ISSN Electronico 1794-8886
Volumen 30, septiembre-diciembre de 2016
Fecha de recepción: 01 de junio de 2016
Fecha de aceptación: 28 del septiembre de 2016
DOI: http://dx.doi.org/10.14482/memor.30.9079

Representaciones de la pobreza y la desigualdad social en la narrativa costarricense de la Generación del 40

Representations of poverty and social inequality in the Costa Rican social fiction narratives of the 1940s Generation

Representações da pobreza e desigualdade social em textos na narrativa da Costa Rica da Geração de 40

Ruth Cubillo Paniagua

Doctora en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Barcelona, España. M. L. en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Costa Rica. Máster en Literatura Española. Filóloga y Crítica Literaria. Universidad de Costa Rica. Catedrática. Profesora e Investigadora de la Escuela de Filología, Literatura y Lingüística. Directora del Programa de Posgrado en Literatura. ruth.cubillo@ucr.ac.cr

Citar como: Cubillo Paniagua, R. (2016). Representaciones de la pobreza y la desigualdad social en la narrativa costarricense de la Generación del 40. Memorias: Revista Digital de Arqueología e Historia desde el Caribe (julio-diciembre), 10-38.


Resumen

En este artículo se analizan las representaciones de la pobreza y la desigualdad social en los textos narrativos (en particular las novelas) producidos por una parte de la llamada Generación del 40: aquella que se interesa por representar en su literatura una perspectiva social y realista. Así pues, se analizan algunas novelas de tres destacados narradores ubicados por la historiografía literaria en esta generación: Adolfo Herrera García, con su novela Juan Varela; Carlos Luis Fallas, con sus novelas Mamita Yunai, Gentes y gentecillas y Marcos Ramírez; y Fabián Dobles, con sus novelas Ese que llaman pueblo y El sitio de las abras.

Palabras clave: narrativa costarricense, Generación del 40, pobreza, desigualdad social.


Abstract

This essay analyzes representations of poverty and social inequality in fiction narratives (particularly novels) written by a part of the so-called Generation of the 1940s—a writers’ generation interested in producing a realistic and social literature. Therefore, it studies fiction novels by three outstanding writers: Adolfo Herrera García (who wrote Juan Varela), Carlos Luis Fallas (who wrote Mamita Yunai,Gentes y Gentecillas, and Marcos Ramírez), and Fabián Dobles (who wrote Ese que llaman pueblo and El sitio de las abras).

Keywords: Costa Rican narrative, Writers’ Generation of the 1940s, poverty, social inequality.


Resumo

Neste ensaio se analisam as representações da pobreza e desigualdade social em textos narrativos (particularmente romances) produzidos por uma parte da Geração de 40: o que se interessa por representar em sua literatura uma perspectiva social e realista. Alguns romances de três narradores proeminentes localizados pela historiografia literária nesta geração são analisados: Adolfo Herrera García, com seu romance Juan Varela; Carlos Luis Fallas, com seus romances Mamita Yunai, Gentes y Gentecillas y Marcos Ramírez, e Fabián Dobles, com seus romances Ese que llaman pueblo y El sitio de las abras.

Palavras-chave: Narrativa da Costa Rica, geração de 1940, pobreza, desigualdade social.


Introducción

La historiografía literaria costarricense distingue con toda claridad dos generaciones literarias anteriores a la que estudiamos en este trabajo: la Generación del Olimpo y la Generación del Repertorio Americano. En cuanto a la primera, conviene señalar que a finales del siglo XIX ya se había consolidado en Costa Rica un grupo de intelectuales y políticos que propiciaban el desarrollo de diversas políticas liberales; ese grupo ha sido denominado Generación del Olimpo, debido especialmente a su posición de distanciamiento respecto de los actores sociales que retrataban en sus textos literarios (el concho, el campesino, el pobre, etc.). Es común que se incluya en este grupo a autores tales como Carlos Gagini, Ricardo Fernández Guardia, Manuel Argüello Mora, Manuel de Jesús Jiménez, Claudio González Rucavado, Manuel González Zeledón y Aquileo J. Echeverría.

Ahora bien, con el cambio de siglo surgió una división política e ideológica entre estos intelectuales, que partía del hecho de que existían en el mundillo literario costarricense dos bandos bien diferenciados y difícilmente reconciliables, como bien señaló Leonidas Briceño (contemporáneo de estos autores) y resaltó el crítico literario Álvaro Quesada Soto (1989):

  • El bando de los liberales: a este bando pertenecían los aristócratas de la oligarquía cafetalera, quienes promovían el academicismo cosmopolita. Aquí se ubicaban todos los intelectuales pertenecientes al Olimpo literario en su versión más conservadora, por ejemplo, Argüello Mora, Fernández Guardia, Jiménez Oreamuno e incluso Gagini (sobre todo por su actitud de distanciamiento respecto de la "plebe"), todos ellos muy estrechamente ligados a los gobernantes de turno. Muchos de ellos cultivaron la crónica histórica, pues, de este modo, se acercaban al nacionalismo literario, aunque de todas sus manifestaciones esta crónica fue siempre la más conservadora o de corte más tradicionalista, tanto por sus temas como por el lenguaje que empleaba.

  • El bando de los nacionalistas: en este bando se ubicaban aquellos cuyo origen era más plebeyo y podían ser calificados como individuos de extracción popular, eran "pobres de levita", en palabras del mismo Magón; cultivaban el llamado género concho, es decir, el costumbrismo. Aquí podemos ubicar a Magón, Aquileo J. Echeverría, Pío Víquez, el padre Juan Garita, Leonidas Briceño e incluso podríamos pensar en incluir a Joaquín García Monge, aunque sabemos que fue él quien con su literatura y su "activismo político" dio pie al surgimiento del llamado realismo social. Aquí hay un mayor acercamiento a los personajes de clases más bajas y se comienza a usar el lenguaje popular (costarriqueñismos).

Como bien apunta Quesada Soto (2003), los autores que se han convertido en verdaderos clásicos de la literatura costarricense son los que cultivaron el nacionalismo en alguna de sus manifestaciones y no los que escribieron desde la perspectiva europeísta o eurocéntrica.

Ahora bien, paralelamente a la consolidación de este grupo olímpico se dio el surgimiento de otro grupo de intelectuales denominados radicales por sus ideas ácratas o socialistas. Este grupo estuvo conformado principalmente por Joaquín García Monge, Omar Dengo, José María "Billo" Zeledón, Roberto Brenes Mesén, José Fabio Garnier, Rómulo Tovar y Carmen Lyra.

Es necesario tener presente que el modelo agroexportador imperante en la Costa Rica de este periodo generó un aumento en la cantidad de jornaleros, así como la proletarización cada vez mayor de los artesanos. Estos intelectuales radicales se preocuparon por mostrar en sus textos literarios los problemas vividos por estos individuos empobrecidos, desposeídos, carentes de tierra y de posibilidades para salir adelante.

