ISSN Electronico 1794—8886
Volumen 34, enero—abril de 2018
DOI: http://dx.doi.org/10.14482/memor.34.10580


Javier Ortiz Cassiani El incómodo color de la memoria. Columnas y crónicas de la historia negra. Bogotá, Ministerio de Cultura, Editorial Delfín, 2016.

Laura Carolina De Moya Guerra

Politóloga con énfasis en gobierno y políticas públicas, Universidad del Norte, Barranquilla (Colombia). Estudiante de la Maestría en Historia de esta Universidad. lcdemoya@uninorte.edu.co


El incómodo color de la memoria se escribe desde Cartagena de Indias, Barú, Tabaco, Bojayá, Ciénaga, San Basilio de Palenque, Buenaventura, Chocó, San Andrés, Providencia y Santa Catalina, Cleveland, Ohio, Ferguson, Missouri y Arica, Chile; a través de Benkos Biohó, José Padilla, Pedro Romero, Catherine Ibargüen, Edgar Perea, Candelario Obeso, Emilio Rentería García, Muhammad Ali, Jackie Robinson, Peter Norman, Rosa Parks, Beyoncé, Tamir Rice, Barack Obama y de los niños, mujeres y hombres africanos que fueron traídos como esclavos en la que fue, sin duda, la mayor infamia de la historia cometida por hombres contra otros hombres (Ortiz, 2016, p. 79)

Con la ayuda de la geografía colombiana, de personajes propios y extranjeros, de la música de gaitas y tambores, de los olores y sabores de Cartagena de Indias y de sus recuerdos de infancia, Javier Ortiz Cassiani presenta un libro cuyo valor estriba en que no solamente supera el simple homenaje retórico. Por el contrario, es una apuesta por seguir luchando en contra de las prácticas históricas del olvido y las cotidianas de la discriminación, exclusión y racismo. El tema central de esta obra es lo negro, lo negro entendido como su geografía, su gente, su arte y sus escritos.

Con el apoyo de la Dirección de Poblaciones del Ministerio de Cultura y enmarcado en las actividades del Decenio Internacional para los Afrodescendientes 20152024 decretado por la ONU, el libro es el resultado de la compilación de diferentes columnas y textos leídos en diversos eventos. Su estructura permite al lector un acercamiento histórico, geográfico, internacional, artístico, local y personal al tema del racismo. Como si fuese una novela, cada columna se articula con la otra para ligar una historia que comienza en los tiempos de la colonia pero que, en nuestros días, aún no termina.

Javier Ortiz Cassiani comienza por establecer lo incuestionable: que Cartagena de Indias es negra, fueron los esclavos africanos quienes forjaron la identidad más cierta de este puerto caribeño, no habría absolutamente nada de su configuración material si se negase la avasallante presencia de la población negra. (Ortiz, 2016, p. 29).

Dicha negación, es también objeto de la discusión del autor y razón de sus escritos. Desde los tiempos coloniales fue establecida la concepción de que los negros esclavos eran sólo valiosos por su cuerpo negro, en otras palabras, por su capacidad física de resistencia ante casi cualquier situación de explotación y condiciones infrahumanas. Con la conformación de la República, los hacedores de la nación continuaron perpetuando este estigma, que se propagaría por el territorio de tal manera que haría desaparecer su fragmentada geografía. Ellos niegan completamente la participación de los mulatos cartageneros en el proceso de independencia de Cartagena de indias, relegándoles un papel de aprovechados y borrachones, esto último porque la bebida era, según los fundadores de la República, su única motivación para unirse a la causa independentista. Esta negación y exclusión no solo estuvo presente en la arena política, sino que se trasladó a otras esferas y espacios.

Con su exquisito pero accesible uso del lenguaje, Javier Ortiz Cassiani nos transporta a su infancia para recordar cómo diferentes personajes negros, como Candelario Obeso, poeta momposino, cuyos poemas, que describen y se adentran en el inexplorado mundo de los bogas, aquellos negros que recorrían el río Magdalena transportando mercancías y personas, fueron silenciados por los textos que enseñaban castellano de los años setenta.

En el mismo apartado, titulado Primeros Planos, el autor exalta la labor de deportistas negros como Muhammad Alí, cuyas peleas no fueron sólo en el ring sino en contra de una sociedad racista llena de prejuicios; Jackie Robinson, quien, en 1947, se convirtió en el primer jugador negro en ingresar a las ligas mayores del béisbol, su carrera, llena de premios y récords por doquier, estuvo a la vez llena de insultos racistas, de lanzamientos mal intencionados y de constante polvo en su mejilla para esquivarlos.

Decir que no se ha avanzado en estos temas sería mentir, pero los casos de racismo y prejuicios raciales siguen hoy presentes en países como Estados Unidos y como el nuestro. En otro apartado del libro, El puño cerrado, la frente en alto se rememoran eventos trágicos recientes que involucran a afroamericanos y policías blancos. El más impactante de todos es el del niño negro en Cleveland, Ohio, quien jugaba con una pistola de juguete y hacia algunas piruetas con ella. Una llamada anónima a la policía advirtió que un negro tenía una pistola, pasó inadvertido que quien jugaba era un niño y que la pistola era de juguete, lo importante, tal vez, era el color de piel.

