"Negrillos y demonios con sotanas negras". Descripciones retóricas del Maligno y la transgresión en la obra escrita del jesuita Antonio Ruiz de Montoya (1639)
"Negrillos y demonios con sotanas negras". Rhetorical descriptions of the Evil One and transgression in the written work of Jesuit Antonio Ruiz de Montoya (1639)
Ismael Jiménez Gómez
Licenciado en Estudios Latinoamericanos. Maestro y Doctor en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
https://orcid.org/0000-0003-0900-9311
Resumen
El objetivo principal del presente artículo es analizar parte de la retórica vertida en la escritura del jesuita Antonio Ruiz de Montoya, misionero de la provincia de Paraquaria, en su obra Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús, en las Provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape (1639). En este documento, escrito a manera de crónica, se puede rastrear información relevante que pone el énfasis en dos cuestiones específicas: la pervivencia de las prácticas transgresoras contra la fe, etiquetadas como posibles idolatrías o supersticiones preservadas por los hechiceros o especialistas rituales, y la presencia e influencia del Maligno entre los grupos reducidos. Así, se busca centrar la mirada en ambos aspectos.
Palabras clave: misión,jesuitas, retórica, demonio, transgresión, Antonio Ruiz de Montoya.
Abstract
The main objective of this article is to analyze part of the rhetoric poured into the writing of Jesuit Antonio Ruiz de Montoya, missionary of the province of Paraquaria, in his work, Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús, en las Provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape (1639). In this document, written in the form of a chronicle, relevant information that emphasizes two specific issues, such as the survival of transgressive practices against the faith, labeled as possible idolatries or superstitions preserved by sorcerers or ritual specialists, and the presence and influence of the Evil One among reduced groups, can be traced. Thus, the aim is to focus on both aspects.
Keywords: mission, Jesuits, rhetoric, demon, transgression, Antonio Ruiz de Montoya.
Introducción
En un artículo publicado en 2016, el historiador argentino Guillermo Wilde resaltaba la importancia de retomar y analizar con detalle los discursos de corte "edificante" característicos de la denominada "escritura de frontera" americana de los siglos XVII y XVIII (pp. 21-58). Haciendo referencia al fenómeno de la cultura escrita desplegada por algunos miembros de la Compañía de Jesús, quienes desplegaron su labor pastoral en las fronteras sudamericanas1, puntualizaba en la identificación de ciertas categorías que caracterizaban la cultura material y las religiosidades locales preservadas por los indios reducidos en misiones. Sin embargo, el aparato retórico que caracteriza a este tipo de obras da cuenta de un fuerte dilema que se presentaba en el proceso de la conversión religiosa: la determinación del límite entre aquellas prácticas ancestrales que resultaban indiferentes a la doctrina y a la moral cristianas y otras transgresoras que podían atentar contra la verdadera fe y que, por ende, debían ser suprimidas (Wilde, 2016, p. 25).
Retomando a Foucault (1996), la transgresión puede ser entendida como "una profanación en un mundo que ya no reconoce sentido positivo a lo sagrado" (p. 124) y que engloba todas aquellas actitudes opuestas al dogma establecido por la Iglesia romana. En relación con este concepto, la retórica eclesiástica de los siglos XVII y XVIII se centró en destacar el papel antagónico del demonio cristiano, destacando la influencia que ejercía sobre la mentalidad y el modo de actuar de los individuos. En el ámbito pastoral, su presencia discursiva se conformaba como un medio necesario para las labores de conversión. De este modo, el fin retórico de los textos misioneros no solo buscaba la transmisión de la verdad revelada por el Dios cristiano, sino que buscaba la obtención de un conocimiento sobre las particularidades de la transgresión que se debía replicar una y otra vez, con el fin de mantenerlo en la memoria individual y colectiva (Rubial, 2010, p. 26).
En este sentido, la sociedad establecida por Ignacio de Loyola fue una de las corporaciones eclesiásticas que desplegó una retórica particular en el ámbito americano y, específicamente, en el mundo misionero. El uso de la palabra escrita representaba una necesidad, pues establecía una relación directa con el trabajo apostólico. De este modo, persistía un fuerte vínculo entre la búsqueda de la salvación de las almas y la escritura misionera, pues a partir de su contenido se desplegaba un proceso de desciframiento e incorporación de los neófitos en la fe al proyecto reduccional. Fue así como los jesuitas se conformaron como traductores de su propio tiempo y como creadores de una imagen particular de su propio mundo, al ser intérpretes de una nueva realidad espacial y social (Gaune, 2016, p. 117).
La misión jesuítica se conformó como el mecanismo ideal para lograr el objetivo planteado de salvación, al ser una empresa que se encontraba al servicio de la propagación de la fe y el adoctrinamiento cristiano de los infieles (Coello et al., 2012, p. 12). La importancia de este ministerio se explicaba detalladamente en las Constituciones escritas por el mismo Loyola, en 1558:
Y porque primero se trate de la misión de Su Santidad como la más principal, es de advertir que la intención del voto que la Compañía hizo de le obedecer como a Sumo Vicario de Cristo sin excusación alguna, ha sido para dondequiera que él juzgase ser conveniente para mayor gloria divina y bien de las ánimas enviarlos entre fieles o infieles, no entendiendo la Compañía para algún lugar particular, sino para ser esparcida por el mundo por diversas regiones y lugares. (Loyola, 1977(1558], p. 574)
Retomando la cita anterior, los misioneros tenían la capacidad de "dispersarse" por todo el orbe conocido, poniendo la mirada en aquellas regiones que no habían sido evangelizadas de forma previa. La figura de estos operarios pastorales, como actores preponderantes en la consolidación de un proyecto reduccional, se convirtió en un elemento relevante en el interior de la escritura oficial y edificante, al mostrarse como "agentes del cambio cultural" (Cuturi, 2008, pp. 12-14), a través del fenómeno de la alteridad. Su función se diversificaba como consecuencia de distintos factores, reflejados en el ámbito geográfico, las formas de vida locales y los recursos económicos que financiaban la empresa pastoral. A partir de ciertas adaptaciones, se podían desprender técnicas o herramientas persuasivas, que se reflejaban en el abandono paulatino del nomadismo y la aceptación de la administración sacramental por parte de las sociedades locales (Cuturi, p. 74). Al mismo tiempo, los misioneros buscaban mostrar a los neófitos americanos las posibles ventajas materiales que ofrecía la "vida civilizada" que les ofrecía la reducción, entre las que destacaban la disposición de víveres para la subsistencia, la ausencia de conflictos bélicos con las tribus vecinas y el goce de comodidades personales y familiares.
Con base en estos argumentos, el objetivo principal de este artículo es analizar parte de la retórica vertida en la escritura del jesuita Antonio Ruiz de Montoya, misionero de la provincia de Paraquaria, en su obra Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús, en las Provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape (1639). En este documento, escrito a manera de crónica, se puede rastrear información relevante que pone el énfasis en dos aspectos: la pervivencia de las prácticas transgresoras contra la fe, etiquetadas como posibles idolatrías o supersticiones preservadas por los hechiceros o especialistas rituales, y la presencia e influencia del Maligno entre los grupos reducidos. Así, se busca centrar la mirada en ambos aspectos.
