ISSN Electronico 1794-8886 n.° 31, enero-abril de 2017 Fecha de recepción: 8 de febrero de 2017 DOI: http://dx.doi.org/10.14482/memor.31.9881 |
Ariadna en América Latina: Los hilos del "Ser", la historia y la revolución
Aáadne in Latin America: the threads of «the being», history, and the revolution
Pedro L. San Miguel
Ph.D. en Historia de América Latina, Columbia University. Catedrático jubilado del Departamento de Historia de la Universidad de Puerto Rico. Ha publicado más de una docena de libros, entre ellos: Los campesinos del Cibao: Economía de mercado y transformación agraria en la República Dominicana, 1880-1960 (1997; 2a ed. 2012); La guerra silenciosa: Las luchas sociales en la ruralía dominicana (2004; 2a ed. 2011); Los desvarios de Ti Noel: Ensayos sobre la producción del saber en el Caribe (2004); The Imagined Island: History, Identity, and Utopia in Hispaniola (2005) y Crónicas de un embrujo: Ensayos sobre historia y cultura del Caribe hispano (2010; 2a ed. 2016). Es fotógrafo aficionado; ha efectuado exposiciones en Puerto Rico y México.
Citar como:
San Miguel, P. (2017). Ariadna en América Latina: los hilos del "ser", la historia y la revolución. Memorias: Revista Digital de Arqueología e Historia desde el Caribe (enero-abril), 8-36.
Resumen
Urgidos por orientarse en ese tortuoso laberinto que es América Latina, los intelectuales, emulando a Teseo, han recurrido a sus propios "hilos de Ariadna" —una diversidad de conceptos y teorías— para poder desentrañar los misterios de tan insondable región. Aunque sería pretencioso abarcar el universo de acercamientos conceptuales a América Latina, no resulta improcedente explorar una muestra de tales aproximaciones, tratando de identificar sus principales fundamentos epistemológicos, discursivos y éticos. Por ende, en este ensayo examino unas pocas obras que ejemplifican, cada una de ellas, una manera particular de concebir la historia de América Latina. Las nociones centrales en cada una de estas obras son, en orden de aparición: el Ser, que es otra forma de nombrar la identidad; la historia, entendida como historiografía; y, finalmente, la idea de la revolución, conceptuada con frecuencia como destino ineluctable de América Latina. Mi objetivo es ofrecer miradas críticas a nociones que han actuado como virtuales "hilos de Ariadna" en la comprensión del devenir de América Latina.
Palabras clave: América Latina, "Ser", historiografía, revolución.
Abstract
Striving to orientate themselves in the tortuous labyrinth of Latin America, in-tellectuals, emulating Theseus, have devised their own "Ariadne's threads" —a variety of concepts and theories— to unravel the enigmas of this inscrutable region. Although it might be presumptuous to encompass the whole universe of conceptual approaches to Latin America, it is feasible to discuss some of these approaches, trying to identify their main epistemological, discursive and ethi-cal underpinnings. Therefore, in this essay I examine a few works that exem-plify each one of them, a particular way of devising Latin America's history. In order of appearance in this paper, the keywords in each one of these works are: TheBeing, which is another way of denoting identity; History, understood as historiography; and, finally, the idea of revolution, regarded frequently as an inexorable fate for Latin America. My goal is to offer critical views on ideas that have functioned as virtual "Ariadne's threads" for the interpretation of Latin American history.
Keywords: Latin America, "Being", historiography, revolution.
A Luis Agrait:
"Jefe", contertulio, amigo.
Una fábula latinoamericana: El intelectual en su laberinto
Enardecida de pasión por Teseo —príncipe ateniense que debía ser ofrendado al Mino-tauro, engendro entre hombre y toro bravío—, Ariadna, hija de los monarcas de la isla de Creta, urdió una artimaña para evitar que su pretendido fuera inmolado por tan pavoroso monstruo. Igual que otros jóvenes sometidos a ese cruel sacrificio, Teseo fue enclaustrado en la lóbrega morada del Minotauro, enmarañado laberinto del cual no escapaba víctima alguna. Mas, contraviniendo los nefastos designios de sus progenitores, Ariadna entregó a Teseo un ovillo de hilo que le ayudaría a escapar de la muerte. Urdió la enamorada princesa cretense que usando su amado la hebra para rastrear su recorrido por los intrincados pasadizos del laberinto podría evadir las embestidas de su furibundo habitante y evadirse de tan siniestro recinto...
Urgidos, igualmente, por orientarse en ese tortuoso laberinto que es América Latina, sus letrados —así como los latinoamericanistas fuereños—, emulando a Teseo, han recurrido a sus propios "hilos de Ariadna" para poder desentrañar las incógnitas, los arcanos y los misterios de tan insondable región. Mas a estos, a diferencia de Teseo, una simple madeja de hilo no les habría servido para orientarse en los, sino tétricos, ciertamente desconcertantes, equívocos y turbadores entresijos de la historia latinoamericana. Como "cosa confusa y enredada" han tenido, en efecto, que enfrentar los letrados a América Latina, recurriendo, por ende, a concepciones y teorías de diversa índole con el fin de desentrañar sus enigmas. Ya que no incontables, sí han resultado numerosas las nociones que han empleado los letrados latinoamericanos y los latinoa-mericanistas con el propósito de trazar sus derroteros. Resulta, pues, pretencioso, en un exiguo ejercicio como este, abarcar el universo de acercamientos conceptuales a ese oscuro objeto del deseo letrado que es América Latina. Lo que no resulta improcedente es ofrecer una muestra de tales aproximaciones, tratando de identificar cuáles son algunas de sus premisas epistemológicas, discursivas y éticas. Para ello recurro a unas pocas obras, cada una de las cuales ejemplifica una manera particular de concebir la historia de América Latina, anclada dichas obras en ideas centrales acerca del devenir de la región. Tales nociones son, en orden de aparición: el Ser, que es otra forma de nombrar la identidad; la historia —entendida como historiografía— y, finalmente, la idea de la revolución, conceptuada con frecuencia como destino necesario de América Latina. De lo que se trata es de sugerir miradas críticas a nociones que han actuado, en el estudio de América Latina, como virtuales "hilos de Ariadna" en la búsqueda de claves que posibiliten la comprensión de tan enmarañada parte del planeta.
Ser o no ser: ¿será esa la cuestión?
El 2010 fue un año auspicioso para América Latina, pese a la crisis económica y a los problemas políticos y sociales que agobiaban a la región —que no eran pocos. Entonces, como parte de la conmemoración del bicentenario de vida independiente de las antiguas colonias españolas en el Nuevo Mundo, los gobiernos de estos países auspiciaron vistosos y pomposos actos para rememorar los héroes patrios y los eventos fundadores de las naciones hispanoamericanas. Fue ese, pues, tiempo de celebración, festejo, desfile y agasajo, incluso de rumba, jolgorio y carnaval. Amén de momento para el sarao y la parranda, fue esa, también, ocasión propicia para reflexionar en torno a tan ensalzadas experiencias históricas. De hecho, ya desde antes se perfilaba que el bicentenario de las independencias latinoamericanas dejaría una estela de textos disímiles en los que se celebrarían, discutirían e incluso cuestionarían tan memorables y decisivos acontecimientos. La mayoría, sin duda, terminaron siendo encomiásticos textos que enaltecen hasta el Olimpo a los "padres de las patrias" y sus fundacionales gestas; los menos marcharon a contracorriente y se dedicaron, en la más acerada tradición crítica, a debatir las discursivas nacionales latinoamericanas.1
Uno de los efectos de la enorme cantidad de escritos y alocuciones que generaron esas conmemoraciones fue evidenciar la multiplicidad de voces que, durante los pasados doscientos años, pretendieron hablar a nombre de América Latina. Lo que equivale a decir que se manifestaron las diversas —y con frecuencia contradictorias— formas en que se ha concebido la "identidad latinoamericana", es decir, su "Ser". La manera de abordar esta cuestión, por supuesto, varía de acuerdo con las heterogéneas visiones y concepciones que durante las dos centurias pasadas han intentado representar la realidad latinoamericana. Política, ideología, antropología, historia, sociología, arte, literatura y filosofía contribuyen a formar un abigarrado coro de voces que intentan, cada una en su registro, expresar su particular visión acerca del (supuesto) "Ser" latinoamericano.
La idea de América se inserta en ese orfeón.2 Su autor, José Luis Abellán, es una figura emblemática de la cultura española de las últimas décadas; posición que ha obtenido gracias a una amplia producción intelectual que se remonta a los años sesenta del siglo pasado y que ha gravitado sobre todo en torno a la historia del pensamiento en y sobre España. Todo ello le ha valido reconocimientos, homenajes y laureles. La reedición de La idea de América —en versión revisada y actualizada— seguramente formó parte de ese designio de honrar a tan célebre intelectual. Publicada originalmente en 1972, esta obra se inserta en lo que el autor define como "Historia de las Ideas", parcela de la historiografía que ha sido cultivada por Abellán durante décadas. Nos encontramos, en fin, ante la reedición de una obra clásica que ha dejado una huella en los estudios americanistas en España. Como soy un fiel creyente en la lectura de los clásicos, no puedo menos que encomiar su publicación. Pero una cosa es leer los clásicos y otra muy distinta suscribir sus fundamentos y argumentaciones, razón por la cual también soy partidario de debatirlos. Debido al papel central que ocupan los clásicos en los debates intelectuales, considero, además, que su discusión debe efectuarse sin concesiones. Y el caso es que tengo discrepancias radicales con esta obra.
