ISSN 0123-417X e ISSN 2011-7485 No. 4, julio-diciembre 1999 Fecha de recepción: Septiembre 15 de 1999 |
Hacerse hombre hoy: Cambiar o morir
Florence Thomas *
* Profesora Titular. Coordinadora Grupo Mujer y Sociedad, Universidad Nacional de Colombia.
Resumen
Ante la preocupación por la cuestión de la masculinidad, tema poco tratado pero no por eso menos importante que el de la feminidad, la autora esboza unas respuestas a tres interrogantes: ¿Cómo responden los hombres a los cambios de la mujer? ¿Cuáles serian los elementos de otro paradigma de la masculinidad? ¿Por qué los hombres resisten tanto al cambio?
En sus respuestas, establece que los hombres se encuentran, de alguna manera, desestabilizados e intentan encontrar una vía que los lleve al nuevo paradigma de masculinidad con el cual, aunque perderán privilegios, ganarán la mitad de un mundo antes desconocido por ellos.
Palabras claves: Hombre, mujer, masculinidad, feminismo
Abstract
The author aims to approach the problem of masculinity, a topic that has not been widely discussed in spite of its importance. She answers three questions about this topic: How do men respond to changes in women? Which would the elements of another masculinity paradigm be? Why do man resist to change in such a strong way?
In her answers, she claims that men feel themselves, in some way, destabilized, and try to find a way which takes them to the new masculinity paradigm. In this new paradigm, although they lose certain privileges, they indeed will gain the half of a new world, unknown for them.
Keywords: Man, woman, femininity, masculinity
Como nunca antes en la historia, ni siquiera juntando los diecinueve siglos precedentes, se había conocido semejante sacudida en las relaciones hombre-mujer. Desde lo subjetivo, lo sociológico e incluso lo espacial, las tradicionales fronteras entre ellos y ellas se desdibujan, se transforman y tienden cada vez más a desaparecer.
De hecho, a todo lo largo de este siglo, pero con más énfasis en los últimos cuarenta años en nuestro país, las mujeres se constituyen poco a poco en sujetos políticos y de derecho; descubren el camino del saber (el saber académico, éste que significa poder y que había sido privilegio de los hombres); obtienen el control de su fecundidad y, por lo menos simbólicamente, de su cuerpo; se vuelven visibles; empiezan a ser nombradas y poco a poco van haciendo presencia en todas las esferas de la vida pública, y han logrado en este final de siglo una verdadera resignificación de su existencia. Por supuesto, semejante transformación no se logró sin alterar, a su vez, toda la dinámica hombre-mujer, la dinámica familiar y hasta la dinámica social en su conjunto.
Por esta razón, y a pesar de que el discurso de las mujeres sobre ellas-mismas sigue siendo dominante en el campo académico de las relaciones de género, se empieza a hablar de los hombres. Quiero decir, de los hombres como varones, como hombres sin H mayúscula, de su construcción identitaria masculina. La precisión vale porque no podemos olvidar que desde siempre son los hombres los que hablan y son sus voces las que se hacen oír a propósito de todo. La eputeme occidental es una episteme patriarcal. Pero cosa extraña y a la vez interesante, los hombres nunca habían tenido discursos sobre ellos-mismos. Es como si su masculinidad y su virilidad no pudieran ser puestas en tela de juicio. Existía, y existe todavía, un verdadero esencialismo de la masculinidad que dificultaba todo movimiento desordenador.
Pero hoy se habla de los hombres. O tal vez sería más justo decir, se empieza a hablar de los hombres en cuanto varones, de la necesidad de que se examinen críticamente desde una perspectiva histórica y a partir de análisis serios del poder, de su circulación y distribución y de las estructuras relaciónales de dominación que instauró históricamente este poder.
Se habla de sus cobardías en el amor, de sus silencios, de su vulnerabilidad detrás del enorme caparazón de dureza que construyeron; se habla de sus eternas huidas, de su incapacidad para asumir, de su lógica fálica y guerrera, etc. Se habla... ¿Pero quiénes hablan? ¿Ellos? No. O tan tímidamente que su voz no desordena todavía, ni los discursos tradicionales, ni el viejo orden patriarcal. Son principalmente las mujeres quienes hablan de los hombres. Existen, por supuesto, algunas excepciones en el mundo académico e investigativo, pero en general son las mujeres quienes hablan de los hombres con este desaliento mezclado de impaciencia, pero sobre todo con la esperanza de no morir antes de que nazcan los nuevos hombres, aunque ya muchas saben que si se deciden a nacer serán para sus nietas.
