"Zecilia, Josepha y Maria": cotidianidades y experiencias ante el Santo Oficio de Lima, 1680-1702*

"Zecilia, Josepha and Maria": everyday life and experiences before the Holy Office of Lima, 1680-102

"Zecilia, Josefa e Maria", Bruxas: Cotidiano e experiências antes do Santo Ofício de Lima, 1680-1702

Natalia Urra Jaque
Doctora en Historia Moderna Universidad Andrés Bello de Chile
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-8918-1025
Correo electrónico: natalia.urra@unab.cl

*La siguiente investigación se enmarca en el proyecto DI-05-19/JM "Magia amorosa en los contextos urbanos: Emociones y transgresiones ante la Inquisición de Lima, siglos XVII y XVIII", financiado por la Universidad Andrés Bello de Chile y dentro del proyecto "Religiosidad nativa, idolatría e instituciones eclesiásticas en los mundos ibéricos, época moderna", financiado por la Universidad Nacional Autónoma de México UNAM PAPIITI G400619.


Resumen

A través del siguiente escrito estudiaremos y analizaremos tres procesos inquisitoriales contra mujeres pertenecientes a los grupos estamentales de la ciudad de Lima. Entre 1680 y 1702 fueron juzgadas Zecilia, Josepha y Maria. Las tres fueron condenadas por idólatras, pactar con el demonio y realizar hechicerías. Sin embargo, esta propuesta profundizará en las confesiones y testimonios que entregaron al Santo Oficio, los cuales, a modo de ejemplo, representaron las carencias, limitantes y estrategias de sobrevivencia que usaron. Con tales discursos reconstruiremos aquellas experiencias que ilustren las cotidianidades de ellas como sujetos individuales, pero, a la vez, las dinámicas características de la sociedad con la que convivieron.

Palabras claves: Cotidianidades, experiencias, Santo Oficio de Lima, hechiceras.


Abstract

Through the following writing we will study and analyze three inquisitorial proceedings against women belonging to the estates of the city of Lima. Between 1680 and 1702 Zecilia, Josepha and Maria were tried. All three were condemned for idolaters, making a pact with the devil and performing sorcery. However, this proposal will delve into the confessions and testimonies that they delivered to the Holy Office, which, by way of example, represented the shortcomings, limitations and survival strategies that they used. With such discourses we will reconstruct those experiences that illustrate their daily lives as individual subjects, but at the same time the characteristic dynamics of the society with which they lived.

Keywords: Daily life, experiences, Holy Office ofLima, sorceresses.


Resumo

Por meio da redação a seguir, estudaremos e analisaremos três processos inquisitoriais contra mulheres pertencentes a fazendas da cidade de Lima. Entre 1680 e 1702 Zecilia, Josefa e Maria foram julgados. Todos os três foram condenados por idólatras, fazendo um pacto com o diabo e praticando feitiçaria. No entanto, esta proposta vai mergulhar nas confissões e testemunhos que entregaram ao Santo Ofício, que, a título de exemplo, representaram as lacunas, limitações e estratégias de sobrevivência que utilizaram. Com esses discursos vamos reconstruir aquelas experiências que ilustram seu cotidiano como sujeitos individuais, mas ao mesmo tempo a dinâmica característica da sociedade com a qual conviveram.

Palavras chave: Cotidiano, experiências, Santo Ofício de Lima, feiticeiras.


Introducción

A finales del siglo XIX, el historiador francés Jules Michelet lanzó una de sus obras más leídas y polémicas, pues la consagró al estudio y a la descripción de "la bruja"1, personaje histórico temido y perseguido en la Edad Moderna. En el texto de 1862 analizó las características y virtudes de todas esas mujeres acusadas de malhechoras, peligrosas y secuaces del demonio. Condicionado por su tiempo, no estuvo distante del mito creado en torno a ellas, pues se basó en una serie de ideas inspiradas en los miedos o recelos que provocaron. Aunque muchas de sus teorías también las fundamentó con un compilado de documentos judiciales.

A medida que avanza con su relato propone nuevas visiones y, sobre todo, un camino por transitar, pues deja en evidencia aquellas fantasías arrastradas desde los siglos anteriores. Para él, la unión entre los documentos y la imaginación fue fundamental para redactar su obra. Por un lado, utilizó una prosa apasionada y cargada de sentimientos, pues redujo al personaje histórico a una creación literaria digna de una novela y, por otro, la contextualizó dentro de un período cronológico como el del Antiguo Régimen, es decir, no exento de carencias, métodos de sobrevivencia, luchas y adecuaciones (Gonzalbo, 2016).

Michelet, constantemente, se preguntó quiénes eran esas mujeres y por qué la tradición se ensañó con ellas. Cuáles fueron esos motivos que las encasillaron como mujeres malas, amorales e incluso peligrosas. En su afán por descifrarlo lo simplificó en una frase cuya explicación se reduce a la unión carácter-cotidianidad. Para él, la mujer nace como un hada y se transforma según sus experiencias. En situaciones de exaltación es una Sibila, por amor es una Maga, y por su agudeza y astucia es una Bruja (Michelet, 2012).

La historiografía contemporánea también estudió y explicó quiénes eran esas mujeres que, en determinadas ocasiones, se enfrentaron a las autoridades políticas y religiosas y, además, colocaron en jaque los estándares, las normativas e incluso traspasaron los límites del comportamiento público femenino (Lara Martínez, 2016). G.R. Ouaife, por ejemplo, aseguró en su obra de 1987 que "las brujas" eran calificadas así por la misma comunidad en la que se desenvolvían. Estereotipos vinculados a la edad, al estado, al género y a la dependencia económica, condicionaron completamente las sospechas y acusaciones hacia ellas. Sin embargo, variaban según el lugar geográfico, el período cronológico y las crisis de pánico que provocaban (Ouaife, 1989).