De entrada se encuentra la cuestión de la "Historia de las Ideas". Como es sabido, durante los años sesenta y setenta del siglo xx las ideas y el pensamiento en general fueron marginados en los estudios históricos; esto fue efecto del predominio de corrientes historiográficas que privilegiaban temas económicos y sociales. A lo sumo, en ciertos ámbitos se popularizó la historia de las "mentalidades" como resultado de las influencias de la denominada "tercera generación" de la Escuela de los Annales.3 Mas subrepticiamente se fue gestando una mutación historiográ-fica, generada por la confluencia de tendencias como el posmodernismo, la "nueva historia cultural", los "estudios subalternos", los "estudios poscoloniales" y el "giro lingüístico".4 Como resultado de todo esto ha habido un renacer del interés por la historia de las ideas, del pensamiento, de los conceptos y de la cultura en general.
Tal reverdecer ha implicado el surgimiento de nuevas teorías y metodologías para el estudio de dichos temas, así como de variadas corrientes intelectuales y "escuelas". La "historia conceptual" (de arraigo sobre todo en Alemania, aunque con irradiaciones en diversos países, incluso de América), la "historia sociocultural" francesa (que entronca con los Annales) o la "historia intelectual" inglesa (practicada, entre otros, por Ouentin Skinner) son algunas de las tendencias que en las décadas más recientes han nutrido el estudio de las ideas, el pensamiento y la cultura.5 Sin embargo, en el libro de Abellán no hay ni un ligero asomo de estas corrientes; no existe ni el más leve intento de elaborar una discusión en torno a ellas y, sobre todo, de distinguir su particular forma de concebir la "Historia de las Ideas" de estas otras escuelas o tendencias historiográficas. Esta ausencia provoca la sensación de que nos encontramos ante una obra envejecida en sus fundamentos teóricos y metodológicos, pese a anunciarse que ha sido "completamente revisada, actualizada y ampliada".
Dicha sensación se acentúa al pasar revista a los temas que examina el autor y a los argumentos que elabora en su libro. Entre esos argumentos se encuentra lo que Abellán define como la "tesis fuerte" de su obra: "que la idea de América como unidad continental es un producto hispánico por excelencia, en la medida en que nuestra cultura [entiéndase: la española] está especialmente dotada para la síntesis y la integración".6 Nos topamos aquí con un juicio que, expresado a lo largo del tiempo en diferentes modalidades, ha sustentado ciertas concepciones acerca de la historia de España en América. Décadas ha nutrió incluso algunas interpretaciones acerca de la esclavitud en el Nuevo Mundo. Según tal lógica, los sistemas esclavistas en las colonias españolas se habrían diferenciado de los existentes en otras regiones de América —como las posesiones inglesas y francesas en el Caribe o el sur de Estados Unidos— debido a esa supuesta propensión de la cultura española a "la síntesis y la integración".7 En la obra comentada, el autor lleva su tesis central hasta el límite, llegando a afirmar que la alegada "inclinación hacia el socialismo en los países latinoamericanos [...] es consecuencia de una reinterpretación universalista del viejo humanismo de origen hispánico".8 Pero el caso es que igualmente se podría afirmar que el socialismo latinoamericano es un derivado del mesianismo judaico, del colectivismo indoamericano o de las ideas ilustradas (francesas) acerca del "buen salvaje". Sin ser totalmente falsas, tales afirmaciones implican un elevado grado de generalización y abstracción, por lo que resultan deficientes como explicaciones de un fenómeno histórico concreto. Como historiadores, ¿nos sentiríamos satisfechos con la aseveración de que el régimen inaugurado por Hugo Chávez, el más reciente engendro del "socialismo latinoamericano", es una "reinterpretación universalista del viejo humanismo de origen hispánico"?
Otro de los fundamentos principales de Abellán estriba en el contraste entre la colonización en América del Norte (i.e. Estados Unidos) y las posesiones españolas en el Nuevo Mundo. Este también es un antiguo tópico —presente, por ejemplo, como tema central, en el clásico de José Enrique Rodó, Ariel9— del que se han valido estudiosos de diversas escuelas e ideologías para explicar desde las divergencias políticas y económicas entre unos y otros territorios, tanto en la época colonial como en el presente, hasta sus discrepancias sociales, demográficas, étnicas, culturales y "espirituales". En el libro comentado, lo que debería constituir un riguroso ejercicio de historia comparativa deriva, lamentablemente, hacia fórmulas manidas, algunas de las cuales reiteran ciertos estereotipos o arriban a fórmulas genéricas que, nuevamente, poco explican. Por ejemplo, la afirmación de que "la colonización anglosajona tiene un carácter fundamentalmente religioso y comercial" podría aplicarse, con igual propiedad, a la colonización española.10Por otro lado, el poblamiento anglosajón del territorio norteamericano —efectuado incluso en detrimento de la república de México— es descrito, recurriendo a una imagen que no deja de ser caricaturesca, como una "mancha de aceite" que avanza inexorablemente hacia el Oeste. En contraste, la colonización española y portuguesa habría sido efectuada bajo el signo de "una Monarquía católica y universalista, que imprime carácter casi cósmico al hecho del descubrimiento, y, posteriormente, de la conquista y la colonización".11
Ese tipo de contraste se basa en modelos que se construyen a priori y cuya oposición se admite como absoluta; manejados de tal forma, dichos arquetipos terminan siendo meros monigotes. Pero cuando se cotejan esos modelos con la evidencia histórica, comienzan a revelarse los sofismas que los sostienen. Así, Abellán convierte en virtudes de la colonización española en América lo que desde otras perspectivas se pueden considerar como aspectos deplorables de ella. Tal es el caso de la afirmación de que "para la colonización ibérica el prójimo [es decir, el indígena y, luego, el africano esclavizado] era una auténtica necesidad, puesto que era el fin primordial de la misma", ya que se le precisaba "para convertirlo [salvando su alma] y aun para vivir y convivir con él"12. A partir de tal paralogismo, lo que fue un requerimiento de la dominación del Nuevo Mundo —la necesidad, sí, de obtener mano de obra y tributos— se convierte en un rasgo piadoso de la colonización española con la intención de engrandecerla vis a vis la anglosajona. Algo similar se puede afirmar acerca de "los matrimonios y uniones que fueron base del mestizaje iberoamericano".13 Aquí se pasan por alto las condiciones específicas en que ocurrieron tales "uniones", buena parte de las cuales fueron producto de la violación, el estupro, el ejercicio de la autoridad y los abusos de todo tipo, ya que, seguramente, para muchos españoles ayuntarse con las nativas o las africanas fue resultado, no de ninguna consideración metafísica o piadosa ante el prójimo, sino de la concupiscencia y de la urgencia de desfogar los ardores del cuerpo. No obstante, según Abellán, la colonización española sentó las bases para que en sus antiguas colonias el "problema racial" fuera solucionado de manera "humanista y fraternal", mientras que en Estados Unidos este "ha permanecido vivo y sangrante".14
Abellán alega que en Estados Unidos prevalece un "sentido atomizado e individualista de la vida" que se refleja en "la estructura inorgánica de [sus] ciudades", las cuales supuestamente se diferencian de las hispanoamericanas15. Para ilustrar este argumento se usa un recurso cuestionable —empleado no sé si por criterio del autor o de la editorial responsable de la publicación del libro— y que estriba en reproducir, por un lado, dos grabados del periodo colonial —correspondientes a las ciudades de Cuzco en 1556 y de México en 1528 (pp. 43-44 de la obra comentada)— y, por el otro, dos fotos contemporáneas de autopistas estadounidenses, que son descritas como "símbolo visible más característico del país"; es decir, como emblemas de lo que pretendidamente no es la ciudad (y la sociedad)hispa-noamericana: atomizada, disgregada, individualista, fragmentada.16 Creo que una recta metodología requiere que se compare lo comparable, no lo que a todas luces resulta inconmensurable. Por ejemplo, sería totalmente legítimo comparar las ciudades coloniales hispanoamericanas y las estadounidenses; o comparar México, Bogotá, Caracas, Lima, Santiago y Buenos Aires con Nueva York, Boston, Filadelfia, Chicago y Los Ángeles en el presente. Pero resulta inapropiado comparar las ciudades de un periodo con las del otro. Siguiendo tal procedimiento se podría argumentar exactamente lo contrario de lo que se intenta demostrar con meramente invertir la prueba utilizada; con otras palabras, mostrando grabados de Boston o Filadelfia en el siglo xviii y fotos de autopistas de casi cualquier país hispanoamericano. ¿O serán las autopistas y los pantagruélicos embotellamientos en México, Bogotá, Caracas, Lima o Buenos Aires indicadores de una estructura social orgánica, integrada, solidaria?17
En el trazado que efectúa Abellán, basado en una visión dicotómica entre Estados Unidos y América Latina, esta última, en cuanto que hispánica, es una especie de comunidad virtuosa, mientras que el país norteño es su perfecta antítesis. Para posibilitar esta construcción, el autor incurre en simplificaciones extremas, contradiciendo lo que debe ser una verdadera reflexión intelectual, que debe estar basada en el pensamiento complejo, no en la trivialización ni en la banalización. Hasta el rastreo que efectúa Abellán del "Ser" de América Latina padece de tal defecto. Más aun: la defensa que realiza de Latinoamérica y de lo latinoamericano no es otra cosa, en el fondo, que una apología de España, del "Ser" hispánico. Con el viejo colonialismo español hemos topado, Sancho. De hecho, Abellán regresa al viejo tópico de que "las Indias no fueron colonias" y que América y España mantuvieron una relación original, si bien no define en qué consistió esa supuesta originalidad.18 Lo que posiblemente hubiese implicado ilustrar cómo se distinguió esa "original relación" de las que mantuvieron las demás potencias europeas con sus propias posesiones —seguramente también definidas por sus respectivos apologistas como originales o especiales.