Es entonces de los hombres de quienes quiero hablar y de nuestras esperanzas de que todos y todas entiendan que hombres y mujeres estamos en la misma cárcel, «la cárcel del género» como la llama una investigadora francesa, o sea que somos todos y todas, aunque no de la misma manera, víctimas y resultados de unas construcciones sociales muy fuertes y resistentes.
Quiero mencionar además que nuestra preocupación por la identidad masculina no puede significar, de ninguna manera, que dejamos de lado, o consideramos agotada, por resuelta, la cuestión femenina, pues no podemos ignorar que millones de mujeres siguen viviendo cotidianamente abusos, violencias y situaciones de subordinación de toda clase y que la fragilidad subjetiva de las mujeres sigue estando al orden del día y es prioritaria en todas nuestras investigaciones. Sólo que la pregunta sobre los hombres nos parece un complemento imprescindible y nos preocupa su relativa escasez.
Ahora bien, tratando de responder a la pregunta encontramos varios interrogantes que podemos formular de la siguiente manera:
¿Cómo viven los hombres las transformaciones de las mujeres? ¿Cuáles son las dificultades que encuentran para poner en tela de juicio su masculinidad, algo que parecía inamovible; ¿Cuáles son los síntomas de estas dificultades, con el fin de saber si de verdad podemos empezar a hablar de una cuestión masculina?
Sin embargo, antes de responder a cada uno de estos interrogantes, quiero mencionar la dificultad de establecer un panorama de la cuestión, por varias razones.
Primero que todo, no podemos obviar el hecho de que los trabajos sobre el tema son relativamente recientes y escasos, como ya lo mencioné, además de ser poco divulgados todavía en nuestro medio. (Por supuesto, en nuestro país habría que mencionar el trabajo de Magdalena León en el Centro de Documentación Mujer y Género de la Universidad Nacional y su esfuerzo por divulgar todas las investigaciones realizadas sobre la cuestión, así como la creación de un grupo de masculinidad) pero, y exceptuando los grandes clásicos, ya bien conocidos aquí, como el trabajo de Elizabeth Badinter, de Rafael Ramírez o de Michael Kaufman, entre otros, son todavía pocas las referencias sobre el tema.
Por otro lado, existen, como es lógico por lo subversivo de la cuestión, resistencias y movimientos reaccionarios que tan pronto oyen hablar de la cuestión femenina o de la cuestión masculina quieren transformar todo en guerra de sexos o feminismo trasnochado, como lo llaman todos los nostálgicos de los viejos órdenes familiares; éstos que no aceptan perder los privilegios prácticos que les otorgaba una cultura de hombres.
No obstante y a pesar de la fragilidad de los estudios y de las resistencias ideológicas, existen hombres, y conozco varios, que expresan decididamente sus deseos de vivir otra cosa que los roles prescritos por una virilidad dura, guerrera y finalmente muy destructiva no sólo para las mujeres sino, ante todo, para ellos mismos.
Este trabajo se dividirá entonces en tres partes, que serán más bien tres tentativas, tres ensayos inacabados, para examinar algunos aspectos de la cuestión masculina hoy.
En primer lugar, retomaré algunos elementos de un texto de un investigador francés muy conocido sobre la cuestión masculina, Daniel Welzer-Lang, sociólogo, miembro de hombres anti-sexistas desde 1976, creador de un centro para hombres violentos en Lyon, titular de varias cátedras sobre esta problemática en la Universidad de París y autor de múltiples trabajos sobre la cuestión. Con el apoyo de estos estudios trataré de dar respuesta a la pregunta «Cómo responden hoy los hombres a los cambios de las mujeres, los hombres no violentos, los que quieren el cambio y que desean seguir al lado de las mujeres». En la segunda parte esbozaré con ustedes algunos elementos que podrían constituir los pilares de un nuevo paradigma de masculinidad. Y en la tercera parte, nos preguntaremos «por qué los hombres resisten tanto al cambio». Con estos tres puntos iniciales espero, por lo menos, abrir la cuestión para muchos de ustedes y lograr inquietar sobre lo urgente de seguir trabajando y abrir puertas para el futuro de nuestros encuentros.
