santiago, cercana al cementerio general. Al igual que otros asilos y espacios hospitalarios, contó desde sus inicios con amplios terrenos al aire libre que seguían lineamientos aplicados en instituciones asilares europeas, como en la Salpêtrière, que tenía pequeños jardines intramuros, clases de jardinería como experiencia terapéutica asilar, introducida por Esquirol y Ferrus hacia 1830, y, desde 1860, un parque central con una red de caminos (Micale, 1985). En la Casa de Orates de Santiago, los espacios verdes también tuvieron una clara y protagónica presencia que llevaría a que hacia fines del XIX se contabilizaran alrededor de diez patios, varios senderos y un parque, que fueron presentados como signos del progreso moral de la institución. Estos lugares "bien plantados", con arboledas que entregaban sombra "contra los rayos del ardiente sol de verano", y con flores que crecían a su alrededor, daban "un aire de alegría y de frescura", que en palabras de William Benham, uno de sus alienistas, producía "un buen efecto en los pacientes" (Benham, 1875, pp. 9 y 22). Se recomendaba a los internos del pensionado realizar paseos diarios para disfrutar de las arboledas de la casa, acompañados de uno o más guardianes, así como participar, si la enfermedad lo permitía, de excursiones fuera de sus murallas, como "paseos campestres", al menos "cinco o diez veces en el año" (Márquez, 1901, p.7 y Junta de Beneficencia, 1901, p. 263). Este recurso continuó siendo apreciado por la comunidad médica, como lo indica el debate que acompañó la elección de un sitio para el nuevo asilo a inicios del XX, cuando junto con el aislamiento y la amplitud del terreno, se reconoció, como indicaba el doctor Aureliano Oyarzún, que los enfermos necesitaban tener a disposición jardines, bosques y hasta lagos donde bogar, pues aportaban favorablemente a "sus estraviadas facultades cerebrales" (Diario Oficial, 13 de septiembre de 1893, p. 1723).

Los beneficios higiénicos de este tipo de espacios no solamente impactaron en la arquitectura médica. La identificación de la vegetación como un recurso profiláctico aceleró el proceso de reverdecimiento urbano e impulsó la creación de nuevos parques y plazas. Como ha planteado Armus, apuntando a la ciudad de Buenos Aires de fines del siglo XIX, los nuevos parques fueron considerados el sistema respiratorio de la ciudad, nutriente de los cuerpos y civilizador de los espíritus (Armus, 2007, p. 53). En Chile, estos espacios se perfilaron como instrumentos útiles para mejorar las condiciones insalubres de los centros urbanos y garantizar mayores condiciones de sanidad. Esto impulsó la construcción de parques que, inspirados en proyectos desarrollados en Europa y Estados Unidos, se levantaron como baluartes de higiene y civilidad (Taylor, 1999 y Wolschke-Bulmahn, 2002). El Parque Cousiño en Santiago comenzó a trazarse hacia 1870 en los terrenos del antiguo Campo de Marte, bajo la guía del paisajista francés Guillermo Renner, quien también diseñaría los jardines de la Viña Santa Rita en Buin y los de la Viña Concha y Toro en Pirque, en las afuera de la ciudad, mientras que hacia 1899 se iniciaron los trabajos en la vereda sur del río Mapocho para desarrollar el Parque Forestal, en lo que era una vasta extensión de pedregales, bajo la supervisión del también francés George Dubois (De Ramón, 2000, pp. 175 y 176, y Castillo, 2014, pp. 264-270).

