ISSN Electronico 1794—8886 Volumen 34, enero—abril de 2018 Recibido:5 de septiembre de 2017 Aprobado:26 de octubre de 2017 DOI: http://dx.doi.org/10.14482/memor.34.10407 |
Represalias de guerra: el embargo en Veracruz de los bienes ingleses y del navio Prince Frederick (1718—1729)
War reprisal: the embargo in Veracruz of English goods and the ship Prince Frederick (1718—1729)
Retaliação da guerra: o embargo em Veracruz de bens ingleses e o navio Prince Frederick (1718—1729)
Matilde Souro Mantecón
Licenciada y maestra en Historia por la Universidad Nacional Autónoma de México, Doctora en Historia por El Colegio de México. Actualmente se desempeña como investigadora en el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora y profesora en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde dicta el curso de "Sistemas imperiales de los siglos XVI al XVIII". orcid.org/0000—0002—8751—9141
* Este artículo forma parte de un proyecto de investigación en curso y financiado por el Programa para el Desarrollo Profesional Docente (PRODEP) de la Secretaría de Educación Pública.
Citar como:
Souto, M. (2.017). Represalias de guerra: el embargo en Veracruz de los bienes ingleses y del navio Prince Frederick (1718— 1729). Memorias: Revista Digital de Arqueología e Historia desde el Caribe (enero—abril), 39—59.
Resumen
En este trabajo se estudian dos casos de represalia de guerra emprendidas por España en contra de Gran Bretaña durante las guerras de 1718—20 y 1727—29. Ambos casos implicaron el embargo de las propiedades de la Compañía inglesa del Mar del Sur en Veracruz, el principal puerto de Nueva España. El propósito de este artículo es mostrar a través de las represalias de guerra, una estrategia bélica usual en la época, que el imperio español funcionaba como un sistema articulado, en el cual metrópoli y colonias estaban correlacionadas en una suerte de dependencia recíproca que iba más allá de la mera subordinación política.
Palabras clave: represalias de guerra, Compañía del Mar del Sur, ingleses, Veracruz, Navio Prince Frederick, sistema imperial.
Abstract
Two cases of war reprisal undertaken by Spain against Great Britain during the wars of 1718—20 and 1727—29 are studied in this paper. Both cases involved the seizure of the properties of the English Company of the South Sea in Veracruz, the main port of New Spain. The purpose of this article is to show war reprisals as a usual war strategy at the time, that the Spanish empire used as an articulated system in which metropolis and colonies were correlated in a kind of reciprocal dependency that went beyond of mere political subordination.
Keywords: War reprisal, South Sea Company, English, Veracruz, Prince Frederick Ship, Imperial system.
Resumo
Neste trabalho analisamos dois casos de retaliação de guerra feitos pela Espanha contra a Grã—Bretanha durante as guerras de 1718—20 e 1727—29. Os dois casos envolveram a apreensão das propriedades da Companhia dos Mares do Sul em Veracruz, o principal porto da Nova Espanha. Estratégia de guerra usual na época O propósito deste artigo é mostrar as represálias de guerra como uma estratégia bélica comum na época, que o império espanhol funcionava como um sistema articulado, no qual o centro e as colônias estavam ligados em uma dependência recíproca que foi além da simples subordinação política.
Palavras chave: represálias de guerra, Companhia dos Mares do Sul, Ingleses, Veracruz, Navio Prince Frederick, sistema imperial.
El siglo XVIII se caracterizó por una larga serie de guerras internacionales que tuvieron como una de sus causas principales la competencia comercial entre los grandes sistemas imperiales marítimos de la época. Holanda, pero sobre todo Gran Bretaña y Francia empujaban con fuerza en contra del imperio español, en lucha por conservar los restos de su antiguo predominio. El siglo comenzó con la llamada Guerra de Sucesión al trono español en la que España y Francia aliadas pelearon contra Inglaterra, Holanda y Austria. Esta fue la primera gran conflagración bélica en la que se declaró explícitamente que el móvil principal era la disputa por el control del comercio de la América española (Kamen, 1969). A esta le siguieron las dos guerras anglo—españolas de 1718—20 y 1727—29, la guerra del Asiento de 1739—48, peleada también entre Inglaterra y España, la guerra de los Siete Años de 1756—63 entre Gran Bretaña, Francia y España, y continuó un largo etcétera de guerras hasta el comienzo del siglo XIX, cuando la alianza secular de España y Francia terminó con la invasión napoleónica en la Península.
Las guerras del siglo XVIII fueron procesos en los que se puede observar claramente que, los distintos componentes territoriales de cada uno de los imperios contendientes —que podemos distinguir de manera simple como metrópolis y colonias— estaban articulados y sujetos a una suerte de dependencia recíproca, aunque tuviesen una jerarquía distinta entre sí. Esta interconexión, mucho más compleja que la sola subordinación política de las colonias a la metrópoli, los convertía en verdaderos sistemas imperiales o conjuntos complejos cuyas partes interactuaban de manera que establecían entre sí tal dependencia. El funcionamiento de la metrópoli estaba correlacionado con el devenir de sus colonias y, en ese sentido, tanto las colonias dependían del centro imperial como este de sus territorios dominados (Armitage, 2008; Colás, 2009).
Uno de los principales mecanismos de articulación imperial fue, desde luego, el intercambio comercial: la actividad por excelencia que estableció la comunicación regular entre metrópolis y colonias dentro de cada imperio y, en el caso y tiempo que nos ocupan, lo fue sobre todo el comercio realizado a través del Atlántico. La importancia económica, claro, pero también política del comercio lo convirtió en uno de los botines más codiciados y peleados entre los imperios, tanto que fue, si no causa directa, sí uno de los principales catalizadores de todas las conflagraciones entre los imperios en el siglo XVIII. No sólo fue objeto de disputa entre las monarquías rivales, incluso entre reinos aliados (como ocurriría entre Francia y España en el mismo siglo), sino que el comercio, asimismo, fue uno de los factores considerados dentro de las estrategias bélicas de cada sistema imperial.