Pautas generales sobre la extirpación de la idolatría en el ámbito sudamericano
Para la deseada fructificación del proyecto misionero impulsado por la Compañía en las fronteras americanas, era necesaria la supresión de algunas costumbres y actividades relacionadas con la posible pervivencia de la superstición y la idolatría. Ambos resultaban ser fenómenos contrarios al dogma cristiano, pues representaban un atentado directo contra el Dios verdadero y eran fomentados por el Maligno. Derivado de un amplio proyecto contrarreformista que se venía gestando en Europa, se pensó que el demonio se había aprovechado de la rudeza e ignorancia de los indios americanos2 y de la ausencia de la Iglesia para someterlos a un conjunto de falsas religiones (Ramos y Urbano, 1993, p. 11; Lara, 2016, p. 15).3 Canónicamente definido como el "simio de Dios", este personaje se encargaba de deformar la ritualidad católica con base en la imitación de los principales sacramentos y dogmas. Desde la óptica cristiana, el ídolo era producto de una creación o fabricación demoniaca que debía ser erradicada, pues se le ofrecían aquellos cultos que solo debían dirigirse al Dios verdadero (Murillo Velarde, 2008 [1797], p. 274).4 De este modo, el mundo occidental asociaba a la idolatría como una acción posiblemente enmarcada con otras actividades del ámbito cotidiano y ritual, destacando los bailes, las borracheras o los rituales mortuorios (Lara, 2014, p. 108).
Para hacer frente a los cultos idolátricos en el ámbito sudamericano, se crearon herramientas judiciales orientadas a su extirpación. Algunas de estas comenzaron a desarrollarse en la década de 1570 a 1580, período caracterizado por una reorganización del virreinato peruano, bajo la administración del virrey Francisco de Toledo. El tema se convirtió tanto en asunto de la jurisdicción civil como de la eclesiástica, pues las instrucciones dictaminadas giraron hacia la consolidación del modelo de las famosas reducciones de indios, caracterizadas por fomentar un estilo de vida rígido bajo la administración de una "policía cristiana" (Martínez de Codes, 1990, p. 524). Desde el ámbito eclesiástico, la atención se centró en la destrucción de monumentos paganos o las famosas "huacas", así como en la refutación de la idolatría como parte inseparable de la instrucción religiosa.
Sobre estos asuntos, no se pueden dejar de lado las disposiciones establecidas en los concilios celebrados en la ciudad de Lima (1551-1552, 1567, 1583). En estas juntas eclesiásticas se puso mayor énfasis en los modos en que los curas debían proceder para averiguar la permanencia de ciertas prácticas precristianas. En primer lugar, se buscaban resaltar las distinciones entre aquellos ritos públicos y privados que se relacionaban con posibles actividades clandestinas. Fue así como comenzaron a dictarse ciertas amonestaciones para quienes reincidían en prácticas relacionadas con deformaciones craneales, ritos sexuales, borracheras rituales y delitos relacionados con el culto a las momias o "malquis" (Martínez de Codes, 1990, p. 535).
Otro de los hechos destacados fue la llegada de la Compañía de Jesús al virreinato peruano en 1568. En esta primera etapa, la sociedad jesuita tuvo el encargo de realizar el trabajo pastoral y la labor pedagógica durante la ejecución de las famosas campañas o visitas de extirpación de idolatría, herramienta jurídica de gran alcance en la jurisdicción del arzobispado de Lima. Dicha actividad mostraba una fuerte relación con la acción inquisitorial en el ámbito indiano, sobre todo por su modo de proceder. Además, demostraba el énfasis en la búsqueda de la disciplina religiosa manifestada por las autoridades eclesiásticas, por lo que era un medio directo para hacer frente a las transgresiones locales. Para consolidar la "reevangelización" de los indios idólatras durante el proceso de la visita, se tomaría como base el manual escrito por el jesuita Pablo José de Arriaga, La extirpación de la idolatría en el Pirú, publicado en 1621. Este texto, junto con el DeProcuranda Indorum Salute (1585) del español José de Acosta, representan fuentes de primera mano que permiten comprender la naturaleza de las prácticas realizadas por los especialistas rituales. A su vez, ofrecían métodos pastorales y coercitivos para lograr su erradicación.
Cabe aclarar que el padre Acosta se guiaba bajo un pensamiento demonológico derivado de la herencia de la teología medieval, al considerar que la idolatría era la "peste" y el origen de todos males, representaba aquel culto que se ofrecía de forma directa al Maligno y representaba un acto en el que dicho personaje imitaba a Dios (Acosta,1984[1585], p. 247). Para el jesuita, la causa de la idolatría era la "soberbia" del demonio, y por tanto no se podía definir como una acción natural de los hombres (Sánchez, 2002, p. 19). Sin embargo, para el caso particular de los indios, consideraba que la idolatría era una enfermedad hereditaria, que se transmitía prácticamente de generación en generación (Marzal, 1994, p. 628).
A su vez, Acosta insistía en que los misioneros debían ser sujetos cautos en el proceso de confiscación y destrucción de ídolos entre los indios americanos que no habían sido previamente adoctrinados, pues de otra manera sería perjudicial para una futura empresa de adoctrinamiento. Por tanto, un aspecto clave era el conocimiento de las características más relevantes de las religiones locales, para así realizar una distinción entre las prácticas que podían ser toleradas o conservadas, respecto a las que eran contrarias al dogma cristiano. Un aspecto relacionado con este punto es que se manifestaba cierta tolerancia a la práctica de las antiguas costumbres, tanto en el ámbito individual como en el colectivo (Bernabéu, 2000, p. 145).
A los dogmatizadores o especialistas rituales se les consideraba colaboradores o "ministros del demonio", pues mantenían un pacto expreso. Para lograr su cometido, el Maligno debía tener a sus colaboradores directos, calificados como los hechiceros, sacerdotes o "mohanes". No se podía negar que el cristianismo influía sobre las creencias antiguas, lo que provocaba que muchas de estas sufrieran modificaciones y adaptaciones. Al mismo tiempo, esta situación permitía que los neófitos en la fe pudieran disimular sus creencias en la nueva religión. Por este motivo, el éxito del adoctrinamiento cristiano era desigual y dependía de las especificidades de los respectivos grupos a reducir. Como consecuencia de este fenómeno, Acosta insistía en la inexistencia de una perspectiva o metodología única de evangelización, situación que permitía la adaptación y modificación de los esquemas tradicionales según las particularidades regionales. Justificaba también la labor continua de los jesuitas en el ámbito misionero, como un "brazo armado" de las autoridades civiles y eclesiásticas. Dicha legitimación partía de la idea de que la Compañía de Jesús había sido creada para servir a la Iglesia de Dios yendo a misionar por todas las regiones del "orbe conocido" (Acosta, 1984 [1585], pp. 330-339). Por tanto, el fruto espiritual del trabajo pastoral en las misiones era relevante, pues era una muestra de la efectividad de la difusión de la palabra de Dios, reflejada en la enseñanza de diversos ministerios que terminarían por develar las capacidades individuales y las virtudes de los indios reducidos.
El establecimiento de la Provincia Jesuítica de Paraquaria (1604) y la figura del padre Antonio Ruiz de Montoya (1585-1652)
La creación de la provincia jesuítica de Paraquaria tuvo lugar en 1604, a partir de la decisión del prepósito general en Roma, Claudio Aquaviva, de subdividir los territorios meridionales de la provincia establecida en el virreinato del Perú. El fin principal de esta nueva demarcación buscaba consolidar una mayor efectividad en la administración misionera de las regiones adyacentes a los ríos Paraná, Uruguay y el Río de la Plata. Sin embargo, es posible rastrear ciertos antecedentes que reflejaban la intención de crear una nueva jurisdicción misionera. Por ejemplo, entre 1588 y 1610 destacaron acciones concretas como la fundación del colegio de Asunción y la residencia de Villa Rica en los territorios del Guayrá. El padre Diego de Torres Bollo fue el primer provincial, al ser un individuo con cierta experiencia misional por el trabajo realizado en la doctrina de Julí, ubicada a las orillas del lago Titicaca, entre 1581 y 1586 (Moreno, 2000, p. 154; Coello, 2007; Salinas, 2020, p. 10).