Los hombres de la Inquisición las acusaron de embusteras, faltas de razón y poca credibilidad, incluso sus acciones, alejadas de las normas sociales y el rol que debían cumplir, las convirtieron en mujeres peligrosas (Zamora Calvo, 2018). Las definiciones actuales aseguran que las brujas y las hechiceras2 no carecieron de experiencias, al contrario, fueron mediadoras e intermediarias culturales, pues conjugaron sus vivencias privadas con las públicas. Es decir, se caracterizaron por su gran movilidad, dinamismo y participación en sus respectivas comunidades (Silverblatt, 1993).

La cantidad de procesos inquisitoriales, sobre todo para el tribunal de Lima, son escuetos, pero muy interesantes, pues reflejan el perfil común y típico que caracteriza a estas mujeres. Mayoritariamente solteras, bordeando los 35 años de edad, pobres, analfabetas y pertenecientes a las categorizaciones estamentales de la América virreinal. Ejercen algún oficio doméstico: costureras, lavanderas, cocineras, vendedoras, etc., y, por supuesto, la hechicería para subsanar las carencias personales y las de sus clientas (Urra, 2020a).

Al estudiarlas se percibe una serie de dinámicas que trascienden lo supersticioso, pues quedan de manifiesto los roles que ejercen en sus comunidades, las dificultades a las que se enfrentan cotidianamente, las relaciones jerarquizadas entre hombres y mujeres y, especialmente, entre los distintos grupos sociales y estamentales (Sánchez Ortega, 2004).

Los expedientes de nuestras tres protagonistas: Zecilia, Josepha y Maria, responden al imaginario de su tiempo y, sobre todo, a la reinterpretación que los hombres del Santo Oficio hicieron sobre sus comportamientos y afectos (Mannarelli, 1999). Las tres mujeres fueron acusadas de idólatras, practicar hechicerías3 y pactar con el demonio4. Entre 1680 y 1702 enfrentaron a los inquisidores de Lima y dejaron expuestas, a través de sus confesiones y alegatos, una serie de situaciones poco convencionales, alianzas, movilidades y, especialmente, actos transgresores.

Conservados en el Archivo Histórico Nacional de Madrid, Legajo 5345, Documento número 3, resumen las experiencias y cotidianidades de tres mujeres que reflejan a cabalidad los prejuicios, estereotipos e imaginarios comunes de la sociedad virreinal. Soltera, casada y viuda, respectivamente. Una mestiza y dos zambas, de estas, una libre y la otra esclava. De las tres, dos ejercían oficios domésticos: una lavandera y otra costurera y, por supuesto, la hechicería para mejorar sus economías. Las tres transitaron por los espacios femeninos promoviendo sus conocimientos y, esencialmente, su mestizaje corporal, cultural y social (Ceballos, 2001).

La mayoría de las mujeres condenadas por la Inquisición fueron parte de un grupo femenino que contradecía las reglas religiosas y sociales, pues vivieron y convivieron a diario con restricciones, carencias y dificultades (Sánchez Ortega, 1991). Sus actuares intentaron solucionar esos conflictos, por ende, no dudaron en buscar alternativas que les permitieran sobrellevar de mejor forma posible esas limitantes. Las tres mujeres que estudiaremos, a través de sus diálogos con los hombres del Santo Oficio limeño, dejarán apreciar las cotidianidades y, sobre todo, los métodos de sobrevivencia que utilizaron para menguar esas precariedades: desafecto, pobreza, abandono, marginación, etc.

La microhistoria será clave para comprender aquellas vivencias de las que nuestras protagonistas fueron partícipes. El propósito de esta es demostrar que todo sistema social es el resultado de las dinámicas individuales que, por supuesto, solo pueden ser apreciadas desde una óptica cercana. Analizar estos documentos puede ser ignoto, pero, a la vez, permiten comprender las creencias, los valores y las representaciones de una sociedad. Los expedientes, del tipo que sean, poseen vacíos y silencios, incluso presentan distorsiones y lagunas. No obstante, la microhistoria optó por usarlas, ya que exploró aquellas contradicciones "gnoseológicas" y las transformó en argumentos narrativos (Ginzburg, 2014).

Nuestro objetivo, pese a lo acotado de los tres expedientes, analizará cada una de las vivencias personales y grupales de nuestras protagonistas. Creemos que sus confesiones ilustran los tipos de convivencias y cotidianidades de una sociedad estamental, jerarquizada y condicionada por las relaciones de género. Cada una de sus experiencias permitirá comparar las dinámicas en las que participaron y, al tiempo, las resoluciones a las que llegaron como seres individuales. Las tres mujeres fueron parte de un modelo social que determinó el actuar de los sujetos de acuerdo con la edad, el género, el grupo estamental, el estado o el nivel social. Por lo tanto, la construcción de sí mismos como agentes activos de una sociedad dependió, muchas veces, de la apreciación del otro respecto al comportamiento ajeno. Es decir, la satisfacción o no que provocaron condicionó el ser consideradas buenas o malas mujeres (Mannarelli, 2018).

Experiencias personales: edad, estado, grupo estamental, oficio

A finales de los años 90, los historiadores peruanos Emma Mannarelli y Juan Carlos Estenssoro realizaron una serie de investigaciones centradas en las Extirpaciones de Idolatrías (Estenssoro, 2003) y los Juicios Inquisitoriales (Mannarelli, 1999). Ambos revelaron aspectos poco estudiados de aquellas fuentes y documentos, ya que no solo analizaron a los sujetos frente a las cortes de justicia, sino también las dinámicas, las cotidianidades, las vivencias y las experiencias de estos en sus respectivas comunidades. Los dos concluyeron que, pese a ser una documentación jurídica, era posible reinterpretarla a través de las múltiples confesiones que declaraban los acusados, ya que a medida que relataban sus actos transgresores, también narraban experiencias de intercambio, apropiación, mezclas, alianzas domésticas, redes amicales, enfrentamientos, desplazamientos, reinserción y, por supuesto, confrontaciones de ideas entre ellos o con las autoridades (Urra, 2019b)

La ciudad de Lima, al igual que muchas de las grandes urbes del Antiguo Régimen americano, era multiétnica, interactiva, jerarquizada y, por supuesto, rupturista. A pesar de todas las divisiones estamentales que poseía, se caracterizó por la gran movilidad de sus habitantes. Desde su fundación en 1535 atrajo a una numerosa población migrante que vio en ella la posibilidad de mejorar o cambiar condiciones económicas, sociales y políticas. Sujeta a cambios constantes y, al mismo tiempo, reflejar el orden y el poder que la monarquía católica le concedía como centro administrativo virreinal, la ciudad mantuvo una dinámica comunitaria de aceptación y rechazo (Ramón, 2015).