La Generación del 40, que comienza a publicar en la década de 1930, además de continuar profundizando en la idea de quiebra, ruptura y crisis respecto de la república oligárquica y de las formas de narrar propias de sus predecesoras (en especial de los olímpicos liberales), experimentó con nuevas formas de narrar y procuró integrar, de manera más armoniosa y mejor lograda, los objetivos del realismo social con el desarrollo de las subjetividades de los personajes. En este artículo, se analizan algunas de las novelas producidas por una parte de esta Generación:1 aquella que se interesa por representar en su literatura una perspectiva "más ‘social’ o ‘realista’, que recoge con intenciones más radicales, subversivas o revolucionarias, la crítica que había iniciado la promoción de García Monge y Carmen Lyra al orden oligárquico" (Quesada Soto, 2010, p. 83).

Adolfo Herrera García (1914-1975)

Vida y dolores de Juan Varela

Iniciamos este breve recorrido con la única novela escrita por Herrera García (1914-1975), titulada Vida y dolores de Juan Varela (1939), pues ha sido presentada por la crítica literaria como el texto que inaugura la producción de la Generación del 40, en especial por las temáticas que trata y por la perspectiva desde la cual lo hace: el objetivo central de esta novela consiste en criticar el sistema social vigente en la época, el ordenamiento jurídico costarricense, que propiciaba la exclusión social del campesino y su empobrecimiento, en lugar de brindarle los recursos necesarios para su autosostenimiento.2

Resulta pertinente retomar un planteamiento que realiza el sociólogo costarricense Manuel Solís en relación con la percepción que Ricardo Jiménez Oreamuno, expresidente de la república, tiene de esta novela de Herrera García. Al respecto, señala Solís:

Ricardo Jiménez no encontraba en Juan Varela una reflexión sobre la Costa Rica que él había dejado de gobernar tres años antes. Jiménez prefería hablar de una pieza literaria en la cual la dureza de la vida, en general, era recogida de manera admirable por la "inventiva" de un escritor. (Solís, 2006, p.15)

Aunque don Ricardo se sintió conmovido al leer este relato, le resta toda la fuerza a la denuncia social que representa y lo califica como una "pieza literaria inventada" (en cuanto ficción) por un escritor.

Este mismo proceso neutralizador o "blanqueador" podría haber sucedido con varios otros textos producidos por la Generación del 40, pero, para afirmar esta idea de manera contundente sería necesario realizar un estudio profundo y detallado acerca de la recepción de esos textos por parte de la sociedad costarricense.

Juan Varela presenta escasas innovaciones en el nivel de la técnica narrativa o de las estrategias de escritura, aunque sí podríamos destacar que en algunas partes de la novela se percibe fácilmente el estilo narrativo periodístico, pues no podemos olvidar que Herrera García antes que escritor de ficción fue periodista. Es más que evidente la identificación de la voz autoral con la voz narrativa, con la cual la distancia entre estas dos instancias textuales es corta. Lo que le interesa a este narrador es darle la voz a un campesino común y corriente, a uno de tantos labriegos a los que no les basta el gran amor que le tienen a la tierra ni su enorme capacidad de trabajo, para subsistir dignamente junto a su familia. Herrera García no solo le da voz a este campesino, sino que le pone nombre: se llama Juan Varela. El título de la novela resume muy bien la intención de todo el texto: mostrarle al lector la vida y los dolores (los sufrimientos, las tragedias personales, la exclusión social de la que es víctima) de este campesino honrado y trabajador.

La historia se cuenta en orden cronológico, sin alteraciones temporales, y se ubica en el Valle Central, en las primeras décadas del siglo xx. Juan Varela y su esposa Ana se casan e inician una vida matrimonial llena de optimismo y empeño por salir adelante. Reciben una parcela que se dedican a cultivar con esmero y procuran domesticar esa tierra que, al inicio, resulta inhóspita, pero que luego se vuelve fértil gracias a su trabajo. Aquí surge el primer obstáculo: los intermediarios a quienes deben venderles los productos que obtienen de su terreno, pues los precios que pagan son injustos.

Esta situación genera el enojo de Juan y entonces decide instalar un trapiche para fabricar dulce de caña de azúcar; sin embargo, para lograr esto requiere dinero que no tiene, de modo que acude al banco por un crédito. Obtiene el préstamo, pero en garantía debe hipotecar su parcela. Nuevamente, los intermediarios le pagan a Juan precios injustos por el dulce que produce y él no tiene los medios para llevar al mercado sus productos; esto ocasiona problemas en la economía de Juan y su familia, hasta tal punto que el banco ejecuta la hipoteca por falta de pago de las cuotas del crédito.

La situación de Juan y familia empeora cada vez más. Él se ve obligado a proletarizar su fuerza de trabajo y se convierte entonces, por necesidad, en el peón de la finca de un gamonal; pero el salario que recibe es tan pequeño que no resulta suficiente para atender las necesidades básicas de la familia. Para un campesino, a quien desde niño le inculcan el amor por el trozo de tierra propio, esto que le sucedió a Juan resulta devastador: no solo perdió su parcela, sino que se vio obligado a derramar el sudor de su frente en tierra ajena.

A estas alturas del relato, nos encontramos con un individuo desesperado, que lo ha intentado todo, aunque todo le ha salido mal; es en este contexto que Juan decide transgredir la ley al instalar un alambique. La situación económica de la familia mejora, pero el campesino es denunciado y la policía comienza a perseguirlo. En la huida, Juan asesina a uno de esos policías y entonces se esconde en la montaña; sin embargo, días después decide entregarse, resulta condenado y encarcelado en San Lucas. Los hijos de Juan y Ana mueren y ella termina viviendo con un nicaragüense.

En el transcurso del relato, Juan pasa de ser un campesino honrado y trabajador, que mira la vida con optimismo y esperanza, a ser un delincuente, asesino y sin la más mínima esperanza de mejorar su situación. Sin duda, esta novela presenta claros signos naturalistas deterministas. En este sentido, resulta muy valiosa la opinión que Yolanda Oreamuno expresó acerca de la novela de Herrera García, en el ensayo titulado "Vida y milagros de Juan Varela" (1939). Ahí señala que Herrera García nos presenta en su "pequeño cuento-novela" a otro concho muy distinto del de Aquileo J. Echeverría, quien nos hace reír a carcajadas, pues este otro concho nos hace llorar y pensar mucho. Para Oreamuno esta novela es "la primera lágrima en este mito religioso de la tierra muy repartida, la casita pintada de blanco y azul y el pequeño propietario de chanchos y gallinas que lleva al cuello un pañuelo ‘colorao’" (p.59). Yolanda se regocija con el trabajo de Herrera García, porque contribuye a tambalear uno más de los mitos nacionales: la existencia del labriego sencillo que vive en paz y armonía con todo cuanto lo rodea, bajo el límpido azul del cielo tico.

Carlos Luis Fallas Sibaja (Calufa) (1909-1966)

Mamita Yunai

Esta novela se publicó en 1941, pero una parte de ella había circulado por entregas en el semanario Trabajo, del 16 de marzo al 7 de septiembre de 1940 (y sin este título que luego Carmen Lyra le sugiere a Calufa), con el fin de realizar una clara, directa y contundente denuncia social de lo que estaba ocurriendo en la provincia de Limón, no solo con los trabajadores de la United Fruit Company, sino también con el desarrollo de las amañadas y fraudulentas elecciones presidenciales de 1940. En la mayoría de las ediciones de la novela publicadas a partir de 1957, se inserta, a manera de parte cuarta, un largo discurso sobre la huelga bananera del Atlántico de 1934, que Fallas pronunció en la Asamblea de Solidaridad con los huelguistas de Puerto González Víquez, realizada en San José en septiembre de 1955. Al iniciar el discurso, Calufa deja bien claro su lugar de enunciación, pues señala que interviene en su condición de costarricense, extrabajador de la United Fruit Company, exdirigente de la Federación de Trabajadores Bananeros del Atlántico y luego del Pacífico, y dirigente de la gran huelga de 1934.