El no tan solapado panegírico que hace Abellán de España, amparado en su examen del "Ser" de América, se evidencia en varias de las interpretaciones que ofrece acerca de personajes y sucesos históricos o de ciertas tendencias intelectuales. Así, "Martí es el símbolo de una futura emancipación económica", ya que siguió "una tradición intelectual española".19 En lo que a la independencia se refiere, afirma que algunas de sus causas —y por la manera en que lo plantea parecería que se trata de sus causas fundamentales— "están dentro de la tradición española";20 afirmación que en sí misma es inobjetable si no fuera por el hecho de que tal tipo de aserto también podría ser válido para la independencia de las Trece Colonias en Norteamérica, para la de Brasil o para la de Saint Domingue/ Haití. Más adelante dice: "Los hispanoamericanos no se rebelaban tanto contra la Corona española como contra la misma invasión francesa [a la Península Ibérica]".21Como si fuera poco, Abellán alega que en torno a la independencia y a su tras-fondo habría que estudiar varios temas —como la difusión en América del pensamiento liberal español o la marginación política de los criollos— que cuentan con una respetable bibliografía en los estudios americanistas.
En su obra Abellán efectúa un trazado del pensamiento hispanoamericano, aunque obviando temas y épocas importantes, y ofreciendo, por ende, interpretaciones discutibles sobre varios asuntos. Por ejemplo, de la coyuntura de la independencia salta sin transición al positivismo, doctrina que tuvo su auge en América Latina durante las últimas décadas del siglo xix. Esta peculiar cronología pasa por alto un periodo histórico de algo más de medio siglo; época en la cual se suscitaron intensos debates en torno a la constitución política de las naciones americanas y, por ende, en torno a su "Ser", definido en ese contexto no como una entidad etérea, como una aventura espiritual, sino como una comunidad política concreta. Fue en esos años, en efecto, en que ocurrieron los más agudos conflictos —tanto retóricos como militares— en torno a la naturaleza de las naciones hispanoamericanas. Pero nada de esto deja huellas en la obra de Abellán.
Por demás, resulta debatible la aseveración de que el positivismo constituyó "una primera toma de conciencia" de América y un "primer paso hacia una expresión original de esa idea de América que vamos buscando".22 Mas —continúa Abe-llán—, dado que tal ideología "no daba expresión a la verdadera idiosincrasia y la auténtica particularidad de [sus] países", hacia 1900 se inició "una reacción antipositivista", que tuvo entre sus voceros a José Enrique Rodó, José Vasconcelos y Antonio Caso.23 A continuación se concentra en el arielismo, del cual alega que es la "expresión filosófica del modernismo", pero, además, que fue una "devolución enriquecida de lo que España llevó al continente descubierto [sic]".24 Esto no es sino otra forma de reiterar el argumento central que subyace en la obra comentada: que todo lo notable y recuperable de la cultura iberoamericana es un desprendimiento, un derivado o una emanación de su "Ser" hispánico.
Dentro de la historia que construye Abellán en torno a la "idea de América" juegan papeles destacados los filósofos españoles José Ortega y Gasset y José Gaos. En lo que l primero se refiere, Abellán le adjudica, debido a su doctrina del "cir-cunstancialismo" —comprendida en primera instancia como la identificación del hombre (o la mujer) con sus circunstancias nacionales—, haber inspirado a una nueva generación de pensadores hispanoamericanos, como Samuel Ramos. Esa influencia fue potenciada por Gaos, español "transterrado" que, gracias a sus investigaciones y a su labor pedagógica, estimuló en América la Historia de las Ideas, actuando como correa de transmisión entre Ortega y Gasset y la generación de pensadores latinoamericanos que, hacia mediados del siglo xx, se destacaron por reflexionar en torno al "Ser" americano. A tono con lo anterior, en los siguientes capítulos Abellán indaga las reflexiones acerca de "lo autóctono" en el pensamiento latinoamericano, dedicando sendos capítulos a México, Centroamérica, el Caribe, Perú, la Gran Colombia, el Cono Sur, los "países mediterráneos" (es decir, Bolivia y Paraguay) y Brasil. Como es de esperarse en una síntesis tan apretada, es poco lo que en profundidad se dice en esas páginas. A lo sumo se realiza una especie de inventario de autores y obras, acompañado de breves comentarios, más descriptivos que analíticos. Además, como suele ocurrir en ejercicios de tal índole, se incurre en superficialidades y hasta en errores garrafales, como afirmar que en República Dominicana "prácticamente no existen negros", o que debido a que "los dominicanos no sienten dudas sobre su identidad" —pretendidamente de origen hispánico—, en ese país "no hay una literatura que la ponga en cuestión ni un ensayo que especule sobre la misma".25
A continuación Abellán dedica sendos capítulos al indigenismo, a "la idea de América en la «guerra fría»" y a la globalización y "su incidencia en la idea de América". En lo que al indigenismo se refiere, poco aporta dicho capítulo. Sobre el tema de América Latina en la época de la Guerra Fría, resulta sorprendente la afirmación de que la región "pudo salir adelante" y "sin grave menoscabo" durante esos años como resultado del sentido de identidad que generó el "boom de la novela latinoamericana".26Desde tal lógica, las miles de vidas perdidas como resultado directo de los conflictos políticos y sociales que vivió América Latina entonces, o que en la isla de Cuba, luego de medio siglo, sobreviva un decrépito régimen totalitario que es un engendro directo de la Guerra Fría, o que todavía sobre este país pesen los lastres de un bloqueo económico surgido como resultado suyo, resultan muy poca cosa, ya que un fenómeno literario compensó las desgarraduras producidas por ella. Por su parte, la sección dedicada a la globalización reitera ideas generales que poco abonan a una reflexión compleja sobre su incidencia en América Latina. Abellán dedica su capítulo final a discutir una serie de obras que tienen como tema central el "Ser de América". En él insiste en la diferencia abismal entre la cultura hispanoamericana y la estadounidense, caracterizada esta última por su "atomismo" y "falta de unidad", lo que explicaría su "precariedad: la falta de ideal".27 En contraposición, la "cultura iberoamericana" se distinguiría por "su carácter universalista", derivado, por supuesto, del "sentimiento de continuidad con la cultura española".28 ¡Olé!
Si quien se aproxime a La idea de América estima inobjetables argumentos de tal índole, podría aceptar esta obra como una valiosa aportación. Pero quien considere que esos argumentos responden a simplificaciones extremas, a desconocimiento o hasta a prejuicios acerca de Estados Unidos (y, también, acerca de lo que es América Latina e, incluso, a una sobreestimación de lo que podría ser España y "lo hispánico"), entonces este libro resultará una lectura escasamente gratificante y poco provechosa. Yo, por supuesto, me encuentro decididamente entre este último grupo de lectores.
La crítica de la "crítica" historiográfica o el avatar de Teseo perdido en el laberinto
La perspectiva ofrecida por Abellán, efectuada desde la "Historia de las Ideas", no es sino una de las tantas maneras de escrutar el "Ser" de América Latina. Esto también se puede efectuar desde ópticas más concretas. Por ejemplo, mediante el estudio de la historiografía latinoamericana, tratando de rastrear aquellos elementos que le brindan coherencia, de esos factores que la definen como como totalidad, como visión holística sobre la región. Tal es el caso del libro Tres estudios de historiografía latinoamericana, del historiador cubano Sergio Guerra Vilaboy, quien hace en esta obra un llamado a "recuperar el carácter crítico" de la disciplina histórica, afirmación con la cual, seguramente, coincidimos muchos de los practicantes de este oficio.29 Lo que posiblemente resulte menos consensual sea la manera de brindarle ese filo crítico. Después de todo, desde sus inicios la historiografía moderna ha mantenido una estrecha relación con el poder. Tradicio-nalmente ha actuado como uno de los cancerberos de las identidades, las utopías y los relatos fundacionales de las clases dominantes, los grupos de poder y de ese gran tótem que es el Estado nacional, deidad de esas "tribus" que son las naciones modernas.