Sin embargo, la provincia peruana debió esperar hasta 1607 para poder enviar misioneros al territorio guaranítico desde el Perú, pues era una región demasiada extensa para obtener el control efectivo en el corto plazo. De este modo, se debían planear con sumo cuidado las medidas para lograr una correcta administración de la nueva provincia. Desde el punto de vista jurídico, el 26 de noviembre de 1609 puede ser considerada la fecha de inicio de la permanencia definitiva de la Compañía de Jesús en la región de Paraquaria, cuando el lugarteniente general del gobernador del Paraguay y el Río de la Plata, Pedro de Añasco, dictó una ordenanza que prohibía la entrada de civiles españoles en la región adyacente al río Paranapanema, cercano al Guairá, así como el reclutamiento de indios utilizados para el servicio personal (Armani, 1982, p. 67). Esta iniciativa tendría como consecuencia el control y la administración exclusiva de los misioneros jesuitas sobre los guaraníes. El establecimiento de las reducciones en la nueva provincia tendría lugar en el territorio delimitado por los ríos Tebicuary y Paraná, y desde este último hasta el río Uruguay, donde se llegarían a establecer más de treinta reducciones entre los siglos xvii y xviii.
Ahora bien, cabe señalar que diversos estudiosos historiográficos han abordado la figura del padre Ruiz de Montoya desde distintas perspectivas: como promotor de las lenguas indígenas, protector de los indios reducidos, etnógrafo e incluso místico (Chamorro, 2007; Ferreiro, 2009; Saldivia y Caro, 2014). Si bien todos estos abordajes resultan interesantes y enriquecedores para el conocimiento de las misiones jesuíticas guaraníes, consideramos que hacen falta mayores estudios que analicen el discurso, el contenido y las figuras simbólicas de la obra escrita del jesuita en cuestión, para conocer a mayor profundidad los intereses pastorales que guiaban su actuación misionera.
Hijo de un caballero andaluz y una mujer peruana, Antonio Ruiz de Montoya nació en Lima el 13 de junio de 1585. Sabemos que en 1606 ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús de dicha ciudad y que dos años después realizó sus votos en la ciudad de Córdoba. La ordenación sacerdotal la recibió en 1611, en la villa española de Santiago del Estero, ubicada en la región del Alto Perú, por el obispo Hernando de Trejo y Sanabria (Meader, 1985, p. 123). Respecto a su labor en las misiones guaraníticas, ocupó el cargo de vicesuperior de las reducciones asentadas en el Guayrá entre 1622 y 1632, así como el de superior del complejo misional de Paraquaria entre 1636 y 1637. Durante su gestión impulsó el establecimiento de pueblos de misión en la región nordeste de la provincia, como una necesidad estratégica fomentada por las mismas autoridades españolas del virreinato peruano: la protección de la frontera guaranítica de posibles invasores externos. De este modo, los jesuitas y los guaraníes reducidos se conformaron como los encargados de garantizar el control de dicho territorio, a partir de la apertura de caminos que comunicaban la ciudad de Asunción con los principales centros urbanos del virreinato peruano (Armani, 1982, p. 76) y con el establecimiento de reducciones caracterizadas por mantener cierta estabilidad en cuanto a sus condiciones materiales.
A pesar del esfuerzo misionero por controlar la región, durante la década de 1620, los bandeirantes paulistas, acompañados por distintos grupos de la rama tupí-guaraní, comenzaron a asaltar las reducciones jesuitas asentadas por el padre Montoya, con el motivo de capturar indios reducidos que sirvieran como mano de obra esclava para las plantaciones azucareras establecidas en el litoral brasileño. Estos hechos coinciden con la distribución de los misioneros jesuitas a lo largo de los ríos Paraná y Uruguay, así como en la región del Guayrá. Dicho fenómeno se originaba como consecuencia del sedentarismo de los guaraníes asentados en las reducciones, quienes podían ser capturados en masa de forma más práctica y posteriormente trasladados a las ciudades portuguesas establecidas en el Atlántico. En 1631, los habitantes de las dos últimas reducciones que lograron sobrevivir al embate portugués, Loreto y San Ignacio Miní, debieron ser evacuados y trasladados a regiones ubicadas hacia el sudoeste del río Paraná. El padre Ruiz de Montoya fue el encargado de refundar las misiones y de organizar el traslado de casi cuatro mil guaraníes a los nuevos asentamientos.
Posterior a la congregación provincial jesuita realizada en la ciudad de Córdoba en agosto de 1637, Ruiz ocupó el cargo de procurador de las misiones de la provincia de Paraquaria, por lo que tuvo la encomienda de viajar a Roma y a Madrid para gestionar recursos necesarios que permitieran el mantenimiento de los pueblos de misión, así como para abogar por el cuidado y la protección adecuada de los grupos reducidos. Gracias a sus capacidades de gestión y diplomacia obtuvo varios beneficios, entre los que destacaban el permiso para conformar cuerpos de milicia, el uso de armas de fuego, la exención en el servicio personal y en la recaudación de tributo durante un período de veinte años, la sustitución de la carga de la mita por el pago de un canon anual de un peso de oro por cada guaraní que tuviera una edad ubicada entre los 18 y los 50 años, así como también el monopolio comercial de la yerba mate, a partir de 1645 (Rodríguez, 1993, p. 253).
Por otro lado, es necesario mencionar que las negociaciones establecidas entre Ruiz de Montoya y las autoridades locales del virreinato peruano también tendrían sus frutos. Gracias a sus capacidades diplomáticas logró que el virrey García Sarmiento de Sotomayor y Luna, conde de Salvatierra, otorgara una nueva confirmación del privilegio concedido por la Corona a las reducciones guaraníticas el 21 de junio de 1649, en que se reafirmaba la exención de los indios en el ámbito del servicio personal, y la fijación de un monto en el tributo compensatorio, que se debía pagar directamente a las cajas reales (Armani, 1982, p. 91). A cambio de estos beneficios, los misioneros se comprometían a defender la frontera española e, implícitamente, a poner a disposición de las autoridades españolas los contingentes de tropa, conformadas por las milicias locales, siempre que así se requiriera.
La obra escrita de Antonio Ruiz de Montoya (1639)
Derivado de sus funciones como procurador de la provincia de Paraquaria, Ruiz de Montoya permaneció en Europa por un período de cinco años, entre 1638 y 1643, y sería en la ciudad de Madrid donde comenzaría a redactar su célebre obra titulada Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús, en las Provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape.5 Publicado en 1639, este documento formaría parte de aquellos testimonios escritos que buscaban justificar la labor misionera en el territorio guaranítico. Retomando el argumento de Fumaroli (1999), consideramos que obras como las del jesuita en cuestión manifestaban muchas de las prácticas y sentidos narrativos que caracterizaban la retórica legitimadora de la Compañía en los territorios de misión: de correspondencia, de conversación y de comunicación a un público lector que conocería la obra pastoral impulsada por los misioneros (Fumaroli, 1999, pp. 92-93). Al mismo tiempo, se buscaba mostrar una verdad auténtica, que diera muestra de las virtudes de piedad y fe constante que caracterizaban a los operarios jesuitas, todas ellas necesarias para la conversión de los neófitos y que, a su vez, legitimaba la obra pastoral.