Mamita Yunai cuenta con un narrador protagonista llamado José Francisco Sibaja (Sibajita). En la primera parte de la novela, titulada "Politiquería en el tisingal de la leyenda", compuesta por cinco capítulos, el narrador cuenta en orden cronológico diversos acontecimientos ocurridos en la campaña electoral de la cual salió triunfador el doctor Rafael Ángel Calderón Guardia, que gobernó el país entre 1940 y 1944. Así pues, la novela se inicia con el viaje de Sibajita a Talamanca, pues había sido designado como fiscal del Bloque de Obreros y Campesinos en el pueblo llamado Amure. En la segunda parte, titulada "A la sombra del banano", compuesta por seis capítulos, el narrador nos cuenta acerca de las experiencias vividas mientras laboró como empleado de la United Fruit Company en las fincas bananeras ubicadas en Andrómeda, al mando del nica cabo Pancho y del ingeniero italiano Bertolazzi. La tercera parte se titula "En la brecha" y, formada por un solo capítulo, nos narra el reencuentro entre Herminio y Sibajita varios años después de haber trabajado juntos en las bananeras.

Desde el inicio de la novela, el narrador nos describe la extrema pobreza en la que viven, principalmente, los indígenas y los negros que habitan la zona de Talamanca:

Talamanca es una región poblada de indios, en su mayor parte analfabetos, que casi no hablan español y que hacen una vida primitiva y miserable. Viven agrupados en rancheríos cerca de las márgenes de los diferentes y caudalosos ríos o en el corazón de la montaña. (Fallas, 2009, pp. 9-10)

El narrador resalta mucho las deplorables condiciones de los indígenas talamanqueños, pues señala que son utilizados por las élites gobernantes en época electoral, mientras que el resto del tiempo viven como animales sin que a nadie le importe. La situación de exclusión social de los indígenas queda claramente evidenciada en esta novela de Fallas y no se plantea en ella ninguna salida posible o viable; los indígenas son representados como individuos condenados a sufrir esa vida y se ubican en el extremo más bajo de la escala social; en palabras del narrador:

Así viven y mueren los indios, como alimañas inmundas, olvidados de Dios y del Estado. Solo en las épocas electorales recobran, para el Gobierno, su condición de hombres y de ciudadanos cuando se necesitan sus votos […] Entonces, autoridades y políticos visitan al indio, le hacen fiesta, lo emborrachan y le dan tabaco para adormecerlo y para engañarlo. Y para otra cosa también: para terminar dejándole, en pago de su voto, el embrutecimiento del alcohol en el alma, el amargor del tabaco en la garganta y la mujer preñada en el rancho. (Fallas, 2009, p. 61)

Aunque el objetivo primordial de esta novela no es denunciar la pobreza extrema de los habitantes de la región atlántica ni otros factores generadores de desigualdad social, sino más bien, como ya indicamos, efectuar una denuncia de fraude electoral, lo cierto es que a lo largo de todo el texto encontramos numerosas referencias a las pésimas condiciones socioeconómicas e higiénicas en las que viven los negros, los indígenas y otros habitantes de esta región, como los nicaragüenses que migraban a la zona para trabajar como peones en las bananeras, al no conseguir trabajo en su país, pero que terminaban acabados por las pésimas condiciones en que la United Fruit Company los obligaba a laborar y a vivir. En palabras del narrador:

Pobres hermanos nicas. Vienen cantando, arrullando ilusiones, en busca de libertad y trabajo, a caer nuevamente en las manos del gringo. Y a llenar con su esfuerzo el bolsillo del rapaz Agente de Policía. Sudan el suampo, sudan la montaña. Poco a poco sus cuerpos de acero se van convirtiendo en coyundas, hasta caer con los huesos clavados en el bananal. Huesos de nicas. Huesos de ticos. Huesos de negros. ¡Huesos de hermanos! (Fallas, 2009, p. 143)

Incluso la comida es escasa en ese lugar; al inicio de la novela, cuando Sibajita llega a Olivia, en su camino hacia Amure, agotado después de un largo viaje, le pide a un lugareño que le consiga algo de comer a cambio de dinero y el resultado es el siguiente:

Se fueron a testerear por todas las casuchas hasta que encontraron una líquida bolla de pan añejo y un puñado de azúcar que fue un verdadero hallazgo, ya que, según supe después, el azúcar era un artículo de lujo en toda la región. (Fallas, 2009, p. 16)

La escasa paga que recibían los hombres que laboraban como peones para la United Fruit Company en las fincas bananeras solo podía ser gastada en los comisariatos, que también eran propiedad de esa compañía, pues no existían más sitios en los cuales pudieran comprar víveres. Pero, además, los trabajadores muchas veces eran estafados descaradamente en los comisariatos y no tenían más remedio que callar, pues siempre estaba cerca un agente policial dispuesto a defender al dependiente usurero. Esta situación la vivieron Sibajita, Calero y Herminio, cuando deciden no comer más la asquerosa comida que les daban en el campamento de la finca en la cual laboraban peones y para ello acuden al comisariato de La Fortuna a comprar víveres para cocinar ellos su propia comida:

¡Por un cinco no son veinte dólares! Calero pegó un brinco y se quedó arrugando la nariz y parpadeando los ojos, mientras sacaba cuentas. Nosotros habíamos calculado unos cincuenta colones en provisión, para ajustar el resto con verduras de los negritos. Cuando yo iba a pedir explicaciones, Calero intervino: —¿Ochenta pesos? ¡Ese desgraciado lo menos nos está robando treinta! —y le armó un alboroto de todos los diablos al negro, haciéndole muecas, pateando en el piso y golpeando con los puños en el mostrador. […] No había escapatoria. Había que cobrar lo que el negro cobraba, si no queríamos perderlo todo y pagar, además, una multa. (Fallas, 2009, pp. 136-137)

Cuando los trabajadores enfermaban, lo cual era frecuente debido a las pésimas condiciones higiénicas en que vivían y a la hostilidad del clima de la región, eran llevados a un hospital que también pertenecía a la United Fruit Company, donde eran mal tratados por un personal médico inepto y poco comprometido con su profesión; pero, además, cada quincena la compañía deducía del salario de cada trabajador un porcentaje destinado al mantenimiento del hospital. Así lo narran Sibajita y Herminio cuando se reencuentran, en la tercera parte de la novela:

Hermano —le dije—, al día siguiente de aquello, me sacaron también a Limón con una fiebre espantosa. Yo me opuse a que me llevaran al Hospital de la Compañía.