En el caso particular de América Latina, esta relación entre la historiografía y el poder ha sido especialmente intensa tanto por factores culturales e ideológicos como por causas sociológicas. Para empezar, el intento por establecer las coordenadas de las respectivas identidades nacionales —e, incluso, por definir una identidad regional latinoamericana— ha propiciado que los letrados de América Latina hayan mantenido siempre una relación ambigua frente al poder y al Estado. Con frecuencia, esa relación ha sido de maridaje o de abierto amasiato; en otras, no ha pasado de algunos fugaces encuentros. Y es que: Desde él, a su favor, al margen suyo o contra él, históricamente la condición intelectual en América Latina y el Caribe ha dependido de la ubicación respecto del poder. Más aún: ese posicionamiento ha dotado de identidad a los intelectuales. Ya que en los países latinoamericanos y caribeños el Estado ha asumido un papel «civilizador», resulta inevitable que los intelectuales adopten ante él posturas de apoyo y colaboración, o de crítica y rechazo. Ha habido, pues, un espectro amplio de posiciones: desde el respaldo incondicional y servil hasta la oposición más absoluta y radical.30
La necesidad que han tenido muchos intelectuales de buscar refugio en el Estado como funcionarios o servidores suyos ha solidificado ese ambivalente nexo. Esta compleja relación se remonta a los tiempos coloniales, cuando los letrados jugaron un papel central en la organización de los imperios europeos (especialmente del español) en tierras americanas.31 Consumada la independencia de la mayoría de los países latinoamericanos, los letrados continuaron representando ese cometido en la creación de los Estados nacionales.32 Es, pues, en esa ambivalente, ambigua y problemática relación de los letrados con el poder en la cual habría que ubicar la producción historiográfica latinoamericana, la cual, como ya señalé, ha tenido un papel preponderante en la forja de las discursivas identitarias y nacionales. Esto constituye una premisa para poderle conferir a la historiografía ese aliento crítico por el que aboga Guerra Vilaboy. Para ello, resulta imprescindible realizar una propuesta clara y precisa sobre los criterios conceptuales y teóricos a partir de los cuales se realiza la ineludible tarea de escudriñar la historiografía latinoamericana.
Esto es algo que, asombrosamente, está ausente en esta obra de Guerra Vilaboy. En la introducción ofrece una visión panorámica sobre el desarrollo de la historiografía latinoamericana con el fin de "destacar [sus] elementos comunes y diferenciales [...] vista en su totalidad",33 es decir, más allá de los particularismos nacionales. Remontándose a los "orígenes", Guerra Vilaboy inicia su periplo con las "concepciones históricas de los primitivos habitantes" de América, siguiendo con los escritores mestizos, indígenas y criollos del periodo colonial, los letrados decimonónicos y culminando con una variopinta muestra de historiadores, ensayistas y pensadores del siglo xx. Esta presentación inicial tiene el mérito de ofrecer una perspectiva general sobre la historiografía de América Latina. No obstante, como introducción al conjunto del libro resulta decepcionante debido a que, como ya indiqué, el autor no explicita la propuesta conceptual —sea cual sea esta— desde la cual realiza su interpretación sobre la historiografía latinoamericana.
La historiografía —valga recordarlo— es un producto cultural y social, razón por la cual su estudio, como el de cualquier otro objeto de investigación, debe abordarse desde coordenadas precisas, que ofrezcan indicios acerca del tipo de lectura que dirige las reflexiones acerca de ella. Durante las últimas décadas han pro-liferado los debates y las propuestas teóricas en torno a la historiografía; valga mencionar, entre las formulaciones más conocidas, las realizadas por Michel de Certeau y Hayden White.34 O si se prefiere, se pueden mencionar los argumentos de Guillermo Zermeño Padilla acerca de la historiografía mexicana, recogidos en una obra suya de reciente publicación.35 En fin, no faltan reflexiones acerca de la historiografía que aborden su estudio desde posiciones claramente definidas y que, además, permitan trascender la mera relación de obras y autores, que es la tónica prevaleciente en el libro comentado.
A lo más que llega Guerra Vilaboy es a agrupar a los diversos intelectuales señalados por él en tendencias historiográficas, pero incluso sin ofrecer criterios precisos sobre las características de dichas corrientes. Para colmo, en ocasiones se brindan incongruentes conjuntos de historiadores. Así, entre los que el autor ubica como "neopositivistas" incluye a figuras tan disímiles como el cubano Ramiro Guerra y los mexicanos Jesús Silva Herzog y Luis González. (Por cierto, Pueblo en vilo, la obra maestra de González, fue publicada en 1968 y no en 1948, como se indica en el texto). Por otro lado, cuando el autor se lanza a ofrecer interpretaciones acerca del desarrollo de la historiografía en América Latina, a veces realiza afirmaciones harto cuestionables. Alegar, por ejemplo, que los estudios antropológicos que comenzaron a fines del siglo xix respondieron a "los avances del capitalismo",36 es adscribirle una explicación económica a un fenómeno extremadamente complejo. En definitiva, aunque en la introducción se ofrecen ciertos lineamientos generales acerca del desarrollo de la historiografía latinoamericana, falta una propuesta teórica que le brinde coherencia a esta presentación, razón por la cual no pasa de ser una relación —que no deja de tener problemas y dificultades— de autores y obras más o menos relevantes.
Igualmente problemático es el primer estudio que compone este libro, titulado "Nuestra primera historiografía", en el que Guerra Vilaboy examina las formas de memoria de las poblaciones indoamericanas, concentrándose en los antiguos habitantes de Mesoamérica y en los incas. En este capítulo, empero, se repiten los esquematismos y las deficiencias de la introducción. Luego de ofrecer un recuento de las formas de la memoria indígena —el típico relato sobre los códices, los quipus, las estelas y los textos sagrados—, Guerra Vilaboy se aproxima a las obras de los "primeros historiadores indígenas y mestizos de México y Perú". Nuevamente hay una ausencia de una propuesta novedosa acerca de las obras de estos escritores, entre quienes se encuentran Hernando Alvarado Tezozomoc, Diego Muñoz Camargo, Guamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso de la Vega.37
Más aun: se hacen afirmaciones dudosas, ambivalentes o que sugieren un desconocimiento de investigaciones recientes en torno a tales figuras. Por ejemplo, después de afirmar que la producción de estos autores estaba permeada por las influencias de la "cultura renacentista", por otro lado se arguye que eran "exponentes de una producción histórica propiamente aborigen".38 Si por "aborigen" el autor entiende autóctono, es decir, originario de América, esta afirmación no pasa de ser un lugar común; y si se refiere a que esa producción representa fielmente las concepciones históricas y culturales de las poblaciones indoamericanas —que es, probablemente, lo que quiere decir el autor—, incurre entonces en una flagrante contradicción con lo que él mismo había señalado anteriormente.
Esta contradicción se habría evitado si el autor hubiese explorado de forma sistemática el carácter híbrido o mestizo de la escritura de estos autores, una de las tesis que con más insistencia se ha expuesto en las indagaciones contemporáneas en torno a ellos.39 Posiblemente, también habría evitado afirmaciones tan desacertadas como que los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega adolecen de una "ausencia de juicio crítico" o que contienen "pasajes bastante monótonos",40 Tales alegatos lo que evidencian es un razonamiento superficial o apresurado. Seguramente, un análisis discursivo de la obra de Garcilaso habría demostrado las funciones ideológicas y políticas de esos pasajes catalogados como "monótonos" por Guerra Vilaboy. Con relación a la supuesta falta de juicio crítico del autor de los Comentarios reales, conviene recordar que Garcilaso realizó una sistemática crítica de las crónicas españolas que versan sobre la sociedad inca, y que sus apreciaciones estuvieron basadas, en buena medida, en un criticismo lingüístico muy próximo al realizado por los filólogos renacentistas que fundaron la crítica documental, uno de los pilares de la historiografía moderna. En tal sentido, el Inca fue uno de los fundadores de la historiografía y la etnografía latinoamericanas, no meramente porque haya sido uno de los primeros autores mestizos sino, también —y quizás ante todo—, en virtud de los fundamentos heurísticos y críticos que sostienen su obra. Sin embargo, estas consideraciones ni siquiera asoman en la obra comentada, la que, amén de aportar muy poco a lo ya sabido sobre esos autores indígenas y mestizos —que el mismo Guerra Vilaboy considera como el "embrión de una historiografía «nacional» latinoamericana"41—, contiene juicios ligeros que no resisten un análisis riguroso.
