Revista de Derecho

ISSN electrónico: 2145-9444.
ISSN impreso:1657-2416
Nº 7 enero-diciembre de 2006

Fecha de recepción: 11 de septiembre de 2006
Fecha de aceptación: 18 de octubre de 2006


La sociedad globalizada y el papel de la educación superior

ALBERTO ROA VARELO
VICERRECTOR ACADÉMICO DE LA UNIVERSIDAD DEL NORTE. FILÓSOFO DE LA UNIVERSIDAD DE SAN BUENAVENTURA DE BOGOTÁ, D.C. MAGÍSTER EN INVESTIGACIÓN Y DESARROLLO EDUCATIVO Y SOCIAL DEL CENTRO INTERNACIONAL PARA EL DESARROLLO HUMANO (cINDe), EN CONVENIO CON LA UNIVERSIDAD PEDAGÓGICA NACIONAL aroa@uninorte.edu.co

JAVIER ROBERTO SUÁREZ GONZÁLEZ
LICENCIADO EN FILOSOFÍA DE LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA. MAGÍSTER EN EDUCACIÓN DE LA UNIVERSIDAD DEL NORTE. PROFESOR DEL DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES Y FILOSOFÍA Y COORDINADOR DEL PAIDU DE LA UNIVERSIDAD DEL NORTE jrsuarez@uninorte.edu.co


RESUMEN

Los autores de este artículo desarrollaron una ponencia sobre el papel de la educación superior en la sociedad globalizada durante el primer seminario de educación, organizado por la Universidad del Norte en el marco de la novena versión de la Cátedra Europa. Fruto de esa actividad es este trabajo en el cual se hace una reflexión sobre los fundamentos filosóficos, éticos y antropológicos de la educación superior contemporánea. Conceptos como hombre, conocimiento y sociedad justifican los propósitos y fines de cualquier proyecto educativo enfocado hacia la formación para la «mayoría de edad» y «la racionalidad comunicativa», de tal manera que se pueda pensar en la universidad como el lugar propicio de autoformación para interactuar «en y con» el hacer de la ciencia porque es allí donde se desarrollan la personalidad y la madurez humanas.

palabras clave: Educación Superior, mayoría de edad, racionalidad comunicativa, ciencia, autoformación.


ABSTRACT

The authors of this document made a presentation about Higher Education role in the Global Society at the 1st Seminar of Education, organized by Universidad del Norte as part of the "forum on Europe"(9th version) agenda. As a result of that activity, they decided to write a reflexive text about philosophical, ethical and anthropological foundations of Contemporary Higher Education. Some concepts like Human Being, Knowledge and Society justify the purposes and goals of any Educational project focused on «Adulthood» and «Communicative Rationality», in such way that University can be thought as the perfect self-formation place to interact «in and with» the science doing, because it is right there where the human personality and maturity are developed.

key words: Higher Education, Adulthood, Communicative Rationality, the science, self-formation.


I. Introducción

Filosofía de la Educación en general

Bowen y Hobson (2004) definen la educación como un proceso de socialización y trascendencia que no depende de un momento o hito específico dentro de la historia particular de un sujeto, sino que es una acción que se construye durante toda la vida humana. Esto permite entender, para los propósitos de esta reflexión, que la socialización representa el proceso social «básico» por el cual las personas adquieren la cultura de su sociedad, mientras que la trascendencia cobija esos momentos de percatación y curiosidad intelectual que va más allá de una instancia meramente socializante y se amplía hacia una concepción de trascendencia de la educación que es creadora, innovadora y abierta a nuevos horizontes de sentido.

Ciertamente un concepto de educación propuesto en esta línea, permite pensar que la relación entre filosofía y educación, entendida como «filosofía de la educación», es posible si sus actores tienen los medios para reflexionar sobre la educación como «una acción comunicativa entre sujetos que, siendo poseedores de un acervo cultural, buscan ser reconocidos como tales en un proceso que privilegia la construcción del conocimiento y se orienta, fundamentalmente, al desarrollo humano» para construir cultura y proponer alternativas viables para transformar la sociedad hacia algo mejor.

Visualizar en la práctica el alcance de este concepto de educación, implica, en primer lugar, representar, en la perspectiva de una antropología filosófica, la realidad humana tras el triunfo de la «razón instrumental» y sus implicaciones para el concepto del hombre. En segundo lugar, analizar el impacto de esas implicaciones sobre la concepción de educación, tras la influencia en el mundo moderno del «paradigma de la conciencia» y su aprehensión de la razón objetiva. Finalmente, proponer una perspectiva del concepto de educación que involucre a sus actores en la perspectiva y acción específica de la racionalidad comunicativa.

Max Horkheimer plantea que la razón instrumental ha invadido todos los terrenos de la vida humana hasta el punto que diversas dimensiones de su posible realización han quedado condicionadas y mediadas por una racionalidad de medios y fines. Desde este punto de vista, el hombre ha sido arrancado de sus raíces naturales y se encuentra sometido al ámbito de lo abstracto y artificioso. El proyecto de la modernidad, iluminado por los ideales de la Ilustración, se ha convertido en un instrumento de opresión, al reafirmarse en un progreso económico y técnico que se ha constituido en empresa de racionalización, tendiente a la reificación y represión (Geyer, 1985).

Esta instrumentalización del pensamiento, ha conducido al hombre hacia una incapacidad para auto-reflexionar y lo ha llevado hacia una adaptación sin más en el orden establecido. Horkheimer cree que «en el camino desde la mitología a la logística ha perdido el pensamiento el momento de la reflexión sobre sí mismo, y la maquinaria mutila hoy a los hombres, aun cuando los sustenta» (Horkheimer y Adorno, 1998: 90). El hombre de hoy siente que no hay relación entre los valores que le inculcaron de pequeño y las exigencias de una realidad que lo aborda desmedidamente, pues tiene que someterse a la lógica de una organización sistemática que le exige obediencia y sumisión, si no quiere resignarse a vivir en soledad. Poco a poco el ser humano se va identificando con el mundo de los objetos porque, aunque sea de ese modo, garantiza su propia autoconservación: el poder es digno de imitación y respeto, aun cuando queden resquicios de una «conciencia humana» que mira la dominación actual como fruto de una «sintomatología de irracionalidad» que debe ser abolida (Horkheimer, 1973).