En efecto, esto se evidenció en las llamadas represalias de guerra: actos por los que se retenían o embargaban los bienes del enemigo, un recurso ejercido por los gobiernos con soberanía reconocida y practicado fundamentalmente sobre los barcos y bienes de comercio de los rivales. Las represalias de guerra fueron tanto mecanismos de presión contra el enemigo como un modo de infringirle un daño económico, entorpeciendo su comercio y limitando sus recursos bélicos, a la vez, también era una práctica que se aprovechaba para obtener recursos, concretamente en el caso de los barcos, sus pertrechos y tripulaciones, al ser requisados eran incorporados a la marina del embargador y utilizados por lo menos durante el tiempo que durara la retención.
Mi propósito en este trabajo es exponer el mecanismo de articulación imperial por medio de dos casos concretos de represalias de guerra practicados por el imperio español, ambos ocurridos en Veracruz, el principal puerto atlántico de Nueva España, durante las guerras anglo—españolas de 1718 y de 1727. Estos dos casos han sido seleccionados debido a que ambos comparten la particularidad de haber sido maniobras en contra de las propiedades de la Sea South Company, conocida en el mundo español como la Real Compañía de Inglaterra, una empresa que por entonces operaba en el territorio hispanoamericano en virtud de las concesiones que el gobierno español tuvo que otorgarle en 1713 a la Corona británica para poner fin a la Guerra de Sucesión. Esta Compañía tenía en Nueva España una única factoría en el puerto veracruzano y sus barcos sólo podían permanecer anclados en esta rada, por lo cual, fueron los dos únicos sobre los que el gobierno español pudo ejercer las represalias de guerra en esos años.
Con el fin de alcanzar la paz y conseguir la firma del Tratado de Utrecht para terminar la guerra de sucesión al trono español peleada entre 1702 y 1713, la primera de las grandes guerras del siglo XVIII, fue que para España tuvo que ceder a Inglaterra, por medio del Tratado del Asiento, una serie de concesiones comerciales sin precedentes en la historia del comercio colonial de Hispanoamérica. En primer lugar, entregó a los ingleses el monopolio o asiento de la venta de esclavos negros en la América española, lo cual, si bien no fue una concesión inaudita porque este monopolio siempre estuvo manejado por comerciantes extranjeros, ya que el imperio español no tuvo acceso directo a los puertos africanos exportadores de esclavos, la cesión hecha a Gran Bretaña en 1713, sí que tuvo un carácter especial al estar ligada a un tratado diplomático, es decir, que no sólo fue un convenio comercial, como habían sido todos los contratos anteriores, sino que fue una cláusula política negociada para restaurar la paz entre los gobiernos de España y Gran Bretaña (Escamilla, 2011; Bély, 2015).
La segunda de las concesiones hechas por la Corona española a la británica para pactar la paz de Utrecht, sí que rompió con una de las reglas más antiguas de la legislación comercial española, pues además de aceptar que comerciantes extranjeros, en este caso concreto comerciantes ingleses, negociaran directamente en los puertos hispanoamericanos, permitió que los ingleses ingresaran a los territorios coloniales españoles para vender sus mercancías, establecerse e instalar factorías. La presencia física de los ingleses dentro del territorio español tenía un doble inconveniente, no sólo lesionaban el monopolio económico de los comerciantes venidos de España en las flotas comerciales, sino que además, podía llegar a representar para muchos españoles un peligro para la moral de sus vasallos católicos: los súbditos británicos no sólo eran extranjeros, sino que además eran anglicanos y por lo tanto protestantes, lo que los podía convertir en una amenaza mayúscula en contra de las devotas costumbres católicas de Nueva España (Sorsby, 1975; Souto, 2015).
Dentro del nuevo orden impuesto por el Tratado del Asiento firmado entre Gran Bretaña y España en 1713, el primero de los barcos ingleses que llegó a Veracruz fue el Elizabeth, en 1715. Esta embarcación estuvo al mando del capitán Samuel Vizent y trajo a los primeros factores ingleses que se instalaron en Nueva España: el factor en jefe Catlin Thorowgood; el contador Thomas Bedell; el cirujano David Patton y los factores subalternos Wiliam Clarke, John Newton y John Strode (Sorsby , 1975; Souto, 2012 y 2015). La factoría fue instalada en Veracruz, en el rancho de San Ildefonso Buenavista, donde algunos de los factores se quedaron cuidando de los esclavos y las mercancías, mientras que otros otros se trasladaron a la ciudad de México para negociar la venta de las mercancías, al mismo tiempo que los comerciantes venidos de España vendían las suyas.
Más barcos ingleses fueron llegando poco a poco, unos trayendo esclavos y otros acarreando sólo mercancías, los cuales eran llamados navíos anuales o de permisión porque tenían permitido venir cada vez que llegaran las flotas españolas, que se suponía debía ser cada año (Donoso Anes, 2006, 2008, 2009, 2010). De estos navíos anuales cargados sólo de mercancías, el primero que arribó al puerto de Veracruz fue el Royal Prince en 1717, acompañado por el Diamond y la galera Sara, los cuales, supuestamente, venían para proteger y abastecer al mercante inglés, aunque en realidad también llegaron repletos de mercancías (Brown, 1926; Christelow, 1942). Seis años después, en 1723, el Royal Prince hizo un segundo viaje a Veracruz también con una gran cantidad de mercaderías. El tercer navío anual o de permisión inglés que llegó a Veracruz fue el Prince Frederick, al mando del capitán Whit Williams, que arribó en 1726, acompañado de los barcos Spotswood y el Príncipe de Asturias (Walker, 1979; Donoso Anes, 2010; Souto, 2015).