No mucho más afortunado es el siguiente ensayo del libro, dedicado a "La historiografía latinoamericana de fines del siglo xix y principios del siglo xx". A mi modo de ver, este ensayo presenta varios problemas. En primer lugar, resulta un tanto sorprendente que lo inicie una sección dedicada a "la expansión norteamericana en la historiografía latinoamericana". Este, sin duda, es un tema de gran importancia; pero se me hace que en lo fundamental su desarrollo histo-riográfico data de fechas más recientes, y no de finales del siglo xix o de inicios del xx. Es indudable que el expansionismo estadounidense fue tema de reflexión y de preocupación para la intelectualidad latinoamericana de esa época. Aun así, frente a otros asuntos que la inquietaban, relacionados con los problemas y los dilemas para lograr la integración de los países latinoamericanos como naciones, la cuestión del expansionismo estadounidense, por importante que fuera, no era una cuestión prioritaria, al menos en el ámbito de la historiografía. Más significativos eran los temas relacionados con los sistemas políticos, estrechamente vinculados con las cuestiones del caudillismo y de la naturaleza del Estado, y la de la composición étnico-racial de las sociedades latinoamericanas, asuntos que sí aborda Guerra Vilaboy en este estudio. No obstante, su peculiar intelección de la historiografía del periodo lo lleva a realizar apreciaciones y valoraciones un tanto sorprendentes. Por ejemplo, dada la importancia que le adscribe al tema del expansionismo norteamericano, menciona al intelectual puertorriqueño Mariano Abril, mientras que pasa por alto a figuras mucho más relevantes, como Salvador Brau, uno de los fundadores de la historiografía puertorriqueña y un clásico exponente de las teorías racialistas a las que alude Guerra Vilaboy.42
Pero quizás lo más sorprendente de este ensayo sea la preeminencia que le otorga el autor a las "diversas influencias del pensamiento europeo" a la hora de explicar las características de la historiografía latinoamericana de ese periodo. Según Guerra Vilaboy, fueron esas influencias —sobre todo el pensamiento de Comte y de Spencer—, adaptadas de forma "creativa" a las "condiciones latinoamericanas", las que le confirieron su "rasgo distintivo" a "toda una generación de historiadores latinoamericanos".43 En ausencia de una declaración expresa al respecto, tal tipo de afirmación apunta hacia los criterios metodológicos y conceptuales que subyacen en las interpretaciones de Guerra Vilaboy. A juzgar por afirmaciones de esta índole, el autor recurre a las "influencias" como criterio para explicar los rasgos de la historiografía latinoamericana, a pesar de las críticas a que han sido sometidas tales aproximaciones a la historia intelectual. Explicaciones de esa naturaleza reproducen la concepción de unas sociedades latinoamericanas inertes, que actúan como meras receptoras de las fuerzas externas, provenientes de los países "desarrollados". Frente a estas nociones cabe recordar que en América Latina existía toda una tradición intelectual que recurría a interpretaciones racia-listas. Desde esta perspectiva, las "influencias externas" adquirían sentido porque venían a insertarse en un contexto en el que reforzaban nociones preexistentes. Con otras palabras, las "influencias externas" incidían sobre las concepciones de los intelectuales latinoamericanos en la medida en que venían a confirmar o a reforzar lo que ya intuían o profesaban.
Ello se evidencia en el caso del marxismo, tema del siguiente ensayo del libro, dedicado a "Los fundadores de la historiografía marxista en América Latina". A pesar de ser el trabajo más elaborado del conjunto, incluso en este caso realiza Guerra Vilaboy afirmaciones de dudosa factura o, al menos, susceptibles de cues-tionamiento. Por ejemplo, su afirmación de que en América Latina el marxismo surgió "tardíamente".44 Pero ¿tardíamente respecto a qué? Porque si bien es cierto que en Europa, hacia fines del siglo xix, el marxismo había adquirido relevancia como ideología política y que a partir de la Revolución rusa de 1917 se convirtió en ideología del nuevo Estado que emergió como resultado de ella, lo cierto es que en el ámbito de la historiografía —excepto, por supuesto, de la soviética— el marxismo tuvo muy poco eco durante la primera mitad del siglo xx. De hecho, no fue hasta la segunda mitad de la centuria cuando adquirió visibilidad en el ámbito de la historiografía internacional, sobre todo en su vertiente británica, representada por figuras como Maurice Dobb, E. P. Thompson y Eric Hobsbawm.45 Desde esta perspectiva, se puede considerar incluso que esas obras que Guerra Vilaboy distingue como fundadoras de la historiografía marxista en América Latina se encuentran entre las obras pioneras de esta tradición a nivel mundial.
También resulta enigmática la opinión que expresa Guerra Vilaboy sobre esas obras fundacionales. Según él, las obras pioneras "dedicadas propiamente a la historia latinoamericana, elaboradas desde una perspectiva marxista", fueron La lucha de clases a través de la historia de México (1932), del mexicano Rafael Ramos Pedrue-za, y Evolugao política do Brasil (1933), del brasileño Caio Prado Júnior.46 En virtud de qué razonamientos se llega a esta conclusión, descalificando obras tan prominentes como los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, de José Carlos Mariáte-gui, publicada originalmente en 1928,47 constituye un verdadero misterio, ya que Guerra Vilaboy no explicita sus criterios para valorar unas y otras obras. Otro elemento perturbador de su interpretación tiene que ver con lo que omite, al menos en lo referente al Caribe, región que, según él, presenta un "panorama desolador" en lo que respecta a la historiografía de orientación marxista. La excepción, de acuerdo con él, fue la isla de Cuba, país donde sí encuentra una tradición histo-riográfica marxista que comenzó a desarrollarse hacia los años treinta y cuarenta del siglo xx. Empero, la relación de Guerra Vilaboy soslaya uno de los textos más sofisticados, escrito desde una perspectiva marxista, de toda la historiografía caribeña. Me refiero a The Black Jacobins: Toussaint L'Ouverture and the San Domingo Revo-lution, de C. L. R. James, publicado en 1938, que constituye, sin lugar a dudas, un hito de la historiografía caribeña.48 Obra insuperable en muchos sentidos, en ella las masas haitianas aparecen como los verdaderos agentes de las luchas contra la esclavitud y el colonialismo.
Debido al desalojo de Mariátegui como pionero de la historiografía marxista latinoamericana y a la omisión de James —acciones por las cuales Guerra Vilaboy no ofrece ningún tipo de razón—, resulta debatible la visión global que brinda este autor sobre el desarrollo de la historiografía latinoamericana de orientación marxista. Para él, "el punto más alto alcanzado por la historiografía marxis-ta en el periodo que antecede al triunfo de la Revolución cubana" se debió a las ideas de Caio Prado y Sergio Bagú referentes a "las peculiaridades de la formación económico-social conformada en América Latina desde la etapa colonial".49 Esta apreciación sugiere que Guerra Vilaboy privilegia esa tradición del marxismo latinoamericano que enfatiza el "metarrelato" de los modos de producción, orientación economicista fuertemente vinculada con las posiciones más dogmáticas del marxismo. Desde esta óptica, obras como las de Mariátegui y James, cuyo énfasis reside en lo social más que en lo económico, parecen jugar un papel menos trascendente.
Una cuestión que queda pendiente por el momento se refiere a la historiografía marxista luego de la Revolución cubana, asunto que no es abordado en este libro, si bien, al tomar este suceso como referente cronológico en la evolución de dicha historiografía, Guerra Vilaboy está apuntando a un tema que en algún momento habría que examinar. Con todo, la manera en que se refiere a los autores que, según él, constituyeron "el punto más alto alcanzado por la historiografía mar-xista" antes de la Revolución tiende a sugerir que, a su juicio, solo luego de ella se superaron las obras de los "pioneros". Y, ciertamente, luego de la Revolución del 59 en América Latina surgió una pléyade de obras inspiradas en el marxismo que contribuyeron a la historiografía de la región. Baste mencionar como muestra El ingenio (1978), de Manuel Moreno Fraginals, posiblemente la más importante obra marxista escrita en Cuba luego de la Revolución.50 Aun así, quedaría por discernir cómo la historiografía posterior al 59 modificó, alteró o continuó la tradición marxista anterior. Por razones obvias, una discusión en torno a estas cuestiones debe dilucidar el papel de la historiografía marxista cubana. ¿Superó a su antecesora la historiografía marxista cubana posrevolucionaria? Si fue así, ¿en qué medida "superó" a la historiografía marxista que la precedió? Dada la relevancia que usualmente se le adscribe a la historiografía marxista cubana posterior a 1959, ¿cómo compara esta con la tradición (tanto cubana como latinoamericana) que la antecedió? Estas son preguntas que, a mi modo de ver, deben ser abordadas con el fin de juzgar, de la manera más rigurosa y menos dogmática posible, una de las corrientes historiográficas más importantes de América Latina durante las últimas décadas pero que, lamentablemente, ha sido o proscrita de los cenáculos intelectuales más tradicionales o canonizada por muchos de sus seguidores. En el caso particular de Cuba, donde ha fungido como doctrina de Estado, se ha convertido en un conjunto de dogmas y fórmulas vacuas, carente de ese filo crítico que tuvo el marxismo en sus orígenes.
Por supuesto, no solo la historiografía marxista debe ser objeto de rigurosos análisis críticos. Repensar la historiografía latinoamericana en su conjunto es una tarea de primer orden; en esto coincido plenamente con el llamado que realiza Guerra Vilaboy en el epílogo de su libro ("Los desafíos de la historia en el nuevo siglo"). De lo que difiero es de su modo de abordar esta ingente tarea. Como he señalado ya, este libro carece de una propuesta teórica explícita que ilumine la particular lectura que realiza su autor de la historiografía latinoamericana. Además, se hacen aseveraciones que no se demuestran ni se argumentan de forma convincente, razón por la cual hay afirmaciones que resultan sorprendentes y hasta desatinadas. En ocasiones, los énfasis temáticos de la obra tampoco ayudan a ofrecer una imagen coherente sobre la evolución de la historiografía de América Latina.