1) ¿Cómo responden los hombres a los cambios de las mujeres?
Daniel Welzer-Lang muestra a partir de sus múltiples investigaciones que en muchos de los hombres se encuentran hoy día profundos sentimientos de culpabilidad y deseos de cambios. Quiero enfatizar que esta respuesta del autor se produce de investigaciones hechas con hombres europeos en un contexto europeo. Pero creo que, guardando las justas proporciones, es posible encontrar lo mismo aquí, y si me equivoco en estas previsiones o si peco de optimismo, cosa muy posible, sigue siendo interesante saber cómo viven los hombres europeos los cambios de las mujeres.
Pues bien, en respuesta a las críticas feministas de la década de los sesenta, se generó en los hombres un discurso extremadamente culpabilizado con visiones casi esencialistas del estilo: «Las mujeres son buenas, los hombres malos»; «soy malo, soy un cerdo...», y en general se expresaba el horror de ser hombre. De hecho y durante la década de los setenta en Francia apareció una literatura fuertemente crítica del falocentrismo y de la sexualidad masculina; cito una frase de uno de estos escritos: «Cómo amar a su sexo cuando lo transformamos en un bastón, una espada, un dardo». Al mismo tiempo, muchos de estos discursos mostraban lo que los hombres podrían ganar en placeres nuevos si pudieran reconocer las enormes limitaciones del placer masculino y cambiar. Sería importante aquí recordar autores tales como Pascal Bruckner y Alain Finkielraut y su libro El nuevo desorden amoroso (Barcelona, Anagrama, 1979), obra en la cual los autores desmenuzan críticamente la sexualidad masculina articulada a un pene-rey; lo aburrido, previsible y finito de la penetración-eyaculación y, en general, la ceguera de los hombres y de toda la cultura occidental en lo que respecta a la sexualidad femenina. Así mismo, enjuician de manera implacable la masculinidad basada en una virilidad sinónimo de pene erecto y de penetrador activo que se cree el amo del universo. Quiero añadir al respecto que ni siquiera las feministas más radicales llegaron tan lejos en sus críticas al falocentrismo como estos dos filósofos que alimentaron muchas discusiones después del «Mayo 68» en Francia.
Esta culpabilización masculina llevó en la vida cotidiana y en lo privado de los encuentros entre hombres y mujeres a una actitud voluntarista por parte de los primeros, actitud de fusión-indiferenciación, especie de mimetización con las mujeres, específicamente en relación con los roles desempeñados tradicionalmente por ellas, al punto de utilizar una clase de lógica aritmética igualitarista. Por ejemplo, se contabilizaban las tareas realizadas por ella y por él y se trataba de que el trabajo doméstico se repartiera de manera igual entre los dos. En esta onda, algunos hombres descubrieron y reivindicaron de repente los placeres de la vida cotidiana que no conocían. Cocina, educación de los niños, paternidad y hasta algunos pioneros de la contracepción masculina, discusión y crítica de la tradicional división sexual del trabajo, de la esfera de lo privado y de lo público se volvieron temas del día. Sin embargo, esta ola de voluntarismo igualitario se agotó poco a poco en un modelo que no parecía satisfacer a nadie y que la Badinter llamó la aparición de los «hombres limpiones» u «hombres rosados» como son llamados en el Canadá, modelo que se caracterizaba por una especie de pérdida de identidad genérica y desestructuración de una masculinidad que se quería negar a sí misma.
No obstante, este movimiento, que duró hasta la mitad de la década de los ochenta, fue importante, pues sirvió para la difusión masiva de las ideas y discusiones feministas, aun cuando reveló los límites de un simple voluntarismo que se olvidaba de la tenacidad y complejidad de las construcciones sociales. Como anota el autor, «el uno no es la otra», y podríamos añadir entonces que dominantes y dominados no pueden borrar mágicamente los efectos de siglos de construcciones sociales, siglos de juegos muy sutiles de circulación de poder, de poderes, de complicidad y resistencias. Los retos son más complejos que lo que se había llegado a pensar y la culpabilización no servía de nada.