Descartes, en compañía de otros pensadores ilustrados como Galileo, Copérnico y Newton, se convirtió en uno de los promotores de la imagen del mundo, dentro del contexto que se conoce con el nombre de «revolución científica». Conceptos como proyecto, rigor, método y empresa fueron las constantes definitorias de la ciencia moderna y, por ende, de la naciente era de la investigación científica, donde un sujeto dotado de facultades inmutables y ahistóricas, se enfrenta a un objeto que en principio le es extraño. Descartes, lo caracterizó como el «yo pienso», cuya racionalidad monológica y universalista, se constituyó en la fundamentación de todo conocimiento. Por su parte, Kant habló de un «sujeto trascendental», constituido en culmen del dualismo entre sensibilidad y razón, pensar y ser, propio del pensamiento moderno (Heidegger, 1997).

Esta concepción instrumental de la razón ha repercutido en la validez misma de los procesos de la educación, en cuanto esta depende de los productos que ella produzca, apoyándose en una metodología muy precisa que busca adaptar de forma sistemática las condiciones de colonización del mundo de la vida. En palabras de Rorty, la educación se limita, desde esta concepción, a salvaguardar un proceso de socialización donde se «promueve la formación de unos ciudadanos cultos» enajenados en el sentido común de las prescripciones morales y políticas de la sociedad (Rorty, 1990).

Sin embargo, la educación en la perspectiva de una ciencia reconstructiva de la acción debe inquietar y desestabilizar esta realidad cosificada de la naturaleza humana y generar posibilidades para que el género humano pueda pensar y actuar por sí mismo. Esto implica abrir espacios para el desarrollo de un pensamiento abierto y dispuesto a la capacidad de asombro para comprender, a la luz del saber y del conocimiento, cómo están dispuestas las cosas en el mundo, cuál es el significado de las palabras que nombran las cosas y cuáles son las causas finales de los elementos de la naturaleza1. Hoy, esto suena a un proyecto casi inalcanzable, sobre todo cuando el presente sugiere un contexto donde lo inmediato y superíluo resulta ser más atrayente que la búsqueda de sentido en la vida misma del hombre.

Esta urgencia vital pretende responder, de forma pertinente, a los problemas de sentido que sugiere una cultura enmarcada en las directrices del dominio tecnocrático. Desde esta perspectiva es imprescindible pensar en un nuevo humanismo que le permita al ser humano ser nuevamente el epicentro de la naturaleza y la cultura, de tal manera que pueda asumir los retos de autoformación y mayoría de edad que emanan del «uso público» y «crítico» de la razón (Kant, 1784).

Para que esto sea posible, es importante pensar el discurso y la práctica de la educación desde la óptica de la razón comunicativa. La base de esta concepción es la categoría de «mundo de la vida», pues a través de ella se puede comprender el sentido de la participación de los sujetos que actúan en una comunidad de habla a través de juegos de lenguaje que buscan construir juicios de existencia. Esta nueva visión para el discurso educativo tiene sus raíces en la dialéctica de Platón como un camino que permite desarrollar entendimiento y factualidad a las vivencias de la conciencia, entendida esta última, desde la perspectiva fenomenológica de Husserl (Roa, 2000).

Desde esta perspectiva, la educación adquiere otro horizonte de sentido. En primer lugar, posee un «interés emancipatorio» que busca la liberación y emancipación de la condición humana, tras las limitaciones introducidas por el paradigma moderno de la conciencia (Vasco, 1990). En segundo lugar, la educación en asocio con la filosofía, posee un nuevo modelo de racionalidad, la cual le permite convertirse en mediación de la interacción «sujeto» y «mundo de la vida», pues existe la posibilidad para que se expongan públicamente las diversas interpretaciones de la realidad que trasciende la contingencia de los contextos y que desarrolla la personalidad, la sensibilidad y las expresiones estéticas de unos individuos socializados y autodeterminados que, al reconocerse libres, adquieren la responsabilidad social de construir «ciudadanía» (Roa, 1993).

Marco de referencia para una Filosofía de la Educación Superior

La universidad contemporánea se pregunta, en el marco de la filosofía de la educación en general, por la posibilidad de crear nuevas rutas que permitan adelantar su trabajo académico y de investigación, a la luz de los cambios que representa el contexto en el cual ella se encuentra inserta y que exigen procesos de innovación y cambio para que sus aportes, desarrollos y propuestas al mundo de la ciencia y del desarrollo social sigan siendo relevantes. Joseph Bricall, citado por Guillermo Hoyos, enfatiza esta nueva perspectiva del trabajo universitario, cuando afirma que la universidad se caracteriza por ser «una institución cuyas actividades se destinan, en gran parte, hacia el enriquecimiento intelectual, moral y material de la sociedad a través de sus ciudadanos y de la realización de tareas de investigación y de aplicación de sus resultados» (Hoyos, 2002: 153).

Si el contexto de las sociedades contemporáneas ha cambiado, es importante que la universidad piense sus horizontes de sentido, y por tanto su ejercicio, desde un principio de responsabilidad, que no solo le permita asumir los nuevos tiempos con una actitud creadora y abierta a las exigencias que se construyen en las fronteras inconmensurables de la actual sociedad del conocimiento, sino que aprenda, desde su misma naturaleza, a mantener una relación íntima con las raíces de la tradición y sus continuidades, de tal manera que se pueda proyectar de cara a los nuevos retos de su contexto.

Ferro (1996) contempla ese contexto en el cual se debe mover la universidad y sugiere, a partir de ello, una serie de retos que se convierten hoy en señales de trabajo y esperanza para la labor universitaria:

• La internacionalización de la economía: este es un concepto que va más allá de la globalización y de los intercambios comerciales. La internacionalización, además de abordar este asunto, aborda la forma como la educación y la cultura son la proyección de actores sociales que se interesan por construir comunidades académicas y científicas de impacto internacional.

• La multiplicidad de vías de acceso al conocimiento: si bien el siglo XX representó el espacio donde las masas concentradas se convirtieron en el público disperso de los medios masivos de comunicación (Habermas, 2000), lo cual significó la desintegración de la individualidad. Por su parte, el siglo XXI se dispone a recuperar una nueva dimensión de lo humano a través de la cultura, cuando esta ha entrado a formar parte de las grandes autopistas de la información mundial y ha gestado un concepto de la educación metaforizado con la idea de «comunicar».