Estos proyectos fueron vistos como un gesto moderno, signos de progreso y civilización, como alimento ciudadano tanto desde los atributos científicos que entregaban las plantas de los jardines botánicos como desde los beneficios higiénicos que ofrecía el paseo siempre verde. De esta forma, jardines y parques urbanos pasaron a ser "una experiencia de consumo de la sociedad decimonónica, en donde la atención al cuerpo y los sentidos se volvieron prioritarios" (Montealegre, 2012, p. 227). Así lo advertía ya Vicuña Mackenna hacia 1873 cuando destacó el papel de los árboles en la ciudad como elementos de embellecimiento, pero también de salud y conservación (Vicuña Mackenna, 1873, p. 212). Estos representaban, "con razón", diría, "los pulmones de las ciudades modernas", lo que lo llevó a plantar alrededor de 2200 árboles en plazas como la de Armas y en calles como Moneda, la Alameda, los Tajamares, la Avenida del Cementerio, Recoleta y San Isidro, entre otras. Olmos, acacias, eucaliptus, fresnos y molles participaron de un activo comercio de especies arbóreas que se distribuyeron por las calles de la ciudad y se sumaron a los 1000 árboles del Santa Lucía y a los 80 000 del Parque Cousiño. Estos últimos eran custodiados por jardineros y guardabosques, entre los que se encontraba uno "recién llegado de Europa" a cargo de los jardines del Parque Cousiño, cuya labor, con más de 70 personas a su cargo, dejaba ver el importante lugar de estos espacios en el proyecto de desarrollo urbano (Vicuña Mackenna, 1873, pp. 43 y 131).

Mientras las áreas verdes urbanas se perfilaron como nuevos espacios de gestión higiénica, los enclaves termales se posicionaron, como sus pares franceses, alemanes o italianos, como contraparte de dichos parajes, al ofrecer un horizonte excepcional que sumó a los beneficios de su particular emplazamiento, un importante diseño de jardines y parques. Ambos ofrecieron nuevas dimensiones de significación a las áreas verdes a partir de la estrecha relación que se tejió entre la vegetación, el desplazamiento terapéutico y el agua mineral (Stevens, 1979).

El parque termal y su contribución al régimen hidroterápico

Los baños se rodearon de verdor y vegetación. Como explicaba el doctor Le Roy en una misiva de 1882 dirigida a Vicuña Mackenna, las termas garantizaban el descanso de la mente y del cuerpo a través de una propuesta que permitía dejar atrás "los negocios y toda preocupación desagradable" (Diario Oficial, 1882, p. 2063). Las razones de esa posibilidad radicaban, en primer lugar, en su emplazamiento único que conjugaba el alejamiento de los sitios patológicos y el traslado a un escenario ideal enmarcado por blancas cumbres, cajones de ríos, laderas de cerros y verdes valles. A esto se sumaba, en segundo lugar, la nueva disposición que generaban sobre ellas los parques y jardines, aquella naturaleza contenida y trabajada, de carácter europeizante, con una fuerte impronta científica. Observar sus colores y formas, oler sus fragancias, pasear por sus senderos y disfrutar de las actividades ofrecidas en ellos, constituía parte de la rutina diaria de los bañistas, que buscaba conducir sus sentidos y tonificar sus cuerpos, especialmente aquellos cuyo quebranto no les permitía alejarse del establecimiento para participar de vistas y excursiones más demandantes.

Los establecimientos destacaron tempranamente por su peculiar ubicación y su desarrollo de áreas verdes. Las numerosas vistas de Cauquenes reproducidas en las ilustraciones de James Paroissien (1781-1827) o en las acuarelas de Rodolfo Philipi (1808-1904) enseñan la atmósfera especial determinada por el cajón cordillerano, las alturas andinas y el valle central, pero también dan cuenta de un ambiente cambiante en el tiempo asociado al crecimiento del establecimiento y a la expansión de su vegetación. Los planos de los establecimientos, como el compartido por Espejo en su folleto informativo de 1897, fijan este proceso al delimitar las fronteras del espacio termal y destacar el sitio protagónico que tuvieron los jardines en su definición espacial. En estos planos los baños se presentaron como:

Las edificaciones termales estuvieron rodeadas de jardines, accesos, pórticos y senderos. Cauquenes estaba flanqueado por el camino de entrada, contaba hacia el poniente con amplias zonas verdes que resguardaban la laguna y hacia el oriente y pasado el puente, cercado por eucaliptus, se emplazaba un extenso parque, con elevados árboles y sinuosos senderos que dibujaban un recorrido que invitaba al paseo, en contraste con las agrestes laderas que lo vigilaban (Espejo, 1897). Como describiría Julio Menadier hacia 1872 en su monografía sobre la hacienda de Cauquenes, las vistas imponentes del camino que conducía a los baños ya revelaban la importancia del escenario, por un lado, las cumbres nevadas de los Andes y, por otro, la fértil campiña de Rancagua. Este paisaje se iluminaba al llegar al establecimiento, que "aguarda al viajero una magnífica sorpresa, edificios espaciosos y elegantes, un salón de baños artísticamente construido y fantásticamente iluminado, huertas, jardines y parques distribuidos con buen gusto y cuidados con todo esmero, e irradiados por los vivos reflejos de luz y sombra" (Menadier, 2012, pp. 268-269).