En este sentido, es importante recordar el vínculo existente entre el ministerio de la misión jesuítica y la escritura edificante, la cual se desarrollaba a través de distintos tipos de documentos, como las crónicas, las historias oficiales, las cartas annuas, los memoriales de viaje y la correspondencia oficial o edificante. La actividad escritora desarrollada por la Compañía de Jesús era un instrumento dedicado a la difusión de acciones apostólicas, la creación de conocimientos y saberes, y el aumento de su proyección universal (Palomo, 2014, p. 16). Al revisar el contenido de estos documentos, el público al que se dirigían y la difusión que lograban alcanzar, concordamos con el argumento del historiador mexicano Guillermo Zermeño (2008), quien señala que este tipo de textos dan cuenta del fuerte sentido de corporación que caracterizaba a la Compañía y su carácter itinerante (p. 19). La intención o el sentido implícito contenido en los documentos jesuíticos se apreciaba en distintos ámbitos que funcionaban como órganos de propaganda y defensa: el proceso de fundación de las provincias, la exaltación de la empresa misionera, el heroísmo, la virtud y el martirio de los "soldados de Cristo". Por tanto, la misión era parte de una empresa global, pues su ministerio implicaba movimiento y circulación constante; era una manera propia de vivir la fe y de trabajar para la salvación (Castelnau-l'Estoile et al., 2011, p. 5).
Retomando a Ernesto J. Meader, la Conquista espiritual... del padre Montoya puede ser considerada como una obra de género mixto, pues retoma el estilo de escritura de una crónica6, cuyo objetivo principal era rescatar algunos hechos y nombres sobresalientes que participaron en el temprano proceso de evangelización en territorio guaranítico, así como también el de una letra annua, al presentarse como un informe que daba cuenta del estado material y espiritual de las misiones, y que además contenía un alegato de denuncia referente a los agravios que tanto encomenderos españoles como los bandeirantes portugueses habían causado a los indios de Paraquaria (Meader, 1985, p. 135).
https://archivo.jesuitas.pe/destacados-antonio-ruiz-de-montoya-sj/
Al tratarse de un texto publicado en Castilla, la Conquista espiritual... tenía el objetivo de influir en las decisiones de la Corte y el Consejo de Indias, y así establecer una demanda en favor de las reducciones guaraníticas con el objetivo de contener los abusos de aquellos individuos que buscaban perturbar o transgredir la obra jesuita entre los neófitos. Desde el ámbito espiritual, podemos considerar que la obra de Ruiz de Montoya tenía el objetivo de legitimar la labor misionera jesuita a partir de la presencia y el aumento de las conversiones locales. Este asunto representa un punto clave, pues no hay que olvidar que estas narrativas fungían como un tipo de propedéutica que exaltaba el objetivo principal de la misión: la salvación de las almas de los "indios gentiles" (Dejo, 2020, p. 66).
Ahora bien, retomando la metodología de análisis discursivo propuesta por autores como Chinchilla et al. (2008), los textos enmarcados bajo la retórica jesuítica refieren comunicaciones elaboradas en un contexto particular y dirigidas hacia un receptor determinado (p. 146). Los acontecimientos incluidos en estas narraciones se presentan de tal forma que se exaltan los hechos narrados por autor por lo que carece de cierta neutralidad. En este sentido, los argumentos narrados pueden destacar el aspecto moral de los personajes que intervienen en los acontecimientos más sobresalientes. Así, lo esencial en este género narrativo destacaba aquello que se consideraba "bueno" por sobre lo que era calificado como "malo". Durante la escritura de las obras edificantes, los misioneros intentaban desarrollar descripciones y comparaciones que tenían el objetivo de dar a conocer las antiguas costumbres que determinaban la vida cotidiana de los indios. Esto les sería útil para establecer adaptaciones a su propia metodología misionera (Wilde, 2011, p. 20).
La estructura temática de la Conquista espiritual. puede ser dividida en tres apartados: la descripción geográfica, climática y de los recursos primarios existentes en la provincia jesuítica de Paraquaria; los progresos y dificultades en el ámbito misionero y las situaciones de conflicto entre misioneros y paulistas. En el segundo rubro se describen aquellos factores materiales y humanos que afectaban la conversión, incluyendo el rechazo que podían manifestar los guaraníes ante la presencia de los jesuitas. Relacionado a este último punto, los operarios dirigían su atención a tres elementos para afianzar el adoctrinamiento cristiano entre los neófitos: la importancia de la estructura externa o la configuración estructural de las reducciones, la administración constante del sacramento de la confesión y de la predicación del sermón, y la enseñanza de algunas devociones particulares que aseguraran la perseverancia en la fe cristiana (Pezzuto, 2018, p. 106).
Un elemento relevante que se desprende del análisis del discurso de Ruiz de Montoya es la flexibilidad con que caracterizaba la metodología pastoral jesuita. Como lo había referido previamente el jesuita José de Acosta, a pesar de la existencia de reglas o métodos comunes que guiaban la actuación de la Compañía de Jesús en el ámbito misional, estos no siempre se aplicaban al pie de la letra. Dependía de la especificidad de la región y también de las costumbres o formas de vida tradicionales de los indios reducidos. Un elemento clave para establecer y ejercer un mayor control sobre sus medios de poder y de producción era conocer y adaptarse a sus propias costumbres, a su mundo simbólico y a sus formas de vida cotidiana, representadas particularmente por su cultura material. Este último aspecto se encontraba relacionado con el asunto de la tolerancia de sus propias costumbres, sobre todo de aquellas que no se oponían al contenido de la doctrina cristiana ni al modo de vida reduccional.
Ruiz de Montoya destacaba la necesidad de incorporar algunos elementos provenientes de la cosmovisión guaraní para establecer un nexo o vinculación con el cristianismo. Bajo su propia interpretación, la noción de un cristianismo "primitivo" presente entre los guaraníes era un elemento retórico fundamental que podía ser utilizado como discurso legitimador de la labor jesuítica, realizada entre indios "virtuosos" que tenían la dicha de haber sido receptores y precursores del mensaje cristiano desde tiempos inmemoriales (Bustamante, 2001, p. 111). Ejemplo de esto es la creencia que los guaraníes tenían sobre la existencia de una deidad superior, a la que identificaban con el nombre de Tupá (Ruiz de Montoya, 1639, p. 13). En el siglo XVI, desde el virreinato peruano, el jesuita español Alonso de Barzana ya había observado que distintas parcialidades del ámbito andino identificaban con este nombre a un cierto dios "creador de todas las cosas". Por este motivo, los misioneros habían asociado el personaje mítico de los tupíes de la costa, denominado como Zumé o Tumé, al vocablo Tomé, y de allí al apóstol Tomás (Wilde, 2009, p. 118). De igual manera, algunas fuentes jesuíticas indican que en la cultura guaraní los hechiceros o especialistas rituales adoptaban el nombre "tupa", utilizado para honrar en ciertas ocasiones a los misioneros mismos, pues de ese modo reconocían las cualidades individuales de "virtud interior y soberana".
Fue así como uno de los aspectos decisivos en la tarea evangelizadora fue asimilar la retórica jesuítica con la concepción religiosa de los guaraníes. Algunas veces, los misioneros supieron entender las necesidades de los indios de preservar su cultura y se valieron de ellas para lograr su cristianización (Pezzuto, 2018, p. 104). Sin embargo, esta retórica podía originar un problema teológico relevante, pues el argumento de las semejanzas dogmáticas y rituales entre un supuesto cristianismo previo y las prácticas indígenas podían poner de manifiesto la influencia de un personaje que tergiversaba la doctrina: el demonio. Se consideraba que, desde tiempos inmemoriales, este se había dedicado a imitar, deformar los símbolos cristianos y a tener bajo su dominio a los indios de la frontera. Por este motivo, era deber del misionero identificar estos elementos con su propia perspicacia e ingenio, y determinar los cultos de corte idolátrico y supersticioso que debían ser erradicados por las vías necesarias. Ambos aspectos serían considerados y retomados en la crónica de Ruiz de Montoya de forma evidente.