Mundialización de la cultura popular del consumo: como consecuencia de los procesos de la economía-mundo y del desarrollo de las comunicaciones, la cultura se ha convertido en un objeto de consumo y la educación un camino para conseguirlo. Frente a este reto, la universidad podría abordar el conocimiento desde una perspectiva cualitativa y constituirse en un elemento de apoyo a la inteligencia omnicomprenhensiva, como afirmaría Jaspers, de la «voluntad intrínseca de buscar e investigar; del desarrollo sin fronteras de toda posibilidad; de la apertura para poner en cuestión todo lo que puede ocurrir en el mundo; de la verdad incondicional que conlleva el peligro del sapere aude» (Jaspers y Rossman, 1995: 38). Este elemento de la inteligencia, más que un despliegue de un concepto instrumental de la razón, es el desarrollo de algunas características del acto de conocer que por sí mismo evoca la universalidad, la totalidad. En esta concepción, la universidad permite que se realice la originaria voluntad de conocer, cuyo objetivo no es otro que experimentar lo que es posible conocer y lo que sucede en nosotros mismos a través de la realización del conocimiento.

La cooperación internacional: la idea de universidad se encuentra relacionada con dos conceptos íntimamente ligados: el de verdad y el de ciencia. La verdad es un impulso vital de la universidad que se comprende en la acción misma de la ciencia y su originaria voluntad de saber. Es por ello que el mundo universitario está atento a la creación de redes internacionales de investigadores y a relaciones estratégicas entre universidades, los cuales son factores clave, entre otros tantos, de la consolidación académica de la cooperación internacional.

Estos retos y otros tantos asociados a la transformación de la naturaleza del trabajo y la organización de la producción; el fenómeno de la mundialización asociado a las posibilidades de creación de empleo y la revolución científico-técnica que ha creado una cultura de las tecnologías de la informática y las comunicaciones; y la importancia de adelantar una adecuada discusión ética sobre el impacto de las diversas cosmovisiones sociales (Hoyos, 2002), fueron los principales elementos que nos llevaron a proponer, en el marco de la Cátedra Europa 2006, una reflexión sobre los elementos constitutivos de una posible filosofía de la educación superior.

Por esta razón, el discurso lo hemos desarrollado teniendo en cuenta los siguientes puntos: [1] la educación superior, sin ánimo de ser excluyente, frente a otras posibilidades de desarrollo humano, aspira a formar individuos capacitados para pensar, sentir y actuar como mayores de edad. [2] Este ideal, circunscrito en los mismos fundamentos del proyecto inacabado de la modernidad, se podría realizar en la medida en que se pueda construir el ethos particular de la educación superior a través de su idea de ciudadanía y su permanente reconstrucción en el ejercicio propio de la racionalidad comunicativa. [3] Esta identidad de la educación superior permite pensar en la universidad como el lugar adecuado para interactuar «en y con» el hacer de la ciencia porque es allí donde se desarrollan la personalidad y la madurez humanas. En ese diálogo con el mundo de la ciencia es vital reconocer el papel del profesor universitario quien a través de la comunicación con sus pares y sus estudiantes, llega a influir en la concepción y voluntad del otro, hasta convertirse en una referencia esencial para la manera como ese otro se autocomprende y decide libremente orientar el curso de su vida.

II. Educación Superior para la mayoría de edad

Contexto

En el prólogo de 1944 y 1947

a la Dialéctica de la Ilustración, Horkheimer y Adorno (1998) formularon una pregunta visionaria para nuestro tiempo, relacionada con la crisis que enfrenta la razón en su forma objetiva e instrumentalizada: «Lo que nos habíamos propuesto era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie» (Horkheimer y Adorno, 1998: 51). En su momento estos pensadores de la teoría crítica de la sociedad y por tanto la crítica hecha desde la academia universitaria debía enfocarse y centrarse en el proceso de destrucción y desencanto que el mismo desarrollo de la razón había provocado.

La reflexión hecha por Horkheimer y Adorno durante su época de exilio, llama la atención para que el proyecto inacabado de la modernidad oriente nuevamente sus fueros hacia una educación para la mayoría de edad, dispuesta a criticar con rigor y juicio científico los matices de irracionalidad que aún siguen presentes en la sociedad contemporánea, cuya dinámica interna de dominación e instrumentalización ha conducido a la autodestrucción misma de la razón y la fragmentación automatizada del mundo de la vida (Thiebaut, 1989).

La teoría crítica de la sociedad comprendió que la Ilustración no había logrado sus objetivos de liberación y crecimiento del espíritu humano porque a través de su proceso de «desencantamiento del mundo» reveló una marcha progresiva de racionalización y reducción de toda realidad bajo el signo del dominio y del poder, lo cual terminó en una dominación sin más de la naturaleza y en un deterioro progresivo del individuo concreto (Horkheimer y Adorno, 1998). Indiscutiblemente el principio rector de nuestras sociedades ha sido el modelo de una «razón dominante» sobre la naturaleza y el hombre quien ha logrado sostener grandes procesos de industrialización y tecnificación cuyos objetivos terminaron siendo la racionalización de los medios y la irracionalidad de los fines.

El punto culmen de esta dinámica de dominio ha sido la aparición de un proceso de Dosificación del individuo, que bajo las exigencias intrínsecas del sistema, ha dejado de ser un singular autónomo y por tanto ha tornado nuevamente a esa imagen de un menor de edad perpetuo, convertido en uno de los tantos miembros de una colectividad que nunca se ha interesado por la particularidad de la subjetividad, sus emociones, intereses y perspectivas de desarrollo hacia una mejor humanidad. El individuo ha sido absorbido por el sistema de la sociedad y sus valores. Esto nos ha sumergido dentro de los parámetros de una «ideologización total de la sociedad», caracterizada por el creciente consumo y la integración de los miembros de la sociedad dentro de un orden irracional establecido. El control externo ha sido transformado en un control sobre el sujeto, quien ha interiorizado el dominio sobre las esferas de la conciencia y el inconsciente.