El gobierno británico otorgó las concesiones comerciales realizadas por el gobierno español a un consorcio privado fundado hacía poco tiempo: la Sea South Company (Sperling, 1962), llamada por los españoles Real Compañía de Inglaterra. Esto hizo que las operaciones de venta de esclavos y de mercancías inglesas en las indias españolas combinaran intereses públicos y privados de manera muy intricada. Fueron acuerdos desarrollados a partir de tratados diplomáticos entre dos gobiernos para alcanzar la paz internacional, pero además, operaciones comerciales manejadas por una compañía privada integrada por accionistas particulares (entre los que estaban los reyes de Gran Bretaña y de España, pero que actuaban a título individual y no como monarcas) (Sperling, 1962; Walker, 1979; Stein, 2000; Donoso Anes, 2006 y 2010; Escamilla, 2011).
Estas operaciones no sólo fueron motivo de sospecha en los territorios españoles, sino que también en los dominios británicos produjeron alarma. La Sea South Company obtuvo un monopolio que a su vez fue muy mal visto por algunos grupos de empresarios británicos tanto de Inglaterra como de Jamaica, quienes fueron excluidos de formar parte de la compañía del Mar del Sur. Nadie fuera de esta empresa podía ahora comerciar esclavos y mercancías de forma directa en los puertos hispanoamericanos. Una actividad a la que de tiempo atrás se dedicaban ilegalmente muchos comerciantes jamaiquinos y que ahora, al convertirse en una actividad legal, fueron marginados (Temperly, 1911; Nettels, 1931; Nelson, 1933; Liss, 1989; García de León, 2011). En definitiva, los barcos ingleses que llegaron a Veracruz promovieron y afectaron al mismo tiempo intereses públicos y privados de distinta índole, nivel y región, tanto españoles como británicos, por lo cual, al ser barcos de propiedad privada, siempre navegarían bajo la protección de naves de guerra de la armada británica.
Cuando estallaron las guerras de 1718 y de 1727 entre los imperios español y británico, era de esperarse que cada año los barcos ingleses Royal Prince y Prince Frederick, ambos propiedad de la Compañía del Mar del Sur, estuvieran amarrados en el puerto de Veracruz, por lo que estuvieron en la mira del gobierno español como objetos de represalia de guerra, aunque como se verá más adelante, solo el Prince Frederick corrió con tal suerte, pues el otro navío consiguió escapar antes de ejecutarse la orden de represalia.
El embargo de las propiedades del enemigo, llamado el derecho de represalia, como se dijo al principio de este artículo, era una táctica de guerra bastante común entre los gobiernos europeos, de hecho, era una práctica muy antigua, por lo menos desde la Edad Media, se reconocía que era un acto de guerra legítimo siempre y cuando se cumplieran ciertas condiciones. En primer lugar, la represalia tenía que ser dictada por una autoridad cuya soberanía estuviera legítimamente reconocida por otros gobiernos y que por ello estuviera facultada para hacer una declaración formal de guerra contra otro país. La segunda condición estaba dada por los motivos que llevaban a la declaración: debía existir una causa justa, es decir, la represalia sólo debía imponerse para recompensar a la parte agraviada tras una violación de grandes dimensiones y, como tercero y último requisito, era condición necesaria que las autoridades del país agresor se hubieran negado a aplicar la justicia después de que la parte agraviada la hubiera solicitado expresamente.
No obstante, estos principios básicos, el derecho de represalia entrañaba una debilidad que lo hizo cuestionable en opinión de varios juristas, en general, se trataba de un castigo impuesto a terceros inocentes en el conflicto, pues generalmente se aplicaba a la propiedad privada. Injusticia para la cual ni los juristas medievales ni los juristas modernos pudieron encontrar una justificación moral satisfactoria. Ahora bien, aunque fuera una práctica objetada por algunos, el derecho de represalia era legítimo en la medida en la que estaba reconocido en los tratados de paz y comercio firmados por las monarquías europeas de la Edad Moderna y fue aplicado prácticamente por todos los gobiernos de la época (Alloza, 2005).
De manera concreta, para el periodo de tiempo que a este estudio compete, el derecho de represalia estaba incluido en el Tratado de Paz, Comercio y Alianza que había sido firmado entre España e Inglaterra en 1667, el cual fue a su vez ratificado en el Tratado de Comercio y Amistad de 1713, firmado como parte de la paz de Utrecht que puso fin a la Guerra de Sucesión. En el artículo III del tratado de 1667, incluido textualmente en el tratado de 1713, quedó señalado que si se difería o se negaba por las vías ordinarias de derecho y justicia la reparación de un daño que lesionara la alianza entre ambos reyes y súbditos, primero se demandaría la administración de justicia por parte del gobierno agresor y después, si en un plazo de seis meses no se daba ninguna satisfacción a esta demanda judicial, entonces sí se podían conceder letras de represalia a la parte agraviada y proceder en consecuencia con el embargo de propiedades.1
Aquel era el estado legal vigente en las relaciones entre España e Inglaterra cuando se aplicó el derecho de represalia de guerra en contra de las propiedades de los ingleses de la factoría de la Compañía del Mar del Sur instalada en Nueva España, y entre estas propiedades, las presas más apetecibles fueron los barcos Royal Prince y Prince Frederick en 1718 y 1727, respectivamente, máquinas apreciadísimas y fundamentales para todos los imperios de la época.
La represalia en contra de los ingleses en 1718
La guerra de 1718—20 se desencadenó con el intento de España por recuperar las posesiones que había perdido en el Mediterráneo al firmar el Tratado de Utrecht tras la Guerra de Sucesión. Se trató de una guerra en parte instigada por la segunda esposa de Felipe V, Isabel de Farnesio, con el propósito de recobrar los territorios italianos y así contar con algún reino que pudiera obtener en herencia su hijo Carlos, tercero en la línea de sucesión al trono español después de Luis y Fernando, los hijos mayores de Felipe V nacidos de su primer matrimonio con María Luisa de Saboya.
De manera simultánea a las operaciones en Europa, se emprendieron también maniobras en América, concretamente en Luisiana, Carolina y Florida (Weber, 2000), con las que España pretendía imponer su control para mantener a raya a Francia e Inglaterra en el Golfo de México y el canal de las Bahamas, paso obligado de las flotas españolas en su tornaviaje a la Península Ibérica. Aunque la estrategia española fracasó rotundamente y al final España tuvo que firmar en Cambrai un nuevo tratado de paz que ratificó en 1721 todo lo convenido en el tratado de Utrecht de 1713, durante la guerra, el gobierno español utilizó el derecho de represalia como un mecanismo de presión en contra de Inglaterra.