Así que paralelamente a este voluntarismo culpable, y sobre todo al terminar la década de los ochenta y entrando en la de los noventa, se iniciaron investigaciones en varias disciplinas de la ciencia social encaminadas en mostrar que lo masculino y lo femenino constituyen dos órdenes simbólicos en interacción (entre otros trabajos, los de Colette Guillaumin: Sexe, race y pratique du pouvoir, y Nicole-Claude Mathieu: L 'anatomie politique.) Se descubrió que hombres y mujeres elaboran lenguajes diferentes, asimétricos. No se habla de lo mismo cuando el uno o la otra hablan de violencia, de limpieza, de amor, de sexualidad, del orden, del abuso, etc. Fuimos educados, socializados, en estéticas distintas, en campos simbólicos diferentes, en nociones de limpieza o suciedad muy diferentes según nuestro género. No es lo mismo la limpieza para un hombre que para una mujer —una mujer limpia antes de que sea sucio; un hombre cuando es ya demasiado sucio—; como no es lo mismo la violencia para una mujer que para un hombre, y existe hoy día un enorme campo de trabajo para explorar en este sentido. Hoy resulta de vital importancia aprender a descodificar y entender las distancias simbólicas que separan a hombres y mujeres, los universos semánticos productos de las historias y los lugares ocupados por unos y otras y sus respectivos campos de poder o poderes.
Además, lo interesante en este nuevo abordaje de lo masculino y lo femenino por medio de sus campos simbólicos consiste en que la lucha en contra del sexismo se transforma en una reivindicación unificadora entre hombres y mujeres que, procediendo de manera distinta a la de buscar culpables, permite entender que se hace necesario negociar. Negociar los territorios comunes, o sea, construir un modelo de unión con autonomía concertada cuya experiencia límite son actualmente en Europa las parejas con doble residencia. Enfatizo: Experiencia límite, pues antes de llegar a esta práctica, bastante corriente, por cierto, en Europa, existen múltiples soluciones intermedias que se estructuran todas sobre una base negociadora. Sin este reconocimiento y aceptación de la diferencia que nos separa, pero que nos puede volver a unir por medio de nuevas prácticas negociadoras, toda confrontación está abocada a un doloroso fracaso, que hoy día podemos medir en estadísticas de separaciones y de cada vez más cortas duraciones de convivencias de las parejas heterosexuales.
2) Pasando al segundo punto, y más a modo de ejercicio lúdico que de construcción sociológica seria, nos preguntaremos por lo que podría constituir nuevos elementos para otro paradigma de masculinidad, sabiendo que es todavía un imposible.
Imposible porque, como ya lo señalé, el camino apenas se está abriendo y faltan muchos trabajos, mucho recorrido, mucha conciencia por parte de los mismos hombres, que ni siquiera en la mayoría de las veces sienten la necesidad de una reflexión sobre su manera de habitar el mundo. De hecho, no existen todavía parámetros definitorios de una nueva masculinidad. Y por otra parte, es un imposible desde una palabra de mujer que bien podría tomar sus deseos y fantasmas por posibles realidades y construir, a su vez, «el hombre de la ilusión», o sea, los hombres del deseo de las mujeres.
De manera que sólo daré algunas direcciones para la reflexión, una reflexión que debe, ante todo, ser llevada a cabo por los hombres sin olvidar, por supuesto, que nuestras identidades son interactuantes y se definen en campos sexuados.
En este frágil contexto, propongo, en primer lugar, una des-centración de la palabra «Hombre» de su nicho de universalidad. Se hace necesario quitarle su H mayúscula y devolver al hombre su particularidad, sus diferencias, pero sobre todo su fragilidad, y dejar de despositar sobre sus hombros todos los destinos de la humanidad. El hombre no es sino varón, y ojalá nunca más podamos afirmar que de cada dos hombres uno es una mujer. Esta H mayúscula lo volvió soberbio, distante, evasivo y le permitió hablar a nombre de todos y de todas haciendo caso omiso, por lo menos en lo relativo a las mujeres, de una mínima ética de la diferencia sexual. Hoy día sabemos que posiblemente lo más irreductible del fenómeno humano es justamente la diferencia sexual, como lo están comprobando centenares de investigaciones recientes. El uno no es y no será nunca la otra. El mundo es, antes de cualquier otra diferencia, andrógino, pero la historia y los mecanismos de poder que genera borran esta característica fundante del fenómeno humano y casi logran eliminar esta mirada femenina sobre el mundo que apenas hoy se está reivindicando.