Por un lado, promovió el estatus y diferenciación de los sujetos a través de las mezclas corporales. Por otro, generó una convivencia de intercambio, recepción y aceptación de ideas entre todos ellos. Por lo tanto, promovió un nuevo sentido y valor cultural. La convivencia que se desarrolló entre sus habitantes, muchas veces, olvidó las divisiones o jerarquizaciones que les impuso la corona española. Los barrios como el Cercado o San Lázaro nunca fueron exclusivos para indios o negros, incluso la Lima del damero tampoco lo era solo para la élite (Cosamalón, 1999).

Muchos habitantes llegaban a la capital virreinal para olvidar sus orígenes, sus jerarquizaciones y sus pasados poco convencionales. Lima, como toda gran ciudad, les ofrecía nuevos contactos, otro tipo de interacción social y, especialmente, nuevos estilos de vida. Sin embargo, no siempre existió solidaridad entre sus vecinos, muchas veces la convivencia, poco privada y un tanto promiscua, provocó una violencia que condicionó las relaciones de ciertos sectores de la población (Levack, 1995). Los grupos jerarquizados, según las autoridades, no solo eran incumplidores por ser pobres y analfabetos, también lo eran por poseer una mezcla corporal. Para las élites, ese carácter violento e irrespetuoso que poseían se basaba netamente en la propia biología y condición estamental de aquellos individuos (O'phelan, 2005

La gran población que la ciudad poseía provocó que no siempre se alcanzaran los niveles económicos deseados o soñados. Sus habitantes buscaban alternativas no convencionales para sobrevivir a las dificultades que enfrentaban (Mannarelli, 1994). Muchas mujeres, especialmente las solteras, viudas o abandonadas por sus parejas, resolvieron los inconvenientes sociales y económicos por sí mismas. Es decir, ejerciendo algún oficio doméstico o algún tipo de actividad remunerada que auxiliaran sus complejas cotidianidades. Por lo que, al escapar del control masculino, debilitaron las imposiciones patriarcales y esto, a su vez, aumentó el imaginario negativo hacia ellas (Bustamante, 2018).

Nuestras tres protagonistas formaron parte de ese entramado social compuesto por grupos étnicos variados y mezclados. Las tres poseían una clasificación estamental basada en el color de la piel y la mezcla corporal (Stolcke, 2008). El prejuicio con el que cargaron se sustentó en esta característica. Sin embargo, ellas mismas sacaron provecho para proyectar una fama basada en el conocimiento mixturado de sus prácticas. Su mestizaje les sirvió para intercambiar ideas con los otros grupos y así darles una identidad personal que las representara a ellas mismas como seres individuales y que, a su vez, simbolizara el gran mestizaje al que pertenecían (Gruzinski, 2008)

Zecilia Rosalía del Rosario Montenegro fue una de esas mujeres que mezcló saberes, ideas y prácticas. En sus confesiones no dudó en relatar actividades que la encasillaran dentro de un grupo estamental, pero que, simultáneamente, la identificaran con su propio mestizaje y con la multietnicidad característica de la ciudad (Cosamalón 2017). Lamentablemente, los documentos no detallan ni el por qué ni el cómo llegó a la capital virreinal, pues era originaria del pueblo de la Barranca y residía en la villa de la Huaura al norte de Lima. Zecilia era una zamba libre, viuda y costurera; el 23 de marzo de 1680 fue acusada al Santo Oficio de la Inquisición. Las testificaciones en su contra dan cuenta de las grandes alianzas y dinámicas que giran alrededor de sus actividades poco ortodoxas, su mezcla corporal y, especialmente, los imaginarios en torno a su figura y representación.

Las testigos aseguraban que Zecilia realizaba sortilegios con hierba coca. La mascaba, la arrojaba a la palma de la mano y, mientras lo hacía, llamaba al galán de su clienta. Invocaba al "ánima condenada" y pedía señales para comprobar el resultado como, por ejemplo, que cantase un gallo por las tardes. Se reunía con otras mujeres los jueves y viernes. Todas, transformadas en patos, volaban por las noches repitiendo: "(...) de viga en viga sin Dios ni Santa Maria, lunes y martes y miercoles tres (...)". En otra ocasión, entró un chivato a la casa y las rodeó, quienes al instante desaparecieron junto a él. También aseguraron que Zecilia tenía un crucifijo dentro de una almohadilla de costura para pincharlo con alfileres, no recibía dinero con la señal de la cruz y junto a ella siempre había una persona que la acompañaba a rezar la doctrina cristiana (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folio 124 verso ).

Un 8 de enero de 1690, diez años más tarde, fue acusada ante la Inquisición de Lima Josepha Mudarra. El testigo que la denunció repitió un discurso archiconocido, aunque también incorporó creencias típicas del contexto personal de nuestra segunda protagonista. Para Josepha las experiencias privadas y públicas no tenían un límite defino, algunas reacciones eran consecuencia de esa constante exposición (Rosellón, 2016). Su cotidianidad estaba sujeta a prejuicios y estereotipos femeninos que, a veces, cumplía y otras no. Josepha era casada, aunque en sus confesiones da a entender que no tenía vida conyugal con su marido. Incluso el testigo declaró que constantemente se juntaba con otra mujer -penitenciada por el Santo Oficio- para hechizar a los hombres. Por lo tanto, para los inquisidores era una supersticiosa y sortílega. Su fama provocó que otras mujeres la buscaran porque la consideraban maestra de "(...) artes supersticiosas (...)".