No quería morirme com’un perro allí, como se mueren tantos infelices. ¡Hospital llaman a ese matadero! —Ningún liniero quiere ir a él —suspiró Herminio […] Pensar que todas las quincenas hay qui’aflojar la plata pa’ese famoso hospital. ¡Cuántos miles de dólares no s’echará a la bolsa la Compañía! (Fallas, 2009, p. 165)

Mamita Yunai es una novela autobiográfica, por lo cual la identificación del autor con el lugar de enunciación de Sibajita, el narrador protagonista, es total; a diferencia de los otros escritores de la Generación del 40, Fallas Sibaja también estuvo al servicio de la United Fruit Company en las fincas bananeras y procedía de una familia pobre, tanto que a los quince años se vio obligado a trabajar como aprendiz en el Ferrocarril para contribuir con el sustento familiar. Estas experiencias vitales le dieron a Calufa una perspectiva del mundo que, en mi opinión, no poseía ningún otro escritor de su generación.

Gentes y gentecillas

Esta novela, publicada en 1947, consta de dos partes: "En el Valle (1928)" y "Mineros y tahúres", cada una de ellas dividida en apartados o capítulos sin numeración. Se desarrolla en la zona rural, concretamente en Pejibaye de Turrialba y en Milla 48, explotación minera ubicada cerca de Peralta, también en la región atlántica costarricense. Fallas pone en evidencia, con gran contundencia y claridad, la pobreza de los trabajadores (y sus familias) de la Hacienda Pejibaye, quienes habitaban cerca de este lugar, y de los mineros de Milla 48, en su gran mayoría hombres solos (sus familias estaban lejos).

Estamos entonces ante una novela que se centra en la representación de la pobreza rural y en la denuncia de las pésimas condiciones laborales de los trabajadores, pero que al mismo tiempo nos va narrando una historia de amor. En este sentido, señala el narrador omnisciente: "El trabajo es rudo y mala la paga; por eso se hace vida frugal. Gente humilde y sencilla toda, campesinos en su inmensa mayoría, llegados de todos los rincones del país; y unos cuantos obreros (Fallas, 2009, p. 209). Y más adelante, agrega: "Muchos trabajan a destajo y no faltan allí las protestas por trabajos hechos y no tomados en cuenta por la Administración o que les fueron cancelados a un precio más bajo que el estipulado". (Fallas, 2009, p. 216).

En la novela se desarrolla una suerte de triángulo amoroso: Soledad, joven quinceañera pobre pero muy guapa y consentida, es el centro de este triángulo. Hay tres hombres interesados en ella: Felipe, hombre de 40 años, bueno y honrado, quien ama en secreto a Soledad y que termina casándose con ella para defenderle el honor; Juan Manuel, el hijo de don Ramón García, contratista del aserradero, joven perteneciente a una clase social más alta, quien enamora a Soledad, le ofrece matrimonio y finalmente la embaraza, para luego irse a San José a casar con María Elena, la hija de un hombre adinerado; y Jerónimo, un joven tractorista que llega a la hacienda y se destaca por ser un buen trabajador, buen compañero y buena persona en general, solidario con sus amigos y de buen corazón. Jerónimo sí está enamorado de Soledad y quiere casarse con ella, pero tiene un altercado con su jefe a causa de una injusticia con su salario (le rebajaron de su paga el costo de unas matas de café que botó con el tractor mientras limpiaba un terreno) y debe abandonar la hacienda. Se traslada a Milla 48 y ahí labora como minero, con el objetivo de ahorrar dinero y regresar por Soledad, pero Jerónimo es aficionado al juego y al alcohol, y no logra su cometido. Finalmente Jerónimo regresa a Pejibaye y su amigo Rodolfo le informa que Soledad huyó sola en el tren hacia la capital, pero él comprende que ella se marchó en su búsqueda, de modo que sale apresurado, y sin darle explicaciones a su amigo, con el afán de reencontrarla.

Desde el título, la novela deja muy clara la división de clases que se da en este lugar:

  • Por un lado encontramos a la peonada (el grupo de trabajadores encargados de realizar las labores más duras) y a otra gente pobre del pueblo, campesinos que, si bien no trabajaban directamente para la hacienda, sí tenían alguna relación con ella. Esta es la masa proletaria, que es vista como "gentecilla" por quienes pertenecen al grupo de mejor condición socioeconómica.
  • Por otro lado, encontramos a los capataces, jefes, administradores, contratistas y sus respectivas familias, quienes procuran relacionarse solo entre sí, poseen una doble moral muy evidente y son incapaces de ser solidarios con el prójimo. Se consideran a sí mismos como "gente" de verdad, pues ven a los trabajadores como gentuza o gentecilla.

Desde las primeras páginas de la novela se plantea claramente esta división: "Si de casualidad asoma por allí la señora del Administrador, que vive en el caserío del Otro Lado y en la Casa Grande, los campesinos saludan con disimulado respeto y luego se burlan a hurtadillas de ella [El destacado es mío]" (Fallas, 2009, p. 208).

Aunque esta división social está claramente establecida y se perpetúa a lo largo de toda la novela, es decir, no ocurre nada extraordinario que altere la condición de unos y otros, los personajes mismos, en especial los pertenecientes a la clase social más baja, sí se cuestionan quién es la verdadera gentecilla, pues son testigos de los comportamientos reprochables de sus superiores y las familias de estos. Claro que tampoco se oculta el hecho de que entre la peonada y los campesinos también hay gente cuya forma de actuar y de convivir con los otros es indeseable (por ejemplo Zacarías, un peón supuestamente colombiano, alto, seco y casi negro, que llega a sembrar terror entre los otros trabajadores a punta de machete); además, muchos trabajadores son alcohólicos, jugadores, pendencieros y violentos (se relatan algunos casos de violencia doméstica, como el de Julio y Ramona), capaces de matarse entre sí para demostrar su hombría.

Los problemas laborales son constantes entre los empleados de la hacienda, no solo por las pagas injustas y las malas condiciones de trabajo (como ya mencionamos), sino también porque la amenaza de despidos masivos ocasiona la división interna de los peones. La administración de la hacienda decide reemplazar a los paleros de los cafetales por unas flamantes máquinas de discos (tractores) y estos peones desechados se vuelcan contra los tractoristas, a quienes consideran sus enemigos. Jerónimo, que es uno de esos tractoristas, convencido por su amigo Plácido, acude a una reunión con los paleros para explicarles que el verdadero enemigo es la administración de la hacienda y que la división interna de los trabajadores solo beneficia al patrón.

Uno de los peones más viejos le expuso así su situación a Jerónimo y a los demás compañeros:

Yo tengo ocho’e familia —gimió desconsolado—. Vine aquí cuando las siembras del banano, aquí he dejao todas mis juerzas. ¿Y qué tengo? Mire uste… El viejo arremangó con mucho cuidado el mugriento pantalón para dejar al descubierto su pierna derecha, inflamada, envuelta en trapos sucios y manchados de pus. —Esto me lo hice —explicó— ora que nos mandaron a esos trabajos en la línea. Yo no podía meterme a un hospital; la cosa no era tan grave como pa’ dejar que a mi familia se la llevara el diablo… Y ora se me está pudriendo la canilla y ni tan siquiera me han dao con qué aliviarme un poco. (Fallas, 2009, p. 374)

Angustiado por la situación de sus compañeros, Jerónimo les propone organizarse para hacer una huelga (aunque no la llame así) y exigir la retirada de las máquinas; muchos apoyan su idea, pero otros, los más viejos y con más hijos a cuestas, se niegan a participar en el movimiento por temor a terminar sin trabajo, muertos de hambre e incluso encarcelados.