Como parte de la estrategia bélica, el 25 de octubre de 1718, se envió al virrey marqués de Valero la orden dictada el 14 de septiembre anterior para que en Nueva España se hiciera represalia y confiscación de todos los bienes, haciendas y efectos pertenecientes a los ingleses. La justificación dada por el gobierno español para declarar el embargo fue la violación de la paz por parte de Gran Bretaña al atacar a la armada española en Sicilia. La orden consistía en requisar todas las posesiones pertenecientes a los ingleses presentes en suelo español, incluyendo en el caso de los comerciantes sus libros de contabilidad, y además, revisar los registros de los escribanos españoles para conocer todas las transacciones que hubieran efectuado los ingleses en Nueva España, lo que implicaba, naturalmente, conocer también los negocios de los propios súbditos españoles que hubieran negociado con los ingleses.
Todo el proceso de embargo debía quedar asentado en un inventario levantado en presencia de un escribano que diera fe con todo detalle de la cantidad y calidad de cada objeto o bien represaliado: dinero, joyas, plata labrada y cualquier otro género de hacienda, bienes y efectos sin excepción alguna (no está explícito en la orden, pero se asume que también debían estar incluidos los esclavos). Todos los bienes quedarían depositados y bajo custodia de la Real Hacienda.2 En cuanto a los factores y empleados de la Compañía y los tripulantes de los barcos, la orden del 14 de septiembre dictaba que debían ser enviados a España en navíos españoles, repartiéndolos en proporción al porte de cada barco y el tamaño de su tripulación, de modo que, el número de ingleses en cada nave fuera lo suficientemente pequeño para que no se animaran a insultar o levantarse en contra de los españoles a bordo. No obstante, en la orden del 25 de octubre dirigida al virrey y en la se transmitió el mandato real del 14 septiembre dictando la represalia en contra los ingleses, se aclaró que no era obligatorio expulsar de Nueva España a los ingleses, al contrario, se les podía permitir quedarse en el virreinato siempre y cuando se instalaran lejos de los presidios y las plazas fuertes y se alojaran en algún paraje tierra adentro donde no pudieran hacer ningún daño a la población ni comunicarse con sus correligionarios para organizar un ataque.
Se ordenó, además, que los bienes ingleses fueran confiscados mediante un inventario confeccionado en presencia de oficiales reales y de factores ingleses para que todo fuese legal y quedará debidamente asentado por escrito. Se dispuso también que, si entre los bienes confiscados se encontraban productos perecederos, estos debían ser vendidos en almoneda pública y en presencia de los oficiales reales y de los factores ingleses; el producto de su venta debía depositarse en las cajas reales en calidad de depósito y de él se llevaría una cuenta separada para mayor claridad.3 De este dinero se pagaría el sustento de los factores ingleses que permanecieran en Nueva España, en función del grado que cada cual tuviera dentro de la propia factoría inglesa. Los factores tendrían que expedir recibos para justificar las cantidades que egresaran de las cajas reales para su manutención. A todo esto, se agregó una orden inspirada, al parecer, en el pundonor español: a pesar de la represalia de guerra que estaba en marcha, se hacía énfasis en que los ingleses no debían ser molestados ni debían sufrir vejaciones de ninguna clase en sus personas.
Estas órdenes de represalia y embargo fueron recibidas en México el 6 de enero de 1719. Se sabe que el navío inglés Royal Prince, al mando del capitán Baynam Raymond, había llegado a Veracruz el 19 de noviembre de 1717. Este barco había hecho la travesía atlántica acompañado por el Diamond, un navío de guerra británico artillado con 50 cañones, encargado de la defensa del barco de la compañía debido a la "muchedumbre de piratas" (sic) que perturbaban la navegación por estos mares.4 Con ellos, también había hecho la travesía la galera Sarah, de la que se explicó oficialmente que venía cargada con pertrechos de carena y víveres para abastecer a los otros dos barcos. En realidad, todos sabían en Veracruz que, tanto el Diamond como la Sarah, no venían para proteger y proveer al Royal Prince, sino que, igual que este, venían abarrotados de mercancías y que había sido el propio virrey marqués de Valero quien había permitido que esa mercancía se vendiera en Nueva España (Donoso, 2010).
Un mes antes de que llegaran los barcos ingleses a Veracruz, el 9 de octubre de 1717, había arribado la flota española al mando del comandante Antonio Serrano, así que una vez descargados los barcos españoles y los ingleses, los mexicanos, los españoles y los ingleses debieron estar muy ocupados en sus transacciones comerciales a lo largo de todo el año de 1718, pero en los primeros días de 1719 todas las negociaciones debieron suspenderse como consecuencia de la llegada, el 6 de enero, de la orden de represalia de guerra a Nueva España.
La orden debió ponerse en marcha muy lentamente, lo que, sin duda, contribuyó a que el Royal Prince consiguiera escapar al embargo (aunque no es descabellado considerar que también pudo escapar gracias a la connivencia con las autoridades novohispanas). El navío zarpó de Veracruz llevándose todos los libros de contabilidad de la compañía y las ganancias disponibles de las ventas realizadas hasta entonces, y llegó a Londres en junio, por lo que debió salir de Veracruz al menos un mes antes, justo cuando se estaba poniendo en ejecución la orden de embargo (Donoso, 2010).