Creemos que la educación superior puede apostarle nuevamente a ser ese filtro, convertido en conciencia crítica, entre lo que sucede en la sociedad y sus sistemas sociales, políticos, económicos y culturales y la presencia de una subjetividad que reclama ser reconocida como mayor de edad, no sólo porque quiere manifestar algo sobre el mundo, sino porque desea construir sentido en medio de la incertidumbre, valiéndose de la relación que existe entre educación, cultura y fortalecimiento de la democracia en las posibilidades de autoformación e interlocución que dispone la actividad universitaria.

Elementos conceptuales

Kant (1784), en las dos primeras líneas de su reflexión sobre la respuesta a la pregunta Qué es la lustración propone un proceso para dejar a atrás una culpa que lleva en sus hombros la humanidad y que no le ha permitido al género humano valerse por sí mismo. Se trata de la «Ilustración», entendida como la salida del hombre de su minoría de edad de la cual él mismo es culpable. La imagen de la «minoría de edad» resulta interesante para los propósitos y procesos de formación que acontecen en la educación superior, por cuanto señala que el género humano se encuentra instalado «en su estado natural» y es tarea de ella generar una dinámica para que suceda lo contrario: «un proceso de desinstalación» que le permita al hombre alejarse de dicho estado y lo movilice a ser autónomo y valerse por sí mismo, es decir, que sea mayor de edad.

Esa mayoría de edad, a la que está llamado el género humano, se encuentra al alcance de sí mismo, pero se le ha convertido en un horizonte casi inalcanzable por falta de decisión y valentía para servirse del propio entendimiento. La educación superior se podría comparar con un vector del proyecto de la Ilustración que permita, gracias a su particular idiosincrasia, el desarrollo histórico de la humanidad. El radio de operaciones que abarca este proyecto pone su atención directa en el individuo, en ese «tú» que se tiene que involucrar en la transformación de esa condición de minoría de edad. El deber ser de la educación superior es generar las mediaciones adecuadas para que el hombre despierte a su libertad de pensamiento y así dar rienda suelta a ese gran vector histórico que parece exigir la responsabilidad del individuo y la conveniente permeabilidad de las instituciones que actúan como tutoras del desarrollo humano.

Kant mira con buenos ojos la decisión del emperador prusiano y considera que su época es la más adecuada para alcanzar, en alto grado, un pensamiento permeado por la mayoría de edad. Esta, nuestra época, dadas sus características de complejidad e incertidumbre, nuevamente abre sus puertas para que la libertad de pensamiento se comience a desarrollar y para que el hombre trate nuevamente de elaborar sus propios conceptos y se pueda volcar para pensar por sí mismo. Alcanzar este nuevo estado no es sólo cuestión de decisión, es un camino que se ha de recorrer y la misma experiencia mostrará hasta qué punto se ha madurado en el horizonte hacia la mayoría de edad. En este sentido, el ejercicio creativo, crítico y sistemático del pensamiento será digno para dejar a un lado las preferencias de la vida ya elaborada y confeccionada y ponerse en el papel autoformativo de mirar cuánto se ha crecido como humanidad.

El llamado de Kant para la educación superior es claro: hay mucho por hacer porque hay que dejar a un lado la comodidad de «todo está dado y dispuesto» y empezar a utilizar la capacidad de entendimiento. Indudablemente, la ciencia ha podido evolucionar gracias al desarrollo del pensamiento. La humanidad del hombre y por tanto su interés de llegar a una época ilustrada, depende de la capacidad que va adquiriendo el pensamiento público para hacerse sentir. Quien hace uso privado de la razón se ve abocado a coartar su libertad de pensamiento. Quien se interesa por introducir el uso público de la razón en el uso privado no deja que su voluntad esté condicionada irrestrictamente a lo que dictaminen «otros», sino que cada ser humano es capaz de ejercer su libertad de acción, de pensamiento, por cuanto las decisiones prácticas estarían orientadas por un principio rector: el imperativo categórico.

Para que la educación superior logre que la humanidad progrese hacia la autonomía y por tanto hacia el uso público de la razón, es vital que ella alcance tres metas formativas: moralizar al sujeto, generar procesos de autoformación y formar para la racionalidad comunicativa.

En relación con la primera meta, se trata de encontrar y adoptar una forma de vida caracterizada por un modo de ser racional que se relaciona con el imperativo categórico en sus tres formulaciones (Hoyos y Vargas Guillén, 1997):

• «Obra sólo según aquella máxima de la que al mismo tiempo puedas querer que se convierta en norma universal», donde la libertad de la voluntad autónoma es la que permite transformar las máximas en leyes universales. Una acción es moral si representa el respeto a una ley que cada sujeto se da por el hecho de ser razonable.

• «Obra de modo que en cada caso te valgas de la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de todo otro, como fin, nunca sólo como medio», esto es lo mismo que decir que no se debe instrumentalizar a nadie ni como objeto ni como medio para alcanzar un propósito de realización personal.

• «No realizar ninguna acción por ninguna otra máxima sino por aquella que pueda al mismo tiempo ser una ley general y por tanto de forma tal que la voluntad, mediante su máxima, se pueda considerar como legisladora universal», se trata de colocar la acción humana universalizable como autorrealización del individuo, pero dentro de un sentido del mundo y de la historia.

Si la educación superior se coloca en la perspectiva de hacer hombre al hombre entonces es posible que en ella se encuentre una posibilidad para descubrir la génesis de una racionalidad que moraliza porque la educación se comprende como un dispositivo orientado hacia el perfeccionamiento de la naturaleza humana. Se trata, en una visión fenomenológica, que la cosa misma de la educación superior no es más que realizar la esencia de lo humano en su sentido racional y luego disponiendo a los otros a enmarcar ese sentido en la historia y la cultura. En este sentido, la educación no es el factum de un momento determinado o del cumplimiento de unos planes de estudio y de un currículo previamente diseñado. Por el contrario, se trata de un «proyecto ilustrado intergeneracional» que por

su misma naturaleza es inacabado y pemanentemente perfectible. De ahí que la labor de sus miembros, tanto en el ámbito académico como en el administrativo, se han de caracterizar por la cientificidad y la dedicación en su acción.