Josepha, quinterona de mestiza, sin oficio, con 30 años de edad y residente en Lima, usó esos conocimientos para menguar sus propias necesidades. Cada vez que enfrentó los interrogatorios, dejó apreciar ese entorno no exento de carencias afectivas y económicas. No obstante, esos mismos saberes ayudaron a alivianar el entorno que habitaba. Sus mismas clientas y cómplices lo corroboraron en las confesiones. En sus prácticas se aprecian su mezcla corporal, su edad e incluso su cotidianidad, pues su mismo mestizaje y experiencias dan cuenta del gran conocimiento supersticioso que poseía (Osorio, 1999).

Josepha usaba hierba coca, la mascaba y conjuraba con requiebros y ternuras. La mochaba, le ofrecía aguardiente e invocaba al demonio con el nombre de "maca-randon" y a los indios difuntos. En presencia de sus clientas las echaba al aguardiente pidiéndole señales para confirmar los deseos cumplidos. Se reunía con ellas los viernes de luna de llena, pero siempre y cuando no llevasen rosarios ni reliquias puestas en sus cuellos. A veces, mezclaba estas acciones con oraciones a san Santiago y a santa Marta. También bañaba los cuerpos con cocimientos de agua y hierbas. Los refregaba con membrillos para atraer fortuna y amores deseados. Sin embargo, la misma Josepha se aseguraba de que no la acusasen, pues las amenazaba y las obligaba a pactar con ella para, en casos de problemas, denunciarse todas a la misma vez (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 106 reverso - 107 verso ) .

Las esclavas no estaban exentas de comparecer ante las cortes inquisitoriales, pues al igual que el resto de las mujeres debían ser juzgadas si cometían actos transgresores, sobre todo, si contradecían el orden público, la labor o misión de su sexo (Arrelucea, 2018). Maria Carrion no fue la excepción, pues fue denunciada un 22 de diciembre de 1699 ante el Santo Oficio de Lima. Sus cotidianidades estuvieron restringidas por su condición de zamba esclava, aunque no por ello estaba estática o ajena a las dinámicas sociales que se desarrollaban en la capital virreinal. Su oficio de lavandera le permitió transitar espacios femeninos muy diversos e incluso su condición de esclava la trasladó de Realejo (Reino de México) a Perú. Lamentablemente, las fojas de su expediente no explican el cómo ni el cuándo se produjo esa diàspora, aunque sí insinuó haber vivido en otros lugares del virreinato.

Los conocimientos de Maria representaban esa mezcla corporal que la identificaba con los grupos esclavos e indígenas, pero también con las realidades, convivencias y experiencias típicas y comunes de ambos virreinatos (Behar, 1993). Por lo tanto, los inquisidores la acusaron de supersticiosa, sortílega y maestra de hechizos.

Las testigos confesaron que Maria las bañaba con hierbas olorosas, les tocaba las palmas de las manos y los pies. Les untaba los cuerpos con ungüentos de flores. Las sahumaba y santiguaba con la señal de la cruz para que tuviesen fortuna con sus galanes. Les entregaba hojas de sábila plateadas y encintadas. Además, debían encenderles velas los miércoles y viernes, conversarles y creer en el poder de la planta. Algunas testigos también dijeron que Maria tenía una imagen de la Virgen desnuda, a quien le hablaba y esta, a su vez, le respondía. Para Maria, sus remedios no eran ilícitos, sino "(...) efectos de la gracia que dios le havia dado para curar" ( A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 103 verso - reverso ).

Ahora bien, los documentos no explican con detalles las relaciones personales que las tres mujeres poseían. No sabemos si se conocieron o formaron parte de esas redes amicales típicas y comunes entre hechiceras (Urra, 2019b). La única respuesta que tenemos es que las tres fueron condenadas por el mismo tribunal y en la misma ciudad. Sin embargo, pese a transcurrir 10 años entre cada uno de los juicios, los relatos, confesiones y testificaciones eran muy parecidos. El lenguaje socioafectivo, carente o rebosante en los procesos inquisitoriales, no varió a través de los años (Mannarelli, 1999). En los primeros testimonios es posible apreciar esas vivencias personales que las motivaron a relacionarse con otras mujeres y, a su vez, dar solución a los conflictos ajenos que, además, no eran distintos a los suyos (Urra, 2020a).

La fama que las tres alcanzaron estuvo condicionada por la cotidianidad de una sociedad que necesitaba respuestas poco convencionales o menos racionales, es decir, más cercanas a los afectos e intuiciones (Rosellón, 2016). Además, la realidad de cada una de ellas fue un atenuante para proyectarse como mujeres capaces de modificar ciertas situaciones. No es casual que las tres, aunque ejercían oficios domésticos y una de ellas era casada, usaran la hechicería como medio de solvencia económica y prestigio social. Tampoco lo era que las tres fueran acusadas de supersticiosas5 y, a la vez, formaran parte de esa mezcla étnica y estamental propicia para el intercambio y recepción de ideas (Ceballos, 2001).

El desconocimiento sobre los otros generó que las autoridades o grupos de poder proyectaran miedos, recelos e inseguridades a través de prejuicios que desprestigiaran a ciertos sujetos, mientras mantuviera un orden que respaldara las jerarquizaciones. Sin embargo, ese mismo desprestigio era usado como transporte a la fama y reconocimiento por parte de sus pares (Caro Baroja, 2010).