En la mina, en Milla 48, la situación de los trabajadores no es para nada mejor; así lo señala el narrador:

En Milla 48 el trabajo de los mineros es grosero y muy peligroso; por eso ganan un poco más. Trabajan día y noche y se juegan la vida a cada instante, resbalando por la escarpada peña o hundidos allá, en las profundidades de las oscuras galerías. (Fallas, 2009, p. 408).

Más adelante agrega que en este sitio, a pesar de la gran cantidad de trabajadores y de que continuamente ocurren accidentes, no tienen médico ni dispensario ni medicinas; además, la comida que reciben es asquerosa.

Al final de la novela encontramos una significativa intervención de doña Rosita, la esposa del administrador, quien, dirigiéndose a Rodolfo, le da su versión de la historia de Soledad y sus pretendientes:

Se casó [se refiere a Soledad] y abandonó al marido para irse, con toda seguridá, detrás de Jerónimo, que era el verdadero padre del muchacho que habían querido arrimarle a él […] ¿Ha visto usted? Muy ligero se les cayó la careta. Y el viejo empeñadísimo en que don Ramón obligara a Juanito a casarse con su muchacha. Qué pretensiones de gente, ¿hum? ¡Y el descaro de esa mujer, Rodolfo! ¡Eso es lo que a mí me asombra! Se revuelca con uno, se revuelca con el otro, se casa con el fulano ese, y lo deja y corre para donde Jerónimo, y así segirá. ¡Amoralidad llamo yo eso! ¡A-mo-ra-li-dad! En fin, solo un hombre sin ninguna vergüenza, un hombre sin dignidad, como ese Felipe, podría haberla acogido […] La señora torció la boca en un gesto de disgusto y echó a andar. Todavía Rodolfo la vio estremecerse de asco y la oyó murmurar: — ¡Dios mío, qué miseria de gentecilla! ¡Qué miseria! (Fallas, 2009, p. 497)

Esta cita evidencia con gran claridad la doble moral de personas como doña Rosita, pertenecientes a la clase más alta de esta sociedad rural que representa la novela; a su vez, sintetiza la reflexión que Calufa plantea en este texto: ¿quién es la verdadera gentecilla? ¿La clase trabajadora por el mero hecho de ser pobres? o ¿la gente del Otro Lado, incapaz de amar al prójimo a pesar de llamarse a sí mismos cristianos?

Marcos Ramírez

Se trata de la tercera novela de Carlos Luis Fallas, publicada en Costa Rica en 1952. Es un relato que posee algunos rasgos de la novela picaresca española de los siglos xv y xvi, como la narración en primera persona del singular, el inicio del relato por los orígenes familiares (el linaje) y el hecho de que Marcos (el narrador y personaje central) le "confiesa" al lector las travesuras y fechorías cometidas por él durante su infancia y parte de su adolescencia, es decir, se trata de un relato autobiográfico.

La novela se desarrolla en dos ambientes: uno rural (El Llano de Alajuela) y otro citadino (en los barrios del sur de San José). En El Llano vive la familia materna de Marcos y ahí, aunque hay pobreza, se puede apreciar que los Ramírez poseen ciertas comodidades, como una casa amplia, tierra para sembrar, un molino y un trapiche. En la casa nunca falta la comida.

Cuando Marcos se traslada a vivir a San José con su madre y su padrastro Zacarías, zapatero de profesión, la situación económica de su familia cambia notablemente, pues se enfrenta a una mayor pobreza, acrecentada por la llegada de una nueva hermana cada año, "hasta completar la media docena", como señala el narrador. En la escuela en la que es matriculado Marcos para cursar su segundo grado, él puede apreciar las diferencias entre los estudiantes "acomodados" y los estudiantes pobres, como él:

Varios compañeros míos de clase, hijos de familias acomodadas, llevaban siempre dinero a la escuela para comprar frutas, granizados, ricas melcochas Boza y muchas otras golosinas más. Yo era muy goloso, pero mi madre, por nuestra pobreza, con mucha dificultad podía regalarme un cinco y a lo sumo diez centavos allá cada domingo, cuando yo me portaba bien. (Fallas, 1978, p. 71)

Ante esta situación, Marcos decide buscar dinero por otros medios y entonces tiene, según él, una genial idea: pedirle a san Antonio que le haga el milagro de aparecerle dinero. Marcos tiene fe ciega en el santo y por eso no duda de su poder para concederle lo solicitado; sin embargo, pronto sufrirá un gran desengaño, al darse cuenta de que el milagro no llega y de que él sigue tan pobre como antes. Es bien clara la crítica al discurso religioso imperante en la sociedad costarricense, y heredado de los colonizadores españoles, según el cual los pobres debían resignarse ante su situación y consolarse con la promesa de una feliz vida eterna post mortem. Además, se cuestionan los poderes atribuidos a los santos, e incluso, al final de la novela, Marcos se convence de que lo mejor para él es no creer en nada, en ninguna fuerza sobrenatural; en palabras del narrador:

Y sentí miedo: miedo de Jehová, miedo de Lucifer, miedo de todos los fantasmas que dormían aletargados en mi cerebro y que acababan de despertar al conjuro de esa apocalíptica oración […] ¡Que venga el diablo por mí, si existe…! —volví a gritar. Y entre la negrura de los árboles y el continuo rebrillar del cielo yo creía sorprender sombras siniestras danzando, de cruces y cuernos retorcidos, de santos barbudos, de diablos y brujas y duendes… Y yo desafiaba esas sombras aullando: —¡No creo en nada…! ¡¡Yooo noo creo…!! Me defendía aferrándome con desesperación a mis nacientes convicciones, forjadas al calor de mis lecturas. Y así luché por largas horas contra mis propios temores atávicos y contra todos los fantasmas creados a través del tiempo por la ignorancia y la estupidez del hombre. (Fallas, 1978, p. 279)

Marcos era "hijo natural", es decir, la identidad de su padre biológico no era conocida, hecho que será crucial en la vida de este hombre, pues desde pequeño entiende que tanto su madre como él son vistos, incluso por la propia familia, con un cierto desprecio. Su madre, Fidelina, al quedar embarazada siendo soltera, infringió una norma social muy importante para la sociedad de la época, por lo cual ambos —el hijo y la madre— son castigados. Marcos se percata de esta situación cuando todavía era un niño y, aunque no comprende muy bien las razones, se convence de que la vida muchas veces es injusta. En palabras del narrador:

Por aquellos días, y sin que pueda decir cómo ni por qué, empecé a comprender mi especial situación dentro de la familia, por mi condición de hijo natural. Eso me ayudó a explicarme muchas cosas y despertó en mí un mayor cariño, con mucho de conmiseración, hacia mi pobre madre. (Fallas, 1978, p. 56)

Así, nuestro protagonista se acostumbra a utilizar la violencia física como un medio para tratar de defenderse ante todo aquello que él considera injusto. Por otra parte, Marcos crece en un ambiente familiar en el cual el castigo físico está a la orden del día, de modo que la violencia física no le parece extraña ni inadecuada; por el contrario, considera que para demostrar su hombría debe recurrir a ella cada vez que lo crea necesario.