Descripción retórica sobre la idolatría y la superstición en la Conquista espiritual de Ruiz de Montoya
En el libro Religión y poder en las misiones de guaraníes, Guillermo Wilde pone en cuestión distintas implicaciones inmiscuidas en el proceso de la "conversión" de los grupos reducidos. Dicho autor señala que este concepto supera la limitación tradicional del término "evangelización", relacionado exclusivamente con la prédica unilateral de la doctrina cristiana por parte de un puñado de misioneros. Sin embargo, la conversión iba más allá de eso, pues implicaba establecer nuevos regímenes de temporalidad, espacialidad y corporalidad para los indios que habitaban en las reducciones (Wilde, 2009, p. 38). En el interior de este concepto se encuentra inmersa la ritualización del espacio misional que llevó el uso de ciertas metáforas, tendientes a figurar una polaridad entre el adentro y el afuera, es decir, en términos de "bien" y "mal" (Wilde, 2009, p. 64).
Es así como, en la retórica jesuítica, incluyendo al mismo Ruiz de Montoya, es posible ubicar la presencia de ciertos contrastes entre "indios fieles" e "indios reducidos", en contraposición a "indios infieles" o "indómitos". En este sentido, la literatura jesuítica asimilaba ciertas regiones de difícil acceso, como la selva, la sierra o el desierto, con los refugios habitados por los indios que no habían recibido la doctrina cristiana. De igual manera, la descripción sobre el conocimiento de los saberes indígenas era resultado de las constantes interacciones y negociaciones establecidas entre los indios y los misioneros (Castelnau-l'Estoile, 2011, p. 51).
En términos generales, los principales objetivos de la retórica citada se hicieron presentes en la escritura eclesiástica, destacando la enseñanza de buenos comportamientos y la provocación de sentimientos de repudio o admiración por parte del público oyente (Rubial, 2010, p. 31). Sus difusores optaron por establecer un fenómeno persuasivo que se lograba a través del movimiento de los afectos y de las pasiones, con el objetivo de obtener conversiones a favor de las virtudes y contra los vicios. Sin embargo, a pesar de su aportación pastoral, la retórica condicionaba aquellos contenidos que podían ser susceptibles a ser utilizados como simples instrumentos que ofrecían una enseñanza moral.
La importancia que se le dio a la retórica misionera, desplegada en los territorios de frontera, se reflejó en el interés que los cronistas de las órdenes regulares manifestaban sobre el conocimiento de las sociedades americanas, situación que ha sido relacionada con el surgimiento de una etnología descriptiva. Si bien este concepto puede ser debatido, no se puede dejar de lado la importancia que los misioneros otorgaron a la comprensión de las culturas ajenas y que se difuminó a través de la escritura. Fue en este proceso en el que el fenómeno retórico actuó como una forma de apropiación de los espacios desconocidos y como un medio de construcción de distintos saberes, percepciones e intereses (Palomo, 2014, p. 12). Así, se constituyó como un espacio privilegiado para los misioneros, pues en sus textos manifestaban una memoria propia, de carácter oficial.
Es de nuestro interés destacar el apartado de la Conquista espiritual..., en que Ruiz de Montoya aborda el asunto de los ritos guaraníes, de los cuales no todos eran considerados como transgresores a la vida reduccional, o contrarios al dogma cristiano. Un punto central retomado por el jesuita limeño es que en la región de Paraquaria no había noticias de que las creencias indígenas incluyeran la existencia de ídolos materiales. Sin embargo, un elemento que destaca en la narración es la presencia física del demonio, quien incitaba falsos cultos orientados a la veneración de osamentas que pertenecían a individuos calificados como "magos" o hechiceros:
Nunca tuvieron ídolos, aunque ya iba el demonio imponiéndoles en que venerasen los huesos de algunos indios, que viviendo fueron famosos magos. Al verdadero Dios nunca hicieron sacrificio, ni tuvieron más que un simple conocimiento, y tengo para mí que solo esto les quedó de la predicación del apóstol Santo Tomé, que [...] les anunció los misterios divinos. (Ruiz de Montoya, 1639, p. 13)
A pesar de que el misionero limeño destacaba que entre los guaraníes no se podían encontrar algún rastro de cultos idolátricos, como en el mundo andino (Maldavsky, 2012, pp. 126-139; Fernández, 2012, p. 24), presenta un hecho particular que se podría denominar, de forma atinada, como un "breve" proceso de extirpación de idolatría. En una de las misiones jesuíticas, de la cual no se menciona el nombre, se puso en ejecución un auto de fe público en el que se quemó un "bulto lleno de huesos", el cual se decía que había pertenecido a un sacerdote o hechicero con gran relevancia para los indígenas que habitaban la misión. Por ello preservaban sus restos, e incluso muchos de ellos seguían consultándolo a través de rituales esotéricos, cuando se requería algún favor especial o para resolver necesidades básicas (Bustamante, 2001, p. 131).
La narración de este pasaje podía ser una muestra de la representación de la "derrota de los ídolos" y de los preservadores del falso culto, lograda gracias a la labor pastoral de los misioneros. Cabe señalar que el término "hechicero" era empleado por los cronistas en referencia indistinta a todas aquellas personas relacionadas con los saberes específicos en/sobre rituales andinos. Siguiendo esta definición, los encargados del culto a las huacas eran hechiceros, además de ministros y otros calificativos similares (Fernández, 2012, p. 107). Para que la victoria del misionero fuera más gloriosa, los hechiceros debían exhibirse con toda su fuerza al interior de la retórica jesuítica. Los hechos presentados podían tener la función de desacreditar el papel jugado por estos personajes, a través del calificativo que se les otorgó: el de "ministros del demonio."
Otro asunto relevante que aparece en el texto del jesuita es la estrecha relación entre el mundo político y espiritual de los grupos que habitaban en las regiones del Guayrá. La organización política de las sociedades guaraníes mantenía cierta jerarquía, donde sobresalían los caciques, quienes eran los responsables de administrar los cabildos o los cuerpos de gobierno indígenas asentados en cada una de las reducciones. Ruiz mencionaba que algunos de estos podían fungir el papel de ministros del Maligno, pues eran responsables de mantener y preservar actividades que podían estar relacionadas con la transgresión a la moral cristiana. Para ejemplificar este asunto destaca un pasaje en el que se retoma la figura de un cacique que habitaba en la misión de San Ignacio Miní, al que se le acusaba de mantener la práctica de la poligamia y permanecía en conflicto constante con los misioneros:
Tenían los padres en San Ignacio un principal cacique, que había corrido varias fortunas, en varias partes, donde se bautizó y casó: y finalmente por su elocuencia se había hecho como señor de aquella gente. Este era ministro del demonio, el cual aficionado de una mujer, no por hermosura, sino por ser noble, repudió la suya legítima, desterróla a una heredad, puso en su lugar a la manceba, con título de mujer legítima, y con desvergonzada intrepidez decía que era su legítima mujer; servíase ella como señora de muchas criadas [...]. (Ruiz de Montoya, 1639, p. 15)
Por otra parte, daba muestra de la relación conflictiva entre los misioneros y otros líderes locales calificados como hechiceros. Haciendo énfasis en la cosmo-visión guaraní, resulta importante precisar la relación existente entre el cargo político y espiritual que detentaban estos individuos. Retomando a Roulet (1993), muchos de estos jefes políticos o "shamanes", mejor conocidos como karais, mantenían la peculiaridad de ser itinerantes. A pesar de que gozaban de cierto prestigio social y político, no representaban a grupos o parcialidades concretas (pp. 86-87). Sin embargo, se trataba de personajes con características mesiánicas que, durante el período jesuítico, se mostraron como férreos defensores de las religiosidades antiguas.