De hecho, en relación con las maniobras de represalia, existen soportes de que en mayo, el gobernador de Veracruz ordenó que un pingüe y una balandra, otras dos naves inglesas que habían sido confiscados (probablemente dedicadas al tráfico de esclavos) fueran entregados a la Armada de Barlovento y que sus 60 tripulantes fueran llevados a la villa de Orizaba, pero el almirante de la escuadra española no aceptó los barcos con el pretexto de que no tenía lugar donde guardar los pertrechos, así que los tripulantes ingleses no fueron trasladados tierra adentro, sino que los dejaron en la costa para que cuidaran de sus propias naves amarradas en San Juan de Ulúa. Cuando la Corona se enteró de esta absurda decisión, el rey exigió explicaciones, que no se sabe si fueron dadas (de nueva cuenta resulta tentador considerar que fue una decisión inspirada en la colusión entre ingleses y mexicanos).5
Aunque el Royal Prince se libró del embargo, hubo otras propiedades confiscadas en 1719. En la carta cuenta de la caja de México de 1720 se indica un cargo por represalia a la Compañía de Inglaterra de sólo 22,255 pesos (TePaske y Klein, 1988). Ahora bien, conocer las cifras de lo represaliado no es tarea fácil: incluso, en aquella época era complicado conocer con certeza el monto de lo que podía represaliarse y después saber exactamente lo que efectivamente se requisó y adónde fue a parar. Hubo casos muy confusos. En Veracruz, el embargo a los ingleses había sido conducido por el contador Andrés de Liceaga y el corregidor del puerto. A ellos llegó la noticia de que los factores del Asiento de negros habían llevado sus libros y papeles a casa de un tal Pedro Primo de Ribera, al hacer un reconocimiento a esta casa, sólo se encontró la ropa de vestir usada por los propios factores ingleses, pero no hallaron ni sus libros de contabilidad ni otros papeles que dieran cuenta de sus negocios, así que sin más, la ropa les fue devuelta a los ingleses. Lo que sí encontraron en esta casa fueron 49 medias piezas de estopilla, además de que el propio Primo de Ribera declaró que a los ingleses se les debían 150 pesos por un negrito y 250 por un negro (cuyo destino nunca nadie explicó), pero ni las estopillas ni los esclavos figuraron en el inventario de embargo levantado originalmente. Al llegar esta noticia a España, se ordenó al virrey marqués de Valero que todo el valor de lo embargado fuera entregado a las cajas reales. Lo mismo se ordenó respecto a unas ropas que Matheo González Cosío y Martín Goycochea habían comprado a los ingleses por 70 mil pesos. Aunque el contador Liceaga envió testimonio de que el contrato entre los comerciantes novohispanos y los ingleses se había hecho de manera legítima y que la operación era anterior a la declaración de represalia, se ordenó que las ropas fueran entregadas a la caja real.6
En agosto de 1720, el marqués de Valero envió un informe acerca de las ventas de los efectos represaliados a los ingleses y comunicó que el producto había sido remitido a España en los navíos de una flotilla de azogues que había llegado a Veracruz, en 1719, al mando del comandante Baltasar de Guevara. La respuesta recibida por el virrey fue la reprobación del Rey a la forma en la que se había conducido la represalia en Veracruz, pues el marqués de Valero no había cumplido la orden de remitir el producto de la venta de todo lo embargado a la caja de México.7
La restitución de lo represaliado
En 1720 la guerra entre España y la Cuádruple Alianza terminó y se restableció la paz entre las potencias europeas con la firma del tratado de paz sellado entre España e Inglaterra el 13 de junio de 1721 en la ciudad de Cambrai. En su artículo 3°, se ratificó lo convenido en el Tratado de Utrecht de 1713, lo que implicó que en materia de represalias de guerra, se tratarían de resarcir cuanto antes los daños infligidos, siguiendo las formas de justicia, es decir, que todos los bienes confiscados al principio de la guerra serían restituidos por haber ido en contra del artículo 36 del Tratado firmado en 1667 entre Inglaterra y España. Textualmente quedó establecido en el artículo séptimo lo siguiente:
Si se originase diferencia por la cual deba interrumpirse el mutuo comercio, se dará aviso con tiempo a ambas partes seis meses antes de comenzar las hostilidades, para que cada una pueda retirar sus mercancías y caudales, sin que se le cause molestia o vejación con la detención o embargo de sus bienes o personas.8
En consecuencia, como no se había dado cumplimiento a ello, el 16 de agosto de 1721, se envió la orden para que todos los bienes y efectos que hubieran sido embargados a los ingleses por represalia de guerra, les fueran restituidos en la misma especie o en el valor que tenían cuando fueron confiscados. Esta orden fue recibida en México ocho meses después, el 13 de abril de 1722. Se disponía que si al momento del embargo no se hubiese hecho la tasación correspondiente (lo cual, al parecer, ocurrió con frecuencia), se debía estimar un valor justo a las propiedades a partir de la información legítima de calidad y cantidad que exhibieran los dueños. Todo debía ser restituido a los genuinos propietarios, aunque no se aclaraba cómo proceder con los bienes que se habían enviado a España.9 La misma orden en su versión inglesa, firmada en Kensignton el 14 de septiembre de 1721, fue recibida en México el 26 de junio de 1722, en esta se especificaba que las devoluciones debían comenzarse a más tardar diez semanas después de la fecha en la que se había firmado en La Haya el tratado de suspensión de Armas, es decir, el 29 de febrero de 1720. La orden inglesa había sido enviada a México para evitar malentendidos y garantizar que el mismo texto fuera conocido en ambos mundos, el hispánico y el anglosajón.10