Pese a la información que la mayoría de los documentos inquisitoriales entrega, aún no es posible afirmar que todas las hechiceras eran parte de ese gran entramado urbano y mestizo (Millones, 2002). El secreto inquisitorial impedía conocer quiénes eran las testigos6 y a qué grupos estamentales pertenecían, sobre todo, para los juicios del siglo XVII. Sin embargo, los relatos dan cuenta de que muchas de las personas que recurrían a ellas pertenecían a esa sociedad jerarquizada por la corona española. Por lo tanto, los problemas que solucionaban eran característicos de aquellos grupos.

Los tipos de prácticas, conocimientos, creencias y habilidades, también eran un reflejo de esa identidad mestizada. Compartirlos con otras mujeres y proyectarlos a través de los años demuestra la movilidad de los sujetos, el intercambio de ideas y, sobre todo, la permanencia de costumbres a través de las mezclas (Urra, 2015).

En sus confesiones, Josepha deja apreciar esa cotidianidad personal y grupal, es decir, relata experiencias que la encasillan dentro de un sector proclive al desorden y al incumplimiento de las normas (Ruiz, 2013). Sus relatos evidencian los desconocimientos y aquellas acciones que puedan brindarle una mejor vida, aunque sea por medio de transgresiones (Sánchez Ortega, 1991). Por ejemplo, el 18 de agosto de 1701 respondió ante los inquisidores que jamás apostató de la santa fe ni adoró al demonio, aunque sí bebía mucho aguardiente cada vez que remediaba las angustias de sus clientas.

Sus prácticas las desarrollaba los viernes, invocaba al demonio "Viracocha" y junto a otras mujeres pactaba con él delante de un crucifijo, pues pensaba que así tendría las mismas virtudes que las "(...) maestras de aquellas artes". Además, aseguró a los inquisidores que las "(...) brujas pactaban con el demonio" para lograr sus objetivos. Sin embargo, en la misma confesión dijo haberlo hecho por curiosidad, no para rendirle culto, pues no sabía que semejante acto era idolatrarlo. También negó creer en el poder del demonio, especialmente en esa capacidad para vulnerar la voluntad de los hombres, incluso reafirmó no creer en ninguno de los actos cometidos, pero sí en su propia locura y motivaciones (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 108 verso - 109 reverso)

La ciudad: sentimientos, cotidianidades, discursos y sentencias

Sobrevivir a la gran ciudad no era fácil. Sus habitantes recurrían constantemente a prácticas poco ortodoxas para solucionar las dificultades a las que se enfrentaban. Por lo tanto, la búsqueda de recursos no tuvo límites. La hechicería se transformó en una actividad clave para alivianar los pesares. Su uso e instrumentalización sirvió para menguar los dolores del cuerpo y, por supuesto, los del "alma" (Tausiet y Amelang, 2004). Es decir, los desafectos, los desencuentros, las pérdidas o temores se consolaban a través de hechizos, sortilegios, conjuros y todo tipo de supersticiones (Zamora Calvo y Ortiz, 2012).

En este entramado vivencial, las hechiceras y brujas se convirtieron en mujeres indispensables para sus comunidades. Esas experiencias personales y privadas dan cuenta del basto conocimiento que poseían y, sobre todo, de las estrategias que usaban para resistir las limitantes. Sus acciones públicas eran consecuencia de sus actuares privados (Caro Baroja, 2010). El uso de la hechicería, para muchos sujetos, era la solución a los problemas. Por lo tanto, las tres mujeres conjugaron magistralmente sus experiencias personales con las de los otros y, así pues, les entregaron recursos para sobrellevar las dificultades que afrontaban (Sánchez Ortega, 2004).

Josepha, por medio de sus confesiones también expresó su emocionalidad. Aunque no lo hizo explícitamente, narró sentimientos que manifestaron lo carente que era en algunos aspectos (Albornoz, 2015). Ella misma lo demostró al explicar que sus reincidencias y prácticas hechiceriles eran consecuencia de los "celos" que sentía al ser abandonada por sus amantes. Cada vez que esto sucedía la embriagaba "(...) una flaqueza y una miseria". Sin embargo, a través del mismo discurso, intentó amoldarse a las exigencias de la sociedad con la que interactuó. Aseguró ser una cristiana confirmada y bautizada, cumplir con los mandamientos de la Iglesia, saber muy bien la doctrina religiosa y, además, saber leer y escribir (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 108 verso).

Josepha, a diferencia de Zecilia y Maria, debió cumplir el rol asignado al sexo femenino con mucho más ahínco que sus compañeras, ya que al ser mestiza y casada, sus acciones serían recriminadas con mayor rigor (Rosas, 2018). Poseía un conocimiento letrado, una jerarquía estamental y un estado social que, a ojos inquisitoriales, la facultaban para no cometer acciones heterodoxas, ya que estaba en una posición de superioridad frente a sus pares (O'phelan, 2000). Una sociedad con marcadas diferencias sociales, estamentales y económicas obligaba a cumplir ciertos preceptos que, a su vez, condicionaban la posición de los sujetos y el actuar de estos (Twinam, 2009). Además, la ausencia de un marido la desprestigiaba. Para las mujeres, el matrimonio simbolizaba el honor personal y familiar. La búsqueda constante de esa protección masculina generó que muchas de ellas usaran métodos no convencionales para conseguirla y, a la vez, quedaran expuestas como transgresoras (Bustamante, 2018).

La violencia social a la que estaban sometidas condicionó notoriamente las cotidianidades de las tres. Pese a los años de diferencias entre las experiencias de cada una de ellas, el relato de sus discursos y sentimientos frente a los hombres del Santo Oficio, manifestaban la misma precariedad con la que lidiaban constantemente (Albornoz, 2013). Maria, por ejemplo, les aseguró que todas sus prácticas eran consecuencia de su pobreza, su condición de esclava y, especialmente, su ignorancia. El 28 de julio de 1701 negó todos los cargos que la acusaban. Jamás creyó en el demonio y mucho menos pactó con él. Sus acciones eran solo para conseguir dinero. Nunca creyó que tales actos eran contra la santa fe, incluso pensaba que el santiguar con cruces no era malo. Además, sus habilidades para sanar se las había dado el mismo Dios (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 105 verso - reverso).