Siguiendo la pluma del misionero, destaca un suceso ocurrido con un cacique de nombre Guiraverá, quien además de hechicero era antropófago y había amenazado varias veces con devorar en un festín a los misioneros si no se retiraban de su territorio. En este sentido, cuestiones como la guerra y la antropofagia ritual representaban actividades relevantes para las sociedades guaraníes. Como medio de persuasión, dicho personaje fue recibido de visita en una de las reducciones, donde se mataron "dos bueyes para deleitarlo" y, posteriormente, se le despidió con honores (Wilde, 2009, p. 98). Un año después, los jesuitas hicieron nuevas fundaciones en un territorio cercano a donde habitaba este personaje, quien no pudiendo oponerse a la deserción de algunos miembros de su comunidad, finalmente cedió y fue bautizado con el nombre de Pablo.
A pesar de estos progresos espirituales, en el discurso retórico se argumenta una tergiversación del mensaje jesuita sobre la influencia, pues los indígenas lo usaban también a su favor. Por ejemplo, el mismo Guiraverá acusaba a los misioneros de haber sido enviados por el demonio al territorio guaraní; responsabilizándolos de la muerte de sus hijos después de que recibieran el sacramento del bautismo. Como sugerencia para evitar otros males, el cacique sugería desterrar o dar muerte a los padres:
Bautizamos ocho infantes hijos suyos [.] y todos bien dichosos, porque murieron muy breve bautizados [...] Llegó a tanto su sentimiento, que empezó a turbar los ánimos de sus vasallos contra nosotros, y así en varias juntas les dijo: Los demonios nos han traído a estos hombres, pues quieren con nuevas doctrinas sacarnos del antiguo, y buen modo de vivir de nuestros pasados, los cuales tuvieron muchas mujeres, muchas criadas, y libertad en escogerlas a su gusto: y ahora quieren que nos atemos a una mujer sola. No es razón que esto pase adelante, sino que los desterremos de nuestras tierras, o les quitemos las vidas. (Ruiz de Montoya, 1639, p. 16)
Las figuras y representaciones del Maligno, así como también de espacios etéreos como el cielo, el purgatorio o el infierno formaban parte esencial del discurso de las crónicas misioneras. Como señala Salvador Bernabéu, durante la Edad Moderna se consideraba que el diablo había adquirido cierto dominio sobre los hombres a través del pecado original, y por tanto, podían postrarse ante él como si fueran sus siervos. Según la argumentación de san Ireneo, obispo de Lyon en el siglo IX, el Maligno era el responsable de incitar prácticas transgresoras como el paganismo, la idolatría, la brujería, la blasfemia, la apostasía y la herejía, con objetivo de evitar la salvación de los hombres (Bernabéu, 2000, p. 143). En las representaciones ofrecidas por Ruiz, podemos apreciar la concepción del engaño que el demonio ejercía sobre los indios. Aseguraba que, en algunas ocasiones, aparecían demonios en el interior de las reducciones vestidos como misioneros, cantando e imitando las letanías religiosas, y que incluso se presentaban ante los guaraníes como ángeles que provenían del cielo:
Aparecieron cinco demonios en la reducción de San Ignacio, vestidos los cuatro al modo nuestro, con sotanas negras, y por ornato unas listas como de oropel, los rostros muy hermosos, el quinto apareció en la forma que pintan a la virgen; pero como siempre miente, aunque finja verdad, en la misma ficción descubre el sello de su mentira: traía dos niños en sus brazos, hicieronse encontradizos con unos indios, los cuales al sonido suave con que iban cantando a dos coros, e imitando el tono de las letanías de Nuestra Señora, como se cantan en aquellas iglesias, en canto de órgano, se detuvieron; pero advirtieron que no decían nada de alabanzas, ni cola perceptible, concibieron que debía de ser cosa celestial, según las voces, el adorno y hermosura de rostros indicaba y con simplicidad les preguntaron quiénes eran: Nosotros dijeron somos ángeles del cielo, y traemos aquí a la madre de Dios, que quiere mucho a vuestros padres, pues sí así es dijeron los indios, vamos a casa de los padres y a la Iglesia. (Ruiz de Montoya, 1639, p. 23)
Se aprecia cómo dentro del discurso jesuita se comenzaba a asociar la figura del Maligno con aquellos enemigos de antaño, responsables de la inestabilidad misionera: los bandeirantes paulistas, quienes se escondían en lo más recóndito de la selva para capturar guaraníes:
Fue un cacique principal, y muy buen cristiano y viéndolos y oyéndolos todos, él no los veía, aconsejole otro, que se metiese al monte, y tomase una disciplina, y quizá con esta diligencia los vería; tomó el consejo y luego vio y oyó al demonio en figura de un hombre alto, y bien dispuesto, con una escopeta al hombro, al modo con que andan hoy los malaqueros que andan de llevar indios. (Ruiz de Montoya, 1639, p. 24)
Otra representación del demonio presente en la Conquista espiritual... se basa en las características de la fauna local y los elementos auditivos que de esta se desprendían, en forma de sonidos extraños. Redactado a manera de exempla, que intenta ofrecer cierta lección moral, se muestra el ejemplo de un indio que, como consecuencia de su inconstancia para asistir al sacramento de la eucaristía, tuvo la mala fortuna de escuchar sonidos de animales relacionados con la presencia demoniaca:
Un indio en cierto pueblo, ni días de trabajo, ni de fiesta, iba a misa: perseverando en esto un año entero, y como ya hemos visto en este discurso, les ha el Señor enseñado con cosas exteriores, y señales, moviéndolos con esto a creer las cosas invisibles, y del alma, uso también de este modo para industriar a este indio, e incitarle a que acudiese al pueblo. Un domingo estando todos oyendo el sermón y misa, solo este indio se quedó en su granja, en la cual empezaron los demonios a dar válidos como de vaca, bramar como toros, mugir como bueyes, imitar las cabras. (Ruiz de Montoya, 1639, p. 39)
En relación con la cita anterior, las imágenes narrativas que ofrecían distintas representaciones sobre el demonio en la Conquista espiritual. servían como una estrategia de persuasión para infundir un posible temor hacia aquellos que se negaban a cumplir la doctrina cristiana. Al mismo tiempo, se presentaba una visión del guaraní como un sujeto crédulo y asustadizo, al que era relativamente fácil de persuadir o convencer (Bustamante, 2001, p. 129). Recordemos también que la enseñanza de ciertos elementos visuales era recomendable para la adopción de la doctrina cristiana; tal era el caso de imágenes plásticas o pinturas en los templos de las reducciones representando temas específicos, como el juicio final, o las penas y tormentos de los condenados en el infierno (Jackson, 2012, p. 3). Estas representaciones ayudaban a construir un discurso legitimador de la labor jesuítica en el territorio guaranítico, conformando una especie de propaganda religiosa que exaltaba la obra meritoria que se realizaba en aquellas regiones.