Sin embargo, el proceso de restitución no fue sencillo. La Real Compañía de Inglaterra presentó una instancia por la que solicitó que se le reintegrara toda la plata y todos los géneros que le habían sido embargados y trasladados de Veracruz a España en la escuadra del comandante Baltasar de Guevara (la que había llegado a Veracruz en 1719) y en la flota de Fernando Chacón (que había arribado al puerto novohispano el 26 de octubre de 1720 y que había emprendido el tornaviaje el 29 de mayo de 1721). Según los contadores del Consejo de Indias, en diciembre de 1721, Guevara había transportado 81,167 pesos; varios sacos y zurrones de grana y añil de distintas calidades que sumaban más de 16,000 arrobas. Por su parte, la flota del comandante Chacón había trasladado 101,051 pesos en barras y reales de plata, más varios sacos y zurrones de grana y añil, cerca de 5,000 arrobas, también de calidades diversas. De todo este tinte, sólo quedaban en los almacenes de Cádiz 2,535 zurrones de añil, que el rey ordenó que se entregaran íntegros a la Compañía inglesa; en cuanto al resto de lo embargado, que ya se había consumido, el rey ordenó que su importe fuera reintegrado con dinero procedente de las cajas reales de México y Veracruz, restando lo que había costado su transporte por mar y tierra de México a España, además de deducir también el costo de la renta de los almacenes y demás gastos surgidos en el acarreo y depósito de los productos. El virrey marqués de Casafuerte recibió la orden y ordenó su ejecución el 18 de abril de 1723.11
Además de la lentitud normal del engranaje administrativo, se sumaron otros factores que demoraron aún más la restitución de los bienes embargados a los ingleses por represalia de guerra. Cuando se iniciaron los cálculos del dinero que debía ser devuelto, surgieron varias inquietudes, por ejemplo, si en las ventas de las mercancías embargadas se había pagado el impuesto de alcabala, y de ser así, si su cobro correspondía al Consulado de México, ¿a quién le tocaba pagarlo?12. Al final de cuentas, tras largas deliberaciones, los ministros del Consejo de Indias reunidos en la llamada Junta de Negros resolvieron que el Consulado de México no tenía derecho a cobrar alcabalas sobre los géneros y efectos represaliados a los ingleses y conducidos a la ciudad de México para su venta. En cuanto al pago de las alcabalas por las ventas de las mercancías traídas por el Royal Prince en 1723, la misma junta declaró que el Consulado sí estaba en su derecho de cobrarlas.13
El segundo embate español para recuperar los territorios italianos
En enero de 1724, Felipe V abdicó a favor de su primogénito Luis, hijo de María Luisa de Saboya, pero fue un reinado breve con un rey adolescente. Apenas asumió el poder, Luis I enfermó y murió a los pocos meses, en agosto, cuando apenas había cumplido 17 años. No obstante, en su corto reinado, alcanzó a firmar órdenes para retirarles concesiones comerciales a los ingleses. El 11 de marzo de 1724, se les canceló el permiso que se les había dado el 27 de septiembre de 1721, por el que podían adentrarse en el interior del virreinato de Nueva España. Ante esto, en la corte británica se llegó a decir en "un convite con abundantes licores" —según relató el embajador español en Londres— que si no les devolvían los privilegios comerciales, los ingleses se cobrarían represaliando galeones españoles y, si ni siquiera con esto los españoles entendían que los ingleses estaban dispuestos a todo para recuperar las concesiones, entonces invadirían Cuba.14 Esto, desde luego, no fue dicho oficialmente, sino en una velada social, pero si el embajador lo comunicó a su gobierno, sin duda era información que daba cuenta del ambiente que existía en la corte británica y no debía menospreciarse. En ese momento no se llegó a tanto, pero la tensión fue en aumento y terminó desatando una nueva guerra entre España y Gran Bretaña.
Tras la muerte de Luis I, Felipe V regresó al trono de España y su segunda esposa, Isabel de Farnesio, retomó el proyecto de recuperar las posesiones italianas: el legado para sus hijos. En esta ocasión, buscó aliarse con su antigua adversaria, la corte de Viena, a la que ofreció subsidios y privilegios comerciales en el imperio español. Felipe V y Carlos VI firmaron el Tratado de Viena en 1725 y España concedió a los súbditos austríacos el trato de nación más favorecida en materia comercial. Además, España permitió que la Compañía Imperial de Ostende para la India Oriental comerciara con cualquier parte del imperio español, excepción hecha de Hispanoamérica (Gibbs, 1958).
Para Gran Bretaña, estas concesiones ponían en riesgo sus ventas de manufacturas en España, y no solo eso, también, por experiencia propia sabían que tener contactos de comercio en España era la clave para abrir una puerta al comercio con las colonias españolas, así que trataron de contrarrestar el Tratado de Viena formando la llamada alianza de Hannover con Francia y Prusia en septiembre de 1725. El resultado fue un aumento en la tensión entre las potencias imperiales que hizo inevitable la guerra al punto de estallar en 1727. El embajador inglés recibió órdenes de abandonar Madrid y los barcos españoles se apostaron frente a la costa de Gibraltar. Felipe V ordenó el asedio a Gibraltar antes de declarar formalmente la guerra entre las cortes británica y española, en respuesta a que el almirante inglés Francis Hosier había bloqueado el puerto de Portobelo en el Istmo del Darién (Escamilla, 2011).
El dominio sobre los principales canales de comunicación interoceánica estaba en juego: Gibraltar, que era el paso entre el Mediterráneo y el Atlántico, y Portobelo, el paso entre el Caribe y el Pacífico. Entre enero de 1727 y marzo de 1728, las hostilidades quedaron restringidas a esas dos regiones, ni más ni menos que dos puntos nodales en los sistemas imperiales dada su importancia en las comunicaciones marítimas. Como parte de la respuesta a las maniobras de Hosier en Portobelo, se ordenó que todos los bienes ingleses fueran represaliados en el imperio español, lo que en Veracruz significó requisar el navío Prince Frederick. En esta ocasión, a diferencia de lo que había ocurrido con el Royal Prince que logró zafarse del embargo, el Prince Frederick sí fue represaliado y retenido en Nueva España hasta la firma de la convención de El Pardo en 1729 (Lynch, 1991).
