La monja no tiene quien la escuche. El caso de Dominga Gutiérrez y la prosa de la contra-emancipación*
No One Listens to The Nun. Dominga Gutiérrez and The Prose of Counter-Emancipation
La freira não tem ninguém para escrever para ele. Dominga Gutiérrez e a prosa de contra-emancipação
Francesca Denegri
1992 King's College London,
Universidad de Londres, Hispanic Studies. 1988 MA Hispanic Studies
Kings College Londres. Desde 2013 profesora principal,
Departamento de Humanidades, Pontificia Universidad Católica del
Perú. Coordinadora de RIEL XIX. Directora de Doctorado en
Literatura Hispanoamericana. Ha publicado diversos libros y
artículos sobre Género, Literatura, Violencia y Memoria en los
siglos XIX y XX. Ha sido profesora de la University College London
y profesora visitante en la Universidad de Bonn, y en la
Universidad de California en Los Angeles (UCLA).
Orcid:
https://orcid.org/0000-0001-8842-9247
Correo electrónico:
adenegri@pucp.pe
Resumen
Este artículo examina los modos en que tanto la defensa como el acusador de la monja Dominga Gutiérrez en el juicio eclesiástico por apostasía abierto contra ella en Arequipa en 1831, por haberse fugado de su convento, incurrieron en la apropiación sistemática de su voz con fines políticos ajenos a la acusada, lo que implicó una deliberada sordera de las autoridades y el público frente al relato de la monja. Enfoca también en las narrativas literarias de corte romántico masculinista que contra las evidencias proliferaron sobre el caso en el siglo XIX, dando lugar a memorias colectivas locales y nacionales sobre las que se construyeron fantasías que a la postre borraron la subjetividad histórica femenina. En el contexto de un país recientemente emancipado, se busca entender la compleja relación intertextual entre subalternidad de género, discurso histórico y memoria, enfocando en la particular violencia simbólica patriarcal que se produce cuando la subalterna es una mujer que habla en voz alta, pero nadie la escucha.
Palabras claves: Memoria, patriarcado, intertextualidad, violencia simbólica, subalternidad de género.
Abstract
This article examines the way in which both the defence and the accusers in the ecclesiastical trial for apostasy that took place in Arequipa, Peru in 1831 against Dominga Gutiérrez for escaping her convent, co opted her voice for their political purposes and remained impervious to her own version of events. It also explores the diverse romantic narratives that emerged against the grain in the nineteenth century from local and national literary memories, and how these became the source of a patriarchal fantasy in the twentieth first century which obliterated the historical subject. In the context of post emancipation Peru, the aim is to assess the complex intertextual relation between gender subalternity, historical discourse and memory, focusing on the particular form of symbolic violence it reveals when the subaltern is a woman who speaks up but is not heard.
Keywords: Memory, patriarchy, intertextuality, symbolic violence, gender subalternity.
Resumo
O artigo examina os modos en que tanto a defesa como o acusador da freira Dominga Gutiérrez, no juízo eclesiástico por apostasia aberto contra ela em Arequipa em 1831 por ter fugido de um convento, incorreram na apropriação sistemática de sua voz com fins políticos alheios aos da acusada, o qual implicou uma deliberada surdez das autoridades e do público frente ao relato da freira. Enfoca também nas narrativas literárias de corte romântico masculinista que, contra as evidencias, proliferaram sobre o caso no séc. XIX, dando lugar a memórias coletivas locais e nacionais sobre as quais se construíram fantasias que, a posteriori, apagaram a subjetividade histórica feminina. No contexto da pós-emancipaçáo, procura-se entender a complexa relação intertextual entre discurso histórico, memória e subalternidade de gênero e a particular violência simbólica patriarcal que se produz quando a subalterna é uma mulher que fala em oz alta, mas ninguém a escuta.
Palavras chave: Memória, patriarcado, intertextualidade, violência simbólica, subalternidade de gênero.
Introducción1
La noche del 6 de marzo de 1831, Dominga Beatriz del Corazón de Jesús, monja profesa de velo negro en el Convento de Santa Teresa de las Carmelitas Descalzas de Arequipa, se fugó de su celda y se ocultó en una tienda vecina alquilada para ese fin. Tras haber colocado en su cama un cadáver anónimo de mujer ataviado con el hábito carmelita y prenderle fuego para simular su muerte, Dominga esperó oculta hasta que la ciudad terminara de llorar su trágico fin, antes de trasladarse en clandestinidad a la casa de campo de sus tíos Menault Gutiérrez.2 Esperaba que allí le dieran refugio mientras preparaba el último tramo para alcanzar la tan ansiada libertad y ponerse a salvo lejos de su Arequipa natal. No obstante, los tíos dieron aviso anticipadamente a su madre, doña María Magdalena Cossio Urbicaín de Gutiérrez, y a su tío Mateo Cossio Urbicaín, quienes acusándola de adúltera la denunciaron ante el obispo, José Sebastián de Goyeneche3. Este inició sin dilación un juicio eclesiástico por apostasía contra la monja y ordenó su regreso al monasterio; con idéntica celeridad los juristas Andrés Martínez y José Mariano Llosa, alcalde y síndico, respectivamente, interpusieron recurso de fuerza ante la Corte Superior y reclamaron la restitución de los derechos ciudadanos de la joven. Había estallado en la joven República del Perú la primera batalla legal entre el fuero civil y eclesiástico, y en el epicentro de esa "monstruosa confusión entre ambos poderes", según palabras del obispo (Bustamante, 2005, p. 56), se encontraba una mujer de veintiseis años confrontando ella sola, con su solitaria voz como única arma, a la institución acaso más poderosa del país, la Iglesia, y al clan de familias más acaudalado de su Arequipa natal.4 Gutiérrez solicitó, imploró, suplicó, exigió y demandó su exclaustración, pero sus reclamos no fueron tomados en cuenta, lo que resultó en una historia de vida de permanente exilio, truncada por el peso inexorable de la ley y del estigma social.
Movida por su deseo de emancipación y libertad y temerosa de incurrir en la ira del obispo, única autoridad con potestad para mediar por ella, la monja rechazó la defensa ofrecida por los juristas y declaró su sujeción incondicional a las órdenes del prelado.5 El caso, que provocó un escándalo mayor en la ciudad, generó diversas narrativas en el imaginario popular, cada cual más alejada del personaje real y de su historia. Fue en la estela de estas circunstancias que llegó la viajera Flora Tristán, quien luego de labrar amistad con su estigmatizada prima, consignó en el libro de viajes Peregrinaciones de una paria (1838) el testimonio de protesta de la protagonista. En estas entrevistas y en los recursos, oficios, cartas y agregados que presentó Dominga a las sucesivas audiencias del juicio por apostasía, dejó constancia de que su huida fue consciente, motivada y cuidadosamente planeada por ella misma; sin embargo, décadas y aun siglos más tarde, la historia que se decantó en la memoria colectiva reconstruyó una y otra vez con singular y, a veces, caprichosa mirada al personaje femenino y sus circunstancias, borrando su agencia política para amarrarla a una trama amorosa espuria y carente de evidencia histórica. Entre los discursos ficcionales secundarios que construyeron esta memoria destacan las tradiciones de Ricardo Palma y de Clorinda Matto de Turner en el siglo XIX y las novelas de Mario Vargas Llosa y Yuri Vásquez en el siglo XXI.