Relacionado con el tema de la idolatría y la influencia del demonio ejercida sobre los indios, en la crónica del jesuita limeño destacaba el asunto de la superstición.7 Este tipo de prácticas podían ser consideradas supervivencias fragmentadas de la antigua cosmovisión guaraní y adaptadas a las necesidades propias, derivadas del sistema misionero implantando por los jesuitas. A partir de estos hechos es posible apreciar los métodos de adaptación cultural y la capacidad manifestada por los jesuitas para ser mediadores culturales. En la escritura se vertió una gran necesidad de respuesta a algunas cuestiones relacionadas con las religiosidades locales (Rubiés, 2005). Las prácticas supersticiosas se manifestaban en dos elementos particulares: la percepción que los indios tenían sobre la muerte y la preservación de ciertas prácticas terapéuticas ancestrales. Respecto al primer punto, Ruiz de Montoya señalaba que la muerte era considerada por los indios como un fenómeno provocado, y no como parte de la naturaleza humana. El limeño argumentaba esta idea relacionándola con algunos presagios funestos en la vida cotidiana de los guaraníes, cuando apreciaban algunos fenómenos de la naturaleza, como el canto de las aves. Sobre el segundo punto, destacaba la realización de prácticas terapéuticas para la cura de enfermedades por parte de ciertos personajes que ocupaban el papel de curanderos. La mayoría de las veces, estas acciones eran identificadas bajo el término inexacto de hechicería, pues se relacionaban más bien con las prácticas médicas ancestrales. Algunas técnicas provenientes del conocimiento de la herbolaria y la medicina tradicional fueron aceptadas con cierta facilidad por los misioneros. Sin embargo, a veces se oponían a las supersticiones con que dichos curanderos hacían preceder a la aplicación de sus remedios. La ejecución de estas acciones incluía, no pocas veces, la presencia de adivinaciones, agüeros, procedimientos rituales y letanías que eran condenadas por el aparato eclesiástico, por su estrecha relación con el fenómeno de la superstición (Fernández, 2012, p. 78).
Desde años anteriores, el jesuita Pablo Joseph de Arriaga había apuntado en su manual sobre extirpación idolátrica los medios y métodos de castigo dirigidos a los "ministros" de la idolatría, principalmente los reincidentes. Para dichos individuos consideraba necesaria su reclusión en la famosa "casa de hechiceros", establecida a las afueras de la ciudad de Lima, durante la administración del príncipe de Esquilache en 1621. Buena parte de los individuos recluidos en este sitio eran curanderos de avanzada edad que conocían el uso terapéutico de algunas hierbas medicinales. Sin embargo, no dejaban de ser consideradas como supersticiones influenciadas por el demonio. Destacaba también el uso de castigos físicos dirigidos a aquellos sujetos que continuaban ejerciendo prácticas contrarias a la fe cristiana. Algunos de ellos consistían en el recibimiento de veinte azotes con varas, cortes de pelo, e incluso el destierro definitivo del lugar de origen, sobre todo cuando se presentaban reincidencias en las prácticas transgresoras (Arriaga, 1621, p. 75). De este modo, la persecución de los llamados "maestros" de la idolatría fundamental para acabar con las desviaciones religiosas de los indios, por lo que las autoridades eclesiásticas centraron su atención en la persecución de aquellos personajes definidos como hechiceros, magos, brujos, entre otros. Al mismo tiempo, se consideraba que eran agentes móviles que sabían desplazarse de una región a otra para difundir sus malas costumbres y dogmas erróneos, que podían huir de los curas o religiosos a cargo de su doctrina (Bernand y Gruzinski, 1992, p. 149).
En la retórica del padre Ruiz de Montoya se mantiene la idea de que las prácticas terapéuticas eran realizadas bajo influencia demoniaca, pues el Maligno se aparecía frente a los ojos de los indios, bajo la "figura de un negrillo", incitándolos a cometer dichos actos:
Las supersticiones de los magos se fundan en adivinaciones por los cantos de las aves, de que han inventado muchas fábulas, en curar y con embustes, chupando al enfermo las partes lesas, y sacando él de la boca cosas que llena ocultas, mostrando, que el con su virtud le ha sacado aquellos que la causaba la dolencia, como una espina de pescado, un carbón o cosa semejante. Los peores, y más perniciosos son los enterradores, cuyo oficio es matar, enterrando en la casa del que desea matar, algunas sobras de su comida, cáscaras de fruta, y pedazos de carbón, etc. A veces entierran sapos atravesados con alguna espina de pescado, con que se va enflaqueciendo el que desean matar, y sin otro accidente muere, de que hemos visto muchas veces efectos conocidos: averigüé de algunos, que el demonio era figura de un negrillo se les aparecía con su cesto en la mano, incitándoles que fuesen a enterrar; y en una pieza donde nunca faltaba gente de día, ni de noche, hallamos más de trescientos hoyos y sepulturas de cosas que el demonio les había dado. (Ruiz de Montoya, 1639, p. 14)
El retorno de las antiguas creencias era incitado por los hechiceros, quienes resultaban estar influenciados por el Maligno. Estos individuos podían provocar sublevaciones contra la vida de la misión, porque promovían la destrucción, inversión o burla de los símbolos cristianos, así como también fomentaban la continuación de cantos, danzas y apoyaba prácticas sacrílegas como la poligamia. Algunos de estos líderes incluso se nombraban o se identificaban con ciertas deidades, y llamaban a los jesuitas "embusteros" que debían ser eliminados. De igual manera, es posible pensar que la figura simbólica del demonio pudo haber tenido un nuevo sentido para los indios reducidos. Estos lo enarbolaban como enemigo del cristianismo, y podía al mismo tiempo representar un medio de conservación de los antiguos cultos (Ayala, 2010, p. 132).
Finalmente, es indispensable señalar la estrategia más importante que Ruiz de Montoya destacó en su Conquista espiritual., para hacer frente y erradicar esta serie de supersticiones: la enseñanza de la doctrina cristiana. Para obtener una mayor efectividad, esta debía estar enfocada y dirigida hacia los sectores más jóvenes o vulnerables de las sociedades que habitaban en las misiones. Respecto a la forma en que se debía ejecutar esta administración, el jesuita limeño señala que
Dividimonos en dos pueblos, asistiendo dos de nosotros en cada uno, que fueron Loreto y San Ignacio, pusimos escuela de leer y escribir para la juventud, señalose tiempo de una hora mañana, y tarde para que acudiesen todos los adultos a la doctrina, y aunque en ella y los sermones que hacíamos todos los domingos tratábamos con toda claridad de los misterios de nuestra Santa Fe, y de los preceptos divinos, en el sexto guardamos silencio en público, por no marchitar aquellas tiernas plantas y poner odio al Evangelio, si bien a los peligrosos de la vida, instruyamos con toda claridad. (Ruiz de Montoya, 1639, p. 15)
Sumado a ello, con la presencia constante de los misioneros entre los neófitos, se intentaba suplantar la labor realizada por los "hechiceros", realizando visitas periódicas a los pueblos, atendiendo a los sectores más vulnerables, como los enfermos que se encontraban inhabilitados para participar en las actividades económicos al interior de las reducciones. Por otro lado, un factor clave que facilitaba la aceptación de la doctrina y el trabajo misionero era la conservación de la cultura material de los guaraníes (Jackson, 2012, p. 13). Esta se veía expresada en la continuación de los modos de vida propios, la conservación de algunas tecnologías para los hábitos diarios y en la adaptación de nuevas tecnologías que provenían del mundo occidental, como el uso de herramientas de hierro para hacer más efectivo el trabajo agrícola y de algunas armas de fuego por parte de las milicias guaraníes.