La represalia en contra del Prince Frederick
La orden de represalia en contra de todas las propiedades de los británicos que se encontraran dentro de territorios bajo la soberanía española, se publicó en Nueva España por bando del 28 de julio de 1727. En esta ocasión, se ordenó, además, que todos los súbditos españoles que hubieran tenido tratos comerciales con los ingleses debían presentarse a declarar ante los oidores Manuel de Oliván Rebolledo o Pedro Malo Villavicencio. Nadie quedó exento, por el contrario, se advirtió que, si se faltaba a esta obligación, los transgresores —sin importar a qué clase ni calidad pertenecieran, según se advirtió explícitamente— serían acreedores a una pena de diez años de presidio y a la pérdida total de sus bienes.15
El navío Prince Frederick había llegado a Veracruz el 25 de octubre de 1726 acompañado por otras dos naves inglesas, la Spotswood y la Príncipe de Asturias. Los tres barcos no sólo habían llegado abarrotados de mercancías inglesas, sino que además, los habían rellenado con barcos nodrizas conforme eran descargados,16 cuestión tanto más grave porque el tratado firmado con Inglaterra sólo autorizaba la entrada de un solo barco y este no podía sobrepasar las 650 toneladas. Cuando se ejerció la represalia sobre este barco y se embargaron los bienes de los ingleses, se descubrió que las operaciones sobrepasaban por mucho los límites autorizados, pues las autoridades españolas calcularon que el valor de lo confiscado ascendió a la muy considerable cantidad de dos millones de pesos aproximadamente (Escamilla, 2011).
Ahora bien, dado el tiempo que transcurría desde que las instrucciones se daban en Madrid hasta que llegaban y se llevaban a efecto en los territorios ultramarinos, la orden de represalia en contra del Prince Frederick se puso en marcha en Veracruz justo cuando en Europa ya se estaba negociando la paz entre Inglaterra y España, así que cuando las cortes europeas se enteraron de las noticias de la represalia ejecutada en contra del navío inglés en Veracruz, las negociaciones de paz se detuvieron y ambos gobiernos protestaron diciendo que no proseguirían hasta que se resolvieran los conflictos pendientes. Gran Bretaña señaló que no daría un paso adelante hasta restituirle el Prince Frederick a la Compañía del Mar del Sur y hasta retirar el sitio de España sobre Gibraltar al inicio de la guerra; por su parte, España exigió como requisitos para proseguir con las negociaciones de paz que Inglaterra retirara sus escuadras de las aguas españolas en América y Europa y que garantizara que la Compañía inglesa del Mar del Sur pondría fin al contrabando que hacía en los puertos hispanoamericanos.
Las demandas exigidas por uno y otro gobierno fueron discutidas en el Congreso de Soissons, en principio, España acordó la restitución del barco en el mes de abril de 1728, pero en el acuerdo respectivo firmado en El Pardo, sólo se especificó que se devolvería el barco Prince Frederick, no se mencionó nada acerca de la restitución de otras propiedades inglesas. Otro aspecto no considerando en la negociación, y que impidió la liberación inmediata del barco inglés, fue la desaparición de su marinería original, algunos de los hombres habían muerto y otros se había enrolado en barcos españoles, de modo que era necesario conseguir una nueva tripulación que llevase el barco de regreso a Inglaterra. El barco, como tal, sí estaba en buenas condiciones, pues mientras estuvo retenido por el gobierno español fue utilizado para repartir los Situados por los puertos del Caribe, gracias a lo cual había sido carenado y provisto de pertrechos,17 de otro modo, inmóvil en las tibias aguas tropicales de Veracruz, el casco de la nave hubiera sufrido enormes desperfectos.
A pesar de todos los problemas y casi cuatro años después de haber arribado a las aguas veracruzanas, el Prince Frederick fue devuelto a la compañía inglesa y logró zarpar de San Juan de Ulúa en el mes de junio de 1729. La falta de tripulación fue un obstáculo superado gracias al ingreso autorizado de una fragata inglesa procedente de Jamaica, la Rattelief, que traía a Veracruz, por cuenta de la misma Compañía del Mar del Sur, 80 marineros que conducirían al Prince Frederick de regreso a Inglaterra.
Por su parte, España levantó el sitio puesto a Gibraltar, y por la suya, Gran Bretaña ordenó a sus escuadras retirarse y permitir la libre navegación de los barcos españoles en las aguas americanas y europeas, así, finalmente, el 9 de noviembre de 1729 se firmó el Tratado de Sevilla que puso fin a la guerra entre Gran Bretaña y España, y en diciembre de ese mismo año se permitió que los ingleses reinstalaran la factoría de la Compañía del Mar del Sur en Veracruz.
Si bien es cierto que el Prince Frederick fue restituido y que la paz entre los imperios español y británico volvió a reinar, esto no significó que se terminaran todas las tensiones que existían entre España y Gran Bretaña. Lejos de ello, ambos imperios competían por controlar los mercados hispanoamericanos, competencia que continuó a lo largo de todo el siglo, a veces puesta de manifiesto por medio de una conflagración bélica declarada, en la que las escuadras enemigas se enfrentaban a cañonazos, y otras veces expresada por medio de estratagemas mercantiles más o menos sofisticadas y sutilezas de derecho. Por principio de cuentas, el contrabando siguió realizándose a espuertas. Pero además, en el caso de la represalia de 1727, el acuerdo de El Pardo ordenó la restitución del barco Prince Frederick pero no la devolución de ningún otro de los bienes embargados, así que después de firmada la paz, los factores ingleses en Nueva España tuvieron que pelear en los tribunales su devolución, incluida la restitución de algunas sumas que habían quedado pendientes de la represalia anterior, del embargo realizado en la guerra de 1718.18 De modo que tanto los ingleses como los españoles continuaron con sus prácticas enervantes.
Los ingleses jamás dejaron de practicar el contrabando (el cual, por cierto, se hacía en connivencia con los propios españoles) y siguieron introduciendo de manera ilícita cantidades enormes de mercancías y extrayendo sumas formidables de plata. La mayor parte de esta plata no estaba quintada ni su salida era registrada, y para colmo, buena parte de ella ni siquiera era de los ingleses, sino propiedad de súbditos españoles que, de manera ilegal, aprovechaban los servicios de los barcos ingleses para transportar su dinero a Europa sin pagar los impuestos debidos a la real hacienda española. Por su parte, la burocracia fiscal, jurídica y mercantil española trató de entorpecer las actividades de los ingleses en Nueva España por cuanto medio tuvo a su alcance.