En este mismo orden de ideas, se trataría entonces de desordenar todo este discurso construido históricamente sobre la masculinidad. Específicamente, pienso en la urgencia de desordenar las categorías bipolares que lo articulaban y que, bajo una ilusión de simetría (obligada por los nuevos preceptos de la modernidad a lo largo del Siglo de las Luces), eran, de hecho, profundamente jerarquizadas.
Fue así como aceptamos durante siglos que el hombre pertenecía a la cultura, mientras la mujer se asociaba a la naturaleza; que el hombre era sujeto, y la mujer objeto; el hombre activo, la mujer pasiva; el hombre pertenecía a la esfera de lo público, y la mujer a la de lo privado; el hombre superior, la mujer inferior; el hombre dotado de razón, la mujer de emoción, etc. En dos palabras: El hombre representaba lo uno absoluto, mientras la mujer era lo otro, lo diferente a lo uno. Todas estas categorías que aseguraban la hegemonía masculina bajo, repito, una fuerte ilusión de simetría, si bien ya tambalean gracias a los nuevos lugares que ocupan las mujeres hoy, resisten todavía tenazmente en lo que respecta al lugar de lo masculino. De hecho, hombres y mujeres seguimos siendo víctimas de estas representaciones estereotipadas que constituyen hoy todavía, y a pesar de todo, las cárceles del género.
No obstante, el hombre no es ni más ni menos cultura que la mujer, y ojalá la masculinidad se reconcilie con la naturaleza, para la cual ha sido un depredador furioso. ¿Masculinidad-objeto? ¿Hombres-objetos? ¿Por qué no? Los hombres están en mora de gozar de vez en cuando de esta posición, posición subjetiva, posición física. Cuando ellos sean capaces de volverse objetos amorosos de mujeres sujetos de deseo, podremos volver a inventar el erotismo. Desafortunadamente, la gran mayoría de los hombres no saben todavía lo que se pierden cuando huyen de estos juegos eróticos en los cuales se borran las nociones y las fronteras del sujeto y del objeto. Sé de algunos que ya conocen estos placeres de un erotismo verdaderamente andrógino que borra los efectos de un goce eminentemente fálico. Ojalá hagan oír rápidamente sus voces y nos acompañen en este complicado trabajo de fisurar las viejas metáforas de lo femenino y de lo masculino en todo este tejido cultural que sigue cumpliendo un papel tan fuerte en nuestros imaginarios.
Creo, además, que es en el terreno del amor y del erotismo en el que la urgencia de nuevos parámetros definitorios de la masculinidad se ha hecho sentir con más fuerza, por lo menos para algunas mujeres, no para muchas, que sueñan a menudo con otro hombre; ese hombre que no ha nacido aún; ese hombre feminizado, por decirlo de alguna manera, si decir «femenizado» significa menos guerrero, menos silencioso en el amor, menos seguro, menos amo, menos genital y sordo al deseo femenino; un hombre amante que descubre con asombro el difícil juego de la simetría porque tiene al frente una mujer-sujeto y ya no como antes eterno objeto para su mirada. Es que la ternura no puede ser sino un juego igualitario, como nos lo enseñó Luis Carlos Restrepo. La ternura no se puede ejercer sino en la simetría. Acariciar necesita simetría, sino volvemos al agarre, al «porque te amo te aporreo», etc. La mayoría de homicidios de mujeres los cometen por hombres que dicen amarlas mucho y haber actuado bajo los efectos de la ira y de un intenso dolor. Desde hace demasiado tiempo, los hombres nos matan, nos violan, nos humillan y nos violentan por amarnos tanto. De este amor ya no queremos.