No obstante, esta actitud defensiva y agresiva de Marcos le ocasionará diversos problemas a lo largo de su infancia y adolescencia, según él mismo nos relata en su autobiografía: es expulsado de la escuela por pegarle a la maestra; le rompe la cabeza a un vecino con una pedrada que le tira desde su casa; le pega con un martillo por la cabeza a Rodrigo, su compañero en los talleres del Ferrocarril al Pacífico, y muchos otros más. Por supuesto que como la narración está hecha desde la perspectiva de Marcos, es decir, conocemos todo según su punto de vista, siempre procura convencer al lector de que todas sus acciones estaban plenamente justificadas.

Es precisamente esta forma de ver el mundo que nos transmite Marcos la que nos permite a los lectores percibir ciertos aspectos de la sociedad costarricense de la primera mitad del siglo xx representada por Calufa, una sociedad con diversas problemáticas no resueltas, tales como la profunda desigualdad social, la más que evidente división entre ricos y pobres, la nociva influencia del discurso religioso (católico) en los ciudadanos, los métodos de enseñanza empleados por muchos maestros y profesores, que alejaban a más de un estudiante de las aulas, la violencia física empleada para castigar a los niños, y otros.

Para Marcos, la vida en la capital era mucho más difícil y desagradable que la vida en su querida Alajuela; para él, el traslado a San José fue motivo de gran tristeza:

Buscando trabajo mejor remunerado, mi padrastro dispuso nuestro traslado a San José. Me dolía alejarme de Alajuela, por lo que significaban para mí la casona y el trapiche de mis abuelos […] Ya en San José, fuimos a vivir en una casa muy humilde, pero de piso de madera, que mi padrastro alquilara en las vecindades de un lugar llamado Las Pilas, porque allí había existido o existía un lavadero público. (Fallas, 1978, p. 40)

Marcos regresó a Alajuela en varias ocasiones, cuando su madre y su tío Zacarías, figura paterna por excelencia en la vida del narrador, ya no sabían qué hacer con él debido a su rebeldía y malos comportamientos; sin embargo, su abuela y sus tíos tampoco sabían cómo manejarlo y, al cabo de unos meses, Marcos debía regresar por donde había llegado, de vuelta a San José. Al final de la novela, al verse en la obligación de huir de San José ante el temor de haber matado a Rodolfo por el martillazo en la cabeza que le propinó, Marcos siente pena de regresar una vez más a Alajuela, en semejantes condiciones y por semejantes motivos, y toma entonces la decisión de trasladarse a Puerto Limón, con la ilusión de emplearse en un barco y poder así conocer el mundo.

Fabián Dobles

Las novelas de Fabián Dobles (1918-1997) que resultan más representativas de esta tendencia son tres: Ese que llaman pueblo (1942), Aguas Turbias (1943)3 y El sitio de las abras (1950). En todas estas novelas los protagonistas son campesinos y en todas ellas se realiza una defensa de la tierra propia como medio de subsistencia y como medio para que el campesino no termine vendiendo su fuerza de trabajo a un gamonal o a las bananeras, lo cual implica convertirse en una especie de siervo. El narrador omnisciente de estas novelas se identifica con los protagonistas, se convierte en su voz y acorta muchísimo la distancia entre él y esos personajes; se trata de un narrador que parece conocer con detalle las costumbres del campesino, sus maneras de "domesticar" la tierra, pero también sus vicios y defectos.

Ese que llaman pueblo

Esta es la primera novela publicada por Fabián Dobles. Se trata de un texto de denuncia social, que pretende poner en evidencia las injusticias del sistema social costarricense y la clarísima división de clases (ricos y pobres, campesinos y citadinos). La trama nos ubica en los últimos años de la década de 1930 y los primeros de la siguiente década. Dobles describe una sociedad con graves problemas sociales, en la cual la clase oligárquica explota a la clase proletaria, las familias se desintegran y las mujeres son víctimas de la violencia doméstica. La novela se desarrolla en dos espacios: el campo y la ciudad, y esta última sale peor parada que el primero, pues en ella se concentran con mayor fuerza problemas sociales como la prostitución, el alcoholismo, la violencia doméstica, el hacinamiento en viviendas tugurientas, la desnutrición y el abandono de los niños y la desintegración familiar.

Así describe el narrador los insalubres tabaranes (especie de chozas tugurientas) donde se ven obligados a habitar hacinados quienes viven en la pobreza extrema en San José, aquellos que no tienen otro lugar al cual ir:

¡Negro es el tabarán! Los que, por conocerlo, llegan de pasada allí no vuelven nunca. Es como destapar una pesadilla. Cuartuchos pequeñísimos, enfilados, llenos de rendijas por donde un hilo de luz compasiva se cuela, como una sonrisa de sarcasmo. Para entrar en ellos hay que agachar el cuerpo y endurecer el olfato. Que sólo los ojos sienta la suciedad, el microbio, el camastrón, […] y la bacinilla a medio derramarse, y la cama verdusca del niño enfermo, y el jarro escarapelado que nunca se lava, y la cara mustia, o rencorosa, o atontada, de la mujer, de las mujeres, de los hombres. (Dobles, 1997, p. 389)

Al describir los espacios citadinos donde conviven quienes experimentan una mayor exclusión social, el narrador deja ver un tinte determinista, pues a partir de lo que cuenta no se logra entrever ninguna esperanza, ni el más mínimo ascenso social para todos estos individuos que resultan ser una especie de desecho social; en esas condiciones se hallan, entre otros, Betty Romero, la prostituta (y ladrona de parte del dinero de Lico); Peregrina, le vendedora de periódicos y madre de nueve hijos hambrientos; el tísico (sin nombre) y su hijo de nueve años; la mendiga (sin nombre); y Edgardo Parra, el zapatero que es abandonado por su mujer y que debe asumir solo la crianza de su pequeña hija.

Lico, un campesino joven, fuerte, honrado y trabajador, se ve obligado a migrar desde Puriscal hacia Parrita, porque, aunque es dueño (junto con su madre y sus hermanos) de un pequeño terreno, este "barbecho inservible, rico en pedregales y ‘uñaegato’ y esmirriado de tierra negra […] ese terreno tan seco y avaro" (Dobles, 1997, p. 276), a duras penas les da para vivir. Pero Lico desea acumular un poco de dinero para poder casarse con Chalía y por eso se emplea como peón en los bananales del Pacífico; en ese lugar enferma de paludismo y, luego de un año de durísimo trabajo, logra ahorrar mil colones y entonces regresa a su pueblo, dispuesto a casarse con la amada novia. Es importante señalar que Lico, propietario de un terreno, vende su fuerza de trabajo (se proletariza) y se convierte en un objeto, una cosa, al servicio de la bananera: "Pero, en los bananales, los campesinos que cortan la caña son muchos […] Ellos no son hombres; son más bien cosas o números, y nadie sabe cómo se llaman" (Dobles, 1997, p. 278).

El narrador realiza una fuerte denuncia de las deplorables condiciones en las que las compañías bananeras obligan a vivir y a trabajar (jornadas laborales de más de 12 horas diarias) a sus peones, en algunos sentidos muy similares a las de los habitantes de los tabaranes josefinos. Lico le cuenta a su amigo Reyes Otárola que en Quepos le tocó vivir en un campamento de lona, onde nos zampaban a un montón de peones, casi a unos sobre otros, como palos de leña. […] Viera qué jediondo que estaba aquello. A la par quedaba el zanjón de hacer las necesarias, al puro aigre libre así como a dos varas de donde dormíamos. ¡Una podredumbre la zanja! (Dobles, 1997, p. 291)

Como se puede observar, en esta novela de Dobles, se retoma una de las principales problemáticas planteadas en Mamita Yunai por Carlos Luis Fallas, apenas dos años atrás, en 1940.