Este diseño también se presentó en otros baños, como en los de Jahuel, Panimávida y Apoquindo. En este último, aunque en menor escala, los jardines acompañaban a los edificios, y hacia el sur, bordeando el pie de monte cordillerano, se dibujaba un extenso parque que superaba notoriamente el terreno destinado a los baños y al hotel (Notarios de Santiago, 1896, Vol. 1014). Este parque generaba un bosque cuya elevación se recortaba en el horizonte, como se observa en la pintura de Marianne North que recreó el paisaje del valle central mirado desde los Andes (North, 1884)3.

Los parques termales no pasaron desapercibidos. Como parte de los atributos de la cura termal, fueron presentados y comunicados con frecuencia en el avisaje de periódicos y revistas. En los baños de Apoquindo, el enorme terreno destinado a "bosques y paseos" se usó varias veces en su publicidad como un elemento identitario que destacó los más de 10 000 árboles que conformaban el "gran parque" y la atractiva laguna que permitía realizar paseos en botes (figura 2). A través de ellos se invitaba a los bañistas a disfrutar de una experiencia que difícilmente se podía conseguir en la capital y sus alrededores, y que fue impulsada desde temprano al prohibir en los contratos de arriendo el corte de árboles sin permiso de los dueños (Conservadores, 1884). Si bien estas restricciones no se enmarcaban en regulaciones más amplias, daban cuenta del interés por mantener y cultivar las áreas verdes de los establecimientos. Descrito como un sitio pintoresco, Apoquindo continuaría siendo presentado como un lugar que contrastaba con la ciudad, donde la "naturaleza ha hecho un verdadero lujo de belleza" (Zigzag, 27 de diciembre de 1913).

Las imágenes y descripciones de los establecimientos termales dan cuenta de una importante inversión en áreas verdes, que se manifestó en dos escalas: primero, en la de los patios, colindantes con las habitaciones, corredores y pabellones y, segundo, en la de los parques, ubicados en planos más alejados. Ambos potenciaban la oferta del régimen termal y apuntaban a generar, al mismo tiempo, ambientes íntimos y colectivos, relacionados con las distintas necesidades curativas que enfrentaban los bañistas.

Los patios internos proveían colores, aromas, sombras y luces con sus parrones, flores y árboles frutales. Estos espacios de descanso eran accesibles para todos, pues quedaban a medio de camino entre los baños y las habitaciones. Como recordaba el diplomático británico Horace Rumbold, quien durante su tiempo en Chile fue con frecuencia a Cauquenes junto a sus hijos, el entorno del establecimiento era "encantador", adornado por fucsias, flores de la pasión y otras enredaderas en flor, los que contrastaban con la gran muralla de roca negra frente al río brillante y sinuoso, y muy lejos, como telón de fondo, el reflejo de los campos de nieve en la base del gran Maipo. Esta escena, en sus palabras, hacía que las estadías en los baños fuesen una experiencia "delirantemente contemplativa y monótona", marcada por paseos por los jardines sombreados y las horas de descanso bajo los árboles, interrumpidos a intervalos por un juego de cartas o de dominó (Rumbold, 1903, p. 44).

Con una capacidad para recibir a alrededor de 200 personas en sus casi 90 habitaciones, Cauquenes contaba hacia fines del siglo con cuatro patios. El primero, "de las familias", tenía altos olmos, castaños y acacias, con columpios y juegos gimnásticos. El segundo y principal se rodeaba de corredores y de un parrón que lo circundaba, con una pila al centro, cubierto de jardines, nísperos y arbustos. A un costado había un pabellón para tiro al blanco y juegos en diversos puntos del patio. El tercero contaba con algunos olmos y acacias, mientras que el cuarto tenía un parrón y una pila, y a un costado un frondoso sauce que daba sombra a varios columpios (Espejo, 1897, pp. 31-32).