En este artículo examino los discursos de la monja, el arzobispo y el alcalde incluidos en los expedientes del juicio, así como el relato de la viajera en tanto documentos o fuentes primarias emitidas en primera persona y en simultaneidad al acontecimiento; asimismo, exploro los textos ficcionales mencionados en tanto discursos secundarios en los que la intertextualidad, en diálogo con la memoria y los imaginarios de género de los siglos XIX y XXI, reconstruyeron el sujeto femenino y la trama. Entiendo como "prosa de la contra-emancipación" no solo aquella elaborada por la familia de la monja, el párroco, el obispo, los confesores del convento y demás funcionarios eclesiásticos en el momento de los hechos, también el alegato del alcalde y síndico, porque independientemente del contenido de sus discursos, ambos ignoran el deseo de la inculpada; así mismo, aquella de los textos ficcionales posteriores al evento que, siguiendo la lógica patriarcal, construyeron a un sujeto femenino sometido a la fuerza del demonio, del pecado o del amor romántico, a pesar de la amplia evidencia histórica que la desmiente. Me inspiro en la metodología propuesta por Ranajit Guha (2008) para la India del Raj en su artículo "La prosa de la contrainsurgencia", haciendo la salvedad de que el análisis de género, central en este artículo, está ausente en el del historiador bengalí. Cualquiera que fuera la forma que tomara la prosa de la contra-emancipación examinada en este artículo, al igual que la "de la contrainsurgencia" del Raj, esta estaba destinada al "uso administrativo" y a "la determinación de sus políticas, incluso cuando incorporaba declaraciones emanadas del 'otro lado'" (Guha, II). En otras palabras, "su producción y circulación estaban supeditadas necesariamente a las razones de Estado" (Guha, II).6 Denomino "prosa emancipatoria" a aquella enunciada por la monja, sus criadas Antonia Pastor y María Arias, su prima Flora Tristán, y ya en el siglo XX, por los historiadores Luis Alayza y Paz Soldán y Manuel Bustamante de la Fuente, quienes, más allá de celebrar su coraje, abordaron la capacidad estratégica de Dominga para poner en práctica un complejo plan de huida a pesar de los múltiples obstáculos presentados.7 Finalmente, incluyo en el análisis la "prosa emancipatoria tutelada" elaborada por los juristas liberales de la ciudad, quienes, si bien se levantaron para defender a la acusada, lo hicieron sin consultarle sus razones. La puesta en diálogo de esta serie de discursos y memorias tiene como objetivo deconstruir las lógicas excluyentes de la memoria masculina dominante y revelar la complejidad de mandatos y deseos que convergen en el universo del sujeto femenino subalterno a quien ninguna instancia escucha.
Tribulaciones de la prosa de la emancipación: clan, honor y género
Parto del supuesto de que si en la Arequipa estamental y católica de 1831 una mujer joven perteneciente a la aristocracia local asume ella sola el desafío de la libertad, lo hace con la plena conciencia de que está arriesgando su lugar en el mundo y todo lo que hasta ese momento le había dado orden y sentido a la vida. De hecho, además de perderlo todo en el intento, Dominga tuvo que soportar, en los largos años que le quedaban de vida, "el peso de un atroz prejuicio" que le impediría alcanzar la tan anhelada libertad (Tristán, 2003, p. 447). Así se lo habría confesado a su prima Flora, en una entrevista que tuvieron en las afuera de la ciudad a dos años de la fuga:
¡Yo sola tengo el derecho de quejarme! ¡Si me distinguen en las calles, me señalan con el dedo y las maldiciones me acompañan! [...] Si voy a participar de la alegría común en una reunión, me rechazan diciéndome: "No es este el sitio donde debe encontrarse una esposa del Señor. Entre en el claustro, regrese a Santa Rosa [...]". Cuando me presento a pedir un pasaporte, me responden: "¡Usted es monja [...] esposa de Dios! Usted debe vivir en Santa Rosa". ¡Oh! ¡Condenación! ¡Seré siempre monja! [...]. (Tristán, p. 448)8
Para Dominga, el rechazo de la identidad de seglar que ella no cesaba de reclamar para sí y la negación de su "fuerza de valor y de constancia" por parte de la sociedad arequipeña configuraban una injusticia flagrante que le otorgaban el "derecho de queja" (Tristán, p. 447). Es este derecho de queja instigado por la indignación, antes que el dolor propio de la víctima, el que más le interesó a la viajera francesa en su reconstrucción del personaje como sujeto político. Acerca de la dinámica de la rabia como emoción que predomina en el retrato que hace Flora de Dominga volveremos más adelante. Mientras tanto, en la soledad de su celda, tras largos años de deliberación y "agonías mortales" ante la indiferencia de las autoridades, tal como se lo manifiesta a Flora y lo reitera en diversas comunicaciones, la monja decidió finalmente que había llegado el momento de forzar el rompimiento de sus votos perpetuos y de poner en práctica su plan de escape, a sabiendas de la extrema severidad con que una "esposa de Dios" que abandona a su Señor sería juzgada (Bustamante, p. 60).
En sus nueve años como monja de velo negro Dominga se había dirigido a sus confesores, el padre López y el padre José Manuel Pino, a la madre priora, a las madres María Rosa de Cossio y Josefa Vigil, y finalmente al mismo obispo para manifestar su "repugnancia y aversión a la vida religiosa". Le respondieron que aquello no era sino tentaciones del diablo que podía mitigar con ejercicios espirituales. Le rogó también a su tío, el párroco Mateo, y a su madre, pero ambos eludieron "examinar mi verdadera voluntad". Intentó sincerarse con su hermano José María, pero la presencia permanente de una religiosa en el locutorio frustró la conversación. Ninguno de ellos abordó sus protestas, ninguno la escuchó. Finalmente, pidió protección a las autoridades médicas, entre ellos a Evaristo Gómez Sánchez y al médico del convento, D. Agois. Si bien este se comprometió a ayudarla, ella luego se retractó por el "terror y pánico que llegué a concebir con respecto a mi madre", lo que la "obligaba a incurrir en contradicciones" (AAL, L. XXXI, C.7, f. 25-37). Sin embargo, las autoridades y familiares de Dominga negaron sistemáticamente en los interrogatorios del juicio haber recibido su solicitud de ayuda.9 Solo Antonia Pastor dio fe de "su total abatimiento y disgusto afilado por el deseo de abandonar el claustro hasta el extremo de negarse el alimento [...]" y de una depresión tan extrema que "manifestó varias veces su resolución de arrojarse por la cerca" (Archivo Mostajo, s/n, s/p.). Pero siendo Pastor una criada en la que interseccionaban múltiples subalternidades, sus declaraciones tampoco fueron tomadas en cuenta.
Al fracasar en sus intentos de negociar una salida, y con el fin de evitar el "bochorno y dolor para mi madre y hermanos que se hallan colocados en la primera clase de nobleza de la República desde el Gobierno Español", como escribe en su comunicación del 10 de junio de 1831 al vicario de la Santa Sede en Río de Janeiro, decidió que la única solución que le permitía "conciliar mi salida con la conservación de mi pudor y del honor de mi casa" era la fuga. La experiencia la había convencido de que "había hecho los votos engañada" y que "no se me dejó usar mi libre albedrío". Así pues, la frustrada búsqueda de canales que la llevaran a "los remedios que da la Iglesia" para su exclaustración, lejos de desanimarla, le dieron el valor para "salir de mi clausura, dejar los hábitos y vivir en el siglo escondida a los ojos del mundo" (Bustamante, pp. 60-61). El testimonio de la mandadera María Arias acerca de los planes de la monja de "escaparse y vivir oculta trabajando con las manos para mantenerse" confirma sus declaraciones ante el representante de la Santa Sede (AAL, L. XXXI, C. 5, f. 4). Finalmente, años después, en el recurso por juicio de nulidad de votos del 12 de diciembre de 1839, Dominga reiteraría ante el obispo el sentido agónico que tuvo para ella esta experiencia conventual sin escucha de ninguna especie, haciendo abundantes referencias al "conflicto horroroso de circunstancias", el "desorden y turbación que afligían mi ánimo", los "sueños horrorosos", la "negra melancolía", el "vómito negro" y "el deseo de quitarme la vida" que la atenazaron todos esos años (AAL, L. XXXI, C.7, ff. 25-37).
La consagración de una religiosa implicaba deberes conyugales semejantes a los de una mujer del mundo (Toquica, 2001). En efecto, el velo que se imponía a la novicia y luego a la profesa en la ceremonia de consagración no era sino un primer emblema nupcial de castidad y obediencia, y del compromiso de entera dedicación a su esposo hasta llegar al desposorio místico final (Domenech García, 2008). Confirma este deseo de unión conyugal con Cristo al que las monjas de clausura solían entregarse con fe y disciplina, la literatura conventual novo-hispana, neogranadina y virreinal peruana plasmada en autobiografías, cartas, poemas, crónicas, mercedes, ejercicios espirituales y escritos varios, en los que el sujeto autorial femenino se representa a sí mismo unido a su divino esposo en encendidos abrazos y dispensándose mutuamente tiernos afectos (Lavrin, 2016; Mujica, 1995; Tipacti, 1999; Herrera, 2013). Otra muy distinta era la situación de Dominga, quien consciente de "no haber entrado a las bodas del cordero con la vestidura nupcial de la vocación" y de que ni diez años fueron suficientes para desarrollar "las virtudes que me dispusiesen a ser digna esposa de Jesucristo", se autorizó a sí misma a poner en práctica el principio de que "la conservación de la vida es de derecho natural y todo lo que se opone a esta es de inferior obligación" (Bustamante, p. 60).