Vista así la naturaleza de la educación superior, se pueden presentar sus fines en relación con la realización del individuo en particular y de la especie humana en general. En este punto queremos citar al profesor Vargas Guillén del departamento de filosofía de la Universidad del Valle, quien es claro y preciso en la presentación e interpretación de estos fines en la teoría pedagógica de Kant. Si bien él habla en función de la educación en general, vemos que su aproximación se puede extrapolar en su argumentación a los fines de la educación superior. En primer lugar, ella debe forjar la conciencia, es decir, generar la mejor disposición y actitud en el hombre para que ejerza su acción de forma autónoma sin olvidar el sentido comunitario de su desarrollo. Es así como la educación, orientada hacia proyectos de sentido cosmopolita, incorpora en la autonomía individual el sentido comunitario. En segundo lugar, ella debe formar las facultades del espíritu, en particular las superiores, es decir, el entendimiento, el juicio y la razón. La formación del entendimiento busca que el sujeto obtenga un conocimiento de lo universal a través de la apropiación de reglas, hasta llegar a tener conciencia de las mismas; la formación del juicio procura que se apliquen normas universales a casos singulares; y la formación de la razón comprende la unión de lo universal con lo particular (Vargas Guillén, 2004).

En relación con la segunda meta, Rob Reich, citando a Richard Rorty, postula una idea en la cual se especifica lo que es propio de la educación superior, incluso contrastándolo con lo que se hace en niveles de educación media y básica. Reich afirma:

Rorty redefine la educación como el proceso de autoformación y de autocreación forjado en el crisol del lenguaje, y no como la adquisición y la transmisión de verdades epistemológicamente fundadas que existen independientemente del lenguaje (Reich, 1996).

Incluso Rorty, osadamente, redefine la educación, dándole un nuevo nombre:

[...] puesto que 'educación' suena tal vez demasiado plano, y 'Bildung' tal vez demasiado extranjero, utilizaré 'edificación' para representar el proyecto de encontrar nuevas, mejores, más interesantes y más fructíferas maneras de hablar. Edificación describe el proyecto de autoformación y de autocreación de toda la vida que se adecua a la concepción de los seres humanos como redes contingentes y descentradas de creencias y deseos (Rorty, 1979: 360).

Estas ideas de Rorty muestran que la universidad tiene como uno de sus propósitos fundamentales promover la autoformación de los individuos, lo cual la sitúa en la tradición kantiana que encomia la «mayoría de edad» como ideal de realización del proyecto ilustrado dadas sus pretensiones de universalidad.

Se trata de forjar sujetos mayores de edad, capaces de formar su propio entendimiento y de orientar su proceder como personas a partir de criterios autónomos y racionales. Este ideal de autoformación es, a nuestro modo de ver, la principal competencia que se debe desarrollar, no solo por su arraigo con la tradición académica universitaria, sino porque responde a las exigencias y demandas del exigente mundo contemporáneo.

Tener capacidad para la autoformación es algo que se refleja, por ejemplo, en la capacidad de generar nuevas maneras de hablar. Sabemos que en la universidad no se habla en la línea de un conocimiento absoluto y de informaciones precisas y acabadas, pues el contexto donde ella se mueve, muestra que el conocimiento es fruto de una acción comunicativa en donde los sujetos, entendidos como interlocutores válidos, se ponen de acuerdo sobre las interpretaciones y creaciones de mundos posibles a través del lenguaje. Desde esta perspectiva, el espacio universitario permite que haya nuevas y creativas formas de hablar e interpretar la realidad.

Precisamente, la autoformación debe abrir nuevos horizontes de sentido para que el ser humano se mueva como pez en el agua en esas redes contingentes y complejas de la realidad y brindar elementos de juicio para buscar permanentemente nuevos caminos a través del desarrollo de una comunicación capaz de concertar y manejar disensos. Aquí es donde hay presencia de racionalidad, es ahí donde encuentra su esencia y posibilidad de crecimiento el género humano como un todo. Es en el espacio abierto de la racionalidad y por tanto de la autoformación, donde la naturaleza humana, en medio de su contingencia, puede descubrir caminos para la identidad en el lenguaje y en el encuentro con otros.

Por otra parte, Rorty reitera y enfatiza que existe una aparente continuidad entre los procesos que se han desarrollado en la educación básica y media y los que se proyectan en la educación superior, orientados hacia la autoformación, pero que en la práctica esa continuidad no existe y que a cambio de ella hay una ruptura y desarticulación entre los procesos de la educación superior y los que ocurren en la educación básica y media.

Al respecto afirma Rorty:

[...] hasta la edad de los 18 ó 19 años la educación es principalmente una cuestión de socialización -de conseguir que los estudiantes se apropien del sentido común, moral y político de la sociedad tal cual es. La educación primaria y secundaria se ocupará siempre de familiarizar a los jóvenes con aquello que sus mayores toman por verdades, sean ciertas o no. El objetivo de la educación superior no-vocacional es ayudar a los estudiantes a reconocer que ellos se pueden reformar a sí mismos. El verdadero negocio de la universidad es ofrecer una provocación para la autocreación (Rorty, 1990: 47).

Si bien Rorty no pretende promover la desarticulación de las distintas fases del proceso educativo, sí es pertinente señalar que hay intereses y matices particulares para cada uno de ellos: la «primera fase» [educación básica y media] es para que la persona aprenda a socializarse, a culturarse, adaptarse a un orden de cosas e ideas que se han asumido como costumbre e identidad moral. Por su parte, la «segunda fase» [educación superior] es para promover un tipo de educación que haga posible la individualización, la toma de distancia, la recreación personal y cocreación social.

En este sentido, la educación superior ha sido llamada a mirar críticamente su quehacer y a replantear de forma progresiva aquello que no se orienta hacia estos ideales encaminados hacia el desarrollo humano. Es claro que su énfasis no se puede limitar únicamente a enseñar y dar por supuesto que los estudiantes han aprendido, sino que la educación se debe encaminar a generar mecanismos y estrategias, basadas en la comunicación y la autoformación, para que ellos aprendan a aprender y aprendan a desaprender. Si la idea de la universidad es la autoformación e individualización para alcanzar la mayoría de edad y por tanto la autonomía, entonces aprender a aprender y aprender a desaprender dispondrán el espacio para nuevas versiones e interpretaciones, nuevos lenguajes, en un clima abierto a la crítica y al saber «tomar distancia».

En relación con la tercera meta, la educación superior, desde la perspectiva de la acción comunicativa, implica «un proceso de interacción y comunicación entre sujetos que poseedores de un acervo cultural buscan ser reconocidos como tales». Esta propuesta busca que los sujetos se reconozcan en un espacio de comunicación e interacción sobre la base de una cultura adquirida y reconocida. Esto abre la posibilidad para la creación de nuevas cosas, de nuevos motivos, de nuevas razones y de nuevos conocimientos a través de la acción comunicativa.