El epílogo del libro tampoco contribuye a dilucidar las líneas maestras que deberían seguirse para esclarecer dicha evolución. Compuesto por un conjunto de ideas cuyo propósito es "alcanzar la necesaria renovación [de la historiografía] sin caer en los extremos a que ha llegado la historiografía europea y norteamericana" (supongo, ante todo, que los "extremos" del posmodernismo y otros "ismos" de moda desde fines del siglo pasado), el llamado renovador de Guerra Vilaboy desemboca, deplorablemente, en una serie de lugares comunes, entre ellos: las jeremiadas en contra de los cuestionamientos a las concepciones prevalecientes en la "historia científica" acerca de la verdad y la objetividad (p. 178), los lamentos en torno a la "fragmentación de la disciplina" (p. 179), las declaraciones sobre la singularidad de la historiografía latinoamericana —debida en parte a su juventud— vis a vis la europea o la estadounidense (pp. 184-185), las indicaciones acerca del "relativo desfasaje [sic] teórico y metodológico de América Latina" (p. 186), y los reclamos en pro de "una más autóctona historiografía latinoamericana", capaz de preservar "nuestras aportaciones y la propia identidad de la historia de América Latina" (p. 189). Paradójicamente, quizás algunos de los senderos que podrían conducir a esa renovación de la historiografía por la que aboga Guerra Vilaboy impliquen el abandono o el olvido de muchas de estas premisas, fuertemente ancladas en concepciones acerca del saber, de las identidades (nacionales y regionales) y del poder que han caracterizado a determinados sectores de la "ciudad letrada" latinoamericana contemporánea.
La revolución en su laberinto
Hubo una vez en el siglo xx cuando la idea de la revolución movía montañas. Era esa una época —cada vez más lejana— en que la idea de un mundo trastocado levantaba los ánimos, suscitaba ardores, generaba entusiasmos, provocaba arrebatos. Prevalecía entonces la noción de que allende el horizonte esperaba a los humanos una era de bienandanzas, dicha y bienestar; si no de opulencia, al menos se concebía el mañana como una época de desahogo en la que desaparecerían la pobreza, el hambre y la explotación. Estos nobles sueños —porque ¿quién duda de que se trate de algunos de los más magnánimos y sublimes ideales humanos?— incitaron a miles de personas a lanzarse a la lucha, la protesta, la revuelta y la rebelión, exponiendo su seguridad y arriesgando con frecuencia sus vidas —y, de paso, las de muchas otras personas— con el objetivo de alcanzar ese futuro de salvación en el que los humanos dejaríamos de ser los lobos de nuestros semejantes. En ese mundo futuro emergerían un Hombre Nuevo y una Nueva Mujer dispuestos a vivir en armonía con el prójimo; tras ese "cambio de piel", unos y otras estarían prestos a realizar los mayores sacrificios en aras de la comunidad; estarían dispuestos incluso a inmolar su individualidad en beneficio de la sociedad. Como prueba al canto de ese porvenir luminoso se ofrecían como modelos aquellas regiones del planeta —Vietnam y Cuba, ante todo— que parecían encarnar esos excelsos valores, que pugnaban indómitamente por extenderse a la humanidad entera. Concebidas como la vanguardia de "los condenados de la Tierra", naciones como esas constituían la pequeña pero potente flama que eventualmente se extendería al resto del orbe, en especial a ese conglomerado de países que se conceptuaron como un Tercer Mundo.
Como suele ocurrir, en ese ambiente la percepción acerca del futuro determinó las miradas que se hicieron al pasado. Entonces hubo —digamos que a partir de 1960— una pasión por conocer aquellas revoluciones pretéritas que parecían anunciar el destino luminoso que se vislumbraba en el horizonte. Como emblemas de las luchas contra la explotación, la desigualdad y la injusticia, acontecimientos como la Revolución mexicana de 1910, la rusa de 1917, e incluso la inglesa del siglo xvii y la francesa del xviii, fueron investigadas, interrogadas y escudriñadas con el fin de desentrañar aquellos rasgos que, supuestamente, anunciaban o presagiaban las futuras rebeliones que habrían de erradicar las inequidades que lastraban a las sociedades humanas. En América Latina y el Caribe, estas tendencias adquirieron rasgos particulares, sobre todo como resultado de la Revolución cubana de 1959 y de sus repercusiones ideológicas y políticas. Una de sus consecuencias más importantes fue que, en la región, la cubana pasó a convertirse en la revolución por antonomasia. Llegó incluso a opacar a la mexicana, que hasta entonces había ocupado un lugar prominente en los imaginarios latinoamericanos y caribeños; esto a despecho de que la misma hubiese desembocado en eso que Mario Vargas Llosa bautizó como la "dictadura perfecta";51 o de que América hubiese sido escenario, entre fines del siglo xviii e inicios del xix, de una conflagración social de tal envergadura como la Revolución haitiana —si bien esta última, como brillantemente ha demostrado Michel-Rolph Trouillot, ha sido en lo esencial una revolución menoscaba, olvidada y silenciada.52Si vis ávis la cubana tal suerte corrieron revoluciones como la mexicana y la haitiana —que han sido concebidas como encarnizadas insurrecciones de "los de abajo" por librarse de sus cadenas, destruir a los explotadores e instaurar el Paraíso—, ¿qué pensar de aquellos procesos sociales que apenas calificarían como modestas "revoluciones pacíficas" o como meras "reformas sociales"?
Desde la óptica de los radiantes fulgores que despedía la Revolución cubana —concebida como la verdadera revolución, la que hacía factible la existencia del "primer territorio libre de América", por lo que era vista como el futuro necesario de América Latina y el Caribe—, otras experiencias de cambio social y político lucieron como efímeros, débiles e insuficientes chispazos. Enmarcada la Revolución cubana en una apuesta a futuro que prometía un porvenir digno y promisorio, el resto de las experiencias transformadoras que en esa época se vivían en América Latina y el Caribe lucían marchitas y raquíticas; empeñadas estas últimas, humildemente, en modificar el presente más que, soberbiamente, en construir el futuro, carecían de ese talante épico que en ciertos círculos es percibido como condición imprescindible para validar cualquier proceso de cambio social. A la luz de tales requisitos, ¿cómo no conceptuar que la cubana era la revolución sin más, la que apuntaba al destino de los países caribeños y latinoamericanos, y que, en consecuencia, Cuba era la vanguardia de América e incluso de la humanidad entera?
En tal contexto ideológico, las pasadas revoluciones latinoamericanas y caribeñas con frecuencia fueron narradas como meros preludios de lo que la cubana, en el presente, finalmente parecía convertir en realidad: ella encarnaba el futuro de esas otras revoluciones, su resultado más lógico, su consecuencia ineludible, la más pura decantación histórica de las luchas y las resistencias de los latinoamericanos y los caribeños.53 Mas la vida es la vida, no la letra ni la escritura sagradas: la vida es lo que ocurre, no lo que se prescribe que debería ocurrir. Y, por suerte, los países de América Latina y el Caribe han seguido derroteros no necesariamente luminosos, pero ciertamente muy diversos a los prescritos por las profecías que le estipulaban un destino similar al cubano. Carcomida o derrotada la palabra de los oráculos, y añejados, envilecidos y corrompidos los profetas, se ha desvanecido la fe en sus augurios. Es, pues, un momento propicio para reflexionar acerca de las diversas tradiciones revolucionarias de América Latina y el Caribe, de cómo vislumbraron determinados destinos para los países de la región, de sus logros y desaciertos, en qué estribaron sus utopías, pero también cuáles fueron las razones de los desencantos que ellas generaron.
Es a esta perentoria necesidad revisionista a la que responde el audaz libro de Rafael Rojas Las repúblicas de aire: Utopía y desencanto en la Revolución de Hispanoamérica. Resulta, por un lado, totalmente congruente que sea un cubano radicado en México el autor de un libro como este, que nos aboca a reflexionar críticamente acerca de las independencias latinoamericanas y, en consecuencia, de las tradiciones revolucionarias en la región. La coyuntura de tal reflexión, por otro lado, no pudo ser más propicia, ya que, como indiqué anteriormente, en 2010 se conmemoró el bicentenario de la independencia de varios países latinoamericanos. Incluso, para aquellos cuyas independencias se celebran en otras fechas, 1810 actúa como un momento simbólico por ser este el año en que en se iniciaron algunos de los movimientos separatistas más emblemáticos de la región y que actuaron como catalizadores de las independencias de otros territorios latinoamericanos. En lo que a América Latina se refiere, 1810 fue una suerte de annus mirabilis ("año maravilloso"), ya que en su curso ocurrieron sucesos que se convirtieron en momentos fundacionales de las naciones latinoamericanas. Ello explica la miríada de celebraciones en 2010, incluyendo esas que proclamaron a las sociedades latinoamericanas como víctimas del "imperialismo", razón por la cual se convocó a los ciudadanos, en clave bolivariana, a luchar por la "nueva independencia" continental —si bien no pocas de tales celebraciones tuvieron mucho de comparsa carnavalesca o de comedia bufa. En retrospectiva, se presentó a los Libertadores —sobre todo a Bolívar— como antecesores de esos políticos latinoamericanos que actualmente se proclaman como reencarnaciones de aquellas egregias figuras.