El final de Ese que llaman pueblo plantea la idea de que, para salir de la pobreza, no basta con el amor del campesino por su pedazo de tierra más o menos fértil, más o menos agradecida, pues muchas veces se convierte en víctima del sistema, del ordenamiento jurídico que pone de por medio registros, contratos, hipotecas, préstamos, cancelaciones que nunca llegan, tal y como le sucede a Juan Varela, el personaje de la novela de Herrera García. En palabras del narrador:

La tierra, aunque alguien la haya llamado "madre", es más bien la hija de los hombres, y no tiene sentimientos, sorda superficie condenada a dejarse hacer, desde siempre. Ellos la han llenado, a través del tiempo y de las ambiciones, de cercas y catastros a su arbitrio. Y es ahora, madre para unos; mala hija para otros… No tiene la culpa. Pero los campesinos la quieren desde lo hondo, como a una mujer. Es su ombligo, su corazón o su sangre; y a muchos se la prostituyen. (Dobles, 1997, p. 449)

El sitio de las abras

En El sitio de las abras, novela considerada por la crítica como agrarista, también vemos al campesino aferrado a la tierra que tanta sangre y tanto sudor le ha costado domesticar, conquistar para sí (como a una mujer rebelde); de hecho, cuando la familia de ñor Espíritu Santo Vega pierde sus tierras y se ve obligada a abandonar su lugar, el dolor es profundo; sin embargo, años más tarde, Martín Vega Ledezma, bisnieto de Dolores y de Espíritu Santo y nieto de Martín Villalta, retorna a estos territorios con el objetivo de organizar un sindicato agrícola. Este gesto de Martín Vega podría ser leído como una suerte de venganza contra los propietarios latifundistas que les arrebataron las tierras a su familia; él desea organizar la fuerza proletaria y volverla contra los "amos".

Es muy importante señalar que Martín Vega, formado en la militancia comunista, no desea recuperar esos terrenos para que vuelvan a ser propiedad privada de su familia, sino que anhela recuperarlos para que sean de todos, de la comunidad de campesinos desposeídos y explotados por sus patronos:

Por suerte, aprendió luego verdades que antes ignoraba y hoy, cuando se sienta a contemplar la tierra, no se le da personalmente que esté sirviendo para hacer malvivir a la gente y llenar en cambio las arcas de los propietarios. Le importa, eso sí, por los demás […] Y es que en el fondo de sí hay una certeza; ya no repite como el tío abuelo: esto fue de ñor Espíritu Santo. Piensa en cambio: esto alguna vez será de todos nosotros. Y se alegra de ser un campesino. (Dobles, 1997, p. 322)

Notamos claramente un cambio en la concepción de campesino que nos presenta Dobles en esta novela que publicó siete años después de Aguas turbias. La propiedad privada, que resultaba fundamental desde la óptica de Lico, Reyes, Moncho, ñor Espíritu Santo, y las mujeres que los rodeaban, es vista con otros ojos por Martín Vega debido a la formación política recibida, la misma que recibió Fabián Dobles como militante del Partido Comunista Costarricense.

Álvaro Quesada Soto señala que los novelistas de la Generación del 40 se nutrieron en buena medida de las relecturas o reinterpretaciones que Carlos Monge Alfaro y Rodrigo Facio hicieron de la historia oficial costarricense, así como del discurso revolucionario marxista, lo cual resulta más que evidente en la narrativa de Fabián Dobles, pues estamos ante protagonistas que, lejos de ser campesinos pintorescos y folclóricos, inmersos en el tiempo cíclico y la organicidad ritual del cuadro costumbrista, se insertan ahora definitivamente en el tiempo lineal de la novela, marcado por las luchas de clases, los conflictos sociales y las transformaciones históricas […] en la novela del 40 —continúa Quesada— […] el poder oligárquico deja de estar asociado a la noción de progreso para pasar a ser el símbolo de la enajenación; la idea de progreso aparecerá ligada en estas novelas a la posibilidad de destrucción revolucionaria del orden establecido, en un proceso dialéctico que debe llevar de la experiencia individual de la desposesión y la enajenación, a la conciencia de clase, a la lucha colectiva por la emancipación de los explotados y a una reforma agraria. (Quesada, 2000, pp. 57-58)

En la década de 1920, el Partido Reformista, liderado por Jorge Volio, fue uno de los primeros en contemplar dentro de su programa ideológico el problema de la tierra y en hablar de la necesidad de realizar una reforma agraria, idea que probablemente no fue muy bien recibida por los líderes liberales, quienes controlaban los espacios de poder en este país; posteriormente, en la década de 1930, muchas de estas ideas reformistas fueron retomadas por el Partido Comunista, que las ajustó a sus objetivos y las planteó de forma un tanto más radical. "Allí, en el campo y la ciudad, la idea de una mejor distribución de la riqueza y de la tierra, se alimentó de la conflictividad social que se manifestaba cada vez de forma más evidente" (Picado y Silva, 2002, p. 36).

Ahora bien, a pesar de que agrupaciones políticas de tan diversas posturas ideológicas como los reformistas, los comunistas, los socialdemócratas e incluso los socialcristianos consideraban que una mejor distribución de la tierra era indispensable para disminuir algunos de los más graves problemas sociales, entre ellos la pobreza rural, hacia finales de la década de 1950 se comenzó a tratar este problema desde una perspectiva un tanto más compleja: poseer la tierra, ser propietario de ella era necesario, pero de ningún modo suficiente para eliminar la pobreza ni para lograr el desarrollo rural, ya que el campesino también requería acceso a la tecnología, capacitación, capital para invertir en su terreno, medios de transporte y caminos adecuados para comercializar sus productos sin tener que venderlos a precios injustos a los intermediarios, entre otras cosas.

Este es precisamente el problema que experimentan Lico Anchía y Reyes Otárola, Juan Ramón López Morales y los descendientes de ñor Espíritu Santo Vega, pues, aunque son propietarios, se ven obligados a adquirir deudas para poder trabajar la tierra.

Para comprender mejor a los personajes de estas tres novelas de Dobles, es necesario tratar de definir lo que se está entendiendo por campesino, puesto que es de vital importancia para las páginas que siguen. Aunque no es posible conocer la definición concreta de campesino empleada por Dobles en estas novelas, algunos pasajes de los textos sí nos brindan una idea aproximada de ello:

¿Puede un campesino esencialmente, desde la entraña, alejar definitivamente de su espíritu el olor y el llamado del humus, del sembradío y del grano? […] Juan Ramón, fundamentalmente, es un campesino. Tiene su vida repleta de verde, de aroma, de surco abierto, de canto de pájaro, de sudor de buey. (Dobles, 1993, pp. 197-198)

En Ese que llaman pueblo nos presenta a Jesús Miranda, el padre de Reyes Otárola, del siguiente modo: "Él no amaba lo negro de la tierra; no era un sembrador; era un jaguar buscador de rastros escondidos. Y le querían robar la tierra negra en que vivía" (Dobles, 1997, p. 322); pero también nos presenta a Lico y a Reyes, dos hombres que sí aman la tierra (en especial la que es propia), dos labriegos sencillos de gran corazón.