Habida cuenta de que el delito de adulterio aparece en los códigos penales referido específicamente al mantenimiento de relaciones maritales con una persona distinta del cónyuge, extraña que al abandonar la clausura Dominga fuese juzgada como "adúltera" por el párroco de Sachaca, Mateo de Cossio, en carta del 17 de marzo dirigida al obispo (Bustamante, p. 58). Considerando el riguroso aislamiento en que vivían las hermanas, se entendería que se le acusara por "abandono de hogar", o aun por "intento de divorcio", pero no por adulterio. Extraña aún más que ella misma se hubiese representado, en su primera carta al obispo del 19 de marzo, como "la adúltera del Evangelio llena de delitos" (p. 59). Si según el derecho canónico, el único que entonces tenía jurisdicción en el régimen matrimonial, el adulterio cometido por una mujer seglar configuraba delito y era severamente penalizado, es de suponer que el adulterio cometido por una monja atraería, en caso de darse, una condena inconmensurable (Ramos Núñez, 2001). Aun sabiéndolo, Dominga asumió el desafío.
El padre del obispo, el navarro Juan Crisóstomo de Goyeneche, y el abuelo de la monja, Mateo Cossio de la Pedrera, fueron peninsulares que, luego de hacer su fortuna como comerciantes en Arequipa, participaron en la represión del levantamiento indígena de 1780 y lucharon en las filas del ejército realista como jefes de brigada. Sus descendientes en esta ciudad sureña, bastión del conservadurismo católico en el Perú, fueron oidores, prefectos, alcaldes, obispos, arzobispos, intendentes y diplomáticos vinculados entre ellos por estrechos lazos empresariales, sociales y políticos que se fueron fortaleciendo mediante alianzas matrimoniales en el interior del poderoso clan (Condori, 2010, p. 52; Malamud, 1982, pp. 55-67).10Si los varones del clan registraron una amplia e intensa actividad pública, las mujeres aparecen sujetas a una sociabilidad circunscrita a las redes de parentesco y a los espacios familiares de la casa. Más allá de la fervorosa fe católica que profesaban y de los sólidos vínculos sociales y económicos que las unían, fueron los vínculos de parentesco de las familias de la aristocracia arequipeña en la que Dominga nació y creció los que más claramente contribuyeron a endurecer la caparazón que protegía al clan y a enrarecer el espacio social disponible a sus mujeres (Malamud, p. 60). El buen tono de las mujeres de "familias de sociedad" -expresión elocuente de una elite social que solo a sí misma se veía como "sociedad"- consistía "en vegetar tranquilamente en el oscuro recinto de [la] casa" (Nieves y Bustamante, 2014, p. 37). Cuanto menos actividad fuera de las fronteras de la casa tuvieran las mujeres, más asegurada estaba la honra de la familia. A los hombres les correspondía practicar una defensa activa del honor, mientras que a las mujeres correspondía una defensa pasiva del mismo, basada en la transmisión de valores morales y sociales del honor a sus hijos y en el mantenimiento de las virtudes que, en el caso de las hijas, se centraban en la obediencia y la castidad (Gascón Uceda, 2008). El código de honor estamental vigente entonces exigía a las mujeres no llamar la atención, no convertirse en objeto de habladurías y, sobre todo, aparentar obediencia y conformidad, es decir, "no ser y no hacer" (Gascón Uceda, p. 638).11 Bajo estas condiciones, la honra femenina era muy precaria y frágil, bastaba un rumor o una sospecha para que una mujer, y por extensión toda su familia, se vieran deshonradas, por lo que, para salvaguardar su honorabilidad, las mujeres del clan estaban destinadas a la inacción (Postigo Castellanos, 1987).
Es en este enrarecido contexto social en el que Dominga vivió el conflicto familiar que daría origen a su clausura, cuando tras haber cumplido los catorce años se relacionó sentimentalmente con un médico español, quien meses después se casaría con una viuda rica. El hecho, que es vivido por la familia como un grave deshonor y por Dominga como una humillación, desencadena su precipitado ingreso en Santa Teresa. Lo recuerda ella misma en su comunicación al obispo años más tarde:
[Mi madre] hizo una viva voz de las ventajas del estado religioso, indicándome al mismo tiempo, podía presentarme pidiendo lugar en el Monasterio. Yo le contesté tanto por el deseo de complacerla como por el temor de desagradarla 'que sí, quería ser monja'. (AAL, L. XXXI, C.7, ff. 25-37)
En el recurso presentado por Dominga al representante de la Santa Sede de Río de Janeiro, esta señalaría, sin embargo, abonando a la versión del obispo y la familia, que su decisión "fue dirigida por un capricho propio de la poca edad que tenía y creyendo que con ella satisfacía una venganza por un desaire que recibí de un joven [...]" (Bustamante, p. 60). Empero, en un agregado a esta misma carta, escrito en tono confesional y de puño y letra con el fin expreso de evitar la interferencia del amanuense, Dominga expone sin tapujos que la verdadera razón para tomar dicha decisión no fue en efecto un capricho, sino el miedo a la violencia de su madre:
La violencia... dimanada del terror, pánico que he tenido a mi madre [...] cuyo temor fue tan excesivo que fue la causa principal de mi precipitación en el empeño de ligarme con los votos, porque yo sabía con evidencia que era la voluntad decidida de dicha señora mi madre y la misma que me manifestó mi tío el Dr. Dn. Mateo Joaquín de Cossío, cura en este Obispado. Este temor era para mi invencible y por eso expongo esta causa con la reserva que ha sido indispensable. (Bustamante, p. 64)
Según este testimonio directo, secreto y sin mediación de la monja, cuyo contenido fue por lo demás reiterado más adelante, habrían sido su madre y el hermano de esta quienes habían ejercido coerción para enclaustrarla y evitar de este modo el desprestigio y la deshonra de la familia ante la gente "de sociedad".12 La cita, representativa del miedo que recorre su discurso de principio a fin, está atravesada por diversos significantes -violencia, terror, pánico, temor- anclados todos en el mismo campo semántico e intensificados por los adjetivos "excesivo" e "invencible". La evocación reiterada del miedo, afecto cuya organización está regida por una política espacial, es altamente relevante en tanto este "encoge" al sujeto, que buscará, en consecuencia, ocupar el menor y más invisible espacio social posible, lo que a su vez permitirá la expansión del espacio de los otros (Ahmed, 2004). El miedo de su madre y su tío ante a la amenaza de que su estado de joven abandonada por un pretendiente representaba para el sentido de honor patriarcal del clan se le "pega" a Dominga, encogiéndola de tal modo que termina en su confinamiento en el convento. Este borramiento literal de Dominga de su espacio social ocurrió el 2 de noviembre de 1820, meses antes de que San Martín proclamara la independencia del Perú y que las autoridades de Arequipa pronunciaran su lealtad a la Corona y a los valores del catolicismo ultramontano que la ciudad defendió a lo largo de todo el siglo XIX.