Esta perspectiva reconoce la existencia de sujetos que participan con sus vivencias, tradiciones, lenguaje y acciones, y que construyen el sentido del mundo a través del diálogo. Esa capacidad de dialogar, de buscar consensos, de manejar disensos, de argumentar sus propias razones, de argumentar sus propios motivos, de mantener la comunicación en espacios simétricos con el otro, de aprender a conocerse a sí mismo a través de las razones del otro, de aprender a replantear sus propias razones y perspectivas conociendo las perspectivas del otro, es en general una acción comunicativa pertinente para el mundo universitario. Esta visión permite que los escenarios de aprendizaje en la educación superior sean espacios donde se encuentran sujetos que, a través de sus actos de habla, buscan entenderse sobre algo en el mundo. Así lo esencial de la acción universitaria es aprender a comunicarnos argumentativamente en un espacio que privilegia el desarrollo del pensamiento en particular y el desarrollo humano en general. A propósito de esta tercera meta solamente hemos descrito las líneas generales de la acción comunicativa y su relación con el campo de la educación superior porque sobre ello profundizaremos cuando abordemos uno de los elementos conceptuales del ethos de la educación superior: el ejercicio de la racionalidad comunicativa.

III. Ethos de la Educación Superior Contexto

En el contexto del apartado anterior, nos valimos de Max Horkheimer y Theodor Adorno para destacar que nuestro presente se ha enmarcado dentro de la crisis que ha experimentado una de las formas de razón (la objetiva) y su consecuente desviación en relación con los derroteros e intenciones fundantes del proyecto ilustrado. En el desarrollo de los elementos conceptuales de ese apartado, cómo vimos frente a esta crisis, la educación superior actúa de forma similar al conductor del mito del carro alado descrito por Platón en el diálogo del Fedro (Platón, 1979), y le apuesta nuevamente al proyecto inacabado de la modernidad en la perspectiva de una educación para la mayoría de edad interesada en generar mecanismos orientados hacia el desarrollo humano: uno la autoformación y otro la mediación de la acción comunicativa.

Estos pilares de la educación para la mayoría de edad son a su vez las bases para comenzar a construir el ethos particular de la educación superior, sin olvidar que su epicentro de desarrollo debe tener en cuenta la complejidad propia de la globalización y que propusimos como retos para establecer el marco de referencia para una Filosofía de la Educación Superior. Construir el ethos de la educación superior es una exhortación para que ese «lugar propio de la educación superior» comience a descentrarse y a colocarse en movimiento dentro de una dialéctica que es evidente entre «tradición» e «innovación».

Elementos conceptuales

Kant señala, en el tratado de pedagogía, que el ser humano no nace moral, sino que se construye su ser moral. Desde esta perspectiva, la educación en general es un dispositivo para el perfeccionamiento de la naturaleza humana, puesto que «la cosa misma» de la cual ella se ocupa es «elevar la humanidad hasta su más alto sentido», es decir, lograr que la humanidad alcance un dominio público de la razón y construya la esencia de la naturaleza humana para todos y cada uno de los ciudadanos de la historia y la cultura. A juicio del pensador moderno, «el género humano está en constante progreso». A partir de esta imagen profética, la educación se constituye en un proyecto intergeneracional que dispone a los seres humanos hacia los fines propios de su propia especie como destino: adoptar un modo de vida «racional» que vale para el sujeto en particular y para la humanidad en general. Este proyecto, por cierto inacabado y perfectible, sugiere una inquietud: ¿de qué se trata esta forma de vida y cómo se puede realizar desde la educación superior?

Precisamente, el movimiento dialéctico entre «tradición» e «innovación» puede contribuir a que la educación superior asuma nuevamente su compromiso con el ethos que le es propio. Para ello es imprescindible que reconstruya las redes y tejidos que le permitan reconocer su pertenencia a la sociedad y su factible acción ante las necesidades concretas de la misma. Para ello es importante que la educación superior proponga, desde su misma práctica, estrategias que permitan vislumbrar los alcances que tiene la modernidad, pero sin desconocer sus propios límites. Este puede ser un punto de partida interesante para que se construya un «nuevo humanismo» dirigido a plantear mecanismos renovados de organización, por ejemplo, para la universidad en particular, de tal manera que se pueda avanzar hacia formas de convivencia fundadas en el ejercicio individual de la libertad en sociedades democráticas, plurales, tolerantes y multiculturales.

Se trata de transitar de una razón monológica a una razón comunicativa que le permita a la sociedad civil aprender de la educación superior formas razonables y dialógicas para conducir sus debates prácticos y teóricos. En este sentido, el ethos que se está proponiendo, se relaciona con la identidad de cada comunidad académica y sus particulares tradiciones e ideales, sin olvidar que eso incluye el imperativo de abrirse a otras comunidades, en un ambiente que favorezca el reconocimiento de la diferencia y la actitud crítica, para buscar la verdad en una dinámica donde el diálogo es el común denominador. Desde esta perspectiva el «ethos de la educación superior», en consonancia con los intereses de la sociedad civil, se empadrona con los mínimos éticos de la convivencia ciudadana.

En consecuencia, lo que se hace, piensa, razona, siente y proyecta desde esta forma de educación está orientado a formar no sólo para la habilidad y la disposición a la experticia dentro de un área del conocimiento, sino que busca, fundamentalmente, formar profesionales que, por sobre todo, se conciben como ciudadanos libres inmersos en una sociedad en permanente estado de construcción porque desea alcanzar y realizar los ideales de humanidad establecidos por el proyecto moderno. En síntesis, lo propio del quehacer en la educación superior está orientado por los siguientes principios:

• Comprender que el mundo de la vida es la base de toda experiencia personal y colectiva, para permitir que la educación en la universidad se conciba como ese proceso a través del cual se sucede la «inclusión del otro», su reconocimiento como diferente, es decir, como «interlocutor válido» (Hoyos, 2002);