La devoción a la virgen se debía al socorro que esta le brindó en cierta ocasión en que invocó al demonio. Una imagen arrimada a la pared apareció sobre un bufete de la cocina, desde ese momento se encomendó a ella, y la celebró con fiestas y bailes. No sabía leer ni escribir, pero sí sabía los preceptos y doctrinas de la Iglesia. En algún momento de su vida, no especifica cuándo, quisieron convertirla al judaísmo, pero se negó rotundamente porque era una cristiana devota, bautizada y confirmada (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 104 reverso ).

Zecilia también dejó expuestas sus emociones. Cada uno de sus discursos ejemplificaron las distintas carencias con las que convivió y se enfrentó. El 19 de mayo de 1701 aseguró a los inquisidores no saber leer ni escribir, estar bautizada, pero no confirmada. No obstante, rezó todas las oraciones que se le pidió y así comprobó cumplir con las normas de la Iglesia, pese a confesar su vicio por el alcohol. Según ella, ese vicio fue sanado por un "judío" y el masticar hojas de coca era solo por costumbre. Por supuesto, negó ser una "bruja" y, además, aseveró que el uso de la coca era para alivianar los dolores de estómago que padecía.

Sus vínculos familiares la delatan y encasillan aún más dentro de esos grupos sociales estigmatizados como peligrosos. Su madrina: "(...) Cecilia del Rosario, una negra difunta (...)", le enseñó las artes del "bien curar", incluso relató a los inquisidores verla sanar a sus clientas, pero no hacer algo contra la santa fe. Pensó que por llamarse de forma parecida las confundían y la acusaban a ella. Al no tener una residencia fija fue reclusa en las cárceles secretas de la Inquisición o la número 15 del Santo Oficio de Lima (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 125 verso - reverso ).

A medida que las tres confiesan sus experiencias y sentimientos, demuestran esa cotidianidad carente y limitada, condicionada por la posición estamental y social que representan. Los testimonios son similares, repetitivos e invariables a través de los años. Adaptados a las necesidades de un Tribunal que requiere juzgar a sujetos picarescos para así mantener el orden imperante y, sobre todo, el respaldo a un modelo sociopolítico basado en jerarquizaciones (Ginzburg, 2013).

La reacción de sus sentimientos representa lo imposible de separar cuerpos y experiencias. Es decir, el reaccionar positiva o negativamente dependió en su totalidad de lo experimentado por cada una de ellas. Sus acciones ejemplificaban el querer mejorar sus realidades y la de los otros, pero a la vez representaban la precariedad que las condicionaba a la búsqueda de alternativas no convencionales para solucionar esos pesares (Maya, 2005). Expresar sus afectos las exponía al escarmiento público, pero también explicaba ese universo interior no siempre fácil de sobrellevar y, sobre todo, el por qué los actos transgresores se convertían en alternativas convenientes para muchos sujetos, especialmente para mujeres como ellas (Nussbaum, 2008).

Por lo tanto, los cuerpos representan experiencias, pues transitan los espacios y manifiestan sus avatares diarios. Enfrentan los acontecimientos políticos y sociales y, a su vez, construyen y organizan sus roles respecto a los poderes. Es decir, el cuerpo vive, resiste y lucha para protegerse de la autoridad, por lo tanto, se transforma en un agente de la historia (Farge, 2008). Mujeres como Zecilia, Josepha y Maria, recriminadas y enjuiciadas por los inquisidores, sienten vergüenza de sí mismas, pues sus ideales o valores morales y conductuales se agrupan en sus conciencias. La honra, el honor y el linaje, vinculados a la fe y a la religiosidad, se transforman en una vergüenza pública cuando de herejías y apostasías se trata (Caro Baroja, 1992).

Ahora bien, las sentencias que la Inquisición aplicó a sus condenadas eran una muestra más de ese control social expresado a través del escarmiento físico y psicológico. Sus penas cumplían un doble propósito, puesto que no solo las reprendía desde un plano terrenal, sino también desde el espiritual. Los castigos aplicados por la Inquisición fueron la base para que los otros sujetos le temieran. La pedagogía del miedo se hacía eficaz al mostrar estas penas a modo de espectáculo, así generaban terror en la población (Benassar, 1984).

El Auto de fe, por ejemplo, fue la ceremonia pública con mayor repercusión en el Antiguo Régimen, ya que el impacto que provocó en las personas se mantuvo activo en la memoria de los sujetos. El simbolismo del Auto de fe no solo se basaba en la condena de los herejes, sino también en el aspecto religioso que se le atribuía. La ceremonia fue la representación cabal de la institución. Por un lado, fue un espejo que mostró las formas y, por otro, las críticas y el rechazo (Peña, 2020).

Los expedientes de nuestras tres protagonistas son reducidos, pues reproducen y describen aquellos actos que, a ojos de los inquisidores, trastocan el orden imperante. No cumplen con la normativa impuesta, ya que sus actos son consecuencia de la debilidad y fragilidad común en aquellos sujetos picarescos, incluso al asegurar no creer en tales prácticas y renegar de ellas, repiten el discurso tradicional, y se justifican por medio del engaño y los embustes (Urra, 2019).

Desprenderse de esos conocimientos, habilidades e incluso experiencias, fue algo repetido y escuchado constantemente por los hombres del Santo Oficio. Sin embargo, el procedimiento inquisitorial logró un avance respecto a la confesión de los acusados. En palabras de Michel Foucault (2014), la confesión es una forma extraña de decir "veraz", ya que siempre es verdadera y sus consecuencias nunca son iguales para un locutor o un receptor. Comprobar cómo los sujetos se vinculan a la verdad dicha de sus actos es lo realmente importante. Las instituciones siempre actúan sobre los sujetos y sus cuerpos a través de la dominación, y del poder los limitan y cubren de órdenes, así los controlan y vuelven dóciles.