El obispo y la prosa de la contraemancipación
En Goyeneche convergía no solo el poder de la Iglesia, sino también el poder político y social regional, y el del paterfamilias simbólico del clan. Al día siguiente de tener noticia del "falso fallecimiento" de la monja, el 10 de marzo de 1831, el obispo abrió el juicio dictando un pliego interrogatorio que las hermanas del convento debían contestar bajo juramento como testigos, con el objetivo de "averiguar con exactitud la verdad de tamaños e irreligiosos atentados" (Bustamante, p. 47). Por los términos delincuenciales en que se plantea en este documento la acción de Dominga, este constituye lo que consideramos el primer discurso contra-emancipatorio del caso. Reclama el obispo que sor Dominga
había salido prófuga violando la clausura, y atropellando todos los respetos debidos a Dios, al prelado que ha mirado y mira con especial ternura a sus religiosas [...] a su Monasterio, al que se hallaba ligada con los muy estrechos vínculos de sus votos, [y] al público piadoso que ha ofendido dando lugar a los malvados en tiempos tan calamitosos para que se burlen de los santos Estatutos Regulares. (p. 47)
Además del delito de apostasía y violación de clausura, la acusación por injuria imputada a Dominga, que incluye el atropello, la ofensa y la burla de Estatutos, son tenidos por el acusador como justificación para preferir su muerte. En el contexto de una sociedad jaloneada por enfrentamientos entre políticas laicas y eclesiásticas, el ordenamiento jurídico liberal y el canónico, y los valores de la modernidad ilustrada y los del antiguo régimen, para este obispo defensor público de la doctrina el caso de Dominga era instrumental como plataforma para combatir la arremetida del enemigo contra la "civilización católica" (Rojas, 2004). Por ello, Dominga debía servir de escarmiento a las impías en "tiempos tan calamitosos" en los que los conventos comenzaban a vaciarse.
En este momento de umbral en la historia republicana de Arequipa, la monja prófuga devino en significante crucial y de signo opuesto para los agentes de poder que combatían en la guerra ideológica desatada tras el pronunciamiento de la independencia del Perú. Así, si para la Iglesia Dominga no era sino una delincuente que había que castigar con dureza por sus crímenes, para el alcalde y el síndico ella era una heroína digna de los más altos encomios. El examen discursivo en clave comparativa de este primer documento contra-emancipatorio y aquel interpuesto ante la Corte por el jurista Martínez, el mismo que examinaremos en la siguiente sección, resulta revelador de lo que cada instancia de poder se estaba jugando, pero no arroja ninguna luz sobre la monja. Lo que el jurista juzga como "el noble y honroso esfuerzo" que "el pueblo entero aplaude", su opositor califica de "atropella[miento] de "todos los respetos debidos a Dios [...], al prelado [...], a su Monasterio [...] y al público piadoso que ha ofendido". Lo que este tipifica como "crimen", "apostasía", "sacrílego" y "tamaños e irreligiosos atentados", aquel califica como "noble resolución" y "acto inocente"; lo que para el alcalde es un "juicio inquisitorial", "bárbaro", "obscuro y misterioso", para el obispo es un proceso necesario para quitar "manchas [...] que no tiene semejante en la historia de Arequipa" (Bustamante, pp. 46-48). Frente a las acusaciones del obispo la acusada retrocede, "se hinca en sus pies" y se reconoce como "adúltera" (p. 59), al mismo tiempo que marca una clara distancia con el alcalde. Es a partir de este momento que la monja asumirá públicamente una subjetividad definida exclusivamente dentro del marco referencial religioso, es decir, como pecadora, adultera e infiel. Considerando la ambigüedad de su lenguaje en el agregado de puño y letra al vicario, así como en las cuatro cartas dirigidas al obispo, podríamos pensar que se trataría de una estrategia para conseguir la anuencia del obispo a su mediación con el papa en el proceso de obtención de la nulidad de votos. Dominga tenía razones claras para "decir lo que no decía", como señala Ludmer con respecto a la carta de sor Juana al obispo de Puebla; guiada como estaba por la urgencia de obtener el favor de la autoridad. A estas razones se sumaba el horror al escándalo que había producido el incidente y que era necesario apaciguar cuanto antes.
Es este mismo horror al escándalo el que mueve a su tío, el párroco Mateo Cossío, a solicitar, en carta dirigida al obispo, que se deponga el juicio. El objetivo era evitar "la publicación del delito", su conversión "en escarnio y veja de la Iglesia" y la muerte de vergüenza de la "adúltera" (Bustamante, p. 58). En tiempos "calamitosos" en que los nuevos vientos de la Ilustración cuestionaban seriamente la fe católica, el escarnio de los liberales era, en efecto, de gravedad extrema para la autoridad eclesiástica. Ante el avance del liberalismo representado por la comuna arequipeña y el déficit nacional de religiosos en los conventos, la misión que la Iglesia se impuso fue la de defender la fe y las prácticas piadosas locales, y lograr así el fortalecimiento de su presencia pública como eje articulador de la vida política y social de la región. El caso de Dominga alimentaba la "enemistad notoria al obispo" (p. 77) y configuraba un escollo a "la dignidad y autoridad episcopal", por lo que había que enfrentarla duramente (p. 78). De alta consideración era también el segundo asunto referido por Cossío, en cuanto a que si era menester defender el honor del clan había que evitar el protagonismo público de la joven.
Todavía después de dos años Dominga seguiría viviendo entre el miedo y la vergüenza, y en busca de una vida "oculta de la mirada de los demás" (Tristán, p. 448). Si el miedo produce la compulsión de encoger el cuerpo del sujeto, de confinarse y hacerse invisible al agresor, la vergüenza engendra en el sujeto la necesidad de esconder su "falla" no solo ante el testigo, sino también ante una misma. No se trata, empero, de cualquier testigo, como lo señala Tomkins, sino de un individuo o un grupo social idealizado que despierte el deseo, el amor o la admiración del sujeto avergonzado (Tomkins, 1963), en suma, de alguien que de veras le importe. A lo largo no solo del proceso judicial sino también de su vida, Dominga no cesó de declarar su ferviente identidad católica, apostólica y romana, por lo que la mirada delincuencial que las autoridades eclesiásticas habían arrojado sobre su persona habría sido transferida e introyectada a su propia consciencia, lo que provocaría en ella este deseo de ocultamiento. Concluye Armando Guevara en su estudio sobre el caso que la "libertad a costa del honor y la gracia", sobre todo para una mujer, no era posible en la Arequipa estamental de 1831 (Guevara, 2009, p. 350). Sostengo en este análisis que lo que aparece como incompatible para una mujer religiosa -y no solo religiosa, también para una laica- es el derecho a la díada libertad y honor femeninos, lo que explica el modesto plan de la monja de ejecutar su plan desafiante para salir de la clausura solo para luego resignarse a "vivir en el siglo escondida a los ojos del mundo". No solo escondida, sino "trabajando con las manos para mantenerse", lo que para una joven de la aristocracia local podía resultar humillante. En otras palabras, siendo irredimible el "delito de adulterio", la monja quedaría condenada, aun después de la exclaustración y de la pronta obtención de la anulación de votos, al deshonor y la vergüenza perpetuas, por lo que se tendría que conformar con una vida en libertad recortada, una vida oculta o semioculta, porque, aun si a resguardo de la mirada del testigo, sería difícil librarse de su mirada propia, la que no dejaría que se olvidara de su "falla" personal. Cuando tres años después de la fuga obtuvo por fin el pasaporte y pudo viajar a Lima, donde frecuentaría al padre de su hija, Jaime Coll Amill, su identidad de descastada la seguiría atenazando, como lo sugieren sus declaraciones testamentarias acerca de llegar a la muerte en estado de virginidad. La omisión de nombrar a Dolores como su hija y la identidad pública de virgen revelan que la suya fue una maternidad jalonada entre el amor y la devoción a su hija, y el persistente temor de reconocerla como tal. De hecho, si nunca la reconoció, como lo evidencia su testamento, es porque la mirada estigmatizante de la Iglesia, de su familia y sus paisanos la habían condenado a una situación de exilio permanente que trascendió el ámbito regional de su Arequipa natal.
El alcalde y la emancipación tutelada
El estilo autoritario de la madre de Dominga debió haber sido voxpopuli, a juzgar por las líneas acusatorias con las que el alcalde Martínez13 abrió su recurso de fuerza el 14 de marzo reclamando la protección judicial de Dominga ante la Corte: "Nada es más público", señaló el jurista, "que la coacción que se hizo a esta desgraciada joven para abrazar la vida religiosa". La dureza de una madre, para quien "la vida de una hija es reputada como una desgracia", había quedado confirmada, en efecto, en cada una de las secuencias del infeliz episodio que culminara en la exclusión de su hija del testamento que dejó a su muerte (Bustamante, pp. 42-50). En el enardecido alegato que en su defensa presentó el jurista, se insistió en la desnaturalización de una familia que castigaba con crueldad a su hija en nombre de los principios de obediencia y honor, y en el encubrimiento de intereses subalternos de un obispo que "con el falso aparato de la religión" pretendía ser protector para ocultar su tiranía (p. 51). Martínez responsabilizó no solo a la familia y a la Iglesia por los "diez años de encierro y de privaciones" que sufrió "la señorita", sino a la sociedad arequipeña que había actuado como cómplice en el sacrificio del "bienestar de esta joven víctima" (p. 50).