La existencia de diferentes patios fue común en los establecimientos. Estos separaban a los bañistas en términos etarios, de clase y de salud. En estos patios se congregaban los visitantes, caminaban, conversaban y se fotografiaban. A través de ellos orientaban sus pasos hacia las aguas, los comedores, los salones, la capilla, la laguna, los ríos y los cerros. Ofrecían un espacio central, de encuentro y de recreación. La reunión y el descanso corresponden a experiencias documentadas en las imágenes fotográficas que se conservan de estos espacios. Grupos de tres o cuatro caballeros, conversando sentados en las bancas que se disponían en los corredores, mujeres en mecedoras recibiendo los beneficios del aire y del sol, parejas en torno a mesas jugando juegos de salón, o grupos caminando bajo senderos protegidos, son algunas de las tomas que nos ofrecen estos registros4.

En algunos establecimientos se agregaba una fuente para beber agua mineral, como era el caso de Colina o de Panimávida, que además funcionaba como hito de actividad social para públicos especiales, como los jóvenes. Eran sitios cuidados, como los llamativos "cuadros de césped que alfombran todos los boquetes" de Cauquenes y que se reconocía, requerían para su crecimiento "muchas operaciones y gastos" (Menadier, 2012, pp. 268-269).

Además de los patios y jardines, los baños contaron con atractivos parques. Situados en los confines de los establecimientos, fueron presentados como sitios "idílicos" cuya grandeza se explicaba desde "su buen arreglo y su situación espléndida", así como desde la gran variedad de "árboles exóticos", que permitían, en el caso de Cauquenes, tener en un mismo lugar "las cinco partes del globo" (Menadier, 2012, pp. 268-269). En este lugar, el parque se ubicaba en una planicie a la que se llegaba por medio de un puente colgante, sólido y pintoresco. Cruzado por avenidas sombreadas y con retazos del "bosque antiguo", del que se conservaban dos viejos peumos, el parque permitía contemplar diversos puntos de los baños y sus "variados y bellísimos paisajes". Más allá, por un sendero que bordeaba el río Cachapoal y que llevaba de regreso a las termas, se accedía, como en los parques capitalinos, a una laguna artificial, con bote y rodeada de altos eucaliptus, así como de "muchos árboles indígenas", como peumos, maitenes y boldos (Espejo, 1897, p. 36).

La diversidad de especies era importante y constituía un valor para un espacio que buscaba ser plural. En Cauquenes se contabilizaban 80 clases de árboles y arbustos, entre magnolias, peonías, robinias, nísperos, nogales, cistus, pinos, acacias, fresnos, eucaliptus, arce platinoides, tamarices, oleandres, spireas, entre otros, destacando un "peumo magnífico con su verde follaje y su incomparable vigor y lozanía", como recordatorio del valor de lo nativo, pese a la indiferencia que advertía Menadier recibían algunas especies locales frente a la novedad de las introducidas (Menadier, 2012, pp. 268-269). Los eucaliptus, especie foránea introducida al país recientemente, abundaban en el sector, siendo valorada por su rápido crecimiento, su importe ornamental y las propiedades curativas relacionadas con su aroma y su capacidad para secar terrenos pantanosos y, por ello, posiblemente miasmáticos (Montealegre, 2012, p. 232).

Además del eucaliptus, el cedro, el ciprés y la buganvilia habían sido traídas a Chile hacia mediados del siglo XIX y cultivadas por el director de la Quinta Normal de Agricultura, Luis Sada de Carlos. Estas representaban, junto a acacias, álamos y fresnos, árboles elegantes y modernos, y constituían los centinelas que acompañaban importantes renovaciones urbanas, como la transformación de la Alameda de las Delicias, que de basural, diría Vicente Pérez Rosales, había pasado a ser un paseo que "sin ruborizarse" podía envidiar "la más pintada ciudad de la culta Europa" (Montealegre, 2012, pp. 90 y 254). En este sentido, las especies introducidas que crecían en las termas no eran del todo desconocidas, sino que representaban elementos que ya circulaban en el espacio urbano y que reflejaban atributos modernos y benéficos.