El proceso contra Zecilia fue excepcional. Finalmente, fue absuelta de todos sus cargos, ya que los inquisidores nunca comprobaron si ella era la responsable de tales actos hechiceriles o lo era su madrina, como lo había testificado. Después de 19 años de audiencias ordinarias, moniciones, ratificación de testigos, confesiones y relatos de algunas situaciones que contradecían el rol de su sexo y, además, tres meses de presidio, el 1 de septiembre de 1701 fue liberada de las cárceles secretas. Sin embargo, debía ser vigilada por la debilidad de las pruebas a su favor. Para Zecilia solo fueron calumnias en su contra (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 126 verso ).

Josepha experimentó el castigo más duro de todos. El 14 de marzo de 1702, dos Inquisidores, un Ordinario y tres Consultores votaron que debía ser condenada en un Auto Público de fe y si no en la Capilla de San Pedro Mártir del mismo Tribunal. Estar en forma de penitente y llevar insignias de sortílega. Escuchar su sentencia con mérito y abjurar de leví. Salir desnuda de la cintura hacia arriba por las calles públicas y más concurridas. Ser desterrada a la ciudad de Trujillo por cuatro años. Allí, rezar un tercio del rosario, confesarse y comulgar una vez al mes y, por último, presentarse ante el comisario de esa ciudad cada quince días (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 109 reverso - 110 verso).

El 6 de marzo de 1702, 12 días antes que Josepha, Maria recibió su condena. De forma similar, dos inquisidores la sentenciaron al Auto Público de fe o a la capilla de San Pedro Mártir. A diferencia de Josepha, Maria debía estar en forma de penitente, llevar coraza e insignias de embustera. Escuchar su sentencia con méritos, abjurar de leví y recibir 200 azotes. Salir a las calles públicas y más concurridas desnuda de la cintura hacia arriba y luego ser desterrada a la ciudad de Pisco o Nasca por dos años. Durante el primer año debía rezar un tercio del rosario, y todos los meses confesarse y comulgar. También debía presentarse ante el comisario una vez al mes (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 106 verso - reverso ).

Las condenas dadas a nuestras protagonistas poseen un simbolismo no menor: la coraza, el hábito de penitente, la vergüenza pública y los azotes cumplen un doble objetivo. Por un lado, reprenderlas y, por otro, atemorizar a la población (Peña, 2019). El escarmiento público deja en evidencia los malos comportamientos de Josepha y Maria. Los inquisidores al condenarlas con esos castigos manifiestan su poder y control sobre los cuerpos e imaginarios, especialmente el de las mujeres, cuyo actuar contradice las normas y valores de la sociedad en la que viven (Torquemada, 2013)

Maria se libró de los azotes (A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 106 verso - reverso ), ya que al ser débil corporalmente los hombres del Santo Oficio no aplicaron esa condena (Torquemada, 2000). Sin embargo, todas esas prácticas colocaban a las acusadas en una posición de sometimiento y ejemplo de lo que no se debe ser. El cuerpo y sus vulnerabilidades: cicatrices, sufrimientos o reconocimientos, fue una forma más de dominar a los sujetos. Castigarlo y dejarlo con alguna marca trascendía el castigo corporal, ya que se proyectaba a niveles psicosociales. Es decir, el recuerdo de ese castigo se llevaba constantemente, y ese era un método más de control hacia los condenados (Urra, 2020b).

El destierro y, sobre todo, el confinamiento también fue un método penal muy eficaz, especialmente para las mujeres como Zecilia, Josepha y Maria. La reclusión, y además bajo protección de un sacerdote, las colocaba en una posición de obediencia frente a la sociedad. El estar sometidas a un régimen penitenciario y, en algunos casos, de socorro a los más vulnerables, pretendía hacer de nuestras protagonistas mujeres al servicio de los otros, pero de una forma aceptada y controlada por las autoridades religiosas (Urra, 2020a).

Cada una de las experiencias de Zecilia, Josepha y Maria ilustra la realidad de muchas mujeres que, de una u otra forma, intentan sobrellevar las desavenencias, dificultades y carencias. El reconocimiento popular les ayudó a engrandecer su propia identidad, pero también a calumniarlas. Sus conocimientos fueron usados tanto a favor como en contra de sí mismas. Sus prácticas, contradictorias o no, las encasillaron dentro de un grupo que, para los inquisidores, las convertían en transgresoras o peligrosas.

Los expedientes inquisitoriales sobre nuestras tres protagonistas, pese a las subjetividades de quiénes los redactaron, entregan una serie de instrumentos analíticos muy valiosos para la reconstrucción de sus experiencias, pero también para reconocer los puntos en común y propios de la sociedad en la que se desenvuelven. Muchas de las características personales responden al estereotipo de mujeres creadas por una sociedad como la del Antiguo Régimen americano, es decir, sujeta a los imaginarios y, esencialmente, a la aceptación o no de sus comportamientos por parte de los otros (López Ridaura, 2012).

Conclusión

A modo de conclusiones, podemos reafirmar algunas teorías propuestas a lo largo de este escrito. Los contextos sociales de los sujetos condicionan completamente sus experiencias, cotidianidades e incluso sentimientos. La Lima virreinal, jerarquizada a niveles políticos, económicos y estamentales fue parte de un modelo administrativo característico del Antiguo Régimen americano. Su población dividida y clasificada por medio de las mezclas corporales atribuyó particularidades típicas y singulares a sus habitantes. Cada sujeto asumió un rol que le permitió desenvolverse e interactuar de un modo concreto frente a sus pares.