En el contexto de una "república católica" en ciernes (Serrano, 2008), en la que se libraba la feroz batalla entre liberales laicos y conservadores católicos, Martínez sugirió que la atroz declaración del obispo Goyeneche y de la señora María Magdalena de Cossio acerca del deseo de "verdaderamente llorar la muerte de la citada religiosa más bien que su apostasía" tendría su lógica en el largo proceso de decadencia moral y de deshumanización de la Iglesia en el país. Se interroga por ello sobre qué clase "de ideas en el orden religioso" pueden guiar a una familia cuya madre pudo "soportar la muerte inesperada de su hija [mas] no puede soportar la idea de que vive" (Bustamante, p. 51). No obstante la fuerza y la pasión movilizadora de este discurso "emancipatorio", es preciso señalar que la voz de su defendida constituye el gran vacío, la gran ausencia a partir de la cual el alcalde elaboró su brillante pero engañosa argumentación. De hecho, el abogado omitió preguntar, escuchar, entrevistar o consultar a su representada de modo que ella misma pudiera plasmar sus intereses en el alegato. La religiosa se encargó de señalar indignada dicha omisión en su primera comunicación al obispo, advirtiendo sobre el "precipitado atropellamiento" sufrido cuando los representantes de la autoridad civil llegaron a su casa con orden de traslado para "depositarla" en otro lugar asignado sin haberle consultado cuál era su deseo (p. 57).14 Dos meses más tarde, Dominga volvería a dejar establecida su negativa a aceptar la protección civil ofrecida por las autoridades municipales y su decisión de "conservar mi unión y obediencia a la Iglesia Católica" (p. 61).
Frente al rechazo de su supuesta defendida a allanarse al traslado, Martínez procede a elaborar su argumento asumiendo sin vacilar la lógica de la tutela mulieris propia del antiguo régimen, según la cual las mujeres, siendo incapaces por razones de sexo de dar cuenta de sus intereses, deben "ser habladas" por un tutor, sea este el paterfamilias o el varón designado para reemplazarlo (Fabregal, 1998). Confundiendo la renuencia de Dominga a aceptar la defensa ofrecida con una presunta incapacidad de hablar por sí misma, el alcalde se erigió como su protector y traductor, posición que le confirió el poder para condescender a "la ignorancia y la imprevisión natural de la joven víctima" y para declarar públicamente en tono paternalista que la agraviada carecía de "conocimiento de lo que le conviene pedir o hacer" (Bustamante, pp. 50-52). De este modo, asumida de facto la autoridad masculina necesaria para protegerla de los designios del "inquisidor", y en consonancia con esta lógica tutelar, le atribuyó a Dominga una cadena de carencias asociadas a su sexo, entre ellas, la "incapacidad de prever las maquinaciones que se preparan para sorprenderla", la facilidad de ser "engañada porque ignora sus intereses" y de mantenerse "en actitud enteramente pasiva" (pp. 50-52). Echando mano al recurso de la falacia ad hominem, Martínez centró su ataque en la identidad católica de su "defendida" en su pertenencia al clan Goyeneche y en su inexperiencia, para demostrar que sus enemigos la manipulaban y la dirigían a su arbitrio en el juicio. Quedaba así el campo llano para asumir su tutela y apropiarse de la voz ausente, instrumentalizándola para sus propios fines en la batalla contra los monasterios y conventos representantes del "fanatismo" religioso y acaparadores de fortunas estancadas e impedidas de ser puestas en justa circulación social (Kleiber, 1988, pp. 63-68).
Si bien este discurso de tutelada "emancipación" excluyó la voz y la racionalidad específicas del sujeto femenino, resulta evidente por los diversos documentos del sumario que Dominga no solo fue capaz de dar cuenta de la complejidad de su propia historia con lógica persuasiva, sino que además manejó con astucia los pocos recursos que tuvo a la mano para "decir sin decir". Así pues, al largo catálogo de personas que no la escucharon referidas en la sección anterior, debemos incluir a estos pretendidos tutores representantes de la primera y brillante generación del liberalismo arequipeño que tampoco lo hicieron, y que intentaron movilizar la figura de la monja como munición contra el conservadurismo católico a pesar de su explícito rechazo a convertirse en protagonista de un caso "deshonroso" por el que la señalarían con el dedo en las calles, como se lo confesaría amargamente a su prima Flora Tristán.
Mas allá de su identificación como católica, apostólica y romana, el rechazo de Dominga a la defensa del alcalde y el síndico debe entenderse en el contexto de lo que María Emma Mannarelli señala como un espacio público que resultaba particularmente hostil para las mujeres (Mannarelli, 2004. Si bien la comuna de Arequipa como institución política estaba entonces liderada por un alcalde liberal que declaraba su voluntad de defender los derechos de la ciudadanía, el ayuntamiento reproducía el orden jerárquico social y de género, el mismo que estructuraba el espacio doméstico. "La política se impregna de un tono personal, las calles son sólo lugares públicos en términos corporativos -reproducen el orden jerárquico y no son propiamente espacios ciudadanos-, y las casas tienen un carácter abierto, están lejos de ser el recinto de la intimidad en la medida en que las relaciones de sus miembros se relacionan jerárquicamente" (Mannarelli, 2004, p. 154).
Dominga y la memoria de-generada
La verdad histórica es solo unos de los muchos elementos que nutren la memoria colectiva; los imaginarios derivados del poder y de la dominación, así como de la fantasía y los afectos, compiten en el proceso de su construcción a lo largo del tiempo. En el complejo corpus documental examinado en las secciones precedentes hemos encontrado diversas y contradictorias versiones acerca de la monja carmelita y su huida del convento, en ninguna de ellas, empero, hay indicadores que aludan a un posible romance como desencadenante de la acción. Sin embargo, en las representaciones ficcionales que reconstruyen la memoria del personaje y del hecho histórico, desde el siglo XIX hasta el XXI, es el amor romántico el nudo de la acción dramática y el detonante de la huida. Según la trama representada en estos textos y sostenida por la memoria popular, la joven había huido asistida por un galán que se habría encargado de todos los trámites necesarios para rescatarla, y en los más fantasiosos el doncel aparece en escena montado en un caballo blanco con el que huye a galope tendido junto a su amada, protegidos por el manto de la noche, como en un cuento de hadas. Como señala Guha, este discurso construido desde una temporalidad distante que tiende a la abstracción "utiliza el discurso primario como matériel, pero al mismo tiempo lo transforma" en función al discurso de amor romántico. En contraste con la "historiografía en bruto" de lo que he denominado las prosas emancipatoria y contra-emancipatoria producidas para el juicio, este discurso de-generado funcionaría como un "producto procesado, por más crudo que sea ese procesamiento" que aparta la mirada de la evidencia ofrecida por los discursos primarios (Guha, III).
Para los románticos europeos del siglo XIX, la literatura era un reducto privilegiado de la imaginación creativa y, como tal, adquirió el status de ideología alternativa y soberana capaz de transformar a la sociedad y a la historia en nombre del arte y de sus valores (Eagleton, 1983, p. 20). En el Perú, la misión que se adjudicaron los románticos fue nada menos que la construcción de una identidad nacional que llenase, gracias a un tejido imaginativo y literario de la historia, el vacío dejado por la ruptura con España (Cornejo Polar, 1989). No resulta extraño que el ideal romántico occidental derivativo del amor cortés europeo estuviera vigente en el imaginario local del siglo XIX, siendo una centuria en la que la ideología de género dominante naturalizó la diferencia social de sujetos masculinos y femeninos, vinculando a aquellos con la acción y el poder y a estas con la pasividad, la dependencia y, sobre todo, el amor como eje vertebrador de su proyecto de vida (Lagarde, 2001). Lo que sí resulta extraño es la fuerza con la que el mito sigue atrapando estas memorias de-generadas en pleno siglo XXI, sobre todo si se considera que la fuente principal de gran parte de estos relatos ficcionales fue Peregrinaciones de una paria, en el que la relación detallada de las secuencias se construye desde una clara perspectiva de género y centraliza el meticuloso plan que a lo largo de años urdió la monja con la única complicidad de su esclava Antonia Pastor y su mandadera María Arias, excluyendo el romance. La complejidad del personaje que retrata la paria queda sorprendentemente aplanada en estas representaciones literarias que denomino "de-generadas" por su mirada masculina complaciente que excluye la perspectiva de género, lo que resulta en la perpetuación facilista del estereotipo de la mujer incapaz de torcer su destino excepto si el amor la traspasa.