Ciertamente, el desarrollo de los parques tuvo como correlato el reconocimiento del valor de las especies nacionales y extranjeras y la aclimatación de algunas de estas en el territorio, como eucaliptus australianos, arces alemanes, robles americanos y álamos italianos (Diario Oficial, 13 de enero de 1885). Varios de los árboles exóticos correspondían a especies nuevas, que habían llegado a Chile recientemente, destinados a encantar a los paseantes con sus aromas, formas, colores y frondosidad. Su incorporación implicaba reconocer sus cualidades, como se registraría en el caso del eucaliptus, que, por su capacidad de consumir agua, había sido traído al país para controlar los afloramientos que surgían en la periferia de las ciudades y evitar el peligroso miasma. Sus propiedades medicinales también deben haber influido en su ubicación en sitios de carácter sanitario. Como informaba hacia 1884 el Diario Oficial en un estudio tomado del Medical Records de Londres, las infusiones derivadas de sus hojas constituían una importante medicina (Diario Oficial, 24 de mayo de 1884). Para el doctor Espejo, no cabía duda de que las coníferas y eucaliptus, así como otras plantas "balsámicas" que rodeaban los baños de Cauquenes y se extendían por jardines y parques, no solo saneaban la atmósfera, sino que tenían "algo más que una simple acción sugestiva", especialmente "sobre los catarros y los neurópatas", del mismo modo que los pinos de Arcanchon, en las cercanías de Burdeos (Francia), daban notoriedad a dicha estación sanitaria (Espejo, 1897, p. 91). Esta apreciación, que también revelaba la necesidad identitaria de dotar al paisaje termal nacional con el sello arbóreo de sus pares europeos, fue un importante incentivo para la plantación de especies, más aún en enclaves que se comparaban constantemente con los spas de los Alpes o de la Selva Negra. La importancia de la vegetación sería compartida por otros regentes, como el doctor Hederra, a cargo de Panimávida a inicios de 1900, quien explicaría que "los alrededores pintorescos y abundantes en vegetación" permitían "el ejercicio y las distracciones tan favorables al reposo de espíritu y a la higiene corporal" (Hederra, 1900, p. 4). En 1911, Emilio Bonnaire destacaría el clima "de primer orden" de Panimávida y lo atribuiría a los "frondosos bosques de eucaliptus y pinos" que se desplegaban por sus parques (Sucesos, 5 de enero de 1911).

Más allá de la presencia y disposición de estas especies, los parques y sus arboledas conformaron uno de los principales escenarios curativos de los bañistas, que se encontraban además claramente delimitados por el perímetro que estas creaban. Al igual que los paseos al exterior despejaban la cabeza de los enfermos recluidos en el "asilo de locos" de Santiago o apoyaban el proceso de curación de los internos en los establecimientos hospitalarios, los recorridos por parques y jardines termales constituían un elemento fundamental del régimen hidroterápico. Su conocimiento y exploración requería actividad, que era considerada fundamental para garantizar la salud. Como sostenía el doctor José Joaquín Aguirre, el cuerpo, entendido como máquina, estaba hecho para moverse y sin ejercicio no podía haber recuperación; en sus palabras: "el ejercicio promueve el apetito, fortalece la fibra muscular, mantiene en estado normal los humores, (...) hace funcionar con vigor i regularidad el sistema nervioso" (Boletín de Higiene y Demografía, 1898, pp. 132-133)5.