• Pensar en la Educación para la Mayoría de Edad como un camino para que la universidad logre que la humanidad progrese hacia la autonomía, el uso público de la razón y alcance, en última instancia, la mayoría de edad. Para esto es vital que en ella se alcancen tres metas formativas: moralizar al sujeto, generar procesos de autoformación y formar para la racionalidad comunicativa;

• Abrir las posibilidades de una educación pluralista basada en la integración e interrelación comunicativa de los diversos grupos sociales, asociaciones, comunidades y regiones, donde la universidad pueda interactuar con otros actores de la sociedad civil que, por su propia naturaleza, es pluralista (Ibid: 175);

• Concebir lo público como ese ámbito en el cual las personas y las organizaciones -donde está incluida por supuesto la universidad-, interactúan con el Estado para tejer comunicativamente la red de intereses comunes. En el ambiente de lo público se reconoce al otro como diferente, es decir, como ciudadano con iguales derechos y deberes (Ibid);

• Promover, desde la universidad, la participación en lo político por cuanto implica la triangulación de un mundo de la vida incluyente, de una concepción de la sociedad civil que por su dinámica y acción es pluralista y compleja, y de una concepción de lo público que representa el ejercicio de la democracia participativa (Ibid: 176).

Cuando el ethos de la educación superior se piensa a partir de estos elementos, consideramos que esta logra proyectar sus ideales y propósitos hacia un fin muy particular: formar ciudadanos capaces de reconocer al otro como diferente y, por tanto, como interlocutor válido en la reconstrucción de la historia y la cultura. Esto implica, como afirma Hoyos, un uso hermenéutico del lenguaje (Hoyos, 2003) que no se limite a la comprensión cultural de otras épocas o de otras naciones, sino que procure el entendimiento mutuo entre los actores partícipes en los procesos de formación, de tal manera que se vaya ampliando el horizonte y el contexto del mundo de la vida y de la comunicación.

Una educación orientada hacia la autoformación, en los términos previamente citados, busca acentuar el sentido de pertenencia a una cultura, no para cerrar el círculo de interpretación sobre el mundo sino de abrir canales de intercomunicación con otras culturas donde adquieran sentido diversas formas de pensar, sentir y de actuar en la vida. En la perspectiva de Rawls (1989), el ethos de la educación superior se orienta, en consecuencia, hacia una educación para la tolerancia en el marco de un pluralismo razonable cuya comprensión exige un entendimiento común, cuya base es la postulación de una «ética de mínimos» interesada en garantizar la convivencia social, solucionar concertadamente los conflictos y propiciar acciones que favorezcan el bien común.

IV. Educación superior y construcción de ciencia

Contexto

Richard Smith (2004) en su ponencia abstracción y finitud; educación, azar y democracia, confirma que, la razón instrumental, en cualquiera de sus formas, está en crisis por un motivo particular: se ha gestado una excesiva confianza en la interpretación racional del mundo, bajo los parámetros de la certeza y la perfección. Incluso ni la educación, ni la democracia han podido escapar de este guión racionalista. Comentando esta situación, Keneth Wain asegura que «estamos cegados por la fe absoluta en nuestra inteligencia, y somos insensibles a la contingencia de las cosas, a la incertidumbre básica del mundo, en el modo como entendemos la educación y la política» (Wain, 2004: 1).

Paralelo a lo anterior, Smith destaca que en muchos sistemas educativos occidentales existe la tendencia de «no contentarse con qué se sabe, sino de saber qué se sabe», lo cual es más cercano a la duda y por tanto al sentido de contingencia de las cosas. Sin embargo, es una dimensión igualmente controlable, tal como lo describe Wain, por el mito de la performatividad que todo lo controla y maneja para equilibrar el riesgo y realizar aplicaciones exitosas sustentadas en los criterios de eficacia y resultados efectivos como nuevo imaginario de lo que es el «progreso en el mundo». Se trata de tenerlo todo controlado, inclusive el hecho de saber qué sabemos, porque hay un mundo rápidamente cambiante que amenaza al ser humano desde su perplejidad.

Conceptos como aprender a aprender, ser competente, eficaz, eficiente, saber controlar los riesgos, indudablemente, pueden iluminar y hacer menos oscuras las finalidades del aprendizaje universitario, pero igualmente pueden terminar siendo una nueva forma de «Dialéctica de la Ilustración», por cuanto existe la posibilidad de fomentar una idea de educación identificada con necesidades estrictamente económicas que niegan la heterogeneidad propia de los seres humanos y se olvidan que la naturaleza humana es esencialmente contingente y finita.

Frente a esto, la educación superior, inmersa en una sociedad de conocimiento y aprendizaje diseñada para brindar seguridad en medio de la incertidumbre, no puede perder su horizonte. Debe mantener su sueño de fomentar una educación para la autoformación, donde el estudiante aprenda a autodirigirse, precisamente porque es «capaz de emplear con éxito los recursos y las posibilidades que se movilizan en una sociedad del aprendizaje» (Ibid: 2). Saber aprender, en su sentido metacognitivo, es disponer en el estudiante unas destrezas de aprendizaje que le permitan actuar con seguridad frente a los cambios vertiginosos del mundo en cualquier orden y ser un autogestor de su vida, teniendo en cuenta, como propone Smith, «las demandas de la contingencia humana».

Elementos conceptuales

Si se ha hablado de una educación orientada a la «autoformación» de la persona, es porque se dispone de herramientas metodológicas y pedagógicas que contribuyen a explorar habilidades y destrezas del pensamiento en los estudiantes. A través de éstas, ellos podrían aprender a cuestionarse acerca de la realidad y hacerse partícipes en la construcción de un proyecto de nación, fruto de un saber interesado en su contexto. En este camino, el docente, atento al progreso del pensamiento de sus estudiantes, puede estimular el desarrollo de procesos mentales superiores, caracterizados por la capacidad crítica, argumentativa y lógica de los fenómenos científicos, sociales y culturales que se construyen en los espacios de formación universitaria.

En este sentido, la investigación, entendida como actividad formativa, se constituye en una actividad intelectual organizada, disciplinada y rigurosa que busca comprender el mundo y se concreta en un método para llegar al conocimiento. Para que este proceso sea viable, se requiere de que en la universidad los docentes tengan mentalidad y espíritu de investigadores y su práctica los haga maestros de la investigación. Esto permitirá que los estudiantes, dentro de un proceso sistemático e intencional, estructuren las bases que les posibilite acceder y construir conocimiento científico a lo largo de su vida académica y profesional.