En este mismo apartado, el autor resalta con aprecio y califica como valientes los simbólicos actos de personajes públicos que se unen al rechazo del racismo y de las prácticas de la exclusión, por ejemplo, el atleta australiano Peter Norman en los juegos Olímpicos de México 1968, la actuación de Beyoncé en el Súper Bowl 2016, en la que rinde homenaje a las Panteras Negras, o el significativo acto de que Rosa Parks apareciera en los billetes de mayor circulación en los Estados Unidos. Advierte, sin embargo, que falta mucho por hacer pues las brechas de la exclusión y los prejuicios ligados a la condición racial siguen vivos como si fuesen derechos.

Tal segregación se convierte, también, en un asunto territorial. Territorios históricamente negros, que el autor enfatiza no deben llamarse vírgenes porque alguien los ha habitado, son hoy objeto de la especulación inmobiliaria, de las ansias de ganancia de las grandes cadenas hoteleras y de la débil legislación que deja que cualquiera, menos sus dueños históricos, los habiten, tal es el caso de Getsemaní en la ciudad de Cartagena de Indias, de Barú en Bolívar y de Tabaco en La Guajira.

En Getsemaní, denuncia Ortiz Cassiani, sus habitantes de antaño están siendo desplazados por proyectos empresariales que pretenden dar al barrio un aire bohemio, pero en el que sus residentes actuales no tienen cabida, pues se ven forzosamente desplazados junto con todas sus prácticas, legado y cultura, dejando al barrio moderno pero vacío.

No muy lejos de ahí, está Barú, un paraíso terrenal de aguas cristalinas. Un territorio, habitado por población afro, cuyo cabildo territorial no quería ser reconocido por una afamada firma hotelera para no otorgar su derecho de consulta previa sobre su territorio. Para así, abrirles paso a sagaces inversionistas que traerían al lugar el progreso en forma de modernos hoteles, ofreciendo trabajo a la población nativa para lavar las sábanas blancas de sus blancos huéspedes. Caso para recordar el del pueblo de Tabaco en La Guajira, donde una población negra, asentada desde el siglo XVIII, fue obligada a vender, o regalar, dirían algunos, sus terrenos a precios irrisorios para instalar una de las mineras más grande del país. Quienes no quisieron vender fueron expropiados de sus tierras acusados de interferir con el interés público. Así, sostiene Javier Ortiz Cassiani, se borra un pueblo del mapa. Todos estos casos tienen en común, además de una legislación que protege los intereses de acaudalados empresarios y no de los habitantes, que estigmatiza a los pobladores del lugar pues los empresarios los hacen ver como atrasados que se oponen al progreso y al desarrollo. Estigmatizar claramente es otra forma de practicar el racismo.

Aunque con lo anterior parezca que todo está perdido, no es así, dejando lo mejor para el final, Javier Ortiz Cassiani exalta algunas propuestas que buscan reivindicar lo negro a través de los sonidos de tambores y gaitas. Es la apuesta de Rafael Ramos Caraballo, quien convierte en música los poemas de Candelario Obeso y de Jorge Artel para transformarlos en un conjunto de sonidos que invitan a ponerse de pie y a ensayar nuestros mejores pasos. Si yo fuera tambó, música que suena para exorcizar la centenaria violencia física y simbólica a la que han sido sometidos los habitantes negros de estos territorios (Ortiz, 2016, p. 181). Además de las destrezas en las manos de artistas que interpretan diferentes ritmos con instrumentos tradicionales Si yo fuera tambó cuenta con canciones en creole y palenquero, lenguas vivas afrocolombianas.

A partir de sus recuerdos de infancia, Ortiz Cassiani expone la cruda realidad de los afrocolombianos en el país, desde textos escolares, en los que aparecen negros sólo en labores propias de la esclavitud o la servidumbre, hasta prácticas de lo que hoy podría llamarse bullying, pues al ver la imagen de un río donde los últimos en bañarse en él quedan con cuerpos negros, pero con las plantas de los pies y las palmas de las manos blancas, sólo habría que imaginarse al profesor salir de salón para que empezara una cascada de burlas y chistes contra los alumnos de color presentes en el salón. Así también, el autor incluye otras anécdotas de la infancia del autor en Valledupar y su posterior traslado a Cartagena y Bogotá, donde se formó como historiador. En estos pasajes personales se asoman la nostalgia y el recuerdo de aquella tierra que se parecía al sur de los Estados Unidos por sus cultivos de algodón y porque quienes la trabajaban eran negros.

Javier Ortiz Cassiani no olvida sus raíces de negro y de historiador. Evidente es su sentido de denuncia y repudio en contra de las manifestaciones modernas del racismo que como práctica cotidiana anida la exclusión, el olvido, y la negación de unos seres que han contribuido enormemente desde su llegada a este continente. Además, como historiador, renuncia a continuar con esa historia tradicional y heroica en la que sólo fueron algunos blancos ilustrados quienes aportaron a la construcción de la nación. Finalmente, invita a trabajar por la recuperación de la memoria colectiva del pueblo afro en Colombia. Una memoria, no de grilletes y esclavitud sino una memoria de resistencia, de lucha incansable y de persistencia de los tambores de un pueblo que ha sido oprimido, que solo se puede lograr, advierte el autor, si se hacen nuevos interrogantes y se abordan con nuevas miradas las fuentes históricas.


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