El ideario médico decimonónico postulaba que el ejercicio al aire libre facilitaba la digestión, completaba la nutrición y enriquecía la sangre, constituyéndose como una actividad profiláctica y curativa. Enseñaba que la caminata diaria por los jardines conseguía alejar las "ideas tristes", despejar el ánimo y lograr en los pacientes "cambios admirables", particularmente en melancólicos y cloróticas (Schroeders, 1874, p. 365). Este tipo de actividad era vista como un recurso muy necesario para quienes sufrían malestares mentales o nerviosos, y si bien muchos no mostraban mayor ánimo para abocarse a estas tareas durante los primeros días de su llegada, en la medida que el enfermo se sometía a tratamiento de baños y mejoraba su condición, mostraba una mejor disposición para los paseos y los ejercicios físicos. Quienes visitaban las termas con objetivos más recreativos solían sumar a estas experiencias internas picnics y excursiones campestres. Así también lo recomendaría en su estudio sobre la hipocondría el médico Carlos Tobar, quien aconsejaría "los viajes con las mil y mil impresiones nuevas" como un primer remedio para el alma, seguido por acercarse a "una sociedad escojida, instructiva, divertida", "los paseos a campos amenos y entre amigos", que, entre otras posibilidades, se transformaban en buenas posibilidades para el alma enferma (Tobar, 1877, p. 886, y Schroeders, 1874, p. 365). A "la marcha", aquel simple movimiento cotidiano, que en palabras del doctor Allende constituía ya hacia 1873 uno de los sistemas más ventajosos e higiénicos, se sumaban la natación y la caza, esta última muy recomendada para los nerviosos, "por la distracción que les presta" al ofrecerles movimiento, aire puro y gratas emociones (Allende, 1873, p. 13).

Además de apoyar el movimiento y sus beneficios, los jardines y parques ayudaban a la reunión y a la conversación. Estos elementos, en su conjunto, no solo favorecían el ejercicio o la contemplación sino también se constituían como un espacio central de reunión de la sociedad "variada" que visitaba los baños y que representó un espejo idealizado del conglomerado urbano (Le Roy, 1882, p. 2064).

Conclusión

Este artículo se propuso reflexionar en torno a la conformación de los baños termales durante la segunda mitad del siglo XIX como paisajes terapéuticos a través de sus áreas verdes, uno de los varios recursos curativos que integraban el "régimen termal". Sostiene que la importancia atribuida a parques y jardines, como resultado de un ideario médico decimonónico que los propuso como elementos fundamentales de los sistemas asilares, hospitalarios y sanatoriales, enriqueció la propuesta científica del modelo termal y aportó en su posterior transformación, hacia mediados del siglo XX, como sitios vacacionales orientados ya no a la recuperación de la salud, sino al goce, a la recreación y al buen uso del tiempo libre. Esto contribuyó a su permanencia en el tiempo y a la preservación de una identidad ligada al bienestar.

Las áreas verdes diseñadas a partir de 1860 en adelante fueron definitorias de las formas que tomó el paisaje termal. Estas colaboraron en la definición de su carácter higiénico, en la conformación de su régimen, en su carácter de enclave y en su definición territorial, aportaron en su diálogo con la hidroterapia termal europea y le confirieron una atmósfera cosmopolita. Funcionaron como parte de la rutina de los baños, establecieron circuitos, cooperaron en la reeducación de los sentimientos, así como entrenaron sociabilidades y sentidos. Estos colaboraron en la gestación de un espacio de curación que, si bien perdió protagonismo dentro de las infraestructuras médicas en el transcurso del tiempo, junto a sus diversos elementos, entre ellos parques y jardines, persistió en gran parte de las termas por el cambio de dirección de dichas instituciones. La presencia de las áreas verdes — sujeta a importantes transformaciones— les permitió no solo permanecer dentro del espacio termal, sino aportar en la comprensión de la recreación, del descanso y del ocio vacacional como parte de las nuevas acciones profilácticas que debían implementarse en la sociedad chilena.

Si bien la transformación de los baños y el desarrollo de sus circuitos verdes respondieron a paradigmas terapéuticos basados en el régimen termal, también se vincularon con la expansión urbana asociada al surgimiento de la modernidad y a aspectos estructurales de corte económico, social y cultural. Estos procesos tuvieron como eje a Santiago y a varias ciudades, pero igualmente se expresaron en enclaves terapéuticos como los baños termales, reflejando una dimensión territorial de construcción de sociedad y de definición de elementos de salud que excedía los contornos tradicionales de la ciudad y de la vida rural (Fernández, 2014). El paisaje termal, y dentro de estos los jardines y parques, fueron afectados directamente por los ideales que nacían de la influencia capitalina. Esto apoyó la caracterización de los baños como una proyección ideal y mejorada de la vida en la ciudad, con un ethos particular en el que se intentaban conjugar solo sus promesas y beneficios. Esta intención les otorgó a los baños y a sus paisajes una pertinencia singular, como parte de los esfuerzos reformistas del proyecto moderno de transformar la ruralidad y de instalar sobre ella propuestas que reflejaran nuevas racionalidades ciudadanas. En cierto modo, esta transformación e identificación del paisaje termal, les permitió a los establecimientos seguir existiendo apoyados en el desarrollo de una cultura del ocio y vacacional (Gorelik, 2003, p .16).