Necesitamos hombres presentes y comprometidos con la esfera de lo privado, con la certeza de que lo público no es más importante que lo privado, ni más politizado. Se hace imprescindible hoy empezar a borrar los muros, las fronteras de la esfera de lo público racional y de lo privado sentimental, y redistribuir el poder de manera más equitativa y mediante la atribución de valor a actividades y prácticas que nunca lo tuvieron. Cocinar, bañar a un niño o una niña, jugar con ellos y enseñarles a mirar y entender el mundo para habitarlo pacíficamente no es cualquier cosa, pero para que un hombre se comprometa con esto tiene que descubrir los goces de una lógica que le estaba prohibida culturalmente. Tal vez podríamos llamarla una lógica de seres sentipensantes, para retomar la expresión de Eduardo Galeano. Pero para que esta cultura entienda que un hombre duro no existe, un hombre que nunca llora no existe, un hombre que no sabe jugar, acariciar o contar un cuento a un niño o una niña no existe, será largo, y lo sabemos porque tocará deconstruir campos simbólicos atados a la construcción de una masculinidad que ya se volvió incapaz de responder a la urgencia de buscar nuevos ordenamientos, nuevos regímenes de poder que permitan reflejar más equidad entre géneros. Pero la aparición de nuevos hombres responderá, ante todo, a la aparición de una nueva paternidad. De esto ya hablé en otras ocasiones, y no es el caso volver ahora. Aunque para mí es evidente que muchos de los nuevos parámetros de masculinidad que esbozamos aquí no podrán generarse sino como resultado de una nueva imagen de padre-guía humanizado; imagen que proporcionará a la función paterna una coloración más matizada capaz de dar una columna vertebral y una estructura interna sólida pero móvil; capaz de flexibilizarse sin romperse; capaz de salir de los estereotipos que definen los límites de la vieja paternidad, amalgamando ternura y solidez, sensibilidad y firmeza. Un padre que se vuelva poco a poco metáfora de una nueva ley, más amorosa, más humana, más andrógina y solidaria, que permita a los hijos e hijas del nuevo siglo entender el sentido profundamente plural de la cultura y simétrico de los tres pronombres, yo, tú y él o ella.
Se trata entonces de una verdadera de-construcción de los discursos dominantes y de las categorías que los articulaban y que lograron constituir el núcleo duro de la modernidad, en particular esta lógica implícita que legitimaba la superioridad del Sujeto Único, el Uno masculino.
Salir de la cárcel del género significa, para hombres y mujeres, estallar las viejas metáforas examinando críticamente las condiciones socio-históricas de su producción y poner a circular nuevamente los conceptos a partir de otra mirada, otra lógica. Aceptar que hoy, en este final de siglo y de milenio, ya no sabemos qué es una mujer, qué es un hombre y asumir con corazón aventurero nuestra condición de mutantes.
3) Finalmente terminaré con una pregunta y un ensayo de respuesta a dicha pregunta que formularé así: ¿Porqué los hombres resisten tanto al cambio?
Entender las resistencias masculinas al cambio no sólo significa entender cómo se construyen y se construyeron las relaciones hombre-mujer o intergénero, sino también las relaciones intra-género. Me refiero aquí a la importancia de examinar las relaciones entre hombres para entender parte del problema de la resistencia. Como lo han expresado varios autores, las relaciones sociales que estructuran la dominación masculina se organizan no sólo en las relaciones de género sino también en las relaciones entre hombres.
Yen este sentido se hace necesario empezar a deconstruir la «homofobia», o sea, la discriminación hacia personas que adoptan algunos rasgos o cualidades atribuidas al otro sexo-género.
Después de diez años de investigación sobre el tema, se puede afirmar que es imposible para un hombre cambiar sus relaciones con las mujeres si, al mismo tiempo, no pone en tela de juicio sus relaciones con los hombres.
Ya desde el libre pensar de la Badinter habíamos descubierto que construirse como hombre o ser hombre es ante todo no ser mujer, con todo lo que esto significa en relación con prácticas de descontaminación y rupturas del universo femenino. La educación masculina enseña al hombrecito el placer de compartir entre hombres, de estar entre hombres, el de tocar, el de tener su cuerpo cercano a otros cuerpos masculinos (en el deporte, las pandillas, etc.), pero, ojo, sin ningún gesto o actitud que pudiese evocar o parecerse a las niñas, a las mujeres. Así los deseos, las caricias, los abrazos se transforman en golpes o contactos violentos. Los contactos entre hombres deben ser viriles y no pueden denotar nunca sentimientos de sufrimiento, miedos, temores, llanto, etc. Este es el precio de hacerse hombre.