Consideraciones finales
Durante los siglos XVI y XVII, la misión jesuítica se constituyó como una institución dedicada a la propagación de la fe cristiana y la conversión entre los neófitos que habitaban en los territorios fronterizos de los virreinatos y audiencias americanas. Colocando la mirada en la escritura misionera, podemos señalar que esta le permitía al operario jesuita la apropiación del espacio geográfico donde desarrollaba su ministerio (Palomo, 2014, p. 18), a través de la construcción retórica de su propia realidad, la cultura material y las formas de vida diversas practicadas por los grupos indígenas reducidos. A partir de estos elementos, surge la importancia de estudiar los documentos emanados de los miembros de la Compañía de Jesús, analizando su discurso narrativo, cuyo objetivo más importante era la conservación de una memoria histórica de carácter oficial. En ese sentido, las crónicas, las historias oficiales, los informes y el contenido de la correspondencia buscaban exaltar las virtudes y destacar los sacrificios y milagros de sus misioneros, con la intención de reclutar a nuevos operarios que arribaran a las misiones establecidas en las Indias Occidentales.
Uno de los elementos centrales para el logro de los frutos espirituales descrito en esa literatura era la extirpación de algunas prácticas "transgresoras" al dogma cristiano. Por un lado, la idolatría, representada como el rechazo al Dios verdadero y la atribución otorgada a falsas deidades. Por el otro, la superstición reflejada en la permanencia de cultos locales y prácticas médicas tradicionales. La retórica insistía en la relevancia que mantenía la influencia del Maligno, a través del establecimiento de pactos explícitos e implícitos. Dicho discurso buscaba justificar y legitimar la presencia de la sociedad jesuítica en las reducciones, así como establecer mecanismos de temor entre los indios para que aceptaran la nueva religión de forma contundente. Sin embargo, las ideas propuestas por los misioneros también podían ser modificadas y adaptadas entre las comunidades indígenas a sus propias necesidades, con el objetivo particular de preservar algunas cosmovisiones locales. A partir del análisis del discurso adaptado por las sociedades locales, se pueden interpretar algunos elementos que dan cuenta de cierto proceso de adaptación y resistencia al cambio religioso entre los indios reducidos.
Siguiendo esta misma línea, es posible rastrear la presencia de una construcción retórica que daba cuenta de un imaginario que abordaba la figura del demonio cristiano, representado a partir de distintas formas y personalidades: como indio, bandeirante portugués, e incluso, como falso misionero. Es posible rastrear algunos ejemplos en la Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús, en las Provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape, escrita por el jesuita limeño Antonio Ruiz de Montoya. En este documento encontramos descripciones detalladas sobre las costumbres y la cosmovisión propia de los guaraníes que habitaban las misiones establecidas en la provincia de Paraquaria. Un punto central dentro de la metodología jesuítica para la erradicación de las falsas creencias era la búsqueda y la descripción de un conocimiento detallado de las costumbres, cosmovisiones y creencias de los indios neófitos. Esa es la razón principal por la que se refuerza un hilo descriptivo a lo largo del texto.
Respecto al asunto de los falsos cultos entre los indios guaraníes, resulta claro que el énfasis discursivo no retomaba, en gran medida, el papel de la idolatría, pues prácticamente negaba su existencia ante la ausencia de la materialidad representada por objetos de culto. Sin embargo, la atención se centraba en la persecución de aquellos individuos detentadores tanto del poder espiritual como de la cohesión social, calificados de distintas maneras: caciques, "hechiceros" o "ministros del demonio". Sus prácticas comenzaban a ser clasificadas en forma despectiva, relacionándolas con una influencia demoniaca. Para analizar este fenómeno con mayor detalle, es necesario comprender el imaginario que permeaba la actuación de Ruiz de Montoya, quien se encontraba imbuido dentro de un contexto histórico particular caracterizado por el proceso de extirpación de idolatrías en el mundo andino. Evidentemente, este asunto influyó en su descripción de los falsos cultos entre los indios que habitaban las misiones. Por otro lado, la imagen del Maligno presentada en la Conquista espiritual... podía servir, a manera de advertencia, como una forma propedéutica que provocaba el temor y el arrepentimiento de los indios ante los posibles castigos físicos que se les podían administrar si mantenían pactos tácitos o explícitos con él, o incluso si se negaban a aceptar la doctrina cristiana.
Finalmente, no resulta ocioso insistir en que el contenido de la obra escrita por Ruiz de Montoya puede ser analizada bajo distintas perspectivas que rebasan el ámbito espiritual. Al ser publicada en Europa, la Conquista espiritual. buscaba justificar la presencia y labor de la Compañía en una de sus posesiones más importantes del Nuevo Mundo a través de una mayor difusión entre el público letrado, además de que mostraba cierto alegato en favor de sus coetáneos, quienes buscaban legitimar su labor espiritual entre las sociedades guaraníes.
1 Sobre el concepto de frontera, retomamos algunos estudios recientes que la definen como espacios "vividos", de constante intercambio y donde germinan distintos procesos de adaptación cultural, mestizaje o etnogénesis. Al mismo tiempo, se trata de lugares donde ningún agente político o preponderante logra el dominio total del espacio en cuestión. Ver Pérez (2021).
2 A lo largo de esta investigación, retomamos la categoría jurídica de indio comprendiendo que hacía referencia a todos los pueblos oriundos de los distintos territorios conquistados por los españoles. En este sentido, aludia a aquellos vasallos del rey que mantenían ciertas obligaciones, destacando el pago de tributo. Ver Cunill (2014).
3 Retomando el pensamiento de san Agustín, la idolatría se identificaba más con la superstición, y uno de sus objetivos era la obtención de beneficios sin la intervención directa de Dios. Se encontraba en estrecha relación con el uso de objetos materiales e inmateriales como el uso amuletos, la creencia en prácticas adivinatorias y en las "vanas observancias". Así, la idolatría era un desafío directo a Dios, pues atentaba contra el primer mandamiento del decálogo cristiano. En este sentido, siguiendo las ideas teológicas de Santo Tomás de Aquino, la superstición era otro concepto que se identificaba como una forma de irreligiosidad que, dependiendo de su gravedad, podía representar una acción perniciosa o superflua. Al igual que la idolatría, representaba un culto distorsionado que aparecía por motivo de la ignorancia o por voluntad propia. El teólogo dominico también clasificaba los pactos con el demonio como tácitos, secretos o implícitos, y también fue de los primeros teólogos en resaltar el culto pernicioso dirigido a las imágenes plásticas. En la SummaTheologica se preguntaba si la idolatría es una forma de superstición, es decir, un exceso que consiste en dar culto divino indebidamente. El uso de imágenes obedecía a esta regla y a estas las denominaba ídolos.
4 En su Curso de Derecho Canónico Hispánico eIndiano, el jesuita Pedro Murillo Velarde (2008 [1791]) menciona que idolatría "se da cuando se tributa honor a la creatura, como a Dios, ya sea que se haga con un sacrificio, ya con una genuflexión, con un sahumerio, con descubrirse la cabeza o con cualquier otro signo de honor" (p. 274).
5 Para este trabajo hemos manejado la edición original: Antonio Ruiz de Montoya, Conquista espiritual hecha por los religiosos de la Compañía de Jesús, en las Provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y Tape, dirigida a Octavio Centurión, Marqués de Monasterio, Madrid, Imprenta del Reyno, 1639.
6 Al igual que las cartas y los informes, el género de la crónica religiosa mantenía dos funciones primordiales: defender los privilegios corporativos de determinada orden religiosa y como un medio de enseñanza dirigido a los respectivos novicios que ingresaban a sus filas.
7 El término de superstición puede englobar distintos tipos de prácticas, por lo que su uso resulta polisémico. Puede ser definida como un conjunto de aprehensiones, creencias o prácticas que no son sustentadas desde el ámbito de la razón. Entre los siglos XVI y XVII se le relacionaba con la hechicería y la presencia de cierta influencia demoniaca que se vertía en distintas actividades, como la nigromancia, la quiromancia y otras prácticas adivinatorias. Ver Martínez (2016, pp. 328-330).
Bibliografía
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