La tensión que generaban todas estas operaciones abusivas se canalizaba en los tribunales y las cortes, pero mezcladas con otros ingredientes a nivel internacional terminaron por provocar que se volvieran a detonar contiendas bélicas peleadas a cañonazos. Después del episodio de la represalia del Prince Frederick, hubo un periodo de diez años de relativa calma, pero en 1739, explotó una nueva guerra, la llamada del Asiento por la historiografía española o de los Nueve Años por la historiografía inglesa, precisamente porque duró ese tiempo y porque poco después de esta guerra se puso término al Asiento firmado entre España y Gran Bretaña en 1713.
A cambio de una jugosa compensación económica, España consiguió, al fin en 1750, que Gran Bretaña renunciara al monopolio de la venta de esclavos y al envío de los navíos anuales o de permisión a los puertos de Veracruz, Portobelo y Cartagena. Nunca ha quedado del todo claro si el negocio de los esclavos y los navíos anuales fue redituable para la Compañía y para Inglaterra (o para el rey de España, que era accionista de la compañía inglesa), pero sí que su renuncia a ellos no afectó mucho a los ingleses porque su comercio con Hispanoamérica continuó prosperando legalmente desde España y de manera clandestina directamente en América. Por lo demás, las tensiones entre ambos imperios por este motivo, sazonadas con otros ingredientes, siguieron adelante hasta desatar, en lo que restaba del XVIII y hasta iniciar el siglo XIX, nuevas guerras imperiales cada vez más violentas y complicadas.
Consideraciones finales
Las dos represalias de guerra puestas en marcha en 1718 y en 1727 en Veracruz fueron parte de la estrategia bélica del imperio español en contra del británico. Como se ha visto, se trató del embargo de las propiedades que los ingleses de la Compañía del Mar del Sur tenían en Nueva España. No fueron maniobras que cambiaran dramáticamente el curso de las guerras, pero sí tuvieron la suficiente importancia como para influir en las negociaciones diplomáticas para restaurar la paz entre ambos imperios, en particular el embargo y la restitución del navío Prince Frederick.
El análisis de estos dos casos resulta interesante en la medida que de forma muy concreta se puede ver cómo los imperios actuaban como sistemas articulados al poner en marcha varias estrategias alrededor del mundo para defender los intereses metropolitanos. La represalia en contra de los bienes de la Compañía del Mar del Sur pretendió lesionar económicamente a Gran Bretaña porque si bien esta era una empresa particular, cuyo capital estaba constituido por accionistas privados, fue una compañía creada para respaldar la deuda del gobierno británico, una compañía cuyas ganancias se obtenían fundamentalmente en plata, una mercancíadinero fundamental para negociar en otras partes del mundo.
Por otra parte, en el curso de estas dos guerras anglo—españolas se puede advertir con claridad la importancia enorme que para los imperios tenían las interconexiones marítimas y cómo estas eran piezas claves para la articulación imperial. En particular entre 1718 y 1729, además de los territorios italianos, se disputaron Gibraltar y Portobelo, sitios de enorme importancia por tratarse de los pasajes que conectaban al Mediterráneo con el Atlántico y al Caribe con el Pacífico. Para entender el valor estratégico que tenía el dominio de estos pasajes interoceánicos, basta pensar en que eran fundamentales para la comunicación marítima a nivel mundial. No en balde, la compañía inglesa había sido nombrada del Mar del Sur, pues su proyecto original fue intervenir en el comercio de ese océano, también llamado Pacífico, el mar que conducía a Asia, la región con los mercados más importantes del mundo en esa época.
Notas
1 Colección de los tratados de paz, alianza, comercio, etc., ajustados por la Corona de España con las potencias extranjeras desde el reinado del señor Don Felipe Quinto hasta el presente, Madrid, Imprenta Real, por Don Pedro Julián Pereyra, impresor de Cámara de S.M., 1800, tomo 2.
2 AGN, Reales Cédulas, vol. 39, exp. 132.
3 Reales Cédulas, vol. 40, exp. 112.
4 AGN, General de Parte, vol. 21, exp. 310, fs. 353—354v.
5 AGN, Reales Cédulas, vol. 40, exp. 123.
6 AGN, Reales Cédulas, vol. 40, exp. 157, y vol. 42, exp. 36.
7 AGN, Reales Cédulas, vol. 42, exp. 39.
8 Colección de los tratados de paz, alianza, comercio, etc., ajustados por la Corona de España con las potencias extranjeras desde el reinado del señor Don Felipe Quinto hasta el presente, Madrid, Imprenta Real, por Don Pedro Julián Pereyra, impresor de Cámara de S.M., 1800, tomo 2, p. 291.
9 AGN, Reales Cédulas, vol. 42, exp. 65.
10 AGN, Reales Cédulas, vol. 42, exp. 94.
11 AGN, Reales Cédulas Originales, vol. 43.
12 AGN, Consulado, vol. 5086, exp. 55.
13 AGN, Indiferente Virreinal, c. 1321, exp. 20.
14 AGS, Estado, leg. 6860.
15 AGN, Bandos, caja 6418, exp. 15.
16 Declaración de Matheo Plowes, París, 18 de marzo de 1729, AGS, Estado, 7017.
17 Documento sin firma fechado el 7 de agosto de 1728 y enviado al marqués de la Paz, AGS, Estado, leg. 7614.
18 AGN, Reales Cédulas Originales, vol. 50, exp. 26.
Fuentes
Archivo General de la Nación (AGN), Ciudad de México, México.
Reales Cédulas
Reales Cédulas Originales
Consulado
Indiferente Virreinal Bandos
Archivo General de Simancas (AGS), Valladolid, España. Estado
Colección de los tratados de paz, alianza, comercio, etc., ajustados por la Corona de España con las potencias extranjeras desde el reinado del señor Don Felipe Quinto hasta el presente, Madrid, Imprenta Real, por Don Pedro Julián Pereyra, impresor de Cámara de S.M., 1800, tomo 2.
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