Convertidos estos personajes históricos en marionetas manipuladas medalaga-nariamente —e incluso de forma perversa— por quienes pretenden mimetizar-los, Rojas propone perspectivas para conocer y comprender a los primeros en su especificidad histórica. De paso, brinda criterios para asumir posiciones críticas frente a esas voces que aspiran a hablar por ellos, distorsionando sus ideas, con la intención de desarrollar agendas políticas contemporáneas. Para comenzar, en su libro —que gira en torno a la historia política e intelectual de América Latina— Rojas traza la trayectoria del "primer republicanismo hispanoamericano", cuyo auge se localiza "entre la segunda y la tercera décadas del siglo XIX", y que contó entre sus representantes más connotados con varios de los "próceres de las independencias", si bien muchos de ellos "tuvieron escasa o nula participación en la hechura de las nuevas repúblicas".54 A estos se sumaron otros personajes históricos que jugaron papeles destacados en "el diseño constitucional" de las nuevas naciones, así como en sus primeras luchas políticas y en los inflamados debates ideológicos de la época. Sobre el particular Rojas destaca como dilemas intelectuales fundamentales "tres ejes de tensión": "revolución y república, exilio y traducción, y utopía y desencanto".55 Estos tres conjuntos de dilemas articulan el trazado de Rojas de la transición de la Colonia a la vida independiente.
Humeantes todavía los fusiles y ensangrentadas aún las lanzas y las espadas, los próceres de la independencia tuvieron que darse a la colosal tarea de diseñar comunidades políticas que crearan una "homogeneización republicana de la diversidad". Dicho objetivo se convirtió en una tarea verdaderamente titánica, ya que a la enorme diversidad social, cultural, étnica, lingüística y legal heredada de la Colonia se sumó, luego de la independencia, "una rápida diversificación del campo político y la esfera pública".56 Esto último se tradujo en intensas disputas —y no solamente discursivas y dialécticas, sino también en incontables guerras— acerca de la naturaleza de los sistemas constitucionales, en las cuales los centralistas o unitarios se enfrentaron a los federalistas, los republicanos a los monárquicos y, posteriormente, los liberales confrontaron a los conservadores.
En torno a las diversas corrientes políticas que fueron emergiendo en la época pos-colonial Rojas plantea una serie de hipótesis novedosas. Una de las más interesantes refiere a los orígenes de las tendencias liberal y conservadora, que habrían de signar las pugnas políticas en Hispanoamérica a partir de la década de los cuarenta del siglo xix. Rojas cuestiona la concepción esencialista del pensamiento latinoamericano, que establece una continuidad ideológica entre, por un lado, el pensamiento de la independencia, el liberalismo decimonónico, el hispanoamericanismo finisecular, y —posteriormente— el nacionalismo y el antiimperialismo del siglo xx; y, por el otro, que ubica a la tendencia conservadora como una mera prolongación de las corrientes colonialistas que, luego de la independencia, se habrían dedicado a exaltar el pasado virreinal y a achacar al caos poscolonial los males de las naciones hispanoamericanas. A contrapelo de esta construcción del pensamiento político hispanoamericano, en Las repúblicas de aire se arguye que tanto el liberalismo como el conservadurismo poscoloniales anclan sus orígenes en el primer republicanismo hispanoamericano.
Otro de sus planteamientos se refiere a las nociones sobre América y "lo americano" que emplearon los primeros independentistas y republicanos. Para ellos, señala Rojas, no existía una separación entre la América que hoy denominamos "latina" y la "otra América", la que llamaríamos "anglosajona". Para esa primera generación de constructores de naciones, "La idea de la región [hispanoamericana] no estaba asociada a nociones de identidad cultural, religiosa o étnica, como las que difundieron los romanticismos y positivismos en la segunda mitad del siglo [xix]".57 Así, no pocas de las figuras emblemáticas de ese primer republicanismo partían de la homologación entre las dos Américas, oponiendo ambas, en cuanto que sedes del republicanismo, a Europa, concebida como baluarte de los sistemas políticos de Antiguo Régimen debido al predominio en ella de los gobiernos monárquicos.
Esa identidad republicana entre las dos Américas se vio reforzada gracias al exilio de muchos hispanoamericanos en los Estados Unidos, especialmente en ciudades como Filadelfia y Nueva Orleáns. En esos lugares, los exiliados hispanoamericanos entablaron relaciones intelectuales, políticas y hasta de amistad con importantes figuras del mundo cultural estadounidense, y desarrollaron una activísima gestión intelectual y política que Rojas sintetiza recurriendo al concepto de la traducción, entendida no tanto como la enunciación "en una lengua lo que está escrito o se ha expresado antes en otra", sino, sobre todo, como la traslación de conceptos provenientes de una tradición cultural y política determinada a la experiencia histórica de otra. En cuanto que intérpretes en esta última acepción, los exiliados ubicados en Filadelfia, Nueva Orleáns o Nueva York fungieron como "traductores de la libertad", ya que contribuyeron decisivamente a propagar en Hispanoamérica los imaginarios republicanos, nutriéndose, entre otras, de las tradiciones políticas de los Estados Unidos, que abarcaban principios como el antimonarquismo, el republicanismo y la idea del ciudadano, en contraposición a la noción del subdito, propia de los sistemas de Trono y Corona.
Más allá de las feroces guerras que tuvieron que librar para lograr la separación de Hispanoamérica de España, la construcción de ciudadanos teniendo como materia prima a vasallos o subditos —es decir, a miembros de una comunidad política cuyo destino principal radicaba en la obediencia más que en la participación o en el ejercicio de determinados derechos— supuso una hercúlea faena para los primeros republicanos hispanoamericanos. Esto planteó dilemas políticos, constitucionales y éticos muy profundos a los líderes de las emergentes naciones hispanoamericanas, quienes se debatían agónicamente entre, por un lado, sus arraigadas convicciones republicanas —modeladas a partir de las tradiciones de la antigüedad grecorromana y que, pasando por el republicanismo renacentista, entroncaban con las teorías políticas modernas, así como con los ejemplos estadounidense y francés, e incluso con el liberalismo gaditano de 1812—, y, por otro lado, con abigarrados conjuntos de sujetos sociales, fragmentados entre sí debido a sus variados orígenes. Para colmo, esos sujetos carecían, según varios de esos líderes e intelectuales, de un sustrato cívico que posibilitara la construcción de una ciudadanía moderna tal como la que existía en los Estados Unidos. Dentro del "imaginario ilustrado" desde el cual operaban dichos letrados —entre quienes figuraba de manera prominente Simón Bolívar—, Hispanoamérica lucía "como una comunidad no apta para acceder a ciertas instituciones modernas".58 Por ello Bolívar, a pesar de algunas de sus convicciones más profundas, abogó por el establecimiento de gobiernos centralizados que contrarrestaran las tendencias centrífugas que representaban "las autonomías personales, partidarias y regionales".59
Pero, como Sísifo, la primera generación de próceres hispanoamericanos tuvo que cargar una enorme y pesada roca: cuando parecían alcanzar la cima de la montaña, volvían a rodar ladera abajo, por lo que debían de iniciar nuevamente el penoso ascenso. De ahí derivó lo que Rojas denomina "el desencanto de los héroes",60melancolía producida por sentir que habían "arado en el mar" y que tras décadas de guerras, penurias, sinsabores y sacrificios sin cuenta solo habían erigido "repúblicas de aire", como llamó Bolívar a las imperfectas, discordantes y belicosas comunidades políticas que surgieron en Hispanoamérica en la época poscolonial.
Como ejemplos de ese desencanto Rojas rastrea las trayectorias políticas e ideológicas de varias de las figuras representativas de ese periodo, entre quienes se encuentran el mismo Bolívar, el poeta cubano José María Heredia —quien desilusionado con "la oscilación entre anarquía y dictadura" que sufrían los países hispanoamericanos tendió a asumir posiciones cada vez más moderadas,61 llegando a fungir como bisagra intelectual entre el primer republicanismo y el conservadurismo que emergió posteriormente— y el humanista, jurista y pensador venezolano-chileno Andrés Bello —quien mediante un ejercicio de hermenéutica histórica intentó crear una "pedagogía republicana" que conllevaba una "narrativa [...] integradora del antiguo régimen" a las historias nacionales, elemento que estimaba "indispensable para la edificación de las nuevas repúblicas en Hispanoamérica".62
Pero lo cierto es que, irrespectivamente de sus denuedos por construir sistemas políticos estables acorde con los principios republicanos y que posibilitaran el surgimiento de una ciudadanía moderna, los próceres de la independencia padecieron una "melancolía mesiánica".63 Hastiados, descorazonados y enfermos de una hiperrealidad que demolía lo exiguo que habían logrado construir, no pocos de ellos se sintieron igual que Bolívar, quien, en camino al autoexilio, afirmaba, abatido, que América era ingobernable. La imagen del Libertador derrotado —que Gabriel García Márquez intentó recrear64— no deja de ser estremecedora: quien más lejos había ido en los sueños libertarios de su generación y quien más había hecho por lograr una Hispanoamérica independiente, era quien más abismal-mente sentía y más amargamente expresaba el desencanto con dicha utopía.