Un primer paso, para que esto sea viable, consiste en que el docente se encuentre dispuesto a explorar con criterios de objetividad el universo de la información, de las comunicaciones vía satélite, las redes de información, las grandes bibliotecas y las bases de datos, para que, desde su propia experiencia, pueda familiarizar a los estudiantes con la sociedad del conocimiento. Tal como lo afirma Ferro, la educación contemporánea debe formar la mente en una enseñanza abierta hacia el desarrollo de una inteligencia heurística que posibilite, desde una planificación adecuada del trabajo académico, acceder a la documentación bibliográfica y que a su vez permita interpretar y solucionar adecuadamente las diversas situaciones que experimenta el ser humano en su descubrimiento continuo del mundo. En este sentido, ciencia y tecnología han de ser un binomio de alcance diario en la universidad para que la investigación sea una actitud y un modo de ser tanto del profesor como del estudiante (Ferro, 1991a).

Esta actitud investigativa se mantiene viva en el aula de clase cuando en un diálogo abierto con sus estudiantes, el docente hace preguntas y aportes que permitan develar y explorar la masa de la información y el inagotable mundo del saber. Por ejemplo, el «saber preguntar» se constituye en una manifestación del deseo por conocer y comprender la realidad. La pregunta conduce al diálogo, a la investigación paciente, a la consulta humilde, al entusiasmo que produce el grito de ¡eureka! cuando se descubre algo nuevo. La universidad del siglo XXI, debe ser un espacio abierto a los seminarios y talleres de investigación, de tal manera que sus resultados se reflejen en los aportes al desarrollo del saber y en los cambios de estrategia que reorienten el sentido de los ámbitos social y económico.

El espacio universitario ha de reflejar el progreso de la ciencia tanto en el contenido de la enseñanza como en sus manifestaciones en el aprendizaje. Precisamente, fortalecer el espíritu investigativo en los estudiantes implica motivarlos para que no se contenten con lo que «oyen» y se «dice» en clase, sino que sigan por su propia cuenta el camino del conocimiento que, por su esencia, nunca acaba. No se puede olvidar que el mejor recurso de cualquier momento y desarrollo en investigación es el hombre formado en un ambiente abierto, crítico y sensible a las exigencias de responsabilidad que tiene el trabajo científico cuando enfoca sus aportes a una comunidad y contexto determinado. Esta es la cuota de humanismo que ha de caracterizar a la investigación del siglo XXI, en las dimensiones de una «racionalidad dialógica» que enfatiza en la construcción de consensos y el manejo de disensos en espacios socialmente reconocidos, donde se respetan los valores y los derechos humanos (Ferro, 1985).

Resulta relevante en este punto, destacar el papel del docente en cuanto construye y orienta espacios de interlocución, caracterizados por su apertura al diálogo dentro de un ambiente donde el respeto a la forma de pensar de los demás y la tolerancia frente a lo diferente y la atención genuina a las preguntas, aportes y consultas del estudiante, son el común denominador. Sin embargo, las posibilidades de interlocución no se agotan aquí. Precisamente, la docencia moderna no puede dejar de lado las nuevas exigencias de la sociedad del conocimiento. Si bien el docente es la fuente de retos intelectuales cuando formula preguntas interesantes a sus estudiantes, su apoyo se multiplica cuando los orienta en el laboratorio de la información, en el momento de ayudarlos a procesar y apropiar esa información. En este sentido, el docente se puede apoyar y formar en las herramientas tecnológicas para la construcción de una nueva pedagogía (Roa, 1996).

Gómez, citando a John Dewey (1928), afirma que los planteamientos de Dewey sobrepasan el mero aprendizaje académico. Este autor insiste en convertir el aula en un laboratorio de la vida real, con un ambiente de aprendizaje que crea el docente para que el estudiante pueda resolver problemas mediante el trabajo en pequeños grupos y en interacción permanente. Este es un aprendizaje que parte de la experiencia, porque en ella el estudiante encuentra el impulso que lo mueve e inquieta. El ambiente es creado por el maestro cuando plantea problemas e interrogantes que motivan la acción y la búsqueda de la respuesta. Por su parte, el estudiante encuentra el conocimiento por su propio impulso, por su propio interés (Dewey, 1928).

Esta concepción de iniciación del estudiante en la investigación, lo convierte en actor directo de su aprendizaje, de tal manera que la adquisición y comprensión del conocimiento, se transforma en instrumento para comprender y entender el mundo y proponer formas de modificar la realidad cuando esta va en contravía del ideal moderno: la realización material y moral de la especie humana. En este sentido, movilizar el espíritu investigativo, como primer peldaño para aprender a investigar y hacer ciencia es, sin lugar a duda, una buena estrategia pedagógica para entender que el aprendizaje que continúa el estudiante en su formación universitaria, no es más que un momento de la búsqueda permanente que realiza el hombre para comprenderse así mismo en relación con este momento histórico que durará hasta el final de su vida.

V. Epílogo

Luego de haber presentado los principales elementos conceptuales que determinan y posibilitan una reflexión filosófica en torno de la educación superior, podríamos señalar a modo de epílogo lo siguiente. De forma general, la universidad posee una doble tarea: en primer lugar, tiene el compromiso de hacer civilización ayudando al ser humano a dar efectivamente «el paso del bien salvaje al hombre de ciudad, para que la vida sea menos áspera, mucho más gozosa y, por tanto, finalmente más humana» (Ferro. 1991b: 3 - 4) y, en segundo lugar, la universidad ha de enraizarse en el mundo de la ciencia para responder a las demandas de conocer y comprender las condiciones naturales, sociales, culturales, políticas y económicas del mundo contemporáneo. Todo esto vale para señalar que una filosofía de la educación superior se constituye en el horizonte de horizontes en el sentido que favorece las condiciones bajo las cuales se pueden transformar las vicisitudes adversas de la vida en situaciones de desarrollo y crecimiento humano permanente.


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Notas

1 En la perspectiva de Majmutov (1983), este tipo de problemas recibe el nombre de «situación problémica », la cual se caracteriza por ser un momento inicial del pensamiento, que provoca la necesidad cognoscitiva del estudiante y crea las condiciones internas para la asimilación en forma activa de nuevos conocimientos y de los procedimientos de determinada actividad académica.


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