Ricardo Palma, uno de los fundadores del romanticismo peruano, cuyo proyecto de nacionalización de los archivos coloniales, encarnado en sus Tradiciones, trascendió las fronteras de las letras peruanas, escribió diversos relatos protagonizados por monjas enamoradas, entre los que destaco, por su relevancia, "Muerta en vida" (1874) y "Un tenorio americano" (1883). Si bien ninguno de estos corresponde estrictamente al archivo colonial, ambos tienen como escenario de acción no el hoy prosaico, sino el romántico ayer de las tempranas repúblicas. Comparten además como hipotexto la historia de Dominga en Arequipa y la de Isabel Serrano en Chuquisaca, respectivamente.15 En "Muerta en vida" la imaginación de Palma trasvasa a la historia de Gutiérrez el elemento de amor romántico presente en la trama de Serrano, restándole, empero, la notoria agencia que despliega la monja de Chuquisaca, quien habría seducido al general Alvear levantando un extremo de su velo mientras cantaba en el coro, de modo que dejaba al descubierto su mirada invitadora. En las secuencias finales de "Un tenorio americano", la religiosa se las arreglará para intercambiar mensajes con su amante y abrirle clandestinamente la puerta de su celda (Cohen Imach, 2010, 17).16 En contraste, Laura Venegas, la clarisa de "Muerta en vida", vive "con resignación la clausura" hasta el momento en que, por azar, se encuentra en la portería con su antiguo amante, un médico español que viene a atender a una religiosa enferma y, luego del anagnórisis que terminará provocando el desmayo de rigor en la dama, el doncel escala los muros del convento cargando un cadáver que después de ser incendiado en la celda de la religiosa, permite el escape exitoso de la pareja. Informa el narrador en la escena final que ya instalados en Chile, vivieron presumiblemente dichosos, como corresponde a un cuento de hadas. Quedan colapsadas en la peripecia romántica todas las secuencias agónicas de la trama histórica: las demandas y súplicas de escucha de la monja, los largos y tormentosos años armando el plan de fuga, la complicidad entre ella y sus criadas, y el diálogo permanente consigo misma. Si bien sabemos que Palma se inspiró en los hechos históricos ocurridos en el convento de las carmelitas, los ingredientes amorosos que permean y colorean su "Muerta en vida" derivan de las versiones populares que todavía circulaban en Arequipa y de la historia de la monja mónica de Chuquisaca. El motivo romántico, empero, antecede tanto el relato de Palma como el caso histórico aquí examinados, pudiéndose rastrear en las leyendas marianas de la literatura medieval en las que se inspiraron "La Légende de Soeur Béatrix" de Charles Nodier (1837) y "Margarita la tornera (Tradición)" de Zorrilla (1840-41), de fuerte influencia en las letras peruanas de la centuria. En estas antiguas versiones la monja volvía al convento aterrada por la amenaza del castigo, solo para descubrir que durante su ausencia la virgen la había sustituido de modo que nadie advirtiera su ausencia.17 En 1884 publicó Clorinda Matto en La Bolsa de Arequipa "Las tres hermanas", tradición en la que el amor romántico que viven tres hermanas encerradas por su padre en el convento provoca un pacto de suicidio colectivo, sustituyendo de este modo el final feliz de "Muerta en vida" con un desenlace que cuestiona el poder del paterfamilias que sin ningún esfuerzo ha doblegado tres veces el vínculo del amor. Destaca en la tradición de Matto la puesta en diálogo con una escena de Peregrinaciones de una paria, en la que Dominga sube a diario al campanario para contemplar con desesperada congoja el acontecer de la ciudad, como lo hacen también las tres hermanas cuyas súplicas nadie escucha, para finalmente terminar el relato en nota trágica cuando deciden saltar juntas al vacío y la muerte.
No escasearon en el Perú decimonónico relatos de autoría femenina con monjas tejidas en sus tramas, pero los núcleos de sentidos que los mueven, lejos de partir de la noción de amor romántico, están enmarcados en la crítica liberal a la vida religiosa y a las pocas opciones de vida que tenían las mujeres, restringidas como estaban al matrimonio y al convento. En las ficciones de Juana Manuela Gorriti, el convento aparece representado ya sea como un reducto donde las mujeres traumatizadas acuden para ser protegidas ("El ángel caído", "Un viaje al país del oro", "El pozo del Yocci") o, en clave gótica, como un encierro, una tumba, un lugar de cautiverio y muerte del que se desea escapar ("Quien escucha su mal oye" y "El tesoro de los incas"). En clave gótica se lee también el retrato que Tristán construye de Gutiérrez en su libro de viajes, como una heroína "prisionera en lúgubre monasterio", en "plancha que encierra vivo el ataúd" que logra atravesar el tenebroso laberinto y alcanzar su libertad (pp.379-380).18 Esta mirada secularizadora tan marcada en la centuria se aprecia asimismo en los debates de la prensa local que surgieron de cara a otro enclaustramiento forzado, el de María Garin, clarisa de velo negro, quien en 1849 acudió a la prensa para hacer públicos sus reclamos en vista de que ni el obispo, ni el Ejecutivo, ni el Congreso se dispusieran a atender sus innumerables solicitudes de exclaustración (Cohen Imach, 2010, pp. 33-34).
Ya en el siglo XXI, en su novela El paraíso en la otra esquina (2003) Vargas Llosa aborda la reconstrucción de la memoria de Dominga potenciando algunos recursos del melodrama que contribuyen a retratar a la monja como lastimosa víctima presa de nervios, que contrasta con una Flora cuya ilustración de tono fundamentalista es en clave de parodia (Cáceres, 2006). Desde la mirada de Tristán construida por Vargas Llosa, Dominga se figura como una Penélope que "borda, desborda y reborda su manto" mientras "obedece los prejuicios fanáticos" de su atrasada ciudad, lo que produce en la viajera un ataque de ira contra esa sociedad supersticiosa que rinde culto a la muerte (p. 270). El desdoblamiento de la conciencia del narrador omnisciente -que intercala la tercera con la segunda persona y produce el diálogo en el interior del personaje- sirve para revelar a una Flora tan fanática en su mirada racionalista feminista como la Arequipa de entonces en su ultra-montanismo. En el retrato que ofrece Vargas Llosa de Dominga los destellos de ira que Tristán había resaltado en Peregrinaciones de una paria son reemplazados por el dolor y la vergüenza. El dolor que congela y encoge a la víctima es la emoción que domina a la monja en esta novela; el dolor la fija como una víctima del destino, presa de "temblores nerviosos" y "vestida de campesina", arrepentida y capaz solo de llorar o de pecar. "Para que el dolor pueda ser visionario, debe ser traducido en conocimiento", es decir, en canal de acceso a la verdad, a una verdad capaz de producir acción política (Ahmed, p. 175). Una Dominga sin acceso a su verdad es la que nos entrega Vargas Llosa, en contraste con la monja de Peregrinaciones de una paria que se apropia de su indignación y con ella logra abrirse un camino al futuro.