Es suficiente escuchar u observar a los varoncitos o muchachos que no son considerados viriles, éstos que son tildados de «nenas» o «gallinas», para entender lo anunciado. Cada hombre conoce el peligro de no adaptarse a los modelos y representaciones de la virilidad. Peligro que se plasma en el rechazo del grupo de los dominantes y la inclusión en el grupo de los dominados, o sea, de las mujeres. Si están asimilados con los que no son hombres, o sea que no son heterosexuales viriles, serán tratados como mujeres y conocerán agresiones y discriminaciones. Entendemos así, como nos lo muestra Daniel Welzer-Lang, que la educación masculina no sólo estructura las relaciones hombre-mujer, sino que estructura también las relaciones entre hombres sobre el modelo jerarquizado de las relaciones hombre-mujer. Y ser hombre es, ante todo, tener la certeza de ser diferente y superior a las mujeres. La homofobia es predominantemente un control social de los hombres. Homofobia y dominación de las mujeres son las dos caras de la misma moneda. Esta anotación, para una cultura tan homofóbica como la nuestra, nos parece de mucho interés tanto teórico como práctico, y nos permite entender que la des-estructuración y deconstrucción de estos tejidos de poder representan una tarea que será larga y ardua, sabiendo que ubicar ya con más claridad los puntos neurálgicos de resistencia es parte del camino hacia el cambio.
Si enfatize esta resistencia es porque las otras, las que se generan por tener que abandonar algo de sus viejos privilegios, es evidente para todos y todas. Sabemos que para los hombres es complicado moverse un poco de este centro en el cual los había colocado la cultura. Caminar hacia los bordes y tender la mano hacia las mujeres, para que conformemos de manera mucho más equitativa y plural un nuevo hogar en este mundo, no es sencillo, pero construir mundo nunca lo ha sido.
CONCLUSIONES
Por todo lo anterior, podríamos arriesgarnos a afirmar que los hombres hoy se encuentran entre la culpabilidad, la deconstrucción de algunos elementos que conformaban la vieja metáfora de masculinidad y la resistencia homofóbica a los cambios.
De alguna manera, los hombres se sienten desestabilizados y en un momento de mutaciones, aun cuando el peso de las construcciones sociales y de los viejos privilegios que les otorgaba una cultura androcéntrica siguen muy presentes. No obstante, saben que ha llegado el tiempo de buscar nuevas referencias, nuevos indicadores, a pesar de que su silencio es todavía la regla general. Pero hay algo en el aire, sin duda, algo difícil de definir, algo que, desde mi posición de mujer, mi discurso y mirada de mujer, siento. Lo siento en los auditorios en los cuales ya la voz tronitonante del macho herido atado a viejos privilegios se ha vuelto excepcional; excepcional también los hombres que prefieren salir del auditorio antes del final para no tener que confrontarse con un discurso que los perturba demasiado. Sí, los hombres empiezan a dudar, y desde algunos años, tres o cuatro tal vez, los percibo más frágiles, más dispuestos a escuchar, más tolerantes al otro, a la otra, descentrados, por así decirlo. Como si estuvieran empezando a entender que si bien saben que tienen algo que perder en estos cambios —y lo que tienen que perder se llama muy exactamente privilegios—, saben también que van a ganar la mitad del mundo, de un mundo desconocido, de este mundo que tenemos que reconstruir juntos, hombres y mujeres, siempre y cuando ellos acepten pasar del tiempo de la imposición a los tiempos de la negociación. Ya muchos saben que hacerse hombre hoy es a este precio: cambiar o morir. Como dice E. Badinter: «La nueva masculinidad no tendrá mucho que ver con la antigua, pero está por nacer con su fuerza y su fragilidad».
Algunas referencias
WELZER-LANG, Daniel. «Les hommes, une longue marche vers l'autonomie». En: Les Temps Modernes. Avril-Mai, 1997, No.593. Questions actuelles au feminisme.
BADINTER, Elizabeth. X,Yde la identidad masculina. Santafé de Bogotá, Norma, 1994.
BLY, Robert. Iron John: a book about man. New York, Vintage Books, 1992.
RAMÍREZ, Rafael. Dime capitán. Reflexiones sobre masculinidad. República Dominicana, Huracán, 1993.
KAUFMAN, Michael. Hombres, Placer, Poder y Cambio. Santo Domingo, Cipaf, 1991.
THOMAS, Florence. «En búsqueda del nuevo padre». En: Memorias Congreso Latinoamericano de Familia Siglo XXI. Medellín, 1994. _. Conversación con un hombre ausente. Santafé de Bogotá, Arango Editores, 1997.
Consultar bibliografía disponible en el Centro de Documentación Mujer y Género. Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas.
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