Esa imagen de Bolívar resulta apta para retomar el inicio de esta sección, en la que aludí a la tradición revolucionaria latinoamericana y a cómo se ha representado esta. Sugerí entonces que en ciertos imaginarios contemporáneos la Revolución cubana se ha constituido en un poderosísimo "campo de fuerza" político y cultural que ha tenido como efecto la obliteración, el escamoteo, el menosprecio o hasta la difamación de otros procesos históricos que conllevaron alteraciones profundas de las sociedades latinoamericanas. Repensar, pues, las tradiciones revolucionarias —y hablo en plural— constituye una labor ineludible de crítica de la época contemporánea; ello conlleva, para decirlo con palabras de Fernand Braudel, meditar el presente como historia, pero, también, contribuir a que el conocimiento del pasado —como quería Edward H. Carr— ilumine nuestra comprensión del turbulento mundo actual. En mi opinión, la obra de Rafael Rojas desempeña cabal e inteligentemente estos propósitos. Si, como señala Michel De Certeau, la narración histórica es "una dramatización del pasado" que opera como una "ficción del presente",65Las repúblicas de aire, además de constituir una sólida indagación sobre los proyectos de construcción de las naciones latinoamericanas y acerca de los desengaños que ellos acarrearon, también es una alegoría sobre el tiempo presente. Esta obra apunta a la necesidad de aquilatar las utopías que han regido los imaginarios políticos latinoamericanos durante las décadas pasadas; labor que debe tener entre sus fines ubicar los orígenes de no pocos fiascos, naufragios, falacias, engaños, timos, fracasos y desencantos.
¿Hay salida al laberinto?
Y, en efecto, gracias a la sagaz estratagema fraguada por Ariadna, logró Teseo salir con vida del laberinto. Fue incluso capaz de enfrentar y ultimar al temible Minotauro. Que el héroe quebrantara posteriormente la palabra empeñada, no cumpliendo la promesa que había hecho a su astuta amparadora de desposarse con ella, es cuestión que no viene al caso en este contexto —aunque no descarto que haya quien recurra a dicho desenlace como moraleja acerca de la naturaleza pérfida de los hombres, es decir, de los "hombres, machos varoniles". Pero dejo este penoso asunto a la inspiración de poetas, boleristas, tangueros, guionistas de telenovelas y "cortavenas" en general.
Me atengo, pues, a mi asunto, que remite a las nociones y los criterios —es decir, los hilos conceptuales— a que han recurrido los intelectuales y los pensadores con la finalidad de descifrar los enigmas de ese monumental laberinto que es América Latina. Mi rastreo —lo he señalado al principio— ha sido harto escueto, ya que no ha sido mi intención agotar el abanico de posibilidades interpretativas que induce lo que denominamos "América Latina" —faena que en sí misma sería un despropósito debido a la magnitud de la misma. Pese a ello, confío en que los ejemplos que ofrezco puedan ilustrar o sugerir algunas de las implicaciones de emplear determinadas ideas y conceptos al tratar de comprender a tan intrincada región. Con todo, es dable pensar que no pocos lectores, al final del camino, se pregunten: ¿será factible alguna conclusión general que aplique sino a la totalidad sí al menos a la mayoría de los razonamientos usados para interpretar a América Latina? Lo que, siguiendo la fábula con que inicio este ensayo, equivaldría a plantear: ¿hay salida posible de este laberinto? Al respecto, lamento decepcionar a los lectores. La principal conclusión a que puedo llegar seguramente los desilusionará, ya que, sin importar las hebras que usemos para guiarnos en sus recovecos y sinuosidades, ellas serán siempre insuficientes para garantizar nuestra fuga. O, mejor, la única fuga posible estribaría en no internarnos en los lúgubres pasadizos de tan singular laberinto.
1 Entre estos últimos se encuentran: Tenorio Trillo, Historia, 2009; Volpi, Insomnio, 2009, y Rojas, Repúblicas, 2009.
2 Abellán, Idea, 2009.
3 Burke, Revolución, 1993, 68-86.
4 Morales Moreno (comp.), Historia, 2005.
5 Koselleck, Futuro, 1993; Hernández Sandoica, Tendencias, 2004, 371-400, y Serna y Pons, Historia, 2005, 100-108.
6 Abellán, Idea, 2009, 13.
7 Por ejemplo: Tannenbaum, Slave, 1946.
8 Abellán, Idea, 2009, 290.
9 Rodó, Ariel, 2007.
10 La cita proviene de Abellán, Idea, 2009, 40.
11 Abellán, Idea, 2009, 41.
12 Abellán, Idea, 2009, 42.
13 Abellán, Idea, 2009, 42.
14Abellán, Idea, 2009, 42. Sobre la cuestión racial en América Latina: Mörner, Race, 1967; Graham (ed.), Idea, 1990, y Wade, Race, 2010.
15Abellán, Idea, 2009, 42.
16Abellán, Idea, 2009, 60.
17En torno a las ciudades latinoamericanas existe una abundante bibliografía; remito al clásico de Romero, Latinoamérica, 2001.
18Abellán, Idea, 2009, 69.
19Abellán, Idea, 2009, 68.
20Abellán, Idea, 2009, 81.
21Abellán, Idea, 2009, 82.
22Abellán, Idea, 2009, 85.
23Abellán, Idea, 2009, 87.
24Abellán, Idea, 2009, 103 y 111.
25Abellán, Idea, 2009, 185-186. Para contrarrestar esta sarta de desatinos, véase: San Miguel, Isla, 2007.
26Abellán, Idea, 2009, 259.
27Abellán, Idea, 2009, 270.
28Abellán, Idea, 2009, 288.
29Guerra Vilaboy, Tres, 2002, 189.
30San Miguel, “Intelectuales”, 2004, 112-113.
31Rama, Ciudad, 2002.
32Ramos, Desencuentros, 1989, y Miller, Shadow, 1999.
33Guerra Vilaboy, Tres, 2002, 15.
34De Certeau, Escritura, 1993, y White, Metahistoria, 1992.
35Zermeño Padilla, Cultura, 2002.
36Guerra Vilaboy, Tres, 2002, 32.
37 Alvarado Tezozomoc, Crónica, s. f.; Muñoz Camargo, Historia, s. f.; Poma de Ayala, Nueva, 1980, y Garcilaso de la Vega, Comentarios, 1976.
38 Guerra Vilaboy, Tres, 2002, 67 (itálicas mías).
39 Adorno, Guamán, 1986; Pastor, Jardín, 1999, y Rozat Dupeyron, Indios, 2002.
40 Guerra Vilaboy, Tres, 2002, 85-86.
41Guerra Vilaboy, Tres, 2002, 89.
42 La obra histórica más significativa de Abril es Héroe, 1929. Por su parte, Brau fue autor de una extensa obra his-toriográfica y sociológica; en lo que respecta a lo que aquí señalo, resulta especialmente importante su Ensayos, 1972.
43 Guerra Vilaboy, Tres, 2002, 118.
44 Guerra Vilaboy, Tres, 2002, 123.
45 Sobre el particular, ver: Fontana, Historia, 1982.
46 Ramos Pedrueza, Lucha, 1936, y Prado Júnior, Evolugao, 2012.
47 Mariátegui, Siete, 2007.
48 James, Black, 1963. Para una evaluación de la obra de James en el contexto de la historiografía caribeña, ver: San Miguel, "Visiones", 2016.
49 Guerra Vilaboy, Tres, 2002, 174.
50 Moreno Fraginals, Ingenio, 1978.
51 Vargas Llosa, Sables, 2009, 63-69.
52 Trouillot, Silencing, 1995.
53Esa concepción de Cuba como vanguardia de América Latina y el Caribe y como estandarte de su futuro se
evidencia plenamente en el texto de Fernández Retamar, Calibán, 1974. Sobre todo esto, ver: Quintero Herencia, Fulguración, 2002; Martínez Pérez, Hijos, 2006; Reynaga Mejía, Revolución, 2007, y De la Nuez, Fantasía, 2006.
54 Rojas, Repúblicas, 2009, 9.
55 Rojas, Repúblicas, 2009, 10.
56 Rojas, Repúblicas, 2009, 13.
57Rojas, Repúblicas, 2009, 15.
58 Rojas, Repúblicas, 2009, 237.
59 Rojas, Repúblicas, 2009, 239.
60 Rojas, Repúblicas, 2009, 317.
61 Rojas, Repúblicas, 2009, 154.
62 Rojas, Repúblicas, 2009, 226.
63 Rojas, Repúblicas, 2009, 339.
64 García Márquez, General, 1989.
65De Certeau, Escritura, 1993, 23.
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