El desarrollo de las áreas termales coincidió con un proceso expansivo de lo urbano, durante el cual el Estado respondió con una intervención destinada a ordenar la ciudad y a plasmar en ella principios de civilidad, vinculados a la sanidad y materializada en distintos mandatos higiénicos. Los sanatorios y espacios termales activaron parte de estas estrategias fuera de las ciudades y las proyectaron, en algunos casos, a espacios recónditos del pie de monte cordillerano, a través de elementos compartidos como los jardines y parques. Estos ayudaron en la circulación de renovados valores higiénicos, sociales, políticos y económicos, pero en tanto territorios urbanizables acotados y circunscritos a una infraestructura que estuvo delimitada no solo por los edificios, sino por sus espacios verdes. Esta fue la frontera que marcó los sitios de intercambio y de proyección del escenario burgués en los Andes y que se constituyó como parte fundamental del paisaje terapéutico termal.

Tras la irrupción de los antibióticos y los cambios de los modelos terapéuticos, los baños redujeron su importancia médica y cultivaron nuevas identidades relacionadas con la cultura balnearia. Esto ha tenido como consecuencia el olvido de prácticas curativas fuertemente vinculadas con el espacio nacional, cruzado por los Andes y sus aguas termales. También ha tenido como resultado la marginación de las áreas verdes de los espacios de salud, que, pese a su importancia y extensión, han sido eliminadas de gran parte de los desarrollos hospitalarios, tanto de las nuevas infraestructuras como de aquellos espacios de salud que han enfrentado proyectos de recuperación histórica.

Si bien las termas no han tenido un reconocimiento patrimonial importante, el valor curativo asignado a sus paisajes fue fundamental para que a partir de 1918, con la creación del primer Código Sanitario, se determinara que estas debían estar sujetas a una vigilancia estatal. El Código de 1931 amplió esta intención al establecer que las termas, explotadas tradicionalmente por privados, debían depender del Servicio Nacional de Salud, institución que a su vez le correspondería velar por cualquier ampliación o modificación realizada en ellas (Código Sanitario, 1931, p. 29). Estas normativas iniciaron un nuevo momento de discusión estatal frente al control y cuidado de estos espacios que sin duda incidió en la caracterización de su identidad y en sus cambios y permanencias, sin embargo, no lograron empujar su calidad de sitios patrimoniales. Actualmente persisten en gran parte de estos establecimientos registros de los parques y jardines que apoyaron su conformación como paisajes terapéuticos. Estas áreas han permanecido presentes por su emplazamiento especial y también por el valor que la industria del turismo les asignó; pese a ello, siguen expuestos a los vaivenes del mercado y de su uso comercial y carecen de una protección y de un reconocimiento pleno de su carácter histórico y cultural.


Notas

1 Ejemplo de esto es la reciente intervención del jardín histórico del Hospital del Salvador en la comuna de Providencia, en Santiago de Chile, como resultado de la ampliación del establecimiento y del Instituto Nacional de Geriatría.

2 Véase Scheid et al. (2015); Large (2015); Anderson y Tabb (2002); Weisz (2001) y Wood (2012).

3 Marianne North, Vista general de Santiago, Chile, desde Apoquindo, 1884. Pintura. Imagen disponible en http://www.archivovisual.cl/search/name?utf8=%E2%9C%93&name=Vista+general+de+Santiago%2C+Chile%2C+desde+A poquindo&button=.

4 Véase, por ejemplo, de Cauquenes: https://www.fotografiapatrimonial.cl/Fotografia/Detalle/11377 o de Colina:
https://www.fotografiapatrimonial.cl/Fotografia/Detalle/6001

5 Para profundizar en el ámbito higiénico del eje Figura 2. Avisaje de los Baños de Apoquindo (Sucesos, 18 de marzo de 1909) rcicio véase, Felipe Martínez (2015 y 2016).


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