Nuestras protagonistas, fieles a esos principios, representaron cabalmente los imaginarios y creencias populares respecto al grupo estamental al que pertenecían. Es decir, rompieron con estructuras impuestas por los grupos hegemônicos y, su vez, desafiaron a las autoridades para resolver conflictos propios o del entorno con el que interactuaban. Las tres mujeres: Zecilia, Josepha y Maria, enfrentaron a la Inquisición y, por medio de sus juicios, expusieron aquellas limitantes, carencias y problemas que las aquejaron. Sus diálogos o testimonios ejemplificaron las dinámicas sociales, positivas o negativas, que la ciudad les ofrecía.

Las conductas personales también eran conductas grupales, pues separar lo privado de lo público no era fácil, ya que muchas veces las experiencias individuales eran respuesta a la cotidianidad grupal. Cuerpos y afectos representaban una reacción personal, pero condicionada por el entorno social. Las acciones transgresoras como la hechicería practicada por nuestras protagonistas significaban un escape o solución a conflictos no siempre resueltos a través de la razón.

El desprendimiento y la negación de sus habilidades, conocimientos y prácticas, por medio de discursos opuestos a sus actos, fueron otra forma más de desvincularse de las identidades creadas por los imaginarios o las autoridades. Aunque en otras ocasiones sí las utilizaron para alcanzar renombre, fama y prestigio. La construcción social que se hizo de ellas fue un método más de sobrevivencia. A veces usado a favor de sí mismas, otras en contra.


Notas

1 La mayoría de las acusadas por practicar hechicerías, sortilegios o supersticiones (conceptos muy diferentes, pero confundidos y utilizados como sinónimos por la tradición popular) eran mujeres. La historiografía es abundante sobre el tema. Explica, detalla y analiza un sinfín de casos y estereotipos femeninos vinculados a estos delitos. Mujeres viudas, solteras, amancebadas, en condiciones precarias o al borde de la pobreza, migrantes o edad avanzada, fueron algunos de los prototipos femeninos expuestos en la documentación inquisitorial. Tanto la tradición demológica como la variedad de creencias en torno a este tipo de prácticas lo connotan como una actividad netamente femenina. Para más información revisar la obra de María Jesús Torquemada, María Jesús Zamora, María Tausiet, María Helena Sánchez Ortega, María Emma Mannarelli.

2 Los individuos no letrados, populares y no pertenecientes al mundo jurídico, utilizaban estos conceptos como sinónimo. Sin embargo, la legislación inquisitorial los diferenciaba entre sí, para los hombres del Santo Oficio debía existir un pacto con el demonio y una clara intención de vulnerar los designios divinos para convertirlos en herejes, solo comprobable a través de la confesión de la acusada. Para más información revisar la obra de María Jesús Zamora.

3 El Santo Oficio y su legislación respecto a las supersticiones fue bastante ambiguo o poco claro. Para desarrollar un procedimiento adecuado y juzgar correctamente a un sujeto que practicaba tales actividades se respaldó en una serie de tratados demonológicos y teológicos, incluso en una serie de bulas dictadas durante el medioevo. Nicolás Eymeric, Francisco Peña, Cesar Carena o Francisco de la Pradilla, fueron algunos de los tratadistas en quien se inspiró la Inquisición. Estos definieron de muchas formas el delito de Superstición. Ninguno coincidió en sus apreciaciones, ya que cada uno argumentó de forma distinta el significado de estas prácticas, pero sí concordaron que la creencia en el demonio y su fidelidad a él por medio de las prácticas supersticiosas convertía al acusado en un hereje que debía ser procesado y condenado. Para más información revisar la obra de María Jesús Torquemada.

4 El pacto con el demonio era el elemento clave para definir a un sujeto como un hereje o no, ya que, según los tratados y la legislación respectiva, este le entrega su alma y se compromete a adorarlo, renegando de la fe cristiana y su devoción a Dios. La nomenclatura de ideas y conceptos nunca terminó por definir correctamente qué era brujería o qué era hechicería. Sin embargo, en el primer caso se pacta explícitamente con el demonio y, en el segundo, solo se le nombra o pide su intervención sin comprometerse a adorarlo. Para más información revisar la Obra de María Jesús Torquemada.

5 Las prácticas supersticiosas no poseían una definición clara y única, muchas veces la tradición popular utilizó un vocablo distinto para referirse al mismo delito: superstición, sortilegio, hechicería, conjuro, curanderismo, etc. Sin embargo, la legislación inquisitorial se basó en una serie de bulas y tratados demonológicos para darle un sentido al momento de juzgar a un supuesto hereje. Para los inquisidores, la superstición consistía en mezclar lo profano con lo sagrado. Es decir, maniobrar objetos religiosos junto a objetos paganos o rezar oraciones a santos, santas y vírgenes invocando al demonio. La superstición se reflejaba en expresiones religiosas al margen de lo oficial y permitido. Para más información revisar las obras de María Jesús Torquemada, Julio Caro Baroja, María Jesús Zamora y María Tausiet.

6 Los testigos eran clave para los procesos del Santo Oficio, incluso el secreto inquisitorial impedía conocer sus nombres, pues formaba parte de su modelo procesal que, a su vez, lo diferenciaba de las prácticas jurídicas europeas. El silencio sobre ellos ejemplificaba el sistema penal, el objetivo era que todos le temieran y, así, por medio del secreto, demostraba su eficacia al momento de condenar. La culpabilidad del reo era proporcional a su estado de indefensión, pues debía suponer o adivinar quiénes eran sus delatores y con esto él mismo daba pruebas de su heterodoxia. En el caso de las hechiceras, muchas veces, eran las mismas compañeras y conocidas, quienes -al no cumplirse sus deseos- declaraban en contra de la maestra de hechizos. Para más información revisar la obra de Ricardo Cavallero.


Fuentes

A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 124 verso - 126 verso

A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 106 verso - 110 verso

A.H.N. Inquisición de Lima, Legajo 5345, documento n° 3, folios 103 verso - 106 verso


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