Asimismo, en El sitio de las abras, Espíritu Santo Vega, su mujer Dolores y sus descendientes aman esa tierra que van domesticando a base de duro trabajo, porque es importante señalar que la tierra hostil, la selva bravía y despachadora, no se ama, sino que se teme; así lo expresa el narrador de esta novela:

Aquí la libertad nacía de la ausencia de grandes vecindarios y de autoridades. La esclavitud que había era la del trabajo y las asechanzas de la montaña, pero esta servidumbre entraba en el ánimo como refrescante viento de amplitud y autoafirmación sobre la tierra. (Dobles, 1997, p. 201)

El término campesino comúnmente se ha empleado en Costa Rica con tres significados básicos: agricultor, habitante de las zonas rurales y pequeño productor agropecuario (Rodríguez, 1993, p. 17). Las citas anteriores nos permiten plantear que Dobles emplea en sus novelas la acepción de agricultor, aunque las otras dos se entremezclan con la primera en el caso de Juan Ramón, Lico, Reyes, Espíritu Santo y su descendencia.

Ahora bien, en este artículo partimos de la idea de que el campesino constituye un cierto sector social, cuyos miembros se caracterizan por formar parte de una "unidad económica campesina" […] aquellas unidades productivas en las que no existe separación entre la fuerza de trabajo y los medios de producción. Son al mismo tiempo unidades de producción y consumo, siendo el núcleo familiar la base de su actividad productiva. Estas unidades controlan "a modo de propietarios" los medios de producción, entre los cuales la tierra es el más importante. La fuerza de trabajo es proporcionada por la familia y se complementa con la contratación eventual de mano de obra asalariada. (Rodríguez, 1993, pp. 17-18)

Los personajes mencionados calzan a la perfección con esta definición de campesinos propietarios, por eso, en algunos de ellos, su apego a la tierra es tan grande y por eso se aferran a ella con todas sus fuerzas; cuando no sienten este "natural" apego, las relaciones de estos hombres con el terruño se vuelven conflictivas, como hemos analizado páginas atrás.

A manera de conclusiones

Es claro que los intelectuales olímpicos liberales percibían la pobreza como un problema que afectaba a sectores muy concretos de la población, pero a la vez como un mal endémico, como una patología social que solo podía aliviarse, ya que la cura definitiva no era posible. Se perciben ciertos aires de determinismo en estos escritores, pues plantean que quien ha nacido pobre debe conformarse con esa condición, porque es lo que le ha deparado el destino y difícilmente variará la situación, al menos de manera sustancial. No obstante, al tiempo que estos intelectuales liberales percibían la pobreza de esa forma, en su faceta de políticos liberales generaron políticas concretas para enfrentar este problema social. Existe entonces una suerte de doble discurso entre estos autores/políticos liberales del Olimpo, puesto que en sus textos literarios plantean una posición podríamos decir que de resignación con respecto al problema de la pobreza, mientras que en el ejercicio de los cargos públicos procuraron implementar políticas concretas para mejorar las condiciones de vida de los pobres.

Por su parte, los intelectuales radicales tratarpn el problema de la pobreza desde la perspectiva de la justicia social, partiendo de la idea de que la pobreza es una situación (y no una condición) en la que desgraciadamente viven algunos miembros de la sociedad, debido al hecho de que la riqueza está mal distribuida. Algunos de estos intelectuales, en especial los que militaron en el Partido Comunista, opinaban que era necesario lograr una mejor distribución de la riqueza y por eso defendían y difundían los ideales del comunismo y del socialismo; otros, en cambio, pasaron por el anarquismo como respuesta a la injusticia social predominante en el mundo, y otros fueron menos radicales y se limitaron a denunciar las injusticias de las que eran testigos.

En lo que sí estuvieron de acuerdo todos o casi todos los intelectuales radicales es en que la educación constituye la mejor herramienta, la más valiosa, para lograr que los pobres, los obreros, los campesinos, los trabajadores, tengan la esperanza de cambiar para mejor sus vidas. La educación era la única forma de quitarles la venda a estos individuos que, por diversas razones, vivían al margen, siempre en condiciones precarias y al borde del abismo.

Ahora bien, con la llegada del Estado benefactor, en la década de 1940, así como gracias al advenimiento de la Segunda República, la sociedad costarricense experimentó cambios importantes en las formas en que se trata y se asume la pobreza como problema social. En este sentido, podemos decir que la narrativa producida por la Generación del 40 en muchos sentidos representa la continuación de la labor iniciada por buena parte de los miembros de la generación del Repertorio Americano, pues a ambos grupos de intelectuales les interesaba realizar denuncias sociales, es decir, poner en evidencia que la sociedad costarricense estaba lejos de ser una sociedad justa, igualitaria, perfecta e idílica, en la que los pobres del campo y de la ciudad estaban cobijados por el ala del Estado protector. Ambos grupos de intelectuales tenían el claro objetivo de erosionar, o al menos poner en entredicho, el sistema oligárquico-patriarcal, instaurado por los fundadores del Estado nación costarricense y tan exaltado por buena parte de los escritores olímpicos.

En los textos de los escritores radicales y en los de la Generación del 40, no se observa el distanciamiento que caracteriza los textos de los olímpicos respecto del problema de la pobreza como generadora de exclusión social; más bien se aprecia una fuerte identificación con los excluidos socialmente a causa de su clase social.

La conciencia social de los escritores radicales y de los escritores de la Generación del 40 se explica en buena medida por la formación política que estos intelectuales recibieron, así como por sus militancias partidistas.

Por tanto, podríamos decir que a nivel temático la Generación del 40 realiza pocas rupturas respecto de la producción literaria de los escritores radicales (generación del Repertorio Americano), pero, en lo referente a las estrategias y las formas de escritura, sí podemos decir que se opera una ruptura importante, sobre todo si pensamos concretamente en dos integrantes de la Generación del 40: Yolanda Oreamuno y Joaquín Gutiérrez, autores cuyas novelas analizamos en otro lugar (Cubillo, en prensa).


Notas

1 Es importante aclarar que este artículo forma parte de una investigación mucho más extensa en la que se analizan la pobreza y la desigualdad social en textos narrativos publicados entre 1890 y 1950. La selección de los autores que aquí se analizan obedece a dos factores: 1) la representatividad de estos novelistas en lo que respecta a su generación y 2) el espacio puesto a disposición por esta revista académic

2 Esta idea planteada por Herrera García, y retomada por buena parte de los escritores de la Generación del 40, continúa vigente en pleno siglo XXI. En este sentido, resulta muy pertinente la opinión de Muhammad Yunus, un bangladesí que obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 2006, quien considera que "La pobreza no la crean los pobres, sino el sistema. El manejar las cosas de la forma que se hace es lo que la crea […] Es una cuestión sistémica: sencillamente, el sistema no se concibió para los pobres […] El modelo de desarrollo social [se refiere al de Costa Rica] es algo que suena bonito, pero en realidad lo que se tiene es un modelo de caridad, que no vence a la pobreza, no la elimina" (La Nación, 2013).

3 Para profundizar en el análisis de esta novela, cf. Cubillo (2007, pp. 197-205).


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