En El nido de la tempestad (2012), novela de Yuri Vásquez que teje tiempos y conflictos diversos en su Arequipa natal desde la independencia hasta el militarismo de los 70 y explora los escenarios históricos que hicieron posible la violencia política en el Perú, encontramos una versión más reciente de Dominga que dialoga estrechamente con la de El paraíso en la otra esquina. La historia de siete generaciones de una familia de la elite arequipeña representante del conservadurismo machista, racista y clasista es narrada en la novela desde la oralidad loncca por una criada que cuida al último miembro de la estirpe. El punto de partida de esta historia de decadencia familiar es la joven Beatriz, quien como la Dominga Beatriz histórica, es forzada por su madre a profesar sin vocación en el convento de las carmelitas, donde años después, al contagiarse en una epidemia que azota la ciudad, es atendida por un médico inglés de quien se enamora. El plan de fuga involucra a su criada, quien debe cumplir con el deseo de su ama aun contraviniendo el propio, robándose el cadáver de una parienta para quemarlo en la celda y facilitar la huida. El episodio sirve para que la narradora loncca se detenga en las relaciones de explotación colonial racista entre Dominga y su criada cómplice. En la siguiente escena llegará el médico inglés "encima de un caballo blanco" que se las llevará "a tuitito trote en la noche" hasta llegar a Potosí, donde nacerá un hijo y luego una hija, antes de que la familia sea abandonada por el inglés (Vásquez, p. 216). La historia de Dominga concluye con su retorno a Arequipa, humillada, como en la versión de Vargas Llosa, atravesada por el arrepentimiento y la culpa, pidiendo que la apedreen para pagar por sus pecados. Al morir Beatriz sin enfrentar a sus fantasmas, dejará un linaje condenado a las relaciones autoritarias, misóginas y racistas, que a la postre germina en la violencia política que asolará a su país un siglo y medio más tarde. La decadencia moral que fermenta en este sustrato familiar de la monja proscrita tendrá su expresión final en el nacimiento de un niño producto del incesto y último de la estirpe, que yace enfermo y "tartacha por culpa de su tata", sordo al monólogo histórico de la criada y a los gritos que emanan de una violencia social acumulada a lo largo de los siglos en su vieja y siempre rabiosa ciudad (Vásquez, p. 425).
El revés de la prosa contra-emancipatoria
En este complejo cruce de voces y miradas que los discursos primarios y secundarios referidos al caso de la monja Dominga Gutiérrez nos permiten estudiar, se aborda la pregunta acerca de por qué esta subalterna que habló y se defendió públicamente, tal como lo consignan los diversos documentos del expediente, no logró que las autoridades a las que se dirigió la escucharan. Es un hecho que he intentado demostrar a lo largo de estas páginas que ninguna de las instancias oficiales constituidas en el juicio, desde lo que denomino prosa de la contraemancipación y prosa de la emancipación tutelada abordaron sus argumentos y reclamos; constatamos, así mismo, que las narrativas ficcionales de memoria que reconstruyeron el personaje de Dominga casi dos siglos mas tarde descartaron la complejidad del sujeto omitiendo su lógica, deseos y racionalidad. Como lo sugiere Spivak, lo más que se puede esperar del sujeto femenino como significante es su constante desplazamiento en la cadena discursiva, lo que corrobora su conclusión de que "el individuo subalterno como mujer no puede ser escuchado o leido todavía" (Spivak, 2003, p. 362). El estudio del conjunto de estas prosas y tramas tejidas por el síndico, el obispo y el clan familiar en relación con la vacilante prosa emancipatoria de la monja, nos ofrece luces para entender los intereses particulares de cada una de las instancias de poder que intervinieron en el caso; mientras que los rumores ciudadanos y la imaginación literaria de siglos posteriores pone en evidencia el imperio irresistible del concepto de amor romántico en nuestra cultura occidental que opera en detrimento de la verdad del sujeto femenino histórico. Así, como lo señala Spivak, "entre la constitución del sujeto femenino y la formación del objeto, lo que desaparece es la figura de la mujer" (p. 358).
A diferencia de su famosa prima, quien luego de la ruptura con su clan arequipeño y su familia francesa logró reinventarse alzándose en la historia como ideóloga y líder de "La Unión Obrera" en Francia y como activista histórica del feminismo global, la monja Gutiérrez, acaso por el estado de exilio y aislamiento que le impidió conectarse con otros grupos agraviados, vivió el resto de su vida en semiclandestinidad, lo que le impidió sacudirse del ostracismo al que la sociedad la había condenado por atreverse a asumir el reto de su libertad. Lejos de reconstruir desafiante su identidad como mujer laica y descastada, Dominga terminó adaptándose a un estado de vida severamente violentado en sus derechos ciudadanos, como lo sugiere el hecho de que se viera incapacitada de reconocer formalmente como hija a su amada Dolores. Que Dolores fue su amada hija lo demuestran las cartas de la propia Dominga escritas en Lima y dirigidas a su hija Dolores Coll de Llantada, quien para entonces ya se había establecido en Castro Urdiales (Cantabria) con su marido Mateo Llantada Rucabada y sus hijas mayores, y los testimonios de sus descendientes directos, entre ellos el ciudadano español residente en Zaragoza Javier García Pérez-Llantada. El doctor García tuvo la gentileza de enviarme una carta de puño y letra de Dominga dirigida a Dolores. En ella abundan las expresiones de profundo afecto materno a su "querida hija de mi alma" e "hija de mi corazón", de quien Dominga se despide como "tu madre que desea verte" (Carta de Dominga Gutiérrez de Cossio a Dolores Coll de Llantada, s/f, Archivo personal de doña Mercedes Corcuera Enríquez).19 Sugiero, por todo ello, que las abundantes evidencias de la historia del ingreso de Dominga al convento y de su posterior huida, así como la identidad de paria que la perseguiría sin tregua a lo largo de su vida, debe ser leída como una escritura compleja que se sitúa en el reverso del texto del poder patriarcal y que, como tal, exige nuevas lecturas y nuevos archivos que aborden y articulen el deseo del sujeto femenino en proceso de interpelación, aun si atribulada, a los poderes que pretenden silenciarla.
Notas
1 Este trabajo es resultado del proyecto de investigación "Mujeres de la Independencia en la Memoria: María Parado Bellido, Manuela Sáenz y Dominga Gutiérrez", desarrollado entre 2019 y 2021 en el marco del grupo de investigación RIEL, auspiciado y financiado por la Dirección de Gestión de la Investigación del Vicerrectorado de Investigación de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Agradezco a Franz Grupp, Carlos Caballero, María Emilia Ladrón de Guevara, Armando Guevara Gil, Patricia Martínez Alvarez, Natalia Sobrevilla, María Emma Mannarelli, Oscar Ugarteche y Javier García Pérez-Llantada y a los colegas de la Universidad San Agustín de Arequipa y de Archives in Transition: Collective Memories and Subaltern (Trans.Arch) por sus sugerencias y apoyo en el proceso de investigación.
2 María Dominga Faustina de Paula Gutiérrez Cossio nació en Arequipa el 3 de agosto de 1805. El 30 de noviembre de 1820 ingresó al noviciado en el Convento de Santa Teresa. Tenía 15 años. Un año después profesó con velo negro en ceremonia oficiada por el obispo. Libro de Profesiones y Recibos de Dotes del Monasterio de Carmelitas Descalzas (1711-1978, p. 38).
3 José Sebastián de Goyeneche fue obispo de Arequipa entre 1818 y 1859 y arzobispo de Lima entre 1859 y 1872. Fue asimismo Inquisidor Apostólico honorario del Santo Oficio de Lima entre 1816 y 1818.
4 En su libro La monja Gutiérrez y la Arequipa de ayer y de hoy, Manuel J. Bustamante de la Fuente, sobrino bisnieto de Dominga Gutiérrez, transcribe y comenta muchos de los documentos del caso, alojados en el Archivo Arzobispal de Lima, por lo que dicho libro ha constituido una valiosísima fuente para esta investigación. Cito a Bustamante para los documentos ya transcritos en su libro y cito de las fuentes del archivo solo las que el historiador omitió transcribir.
5 Del obispo dependería la obtención del decreto de exclaustración, así como la posterior aprobación de su solicitud de anulación de votos ante el papa Gregorio XVI.
6 Señalar también que, a diferencia de los documentos examinados por Guha que emanan del Raj, los discursos primarios que reviso emanan de una sociedad en transición del orden colonial al republicano y en permanente pugna entre los intereses de la Iglesia y el Estado. Si en el contexto de la India colonial referirse al "carácter oficial" de los documentos es remitirse a los intereses del Raj británico como poder por largo tiempo establecido y consolidado, en el caso de la república peruana temprana las fronteras entre el poder del Estado y de la Iglesia aparecen altamente inestables y porosas, por lo que no habría solo un discurso "oficial".
7 Podría incluirse en este grupo el estudio de Armando Guevara Gil (2009), centrado en la contienda entre los fueros eclesiástico y civil, y que destaca la experiencia traumática que significó para Dominga la puesta en juego de su honor en el ingreso al convento, en la posterior huida y en el escándalo que desde entonces no dejó de rodearla.
8 Cursivas en el original. Como ya se ha señalado en otros trabajos, Tristán confundió en su texto de viajes el Convento de Santa Teresa por el de Santa Rosa. Tal como lo declara la mandadera María Arias, tras su fallida estancia en Porongoche con sus tíos Menault Cossío, Dominga se trasladó a la casa de su madre María Magdalena y posteriormente a la propiedad de uno de sus hermanos en las afueras de la ciudad (AAL, L. XXXI, C. 5, f. 2).
9 Cito las declaraciones de la madre priora ante el comisionado Ofelan como ejemplo de esta cadena de negaciones de parte de las autoridades religiosas. Señaló la priora, contra las evidencias, "que no ha sabido que Sor Dominga Gutiérrez haya tenido jamás la resolución de salir del convento ni haberle notado disgusto [...] que nada extraordinario observé en la conducta de dicha religiosa [...]" (Bustamante, p. 49).
10 Muchos de los varones Cossio, Gutiérrez y Goyeneche se constelaron alrededor de la poderosa figura de José Manuel de Goyeneche y Barreda, hermano mayor del obispo y destacado representante plenipotenciario de la Junta Suprema de Sevilla, quien más tarde recuperaría el control del Alto Perú para los españoles, lo que le valió el título de "Conde de Guaqui y Grande de España de primera clase". Los Gutiérrez, los Cossio y los Goyeneche estaban además vinculados por ser miembros de las mismas cofradías y órdenes religiosas, como la Orden de Santiago, de la que eran todos caballeros (Calderón, 2017, p. 109).
11 En la novela Jorge o el hijo del pueblo, ubicada entre 1851 y 1856, la protagonista Isabel de Latorre describe su casa como un "encierro" y una "dorada jaula" (Nieves y Bustamante, p. 37). La autora, María Nieves y Bustamante, fue una escritora conservadora y católica devota, ajena a las demandas de sus compañeras de oficio de la primera generación de ilustradas en el Perú. Ver también Las Saucedo, novela de Zoila Vega Salvatierra (2006), situada en la Arequipa de 1780 durante "La rebelión de los pasquines" y las reformas borbónicas.
12 Esta versión se repite en diversos documentos del expediente, escritos a lo largo del tiempo. El último, fechado el 13 de marzo de 1839, es la exposición que hizo Pedro José de Gamio, representante de la monja exclaustrada ante el Papa, en la que solicita dar por "nula e invalida su profesión religiosa como hecha por fuerza y miedo" (Bustamante, p.94).
13 Andrés Martínez de Orihuela fue un jurista liberal ilustrado, orador, poeta, fundador de la Academia Lauretana y redactor del primer Código Civil. Fue alcalde y prefecto de Arequipa, diputado, senador y ministro de Hacienda y de Justicia del Perú. Sufrió exilio en Chile (Basadre, 2005, p. 59).
14 La Corte Suprema se pronunciaría ocho meses más tarde, en su resolución del 19 de diciembre de 1831, en contra de la atribución que se había tomado el jurista de defender a la monja sin haber "antes inquirido [su] voluntad" (Bustamante, p. 86).
15 Designa Gérard Genette como "hipotexto" al primer texto, ya sea oral, visual o literario, que a su vez da lugar a otro texto o versión, designado como "hipertexto". La relación dialógica entre uno y otro es la condición para que exista la "intertextualidad", recurso que permite establecer explícita o implícitamente un diálogo entre los textos (Genette, 1989).
16 Fue la escritora argentina Juana Manuela Gorriti, miembro de la bohemia romántica peruana, quien, en sus cartas escritas desde Buenos Aires el 27 de noviembre de 1882 y el 28 de febrero de 1883, le dio a Palma detalles de la historia de Isabel Serrano, a quien había conocido en su exilio de Tarija en 1830 (Batticuore, 2004). La escritora incluyó luego el episodio en sus memorias, Lo íntimo. Para un estudio detallado y agudo de la relación entre la obra de Gorriti y la vida conventual femenina de su tiempo, ver Cohen Imach (2010).
17 Diversas versiones de la leyenda fueron escritas sobre el tema, desde la de Cesareo de Heisterbach en su Libro VII de los "Milagros Ilustres e Historias Memorables"; Don Alfonso el Sabio, en sus Cantigas 55, 94 y 285 de Cantigas de Santa María, hasta la de Gonzalo de Berceo en Los milagros de Nuestra Señora. Esta fue luego recogida por Lope de Vega en "La buena guarda" (1621) y en el siglo XIX, en las "Leyendas de la Bendita Virgen" (1845) de Collin de Plancy y las de Nodier y Zorrilla, entre otras. (Palacios Bernal, 2006).
18 Señalan Gilbert y Gubar (1984) que la narrativa gótica de autoría femenina metaforiza el cautiverio en la casa paterna, con sus barrotes de hierro dentro de los que las heroínas crecen languideciendo, a menos que acopien todo el coraje necesario para fugar y librarse de su segura muerte en el encierro. La imaginación gótica de Tristán es particularmente compleja porque dialoga con la Ilustración francesa, que a su vez orientaliza el país de su padre, al estilo de "las españoladas" de los libros de viajeros franceses. [Si está palabra hace mención al movimiento, escribirla con letra inicial mayúscula]
19 En su testamento, firmado el 18-2-1866, declaró que se conservaba "en estado de virgen y que nunca ha adoptado por hijo a ninguna persona", al mismo tiempo que dejaba como heredera a "Dona María de los Dolores Colt de Llantada" (Bustamante, p. 100). Dolores era su hija, aun si no dejaba registro de dicho vínculo. Sin embargo, en el Acta de Bautismo de Mateo Llantada Coll, hijo de Dolores Coll Gutiérrez, se deja clara constancia de que "sus abuelos maternos eran: Jaime Coll, natural de Gerri, y Dominga Gutiérrez, natural de Arequipa y vecinos de Lima" (Archivo personal del doctor Javier García Pérez-Llantada, Zaragoza, España).
Fuentes primarias
■ Archivo Arzobispal de Lima: 1748/1905, legajo XXXI, cuadernos 5, 6, 7 y 8.
Cuaderno 5, 1831/1832. Primer cuaderno de la causa de oficio seguida contra la exclaustrada Dominga Beatriz del Corazón de Jesús, 41 folios.
Cuaderno 6, 1831. Cuaderno segundo, Interrogatorio acerca de la coacción que sufrió Dominga Gutiérrez para no casarse y entrar en el monasterio de Santa Teresa.
Cuaderno 7, 1839/1840. Cuaderno cuarto de los autos que promueve Dominga Gutiérrez, monja secularizada del monasterio de las Carmelitas Descalzas de Arequipa para obtener la declaración canónica de la nulidad de sus votos religiosos, 40 folios.
Cuaderno 8, 1841/1842. Cuaderno quinto de los autos que promueve Dominga Gutiérrez,
monja secularizada por prescripto pontificio, en el que solicita la protección del Supremos Gobierno, 35 folios.
■ Archivo del Convento de Santa Teresa de las Descalzas de Arequipa: Libro de Profesiones y Recibos de Dotes, 1711-1978.
Testimonio de la Carta de la dote de Doña Dominga Beatriz Gutiérrez, devuelta y entregada a su apoderado, Dr. D Tadeo Chaves, 25 de junio de 1847.
■ Archivo Francisco Mostajo: Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa.
Documentos Sueltos, Sección Manuscritos. Transcripción de correspondencia, documentos legales y apuntes correspondientes al caso de Dominga Gutiérrez, 22 folios.
Archivo Personal de doña Mercedes Corcuera Enríquez. Castro Urdiales (Cantabria), España.
Archivo Personal del doctor Javier García Pérez-Llantada. Zaragoza, España.
Family Search Heritage. Dominga Francisca de Paula Gutiérrez. https://ancestors.familysearch.org/en/L7B4-GCR/maria-dominga-francisca-de-paula-gutierrez-1805-1866
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